5
Pasaron raudos los días y las semanas. Cristina se preparaba interiormente para llevar a Erlend el mensaje del muerto. Estaba decidida a ello, pero retrasaba continuamente el momento. Había tanto que hacer en la granja, que transigía consigo misma en cuanto a la determinación de llevar a cabo su proyecto.
Ramborg regresó a Formo por Pentecostés. Había dejado los niños en Dyfrin. «Están bien», contestó cuando Cristina pidió noticias suyas. Las dos hijas habían llorado amargamente a su padre. Andrés era demasiado joven para comprender gran cosa. En cuanto al último, Simón Simonssoen, progresaba y era de suponer que se haría alto y fuerte.
Ramborg fue varias veces a la iglesia y a la tumba de su marido; aparte de estas salidas, no abandonó la casa. Cristina iba a verla tan a menudo como podía. Lamentaba no haber conocido mejor a su hermana menor. La viuda parecía una niña con sus ropas de luto; su cuerpo parecía frágil y poco desarrollado dentro del pesado traje azul oscuro; su carita triangular, amarillenta y flaca, estaba enmarcada por bandas de lino bajo el velo de lana negro que caía en tiesos pliegues desde la cabeza hasta los pies. Sombras oscuras rodeaban sus ojos enormes, en los que las pupilas de azabache tenían una mirada fija.
En la época de cortar el heno, Cristina estuvo una semana sin ir a ver a su hermana. Se había enterado por los segadores de que había un invitado en Formo: Jammaelt Halvardssoen. Cristina recordaba haber oído a Simón mencionar este nombre; era el propietario de una enorme granja cercana a Dyfrin. Simón y él eran amigos de la infancia.
Pero en medio de la siega tuvieron un día de lluvia y Cristina lo aprovechó para ir, a caballo, de visita a Formo. Cristina habló del mal tiempo y del heno, y preguntó cómo iban las labores de la finca. Entonces Ramborg dijo bruscamente:
—Jon se ocupará de todo; yo me voy hacia el sur dentro de unos días, Cristina.
Ramborg se levantó y empezó a andar por la habitación.
—Voy a decirte algo que te sorprenderá —anunció la hermana menor al cabo de un rato—. Tus hijos y tú no tardaréis en ser invitados a unos esponsales en Dyfrin. He dado mi palabra a Jammaelt antes de que se marchara de aquí; quiere desposarme.
Cristina se quedó muda. Ramborg estaba ante ella pálida, mirándola con sus ojos negros. La hermana mayor terminó por decir:
—No has querido ser viuda de Simón durante mucho tiempo, por lo que veo. Creí que llevabas su luto con gran dolor. Pero ahora eres dueña de tus actos.
Ramborg no contestó. Entonces Cristina le preguntó:
—¿Sabe Gyrd Darre que vas a casarte otra vez, tan pronto?
—Sí —y Ramborg reanudó sus paseos de un extremo a otro—. Helga apoya esta boda… Jammaelt es rico —rio—, y Gyrd es demasiado inteligente para no haberse dado cuenta desde hace tiempo de que Simón y yo nos llevábamos mal.
—¿Qué estás diciendo? Nadie se había dado cuenta de que os llevaseis mal —exclamó Cristina después de un momento de silencio—. Que yo sepa, sólo había armonía y cariño entre vosotros dos. Simón cedía a tu voluntad en todo y por todo; te dio cuanto querías, recordaba siempre lo joven que eras y deseaba verte disfrutar de ello, te ahorraba penas y fatigas. Amaba a sus hijos y te estaba agradecido por haberle dado los dos primeros.
Ramborg sonrió displicente.
Cristina, airada, insistió:
—Sí; si tienes motivos para pensar que Simón y tú os llevabais mal, la culpa no será seguramente de Simón.
—No —contestó Ramborg—. Soy yo la que debe cargar con la responsabilidad si tú no te atreves a ello.
Cristina se quedó mirándola estúpidamente.
—¡Creo que no sabes lo que dices, hermana! —dijo finalmente.
—¡Ya lo creo! Pero tú ignoras de qué estoy hablando. Has pensado tan poco en Simón que me inclino a la idea de que lo que digo es una novedad para ti. Sólo lo encontrabas bueno para pedirle auxilio cuando necesitabas a alguien que hubiera cogido hierros candentes por ayudarte… Jamás malgastabas tiempo pensando en Simón Andressoen, preguntándole lo que aquello podía costarle… ¿Dices que me dejaba disfrutar de mi juventud? Sí, sonriente y cariñoso, Simón me levantaba y me sentaba a caballo, me mandaba a fiestas y banquetes; igual de sonriente y cariñoso me recibía a mi regreso… Me acariciaba como se acaricia al caballo o al perro… ¡Jamás me echaba de menos cuando me iba!
Cristina se había puesto en pie. Se mantuvo inmóvil junto a la mesa. Ramborg se retorcía las manos hasta el punto de hacer crujir las articulaciones y volvía a pasear de un lado a otro.
—Jammaelt…, él —pareció tranquilizarse— hace tiempo que noté que le atraía. Lo comprendí ya mientras su mujer aún vivía. No es que él sepa que se ha traicionado en sus palabras o actitud; no lo creas. Él mismo está muy disgustado por la muerte de Simón. Ha acudido a cada momento para consolarme. Es cierto lo que te digo. Fue Helga la que vino a decirnos a los dos que sería oportuno que nos… Y, bueno, no veo a qué iba a esperar. No estaré nunca ni más ni menos consolada de lo que estoy. Y quiero saber lo que es vivir con un hombre que se ha callado, pero que ha pensado en mí durante años, porque sé lo que es vivir con un hombre que se calla y piensa en otra…
Cristina siguió tan inmóvil como antes. Ramborg se detuvo ante ella; sus ojos lanzaban chispas.
—Sabes que lo que te digo es cierto.
Cristina salió de la casa, lentamente, con la cabeza agachada. Mientras esperaba en el patio, bajo la lluvia, a que su criado trajera el caballo, Ramborg apareció en la puerta. Miró a su hermana mayor con ojos duros, cargados de odio.
Al día siguiente, Cristina recordó la promesa hecha a Simón en caso de que Ramborg volviera a casarse. Regresó, pues, a Formo, aunque el viaje le resultara penoso. Y lo que más pena le daba era no poder decir nada que fuera un consuelo para su hermana. Aquella boda con Jammaelt le parecía un desatino mientras Ramborg estuviera en aquel estado de ánimo. Pero comprendía también que de nada serviría intentar quitárselo de la cabeza.
Ramborg, esquiva y malhumorada, contestó apenas al saludo de su hermana. No quiso permitir de ningún modo que su hijastra fuera a Joerungaard.
—Creo que tu casa tampoco es en este momento el lugar más apropiado para mandar a una jovencita.
Cristina contestó con dulzura que tal vez Ramborg tuviera razón.
Pero había prometido a Simón que haría aquella proposición.
—Sí; en su delirio, Simón no se dio cuenta de que me ofendía haciendo esta petición; y habrías de comprender que tú me ofendes al transmitírmela.
Y Cristina tuvo que regresar a casa y conformarse con aquella repuesta.
A la mañana siguiente el día se presentaba magnífico. Cuando sus hijos regresaron para almorzar, Cristina les anunció que tendrían que guardar el heno sin su ayuda porque se disponía a emprender un viaje y estaría ausente tal vez varios días.
—Pienso ir a los Dofrines con vuestro padre —dijo—. Tengo la intención de rogarle que olvide el desacuerdo que hay entre nosotros y pedirle que vuelva a su casa.
Los hijos se ruborizaron y no se atrevieron a mirarla, pero ella no dejó de advertir que estaban contentos. Atrajo a Munan hacia ella y se inclinó sobre su carita.
—Tal vez apenas recuerdes a tu padre, pequeño.
Sin decir nada, pero con los ojos brillantes, el chiquillo asintió. Los otros hijos miraron a su madre, uno tras otro: parecía de rasgos más juveniles y más bonita de lo que la habían visto en los últimos años.
Un poco más tarde salió al patio vestida para el viaje, con el traje de ir a la iglesia: vestido de lana negra bordado de azul y plata en el cuello y las mangas, abrigo negro sin mangas porque estaban en pleno verano, y capuchón. Naakkve y Gaute habían ensillado el caballo de su madre y los suyos propios porque contaban con acompañarla. Y ella no se opuso, pero les habló poco durante el rato que cabalgaron juntos en dirección norte. Taciturna y con expresión vacía, cruzaba pocas palabras con sus hijos y siempre sobre cosas insignificantes.
Cuando hubieron llegado lo bastante lejos para divisar los tejados de las casas de Haugen recortadas en el horizonte, despidió a sus hijos.
—Comprenderéis que hay asuntos que vuestro padre y yo preferimos discutir a solas.
Los hijos agacharon la cabeza, y luego se despidieron de su madre, haciendo dar media vuelta a sus monturas.
La brisa fresca de la montaña acarició sus mejillas ardientes cuando hubo traspuesto la última loma. El sol doraba las casuchas grises que proyectaban sombras alargadas sobre el cercado. Allí arriba el centeno empezaba a granar; en las pequeñas parcelas de tierra, las espigas brillaban y se balanceaban al viento. Sobre todos los montones de piedras, sobre todos los montículos, la hierba asomaba rojiza y en los pequeños prados el heno estaba ya recogido en gavillas. Pero ni un ser viviente se dejaba ver, ni siquiera un perro para que diera la alarma ladrando.
Echó una mirada al establo: lo encontró oscuro y vacío, y el olor que allí había era el de una casa abandonada.
Una piel de animal, tendida para secar, estaba clavada en la pared del establo; enjambres de moscas azules volaron al acercarse Cristina. Adosado al muro del lado norte, un montón de tierra cubierto de musgo alcanzaba una altura que casi cubría el saliente del horno. Sin duda, Erlend había hecho aquello para protegerse del viento.
Creía que iba a encontrar la casa cerrada, pero la puerta se abrió tan pronto tocó el picaporte. Erlend no se preocupaba siquiera de cerrar su domicilio.
Una atmósfera opresiva, asfixiante, la acogió desde la entrada: un olor acre de pieles y de cuadra. Los primeros sentimientos que experimentó Cristina cuando se encontró en la casa de Erlend fueron de remordimiento y de dolorosa compasión: aquella vivienda parecía un cubil.
—Sí, sí, Simón… Tenías razón.
La casa era pequeña, pero había sido bonita y estaba bien construida. El hogar tenía incluso una chimenea de obra para que el humo no se quedara en la estancia, como en la casa alta de Joerungaard. Pero cuando quiso abrir la ventilación para que saliera el aire maloliente, se dio cuenta de que el tubo estaba obstruido con unas piedras. El cristal de la ventana que daba a la galería se había roto y había sido reemplazado por unos trapos. El revestimiento de madera que se extendía sobre el suelo de toda la casa estaba tan cubierto de barro que apenas se distinguían las tablas. No había un solo almohadón en los bancos, pero sí armas, pieles y ropas viejas por todas partes; sobre la mesa había restos de comida… y zumbido de moscas.
De pronto se sobresaltó y permaneció un momento temblorosa, sin aliento, con el corazón palpitante. En la cama del fondo —en aquella cama donde había estado acostada… aquella cosa… indecible… cuando Cristina había venido por última vez a Haugen— había una forma también acostada, cubierta por un trozo de estameña. No supo qué pensar…
Pero apretó los dientes y decidida fue a levantar los cobertores. No era sino la armadura, el yelmo y el escudo de Erlend. Miró hacia la otra cama. Allí habían encontrado muertos a Dama Aashild y Bjoern. Ahora dormía Erlend en ella. Probablemente aquella noche le tocaría dormir a Cristina.
Pero ¿cómo había podido vivir y dormir en aquella casa? De nuevo sus sentimientos se llenaron de piedad. Se dirigió a la cama. No había sido hecha desde tiempo indefinido. El colchón, en su funda de cuero, era duro. Por lo demás, no había más que unas pieles de cordero y dos almohadas cubiertas de estameña, tan sucias que apestaban. El polvo y los residuos volaron cuando tocó la ropa de la cama: Erlend dormía en algo mucho peor que un jergón de mozo de cuadra.
Erlend, que jamás encontraba suficiente lujo a su alrededor; Erlend, que se ponía una camisa de seda y ropas de terciopelo y ricas pieles a la primera oportunidad, que se enfadaba porque ella vestía a sus hijos con estameña tejida en casa y a quien jamás le había parecido bien que los criara ella misma, ni que tomara parte en los quehaceres de la casa junto con el servicio, «como la mujer de un jornalero», decía.
—Mi buen Jesús, pero es porque él quiere. No, no diré una sola palabra, me retractaré de todo lo que dije, Simón. Tenías razón: el padre de mis hijos no debe vivir aquí. Le ofreceré la mano y la boca; solicitaré su perdón. No es fácil, Simón. Pero tú tenías razón.
Recordó los ojos grises y penetrantes de Simón. Su mirada se mantuvo igualmente firme hasta el último momento. En el pobre cuerpo que ya se descomponía, los ojos reflejaban su alma pura y limpia, hasta que aquella alma fue tomada por Dios, como una espada de su vaina. Sabía que Ramborg había dicho la verdad: durante largos años Simón había amado a Cristina, a ella.
Todos los días, en el curso de los meses que siguieron a su muerte, había pensado en él, y ahora le parecía haber sabido aquella verdad antes de que Ramborg la dijera en voz alta. Se había visto obligada a rememorar hasta el más pequeño recuerdo que tenía de Simón Darre desde que lo conocía. Durante aquella larga procesión de años había falseado los recuerdos que tenía de su antiguo prometido, como el mal gobernador de un país falsifica la moneda, mezclando bronce vil con plata. Cuando él le había devuelto su libertad, cargando sobre sí la culpa de la ruptura, ella se dijo, e incluso había creído, que Simón Andressoen se desentendía de ella, la abandonaba porque la despreciaba, desde el momento en que la había sabido deshonrada. Había olvidado que, el día en que en el jardín de las monjas le había devuelto la palabra, no había rehusado cargar con la vergüenza de su inconstancia y de su mala conducta. Sólo había exigido una cosa: que el padre de Cristina supiera que la ruptura no la había provocado él.
Y ahora estaba segura de que al enterarse de lo peor que había hecho, se había alzado con el único objeto de salvar para ella, por lo menos a los ojos del mundo, una apariencia de honor. Si aun en aquel momento hubiera podido volver su corazón hacia él, Simón la habría tomado por esposa a la puerta de la iglesia y se hubiera esforzado, durante su vida en común, por no hacerle sentir jamás que conservaba el recuerdo de su vergüenza.
No obstante, sabía que, a pesar de todo, en ningún caso ella le habría entregado su amor. No. Jamás habría amado, con amor, a Simón Andressoen. Sin embargo, todo aquello que no era Erlend y que ella con tanta cólera le echaba en cara, Simón lo era. Ella, mujer débil, sólo sabía quejarse. Simón, por el contrario, había sabido dar sin medida a los que amaba. Y ella había creído hacerlo también.
Pero después que ella, atolondrada e ingrata, había recibido los dones de Simón, él sonreía. Comprendía ahora que muchas veces, cuando estaban juntos, el corazón de Simón rebosaba pena. Sabía por fin que, bajo su aspecto extrañamente impasible, disimulaba su dolor: hacía algunas bromas tontas, contenía su pena, estaba siempre dispuesto a proteger, a socorrer y a dar…
Y ella, ¿cómo se había portado? Se había enfurecido, había guardado y alentado su resentimiento cuando ofrecía algo y Erlend no se daba cuenta.
Aquí en esta misma habitación, había pronunciado palabras atrevidas: «Por mi propia voluntad he emprendido los caminos agrestes, y jamás acusaré a Erlend si caemos en el precipicio». Había hablado así a la mujer que empujó a la muerte, para dejar sitio a su amor, al de Cristina.
Aquel recuerdo le hizo exhalar un gemido; apoyó ambas manos sobre su pecho y se balanceó un poco hacia adelante. Sí, había afirmado orgullosamente que jamás se quejaría de Erlend Nikulaussoen si se cansaba de ella, si la engañaba, incluso si la abandonaba…
De haberlo hecho él así, ella habría mantenido su palabra, se dijo. Si le hubiera mentido una sola vez y nada más… Pero no le había mentido, sino abandonado moralmente, haciendo de la vida de su mujer una angustia y una inseguridad constantes… No, jamás le había mentido, pero tampoco la había sabido proteger y no veía cómo podía tener fin aquella situación. Y resulta que había regresado a Haugen para suplicarle que regresara al hogar, que llenara todos los días su copa de inquietudes y de incertidumbres, de temores y vanas esperanzas, de aspiraciones que se desvanecerían…
Le parecía que él la había exprimido. Ya no poseía ni juventud, ni valor para seguir viviendo con él; y sin duda tampoco sería nunca lo bastante vieja como para que Erlend dejara de hacerla sufrir.
No, no era lo bastante joven para tener la fuerza de vivir con él, ni lo bastante vieja para soportarlo con paciencia. Se había vuelto una pobre mujercita; tal vez lo había sido siempre. Simón tenía razón…
»Simón y mi padre —se dijo. Ambos le habían profesado un amor fiel y la habían aguantado, aunque ella los pisoteara por aquel hombre a quien ahora ni ella misma podía soportar—. ¡Ah, Simón!, ya sé que jamás deseaste vengarte. Pero me pregunto, Simón, si en el fondo de la tumba no sabes que ya estás vengado».
Ya no podía más; era preciso que se ocupara en algo. Empezó por hacer la cama, buscó luego una bayeta y una escoba, pero aquellos eran objetos que no parecían existir en la casa. Miró en el pequeño cuartucho contiguo y entonces comprendió el olor a cuadra que reinaba en la casa. Erlend lo había convertido en domicilio de su caballo. Nada de estiércol, sino el suelo limpísimo. La silla y los arneses colgados de la pared estaban limpios y engrasados, los desperfectos reparados.
Y la piedad volvió a barrer como una ola los demás pensamientos de Cristina. ¿Había instalado a Soten allí porque no podía soportar la soledad absoluta…?
Cristina oyó pasos en la galería de la casa. Se acercó al cristal sucio y cubierto de polvo y apartó el trapo que cubría el agujero para echar una mirada al exterior. Una mujer depositaba una lata de leche y un pequeño queso en la galería. Era una mujer madura, fea, pobremente vestida, que se fue cojeando. Cristina no se dio cuenta de que al ver cómo era la mujer, respiró aliviada.
Se puso inmediatamente a limpiar la habitación. Descubrió la inscripción que Bjoern Gunnarssoen había tallado en una viga del muro. Estaba en latín y no pudo comprenderla toda, pero se aplicaba el título de dominus y de miles, y pudo descifrar el nombre de la propiedad familiar de Bjoern en Elvesyssel que había perdido por el amor de Aashild Gautesdatter. Entre las preciosas tallas del respaldo del sitial figuraban también sus armas con el unicornio y las hojas de nenúfar.
Un poco más tarde, Cristina creyó oír un ruido de cascos de caballo. Fue al zaguán y miró hacia fuera. Un gran caballo negro enganchado a una carreta cargada de haces de leña apareció en la cuesta del bosque que dominaba la casa. A un lado andaba Erlend llevando al animal. Un perro estaba sentado arriba del carro y otros saltaban alrededor.
Soten, el caballo español, tiraba de la carreta hasta hacerla entrar en el patio lleno de hierba. Uno de los perros se había adelantado, ladrando. Erlend, que había empezado a desenganchar, comprendió por la agitación de los perros que ocurría algo extraordinario. Tomó un garrote y subió hacia la casa.
Cristina se apresuró a entrar y dejó caer el cierre tras ella. De pie, apoyada contra la chimenea, esperó temblando. Erlend entró, con el garrote en la mano, precedido y seguido de perros que inmediatamente descubrieron a la intrusa ladrando furiosamente. Lo primero que observó fue la oleada de sangre que tiñó el rostro de Erlend, dándole un aspecto juvenil; luego el estremecimiento de su boca, firme y tierna, y sus ojos enormes bajo la sombra de las cejas.
Su vista le quitó el aliento. Veía la barba mal afeitada; que los cabellos, sin cortar, se habían vuelto de un gris de acero. Pero aquel rubor que en oleadas sucesivas invadía sus mejillas era el mismo que en su juventud; seguía joven y hermoso; ni los años ni los acontecimientos habían podido destruirle.
Iba pobremente vestido. Su camisa azul, sucia y destrozada, asomaba bajo un corselete de cuero repleto de cortes y arañazos, roto en los ojales, pero que se plegaba flexible a los movimientos vigorosos y llenos de gracia de su cuerpo. Las calzas ceñidas tenían un roto en una rodilla y una de las costuras de atrás se había descosido en el muslo de la otra pierna. Sin embargo, jamás su aspecto había puesto tan de manifiesto que pertenecía a una raza de jefes y de señores poderosos. ¡Cuánta soltura en todos sus movimientos, en su porte, con su alta estatura esbelta, en sus anchos hombros un poco caídos, y en sus largos miembros delicados! De pie delante de ella, ligeramente apoyado en un pie, había pasado una de las manos por el cinturón que ceñía su fino talle; la otra mano pendía a un lado sujetando el garrote.
Había llamado a los perros. Durante mucho rato ambos guardaron silencio. Él miraba a su mujer sin decir nada, aunque palideciera y enrojeciera alternativamente. Por fin, con voz temblorosa preguntó:
—¿De modo que has venido, Cristina?
—Quería ver cómo vivías.
—Pues bien, ya lo has visto. —Miró a su alrededor—. Ya ves que no estoy tan mal. Afortunadamente has llegado en un día en que todo estaba ordenado y la casa limpia. —Y reconociendo una leve sonrisa en los labios de Cristina, preguntó, riendo—: ¿O has sido tú, que has puesto orden?
Fue a dejar el garrote y se sentó en el banco, con la espalda apoyada en la mesa. De pronto su risa cesó bruscamente y preguntó:
—No dices nada. ¿Acaso ha ocurrido algo en casa, quiero decir en Joerungaard, a los niños?
—No. —Aquella pregunta dio pie para que Cristina precisara el motivo de su visita—. Nuestros hijos están bien y contentos. Pero te echan de menos, Erlend. Por eso he venido: para rogarte, esposo mío, que regreses a nuestro lado. Nos faltas a todos —terminó, bajando la vista.
—Tienes un aspecto joven y fuerte, Cristina.
Erlend la miró sonriendo. Roja, como si hubiera recibido una bofetada, Cristina balbució:
—No es por eso…
—No, ya sé que no es porque te sientas demasiado joven y fuerte para vivir como una viuda —dijo Erlend al ver que Cristina se interrumpía—. No creo que mi regreso fuera bueno —prosiguió gravemente—. Bajo tu dirección todo prospera en Joerungaard, lo sé. Tienes buena mano para lo que emprendas. Y yo estoy contento con mi suerte.
—Los niños no serán felices hasta que no estemos reconciliados —insistió en voz baja.
—¡Oh…! —titubeó un instante—. Son tan jóvenes que no creo que se tomen tan a pecho nuestro desacuerdo que no puedan olvidarlo cuando salgan de la infancia. Además, es mejor que te lo diga —añadió sonriendo— los veo de vez en cuando.
Lo sabía, pero se sintió humillada y comprendió al mismo tiempo que esto era precisamente lo que él quería, porque Erlend creía que ella ignoraba sus encuentros. Los hijos estaban convencidos de lo mismo.
Contestó:
—Entonces sabrás también que muchas cosas no andan como debieran en Joerungaard…
—Jamás hablamos de Joerungaard —contestó él al momento, sonriendo—. Vamos juntos a cazar… Pero debes tener hambre y sed. —Se levantó bruscamente—. Y estás de pie. Siéntate en el puesto de honor, Cristina. Sí, sí querida. No quiero que estés en este banco incómoda.
Salió fuera a buscar el queso y la leche, trajo pan, mantequilla y carne seca. Cristina tenía hambre, sed sobre todo, pero le costó tragar la comida. Erlend comió de prisa y mal, según su costumbre cuando no había invitados, y pronto terminó.
Mientras comía, habló de sí mismo. La gente, al pie de la colina, explotaba sus tierras, le traían leche y comida, pero la mayor parte del tiempo vivía en lo alto de la montaña, cazando y pescando. Incluso pensaba, dijo de pronto, abandonar el país y buscar servicio junto a un capitán extranjero.
—¡Oh, no, Erlend!
Él le dirigió una mirada penetrante y rápida. Pero Cristina no dijo nada más. La oscuridad empezaba a invadir la habitación… El rostro y el pañuelo de cabeza de Cristina brillaban, blancos y mates, sobre el muro oscuro. Erlend se levantó y encendió el fuego. Luego fue a sentarse a horcajadas sobre el banco, frente a su mujer, mirándola. El rojo resplandor de las llamas jugaba a su alrededor.
El mero hecho de que pudiera acariciar semejantes proyectos, él que era casi tan viejo como el padre de Cristina en el momento de su muerte, la indignaba. No era nada improbable que los pusiera en práctica algún día…, que siguiera un capricho repentino y se fuera en busca de nuevas aventuras.
—¿No te basta con esta fuga lejos de tus hijos y de mí? —exclamó Cristina—. ¿Tienes también que huir lejos del país?
—Si hubiera sabido antes, Cristina, cuál era tu opinión sobre mí, habría abandonado mucho antes tu granja. Empiezo a comprender que has debido soportarme muchas cosas.
—Sabes de sobra, Erlend, cuando hablas de mi granja, que tienes absoluto derecho sobre cuanto poseo. —Notó la entonación tierna de su propia voz.
—Pero también sé que fui mal amo en las tierras de mi propiedad —se interrumpió, pero continuó—: Naakkve… Me acuerdo de cuando aún no había nacido… Hablabas del que llevabas en tus entrañas y que un día ocuparía mi puesto en el extremo de la mesa. Comprendo, Cristina, que hayas sufrido por todo lo ocurrido… Por eso, creo que es mejor que todo siga como ahora. La vida aquí no me desagrada.
Cristina miró a su alrededor. La oscuridad iba invadiendo la estancia. Las sombras llenaban todos los rincones y la luz de las llamas flotaba y vacilaba.
—No concibo —insistió medio desvanecida— que puedas soportar esta casa. No tienes ninguna ocupación, nadie que te acompañe; me parece que, por lo menos, podrías tomar a un mozo labrador.
—Es decir, explotar yo mismo esta granja; ¿es lo que quieres decir? —rio—. No, Cristina, sabes bien que no soy un campesino. Soy incapaz de quedarme quieto en un sitio.
—¿Quieto en un sitio? Pues bien que te quedas aquí, me parece, desde hace mucho tiempo.
Erlend sonrió para sí; sus ojos miraron a lo lejos, sin ver.
—Sí, en cierto modo. Aquí hago lo que pienso con toda libertad; puedo ir y venir cómo y cuándo quiero. Y sabes que siempre he tenido el don de poder dormir cuando no hay motivo para velar; duermo como un oso en su cubil, cuando el tiempo es demasiado malo para andar por el monte.
—¿Y no tienes nunca miedo, aquí sólo? —murmuró Cristina.
Primero la miró como si no la comprendiera. Luego se echó a reír.
—¿Miedo porque dicen que la casa está encantada? Nunca he notado nada anormal. Incluso a veces he deseado que mi pariente Bjoern me hiciera el honor de una visita. ¿Te acuerdas de que un día dijo que yo soportaría mal el filo de una espada sobre la nuez de mi cuello? Ahora me gustaría contestarle a ese caballero que no me asusté demasiado cuando tuve la soga al cuello.
Un estremecimiento sacudió a la mujer; pero guardó silencio. Erlend se puso en pie.
—Es hora de acostarse, Cristina.
Tiesa, estremecida de frío, vio cómo Erlend quitaba la manta que cubría la armadura, la extendía sobre la cama y tapaba las almohadas sucias.
—Es lo más limpio que tengo —dijo.
—¡Erlend! —Ella apretó las manos sobre su pecho, buscando algo que decir para ganar tiempo. Temblaba de miedo. De pronto se acordó del motivo de su visita y del encargo que debía transmitir—. Erlend, tengo un mensaje para ti. Simón me encargó antes de morir que te dijera que se arrepintió todos los días de las palabras que te dijo cuando os separasteis la última vez. Él mismo las calificó de poco dignas de un hombre y te ruega que se las perdones.
—Simón… —Erlend se quedó un momento con la mano apoyada en el montante de la cama mirando al suelo—. Entre todos los hombres, su recuerdo es el que menos me gusta evocar.
—Yo no sé lo que hubo entre vosotros —dijo Cristina. Sus palabras le parecían crueles—. Pero sería muy raro y muy poco propio de Simón que, como aseguraba, hubiera obrado despiadadamente contigo. En ese caso, no tendría él toda la culpa.
Erlend sacudió la cabeza:
—Se portó como un hermano cuando necesitaba que me ayudaran —dijo en voz baja—. Y acepté sus servicios y su amistad, sin comprender lo que le costaba soportarme. Me parece que antes debía ser más fácil vivir. Entonces dos hombres como él y yo se habrían batido en combate. Se hubieran encontrado en una isla y habrían dejado que la suerte de las armas decidiera para cuál de los dos sería la rubia doncella.
Cogió un manto echado sobre una silla y se lo colgó del brazo.
—¿Quieres que te deje los perros esta noche?
—¿Adónde vas, Erlend? —preguntó Cristina, incorporándose.
—A dormir al pajar.
—¡No! —Erlend se detuvo. Esperó, esbelto y rejuvenecido, a la luz roja de las brasas que se iban convirtiendo en cenizas—. No me atrevo a dormir sola aquí, en esta casa…, no me atrevo…
—¿Te atreves a dormir en mis brazos? —Vio su sonrisa en la penumbra y se sintió desfallecer—. ¿Y no tienes miedo de que te deshaga en mi abrazo, Cristina?
—Dios quiera que puedas hacerlo —y se echó en sus brazos.
Cuando se despertó vio por el cristal que ya era de día. Un peso oprimía su pecho. Erlend dormía con la cabeza sobre su hombro: había pasado uno de sus brazos por encima de ella y su mano sujetaba el brazo de Cristina.
Contempló el cabello gris acero de su marido. Miró sus propios pechos fláccidos; debajo de ellos se marcaban los arcos levantados de sus costillas bajo una delgada capa de carne. El pánico se apoderó de ella al volverle a la memoria los recuerdos de aquella noche, uno tras otro. ¡En aquella casa, ellos dos, a sus años…! Se sentía turbada y avergonzada al ver las manchas rojizas de sus brazos curtidos de madre de familia y su pecho deformado. Bruscamente tiró del cobertor hacia arriba, para cubrirse.
Erlend despertó, se incorporó sobre el codo y miró a su mujer… Sus ojos estaban aún ensombrecidos por el sueño.
—Creí… —y se dejó caer en la cama al lado de ella. Un estremecimiento profundo y salvaje la sacudió al oír aquella voz en donde se mezclaban el júbilo y la angustia—. Creí que había vuelto a soñar.
Abrió sus labios bajo los labios de Erlend y rodeó con sus brazos el cuello de su marido. Jamás hasta entonces había experimentado una ternura igual.
El sol tenía ya un color amarillo y las sombras se alargaban en el cercado que verdeaba cuando, por la tarde, bajaron al arroyo para recoger agua. Erlend llevaba los dos grandes cubos. Cristina iba a su lado, libre, erguida, ágil. El pañuelo de la cabeza había resbalado hacia atrás y cubría sus hombros; su cabello castaño brillaba, descubierto al sol. Sentía, al cerrar los ojos y levantar su rostro a la luz, que a sus mejillas había vuelto el color y que sus facciones se habían dulcificado. Cada vez que miraba a Erlend bajaba los ojos, trastornada al leer en el rostro de su marido que todavía la veía joven.
Erlend quiso lavarse. Mientras seguía la corriente un poco más abajo, Cristina se sentó sobre la hierba, con la espalda apoyada en una piedra. El arroyo de montaña la meció con su murmullo y su chapoteo y la adormeció… De vez en cuando, si los mosquitos y los moscones rozaban su piel, entreabría los ojos y los ahuyentaba.
Entre los juncos, alrededor del remanso que formaba el torrente en aquel lugar, veía por momentos el cuerpo blanco de su marido.
Volvía a cerrar los ojos y sonreía, feliz y cansada. Seguía sin fuerzas a su lado, lo mismo que antes.
Vino Erlend y se echó en la hierba delante de ella. Tenía el cabello mojado y la frescura del agua en los labios rojos que apoyó en la palma de Cristina. Se había afeitado y encontrado una camisa más limpia que la otra, pero no muy bonita. Sonriendo, metió los dedos por el desgarrón que tenía en el sobaco.
—Para una vez que vienes a verme, bien hubieras podido traerme una camisa.
—Te cortaré y te coseré camisas tan pronto vuelva a casa, Erlend —le contestó sonriendo y acariciándole la frente. Él le cogió la mano.
—No dejaré que te vayas, Cristina.
Su mujer sonrió sin contestar. Erlend se echó hacia atrás, pero sin cambiar de postura. Bajo las matas, en la sombra húmeda, crecía una planta cubierta de florecillas blancas con forma de estrellas. Tenían los pétalos veteados de azul como un pecho de mujer y el corazón de cada flor era un botón oscuro. Erlend las fue cogiendo todas.
—Tú, tan sabia en esta ciencia, Cristina, tienes que saber cómo se llaman.
—Es la hierba de Friggja. Oh, no, Erlend… —se ruborizó y apartó la mano que intentaba deslizar las flores en el hueco de su escote.
Erlend rio y mordisqueó, uno tras otro, los pétalos blancos. Luego dejó todo el ramo en la mano abierta de su mujer, cerrando los dedos sobre las flores.
—¿Te acuerdas de un día en que paseábamos por el jardín del hospital de Hofvin? Me diste una rosa.
Cristina asintió, sonriendo.
—No, no. Tú me cogiste una rosa que llevaba en la mano.
—Y tú me la dejaste coger. Asimismo me dejaste que te tomara a ti, Cristina, dulce y tierna como una rosa. Pero más tarde, amor mío, algunas veces me pinchaste y me hiciste sangrar. —Se apoyó en las rodillas de su mujer y le rodeó el talle con sus brazos—. Aquella noche, Cristina, no te sirvió de nada…, no te dejé descansar tranquila…
Cristina agachó la cabeza y escondió el rostro en el hombro de Erlend.
Al cuarto día se ocultaron en el bosque de abedules, entre las colinas que dominaban la granja, porque aquel día el campesino que cuidaba de sus tierras entraba el heno. Y sin que lo hubieran hablado, Erlend y Cristina estaban de acuerdo para que nadie supiera que ella estaba allí con él. Erlend bajó dos o tres veces a la casa para recoger comida y bebida, pero ella permaneció sentada, arriba, bajo los abedules, entre los brezos. Desde aquel lugar veían cómo el campesino y su mujer sudaban al trasladar el heno sobre la espalda.
—¿Te acuerdas —preguntó Erlend— de que me prometiste que cuando yo terminase mis días en una pequeña granja de las montañas, una granja que sólo produjese para dar de comer a su propietario, vendrías a cuidar de mi casa? A lo mejor te gustaría que tuviéramos dos vacas y…
Cristina rio y lo despeinó.
—¿Qué crees que pensarían nuestros hijos al ver que su madre se escabullía así, dejándolos…?
—Creo que les gustaría bastante reinar en Joerungaard. Ya tienen edad. Gaute, pese a su juventud, es un labrador excelente, y Naakkve es ya casi un hombre…
—Oh, no —la madre sonrió—. Es posible que él lo crea así, puede que lo piensen los cinco, pero para que tenga mentalidad de hombre, falta mucho.
—Si sale a su padre, la tendrá bastante más tarde o nunca —contestó Erlend con maliciosa sonrisa—. Crees que puedes guardar a tus hijos bajo los faldones de tu abrigo, Cristina. Naakkve fue padre de un hijo, aquí, el verano pasado; sin duda lo ignoras.
—¿Qué dices? —Cristina se puso colorada; sintió temor.
—Pues sí. El niño nació muerto, y apuesto a que el bribón procurará no volver a poner los pies en casa de la dama. Era la viuda del hijo de Paals, de Hagsbrekken. Por lo menos ella dijo que el niño era de él. Sea como fuere, él debía estar comprometido. Pero tú y yo somos lo bastante viejos para burlarnos de estas cosas.
—¿Cómo puedes hablar así de un acto por el que tu hijo se ha deshonrado?
Al oír a su marido hablar tan ligeramente había sentido una punzada en el corazón, sobre todo porque parecía divertirle que ella no se hubiera enterado.
—¿Qué quieres que te diga? Naakkve tiene dieciocho años. Ya ves que no sirve de nada vigilar a tus hijos como si fueran niños. Cuando estés instalada a mi lado, procuraremos que se case.
—¿Crees que será fácil casar a Naakkve según su linaje? No, no, Erlend; pienso que, después de esto, debes comprender tu obligación de volver conmigo para ayudarme a educar a nuestros hijos.
Erlend se apoyó sobre el codo.
—No lo haré, Cristina. Soy y seguiré siendo siempre un extraño en Sil. Allí sólo recuerdan que fui condenado por traidor a mi rey y a mi patria. ¿No has comprendido nunca que en todos los años que he vivido en Joerungaard nunca me he sentido a gusto? En Skaun se me tenía otra consideración. Incluso en aquella época, en la de mi juventud, cuando circulaban rumores sobre mi mala conducta y estaba excomulgado por la Iglesia, seguía siendo, no obstante, Erlend Nikulaussoen, de Husaby. Luego llegó el momento, Cristina, en que tuve la suerte de poder demostrar a mis compatriotas del norte que el valor de mis antepasados no había degenerado en mí. No, ya te lo digo…, aquí, en este pequeño terruño mío, soy un hombre libre. Nadie busca las huellas de mis pasos, ni se comenta nada a mis espaldas. Óyeme, Cristina, mi único amor, quédate a mi lado. Jamás lo lamentarás. Estamos mejor aquí que estuvimos jamás en Husaby; no sabría decirte por qué, Cristina, pero nunca me he sentido con el corazón más ligero y alegre, ni de niño ni de mayor. Husaby fue un infierno mientras viví con Eline, y tú y yo no encontramos nunca allí la profunda y auténtica felicidad. Sin embargo, Dios, que lo ve y lo sabe todo, es testigo de que te he amado todos los días y todas las horas, desde que te conocí. Creo que aquella propiedad tenía una maldición: mi madre vivió y murió atormentada en Husaby, y mi padre fue siempre un hombre triste. Aquí estamos bien, Cristina. Estaríamos bien si quisieras quedarte conmigo. Cristina, tan cierto como que Dios murió en la cruz por nosotros, te quiero tanto hoy como el día que dormiste bajo mi manto, la noche después de la fiesta de santa Margarita, y yo estaba sentado a tu lado y te contemplaba. ¡Oh, qué bella flor, delicada y fresca, a la que ninguna mano había rozado siquiera!
Cristina contestó, lentamente:
—¿Te acuerdas, Erlend, de que aquella noche rogaste a Dios para que no permitiera que jamás derramara yo una sola lágrima por tu culpa?
—Sí, y Dios y los santos del cielo saben que mi plegaria era sincera. Es cierto que las cosas ocurrieron de otro modo… Supongo que así pasa siempre en esta tierra. Pero te quería tanto cuando obraba mal contigo, como cuando obraba bien. Quédate aquí, Cristina.
—¿No piensas en los problemas y la pena que tendrían tus hijos si hiciera lo que me pides? No pueden escapar a los comentarios de la comarca huyendo los siete a las montañas.
Erlend bajó la vista.
—¡Son tan jóvenes nuestros valientes y hermosos muchachos! Saldrán adelante. Pero nosotros, Cristina, a nosotros nos quedan pocos años antes de ser viejos. ¿Vas a malgastar el tiempo en que aún eres joven y hermosa y puedes gozar de la vida, Cristina?
Ella apartó la mirada ante el brillo de los ojos de Erlend. Después de un corto silencio, objetó:
—¿Olvidas, Erlend, que dos de nuestros hijos son aún niños? ¿Seguirías amándome si abandonara a Lavrans y a Munan?
—Esos dos se vendrán conmigo, a menos que Lavrans prefiera quedarse con sus hermanos. Ya no es un crío. Munan ¿sigue tan guapo? —preguntó el padre sonriendo.
—Sí, es un niño precioso.
Después estuvieron largo rato en silencio; y cuando volvieron a hablar trataron de otros asuntos.
Al día siguiente, como todos los demás, Cristina se despertó con la luz pálida del alba. Escuchó un momento el paso de los caballos ante los muros de la casa. Tenía a Erlend abrazado. Los días anteriores, al despertar a esa misma hora gris, se había sentido embargada por la misma vergüenza angustiada que el primer día y había luchado por alejarla. Erlend y ella eran unos esposos que habían sido víctimas de un malentendido y se habían reconciliado: ¡qué mejor podía ocurrirles a sus hijos que ver a sus padres otra vez juntos!
Pero aquella mañana tuvo que obligar a sus pensamientos a centrarse en sus hijos. Ella era como una mujer hechizada por el genio de la montaña y prisionera suya; Erlend la había traído hasta aquí después de haberla estrechado en sus brazos cuando su primer encuentro en el bosque Gerdarud. Eran aún tan jóvenes…; no, no podía ser cierto que hubiera dado siete hijos a este hombre, que fuera la madre de hombres adultos, altos y fuertes. Le pareció que había estado durmiendo aquí en sus brazos y vivido en sueños los largos años de su vida conyugal en Husaby. Las palabras ligeras y despreocupadas de Erlend gravitaban sobre Cris tina y no encontraban eco en ella. Con una sensación de vértigo, le pareció que Erlend acababa de descargarla de los siete pesos de responsabilidad que recaían sobre ella. Así debe de sentirse un mulo joven cuando lo descargan en el patio de la casa: primero le quitan la albarda, la silla y el cabezal, y entonces sobre él se abre el aire de los grandes espacios; está en libertad de comer la hierba fresca de la montaña, libre de echar a correr y seguir a su antojo las grandes extensiones…
Y al mismo tiempo ella suspiraba con una dulzura nostálgica por un nuevo peso. Suspiraba con tierno vértigo por quien elegiría domicilio en sus entrañas por espacio de nueve largos meses. Había tenido la certeza de ello desde la primera mañana en que despertó aquí, en los brazos de Erlend; al mismo tiempo que la dureza, la sequedad y la irritación angustiada de su espíritu, la esterilidad la había abandonado. Escondía el hijo de Erlend en su seno y, con una impaciencia sorprendentemente dulce, su alma esperaba el momento en que vería la luz.
«Mis hijos mayores no me necesitan —pensaba—. Me encuentran solamente molesta porque les obligo a trabajar. Seremos sencillamente un estorbo para ellos el chiquitín y yo. No, no me iré de aquí… Tenemos que quedarnos junto a Erlend. No puedo irme…».
Pero cuando estuvieron juntos Erlend y ella, a la hora del desayuno, declaró que ahora tenía que regresar junto a sus hijos.
Pensaba sólo en Munan y Lavrans. Eran lo bastante mayores como para sentir vergüenza al pensar que estarían con Erlend y ella, quizá abrirían los ojos al ver a sus padres tan rejuvenecidos. Por lo demás, los dos pequeños no podían prescindir de su madre.
Erlend la miró fijamente cuando habló de su regreso a Joerungaard, pero sus labios terminaron por iniciar una sonrisa fugitiva.
—Está bien. Si quieres marcharte, no seré yo quien te lo impida.
Quiso acompañarla una parte del trayecto y cabalgó a su lado a través del Rosten, hasta el Sil, y no se decidió a dejarla hasta que pudieron ver el tejado de la iglesia, que sobresalía por encima de las copas de los abetos. Entonces se despidió. Hasta el último momento se mantuvo sonriente, malicioso y seguro de sí.
—Ya sabes, Cristina mía, que si vuelves, de día o de noche, pronto o tarde, te recibiré como a la Reina de los cielos, si viniera desde las nubes a mi casa.
Cristina rio.
—Yo no seré tan grandilocuente, pero puedes comprender, amigo, que será feliz para tu hogar el día en que el amo ocupe de nuevo su puesto.
Él sacudió la cabeza y rio a su vez. Sonriendo, se despidieron uno del otro; sonriendo, Erlend se inclinó hacia ella cuando detuvieron sus monturas, de lado, y la besó varias veces, y entre dos besos la contempló con mirada risueña.
—Veremos quién de nosotros es más testarudo, mi hermosa Cristina. No será esta la última vez que nos veamos, lo sabes tan bien como yo.
Cuando Cristina pasó ante la iglesia sintió un ligero estremecimiento: le parecía que acababa de salir de un cautiverio mágico en la montaña, que Erlend era el genio de los montes y que no podía pasar ante la cruz del atrio de la iglesia.
Tiró de las riendas, indecisa, deseando volver grupas y reunirse con él.
Pero su mirada se dirigió a lo largo de las cuestas verdes hacia su hermosa granja, allá en el valle, hacia los prados y los campos cruzados por los meandros del río. Las montañas se levantaban alrededor envueltas en la bruma azul; en el cielo navegaban nubes de verano que semejaban velas hinchadas… ¡Qué locura! Allí, con sus hijos, es donde estaba su heredad, de Erlend y suya. No era el caballero de los elfos, sino un hombre, un cristiano a despecho de sus manías y caprichos, su esposo, gracias al cual había conocido días buenos y malos, su amado aunque le hubiera hecho sufrir tanto con sus ocurrencias imprevisibles. No tenía más remedio que tomarlo tal cual era; como no podía vivir sin él, tendría que aceptar vivir en la angustia y la incertidumbre como en el pasado. No tardaría en reunirse con ella, se dijo, ahora que se habían vuelto a encontrar.