3
Pasaban los días. En los primeros tiempos Cristina no se preocupó mucho por intentar saber cuáles eran las intenciones de Erlend. ¡Huir como lo hizo, enfadado, abandonando la casa en mitad de la noche! Tampoco se preguntó cuánto tiempo pensaba quedarse allí arriba, en su señorío de la montaña, castigándola con su ausencia. Hervía de rabia contra su marido, y su irritación crecía por el hecho de que no podía dejar de reconocer que también ella era culpable. Había pronunciado palabras de las que ahora se arrepentía.
Cierto que lo había hecho mal repetidas veces y que, en su enfado, había dicho cosas duras y crueles a su marido; pero lo que la hería más profundamente era que Erlend jamás hiciera un esfuerzo por reconciliarse; siempre era ella la que debía pedir humildemente perdón. Claro que ella no había cedido frecuentemente a la cólera. Esto podía ocurrirle cuando estaba cansada; cuando tenía el corazón desgarrado por las penas y por las inquietudes que la atormentaban, trataba de soportarlas en silencio, pero luego perdía el dominio de sí misma; ¿no hubiera debido comprenderlo? ¿Cómo podía Erlend olvidar que a la preocupación constante por el porvenir de sus hijos, había que sumar, por dos veces en aquel verano, una inquietud mortal por Naakkve? Después de la carga de penas que pesan sobre la madre joven, dolores e inquietudes de otro tipo abruman a la madre que envejece. Cristina se daba cuenta de ello. La tranquila charla de Erlend afirmando que el porvenir de sus hijos no le preocupaba, la había excitado hasta el punto de volverla como una osa o, como decía Erlend, una perra de caza que guarda a sus cachorros. Que se burlara todo lo que quisiera de ella: despierta y alerta como la perra, protegería a sus hijos mientras Dios le diera vida para ello.
Peor para él si olvidaba que ella había estado siempre a su lado en la hora de peligro, que había sido razonable y justa a pesar de su cólera cuando la había golpeado y luego engañado con aquella odiosa zorra de Lenvik. Incluso ahora, pensándolo bien, no sentía demasiada amargura y rencor hacia Erlend por estas cosas, aunque fueran las peores que había hecho contra ella. Si le había reprochado aquello era porque sabía que él mismo lo lamentaba y reconocía haber obrado mal. Pero siempre, incluso en aquel momento, por enfadada que estuviera contra Erlend, el recuerdo de los golpes y de su infidelidad le pesaba más por su marido que por ella. Sentía que debido a los desórdenes de su naturaleza indisciplinada, Erlend había pecado más contra sí mismo y la salvación de su alma que contra ella.
Lo que continuaba haciéndola sufrir eran las pequeñas heridas de amor propio que le había causado con su despreocupación y su indiferencia, su impaciencia pueril, y también por la naturaleza impetuosa y aturdida de su amor cuando le demostraba que, a pesar de todo, seguía amándola. Era el recuerdo de tantos años en que, joven y tierna, con los brazos cargados de chiquillos indefensos, había sentido que su salud física y moral no le bastaría si el padre, el cabeza de familia, no hacía gala de suficiente fuerza y amor para protegerlos a ella y a sus pequeños. ¡Había sufrido tanto sintiéndose físicamente débil, simple de espíritu y sin experiencia de la vida, sin atreverse a confiar en la prudencia y en la fuerza de su marido! En aquel tiempo su corazón había recibido heridas que no podían cicatrizarse. Incluso la dulce voluptuosidad de tomar en brazos a un bebé, de colocar su boquita al pecho y sentir el peso del cuerpecillo tibio y blando, incluso esa exquisita felicidad se había visto turbada por el temor y la inquietud. «Débil hijo mío, tu padre no piensa en que su primer deber sería el de protegerte».
Y le robaba a los niños, ahora que habían crecido y poseían un cráneo ya cerrado y fuerte y buen tuétano en los huesos, aun cuando les faltaba la sensatez del hombre maduro. Marido e hijos se le escapaban por aquella extraña y pueril tendencia a tomarse las cosas en broma, tendencia que creía haber visto reflejada en todos los hombres. Una mujer de espíritu lento y absorbida por las preocupaciones no podía seguirles por aquel camino.
A Cristina le encolerizaba la conducta de Erlend, y se preguntaba con inquietud qué podían pensar sus hijos acerca de todo aquello.
Ulf había ido a los Dofrines con caballos de carga para llevar a Erlend lo que este le había pedido: ropas, gran cantidad de armas, sus cuatro arcos y sacos llenos de puntas de flecha y, por fin, tres de sus perros. Munan y Lavrans habían llorado desconsolados cuando Ulf había cogido la perrita de dura pelambre, de orejas colgantes suaves como la seda… era un animalito de raza extranjera que el cura de Holm había regalado a Erlend. El hecho de que su padre poseyera un perro tan raro hacía que los dos pequeños le consideraran superior a los demás hombres. El padre les había prometido que cuando la perra tuviera cachorros les dejaría elegir uno a cada uno.
Al regreso de Ulf, Cristina le preguntó si Erlend había hablado de su vuelta a casa.
—No —contestó Ulf—, parece que tiene la intención de quedarse allí.
Esto fue lo único que dijo Ulf de su viaje a Haugen. Y Cristina se resistía a hacerle más preguntas.
En otoño, en la época en que la familia dejó la casa de verano, los hijos mayores manifestaron que les gustaría dormir en el cuarto de arriba. Cristina les dio su permiso. Así, pues, se quedó sola con los dos pequeños en la sala de abajo. La primera noche dijo a Lavrans que también él podía, si quería, dormir con ella.
El pequeño se hundía maravillado en el lecho de plumas y rebosaba bienestar. Los niños estaban acostumbrados a una cama que consistía en sacos de cuero llenos de paja colocados sobre un banco; para cubrirse tenían pieles. Pero en las camas había, además de las pieles, almohadas de pluma y buenas mantas, y los padres cubrían sus almohadas con fundas de lino blanco.
—¿Podré dormir aquí hasta el regreso de padre? —preguntó Lavrans—. Claro que luego volveremos a nuestros bancos.
—Entonces podréis dormir en la cama de Naakkve y Bjoergulf —contestó la madre—, si es que vuestros hermanos no cambian de parecer y vuelven a bajar cuando empiece el frío.
En la habitación de arriba había una estufa de obra, pero daba más humo que calor, y arriba también se notaba mucho más el viento.
A medida que entraban en el otoño, Cristina se sintió invadir por una sorda amargura; una inquietud que aumentaba de día en día y le hacía la vida imposible. Nadie parecía saber nada de Erlend ni nadie se sentía preocupado por no tener noticias suyas.
En las largas noches de otoño se quedaba desvelada, escuchando la respiración regular de sus dos pequeños y el silbido del viento alrededor de la casa. Pensaba en Erlend. Si, por lo menos, no estuviera en aquella casa…
El día en que los dos primos, Erlend y Munan Baardssoen, mencionaron a Haugen en el curso de una conversación, se había sentido molesta. Sucedió en una de las últimas noches que pasaron en Oslo, y Munan Baardssoen había ido a visitarle en la posada. Munan era entonces propietario de la pequeña granja que formaba parte de la herencia paterna. Los dos hombres estaban un poco ebrios y de buen humor y, mientras Cristina sufría oyéndoles hablar de aquel lugar maldito, ocurrió que Munan regaló aquella propiedad a Erlend. «De este modo tendrás aún un pedazo de tierra en Noruega», dijo Munan. La conversación iba acompañada de risas y chanzas; Erlend y Munan se burlaban incluso de los que aseguraban que la casa estaba encantada y que Haugen era inhabitable. El terror que había inspirado a Munan la muerte atroz de su madre y de su segundo marido, parecía haberse borrado totalmente del espíritu del caballero.
Entregó, efectivamente, a Erlend los títulos de propiedad de Haugen. Cristina no había podido disimular el disgusto con que había visto a su marido pasar a ser propietario de aquella horrible granja. Pero Erlend se tomó a broma las aprensiones de su mujer.
—No es probable que ni tú ni yo pisemos jamás los umbrales de la casa de arriba, si es que la casa se conserva aún en pie y no está ella y las dependencias en ruinas. En cuanto a venir a pedirnos explicaciones, no creo que ni la tía Aashild ni Micer Bjoern lo hagan. No veo qué puede importarnos, si es cierto que, como se dice, «vuelven» por su casa.
Cuanto más se acercaba el fin de año, más taciturna y reservada se volvía Cristina. Sus pensamientos giraban incesantemente alrededor de Erlend. No abría la boca más que para contestar a las preguntas del servicio y de los niños. La servidumbre evitaba dirigirse al ama, excepto en casos de absoluta necesidad, porque contestaba con sequedad e impaciencia a todo aquel que interrumpía el curso de sus pensamientos. Se daba tan poca cuenta de ello, que cuando finalmente observó que los dos pequeños habían dejado de preguntar por su padre o de hablarle de él, suspiró y pensó: «¡Qué olvidadizos son los niños!». No comprendía que a fuerza de regañarles los había alejado de ella. Con los mayores hablaba muy poco.
Mientras duró el frío seco, pudo contestar a la gente que pasaba por Joerungaard y preguntaba por el amo que estaba en la montaña cazando. Pero durante la primera semana de Adviento, una fuerte nevada cayó sobre el valle y la montaña.
Al alba del día de santa Lucía, cuando era aún noche cerrada y el cielo resplandecía de estrellas, Cristina, que venía de la cuadra, vio, a la luz de un hachón resinoso plantado en la nieve, a tres de sus hijos que se sujetaban sus esquís ante la puerta de la casa y, un poco más lejos, el caballo de Gaute albardado y cargado de sacos. Adivinó adónde iban; lo único que se atrevió a decir al advertir que uno de ellos era Bjoergulf —los otros dos eran Naakkve y Gaute— fue:
—¿Te vas en esquís, Bjoergulf? Creo que el tiempo será muy claro hoy, hijo mío.
—Ya lo veis, madre.
—¿Vais a volver antes del mediodía? —preguntó desamparada. Bjoergulf era mal esquiador; sus ojos no resistían la blancura deslumbrante de la nieve; por ello solía quedarse en casa durante el invierno. Fue Naakkve el que contestó que seguramente se quedarían fuera por unos días.
Aquellos días fueron para Cristina días de inquietud. Los gemelos ponían mala cara. Comprendió que habían querido ir con los mayores, pero habían tropezado con la oposición de estos.
El quinto día, a la hora del desayuno, regresaron los tres muchachos. Habían salido a primera hora de la mañana por Bjoergulf, explicó Naakkve. Querían llegar a su casa antes de la salida del sol. Los dos mayores subieron en seguida a su cuarto. Bjoergulf parecía desfallecido por el cansancio, pero Gaute entró el saco y la albarda. Traía dos perritos preciosos para los pequeños que, instantáneamente, se olvidaron de hacer preguntas. Gaute parecía un poco turbado, pero se esforzaba por no demostrarlo.
—Además traigo esto —añadió revolviendo en el saco—, que padre me ha pedido que os diera.
Eran catorce pieles de armiño extraordinariamente bonitas. La madre las aceptó con cierto embarazo, sin saber qué decir. Hubiera querido preguntar demasiadas cosas; tuvo miedo de perder el dominio sobre sí misma si entreabría su corazón. Y Gaute era muy joven. Pudo por fin articular:
—Ya son blancas; sí, el otoño está muy avanzado.
Cuando Naakkve hubo bajado y él y Gaute empezaron a comerse las gachas, Cristina se apresuró a decir a Frida que ella misma subiría el desayuno a Bjoergulf. Se le había ocurrido que con aquel muchacho taciturno, poseedor de un espíritu más maduro que el de sus hermanos, podría tal vez hablar de lo que la preocupaba.
Bjoergulf se había echado sobre la cama; tenía un paño sobre los ojos. La madre colgó un puchero en la cadena del hogar y, mientras Bjoergulf comía apoyado sobre el codo, preparó una infusión de hierbas medicinales.
Después de retirar la escudilla vacía, Cristina empezó a lavarle con la infusión los ojos rojos e inflamados y luego le puso paños húmedos encima. Una vez hubo terminado, hizo acopio de valor y preguntó:
—¿No ha dicho tu padre cuándo pensaba regresar a casa?
—No.
—¡Qué avaro eres siempre con tus palabras, Bjoergulf! —se quejó la madre.
—Creo que es una herencia de familia, madre —y pasado un momento, añadió—: Hemos encontrado a Simón y sus hombres al norte de Rosten. Se dirigían al norte con las carretas.
—¿Habéis hablado con ellos?
—No —rio—. Es como una epidemia en la familia: la amistad no va con nosotros.
—¿Acaso me lo reprochas? —exclamó la madre exaltándose—. Empiezas por decir que nos callamos demasiado y luego dices que no podemos ser amigos de nuestros parientes.
Bjoergulf se volvió a reír. Luego se incorporó sobre el codo, como para escuchar la respiración de su madre.
—Por el amor de Dios, madre, no debéis echaros a llorar… Estoy cansado, al límite de mis fuerzas. No tengo costumbre de esquiar. No déis importancia a mis palabras. Ya sé que no sois una mujer a la que guste pelearse.
Cristina se marchó. Por nada del mundo se habría atrevido a preguntar a su hijo lo que él y los otros pensaban de todo aquello.
Noche tras noche, cuando sus hijos habían subido a acostarse, permanecía despierta, con el oído atento: una vez arriba, ¿hablarían entre ellos? Hasta Cristina llegaban distintos ruidos: botas tiradas al suelo descuidadamente, o el que hacían cinturones al caer; su oído percibía las voces de sus hijos, pero sin descifrar las palabras. Hablaban todos a la vez, en un tono entre agresivo y jocoso. Uno de los gemelos gritaba. Arras traban algo por el suelo tan pesadamente que del techo se desprendía polvo y caía en el cuarto de Cristina. La puerta de la galería se abría de un violento empujón. Luego se oía ruido en la galería; Ivar y Skule proferían amenazas, se movían y golpeaban la puerta con los pies y las manos. Después distinguía la voz de Gaute, clara y risueña. Estaba, evidentemente, dentro de la habitación. Él y los gemelos habrían vuelto a discutir y, para acabar, Gaute los había echado. Naakkve, razonable, intervenía con voz grave; dejaban entrar a Ivar y Skule. Durante un momento Cristina oía risas y charlas, luego las camas crujían y por fin reinaba el silencio. Poco después, a intervalos regulares, llegaba a sus oídos un ruido sordo, un ruido parecido a un trueno lejano procedente de las montañas.
La madre sonreía en la oscuridad: Gaute roncaba cuando estaba muy cansado. El padre de Cristina roncaba del mismo modo. Qué raros eran estos parecidos: los hijos que físicamente se parecían a su padre habían heredado también de él un sueño silencioso como el de los pájaros… Y al recordar estas pequeñas cosas que se repiten así, curiosamente, de generación en generación y en las que se encuentra parecido, no podía evitar sonreír. La dolorosa tensión de su espíritu cedía por un momento hasta que el amodorramiento del sueño desdibujaba el hilo de sus pensamientos, mientras se abandonaba primero al bienestar y luego al olvido.
Uno de los primeros días de año nuevo, Sira Solmund, el vicario, vino a Joerungaard a visitar a Cristina. Hasta entonces nunca había venido sin ser invitado; pero Cristina le hizo un buen recibimiento, aunque tuviera malos presentimientos, que en efecto se vieron confirmados. Sira Solmund manifestó que consideraba deber suyo averiguar cuál era la situación de Erlend y Cristina. Habían disuelto su unión por su propia iniciativa en contra de las leyes de la Iglesia y, en este caso, ¿cuál de los cónyuges era el responsable de aquel pecado?
Cristina sentía palpitar su corazón mientras explicaba al sacerdote, con exagerado disimulo, que Erlend había juzgado necesario ocuparse de su propiedad en el norte de los Dofrines: las tierras habían permanecido sin cultivar durante años y los edificios amenazaban ruina; con tantos hijos, tenía la obligación de cuidar de sus bienes. Daba tantos detalles sobre los motivos de su separación, que Sira Solmund, por poco sagaz que fuera, tenía que darse cuenta de su nerviosismo. Habló de la afición de Erlend por la caza: Sira Solmund no ignoraba lo buen cazador que era, ¿verdad? Y para confirmarlo le enseñó las pieles de armiño que le había enviado. En su turbación, y sin saber lo que hacía, se las regaló al sacerdote.
Después de la marcha de Sira Solmund dio rienda suelta a su enfado. ¿No podía comprender Erlend que estando tanto tiempo ausente daba ocasión a que el sacerdote los molestara?
Sira Solmund era un hombre bondadoso, de edad difícil de determinar aunque habría pasado de la cuarentena. Era poco perspicaz y no poseía excesivos conocimientos, aunque sí era cierto que era un sacerdote piadoso, honrado y de buenas costumbres. Una hermana de edad madura, viuda y sin hijos, y comadre temible por sus chismes, cuidaba de su casa.
Tenía empeño en pasar por un celoso servidor de la Iglesia, pero sólo se metía con las pequeñeces y con las gentes de poca monta. Miedoso por naturaleza, no le gustaba inmiscuirse en los asuntos de los grandes propietarios ni en los casos espinosos, pero si lo hacía, se aferraba obstinadamente a su opinión.
No por ello los feligreses lo tenían en peor consideración, primero porque respetaban su modo de vivir tranquilo y honrado y luego porque no era tan codicioso y combativo como Sira Eirik, cuando se trataba de los derechos de la Iglesia y de los bienes de los feligreses. La razón de la moderación de Sira Solmund era, sin duda, su falta de valentía en comparación con el viejo sacerdote.
Sira Eirik no era menos respetado y amado por todos los hombres y niños de la región. En otro tiempo la indignación había sido enorme cuando, con gran codicia, había luchado por asegurar el porvenir de los hijos que había engendrado de sus concubinas. Al principio de su estancia en la comarca, los habitantes habían soportado de mal talante su excesiva severidad hacia cualquiera que infringiera el menor mandamiento de las leyes eclesiásticas. Hombre de guerra en el pasado, antes de vestir la sotana había seguido al jarl-pirata, Micer Alf de Tornberg: sus modales se resentían de ello.
Pero la gente del país acabó sintiéndose orgullosa de su sacerdote, porque sobrepasaba a la mayoría de sus colegas en saber y en fuerza física. Además de su empaque de jefe, admiraban su voz magnífica cuando cantaba la misa. Con los años y las duras pruebas a que Dios lo había sometido, para hacer expiar a su servidor las faltas de su juventud obstinada, Sira Eirik Kaaressoen había crecido de tal modo en prudencia, piedad y justicia que su nombre era ahora conocido y venerado en toda la diócesis. Cuando iba a una reunión de eclesiásticos, en la ciudad de Hamar, se le honraba como a un padre entre los demás sacerdotes, y se decía que el obispo de Halvard hubiera querido establecerlo en una iglesia cuyo titular tuviese la dignidad de señoría y formase parte del capítulo. Pero, al parecer, Sira Eirik había pedido quedarse donde estaba, alegando sus muchos años y su vista debilitada desde hacía mucho tiempo.
En Sil, cerca del camino, un poco al sur de Formo, se alzaba la hermosa cruz de piedra que Sira Eirik había mandado levantar en el lugar en que un desprendimiento de tierras había sepultado, cuarenta y cuatro años antes, a sus dos hijos, jóvenes y de gran porvenir. Los viejos de la comarca no pasaban nunca ante el monumento sin detenerse para rezar un pater o un ave por el eterno descanso de las almas de Alf y Kaare.
En cuanto a su hija, Sira Eirik la había dotado en tierras y en bienes; la había casado con el hijo de un campesino de Viken, guapo y de buena familia; todo el mundo tenía a Jon Fis por un buen muchacho. Después de seis años, la mujer había regresado a casa de su padre hambrienta, enferma, andrajosa y sucia, con un niño en cada mano y embarazada de un tercero. La gente que vivía en Sil por aquel tiempo sabía, aunque no lo mencionara nunca, que el padre de los niños había sido ahorcado en Oslo. Los hijos de Jon terminaron mal.
Los tres habían muerto.
Ya en vida de sus hijos, Sira Eirik había mostrado gran empeño en adornar su iglesia y enriquecerla con donativos. Sería la iglesia, sin duda, la que se beneficiaría de la mayor parte de la fortuna y de los valiosos libros de Sira Eirik. La nueva iglesia de San Olav y Santo Tomás en Sil era mayor y más majestuosa que la antigua, que había ardido, y el sacerdote la había embellecido con ornamentos magníficos y de gran valor. Iba todos los días a orar y meditar, pero sólo celebraba la misa para el pueblo en las grandes festividades.
Era Sira Solmund el encargado de todos los actos del ministerio; pero cuando alguien era víctima de alguna dolorosa pérdida, cuando tenía el alma atormentada o la conciencia asaeteada por los remordimientos, prefería ir al encuentro del viejo sacerdote; y todos estaban de acuerdo en decir que nadie volvía de una visita a Sira Eirik sin haber encontrado consuelo para sus penas.
Una noche, hacia la primavera, Cristina Lavransdatter fue a Romundgaard y llamó a la puerta de Sira Eirik. No sabía exactamente de qué modo iniciar lo que quería decirle; así que, después de ofrecerle el regalo que le traía, empezó a hablar de una cosa y de otra hasta que el anciano, un poco impaciente, dijo:
—¿Has venido sólo para verme, Cristina, y para saber cómo me encuentro? Si es así, eres muy amable; pero tengo la impresión de que te ocurre algo. Habla y no pierdas el tiempo en fútiles palabras.
Cristina cruzó las manos sobre las rodillas y bajó la vista:
—Me disgusta, Sira Eirik, que mi marido se quede allí arriba, en Haugen.
—No es tan largo el camino para que no puedas ir tú a hablarle y rogarle que regrese a tu lado. No debe tener tanto que hacer en aquella pequeña granja como para tener que quedarse más tiempo.
—Tengo miedo cuando pienso que está solo allí arriba en las noches de invierno —dijo Cristina estremeciéndose.
—Erlend tiene edad y fuerza para defenderse.
—Sira Eirik, ya sabéis lo que ocurrió allí —murmuró Cristina.
El sacerdote volvió a ella sus ojos turbios, antes de un negro de azabache y de aguda mirada. Callaba.
—Debéis haber oído lo que dice la gente —insistió ella en voz baja—. Se dice que… los muertos… se aparecen.
—¿Y es por eso por lo que no te atreves a ir a verlo? ¿Temes que los aparecidos rompan la cabeza de tu marido? Si no lo han hecho ya, me figuro que seguirán dejándole en paz —añadió el sacerdote con una risa brusca—. Todo eso son tonterías, lo que la gente cuenta sobre los fantasmas y los muertos aparecidos son historias de herejes y supersticiones. Me temo que allí donde están Micer Bjoern y Dama Aashild hay guardianes muy severos.
—Sira Eirik —preguntó temblando, en un murmullo—, ¿creéis que no hay salvación posible para aquellas dos almas?
—Líbreme Dios de poner límites a su gracia. Pero no puedo creer que aquellos dos hayan saldado tan de prisa sus cuentas. No han salido aún a la luz todos los atentados que cometieron contra la moral; los niños que abandonó y los sufrimientos que os infligió aquella astuta mujer… Si ella pensase que algo del mal que ha hecho podría ser expiado así, entonces… Pero puesto que Erlend se queda, creo que es porque Dios no ha creído que ni la aparición de la tía, ni lo que pudiera decir sirvieran de mucho. Porque sabemos que, gracias a la misericordia divina, a la piedad de Nuestra Señora, y a las plegarias de la iglesia, ocurre que a un alma del purgatorio le es permitido abandonarlo para volver a la tierra, cuando su pecado es de naturaleza tal que puede ser expiado con ayuda de los vivos; así se reduce el tiempo de los tormentos…, como, por ejemplo, aquella alma condenada que había cambiado de sitio el mojón que hay entre Slov y Jarpstar, o el anciano de Musudal, que había presentado papeles falsos respecto al torrente del molino. Pero las almas no salen del purgatorio sin una misión lícita. Es decir, que todo lo que la gente cuenta sobre aparecidos y fantasmas y fantasmagorías del espíritu maligno, que desaparecen como una humareda cuando se hace la señal de la cruz o se pronuncia el santo nombre de Dios, no son más que tonterías.
—Pero ¿y los que disfrutan de la bendición del Cielo, Sira Eirik?
—Aquellos que están con Dios, los santos, como bien sabes, pueden ser enviados a llevar mensajes y dones del paraíso —dijo el sacerdote.
—Ya os dije una vez que vi a fray Edvin Rikardssoen —murmuró en voz tan baja como antes.
—Sí, o bien pudo ser un sueño enviado por Dios o por tu ángel de la guarda, o bien este fraile es un santo.
Cristina dijo con voz temblorosa:
—Y mi padre… Sira Eirik, he rezado tanto a Dios para que me fuera permitido ver su rostro una sola vez… ¡Deseo tanto verlo! Tal vez podría juzgar por su expresión lo que espera de mí. Si pudiera recibir un consejo de mi padre… —tuvo que morderse los labios y secar con una punta de la pañoleta las lágrimas que le llenaban los ojos y que no podía contener.
El sacerdote sacudió la cabeza:
—Reza por su alma, Cristina…, aunque estoy convencido de que Lavrans y tu madre, desde hace tiempo, son consolados por aquellos en cuyo amparo buscaban el consuelo de todas sus penas mientras vivieron en la tierra. Y puedes estar segura de que Lavrans, allí arriba, conserva su amor por ti. Tus oraciones y las misas por el descanso de su alma constituyen un lazo entre nosotros y él. ¿De qué modo? Esto forma parte de los misterios que difícilmente comprendemos. Pero ten la seguridad de que este modo de obrar vale más que turbar su paz con tu continuo deseo de que se te aparezca.
Cristina tuvo que esperar un instante antes de sentirse lo suficientemente dueña de sí misma para atreverse a hablar. Luego contó al sacerdote lo ocurrido entre ella y Erlend aquella noche, en la casa vieja de Lavrans, repitiendo cada palabra con tanta exactitud como pudo.
El viejo sacerdote permaneció largo rato en silencio después que ella terminó de hablar. Entonces Cristina, retorciéndose las manos, preguntó:
—Sira Eirik, ¿acaso la culpa es mía? ¿Pensáis que mi conducta fue tan censurable que puede justificar la huida de Erlend, abandonándome a mí y a mis hijos? ¿Os parece justo que exija que sea yo la que vaya en su busca, que me arrastre de rodillas y me retracte de todas las palabras que no debí pronunciar? Sé que sin esto no volverá a casa.
—Y a ti, ¿te parece necesario llamar a Lavrans del otro mundo para que te aconseje? —Sira Eirik se levantó y apoyó la mano en el hombro de la mujer—. La primera vez que te vi, Cristina, eras una niña muy pequeña. Lavrans te sentó sobre sus rodillas, te cruzó las manitas sobre el pecho y te dijo que recitaras el Pater noster delante de mí. Tú supiste decirlo con claridad y sin equivocarte, aunque no comprendieras una sola palabra. Más tarde, aprendiste la traducción a nuestra lengua de todas las oraciones. Tal vez ahora se te hayan olvidado…
»¿Has olvidado también que tu padre te dio educación y honor? ¿Qué honró a aquel hombre ante el cual te repugna humillarte? ¿Has olvidado la hermosa boda que os hizo a ti y a Erlend? Luego os fuisteis a caballo, como dos ladrones, llevándoos el buen nombre y el honor de Lavrans Bjoergulfssoen.
Cristina ocultó el rostro entre sus manos, sollozando.
—Trata de recordar, Cristina… ¿Exigió de vosotros que os arrodillarais antes de volver a entregaros su amor paternal? ¿Crees pagar demasiado caro tu orgullo viéndote ahora obligada a inclinarte ante alguien a quien habrás hecho tanto daño como hiciste a tu padre?
—¡Jesús! —Cristina siguió llorando desesperada—. ¡Jesús, ten misericordia!
—Veo que aún recuerdas su nombre —dijo el sacerdote—, el nombre de Aquel que tu padre tomó por maestro y al que servía como fiel caballero. —El sacerdote tocó el crucifijo colgado de la pared—. El Hijo de Dios, sin pecado, murió en la cruz para expiar los pecados que cometiéramos contra Él… Vuelve ahora a tu casa, Cristina, y piensa en lo que te he dicho… —terminó Sira Eirik cuando la vio un poco más tranquila.
En los días que siguieron, sopló el viento del sur, tempestuoso, anunciando lluvias torrenciales; en ciertos momentos, la borrasca era de una violencia tal que a duras penas podía cruzarse el espacio entre las casas sin correr el riesgo de ser derribado. Los caminos se tornaron impracticables. La llegada de la primavera se anunció tan bruscamente que la gente evacuó las granjas más expuestas. Cristina llevó la mayor parte de sus bienes al granero de la casa nueva. En cuanto al ganado, pudo guardarlo en el establo de verano de Sira Eirik.
El establo de Joerungaard estaba situado al otro lado del río. A causa del mal tiempo fue un trabajo agotador. En los prados, más arriba de la granja, la nieve era tan blanda como mantequilla fundida y los animales estaban débiles después del duro invierno; dos de las terneras se rompieron las patas, que se les habían vuelto frágiles y quebradizas como tallos de flor.
El día en que se trasladó el ganado, Simón Darre pasó de pronto por el camino con cuatro de sus hombres. Echaron una mano a la gente de Joerungaard. Con aquel tiempo, en medio del viento, la lluvia y el ruido, con las vacas que era preciso sostener, las ovejas y corderos que había que llevar en brazos, no hubo tiempo para hablar, ni forma de hacerse oír. Pero, por la noche, cuando todos se encontraron reunidos en Joerungaard, Simón y sus hombres se sentaron a la mesa, porque los que habían trabajado con todo el frío necesitaban una bebida caliente. Simón pudo, al fin, cambiar unas palabras con Cristina. Le rogó que se fuese aquella misma noche a Formo con las mujeres y los niños; él y dos sirvientas se quedarían con Ulf y sus hombres. Cristina agradeció el ofrecimiento, pero afirmó que no quería abandonar la casa. Lavrans y Munan estaban ya instalados en Ulvsvoldene, y Jartrud se había refugiado en casa de Sira Solmund. Se había hecho gran amiga de la hermana del sacerdote. Simón observó entonces:
—La gente empieza a extrañarse, Cristina, de que vosotras, que sois hermanas, no os veáis más. Ramborg se enfadará si regreso sin ti.
—Ya sé que parece raro —replicó Cristina—, pero creo que parecería aún más raro que me fuera de visita a casa de mi hermana cuando el dueño de la casa está ausente. Nadie ignora que él y tú os peleasteis.
Simón no volvió a insistir, y poco después él y sus hombres salieron de Joerungaard.
La Semana Santa empezó con un tiempo espantoso; el martes corrió de granja en granja el rumor de que en el norte, en Rosten, la crecida había arrancado el puente que solía cruzar la gente para ir a las cabañas de Hovring. Se empezaba a sentir inquietud por el gran puente tendido al sur de la iglesia. Este puente en escarpa estaba sólidamente construido con las vigas más gruesas y sostenido, además, por fuertes troncos de árbol clavados en el lecho del río; pero la crecida llegaba hasta arriba de los estribos y debajo del arco se amontonaban toda clase de restos arrastrados por las aguas. El Laage había inundado las tierras bajas de los dos ribazos y, en la finca de Joerungaard, el agua, en determinado punto, llegaba hasta las casas y formaba un verdadero lago; en medio de los prados, en pleno remolino, el tejado de la fragua y la copa de los árboles parecían islotes. Los pequeños edificios de las islas habían sido ya arrastrados.
De las granjas de este lado del río, un grupo de hombres habían ido a la iglesia; temían que el puente fuera arrastrado antes de que pudieran regresar a sus hogares. Pero en la otra orilla un grupo de aldeanos, resguardados por la granja de Laugarbru, formaban una mancha oscura en la tormenta de nieve. Se rumoreaba que Sira Eirik había declarado que pasaría el puente llevando la cruz y que la plantaría en la orilla opuesta, aunque tuviera que ir solo.
Un torbellino de nieve azotó la procesión en el momento en que salía de la iglesia. Los copos rasgaban el aire con sus líneas oblicuas. Sólo se veía el campo a intervalos; por donde habitualmente se extendían los cultivos, circulaban las aguas negras. Jirones de nubes barrían los flancos pedregosos de la montaña y las copas de los árboles de los bosques; a veces, como perdida en medio del caos de nubes, se divisaba la cumbre.
El aire resonaba del atronar del río, cuya intensidad variaba de un momento a otro, del ruido del bosque y del ulular de la tormenta. De vez en cuando, a todo este estruendo se añadía un eco sordo de aludes provocados por el viento que soplaba, desatado, en los picos de las montañas.
Los cirios se apagaron a la salida de la iglesia. Los jóvenes se habían vestido con los roquetes de los monaguillos y el viento intentaba arrancárselos. Andaban en grupo al lado del estandarte, sujetando la tela con las manos a fin de que el viento no la desgarrara, mientras el cortejo, de cara a las ráfagas, ascendía con dificultad la cuesta. Pero, por encima del estruendo del huracán, dominándolo todo, algunas notas de la voz estentórea de Sira Eirik llegaban a oídos de los asistentes. Cantaba mientras luchaba contra la tormenta: «Venite: revertamur ad Dominum? Qui ipse cepit et sanabit nos? Percutiet et curabit nos, et vivemus in conspectu ejus. Siemus sequemurque ut cognoscamus Dominum Alleluia!».
Cristina se detuvo con las mujeres cuando hubieron llegado al lugar en que las aguas habían invadido el camino; pero los jóvenes, con sus roquetes blancos, los diáconos y los sacerdotes estaban ya sobre el puente, y los hombres seguían casi todos, aunque el agua les llegara a las rodillas.
El puente se estremecía. En aquel momento las mujeres vieron que por el norte bajaba una casa entera que iba hacia el puente. Los remolinos de la corriente la hacían girar sobre sí misma, pero sin dejar de llevarla hacia el lugar amenazado; a pesar de las vigas desencajadas, las paredes estaban aún ensambladas. La mujer de Ulvsvoldene se apretó contra Cristina Lavransdatter, gimiendo y sollozando; los dos hermanos menores de su marido formaban parte del grupo de monaguillos. Cristina, desesperada, dirigió una súplica sin palabras a la Santa Virgen con los ojos fijos en el grupo que se encontraba entonces en mitad del puente, donde distinguía la silueta blanca de Naakkve entre los hombres que llevaban el estandarte. Las mujeres creían oír aún el canto de Sira Eirik, aunque el fragor de los elementos desencadenados lo ahogara todo. Sira Eirik se detuvo en lo alto del puente y levantó la cruz en el momento en que la casa tropezó contra el obstáculo. El puente tembló y cedió; a la gente que estaba a ambos lados del río le pareció que se deslizaba un poco hacia el sur. El cortejo prosiguió su camino y desapareció por el lomo arqueado del puente reapareciendo poco después en la orilla opuesta. La casa, desmantelada, se había quedado incrustada en el montón de restos traídos por la crecida y detenidos entre las vigas inferiores del arco.
En aquel momento, con la rapidez de un milagro, apareció una luz plateada levemente tamizada por las masas de nubes arrastradas por el viento. El río tomó la apariencia mate y lisa del plomo fundido. La niebla y las nubes se dispersaron, salió el sol victorioso, y cuando la procesión volvió a pasar por el puente, los brazos de la cruz resplandecieron. Sobre el alba blanca y mojada del sacerdote, las bandas cruzadas de la estola brillaban con maravillosa luz púrpura. El valle dorado, resplandeciente de humedad, parecía hallarse en el fondo de una gruta de oscuridad azulada, porque, por encima de las cimas montañosas, las nubes de tormenta yacían vencidas y arrinconadas por los rayos del sol, ennegreciendo el horizonte. Las nieblas se perdieron por las alturas y el gran pico que dominaba Formo emergió de aquel fondo oscuro deslumbrante de blancura con su toca de nieve recién caída.
Cristina había visto a Naakkve. Las ropas mojadas se pegaban al cuerpo de los muchachos, pero cantaban bajo el sol con toda la fuerza de sus pulmones:
—Salvator mundi, salva nos omnes, Kyrie eleison, Christe eleison, Christe audi nos.
Los sacerdotes y la cruz habían pasado ya y seguía, ahora, el grupo de campesinos con sus gruesas ropas empapadas de agua. Contentos y sorprendidos, contemplaban el cielo entonado la llamada implorante de Kyrie eleison.
Fue entonces cuando Cristina lo vio y, como no daba crédito a sus ojos, tuvo que buscar la confirmación de la persona que tenía al lado; sí, era Erlend el que estaba allí, entre los de la procesión. Iba cubierto con un abrigo de piel de reno que goteaba y se había subido el capuchón sobre la cabeza…, sí, era él. Con la boca entreabierta gritaba Kyrie eleison como los demás. Y al pasar la miró. No supo exactamente cómo interpretar la expresión de su rostro: ¿no vio esbozarse una sonrisa en sus labios?
Con las demás mujeres se unió al cortejo que subía hacia la iglesia, detrás de los jóvenes que entonaban la letanía. Ella no escuchaba más que los latidos de su corazón.
Durante la misa sólo lo vio una vez. No se atrevió a ocupar su puesto habitual, sino que se escondió en la nave septentrional. Tan pronto hubo terminado el oficio, salió rápidamente y echó a correr adelantándose a sus sirvientas, que habían ido también a la iglesia.
Fuera, la humedad del valle se evaporaba al sol. Cristina corrió hacia su casa, sin reparar en los charcos del camino.
Se apresuró a poner el cubierto y colocó el cuerno de hidromiel ante el alto sitial de honor del amo, mucho antes de cambiar sus ropas mojadas por el traje de fiesta: el traje bordado azul oscuro, el cinturón de plata, los zapatos de hebilla y la toca de vivos azules. Luego se arrodilló en el cuartito adyacente a la sala. Era incapaz de pensar, incapaz de encontrar por sí misma las palabras que hubiera querido decir; así que sólo pudo repetir: «Ave María, Ave María, Nuestra Señora, Hijo de la Virgen, ya sabes lo que pienso».
Pero las horas fueron pasando. Cristina supo por las sirvientas que los hombres habían vuelto al puente. Se trataba de despejar, con ayuda de garfios y hachas, el montón de restos para que se salvara el puente. Los sacerdotes se habían unido a los demás, después de haberse quitado los ornamentos sacerdotales.
Era más de mediodía cuando regresaron los hombres: sus hijos, Ulf Haldorssoen y los tres criados, un viejo y dos muchachos, que estaban empleados en la granja.
Naakkve ya había ocupado su sitio, a la derecha del asiento del amo. Pero de pronto se levantó y se dirigió hacia la puerta. Cristina lo llamó por su nombre, en voz baja. Entonces volvió sobre sus pasos y ocupó su sitio; su rostro joven palidecía y se ruborizaba alternativamente. Mantenía los ojos bajos y en cierto momento se mordió los labios. La madre se daba cuenta de que luchaba con todas sus fuerzas por conservar la calma. Lo consiguió.
Por fin terminó la comida. Los hijos, sentados en el banco interior adosado a la pared, se levantaron, rodearon el lugar vacío del amo, a la cabecera de la mesa, y se ajustaron maquinalmente sus cinturones después de guardar los cuchillos en las vainas. Luego salieron.
Cuando todos hubieron salido, Cristina lo hizo a su vez. Bajo el sol, el agua escurría por los tejados. En el patio no había nadie, excepto Ulf, de pie en la piedra del umbral de su propia casa.
Su rostro tuvo una expresión turbada cuando el ama se le acercó. No dijo nada. Entonces ella le preguntó con dulzura:
—¿Le has hablado?
—Hemos cruzado pocas palabras. He visto que Naakkve y él hablaban.
Después de un breve silencio, añadió:
—Cuando se desencadenó aquella brusca tormenta, tuvo miedo por vosotros y se propuso ir a la comarca para ver cómo iba todo. Naakkve le ha explicado cómo te has defendido.
»No sé cómo, pero ha llegado a sus oídos que te habías desprendido de las pieles de armiño. No le gustó. También se ha enfadado al saber que habías huido inmediatamente después de la misa: creyó que te quedarías a hablar con él.
Cristina no contestó; volvió la espalda a Ulf y entró en su casa.
Durante todo aquel verano se sucedieron las discusiones y malentendidos entre Ulf Haldorssoen y su mujer. El hijo del hermanastro de Ulf, Haldor Jonssoen, había venido en primavera a casa de su pariente junto a su joven esposa, con la que se había casado el año anterior. Habían convenido que Haldor cuidaría de la propiedad que Ulf poseía en Skaun y se instalaría allí en el día acordado; pero Jartrud se había encolerizado. Opinaba que Ulf había hecho demasiadas concesiones a su sobrino, y comprendía que el hombre tenía la intención de asegurar a Haldor, de un modo u otro, la posesión de la granja después de la muerte de su tío.
Haldor había sido lacayo de Cristina en Husaby y esta sentía mucho afecto por el joven. También le gustaba su mujer, porque era tranquila y graciosa. Poco después de San Juan, la pareja tuvo un hijo y Cristina prestó a la madre el cuarto de tejer donde las dueñas de Joerungaard solían dar a luz; pero Jartrud se sintió ofendida porque Cristina atendió personalmente a la parturienta como comadrona. No obstante, Jartrud era demasiado joven e inexperta para poder cuidar de la madre del recién nacido.
Cristina fue la madrina del pequeño y Ulf pagó los gastos del bautizo. Jartrud opinó que gastaba demasiado dinero en la ceremonia y en los regalos que depositó en la cama de la joven madre y sobre la cuna. Para terminar con los reproches de su mujer, Ulf le regaló varios objetos preciosos que tenía entre sus posesiones: una cruz de plata dorada con su cadena, un abrigo forrado de piel y cerrado con un grueso broche de plata, una sortija de oro y otro broche. Pero ella comprendió que, aparte del regalo de bodas, Ulf no quería darle la menor parcela de tierra y que esta iba a volver a sus hermanastros y hermanastras si él moría sin descendencia. Entonces Jartrud empezó a lamentarse de haber dado a luz un niño muerto y de la imposibilidad de tener otros. Fue el hazmerreír de todas las mujeres del vecindario porque hablaba de ello a todo el mundo.
Ulf se vio obligado a pedir a Cristina que alojara a la joven pareja en la casa vieja cuando Audhild pudiera levantarse. Cristina consintió de buen grado. Evitaba a Haldor, porque al hablar con su antiguo servidor recordaba un sinfín de cosas cuyo recuerdo le resultaba ahora doloroso.
No obstante, tuvo ocasión de hablar con frecuencia con la joven, porque Audhild se empeñó en ayudarla en los quehaceres domésticos. Hacia finales de verano el niño se puso gravísimo; Cristina se ocupó entonces de él en lugar de la madre, que no tenía experiencia.
Cuando la pareja se marchó, en otoño, dejó un gran vacío; Cristina echó sobre todo en falta al niño. Por poco razonable que fuera —ella misma lo comprendía—, no podía evitar sentirse entristecida por haberse vuelto estéril desde hacía unos años, aunque no hubiera cumplido aún los cuarenta y cuatro.
El ocuparse de aquella joven, tan niña aún, y de su bebé, la había ayudado a alejar los pensamientos que eran para ella una tortura. A pesar de la pena que sentía al ver lo mal que iba el matrimonio de Ulf Haldorssoen, la estancia de la pareja había constituido una diversión.
Después del comportamiento de Erlend durante la Semana Santa, ya no le quedaba valor para preguntarse cómo terminaría todo aquello. Que se hubiera marchado sin saludar siquiera a su esposa le parecía una conducta tan cruel que casi creía que Erlend le era indiferente.
No había mantenido una conversación con Simón Andressoen desde el día en que él había ido en su ayuda cuando la tormenta de primavera. Le daba los buenos días, y solía cruzar unas palabras con su hermana ante la iglesia. Ignoraba lo que pensaban de sus asuntos y de la marcha de Erlend a los Dofrines.
El domingo de san Bartolomé, Micer Gyrd de Dyfrin fue a misa con la gente de Formo; Simón parecía muy contento por entrar en la iglesia al lado de su hermano. Después del oficio, Ramborg se acercó a Cristina y, llena de entusiasmo, le confió en voz baja que para la Anunciación esperaba volver a dar a luz.
—Cristina, hermana, ¿no quieres venir hoy a beber una copa con nosotros?
Cristina sacudió tristemente la cabeza, acarició la mejilla pálida de la joven y rogó a Dios que hiciera que aquel acontecimiento llenara de felicidad al padre y a la madre. Pero no podía ir a Formo.
Después de la ruptura con su cuñado, Simón se había esforzado por encontrar satisfactoria la situación. Su condición le dispensaba de preocuparse del qué dirán. Había ayudado a Cristina y a Erlend en las horas difíciles, y el apoyo que podía prestarles en la comarca no merecía que destrozara su propia vida.
No obstante, al enterarse de que Erlend había salido del país, le fue imposible conservar la calma que se había impuesto. Por más que se dijera que nadie conocía con certeza el motivo de aquella ausencia de Erlend, la gente, que nada sabía, no cesaba de murmurar. De todos modos, Simón no podía mezclarse en ello…, pero persistió su inquietud. A veces se preguntaba si no sería mejor que fuera a Haugen en busca de Erlend para retractarse de las palabras pronunciadas cuando se separaron. Luego vería si encontraba un medio para reconciliar a su cuñado con la hermana de su mujer. No obstante, no hizo sino pensarlo.
Creía que nadie notaba la desazón de su espíritu. Vivía como siempre, explotaba su granja y sus bienes, se mostraba alegre, bebía en abundancia con los amigos, iba a cazar a las montañas cuando tenía tiempo para ello, mimaba a sus hijos cuando se encontraba en casa y no decía nunca una palabra de más a su esposa. A los ojos de la gente de su casa, las relaciones entre él y Ramborg parecían mejores que nunca, puesto que su mujer tenía el carácter más sosegado que en otros tiempos, y evitaba dejarse llevar por sus accesos de rabieta infantil por una tontería. Pero, en su fuero interno, Simón se sentía intimidado e inseguro con ella; incapaz de seguir tratándola como a una niña con la que jugaba y reía, no sabía qué actitud adoptar ahora.
Así que se sintió confuso cuando, una noche, Ramborg le anunció que estaba encinta.
—¿Te alegra? —dijo por fin acariciando la mano de su esposa.
—Y tú, tú estás contento, ¿verdad? —y se acurrucó junto a él sin saber si reír o llorar.
Simón sonrió, un poco turbado, estrechándola en sus brazos.
—Seré muy razonable, Simón, y no haré escenas como la otra vez. Pero te quedarás a mi lado, ¿entiendes?, aunque todos tus cuñados y cuñadas sean llevados al cadalso a la vez. ¡Tú no te irás!
Simón esbozó una sonrisa melancólica.
—¿A dónde podría ir, Ramborg mía? Geirmund, pobrecillo, no está para correr riesgos, y él es el único miembro de mi familia con el que no esté peleado en este momento.
—¡Oh! —rio Ramborg con las mejillas mojadas por las lágrimas—. Esa pelea no durará más que hasta el día en que necesiten tu ayuda y tú creas poder dársela. Te conozco, mi señor.
Quince días más tarde, Formo recibió la visita inesperada de Gyrd Andressoen. El caballero de Dyfrin había traído solamente un escudero.
El encuentro entre los hermanos tuvo lugar sin demasiadas palabras. Micer Gyrd explicó que como no había visto a su hermana ni a su cuñada Kruke desde hacía años, se le había ocurrido ir a visitarlas. Luego, Sigurd había insinuado que, puesto que se encontraban en el valle, podían ir a Formo.
—He pensado, hermano —prosiguió—, que no estarás tan enfadado conmigo como para negarnos a mí y a mi acompañante alojamiento y comida hasta mañana.
—Lo sabes de sobra —contestó Simón, enrojeciendo y bajando la vista—. Es… es un gran gesto por tu parte, Gyrd, el haber querido venir.
Después de la comida, los dos hermanos pasearon juntos. El trigo empezaba a dorarse sobre las vertientes expuestas al sur y el tiempo era magnífico. El Laage brillaba ahora con pequeños reflejos blancos al pasar debajo de los alisos. Grandes nubes claras flotaban en el cielo de verano; el sol resplandecía en todo el fondo del valle y la montaña se erguía, azul pálido y verde, en el aire tibio, sobre el juego de sombras y luz de las suspendidas nubes.
Detrás de ellos, en el cercado, oían un ruido sordo que les llegaba cuando los caballos golpeaban los cascos contra el suelo; luego todo el rebaño llegó en tromba a través del terreno pantanoso, plantado de alisos. Simón se inclinó sobre la valla:
—Bronsvein envejece —dijo.
El caballo de Gyrd estiró la cabeza por encima de la barrera y olfateó el hombro de su dueño.
—Sí. Tiene dieciocho años —Gyrd acarició el animal—. Pensaba, hermano…, que este asunto… Sería una lástima que nos separara —terminó sin mirar a Simón.
—Lo he lamentado cada día —contestó Simón en voz baja—. Gracias por haber venido, Gyrd.
Prosiguieron su paseo a lo largo de la cerca; Gyrd iba en cabeza seguido por Simón. Terminaron sentándose en un pequeño prado rocoso, dorado por el sol. Un perfume fuerte y dulzón subía de las pequeñas gavillas de heno que se veían esparcidas donde la hoz había conseguido cortar, por entre las piedras, un poco de hierba mezclada con flores.
Gyrd mencionó las cláusulas de reconciliación entre el rey Magnus y los Haftorssoen y su gente. Luego, Simón preguntó:
—En tu opinión, ¿sería imposible que uno de los numerosos parientes de Erlend tratara de reconciliarlo con el rey y ponerlo de nuevo a su favor?
—Yo no tengo suficiente influencia para ello —dijo Gyrd Darre—. Y los que podrían hacer algo no sienten el menor afecto por Erlend, Simón. No tengo ganas de hablar de este asunto. Erlend Nikulaussoen me pareció un hombre aguerrido, amable, pero que, según dicen, no supo hacer su papel. Preferiría no hablar de esto por ahora… Ya sé que tienes mucho afecto a tu cuñado.
Simón permaneció con los ojos fijos en la luz plateada que bañaba las copas de los árboles al pie de la colina y en el brillo de la superficie del río. Reflexionó: sí, en cierto modo, lo que decía Gyrd era cierto.
—De momento, Erlend y yo estamos peleados —explicó—. Hace mucho tiempo que no nos hablamos.
—Me parece que con los años te has vuelto muy guerrero, Simón —observó Gyrd riendo.
—¿No has pensado nunca en abandonar esta comarca? —preguntó un instante después—. Los hermanos y allegados podríamos ayudarnos más si no estuviéramos tan lejos unos de otros.
—¿Cómo podría llegar a darse ese caso? Formo es mi tierra hereditaria.
—Aasmund tiene una parte de dicha finca por derecho de alodio y sé que estaría dispuesto a hacer un intercambio… Alodio por alodio. Aún no ha renunciado a la idea de llevar a tu Arngjerd a Grunde en las condiciones que mencionó.
Simón sacudió la cabeza.
—La familia de nuestra abuela materna vivió aquí desde los tiempos paganos. Quiero que Andrés se quede con esto a mi muerte. Estás loco, hermano, si me propones dejar Formo en manos ajenas.
—Sí, tienes razón. —Gyrd enrojeció—. Sólo pensé que tal vez… en Raumrike tienes a la mayor parte de tu familia y amigos de juventud… Y antes te gustaba aquello.
—Me gusta más esto. —Simón también tenía el rostro colorado—. Aquí puedo asegurar el porvenir de mi hijo.
Miró a su hermano y el rostro fino y arrugado de Gyrd adoptó una expresión turbada. Los cabellos de Gyrd se habían vuelto casi blancos, pero su cuerpo conservaba aún la agilidad y un aspecto esbelto. Se movió un poco y unas piedras cayeron cuesta abajo y desaparecieron en el campo de trigo que se extendía a sus pies.
—Oye, no vayas a echarme todas las piedras de la cuesta al campo —observó Simón sonriendo y con una voz voluntariamente dura. Gyrd se levantó de un brinco y ofreció una mano a su hermano, menos ágil.
Cuando estuvo de pie, Simón conservó un instante la mano de Gyrd entre la suya. Luego apoyó la mano en el hombro de su hermano mayor. Este hizo lo mismo, y así, cogidos ambos hermanos, subieron lentamente la cuesta que conducía a la granja.
Por la noche se sentaron en la cabaña de Saemund; Simón iba a compartir la cama de su hermano. Habían rezado las oraciones de la noche, pero querían acabarse la jarra de cerveza antes de acostarse.
—Benedictus tu in muliebris… mulieribus… ¿te acuerdas? —preguntó Simón, de pronto, riendo.
—¡Ah, sí! Me llevé más de un golpe antes de que Sira Magnus consiguiera quitarme de la cabeza el latín de la abuela. —Gyrd sonrió con el recuerdo—. Tenía una fuerza tremenda. ¿Te acuerdas hermano, de un día en que por rascarse los muslos se levantó el faldón de su túnica? Me dijiste en voz baja que si tuvieras los muslos tan feos como Sira Magnus Retilssoen, te harías cura para poder llevar siempre sotana.
Simón sonrió. Le parecía ver de pronto el rostro infantil de su hermano a punto de estallar de risa; en aquel tiempo eran jóvenes y Sira Magnus pegaba duro cuando les corregía.
Gyrd no había sido un chiquillo listo. Simón quería a su hermano, y no precisamente porque al hacerse hombre se hubiera hecho más capaz. Pero una oleada de gratitud le inundó el corazón al recordar aquellos cuarenta años de afecto fraternal que le unían a Gyrd. Gyrd era el más noble, el más fiel de entre todos los hombres.
Por el hecho de haber recobrado a su hermano Gyrd, Simón tuvo la impresión de que acababa de afianzarse en la vida. Desde hacía tiempo todos sus días habían sido difíciles.
En un impulso afectuoso pensó que Gyrd había venido para poner fin a un error cuya responsabilidad recaía sobre él, Simón, porque había abandonado la casa de su hermano enfadado y soltando improperios. Su corazón desbordaba de gratitud; experimentaba la necesidad de no dar únicamente gracias a Gyrd.
Simón conocía la actitud que Lavrans habría adoptado ante semejante acontecimiento. Podía seguir el ejemplo de su suegro distribuyendo limosnas, por ejemplo, pero en cuanto a contemplar las llagas de Cristo y a sentir contrición, no lo conseguía a menos que mirara largo rato y fijamente el crucifijo, y no era así como lo entendía Lavrans. ¿Llorar lágrimas de arrepentimiento? Desde que salió de la infancia sólo había llorado dos o tres veces, y jamás cuando hubiera debido hacerlo; como las dos veces en que había cometido graves pecados, primero con la madre de Arngjerd, siendo un hombre casado, y luego, el año precedente, cuando mató a Holmgeir. Lo había lamentado profundamente…: siempre lamentaba los pecados que había cometido, los confesaba sinceramente y cumplía la penitencia que le imponía el sacerdote. Decía asiduamente sus oraciones, pagaba regularmente los diezmos y daba limosnas, especialmente en honor de san Simón apóstol, san Olav, san Miguel y la Santísima Virgen. Por lo demás, se fiaba de lo que le decía Sira Eirik, a saber, que la única salvación estaba en la cruz. No era él, sino Dios quien decidiría la forma en que un hombre habría de encontrar al enemigo y lucharía con él.
Ahora sentía la necesidad de demostrar su gratitud hacia Dios y los santos de un modo más ferviente. Había nacido, según le dijo su madre, el mismo día de la Natividad de la Virgen. Para honrar a la Madre del Señor se le ocurrió rezar una oración que no solía recitar. Cuando había estado en la corte había hecho que le copiasen una hermosa oración… Tal vez era más para dar satisfacción al rey Haakon que por amor a Dios y a la Santísima Virgen por lo que había recopilado y aprendido algunas oraciones mientras formaba parte de la corte. Lo confesaba; todos los jóvenes hacían lo mismo porque el rey acostumbraba, por la noche, cuando no podía dormirse, a preguntar a aquellos que, encargados de la custodia de las velas, dormían en su habitación, acerca de las oraciones que más les aprovechaban.
Ah, sí… ¡qué lejos estaba aquel tiempo! El dormitorio del rey en la casa de piedra, en el castillo de Oslo. Sobre la mesita, junto a la cama, ardía un cirio solitario; su luz caía sobre el rostro de rasgos finos, ajado, envejecido, que descansaba apoyado sobre los almohadones de seda roja. Cuando el capellán había terminado su lectura y se iba, el rey cogía el libro y leía con el pesado tomo apoyado en las rodillas. Sobre dos taburetes, al lado de la gran chimenea de obra, estaban sentados dos pajes. Simón estaba casi siempre de guardia con Gunstein Sugassoen. En la estancia se estaba bien, el fuego ardía con una alegre llamarada clara que calentaba sin dejar humo. El cuarto, con su techo abovedado y sus paredes recubiertas de tapices, infundía paz. Y ellos se adormecían en aquella postura, inmóviles, escuchando la lectura del sacerdote y esperando que el rey se durmiera, lo que ocurría raras veces antes de medianoche. Una vez se dormía el rey, tenían permiso de turnarse para velarlo y descansar a intervalos sobre el banco que había entre la chimenea y la puerta de entrada en la antesala. Se pasaban la velada suspirando por aquel feliz momento y a duras penas contenían los bostezos.
Ocurría, pero no con frecuencia, que el rey hablaba con ellos: entonces se mostraba extraordinariamente amable y bondadoso y solía leerles una frase de su libro o algunas estrofas de un poema que juzgaba útil o edificante para los jóvenes.
Una noche, a Simón lo despertó la voz del rey Haakon, que lo llamaba desde la sombra opaca: el cirio se había consumido. Confuso y avergonzado, había soplado sobre las brasas y encendido un nuevo cirio. El rey había sonreído irónicamente:
—¿Siempre ronca Gunstein tan ruidosamente?
—Sí, señor.
—Compartes también su cama en la posada, ¿verdad? Tendrías derecho a pedir que te dieran por compañero de cama a alguien que hiciera menos ruido al dormir.
—Doy las gracias a Vuestra Majestad, pero no me molesta, señor.
—Pero te despiertas, Simón, ¿no es cierto?, cuando el trueno estalla en tu mismo oído.
—Sí, señor, pero le doy un golpe y le hago volverse.
El rey se sonrió.
—Me pregunto si os dais cuenta, vosotros, los jóvenes, de que dormir así es un don de Dios. Cuando llegues a mis años, Simón, amigo, tal vez te acuerdes de mis palabras.
Aquel era un recuerdo infinitamente lejano y, no obstante, claro.
¿Era posible que él, Simón, hubiera sido aquel pajecillo?
Uno de los primeros días de Adviento, Cristina, que se hallaba sola en la casa, pues sus hijos habían ido en busca de leña y musgo, tuvo la sorpresa de ver llegar a Simón Darre a caballo. Venía a invitarles a ella y a sus hijos a una fiesta que celebraba en su casa por Navidad.
—Debes comprender, Simón, que no podemos aceptar tu invitación —dijo gravemente—. En el fondo de nuestros corazones, tú, Ramborg y yo podemos seguir siendo amigos, pero no siempre se hace lo que se quiere.
—¿No pretenderás exagerar tu postura hasta el punto de faltar del lado de tu única hermana cuando esta tenga que guardar cama?
Cristina contestó que rogaba a Dios para que todo saliera bien y fuera un manantial de alegría para los padres.
—Pero —prosiguió— no puedo prometerte asistir.
—Le parecerá extraño a todo el mundo —exclamó Simón vivamente—. Tienes fama de ser la mejor comadrona, y ella es tu hermana, y las dos sois las amas de las dos fincas principales del norte.
—Han venido muchos niños al mundo, en las grandes granjas, en el transcurso de estos últimos años, sin que se me haya pedido que fuera. Ya no estamos en los tiempos, Simón, en que se creía que las cosas no podían salir bien si la dama de Joerungaard no estaba presente.
Luego, al ver que sus palabras le causaban un disgusto, añadió:
—Di a Ramborg que iré a asistirla cuando llegue el momento: pero no puedo acudir al banquete de Navidad.
Ocho días después de Navidad encontró a Simón, que iba a misa sin Ramborg. Contestó a la pregunta de Cristina diciendo que Ramborg estaba bien, pero que descansaba para tomar fuerzas porque al día siguiente se la llevaba a Dyfrin con los niños. La nieve de los caminos era excelente, y como Gyrd les había invitado y Ramborg tenía tantas ganas de ir…