4
Al día siguiente de san Pablo, Simón Darre volvió al norte atravesando a caballo el Mjoersen, acompañado de dos criados. El frío era intenso, pero a él le parecía que no podía seguir ausente de su casa por más tiempo. Los demás miembros de la familia regresarían en trineo cuando el tiempo mejorara.
En Hamar se encontró a un amigo, Vigleik Paalssoen, de Fagaberg, y prosiguieron juntos el camino. Llegados a la ciudad de Hamar, se detuvieron un instante en una casa donde se servía cerveza. Mientras bebían se entabló una disputa entre unos comerciantes de pieles que estaban borrachos. Simón, que quiso separarlos, recibió una cuchillada en el antebrazo. Era poco más que un rasguño y no se preocupó; pero la mesonera insistió en vendárselo.
Acompañó luego a Vigleik y pasó la noche en su casa. Ambos compartieron la cama. De madrugada, a Simón lo despertó su amigo, que se agitaba en sueños. En diversas ocasiones, Vigleik pronunció el nombre de Simón, y este acabó por despertarse y preguntarle qué le ocurría.
Vigleik no podía recordar bien su sueño.
—Fue una pesadilla, y tú aparecías en ella. Sólo me acuerdo de que Simón Reidarssoen estaba aquí, en este cuarto, con nosotros y que te invitó a que te marcharas con él. Le vi con tanta claridad que hubiera podido contar hasta la última peca de su cara.
—Ojalá pudieras cederme ese sueño —dijo Simón tratando de bromear. Simón Reidarssoen era el hijo de su tío materno; los dos primos habían crecido juntos, pero el otro Simón había muerto a los trece años.
Por la mañana, cuando los dos hombres fueron a comer, Vigleik se dio cuenta de que Simón no se había abrochado la manga de la chaqueta sobre la muñeca derecha: tenía la carne roja e hinchada hasta el dorso de la mano. Se lo hizo notar, pero Simón se rio y cuando, un poco más tarde su amigo le preguntó si quería quedarse unos días con él y esperar allí a su esposa —Vigleik no podía apartar de su mente el recuerdo del sueño—, Simón Andressoen le contestó casi enfadado:
—Vamos, Vigleik, el sueño que has tenido no es lo bastante malo como para hacerte creer que me entregaré al descanso eterno por una picadura de pulga.
Hacia la puesta del sol, Simón y sus hombres dirigieron sus caballos sobre el lago de Losnavand. El día había sido magnífico; ahora, las cimas blancas y azules de las montañas enrojecían a la luz dorada del ocaso mientras los bosquecillos que bordeaban el río, doblados bajo el peso de la nieve y la escarcha, tenían, a la sombra, un tono gris aterciopelado. Los hombres llevaban excelentes monturas y ante ellos se ofrecía la ocasión de un buen galope sobre la superficie del lago. Bajo los cascos de los animales saltaban esquirlas de hielo, claras y crepitantes. La corriente de aire frío les azotaba el rostro: Simón tenía frío, pero a intervalos sentía oleadas de calor y luego unos estremecimientos que parecían llegarle hasta la medula. Entre tanto, sentía que se le hinchaba la lengua, sobre todo a la entrada de la garganta. Antes incluso de que hubieran cruzado el lago tuvo que detenerse y pedir a uno de los criados que le ayudara a subirse el manto para dar así un apoyo a su brazo derecho.
Los criados, que habían oído a Vigleik comentar su sueño, rogaron a su amo que les dejara ver la herida, pero Simón afirmó que sólo le escocía.
Sin embargo, por la noche, cuando galopaban en lo alto de la cresta, al norte del lago, Simón tuvo que reconocer que el estado de su brazo empezaba a inquietarle. Sentía punzadas hasta debajo del sobaco, las sacudidas de la montura le hacían sufrir terriblemente, la sangre latía con fuerza en el miembro enfermo y lo mismo en las sienes y, desde la nuca, se extendía un dolor agudo que le envolvía toda la cabeza. Sentía escalofríos.
El camino de invierno pasaba a mucha altura sobre la vertiente de la montaña, a veces a través del bosque, otras sobre extensiones blancas. Simón lo veía todo: la luna, que navegaba, brillante, en un cielo azul pálido, había eclipsado a todas las estrellas excepto una o dos de las mayores que se atrevían a avanzar, a lo lejos, en la bóveda celeste. La tierra blanca resplandecía y deslumbraba; las sombras se dibujaban, pequeñas y recortadas sobre la nieve; bajo los árboles del bosque, la luz tamizada por los abetos cargados de escarcha formaba manchas y trazos irregulares. Simón lo veía todo.
Pero al mismo tiempo veía también un campo cubierto de matas de hierbas tostadas por el sol de principios de primavera. Unos pequeños abetos habían nacido en las lindes y brillaban como terciopelo verde bajo la luz viva. Simón reconocía el lugar: se encontraba en un cercado de su casa, en Dyfrin. Los alisos del otro lado de la cerca mostraban un tronco gris reluciente y primaveral y unas copas oscurecidas por la flor. En el fondo, los lomos bajos del Raumarike se extendían muy azules, pero aún manchados de blanco por la nieve. Él y Simón Reinardssoen bajaban hacia los alisos, llevando aparejos de pesca y anzuelos para lucios; se dirigían al lago, que tenía un color bistre y se perdía en las tierras cubiertas de cañas marchitas. El primo muerto andaba a su lado; veía el cabello rizado, alborotado y rojizo bajo el sol primaveral, que escapaba del casquete de su compañero de juegos, y Simón reconocía las pecas del rostro del muchacho. El otro Simón avanzaba el labio inferior y siseaba: «psst, psst…» cuando opinaba que su tocayo decía tonterías. Salvaban de un salto los arroyos, saltaban de piedra en piedra sobre el agua que empapaba el suelo cubierto de hierba… El musgo, de un verde brillante, que tapizaba el fondo de los charcos, se hinchaba y mandaba perlas de aire a la superficie.
Simón conservaba, no obstante, plena conciencia. Distinguía claramente el camino a seguir, con las subidas y las bajadas, unas veces a través del bosque, otras sobre extensiones al descubierto resplandecientes a la luz de la luna; grupos de casas dormían bajo sus tejados cubiertos por la nieve proyectando sus sombras en la tierra; una franja de niebla flotaba sobre el río en el fondo del valle. Simón sabía que era Jon el que cabalgaba detrás de él o se ponía a su lado en los trechos más amplios: sin embargo, le daba el nombre de Simón, aun reconociendo su error y sabiendo que aquel error preocupaba a los hombres.
—Tenemos que hacer un esfuerzo por llegar hasta el convento de los frailes de Roaldstad esta noche —dijo en un momento de lucidez.
Los criados objetaron que era preferible recogerse antes, por ejemplo, en la próxima casa rectoral, pero el amo no quiso entrar en razón.
Simón respondió con una risita que sería perjudicial para los caballos. Pensó en las muchas leguas que aún le faltaban por recorrer. Las sacudidas provocadas por el trote de su montura le causaban dolores desgarradores por todo el cuerpo, pero quería ir a su casa porque comprendía que estaba muy enfermo.
Aunque estuviera helado hasta el corazón y luego la fiebre le abrasara, sentía al mismo tiempo la tibieza del sol de primavera en el cercado familiar por donde continuaba andando hacia los alisos con el compañero muerto.
A intervalos breves, el espejismo se disipaba; su cabeza volvía a ser lúcida, aunque le dolía mucho. Rogó a uno de sus criados que cortara la manga del brazo herido. Palidecía y el sudor inundó su rostro cuando Jon Daalk rasgó con su cuchillo la chaqueta y la camisa, desde el puño hasta el hombro, mientras él mismo sostenía el brazo hinchado con la mano izquierda. Sintió alivio.
Sus hombres propusieron enviar un mensaje desde Roaldstad a Dyfrin, pero Simón se opuso: no quería asustar a su esposa, tal vez inútilmente. El viaje en trineo, con aquel frío terrible, podría ser nefasto para Ramborg. Ya decidiría qué hacer al llegar a Formo. Simón se esforzó por sonreír a Sigurd, por tranquilizar a los muchachos que parecían preocupados y tristes.
—Pero quiero que mandéis a buscar a Cristina de Joerungaard tan pronto como lleguemos —añadió—, porque sabe curar.
Su lengua, dura como la madera, se resistía a moverse.
—¡Bésame, Cristina, novia mía! —y ella creería que deliraba. No, Cristina, no deliraba. Entonces se mostraría sorprendida.
Erlend lo había comprendido, Ramborg lo había comprendido. Pero Cristina, absorta en su pena, y su rencor y por enfadada que estuviera contra Erlend, no pensaba más que en aquel hombre.
—Jamás me hiciste mucho caso, Cristina mía, amada mía, jamás me preguntaste si no me resultaba doloroso tratar como a una hermana a la que me había sido destinada como esposa.
Ni siquiera él había previsto, aquel día al despedirse delante de la puerta del monasterio, en Oslo, que continuaría pensando en ella y que nada de lo que la vida le iría ofreciendo compensaría la pérdida sufrida en aquel momento, la pérdida de su prometida en la juventud.
No obstante, lo sabría antes de que él muriera. Ella le daría un beso y él diría:
—Soy aquel que te amaba y te ama todavía.
Tiempo atrás había oído estas palabras y no las había olvidado nunca. Estaban en el Libro de los Milagros de Nuestra Señora, era la historia de una monja que había huido con un caballero. La Virgen María salvó al fin a los dos amantes y perdonó sus pecados. Si cometía un pecado pronunciando estas palabras al oído de la hermana de su mujer, antes de morir, la Madre de Dios le conseguiría el perdón… No la había importunado con demasiadas súplicas.
—En verdad, yo tampoco creí, aquel día, que volvería a disfrutar de verdadera alegría, ni a tener valor para nada.
»No, Simón, es demasiado peso para que Sokka pueda llevarnos a los dos, cansada como está ya del largo camino de esta noche —dijo volviéndose al criado que se había subido a la grupa para sostenerlo—. Ya veo que eres tú, Sigurd, pero te había tomado por otro…
Hacia la mañana, llegaron a la hospedería de peregrinos, y los dos frailes encargados del cuidado de la casa se ocuparon del enfermo. Pero, una vez se sintió algo reanimado por sus cuidados y la fiebre bajó un poco, Simón Andressoen consiguió, a costa de insistir, que los frailes le prestaran un trineo, para poder así continuar su viaje hacia el norte.
La nieve era buena, encontraron relevos de caballos por el camino, viajaron toda la noche y llegaron por fin a Formo al otro día, al amanecer. Simón se había quedado medio adormilado bajo las pieles que habían acumulado sobre su cuerpo. Le pensaban mucho; en ciertos momentos se sentía aplastado como bajo losas de piedra y la cabeza le dolía mucho; en otros momentos se sumía en la inconsciencia. Pero el dolor le sacaba pronto de aquel estado; le parecía que su cuerpo se hinchaba, se hinchaba, que se volvía enorme y estaba a punto de estallar; los latidos de su brazo no cesaban.
Intentó dar los pocos pasos que separaban el trineo de la puerta, con su brazo sano apoyado en el hombro de Jon; Sigurd lo sostenía por detrás. Simón veía perfectamente que los dos hombres tenían la tez gris y el rostro cansado después de dos noches consecutivas de viajar a caballo; le hubiera gustado poderles decir algo, pero le fue imposible articular palabra. Tropezando en el umbral, cayó hacia adelante con un alarido de dolor cuando su brazo, que la inflamación había deformado, dio contra un objeto. Empapado en sudor, se esforzó por contener los gemidos que querían escapar de sus labios mientras lo desnudaban y ayudaban a acostarse.
Un poco más tarde vio a Cristina Lavransdatter que machacaba algo en un mortero de madera. El ruido repercutía dolorosamente en su cabeza. De una pequeña marmita tomó agua en un vaso, echó en ella unas gotas de un pomo de cristal que sacó de su cofre, vació en la marmita el contenido del mortero y acercó esta al fuego. ¡Qué seguros y serenos eran sus movimientos!
Se acercó a la cama con el vaso. ¡Qué ligero era su paso! Aquella mujer delgada, de rostro flaco y grave bajo la toca de lino, andaba tan erguida y era tan bella como la joven de otros tiempos. La inflamación de Simón le llegaba casi hasta la nuca, y Cristina le lastimó al pasarle el brazo por el cuello para incorporarlo un poco. Luego apoyó la cabeza del enfermo sobre su pecho al acercarle, con la mano izquierda, el vaso a los labios.
Simón sonrió débilmente, y cuando ella posó con mucho cuidado su pobre cabeza dolorida sobre las almohadas, tomó con su mano sana la mano de la mujer, una mano larga y fina, pero ya no suave y blanca como en otro tiempo.
—Te costará bordar con seda, ahora, con estos dedos —dijo—. Pero aún son ligeros y tu mano es deliciosamente fresca, Cristina.
La apoyó en su frente y Cristina la dejó allí y cuando notó la palma caliente la retiró y apoyó la otra mano sobre aquella frente ardiente hasta la raíz del cabello.
—No me gusta el aspecto de tu brazo, Simón. Pero con la ayuda de Dios sanará.
—Me temo, Cristina, que esta vez no podrás salvarme por hábil que seas en el arte de curar —observó Simón.
Hablaba en un tono casi alegre. El brebaje empezaba a hacerle efecto y sufría menos. Pero experimentó la extraña sensación de no tener dominio sobre sus ojos: le pareció que estaba bizco.
—Será lo que tenga que ser —añadió.
Cristina volvió junto a sus marmitas; extendió una pasta sobre unos paños, regresó y envolvió con aquella cataplasma el brazo desde la punta de los dedos hasta la espalda y luego por encima del pecho, donde la inflamación dibujaba líneas rojas que nacían bajo el brazo. El calor fue primero doloroso, pero no tardó en proporcionar un alivio al enfermo. Cristina lo envolvió todo en trapos de lana y colocó almohadillas de pluma debajo del brazo. Simón preguntó qué le había puesto en las cataplasmas.
—Varias cosas, especialmente raíz de hierba simpática y otras hierbas —contestó Cristina—. Si estuviéramos en verano las habría cogido frescas, recién cortadas de mi jardín. Afortunadamente segué muchas y no las he necesitado este invierno.
—¿Qué me contaste un día sobre la hierba de golondrina? Te lo había enseñado la abadesa cuando estuviste en el convento…, era algo sobre el nombre.
—¿Quieres decir sobre el significado del nombre, que es el mismo en todos los idiomas? Desde el mar de Grecia hasta nuestros países del norte la planta se llama hierba de la golondrina. Se llama así porque florece en todas las regiones en el momento en que las golondrinas despiertan de su sueño de invierno.
Simón apretó los labios; cuando regresaran las golondrinas llevaría ya mucho tiempo bajo tierra.
—Si muero ahora, Cristina, quiero que mi sepultura esté aquí, al lado de la iglesia. Dejo suficiente fortuna para que Andrés pueda ocupar un puesto importante cuando sea dueño de Formo. ¡Quién sabe si será un varón lo que tendrá Ramborg en primavera, después de mi muerte! Ojalá hubiera vivido bastante para ver dos hijos en mi casa…
Cristina dijo que había mandado un mensaje a Dyfrin para avisar de que él estaba enfermo. Gaute había salido a caballo aquella misma mañana.
—¿No habrás mandado al muchacho solo? —preguntó Simón, asustado.
No disponía de nadie que creyera capaz de montar el alazán, excepto Gaute, le contestó Cristina. Simón dijo que no sería bueno para Ramborg hacer ese viaje. Ojalá no fuera demasiado deprisa…
—Pero me gustaría ver a mis hijos.
Un poco más tarde volvió a hablar de sus hijos. Nombró a Arngjerd. ¿Había obrado mal al no aceptar para ella la proposición de la gente de Eiken? El marido le había parecido demasiado viejo y tuvo miedo porque decían que Grunde se ponía violento cuando había bebido. ¡Tanto como quería dejar a su Arngjerd protegida, segura, y ahora serían Gyrd y Gudmund los encargados de casarla!
—Di a mis hermanos que, por Dios, sean prudentes en este asunto. Si tú quisieras tenerla contigo en Joerungaard durante algún tiempo, te lo agradecería desde la tumba. Y si Ramborg vuelve a casarse antes de que Arngjerd lo esté, quédatela contigo, Cristina. No es que Ramborg no haya sido buena con ella, pero ya comprendes: si hubiera de tener a la vez madrastra y padrastro, podrían acabar considerándola como una sirvienta. ¿Te acuerdas que, cuando nació, yo estaba casado con Halfrid?
Cristina apoyó su mano en la de Simón y prometió que haría todo lo que estuviera en su mano en favor de la joven. Recordaba lo que había visto, la situación para los hijos adulterinos de un padre de renombre era muy difícil: Orm y Margret, Ulf Haldorssoen… Acarició la mano de Simón.
—Nadie ha dicho que vayas a morir —le dijo sonriendo. A veces, sobre el rostro flaco y severo de la mujer madura pasaba como un reflejo de la sonrisa tierna y dulce de la jovencita. ¡Ah, Cristina, de joven tan deliciosa!
Aquella noche Simón tuvo menos temperatura; también sufría menos, dijo. Cuando Cristina cambió la cataplasma del brazo, lo encontró menos hinchado: la carne era elástica; lo apretó con precaución y la marca de sus dedos quedó hundida por un instante en la carne.
Cristina envió el servicio a la cama. Sin embargo, permitió a Jon Daalk, que insistía en velar a su señor, que se tendiera en el banco. Hizo colocar el sillón de respaldo tallado al lado de la cama y se sentó en él. Simón dormía; una vez, despertó sobresaltado y vio que Cristina había encontrado un huso. Sentada, erguida, había metido bajo su brazo izquierdo la varilla que sostenía el ovillo de lana; sus dedos retorcían el hilo, el huso bajaba, bajaba siempre a lo largo de su talle esbelto, luego ovilló la lana hilada y volvió a retorcer el hilo. El huso bajó… Simón se durmió mirándola.
Cuando, hacia la mañana, Simón volvió a despertarse, seguía hilando. La luz de la vela, que había colocado de modo que las cortinas de la cama dieran sombra al enfermo, caía directamente sobre ella… Su rostro estaba pálido y tranquilo; la boca, tierna y llena, se había afinado y estaba cerrada con los labios apretados. Con los ojos bajos, hilaba e hilaba. No podía ver que desde la sombra de las cortinas Simón la contemplaba; parecía tan profundamente afligida que el corazón de Simón sangraba observándola.
Se levantó y, siempre en silencio, fue a observar el fuego. Al volver a su sitio, echó una mirada detrás de las cortinas y en la oscuridad se encontró con los ojos de Simón, completamente abiertos.
—¿Cómo te encuentras, Simón? —le preguntó Cristina con dulzura.
—Bien. Ahora me encuentro bien.
No obstante, le parecía que el sobaco izquierdo empezaba a dolerle, así como el cuello, por debajo de la barbilla, cuando movía la cabeza. Pero quizá era una idea que se le había metido en la cabeza.
Seguro que ella no pensaba que hubiera perdido gran cosa al rechazar su amor. Podía, pues, hablarle sin escrúpulos. No era eso lo que la ponía melancólica. Quería decírselo antes de morir, una sola vez: «En todos estos años no he dejado de amarte».
La temperatura de Simón volvió a subir. Pues sí, no cabía duda de que el brazo izquierdo le dolía.
—Tienes que intentar volverte a dormir, Simón —aconsejó Cristina—; quizá luego te encuentres mejor.
—He dormido mucho esta noche…
Y volvió a hablar de sus hijos, de los tres que ya tenía y que amaba profundamente y del cuarto, que iba a llegar. Luego se calló; las punzadas volvían a empezar, muy dolorosas.
—Acuéstate un rato, Cristina. Jon puede ocupar tu puesto si crees necesario que se me vele.
Por la mañana, cuando levantó los vendajes, Simón miró tranquilamente el rostro desesperado de Cristina.
—No, Cristina, ya sabes que había demasiado mal y demasiadas impurezas en este brazo…, y antes de ponerme en tus manos había sentido escalofríos. Ya te lo dije: «Esta vez no me salvarás». Pero no te entristezcas de este modo, Cristina.
—No hubieras debido emprender tan largo viaje —protestó ella con voz débil.
—Ningún hombre vive más de lo que está escrito —prosiguió Simón—. Yo quería volver a mi casa. Hay ciertas cosas de que quisiera hablarte respecto a la sucesión. —Sonrió levemente—. Todas las llamas acaban por apagarse.
Cristina lo miró con los ojos llenos de lágrimas. Simón había tenido siempre la costumbre de intercalar refranes en sus conversaciones. Contempló su rostro inflamado, sus mejillas pesadas; la papada parecía floja, formando pliegues profundos. Sus ojos estaban a la vez brillantes y atontados; de pronto volvió a ellos un destello de inteligencia y claridad; levantó hacia Cristina la antigua mirada escrutadora y firme de sus ojillos penetrantes, de un gris de acero.
Cuando la luz del día iluminó la habitación, Cristina vio que los rasgos de Simón se habían afilado: una línea blanca bajaba desde la nariz hasta las comisuras de los labios.
Se dirigió hacia la ventana y permaneció allí un momento, tragándose las lágrimas. La espesa capa de escarcha del cristal brillaba con reflejos de un verde dorado. Sin duda, fuera hacía un hermoso día de invierno, igual a los de toda aquella semana.
Era un indicio de muerte. Lo sabía.
Volvió hacia la cama y metió la mano por debajo de las ropas. Los tobillos de Simón estaban hinchados: la hinchazón subía a lo largo de las piernas.
—¿Quieres que mandemos llamar a Sira Eirik? —preguntó Cristina.
—Sí, esta misma noche.
Era preciso que dijera a Cristina lo que tenía que decirle antes de confesarse y recibir los sacramentos. Después trataría de concentrarse en los otros asuntos pendientes.
—Es extraño que seas tú la que se tenga que ocupar de mi cadáver —empezó—, y me temo que no voy a ser un cadáver hermoso.
Cristina contuvo un sollozo. Fue a preparar otra bebida calmante, pero Simón la llamó:
—No me gustan estas bebidas que me das, Cristina. Me dejan atontado…
Después de un momento le suplicó que, de todos modos, le diera unos sorbos.
—Pero no la cargues de somnífero; necesito hablarte.
Bebió y esperó que los dolores se hubiesen calmado lo bastante para permitirle hablar tranquilamente con ella.
—¿No quieres que mande a buscar a Sira Eirik para que te diga cosas que te animen?
—Sí, en seguida. Pero primero tengo algo que decirte.
Guardó silencio un instante, y luego:
—Dirás a Erlend Nikulaussoen que las palabras que le dije cuando nos separamos la última vez las he lamentado todos los días desde entonces; fueron palabras mezquinas e indignas de un hombre. Saluda a mi cuñado de mi parte y ruégale que me perdone.
Cristina permaneció sentada, con la cabeza inclinada. Simón vio que enrojecía bajo su toca de lino.
—¿Querrás llevar este mensaje a tu marido? —preguntó.
Cristina siguió muda, sofocada.
—¿Te negarás a hacer por mí lo que te pido ahora que voy a morir?
—No —murmuró la mujer—; lo haré.
—Es malo para tus hijos, Cristina, que sus padres se hayan peleado —prosiguió Simón—. Me pregunto si te has dado cuenta de lo mucho que sufren por ello. Para estos muchachos es doloroso saber que sus padres están en boca de todo el país.
Cristina contestó en voz baja y dura:
—Ha sido Erlend quien ha abandonado a sus hijos, no yo. En primer lugar, mis hijos fueron expulsados del país donde, por su nacimiento, tenían familia y bienes hereditarios. Si ahora han de soportar que su hogar sea objeto de chismorreos, aquí, en el valle donde yo he nacido, no soy yo la responsable.
Simón guardó silencio, pero luego dijo:
—No olvido, Cristina, que tienes derecho a quejarte de muchas cosas: Erlend ha perjudicado el porvenir de sus hijos. Pero tú debes recordar que, si su empresa hubiera tenido éxito, sus hijos estarían ahora en la abundancia y él mismo tendría su puesto entre los más poderosos caballeros del reino. Tachan de traidor a su jefe, al hombre que fracasa en una empresa como aquella, pero si la llevan a buen fin la gente habla de otro modo. En aquella época la mitad de Noruega pensaba como Erlend, que no nos interesaba tener el mismo rey que Suecia, y que el hijo de Knut Porse estaría hecho de otra madera que aquella gallina mojada. ¡Si hubiéramos podido tener siempre entre nosotros al príncipe Haakon! Muchas personas estaban detrás de Erlend y empujaban la rueda, pero la soltaron y se escondieron cuando se descubrió el complot. Así lo hicieron mis propios hermanos y muchos otros que son tenidos por caballeros intachables. Erlend, abandonado y solo, no podía dejar de caer. Y en aquella ocasión, Cristina, tu marido demostró que era un hombre bueno y valiente…, incluso si, antes o después, ha podido mostrarse mediocre.
Cristina le escuchaba, temblorosa.
—Creo, Cristina, que si es por eso por lo que has dicho palabras ofensivas a tu marido, has de retractarte. Deberías poder hacerlo, Cristina, porque hubo un día en que amabas tanto a Erlend que no podías soportar que se dijera ni una palabra de crítica respecto a su conducta para contigo. Y, no obstante, jamás hubiera creído que un hombre de honor, más que esto, un hombre de alto linaje, que forma parte de la corte, pudiera obrar como él lo hizo entonces. ¿Te acuerdas de cómo os sorprendí en Oslo? ¡Pudiste perdonárselo a Erlend, lo mismo entonces que más tarde!
Cristina, en voz muy baja, contestó:
—He unido mi destino al suyo. ¿Qué habría sido de mí si hubiera separado mi causa de la de Erlend?
—Mírame, Cristina —pidió Simón Darre—, y dime la verdad. Si yo hubiera exigido de tu padre que mantuviera su palabra…, y decidido tomarte a pesar de todo, si te hubiera jurado que jamás te recordaría tu vergüenza, pero no te hubiera devuelto la libertad, ¿qué habrías hecho?
—No lo sé.
Simón rio con rudeza.
—Si hubiera obtenido por la fuerza de mi derecho el casarme contigo, ¿me habrías estrechado en tus brazos sin resistencia, mi hermosa Cristina?
El rostro de Cristina palideció. Permaneció sentada, sin hablar, con los ojos bajos. Simón volvió a reír.
—No creo que me hubieras besado con ternura si me hubiera puesto a tu lado en el lecho nupcial.
—Creo que habría escondido un puñal en la cama —murmuró ella con voz opaca.
—Veo que conoces la canción de Knut de Borg —observó Simón con amarga sonrisa—. No he oído que hubiera ocurrido de veras, pero Dios sabe si no habrías sido tú capaz de ello.
Descansó y prosiguió:
—Es una cosa inexplicable, entre cristianos, que marido y mujer se separen de común acuerdo como lo habéis hecho vosotros…, sin causa legal y sin el consentimiento del obispo. ¿No tenéis vergüenza? Ahora lo pisoteáis todo, y antes lo desafiabais todo con tal de uniros. Cuando Erlend estuvo en peligro de muerte, tú no pensaste más que en su salvación y él pensó más en ti que en sus siete hijos, su nombre y sus bienes. Y tan pronto habéis podido estar juntos tranquilamente, habéis demostrado ser incapaces de vivir en paz y honradamente. El desacuerdo y el descontento ya reinaban entre vosotros en Husaby; yo mismo lo vi. Te lo aconsejo, Cristina: por amor a tus hijos debes reconciliarte con tu marido. No te quepa duda de que es más fácil para ti tender la mano a Erlend —terminó con más dulzura—. Es más fácil para ti que para Erlend Nikulaussoen, que vive miserablemente allí arriba, en Haugen —repitió con insistencia.
—No es fácil para mí —murmuró Cristina—. Me parece, no obstante, demostrado con creces que soy capaz de hacer algo por mis hijos. He luchado, he luchado duramente por ellos.
—Es cierto —reconoció Simón. Luego le preguntó—: ¿Te acuerdas del día en que nos encontramos en el camino, cerca de Nidaros? Tú estabas sentada en la hierba, dabas el pecho a Naakkve.
Cristina asintió con la cabeza.
—¿Hubieras podido hacer por tu hijo lo que mi hermana hizo por el suyo: confiárselo a los que estaban en mejor situación para protegerlo?
Cristina sacudió la cabeza.
—¿Y serás capaz de pedir a su padre, por él y por tus otros seis hijos, que olvide aquellas palabras que pronunciaste movida por la ira? ¿Te faltará el valor para decir a tu marido que los jóvenes necesitan que vuelva junto a ellos al hogar?
—Haré lo que quieras, Simón. Me has hablado con dureza. En otra ocasión me reñiste con más severidad que ningún otro hombre seglar…
—Sí, pero hoy puedo prometerte que esta será la última vez —su voz había adoptado el tono burlón de otros tiempos—. No llores, Cristina —y de nuevo brilló en sus ojos la vieja sorna—. ¿Sabes, Cristina? He tenido ocasión de aprender muy a pesar mío que uno no puede confiar demasiado en ti. Cálmate, Cristina —le suplicó después de haber escuchado sus sollozos desgarrados y dolorosos—. Me acuerdo de que has sido para nosotros una hermana buena y fiel, ya lo sabes. Al final hemos podido ser amigos, Cristina mía.
A la caída de la tarde pidió que mandaran a buscar al sacerdote. Sira Eirik vino, le confesó y le dio la extremaunción y el viático. Simón se despidió entonces de sus criados y de los hijos de Erlend, los cinco que se encontraban en la casa, puesto que Cristina había mandado a Naakkve a Kruke. Simón había pedido ver a los hijos de Cristina para despedirse.
Cristina veló también aquella noche al moribundo. Casi de mañana se adormiló, pero la despertó un rumor extraño: Simón gemía en voz baja. La conmovió oírlo: se quejaba dolorosamente como una criatura abandonada, ahora que no creía que le oyera nadie. Se inclinó sobre él y besó varias veces su pobre rostro. Notó ya un olor raro en su aliento y en su cuerpo. Pero cuando se hizo de día vio que sus ojos seguían igualmente vivos, claros, firmes.
Vio que sufría terriblemente cuando Sigurd y Jon lo levantaron con una sábana para que Cristina pudiera arreglar la cama y mullirla lo mejor posible. Hacía veinticuatro horas que se negaba a tomar alimento, pero seguía teniendo sed.
Cuando volvieron a dejarlo en la cama, rogó a Cristina que hiciera la señal de la cruz sobre él, «porque ahora tampoco puedo mover el brazo izquierdo», dijo.
—Cuando nos santiguamos o cuando hacemos la señal de la cruz sobre algo que queremos proteger, debemos recordar cómo fue santificada la cruz y lo que significa, y recordar también que esta señal adquirió gloria y poder por el suplicio y la muerte del Señor.
Simón recordaba haber oído a alguien leer ese pasaje. No estaba acostumbrado a reflexionar al santiguarse o al hacer la señal de la cruz sobre su casa o sus tierras. Se sentía mal preparado y mal armado para aquel último viaje, y tuvo que consolarse con la idea de que confesándose había hecho cuanto estaba en su mano y que había recibido los sacramentos. ¡Ramborg era tan joven! Tal vez su vida sería más feliz con otro marido; a sus hijos los protegería Dios, y Gyrd se ocuparía con fidelidad y prudencia de su bienestar. Sólo le quedaba abandonarse a Dios, que juzga, no por el valor del hombre, sino con misericordia.
Durante el día, Sigrid Andresdatter y Geirmund de Kruke llegaron a Formo. Simón quiso entonces que Cristina descansara; lo había cuidado y velado sin parar.
—Pronto acercarse a mí resultará difícil de soportar —dijo sonriendo.
Entonces Cristina se echó a llorar con sollozos rápidamente dominados, y se inclinó y besó de nuevo aquel pobre cuerpo que empezaba a descomponerse.
Simón descansaba, tranquilo. La temperatura y los dolores habían disminuido en intensidad. Creía que no tardaría en ser liberado.
Le causó extrañeza haber hablado a Cristina como lo había hecho. No era eso precisamente lo que se había prometido decirle. Pero no lo pudo hacer de otro modo. En algún momento experimentaba un vago despecho.
La gangrena terminaría por llegar al corazón; el corazón del hombre es lo primero que tiene vida en el seno de la madre y la última cosa que muere en él. Pronto, sin duda, su corazón dejaría de latir.
Por la noche deliró. Dos o tres veces se quejó tan fuerte que daba pena oírlo. En otros momentos, sonrió y pronunció su nombre, o por lo menos así lo creyó Cristina, pero Sigrid, que estaba sentada al lado de la cama e inclinada sobre su hermano, explicó en un murmullo a Cristina que hablaba con toda seguridad de un muchacho, su primo, que había sido su amigo de la infancia. Hacia medianoche se adormeció, incluso pareció que se iba a dormir de veras. Sigrid convenció entonces a Cristina para que se echara sobre la otra cama.
La despertó un ruido; faltaba poco para amanecer y comprendió que había empezado la agonía. Simón había perdido la palabra, pero la reconocía, lo supo su mirada. Luego, súbitamente, fue como si en sus ojos se rompiera una hoja de acero y las pupilas se escondieron bajo los párpados. Sin embargo, permaneció un momento con vida y jadeando. El sacerdote había vuelto y recitó las oraciones de los agonizantes; las dos mujeres estaban al lado de la cama y todos los criados se hallaban presentes. Alrededor de mediodía expiró.
A la mañana siguiente, Gyrd Darre entró en el patio de Formo. Había reventado un caballo durante el camino. En Breidin ya se había enterado de la muerte de su hermano, de modo que, en un principio, estaba relativamente tranquilo. Pero cuando su hermana se echó llorando a su cuello, la estrechó en sus brazos y lloró como un niño.
Ramborg Lavransdatter estaba en la cama en Dyfrin con un hijo recién nacido, les explicó. Cuando Gaute Erlendssoen había llegado con el mensaje de Cristina, Ramborg gritó que ya sabía que se trataba de la muerte de Simón. Luego cayó al suelo presa de convulsiones. El niño había nacido seis semanas antes de tiempo, pero seguramente viviría.
A Simón Andressoen le hicieron un funeral magnífico y lo enterraron cerca del coro de la iglesia de San Olav. La gente de la comarca estaba contenta de que hubiera elegido aquel lugar para su eterno descanso. La vieja casa de Formo, que estaba algo abandonada a la muerte de Simón Saemundssoen, había sido una casa fuerte y valiosa. Astrid Simonsdatter había contraído un rico matrimonio, sus hijos llevaban el título de caballeros y formaban parte del consejo del rey, pero aparecían raras veces por la propiedad de su madre. Cuando su nieto se estableció en la casa, a todos les pareció como si la antigua familia hubiera vuelto. No tardaron en olvidar que Simón Andressoen no era de allí, y deploraron que tuviera que morir tan joven porque aún no había cumplido cuarenta y dos inviernos.