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El capellán de Erlend, en Husaby, había enseñado a leer a los tres hijos mayores de la casa. No es que fuesen excesivamente aplicados, pero tenían facilidad y su madre, que había recibido la misma instrucción, los había vigilado, de modo que consiguieron aprender bastantes cosas.

Durante el año que Bjoergulf y Naakkve habían pasado junto a Sira Eiliv, en el convento de Tautra, «habían mamado en abundancia la leche de Dama Ciencia», según palabras del sacerdote. El maestro era un fraile muy viejo que, durante toda su vida, con la actividad incansable de las abejas, había recogido el saber de todos los libros, lo mismo latinos que noruegos, que cayeron en sus manos. El propio Sira Eiliv era un aficionado a las ciencias. Pero durante su estancia en Husaby no había tenido ocasión de satisfacer su gusto por el estudio. Vivir al lado de Alask representaba para él lo que los prados de las montañas para el ganado hambriento. Y los dos muchachos, que en medio de los frailes no se movían del lado del sacerdote de su provincia, seguían con la boca abierta la conversación elevada de los dos hombres. El hermano Alask y Sira Eiliv habían disfrutado alimentando las mentes de sus jóvenes discípulos con la miel más pura de los tesoros de la biblioteca, enriquecida por Alask con numerosos resúmenes y copias de las obras más célebres. Ambos muchachos fueron pronto tan hábiles, que el fraile raras veces había tenido necesidad de dirigirles la palabra en noruego, y cuando sus padres fueron a recogerlos se mostraron capaces de contestar con soltura a su maestro en un latín bastante correcto.

Los dos muchachos habían conservado lo aprendido. En Joerungaard había muchos libros. Lavrans llegó a tener cinco y, de los cinco, dos habían correspondido a Ramborg en el reparto de la herencia, pero esta jamás había querido aprender a leer y Simón no estaba tan acostumbrado a practicar la lectura que leyera por gusto, aunque supiera descifrar perfectamente un texto, así como escribir él solo una carta. Simón pues, había pedido a Cristina que guardara ella los libros hasta que sus hijos estuvieran en condiciones de comprenderlos. Poco después de su matrimonio, Erlend había regalado a Cristina tres libros que habían pertenecido a sus padres y, además, Gunnulf Nikulaussoen le había regalado otro. Este libro, que Gunnulf había mandado hacer para ella, contenía extractos de un volumen sobre san Olav y sus milagros, otros milagros y la carta que los franciscanos de Oslo habían enviado al Papa respecto a fray Edvin Ricardssoen, para el que pedían la canonización. Naakkve también había recibido de Sira Eiliv, en el momento de separarse, un libro de oraciones. Naakkve leía frecuentemente para su hermano. Lo hacía correctamente, con voz bella y algo cantarina, tal como le había enseñado el hermano Alask, pero prefería los libros latinos, su propio libro de oraciones y otro que había pertenecido a Lavrans Bjoergulfssoen. Y, por encima de todo, apreciaba un grueso tomo, maravillosamente caligrafiado, que iba pasando a la familia por herencia desde el primer antepasado conocido, el obispo Nikulaus Arnessoen.

Cristina hubiera deseado proporcionar igualmente a sus hijos menores la instrucción que convenía a hombres de su estirpe. Pero ¿cómo? Sira Eirik era demasiado viejo y Sira Solmund sabía apenas leer en los libros de los oficios, y el sentido de más de uno de los pasajes que recitaba se le escapaba.

De vez en cuando, por la noche, Lavrans disfrutaba sentándose al lado de Naakkve y haciendo que le enseñara sobre la tablilla de cera las distintas letras, pero los otros tres hermanos no sentían el menor deseo de adquirir conocimientos.

Un día, Cristina cogió un libro noruego y rogó a Gaute que tratara de recordar lo que había aprendido en su infancia con Sira Eirik; pero Gaute apenas consiguió deletrear tres palabras, y cuando se encontró con el primer signo que representaba varias letras, cerró el libro, afirmando que ese juego no le divertía.

Un atardecer de otoño, Sira Solmund vino a Joerungaard en busca de Naakkve. Un caballero extranjero, de regreso de las fiestas de san Olav en Nidaros, había pedido ser alojado en Romundgaard, pero ni él ni sus gentes conocían la lengua del país y el guía que les había acompañado hasta allí sólo comprendía algunas palabras aisladas de su idioma. Sira Eirik estaba en cama, enfermo. ¿No querría Naakkve seguir a Sira Solmund para hablar en latín con el extranjero?

Naakkve no pareció demasiado contento de que se le llamara para hacer de intérprete, pero siguió a Sira Solmund sin protestar. Llegó muy tarde, muy animado y un poco ebrio. Había bebido un buen vino que había traído el caballero y al que había invitado a los tres: al sacerdote, al sacristán y a Naakkve. Se llamaba Micer Alland o Allart de Bekelar, era de Flandes y hacía una peregrinación a los lugares santos de los países nórdicos. Era extraordinariamente amable y la conversación había sido amena. Luego Naakkve habló de una proposición que le había hecho el caballero. Al abandonar Romundgaard, iría hacia Oslo y luego continuaría sus peregrinaciones por Dinamarca y Alemania; vería con gusto que Naakkve le acompañara como intérprete aunque sólo fuera por Noruega. También había dado a entender que si el joven quería seguirle bajo otros cielos, Micer Allart era capaz de labrar su fortuna. En el país de donde procedía, las espuelas y collares de oro, las bolsas repletas y las magníficas armaduras parecían esperar sólo a que el joven Nikulaus Erlendssoen fuese a recogerlas. Naakkve había contestado que era menor de edad y que necesitaba el consentimiento de su padre, lo que no había impedido a Micer Allart hacer que el muchacho aceptara un regalo que, según afirmó, no le comprometía a nada. Era un jubón de seda, ni corto ni largo, de color de ciruela, adornado en las mangas con cascabeles de plata.

Erlend le escuchó casi en silencio, con una expresión extrañamente concentrada.

Cuando Naakkve hubo terminado su explicación, envió a Gaute en busca de su escritorio y se puso a escribir una carta en latín. Llamó a Bjoergulf para que le ayudara, ya que Naakkve no estaba en condiciones de hacerlo, por lo cual Erlend lo mandó a la cama. La carta decía que Erlend invitaba al caballero el día siguiente, después de prima, para discutir la oferta de Micer Allart de tomar como escudero al joven Nikulaus Erlendssoen, de noble linaje. En cuanto al regalo del caballero, le pedía excusas por devolvérselo, y pedía al caballero que lo guardara hasta que Nikulaus, con el consentimiento del padre, hubiera jurado fidelidad al extranjero, según la costumbre de la caballería de todos los países.

Erlend hizo caer un poco de cera al pie de la carta y apretó en ella blandamente el sello de la sortija. Luego mandó a un criado que llevara la carta y el jubón de seda a Romundgaard.

—Mi querido marido no estará pensando en dejar que su hijo se marche a un país extranjero, con un desconocido… —preguntó Cristina, temblorosa.

—Ya veremos —contestó Erlend con una sonrisa enigmática—; por ahora no —terminó, al ver la excitación de su mujer. Sonrió abiertamente y le acarició la mejilla.

Por orden de Erlend, Cristina hizo cubrir el suelo de la sala grande con hojas de enebro y flores y poner los mejores almohadones sobre los bancos. La mesa estaba preparada con el mejor mantel de lino, se condimentaron platos delicados y se sirvieron las bebidas en magníficas copas y en los preciosos cuernos adornados de plata, herencia de Lavrans. El propio Erlend se había afeitado cuidadosamente, rizado su cabello y vestido una prenda larga, ricamente bordada, cuyo tejido procedía de lejanas tierras. Se adelantó a recibir a su huésped a la verja del patio, y cuando los dos hombres se dirigieron juntos hacia la casa, Cristina no pudo evitar decirse que su marido tenía más prestancia, al estilo de esos caballeros franceses de que hablan los cuentos, que aquel hombre grueso y rubio, su invitado, vestido con suntuosas y abigarradas prendas de terciopelo y raso.

Ella esperaba en la galería, delante de la gran sala, vestida con su mejor ropa y con toca de seda. El flamenco le besó la mano cuando ella, en francés, le dio la bienvenida; estas fueron las únicas palabras que cruzó con él durante el tiempo que pasó en su casa. No entendió nada de la conversación de los dos señores, como tampoco entendió nada Sira Solmund, que acompañaba al forastero. Pero cuando el sacerdote se felicitó por haber propiciado la suerte de Naakkve, ella no dijo nada.

Erlend hablaba un poco el francés y dominaba la jerga alemana que empleaban los mercenarios; la conversación entre él y el caballero se desarrollaba en tono alegre y cortés. Pero Cristina se dio cuenta de que el flamenco parecía cada vez menos contento, aunque tratara de disimular este sentimiento. Erlend había dado orden a sus hijos de permanecer en la sala de la casa nueva hasta que los mandara llamar… pero no mandó a nadie.

Erlend y la señora de la casa acompañaron al caballero y al sacerdote hasta la verja de entrada. Cuando sus huéspedes hubieron desaparecido entre los campos, Erlend se volvió a su mujer y dijo con una sonrisa que nada bueno presagiaba:

—No dejaría a Naakkve solo con este hombre ni siquiera para ir a Breidin.

Ulf Haldorssoen se reunió con ellos. Él y Erlend se dijeron algo que Cristina no llegó a escuchar, pero Ulf masculló un juramento y escupió.

Erlend se rio y le golpeó el hombro.

—Sí, de haber sido un hombre honrado como esos buenos campesinos del país… Pero no voy a deshacerme de mis magníficos halcones para entregárselos al diablo. ¡El imbécil de Sira Solmund no se había dado cuenta de nada!

Cristina sintió que se le paralizaban los brazos. Palidecía y se ruborizaba sucesivamente. El miedo y la vergüenza le produjeron náuseas, las piernas parecía que se le doblaban bajo su peso. Había oído contar aquellas cosas… pero como cosas raras y distantes. ¡Y que estas cosas repugnantes pudieran llegar hasta el umbral de su casa…! Era como una última ola que amenazara con hacer naufragar su barca demasiado cargada y sacudida por todas las tormentas. Santa María, ¿tendría también que sufrir semejantes inquietudes por sus hijos?

Erlend, con la misma sonrisa torva, prosiguió:

—Anoche empecé a tener sospechas. Este galante caballero me pareció demasiado amable, por lo que dijo Naakkve. Sé perfectamente que en ninguna parte del mundo es costumbre en un caballero el acoger a un hombre al que quiere tomar a su servicio dándole un beso en la boca, ni regalarle ricos presentes antes de ver las pruebas de su capacidad.

Temblando de pies a cabeza, Cristina dijo:

—¿Cómo has podido hacerme cubrir el suelo de rosas y poner manteles de lino en la mesa para un…? —y pronunció una palabra grosera.

Erlend frunció el ceño. Había cogido una piedra y seguía con la mirada la gata parda de Munan que se arrastraba sobre el vientre por entre las hierbas altas, a lo largo de la pared de la casa, disponiéndose a saltar sobre los pollitos que estaban cerca de la cuadra.

Silbó la piedra. El gato desapareció como una centella detrás de la esquina del edificio; las gallinas y los polluelos se dispersaron por todas partes. Erlend se volvió a su mujer:

—Creí que, a pesar de todo, debía conocer al individuo. Podía haber sido un hombre de buena fe… En todo caso, era nuestra obligación dar muestras de cortesía; yo no soy el confesor de Micer Allart, y ya has oído que piensa ir a Oslo —Erlend se volvió a reír—. No es difícil que alguno de nuestros fieles amigos, o muy queridos parientes, etc., de tiempos pasados, se entere así de que aquí, en Joerungaard, no nos vemos reducidos a matar los piojos de nuestros harapos y comer arenques y pan de centeno.

Bjoergulf tenía dolor de cabeza y estaba echado en la cama cuando Cristina, a la hora de cenar, subió al piso; Naakkve habló de no ir a la mesa.

—Pareces triste esta noche, hijo mío —le dijo.

—¿Qué te hace pensar eso, madre? —sonrió con ironía—. Si he parecido más tonto que otro, si me dejé echar tierra a los ojos, no es motivo para estar de mal humor.

—Consuélate —dijo el padre, cuando se encontraron en la mesa, al ver el silencio persistente de Naakkve—. No te faltará ocasión de andar por el mundo y de probar fortuna.

—Depende, padre —contestó Naakkve en voz baja, como si sólo quisiera que le oyera su padre—, de que pueda seguirme Bjoergulf —inició una pálida sonrisa—. Pero es mejor que habléis de todo esto a Ivar y Skule. Creo que sólo sueñan con tener edad para marcharse.

Cristina se puso en pie y se cubrió con un capuchón. Quería ir a ver a un desgraciado que vivía en la cabaña de Ingebjoerg, explicó cuando le preguntaron a dónde iba. Los gemelos se ofrecieron a acompañarla para llevar el saco, pero se empeñó en ir sola.

Oscurecía pronto y, al norte de la iglesia, el camino atravesaba el bosque, a la sombra del Hammeraas. Una corriente de aire frío soplaba a lo largo del Rustan y el murmullo del río se acompañaba de una fría humedad. Bandadas de mariposas pequeñas y blancas revoloteaban bajo los árboles; a veces esos enjambres rozaban a la mujer. La palidez brillante del lino junto al rostro y sobre el pecho parecía atraerlas. Las apartaba con la mano mientras subía la cuesta, resbalando sobre la gruesa alfombra de agujas de pino y tropezando contra las raíces torcidas que sobresalían en el camino que seguía.

Desde hacía años, un sueño perseguía a Cristina. Había tenido aquella pesadilla por primera vez la noche anterior al nacimiento de Gaute, pero aún ahora solía despertarse empapada en sudor y con el corazón desbocado.

A sus pies comenzaba el suave declive de un prado florido que terminaba en un bosque de abetos, oscuro y espeso, que lo encerraba por tres lados; al pie de la cuesta, un pequeño estanque reflejaba el bosque sombrío y el prado verde moteado de sombras. Detrás de los árboles había sol. Arriba, las últimas luces doradas del atardecer penetraban en forma de largos haces de luz, tamizada por las ramas, y sobre la superficie del estanque nadaba entre las hojas de los nenúfares el reflejo de las nubes incendiadas por el ocaso. En mitad del prado, entre las matas de lucérnula, ranúnculo y las flores lívidas de la angélica, veía a su hijo, Naakkve, sin duda, o por lo menos era él la primera vez que tuvo la pesadilla; porque entonces sólo tenía dos hijos y Bjoergulf estaba aún en la cuna. Más tarde, no pudo concretar de cuál de ellos se trataba: la carita redonda, dorada por el sol, bajo la cabellera oscura cortada circularmente, le parecía tan pronto de uno como de otro de sus hijos, aunque el niño era siempre un pequeño de dos o tres años vestido con una menuda cota ocre, como solía hacer para sus hijos, de lana hilada y tejida en la casa, teñida en un baño de liquen y ribeteada de galones rojos.

A veces ella también se veía a sí misma al otro lado del estanque; otras veces no estaba presente en el lugar donde transcurría su sueño, y, sin embargo, lo veía todo.

Veía a su niño ir y venir y volver la cabeza mientras cogía flores. Y aunque su corazón estuviera oprimido, presa de una terrible angustia presintiendo lo que iba a ocurrir, empezaba por experimentar una dolorosa dulzura a la vista del pequeño en medio del prado.

Súbitamente, arriba, en el lindero del bosque, sale de las tinieblas un enorme cuerpo, peludo, vivo. Se mueve sin ruido; dos ojillos malignos brillan como ascuas. Por fin aparece todo el cuerpo del oso en la parte alta del prado, permanece un momento inmóvil, meneando la cabeza y balanceándose. Luego echa a correr. Cristina no había visto nunca un oso vivo, pero sabía que no corren así: no es un oso de verdad. Este animal avanza con la elasticidad de un gato. Ahora parece gris. Como un gato gigantesco de pelo claro, baja la cuesta a saltos largos y ágiles.

La madre siente un horror mortal: no puede alcanzar al pequeño ni advertirlo del peligro con un grito. El niño presiente que ocurre algo: se vuelve, mira detrás de sí. Con un grito de angustia desgarrador trata de huir; corre entre la hierba alta, levantando las piernecitas como hacen los chiquitines, y la madre oye con perfecta claridad el crujido de los tallos repletos de savia cuando atraviesa la densa vegetación. Su piececito tropieza con un obstáculo escondido, se cae y, al instante, el monstruo se le echa encima, con la espalda doblada, la cabeza hundida entre las patas delanteras. En este momento la madre se despierta…

Y todas las veces que el sueño se repetía, se quedaba desvelada horas y horas antes de poder sobreponerse: no era más que un sueño. Entonces estrechaba contra su pecho al benjamín que dormía entre ella y el muro. Intentaba imaginar lo que habría podido hacer si aquello fuera real: espantar al animal con gritos, blandir una estaca… en todo caso llevaba siempre un machete colgado del cinturón.

Apenas había recobrado la tranquilidad, a fuerza de razonamientos, una nueva oleada de angustia la inundaba: de nuevo asistía impotente a la vana y lamentable tentativa de huida del pequeño, a la implacable rapidez y a la fuerza aplastante del cruel animal. La sangre corría con fuerza por sus venas y con su presión amenazaba hacerle estallar el corazón.

La cabaña de Ingebjoerg se encontraba en el Hammeraas, ligeramente por debajo del camino que escalaba las alturas. Había permanecido abandonada durante varios años y sus tierras fueron cedidas en alodio a un hombre que había desbrozado un terreno para edificar cerca de allí.

Un pobre desgraciado, abandonado por un grupo de mendigas, se había refugiado en la cabaña. Cristina le había enviado provisiones, ropa y medicamentos cuando se enteró, pero aún no había tenido tiempo de ir a visitarle.

Al llegar, Cristina se dio cuenta de que el pobre estaba a las puertas de la muerte. Entregó el saco que había traído a la mendiga que se había quedado junto a él para cuidarlo, y al enterarse de que habían mandado llamar al sacerdote, le lavó la cara, las manos y los pies para que estuviera en condiciones de recibir la extremaunción.

En la pobre estancia ahumada reinaba un olor nauseabundo. Cuando llegaron dos vecinas, Cristina las mandó a Joerungaard en busca de todo lo que pudiera necesitarse. Luego se despidió y se fue. Le había entrado un extraño y enfermizo temor de encontrarse con el sacerdote que traía el Corpus Domini. Emprendió el regreso por la primera vereda que encontró.

No tardó en darse cuenta de que era un pasaje abierto por el ganado y pronto se vio en un terreno impracticable. Cuando no podía dar un rodeo, se veía obligada a pasar arrastrándose bajo los árboles caídos, derribados por el viento, cuyas raíces entrelazadas se alzaban amenazadoras. Bajo sus pies se desprendían pedazos de musgo cuando había que trasponer gruesos bloques de piedra; las telarañas se pegaban a su rostro y las ramas la agarraban a su paso. Si había que saltar un arroyo o un claro pantanoso del bosque, le era casi imposible encontrar un paso por entre los espesos matorrales mojados. Y las pequeñas mariposas blancas revoloteaban por todas partes, importunas, girando bajo los árboles, elevándose en enjambres cuando pisaba los brezos.

Por fin alcanzó la meseta descubierta sobre el Laage. El bosque de pinos crecía menos espeso porque los árboles tenían que dejar correr la maraña de sus raíces bajo la fina capa de tierra que cubría las rocas planas; tierra cubierta de liquen grisáceo, pasto de renos, que crujía bajo los pies. Aquí y allá, una mata de brezo formaba una mancha oscura. El olor de los pinos se hacía más caliente, más seco y más intenso que en las alturas. Desde la primavera, los árboles tenían las agujas amarillas, requemadas. Y las mariposas seguían persiguiendo a Cristina.

El atronar del río la atraía. Se acercó a la escarpadura y miró hacia abajo. En lo más profundo, las ramas brillaban; el torrente venía blanco de espuma, se precipitaba hirviente con un ruido atronador, por encima de las rocas, de hueco en hueco.

El ruido monótono de los rápidos encontraba un eco estremecido en el cuerpo y el alma de Cristina. Era como un recuerdo obsesionante del tiempo —hacía de ello una eternidad— en que había creído que le faltaría la fuerza para soportar la suerte que ella misma se había buscado. Había dado cabida al amor carnal, al amor devastador, en el asilo protector de su vida virginal. Desde entonces había vivido en la angustia, solamente en la angustia, y luego en la esclavitud desde que había sido madre. En su juventud se había abandonado al mundo, y cuanto más se agitaba y debatía entre los hilos de este mundo, más se enredaba. ¡Sus hijos…! Había tratado de protegerlos bajo sus alas, encadenada como estaba por las cosas temporales. Había disimulado su angustia, su indecible debilidad, a los que la rodeaban; había pasado por la vida erguida y aparentemente tranquila; se había encallado, y había luchado por asegurar el bienestar de sus hijos por todos los medios de que disponía.

Pero siempre con aquella angustia secreta: ¡si les ocurre una desgracia no podré soportarlo! Y, en lo más profundo de su corazón, gemía pensando en sus padres. Habían aceptado aquel peso de congoja y de pena por los suyos, día tras día, hasta la muerte; pero habían tenido fuerzas para sobrellevarlo, no porque hubieran amado menos a sus hijos, sino porque los habían amado mejor.

¿Vería ahora terminar así su lucha? ¿Había, acaso, engendrado una nidada de aves de rapiña que se impacientaban en el nido que les había preparado, esperando el momento en que sus alas serían capaces de llevarlos más allá de los montes azules del horizonte? Y su padre… su padre aplaudía y se reía:

—Volad, volad, aguiluchos. Y si lograban volar, arrancarían y se llevarían consigo jirones ensangrentados de su corazón sin que se dieran cuenta. Se quedaría sola, y todas las fibras que antes la habían ligado a aquel viejo hogar que era el suyo, las había roto ella misma en tiempos pasados.

En fin, aquello no era ni vivir ni morir.

Dio la vuelta y empezó a correr tropezando sobre la pálida alfombra de liquen seco, con el manto apretado para evitar la espantosa sensación de que las ramas la agarraban. Llegó por fin a los prados pequeños, al norte de la iglesia y la casa comunal. Anduvo campo a través y de pronto vio surgir a un hombre ante ella. La llamó:

—¿Eres tú, Cristina?

Reconoció a su marido.

—Has tardado mucho. Ya es de noche, Cristina. Empezaba a estar preocupado.

—¿Preocupado por mí? —Su voz tomó una entonación más dura y más orgullosa de lo que hubiera querido.

—No precisamente preocupado; sin embargo, me dije que debía ir en tu busca.

No volvieron a hablar mientras bajaban. En su cercado todo estaba tranquilo. Algunos de los caballos que se habían quedado en la granja pastaban cerca de los pabellones, pero todo el mundo se había acostado.

Erlend se disponía a subir directamente hacia el granero que utilizaban como dormitorio de verano, pero Cristina se encaminó hacia la cocina.

—Tengo que ir a ver una cosa —dijo en respuesta a la pregunta de Erlend.

Este esperó en la galería, apoyado en la balaustrada, a que saliera su mujer. Pasado un momento, la vio entrar en la casa vieja llevando un leño de pino resinoso. Esperó un poco más; luego bajó la escalera y la siguió.

Había encendido una vela sobre la mesa. Un estremecimiento extraño, como de miedo, sacudió a Erlend cuando vio a su esposa, de pie ante la luz, en la casa vacía: en la estancia no quedaban más que los muebles atornillados al suelo y, en la escasa claridad, la madera brillaba blanca y desnuda. El hogar estaba frío y limpio; sólo el leño que había puesto Cristina ardía todavía. Erlend y Cristina no se servían de aquella casa, y debía hacer más de seis meses que no se había encendido fuego en ella. La atmósfera era irrespirable, parecía que faltaba en ella el aliento que dejan los hombres y sus ocupaciones; las puertas y el ventanillo del humo estaban cerrados desde Dios sabía cuándo. Reinaba allí, además, un fuerte olor a lana y cuero. Sacos y pieles, arrollados y atados, que Cristina había ido a buscar por entre las mercancías del desván, estaban amontonados en la cama vacía que había sido de Lavrans y Ragnfrid.

Diseminadas por encima de la mesa se veían infinidad de madejas pequeñas: hilos de lino para coser, y lana para zurcir que Cristina había separado al empezar el teñido. Estaba ordenándolas para guardarlas.

Erlend se sentó en el puesto de honor, en la cabecera de la mesa, y aquel sitial rodeando su cuerpo esbelto parecía enorme, tal vez por estar desprovisto de almohadones y pieles. Los dos guerreros de san Olav, con los escudos y cascos marcados con una cruz y que Lavrans había tallado para servir de montantes a aquel sitial de honor, parecían malhumorados y pesados bajo las manos delgadas y morenas de Erlend. Lavrans había sido maestro en la talla de plantas y animales, pero nunca pudo conseguir hacer buenas figuras humanas.

Hubo un largo silencio entre los dos, roto solamente por los golpes que daban los caballos contra el suelo y que resonaban en la noche.

—¿Tardarás aún en acostarte, Cristina? —preguntó finalmente Erlend.

—¿Y tú?

—Yo te esperaba —contestó el marido.

—No tengo ganas de acostarme; de todos modos, tampoco podría dormir.

—¿Qué es lo que tiene tan apenado tu corazón, Cristina, para que creas que no vas a poder dormir? —preguntó, pasado un momento.

Cristina se irguió. Tenía en la mano una madeja de lana verde que retorcía entre los dedos.

—¿De qué estabais hablando hace un rato Naakkve y tú…? —tragó saliva con dificultad, tenía la garganta seca…—. Parecía como si dijera que él no estaba interesado… sino que Ivar y Skule…

—¡Ah, aquel asunto…! —Erlend sonrió—. Solamente decía al muchacho que todavía tengo un pariente, ahora que lo recuerdo. Claro que Gerlak ya no tendrá ganas de besarme la mano y despojarme de mi manto y mi espada, como en otros tiempos. Pero tiene barcos en el mar y parientes ricos en Bremen, así como en Lynn. Este hombre seguramente se dará cuenta de que debe ayudar a los hermanos de su mujer. ¿Acaso regateé mis bienes cuando era rico y casé mi hija con Gerlak Tiedekenssoen?

Cristina guardó silencio. Entonces Erlend, irritado, levantó la voz:

—Por el amor de Dios, Cristina, no te quedes mirándome así, como si fueras de piedra.

—¡Nunca pensé, cuando nos casamos, que nuestros hijos se verían obligados a recorrer el mundo y buscar fortuna en otros lugares!

—¡Al diablo si yo pensé que tendría que pedir algo a alguien! Pero si con tus fincas tienen que alimentarse los siete, vivirán como viven los campesinos y creo que nuestros hijos no están hechos para eso. Ivar y Skule prometen ser aguerridos, y en otros países hay pan blanco y dulces para el que quiere ganarse la vida con la punta de su espada.

—Soldados mercenarios, escuderos a sueldo, ¿es eso lo que quieres que sean tus hijos?

—Yo mismo fui mercenario, cuando era joven y seguía al conde Jacob, que Dios tenga en su gloria. Adquirí entonces ciertos conocimientos que un hombre que no se mueve del país no aprende nunca… sentado en su sillón de honor, con un cinturón de plata rodeando su talle, tragando cerveza o andando detrás del arado disfrutando de la pedorrera de los caballos de labranza. Yo viví contento al servicio del conde, y lo volvería a hacer, aunque estuviera bajo órdenes desde la edad que tiene Naakkve ahora. Por lo menos disfruté un poco de mi juventud.

—¡Cállate! —los ojos de Cristina estaban sombríos—. ¿No sería para ti un gran disgusto, el más cruel de los dolores, ver a tus hijos arrastrados a un pecado igual al que tú cometiste, y en desgracia?

—¡Oh, sí, que Dios les guarde! Pero no veo por qué iban a cometer las mismas tonterías que su padre. Puede estarse al servicio de un señor, Cristina, sin estar por ello abocado a todas las desgracias.

—«El que saca la espada morirá por la espada», dicen las Sagradas Escrituras, Erlend.

—Lo sé, querida mía. Sin embargo, la mayoría de nuestros padres, que en paz descansen, lo mismo los tuyos que los míos, han muerto cristianamente en sus camas después de haber recibido la extremaunción y los auxilios de la religión. No tienes más que recordar a tu propio padre; en su juventud había demostrado con creces que era un hombre que sabía servirse de la espada.

—Estábamos en guerra, Erlend. Fue por orden del rey, al que habían jurado fidelidad, y para salvar sus hogares, por lo que mi padre y los demás tomaron las armas. Pero no por ello dejaba de reconocer que la voluntad de Dios no era emplear las armas unos contra otros, y menos nosotros, bautizados, cristianos…

—Lo sé. Pero el mundo es así desde que Adán y Eva comieron el fruto del árbol prohibido… y esto ocurrió mucho antes de que yo naciera. Hemos nacido en el pecado, con el pecado dentro de nosotros, ¿qué puedo hacer yo?

—No me gusta lo que dices.

Erlend la interrumpió bruscamente:

—Cristina, sabes de sobra que nunca he tardado en arrepentirme de mis pecados y he hecho penitencia lo mejor que he sabido. Es verdad que no soy un hombre devoto. He visto demasiadas cosas siendo niño y adolescente. Mi padre era muy amigo de los grandes señores del capítulo, que acudían a casa en tropel, como cerdos, así como Eiliv en la época en que era sacerdote, y Micer Sigvat Laude, y otros muchos; y sólo se oían gritos y disputas. Se mostraban duros y sin misericordia hacia su propio arzobispo. Lo mismo que los demás, carecían de espíritu pacífico y pureza de corazón, ellos, que todos los días tenían en sus manos lo más sagrado y elevaban a Dios en el pan y el vino.

—No debemos juzgar a los sacerdotes, decía siempre mi padre; tenemos la obligación de inclinarnos ante su ministerio sagrado y obedecerles; el hombre que hay en ellos puede ser juzgado solamente por Dios Todopoderoso.

—Sí —Erlend tardó en contestar—. Ya sé que decía esas mismas palabras. Sé además que tú eres más devota que yo. No obstante, Cristina, me cuesta creer que sea una buena interpretación de la palabra divina el guardar rencor y no olvidar nada. También Lavrans era rencoroso. Y no voy a decir que tu padre no fuera devoto, noble y bueno, como lo eres tú también, Cristina, lo sé. Pero a veces, cuando hablas con tanta dulzura que parece que tu boca está llena de miel, tengo miedo de que estés pensando en los agravios que se te han hecho, y Dios juzgará si eres tan devota y buena en el fondo de tu corazón como en tus palabras.

De pronto, Cristina se echó sobre la mesa con el rostro escondido entre las manos y se puso a llorar. Erlend se levantó de un salto. Lloraba con unos sollozos largos y desgarradores que la sacudían por entero. Erlend rodeó con sus brazos los hombros de su esposa.

—Cristina, ¿qué te pasa?, ¿qué tienes? —repetía sentándose a su lado en el banco e intentando levantarle la cabeza—. Cristina, no llores así. Parece que has perdido la razón.

—¡Tengo miedo! —se irguió y cruzó las manos sobre sus rodillas—. ¡Tengo mucho miedo! ¡Dulce Virgen María, ayúdanos a todos! ¡Tengo mucho miedo por lo que va a ser de mis hijos!

—Pero, Cristina mía, tienes que acostumbrarte. No puedes retenerlos más bajo tus faldas. Nuestros hijos no tardarán en ser hombres adultos. Y tú haces como las perras de caza.

Erlend estaba sentado con las piernas cruzadas, las manos en las rodillas, y miraba a su mujer con dureza.

—Ladras sin distinguir entre amigo y enemigo, cuando se trata de tu prole.

Cristina se levantó enojada y permaneció en silencio un momento, retorciéndose las manos. Luego empezó a andar por la estancia. Callaba, y Erlend la contemplaba en silencio.

—Skule… —se detuvo ante su marido—. Un nombre de mal agüero es el que has dado a tu hijo. Pero tú lo quisiste así. Quisiste que el duque resucitara en este niño.

—No es un mal nombre, Cristina. ¿Nombre de mal agüero, dices? Depende. Me acordé, al resucitar al padre de mi abuela materna en nuestro hijo, de que la suerte le había dado la espalda; no por ello era menos rey, con más derecho que los descendientes del «peinetero».

—Estáis muy orgullosos, Munan Baardssoen y tú, de ser parientes cercanos del rey Haakon Haalegg.

—Sí, ya sabes que la familia de Sverre lleva sangre real en las venas por la tía materna de mi padre, Margret Skulesdatter.

Durante largo rato marido y mujer permanecieron mirándose fijamente.

—Sí, sí, ya sé en lo que piensas, mi bella esposa —Erlend fue de nuevo a sentarse en el sillón de honor. Con ambas manos apoyadas en las cabezas de los guerreros, se echó un poco hacia adelante y sonrió con sonrisa fría e irónica—. Pero ya ves, Cristina, no estoy abatido por el hecho de ser un hombre pobre y sin amigos. Es mejor que lo sepas: no temo que el linaje de mis padres sea despojado para siempre del poder y del honor. A mí también la suerte me ha vuelto la espalda, pero si mi empresa hubiera tenido éxito, mis hijos y yo habríamos tenido nuestro puesto a la derecha del rey, como por nuestro nacimiento nos corresponde. En cuanto a mí, ya estoy fuera de juego; pero viendo a mis hijos, Cristina, sé que alcanzarán la posición a que por su sangre tienen derecho. Es inútil que te atormentes tanto por ellos. No quieras que echen raíces aquí, en tu lejano valle; dales rienda suelta y tal vez veas antes de morir que han puesto el pie en las tierras que fueron de su padre.

—¡Oh, qué bien hablas! —Lágrimas de cólera, ardientes, amargas, inundaron los ojos de la mujer, pero las contuvo y se rio entre dientes—: Me pareces aún más niño que tus hijos, Erlend. ¡Dices unas cosas…!, y precisamente hoy Naakkve por poco se encuentra en una situación tal que la boca de un cristiano se resiste a nombrarla, si Dios no nos hubiera salvado…

—Y yo he tenido la suerte de que Dios me eligiera como instrumento suyo para evitarlo. —Se encogió de hombros y prosiguió gravemente—: Por eso no debes preocuparte, Cristina mía, si es lo que te ha puesto fuera de ti, pobrecita —bajó la vista y añadió con timidez—: Deberías recordar, Cristina, que tu difunto padre rezó por todos tus hijos, como también rezó por todos nosotros, de la mañana a la noche. Y tengo la firme convicción de que la intercesión de un hombre tan bueno puede salvarnos de peores desgracias.

Vio a su marido que, furtivamente, hacía con el pulgar la señal de la cruz sobre el pecho.

Pero como ella estaba fuera de sí, aquello la excitó.

—¿De modo que te basta, Erlend, con sentarte en el sillón de honor de mi padre y decir que tus hijos se salvarán por sus oraciones, lo mismo que se alimentarán de sus tierras?

Erlend palideció.

—Cristina, ¿no me crees digno de estar sentado en el sitial de Lavrans Bjoergulfssoen?

Cristina movió los labios, pero no pudo emitir ningún sonido. Erlend se levantó y permaneció en pie.

—Si es eso lo que quieres decir, entonces…, tan cierto como que Dios nos oye, no volveré a sentarme jamás en él.

—Contesta —insistió ante el silencio de su mujer. Un estremecimiento sacudió el cuerpo de Cristina.

—Era… un amo mejor… el que… se sentó aquí antes que tú.

Consiguió articular estas palabras de modo inteligible a costa de un gran esfuerzo.

—¡Piensa en lo que estás diciendo, Cristina! —y dio dos pasos hacia ella, que se irguió sobresaltada.

—¡Sí, pégame! También he soportado eso en el pasado y podré soportarlo una vez más.

—¿Pegarte? No tenía la menor intención.

Estaba delante de ella, con la mano apoyada en la mesa. Tan pronto se midieron con la mirada, la fisonomía de Erlend adquirió aquella quietud extraña que le había notado en otras ocasiones. Esta vez, la calma le hizo perder los estribos. Sabía que ella era la que tenía razón; las palabras de Erlend eran insensatas y denotaban falta de conciencia, pero al ver la expresión del rostro de Erlend creía que sólo ella tenía la culpa.

No obstante, lo seguía mirando y, casi enferma de congoja ante lo que iba a decir, declaró:

—Me temo que no será con mis hijos como tu linaje revivirá y prosperará en el Trondhjem.

Erlend enrojeció violentamente.

—Por lo visto, necesitabas mencionar a cualquier precio la historia de Sunniva Olavsdatter.

—No he sido yo quien la ha nombrado, sino tú.

Erlend enrojeció aún más.

—¿No te has preguntado nunca, Cristina, si eres del todo inocente de todas estas desgracias? ¿Recuerdas aquella noche en Nidaros, cuando me acerqué a tu cama? Estaba abrumado, desesperado por haberme comportado mal contigo, esposa mía. Había ido a pedirte perdón. Me contestaste ordenándome que me fuera a dormir donde había dormido la noche anterior.

—¿Podía sospechar yo que habías dormido con la mujer de tu primo?

Erlend estuvo un rato ante ella; palideció, enrojeció, luego dio media vuelta y salió de la casa sin pronunciar palabra.

Cristina permaneció inmóvil. Estuvo mucho rato allí, con las manos cruzadas bajo la barbilla, mirando la luz, inmóvil siempre.

De pronto levantó la cabeza con gesto brusco y respiró profundamente. Era preciso que oyera de una vez aquellas crueles verdades que tenía que decirle.

Pasado un rato oyó cascos de caballos en el patio. Por el ruido parecía tratarse de un caballo conducido por un hombre. Se deslizó fuera, a la galería, y miró a través de los barrotes de madera.

La noche palidecía. Erlend y Ulf Haldorssoen estaban en el cercado. Erlend llevaba a su caballo de la brida y Cristina vio que el animal estaba ensillado y su marido vestía traje de viaje. Los dos hombres hablaban, pero no pudo descifrar una sola palabra de su conversación. Luego Erlend subió a caballo y condujo su montura, al paso, a la verja de entrada. No miró hacia atrás y parecía ir hablando con Ulf, que andaba a su lado.

Cuando hubieron desaparecido tras las valla, corrió hacia fuera sin hacer ruido, llegó a la verja y escuchó. Oyó que Erlend, al llegar al camino, ponía el caballo a galope.

Poco después Ulf regresó. Se detuvo en seco al verla. Durante unos segundos se miraron a la luz lívida del alba… Ulf llevaba los pies desnudos en las botas y se cubría la camisa con un abrigo.

—¿Qué pasa? —preguntó Cristina violentamente.

—Tú debes saberlo; yo no sé nada.

—¿Adónde ha ido?

—A Haugen —Ulf titubeó—. Erlend ha venido a despertarme. Dijo que era preciso que se marchase esta noche… y parecía tener mucha prisa. Me ha pedido que más adelante le mande algunas cosas. Cristina guardó silencio. Luego preguntó:

—¿Estaba muy enfadado?

—Estaba tranquilo. —Después de un momento, Ulf añadió con dulzura—: Tengo miedo, Cristina, de que le hayas dicho cosas que debiste haber callado.

—Erlend tendría que aguantar que se le hable alguna vez como a un hombre sensato.

Cruzaron el patio a paso lento. Ulf se dirigió a su propia casa, pero ella lo siguió.

—Ulf, pariente y amigo —dijo con voz acongojada—, hubo un tiempo en que no dejabas nunca de aconsejarme que endureciera mi corazón, por amor a mis hijos, y hablara a Erlend.

—Sí, pero los años me han vuelto más sabio… y a ti no, desgraciadamente, Cristina.

—Vaya consuelo que me das —exclamó amargada.

Ulf apoyó pesadamente su mano en el hombro de Cristina, pero sin hablar. No se movieron. El silencio que los envolvía era tal que oían el ruido del río, que normalmente no percibían. En el campo, los gallos empezaban a cantar, y el de Joerungaard, encerrado en la cuadra, les contestó con un quiquiriquí de lo más sonoro.

—He tenido que aprender a ahorrar mis consuelos, Cristina. Llevamos unos años en que hemos prodigado demasiado esa mercancía; ya es hora de economizar, porque ignoramos cuánto tiempo tiene que durarnos.

La mujer se desprendió violentamente de la presión de aquella mano apoyada en su hombro. Y, mordiéndose su labio inferior, se apartó de Ulf y huyó hacia la vieja casa de Lavrans.

La mañana era glacial. Se acurrucó en su manto y bajó el capuchón sobre su frente. Escondió bajo la falda sus zapatos, que el rocío había mojado, y cruzó los brazos y los apoyó en las rodillas. Tal fue la postura que adoptó junto al hogar frío, sumida en sus reflexiones. De vez en cuando un estremecimiento crispaba sus facciones, pero no lloraba.

Debió dormirse. Despertó sobresaltada, helada y molida, con la espalda rígida. La puerta se había quedado entreabierta; fuera, el sol lucía iluminando el patio.

Cristina salió a la galería. El sol estaba ya alto; del cercado del ganado le llegaba el tintineo del cascabel que un caballo cojo llevaba en el cuello. Miró hacia la casa nueva y vio a Munan, de pie en la galería de arriba, que miraba por entre los pilares. ¡Sus hijos, sus hijos! ¿Qué debieron pensar al despertar y ver vacía e intacta la cama de sus padres?

Cruzó el patio y subió corriendo al encuentro del niño. Munan estaba en camisa, y tan pronto como Cristina llegó a su lado deslizó su manita en la mano de su madre como si tuviera miedo.

En el dormitorio, los mayores no habían terminado aún de arreglarse; sin duda no les habían despertado. Todos levantaron la mirada hacia Cristina y luego bajaron rápidamente la vista.

—¿Dónde está padre? —preguntó Lavrans sorprendido.

—Tu padre se ha ido a Haugen al amanecer —contestó. Observó que los mayores estaban escuchando; entonces añadió—: Ya sabes que desde hace tiempo quería ir a ver en qué estado se encuentra su casa.

Los dos pequeños miraron a su madre con los ojos desorbitados por la sorpresa, pero cuando los cinco mayores salieron de la habitación evitaron mirarla.