6

Cristina explicó a sus hijos que su padre tenía muchas cosas que arreglar allí arriba, en Haugen, antes de poder volver a casa junto a ellos. Probablemente lo verían a fines de otoño.

Iba y venía por la casa, joven, con las mejillas sonrosadas; su rostro se había vuelto dulce y suave, sus movimientos tenían más viveza en las tareas…; no obstante, hacía menos trabajo que cuando su comportamiento era tranquilo y mesurado. No reñía a sus hijos con tanta dureza como solía hacerlo cuando habían cometido alguna travesura o algo que la hubiera disgustado. Ahora les reprendía bromeando, o bien hacía como si no se hubiera dado cuenta.

Lavrans quiso dormir con sus hermanos en el cuarto de arriba.

—Sí, ya va a haber que contarte entre los mayores, hijo —y hundió los dedos en la espesa cabellera del muchacho y lo atrajo hacia sí; le llegaba al pecho.

—Y tú, Munan, ¿soportarás aún por mucho tiempo que tu madre te trate como a un niño?

De noche, cuando estaba acostado, a Munan le gustaba que su madre fuera a sentarse al borde de su cama y le acariciara; apoyaba su cabeza sobre las rodillas y charlaba con ella en tono más infantil que durante el día, cuando sus hermanos podían oírle. Hablaban juntos del regreso de Erlend.

Luego se retiraba hacia la pared, la madre le ajustaba el cobertor, y, después de haber encendido una vela, se ponía a remendar la ropa de sus hijos.

Soltaba el broche que sujetaba y cerraba su corpiño y se pasaba la mano por el pecho. Lo tenía redondo y firme como el de una mujer joven. Se remangaba las mangas hasta el hombro y miraba su brazo a la luz; estaba más blanco, más redondo. Se ponía de pie y daba unos pasos, sentía que su andar se había vuelto más flexible en su cómodo calzado hogareño, y dejaba resbalar las manos sobre sus caderas, que ya no eran secas y puntiagudas como las de un hombre. La sangre circulaba por sus venas como la savia que reaviva a los árboles en primavera.

Se ocupaba con Frida, en el lavadero, de rociar con agua tibia la cebada que había de servir para preparar la cerveza de Navidad. Frida había olvidado vigilarla y los granos ya habían fermentado. Sin embargo, Cristina no riñó a su sirvienta; sus labios esbozaron una sonrisa al oír las excusas de la mujer. Por primera vez Cristina había olvidado vigilar personalmente la cebada.

Erlend volvería a estar con ellos por Navidad. Cuando hubiera recibido el mensaje que pensaba enviarle no podría dejar de acudir en seguida. Su marido no era tan loco como para no comprender que, en su estado, era imposible que ella fuese a instalarse en Haugen, lejos de todo el mundo. Pero, aunque estuviera segura de su embarazo, no quería mandar el mensaje hasta que sintiera la nueva vida moverse en su seno. En el curso del segundo invierno que había pasado en Joerungaard había tenido un aborto. No tardó en consolarse. Esta vez no temía que se repitiera. Era algo imposible.

Pero, de todos modos…

Tenía la impresión de que era preciso dedicarse por entero a aquel ser tan pequeño que llevaba en sus entrañas, encerrarlo en ella para protegerlo…, igual que se curvan los dedos alrededor de la llama que acaba de encenderse.

Un día, ya entrado el otoño, Ivar y Skule le anunciaron su propósito de ir a visitar a su padre. Hacía buen tiempo en la montaña; tenían ganas de quedarse allí arriba para acompañarle a cazar aprovechando que no había nieve.

Naakkve y Bjoergulf, que jugaban al ajedrez, interrumpieron su partida para escuchar.

—No sé qué deciros —contestó Cristina. No había pensado aún con quién enviaría el mensaje a Erlend. Por ello miró indecisa a sus dos hijos, casi hombres. Se juzgó tonta, pero no consiguió decidirse a confiárselo. Tal vez podría pedirles que se llevaran a Lavrans para que este tuviera una entrevista a solas con su padre. Era tan joven que nada le sorprendería; no obstante…

—Vuestro padre no tardará en regresar —dijo al fin—. Al subir a Haugen podríais retrasar su vuelta. Además, pienso mandarle un mensaje yo misma sin tardanza.

Los gemelos rezongaron, pero Naakkve levantó la vista del tablero y dijo en tono cortante:

—Haced lo que os dice vuestra madre, muchachos.

Poco antes de Navidad mandó por fin a Naakkve al norte.

—Le dirás que estoy impaciente por verlo… lo mismo que vosotros.

No mencionó la aparición del nuevo ser… creía improbable que el hijo mayor, que era ya un hombre, no se hubiera dado cuenta.

Si le parecía oportuno, se lo diría a su padre.

Naakkve regresó sin haber visto a su padre. Este se había ido a Raumsdal. Por lo visto, se había enterado de que su hija y su yerno iban a instalarse en Bjoergvin y de que Margret deseaba una entrevista con su padre en Veoey.

Era natural… Cristina pasaba las noches desvelada; a veces acariciaba la carita de Munan dormido a su lado. Lamentaba profundamente que Erlend no estuviera con ellos por Navidad. No obstante, encontraba muy natural que quisiera ver a su hija, puesto que se le presentaba ocasión de hacerlo. Iba secando sus lágrimas a medida que resbalaban por sus mejillas. Tenía de nuevo las lágrimas fáciles, como en su juventud.

Poco después de Navidad murió Sira Eirik. Cristina había ido a verlo un par de veces durante el otoño, cuando ya estaba en cama, y asistió, además, a sus funerales. Fueron las únicas veces que salió de su casa. Experimentó un gran disgusto por la pérdida de su párroco.

En la comida que siguió al entierro se enteró de que alguien había visto a Erlend en Lesja; regresaba a casa. Sin duda no tardaría en llegar.

Quince días después, estaba sentada debajo de una pequeña ventana. Empañó el espejo de mano que había sacado del arca, lo frotó, le sacó brillo y luego examinó su rostro.

Desde hacía algunos años, el sol le había tostado la piel como a una campesina, pero todo rastro de moreno había desaparecido; ahora tenía la tez blanca y las mejillas rosadas como una imagen policromada. No había tenido un rostro tan bonito desde jovencita. Rebosando una alegría maravillada, Cristina sintió que casi le faltaba el aliento.

Por fin tendría aquella hija tan deseada por Erlend, si los pronósticos de las comadronas se cumplían. La llamaría Magnhild. Esta vez rompería la costumbre establecida y pondría en primer lugar el nombre de la madre de Erlend.

La mente de Cristina imaginó de pronto una aventura que había oído contar antes, la historia de siete hijos, desterrados y perseguidos por tierras salvajes a causa de una hermanita que aún no había nacido. Cristina se rio sola. ¿Cómo podía habérsele ocurrido pensar en aquella historia? Lo ignoraba.

Cogió del costurero la camisita de fino lienzo blanco que estaba haciendo mientras se hallaba sola. Sacó hilos para el dobladillo y bordó pájaros y animales sobre un fondo de vainicas cruzadas. Hacía años que no se había dedicado a trabajos delicados. ¡Ah, si Erlend quisiera venir pronto, mientras su estado la tornaba hermosa, joven y alegre, poniéndole rosas en las mejillas y redondeando sus formas!

A partir de San Gregorio, el tiempo empezó a cambiar y se hizo casi primaveral. La nieve se derretía y tomaba un tono plateado. Empezaban a aparecer manchas oscuras en las vertientes expuestas a mediodía y las montañas se envolvían en un vapor azulado.

Gaute estaba un día en el patio reparando un trineo. Naakkve, apoyado en el cobertizo de la leña, miraba cómo su hermano trabajaba. Cristina salió de la cocina con una artesa llena de pan blanco que acababa de sacar del horno en los brazos.

Gaute levantó la cabeza y la vio. En seguida dejó su hacha en el trineo y corrió a descargarla de la artesa, que llevó al almacén de provisiones.

Cristina se quedó quieta, ruborizada. Cuando Gaute regresó, se acercó a sus dos hijos:

—Creo que deberíais ir con los caballos a Haugen en busca de vuestro padre uno de estos días. Le diréis que es urgente que venga a hacerse cargo de la dirección de todo esto. Ahora tengo tan poca fuerza… y da la casualidad que precisamente en el momento de las faenas de primavera me veré inmovilizada.

Los muchachos la escuchaban: también ellos habían enrojecido; pero vio que estaban profundamente satisfechos. Naakkve, en tono que quería ser indiferente, contestó:

—A lo mejor podríamos ponernos hoy en camino, hacia la hora de nona… ¿Qué te parece, hermano?

Al día siguiente a mediodía Cristina oyó que unos jinetes llegaban al patio. Eran Gaute y Naakkve, y regresaban solos. Cuando salió, ya habían echado pie a tierra; uno al lado del otro, angustiados, con los ojos bajos, no dijeron nada.

—¿Qué contestó vuestro padre?

Gaute, que se apoyaba en su espada, continuó hurtando su mirada.

Entonces Naakkve tomó la palabra:

—Nuestro padre nos ha encargado que te digamos que te ha esperado todos los días de este invierno. También dice que serás tan bien recibida como la última vez que fuiste.

El rostro de Cristina cambió de color:

—¿No le habéis dicho lo que me ocurre…? ¿No le habéis dicho que voy a tener otro hijo?

Gaute contestó, sin levantar la cabeza:

—Nuestro padre no cree que eso sea razón suficiente para impedirte ir a Haugen.

Cristina permaneció unos segundos silenciosa:

—¿Qué ha dicho? —preguntó en voz baja pero tajante.

Naakkve quiso contestar, pero Gaute levantó la mano y echó una mirada suplicante a su hermano. El mayor no le hizo caso y dijo:

—Nos encargó que te dijéramos esto: que no ignorabas, en el momento en que el hijo fue engendrado, cuál era su fortuna. Que si desde entonces no se ha enriquecido, tampoco puede decirse que se haya empobrecido más.

Cristina volvió la espalda a sus hijos y subió lentamente hacia la casa. Pesada, agotada, se sentó en el banco, debajo de la ventana que el sol de primavera había despojado de su capa de escarcha.

Era cierto: ella había mendigado el permiso de dormir en sus brazos. Pero era de mal gusto recordárselo ahora. No estaba bien por parte de Erlend enviarle semejante respuesta por mediación de sus hijos.

El tiempo primaveral se afianzaba. Tuvieron vientos del sur y agua durante ocho días; el río creció, se ensanchó y su rugido se hizo más fuerte. Los arroyos bajaron murmurando por las vertientes; en las montañas hubo aludes de nieve; luego volvió a lucir el sol.

Detrás de las casas, en la oscuridad azulada, Cristina oía a los pájaros cantar todavía en los arbustos. Gaute y los gemelos habían subido a las cabañas; esperaban cazar urogallos. Por la mañana el rumor de su canto se oía en todas partes.

Oprimió las manos contra el pecho: su espera no sería larga; había que tener paciencia hasta el final. Había debido de ser injusta con frecuencia, y dar muestras de mal carácter… Inconcebiblemente preocupada por sus hijos… sin razón, había dicho Erlend. Esta vez, sin embargo, se mostraba demasiado duro. Se acercaba el momento en que, sin duda, se vería obligado a venir… lo sabía.

El sol y los chaparrones se sucedían. Una tarde, los hijos de Cristina la llamaron; los siete estaban en el patio y con ellos los criados. Por encima del valle un triple arco iris tendía su semicírculo: el más bajo se apoyaba sobre las casas de Formo; estaba entero y resplandecía de colores; los otros dos eran más débiles y en su extremo se desvanecían.

Mientras miraban aquel bello fenómeno, el aire se iba ensombreciendo. Del sur llegó una nevada que cayó tan espesa que en un instante todo el paisaje quedó blanco.

Por la noche, Cristina, sentada en el banco, contaba a Munan la historia del rey Sujo y de su blanca y bella hija, llamada Mjoll, y del rey Harold Luva, que había sido criado por un gigante en el corazón de la montaña, allí mismo, en los Dofrines. Pensó con pena que desde hacía más de un año no se había sentado así, en medio de sus hijos, a contarles historias. ¡Pobrecitos Lavrans y Munan! ¡Qué poco los había mimado! Y ya no tardarían en ser mayorcitos. Cuando los otros eran pequeños y aún vivían en Husaby, solía contarles historias por la noche, sí, y con frecuencia.

Notó que los mayores también escuchaban; esto la hizo ruborizarse y perder el hilo de la historia. Munan le rogó que continuara. Entonces Naakkve se levantó y se sentó más cerca:

—¿Os acordáis, madre, de Torstein Uksafot y los trolls del bosque de Hoejland? Contádnoslo.

Accediendo al deseo de Naakkve, empezó a recordar. Descansaban echados sobre la hierba, junto al río, y comían… su padre y el grupo de segadores, hombres y mujeres. Su padre, Lavrans estaba echado boca abajo; ella, montada a horcajadas sobre su espalda le clavaba los talones en las caderas; el día era muy caluroso y le habían dado permiso para ir descalza como las mujeres. Su padre pasó revista a todos los trolls del Hoejland: Jernskjold tenía por esposa a Skjoldvor; sus hijas eran Skjoldia y Skjoldgerd, que mató Torstein Uksafot. Skjoldgerd había estado casada con Skjoldketil; sus hijos fueron Skjolbjoern y Skjoldkedin y Valksjol, que se casó con Skjoldskjessa; engendraron a Skjolddulf y a Skjoldorm. Skjoldketil. «No, no, ese nombre ya lo había dicho antes», había gritado Kolbjoern riendo. Resulta que Lavrans había presumido de que se aprendería dos docenas de nombres de trolls y ni siquiera había podido llegar a decir una docena. Lavrans también se rio.

—Pero es que los trolls, como nosotros, hacen que revivan sus antepasados repitiendo sus nombres —los segadores se mantuvieron firmes y como prenda le hicieron pagar un cuerno de hidromiel—. Está bien —dijo el amo—, os la daré esta noche.

Sin embargo, los hombres la querían en seguida y al final tuvo que mandar a Tordis a buscar el hidromiel.

Los trabajadores se habían puesto en pie y formaban un círculo. El gran cuerno dio la vuelta al grupo. Luego cogieron sus hoces y rastrillos; el trabajo de la siega del heno prosiguió. Encargaron a Cristina que se llevara a casa el cuerno vacío. Lo llevaba cogido con las dos manos y fue corriendo, descalza al sol, sobre la hierba verde del sendero, hacia la granja. De vez en cuando se paraba al ver unas gotas de hidromiel reunidas en la curva del cuerno; entonces lo alzaba sobre su carita y lamía el borde de oro; luego se chupaba los dedos.

Cristina Lavransdatter permanecía inmóvil con la mirada perdida. ¡Su padre! Recordaba ciertos gestos de su rostro, su forma de palidecer parecida a una vertiente cubierta de bosque cuando el viento mueve las hojas de los abedules, el tono áspero y burlón de su voz, una luz en sus ojos grises como el destello de una hoja a medio desenvainar; el carácter alegre y tranquilo de Lavrans, que se traducía durante su juventud en chanzas y, a medida que entraba en años, en la plácida mansedumbre un tanto melancólica que lo dominaba. Sin embargo, en lo recóndito de su alma, su padre escondía algo más que aquella profunda y suave dulzura. Cristina, al envejecer, había comprendido que la extraordinaria dulzura de su padre no significaba que no viera claramente las pasiones y las villanías de los hombres, sino que nacía del hecho de sondear siempre su corazón en presencia de Dios, destrozándolo con la contrición y el arrepentimiento de sus culpas.

—No, no, padre, no me impacientaré. Yo también he cometido muchos errores con mi marido.

La víspera de la Invención de la Santa Cruz, Cristina estaba comiendo en la mesa, con todos los suyos, y parecía estar como siempre; pero en cuanto sus hijos hubieron subido a acostarse, llamó a Ulf Haldorssoen en voz baja. Le pidió que fuera en busca de Isrid y le rogara que subiera junto a su ama a la vieja casa de tejer.

Ulf objetó:

—Debes mandar un aviso a Ranveig a Ulvsvoldene y a Haldis, la hermana del sacerdote, Cristina. Lo más conveniente sería llamar a Astrid y a Ingebjoerg, de Loptsgaard, para que lleven tu casa.

—Ya no hay tiempo —dijo Cristina—; he sentido los primeros dolores antes de la hora nona. Haz lo que te digo, Ulf. Sólo quiero a mis propias sirvientas a mi alrededor, y a Isrid.

—Cristina, ¿no comprendes que si te escondes esta noche darás motivo a mil chismorreos?

Cristina dejó que sus brazos cayeran pesadamente sobre la mesa. Cerró los ojos.

—Que digan de mí lo que quieran. Esta noche no me siento con fuerzas para soportar la presencia de extraños a mi lado.

Al día siguiente los hijos mayores estaban sentados en silencio alrededor de la mesa y bajaban los ojos, mientras que Munan hablaba continuamente del hermanito que había visto en brazos de su madre en la casa de tejer. Bjoergulf acabó por decirle que ya había hablado bastante.

Acostada con el pequeño, Cristina no hacía sino escuchar. Le parecía que nunca dormía tan profundamente que dejara un solo instante de escuchar y de esperar.

Se levantó al octavo día, pero las mujeres que la asistían observaban que no se encontraba bien. Tenía frío y calor alternativamente. Un día la leche manaba con tal abundancia de su pecho, que las ropas se le empapaban; al día siguiente no tenía bastante para satisfacer al pequeño. Pero se negaba a volver a la cama. No soltaba al niño un solo momento. Jamás lo acostaba en su cuna; por la noche, lo tenía consigo y de día iba y venía llevándolo en brazos, sentándose con él junto al fuego, o en el borde de la cama, escuchando y esperando; sus ojos miraban al niño fijamente y en ciertos momentos le parecía que dejaba de ver y oír llorar a su hijo; de pronto, el niño reaccionaba; volvía a coger al niño en brazos y lo paseaba de un lado a otro. Con su mejilla apoyada en la del niño, tarareaba meciéndolo; volvía a sentarse, se lo ponía al pecho y permanecía como antes, con los ojos fijos en un rostro que parecía de piedra.

Cuando el niño tuvo unas seis semanas, la madre no había pisado aún el umbral de la casa donde había dado a luz. Ulf Haldorssoen y Skule fueron a hablar con ella. Iban en traje de viaje:

—Vamos a Haugen, Cristina —dijo Ulf—. Hay que poner fin a este estado de cosas.

Cristina permaneció sentada, rígida y muda, con el niño en el pecho. Primero parecía que no hubiera comprendido. Pero bruscamente, se puso en pie, con el rostro escarlata:

—Haz como quieras. Si echas tanto de menos al amo, no te pienso retener. Así que es mejor que te pague tu sueldo; de este modo ya no tendrás necesidad de volver para ocuparte de nosotros.

Ulf masculló un juramento. Luego miró a la mujer que tenía delante que estrechaba al niño contra su pecho. Apretó los labios y se calló.

Por su parte, Skule dio un paso adelante y dijo:

—Pues bien, madre, yo voy a ver a mi padre. Si podéis olvidar que Ulf ha sido nuestro padre adoptivo, el de todos vuestros hijos, tendréis que recordar que al menos a mí no tenéis derecho a darme órdenes y tratarme como si fuera un criado o un niño de pecho.

—¿De veras? —Y Cristina le dio una bofetada que le hizo tambalearse—. Creo que tengo el derecho a mandar y a daros órdenes a todos mientras os vista y os dé de comer. ¡Sal! —gritó golpeando el suelo con el pie.

Skule se puso fuera de sí, pero Ulf le dijo en voz baja:

—Es mejor verla así, hijo mío, injusta y furiosa, que verla sentada, con la mirada perdida, como si su dolor le hubiera hecho perder la razón.

Gunhild, la sirvienta, corrió tras ellos; el ama tenía que hablarles, así como a todos sus hijos. En tono seco y autoritario, Cristina ordenó a Ulf que montara a caballo y fuera a Breidin para hablar con un hombre a quien había contratado dos veces; que se llevara a los gemelos; no era necesario que regresaran antes del día siguiente. Envió a Naakkve y a Gaute a la cabaña, insistiendo en que visitaran el cercado de caballos en Illmanndal para ver si todo estaba en orden; por el camino debían pasar por casa del vendedor de brea, Bjoern, hijo de Isrid, y decirle que fuera a hablarle aquella misma noche. No aceptaría como excusa que al día siguiente tenía que asistir a misa.

Cuando a la mañana siguiente las campanas tocaron a misa, el ama de Joerungaard abandonó la casa seguida de Bjoern y de Isrid, que llevaba al niño. Les había dado ropa buena; pero ella, para su purificación, iba tan adornada de joyas que todo el mundo podía ver que ella era la dama y los otros dos sus subordinados.

Con arrogancia y gesto desafiante, afrontó la sorpresa mezclada de indignación de los feligreses cuando atravesó el atrio. Sí, antes había ido de otro modo, acompañada de damas de calidad. Sira Solmund la miró sin simpatía cuando la vio ante la puerta de la iglesia con un cirio en la mano, pero la recibió con el ceremonial de costumbre.

Isrid estaba un poco chocha y Bjoern era un hombre raro y taciturno que jamás se mezclaba en los asuntos de los demás. Aquellos dos eran los padrinos.

Isrid dijo el nombre del niño al sacerdote. Este se sobresaltó, titubeó un instante y luego lo proclamó con una voz que se oyó hasta el fondo de la nave principal:

—Erlend… en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amen.

Por unos segundos los feligreses se sintieron invadidos por el estupor. Cristina experimentó una alegría salvaje y vengativa.

El niño había parecido fuerte en el momento de nacer, pero desde la primera semana Cristina observó que no engordaba. En el momento de dar a luz había tenido la impresión de que el corazón se le deshacía como una brasa consumida. Y cuando Isrid le había presentado el recién nacido, le pareció que la chispa de vida era débil en aquella criatura. Pero había alejado la idea; ¡tantas veces había sentido rompérsele el corazón! Y el niño era grande y parecía vigoroso.

Pero su inquietud por el pequeño fue en aumento día tras día. Se quejaba y no tenía apetito: a veces tenía que esperar largo rato hasta que conseguía hacerle coger el pecho. Y cuando había logrado que mamara se dormía en seguida. No lo veía engordar.

Con indecible angustia creyó observar que desde el día en que fue bautizado con el nombre de su padre, el pequeño Erlend se debilitaba rápidamente.

Ninguno de sus hijos había sido tan amado por ella como aquel niño desgraciado. Ninguno había sido concebido en un momento de tan gran felicidad, de tan tierna locura; ninguno había sido llevado en sus entrañas con una espera tan colmada de gozo. Volvía la mirada retrospectiva a los nueve meses transcurridos: hasta el final había luchado por conservar la esperanza y la fe. No tendría fuerzas para soportar la pérdida de esta criatura. Tampoco tenía fuerzas para salvarla.

—Dios Todopoderoso; María, Reina de misericordia; san Olav…

Dentro de sí sentía la inutilidad de prosternarse y de rezar por la vida de su hijo.

—Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.

Iba a la iglesia todos los días en que se decía misa, como había hecho siempre. Besaba el marco de la puerta, se rociaba de agua bendita, se inclinaba profundamente ante el viejo crucifijo que se alzaba sobre el crucero. El Redentor dirigía hacia ella su mirada triste y dulce en la agonía de la muerte. Cristo moría para salvar a sus verdugos. San Olav estaba ante él postrado en intercesión ininterrumpida por el pueblo que lo desterró y lo mató.

—Como perdonamos a aquellos que nos han ofendido.

»Santa María, mi hijo se me muere.

—¿No sabes, Cristina, que yo habría preferido llevar su cruz y sufrir su martirio antes que quedarme al pie de la cruz de mi Hijo viéndole expirar? Pero, como sabía que tenía que ser así para la salvación de la humanidad pecadora, lo acepté en mi corazón y volví a aceptar cuando mi Hijo rogó: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.

—Como perdonamos a aquellos que nos han ofendido.

—No es una oración aquello que tu corazón grita antes de que hayas terminado de rezar el pater noster de buena fe.

»Perdona nuestras deudas… ¿Te acuerdas de las veces en que te han sido perdonados tus pecados? Mira a tus hijos, allí, en el lado de los hombres. Mira aquel que está en el primer puesto como el jefe de ese hermoso grupo de jóvenes. El fruto de tu pecado… Durante veinte años has ido viendo cómo Dios aumentaba su belleza, sus conocimientos, se hacía hombre.

»Ves su misericordia, pero ¿dónde está tu misericordia hacia tu último hijo, abandonado en casa?

»¿Te acuerdas de tu padre? ¿Te acuerdas de Simón Darre?

En el fondo de su corazón, Cristina sentía que no había perdonado aún a Erlend. No podía hacerlo, porque no quería. Tenía las manos cerradas sobre el vaso que contenía su amor y no se decidía a vaciarlo, aunque este vaso sólo contuviera una última gota de amarga hiel. Porque en el momento en que pudiera perdonar a Erlend y dejar de pensar en él con aquella acritud, todo lo que había habido entre ellos habría terminado.

Y asistía a la misa sabiendo que lo que hacía no estaba bien. Intentaba rezar: «San Olav, ayúdame; cambia mi espíritu con un milagro, para que pueda rezar sin mentir, para que piense en Erlend con una piadosa tranquilidad de alma». Pero sabía que, en el fondo, no deseaba que fuera escuchada aquella oración. Al salir, sentía que su oración había sido vana cuando suplicaba a Dios que le conservara a su hijo. Una prenda entregada por Dios —como lo era el pequeño Erlend—, podría ser conservada con una sola condición, y ella no la aceptaba. Era inútil mentirle a san Olav.

Día tras día se quedó vigilando al niño enfermo. Sus lágrimas no dejaron de caer: lloraba sin ruido y sin que se moviera un solo músculo de su rostro. Aquella carita se había vuelto gris y dura como una piedra; sólo el blanco de los ojos y los párpados enrojecían poco a poco. Si alguien entraba, secaba rápidamente sus lágrimas, se erguía y guardaba silencio.

Sin embargo, bastaba con poco para romper aquel hielo. Entraba alguno de los mayores, echaba una mirada al pequeño y decía una palabra de ternura y compasión, y la madre retenía con dificultad los sollozos. Si hubiera podido hablar con sus hijos de su ansiedad respecto al pequeño, sabía que su corazón se derretiría. Pero se habían vuelto tímidos en su trato con ella. Desde el día en que, al llegar a casa, se habían enterado del nombre que había impuesto al pequeño, parecían haberse unido más entre ellos y, en cierto modo, apartado de ella. Pero un día en que Naakkve, el primogénito, se había quedado contemplando al pequeño, dijo:

—Madre, dadme permiso para ir a ver a nuestro padre y hablarle del estado del niño.

—Ahora ya no serviría de nada —le contestó la madre, desesperada.

El único que no se preocupaba era Munan. Traía sus juguetes al hermanito y estaba radiante cuando Cristina se lo dejaba; creía sinceramente que había hecho reír al niño. Hablaba del regreso de su padre y se preguntaba si querría mucho a la nueva criatura. Cristina seguía sentada, siempre inmóvil, con la tez grisácea. Su corazón se desgarraba al escuchar aquella charla infantil.

El niño se había vuelto flaco y arrugado como un viejo; sus ojos brillaban, demasiado grandes y claros. No obstante, había empezado a sonreír a su madre, que gemía en su fuero interno al ver aquella sonrisa. Acariciaba los pobrecitos miembros enflaquecidos, tomaba en sus manos los pies del chiquitín; aquella criatura jamás podría jugar intentando atrapar, maravillado, aquellas cositas de carne rosada que se agitarían en lo alto delante de él, sin saber que se trataba de sus propias piernas. Jamás se apoyarían en el suelo aquellos piececitos.

Cuando, agotada, hubo visto transcurrir así todos los días de la semana, ocupada solamente en contemplar al niño moribundo, pensó, al vestirse para ir a misa, que, por fin, había logrado ser lo suficientemente sumisa. Había perdonado a Erlend, había terminado con él; le era indiferente. Conque le hubiese sido concedido tan sólo poder conservar su mejor tesoro, el más precioso, estaba dispuesta a perdonar gustosa a aquel hombre.

Pero cuando, al pie de la cruz, rezó el pater y llegaba a las palabras: sicut et nos dimittimus debitoris nostris, sintió que su corazón se contraía y se endurecía como una mano que se cierra para dar un puñetazo. No.

Sin esperanza, con el alma enferma, lloró por carecer de fuerzas, de voluntad de perdonar.

Erlend Erlendssoen murió la víspera de santa María Magdalena, a los tres meses escasos de vida.