Capítulo segundo

LOS DEUDORES

1

Cristina no supo jamás con exactitud lo que había ocurrido entre Erlend y Simón. Su marido les contó, a ella y a Bjoergulf, lo que Simón le dijo de su viaje a Dyfrin; añadió que luego habían discutido, que la cosa había terminado mal y que se habían separado enemistados.

—No puedo decirte nada más —dijo para terminar. Erlend estaba un poco pálido, su rostro tenía una expresión de dureza y de decisión como pocas veces había visto ella en su marido en el curso de sus años de matrimonio. Aquello le bastaba: por él no sabría jamás el resto de los acontecimientos.

No había nada que molestara tanto a Cristina como que Erlend opusiera aquella mirada a alguna pregunta que ella le formulara. Dios sabía que no pretendía ser más que una mujer muy sencilla; hubiera preferido no tener más responsabilidad que sus hijos y sus ocupaciones domésticas. Y, por el contrario, se había visto obligada a atender una serie de asuntos que en su opinión eran más bien de incumbencia masculina…, y como Erlend parecía encontrar natural que aquella carga pesara sobre los hombros de su mujer, a ella le sentaba mal que la dejara a oscuras cuando se trataba de decisiones que había tomado él solo y que concernían al interés común.

Esta enemistad entre Erlend y Simón Darre afectaba profundamente a Cristina.

Ramborg era su única hermana, y al decirse que, en adelante, se vería privada de toda relación con Simón, comprendía, por primera vez, cuánto afecto sentía por aquel hombre y lo mucho que le debía: la fiel amistad de Simón había sido su mejor apoyo en aquella difícil situación.

Sabía, además, que la pelea proporcionaría a toda la comarca un nuevo motivo para chismorrear. «Los de Joerungaard han reñido incluso con Simón de Formo», di rían. Simón y Ramborg eran queridos y respetados por todo el mundo, mientras que ella, su marido y sus hijos eran mal vistos por la mayoría de la gente. Lo había comprendido desde hacía tiempo: en adelante se encontrarían completamente solos.

El domingo siguiente, al llegar a la explanada de la iglesia y ver a Simón, entre un grupo de campesinos, hubiera deseado estar a cien leguas bajo tierra. Simón saludó a Cristina y a su familia con una inclinación de cabeza: era la primera vez que no salía a su encuentro para estrecharles la mano y hablar.

Pero Ramborg se acercó a su hermana y le cogió la mano:

—Es una pena, hermana, que nuestros maridos se hayan peleado; pero no hay razón para que nosotras hagamos causa común con ellos.

Mientras hablaba, se puso de puntillas y besó a Cristina delante de todos los feligreses reunidos ante la iglesia. Cristina no hubiera sabido explicar por qué tuvo el presentimiento de que Ramborg no estaba realmente desolada por lo ocurrido. Jamás había podido sufrir a Erlend… ¿No habría tal vez ella instigado a su marido en contra de Erlend, a sabiendas o inconscientemente?

A partir de entonces, Ramborg fue a abrazar a su hermana siempre que se encontraban en la iglesia. Ulvhild preguntaba en voz alta por qué su tía ya no iba más a Formo a visitarles, y luego se iba corriendo hacia Erlend y se quedaba con él y sus hijos. Arngjerd permanecía al lado de su madrastra y ofrecía la mano a Cristina, con expresión turbada. En cuanto a Simón, Erlend y los hijos de este, evitaban cuidadosamente los encuentros.

Cristina echaba también en falta a su sobrino y sobrinas. Se había encariñado con las dos niñas, y un día que Ramborg llevó el niño a la iglesia, Cristina, a la salida, se echó a llorar al besar a Andrés. Aquel pequeño, tan frágil y de salud tan delicada, había pasado a ser como un tesoro para ella… y ahora que ella ya no tenía bebés propios, la consolaba ocuparse en Formo de aquel pequeño y mimarlo en Joerungaard, cuando acompañaba a sus padres.

Por Gaute se enteró de algunos detalles del asunto, porque le repitió las palabras intercambiadas por Erlend y Simón, la noche en que se encontraron ante la casa de Gudrun. Cuanto más reflexionaba, más se convencía de que la culpa la había tenido Erlend. ¿No conocía Simón lo bastante a su cuñado como para saber que este, cuya forma de actuar resultaba chocante debido a su atolondramiento y viveza de carácter, jamás habría traicionado y engañado a su hermano de un modo tan indigno de un caballero? Y cuando Erlend se tenía que enfrentar a las consecuencias de sus actos, solía portarse como un caballo inquieto que rompe las ataduras y enloquece por lo que arrastra tras de sí.

¿Jamás comprendería su marido que los demás se veían a veces obligados a defender sus bienes contra los desastres que Erlend tenía el extraordinario don de provocar? En tales ocasiones, no reparaba ni en sus palabras ni en sus actos. Lo sabía por experiencia propia. ¡Cuántas veces, en la época en que era joven y sensible, había sentido el corazón como si se lo pisoteara con su comportamiento demasiado brutal! ¿No se había distanciado de él su propio hermano? Ya mucho antes de que Gunnulf vistiera el hábito, Erlend se había apartado de él y Cristina había comprendido que la culpa era de Erlend, tal era la magnitud de la ofensa infligida al hermano piadoso y digno, aunque Gunnulf sólo había hecho bien a Erlend…, o por lo menos así se lo habían dicho. Y resulta que también se había enemistado con Simón y que a todas las preguntas de su mujer sobre el motivo de la pelea con su bienhechor, se limitaba a adoptar una actitud arrogante y a negarse a responder.

Cristina comprendía que Erlend había confiado algo más a Naakkve; le dolía e inquietaba darse cuenta de que Erlend y su hijo mayor se callaban o cambiaban de conversación cuando ella entraba en la estancia en que se hallaban.

Gaute, Lavrans y Munan permanecían con su madre mucho más tiempo de lo que había estado Nikulaus, y entre ella y los pequeños siempre hubo más intimidad que con el mayor. No obstante, tenía la impresión de que su primogénito estaba más arraigado en su corazón. Desde que había vuelto a instalarse en Joerungaard, el recuerdo del tiempo en que llevaba aquel hijo en las entrañas, así como su nacimiento, estaba presente en su espíritu, porque aquella gente le hacía sentir de mil maneras que no habían olvidado su pecado de juventud. A todo el mundo le parecía que cuando la hija de aquel que consideraban como un jefe se había portado mal, había mancillado el honor de todo su país. No le habían perdonado su falta, y tampoco le habían perdonado que ella y Erlend hubieran añadido al dolor y a la vergüenza de un padre, la burla a un país, haciéndole celebrar el matrimonio de una hija seducida, con unas bodas tan magníficas que nadie recordaba haberlas visto iguales en todo el valle. ¿Sabría Erlend que se resucitaban estas viejas historias? Incluso, de saberlo, le tendría sin cuidado. Los compatriotas de su mujer eran considerados por él como pobres y villanos, y enseñaba a sus hijos a que pensaran lo mismo. Pensar que aquella gente, que tanto la había amado, y le había deseado tanto bien, en la época en que era la bella hija de Lavrans Bjoergulfssoen, la «rosa de Norddal», despreciaba a Erlend Nikulaussoen y a su mujer y los juzgaba con severidad, era una idea que causaba a Cristina un dolor que le quemaba las entrañas. No lloraba por haberse vuelto una extraña para ellos, pero sufría. Le parecía que incluso los acantilados, las paredes rocosas de las montañas, que encuadraban el valle y habían protegido su infancia, la miraban a ella y a su hogar de un modo distinto al de antes: una mirada cargada de amenazas, una mirada animada por la feroz voluntad de destruirla.

Ya había llorado amargamente un día. Erlend lo adivinó y la trató con dureza. Cuando supo que, desde hacía meses, llevaba el peso de su hijo bajo su corazón tímido y doloroso, en lugar de consolarla con dulzura y tomarla en sus brazos, se mostró exasperado, avergonzado ante la idea de que su conducta deshonesta e indigna frente a Lavrans sería descubierta un día no lejano y saltaría a la vista de todos. No había pensado cuánto más doloroso sería para Cristina el momento en que se vería obligada a confesar su vergüenza a un padre tan amante y tan recto.

Erlend no acogió a su hijo con satisfacción cuando al fin ella lo hubo dado a luz. Para Cristina, en aquella hora en que se había visto libre de angustias, de temores y sufrimientos infinitos, en que había visto el bulto informe de su horrible pecado nacer a la vida gracias a las fervientes oraciones del sacerdote y hacerse el niño más bello y sano del mundo, su corazón se había llenado de humilde alegría. Incluso la sangre caliente de su cuerpo se había transformado en una leche inocente, blanca y dulce. «Esperemos que, con la ayuda de Dios, sepa portarse bien», le había dicho Erlend, cuando, postrada en su cama, había querido compartir con él la felicidad de poseer aquel tesoro inestimable que sólo a regañadientes consentía que cogieran las mujeres encargadas de los cuidados del recién nacido. Sin embargo, Erlend amaba a los hijos que había tenido con Eline Ormsdatter. Cristina lo había visto. Pero cuando ella entregó a Naakkve a su padre y quiso ponérselo en los brazos, Erlend hizo una mueca y preguntó qué quería que hiciera con aquel niño. Durante algún tiempo, Erlend había visto con malos ojos a su primogénito legítimo, pues no le perdonaba el haber venido al mundo en un momento inoportuno. Sin embargo, el pequeño era una criatura tan hermosa, tan simpática y llena de promesas para el futuro, que cualquier padre hubiera debido alegrarse de ver a un hijo como aquel hacerse hombre a su lado para ocupar su lugar algún día.

Naakkve había amado a su padre con un ardor extraordinario desde su más tierna infancia. Su bella carita se iluminaba y brillaba como el sol cuando su padre lo sentaba sobre sus rodillas para hablarle, o le daba la mano para cruzar el patio. Pacientemente, Naakkve había tratado de ganarse la simpatía de su padre durante todo el tiempo en que Erlend amaba a sus otros hijos más que al mayor.

Bjoergulf había sido el preferido del padre, mientras fueron pequeños. Entonces solía ocurrir que Erlend se llevara con él a sus hijos al granero cuando tenía cosas que hacer allí: todas las armas, todos los equipos que no eran de uso diario en Husaby se guardaban en ese lugar. Mientras el padre hablaba y bromeaba con Bjoergulf, Naakkve se sentaba sobre un arcón, sin moverse, respirando feliz, porque se le permitía seguir a los demás. Pero, a medida que pasaban los años y que la mala vista de Bjoergulf le impedía acompañar a su padre como los demás hijos, las cosas empezaron a tomar otro rumbo. Bjoergulf se volvía, ante su padre, taciturno y reservado, y ahora Erlend parecía intimidado por aquel hijo. Cristina se preguntaba si aquel hijo no reprochaba a su padre, en lo más recóndito de su corazón, que hubiera malgastado los bienes de la familia y comprometido el porvenir de sus hijos arrastrándolos en su caída… y si Erlend lo sabía o lo adivinaba. Fuera como fuera, de entre todos los hijos de Erlend, Bjoergulf era el único que parecía no amar a su padre con un amor ciego, ni considerar un motivo de orgullo el poder llamarle padre.

Una mañana, los dos menores se fijaron en que Erlend leía los salmos de David y ayunaba a pan y agua. Preguntaron por qué lo hacía, puesto que no era día de ayuno y abstinencia. Erlend contestó que lo hacía por sus pecados. Pero Cristina sabía que aquellos días de ayuno formaban parte de las mortificaciones a las que había sido condenado Erlend por su adulterio con Sunniva Olavsdatter, y que sus dos hijos mayores, por lo menos, no lo ignoraban. Naakkve y Gaute no parecían darle importancia, pero la mirada de Cristina reparó en aquel momento en Bjoergulf: los ojos miopes del muchacho miraban el tazón del desayuno, mientras una sonrisa vaga florecía en sus labios. Cristina había visto antes la misma sonrisa en los labios de Gunnulf, cuando contemplaba a su hermano. La madre se quedó impresionada.

Ahora era a Naakkve a quien Erlend quería siempre a su lado, y el muchacho se desvivía por complacer a su padre. Naakkve servía a su padre como un paje sirve a su amo y señor: no permitía que nadie sino él mismo se ocupara del cuidado del caballo, del arnés y de las armas de Erlend; le ponía el pie en el estribo; le entregaba manto y sombrero cuando Erlend tenía que salir. En la mesa llenaba el vaso de su padre y le cortaba la carne, porque tenía su puesto en el banco a la derecha de Erlend. Este se burlaba un poco de su cortesía y sus modales caballerescos, pero le gustaban y cada vez apreciaba más a su hijo.

Cristina veía que él había olvidado por completo cuánto tuvo que luchar y mendigar ella en otros tiempos por aquel hijo, a fin de despertar en Erlend el sentimiento paternal. Y Naakkve había olvidado que, de pequeño, era a su lado donde había ido a buscar consuelo a todos sus males y tribulaciones. Siempre fue un hijo cariñoso y tierno para con su madre y seguía siéndolo hasta cierto punto, pero Cristina notaba que a medida que crecía se alejaba de ella y de sus cosas. Ya no pensaba en ayudar a su madre en las tareas y preocupaciones que la absorbían. No es que mostrara su desagrado por algo que ella le encomendara; pero para todo aquello que puede llamarse oficio de campesino, se mostraba especialmente torpe y lento: trabajaba sin brío y no terminaba nunca. Cristina pensaba que en muchos aspectos, incluso físicamente, se parecía a su difunto hermanastro, Orm Erlendssoen. Pero Naakkve era fuerte y sano, experto en las danzas y en los ejercicios físicos, buen arquero y bastante hábil en el manejo de otras armas, buen escudero y excelente esquiador. Cristina se lo comentó un día a Ulf Haldorssoen, padre adoptivo de Naakkve.

Ulf contestó:

—Nadie perderá tanto, por la loca conducta de Erlend, como este chico. Porque en Naakkve hay madera de gran jefe y de caballero, y tardará mucho tiempo en darse otro hombre con sus aptitudes en toda Noruega.

Pero Cristina veía que Naakkve no pensaba nunca en el daño que le había hecho su padre.

En aquella época hubo grandes disturbios en Noruega, y a los valles llegaron diferentes rumores, verdaderos algunos, pero improbables los más. Los grandes jefes del sur y del oeste del país estaban descontentos con el gobierno del rey Magnus; se decía incluso que habían amenazado con levantarse en armas y arrastrar al pueblo a fin de obligar al rey Magnus Eirikssoen a que gobernara según su voluntad; si no, elegirán como rey a su sobrino por parte materna, el joven Jon Haftorssoen de Sudrheim. La madre de Jon, Dama Agnes, era la hija del antiguo rey Haakon Haalegg. Jon no daba que hablar, pero su hermano Sigurd era, según decían, el cabecilla de la intriga y Bjarne, el hijo de Erling Vidkunssoen, también. Corría el rumor de que Sigurd había prometido que su hermano, una vez coronado rey, elegiría por reina a una de las hermanas de Bjarne, puesto que las doncellas en cuestión descendían también de los antiguos reyes de Noruega. Micer Ivar Ogmundssoen, que había sido el más fuerte puntal del rey Magnus, se había pasado, al parecer, al partido de aquellos jóvenes señores, lo mismo que muchos otros que se contaban entre los más ricos en bienes y en títulos de nobleza. En cuanto a Erling Vidkunssoen y al obispo de Bjorkvin, según la gente, eran los que alentaban a los jóvenes.

Cristina no prestó mucha atención a todos esos rumores; pensaba, sin amargura, en la actual situación de Erlend y de los suyos; ahora eran gente de poca monta y los asuntos del reino no les incumbían. Había hablado, no obstante, de ello con Simón Andressoen el otoño pasado, y sabía que Simón lo había comentado con Erlend. Se daba perfecta cuenta de que Simón hablaba poco y a disgusto de estas cosas…, en parte porque le desagradaba que sus hermanos estuvieran mezclados en asuntos tan peligrosos, y Gyrd, por lo menos, estaba manejado por sus suegros. Pero temía también que el tema fuera penoso para Erlend, puesto que por su nacimiento este hubiera debido formar parte del consejo cuando se deliberaba sobre asuntos del reino, y su desgracia le había vedado el acceso al círculo de sus iguales.

Cristina presentía que Erlend hablaba de estas cosas con su hijo, y un día oyó decir a Naakkve:

—Pero si estos jefes salen triunfantes en su causa contra el rey Magnus, no van a ser tan villanos, padre, que no revisen vuestra causa y obliguen al rey a reparar su injusticia hacia vos.

Erlend esbozó una sonrisa y Naakkve prosiguió:

—Vos podríais darles lecciones a esos señores, y recordarles que antes los jefes noruegos no tenían por costumbre estarse quietos y soportar los abusos de su rey. Esto os costó vuestros feudos y posesiones, mientras los que estaban con vos no perdieron ni una pluma. Sólo vos habéis pagado por todos.

—Pues bien, razón de más para que se olviden de mí —contestó Erlend sonriendo—. Husaby ha sido entregado al arzobispado. Dudo de que estos señores del consejo puedan obtener o exigir al rey Magnus que lo devuelva todo.

—El rey es pariente vuestro y Sigurd Haftorssoen y la mayor parte de los otros también —objetó Naakkve irritado—. ¿Cómo podrían, sin oprobio, traicionar a aquel noble que, entre todos los nobles del país, llevó honrosamente sus armas hasta la frontera del norte y limpió los lindes fineses y las costas de Gaudvik de los enemigos del rey y de Dios? Si lo hicieran serían unos miserables.

Erlend contestó:

—Una cosa puedo decirte, hijo mío: ignoro cómo terminará la aventura de los hijos de Haftor, pero apuesto la cabeza a que no se atreverán a enseñar al señor Magnus la hoja desnuda de una espada noruega. Palabras y regateos, esto es lo que habrá; pero no se disparará ni una sola flecha. Y esos muchachos no dirán nada en mi favor, porque me conocen y saben que no me dejo cosquillear, como otros muchos, por el acero afilado.

»¿Dices que son parientes míos? Sí, son primos tuyos en tercer grado, lo mismo Magnus que esos hijos de Haftor. Me acuerdo del tiempo en que servía en la corte del rey Haakon. Era una suerte para mi pariente, Dama Agnes, que fuera hija del rey…, de lo contrario hubiera tenido que limpiar pescados en los puertos, a menos que una mujer como tu madre la hubiera recogido, por pura caridad, y empleado en el establo. Más de una vez he limpiado las narices de esos hijos de Haftor, cuando habían de ser presentados a su abuelo materno y llegaban al vestíbulo tan pegajosos como cuando salieron del vientre de su madre; y cuando, por espíritu de familia y para enseñarles a vivir, les daba un coscorrón, chillaban como cerdos. He oído decir que estos muchachos de Sudrheim han acabado por civilizarse. Pero si esperas encontrar ayuda y apoyo por este lado, como debe de ser entre parientes, te equivocas: sería como pedir peras al olmo.

Y Cristina dijo a Erlend:

—Naakkve es muy joven, esposo mío. ¿No crees que es imprudente hablarle tan abiertamente de asuntos como estos?

—¡Qué timorata te has vuelto, esposa querida! —contestó Erlend riendo—. Veo que quieres sermonearme. Cuando yo tenía la edad de Naakkve hice mi primer viaje a Vergoey. Si Dama Ingebjoerg me hubiera conservado su fiel amistad —prosiguió furioso— le habría enviado a Naakkve y a Gaute. Allí, en Dinamarca, hay oportunidades para labrarse un buen porvenir, sobre todo si se maneja bien la espada y se tienen los ojos bien abiertos.

Cristina le interrumpió con voz llena de amargura:

—Yo no pensaba, al dar luz a tus hijos, que se verían obligados a ganarse el pan en un país extranjero.

—Yo tampoco lo pensaba —dijo Erlend—. Pero el hombre propone y Dios dispone.

A Cristina no sólo se le partía el corazón al comprobar que Erlend y sus hijos, a medida que estos crecían, consideraban que sus intereses estaban fuera del alcance de la comprensión de una mujer. Tuvo miedo del lenguaje imprudente de Erlend, que no se daba cuenta de que sus hijos no eran más que unos niños.

Otro objeto de inquietud para Cristina era que los tres mayores, a pesar de su extrema juventud —Naakkve contaba a la sazón diecisiete años, Bjoergulf iba a cumplir dieciséis y Gaute quince en otoño—, tenían una actitud respecto a las mujeres que no le gustaba.

No había ocurrido nada, ningún hecho que pudiera señalar concretamente. No perseguían a las chicas, jamás se les oían palabras malsonantes, no eran groseros y no les gustaban las bromas picantes y de mal gusto de los criados, ni que estos trajeran chismes a casa. Pero Erlend había sido igual: respetuoso siempre del pudor y los convencionalismos. Cristina le había visto molesto al oír ciertas palabras que encantaban a su padre y a Simón. Pero confusamente había intuido que estos reían alegremente como los campesinos ríen al oír cuentos sobre la tontería del diablo, mientras que los hombres sabios, más hechos a las trampas del espíritu del mal, no se divierten con tales bromas.

Erlend podía también defenderse de haber cedido al pecado de lujuria; sólo la gente que no lo conocía podía acusarle de costumbres disolutas, de haber hechizado a las mujeres y de haberlas deshonrado a sabiendas. Ella reconocía que Erlend la había arrastrado a donde había querido sin servirse de astucias ni seducciones, sin engaños ni violencias. Y en cuanto a las mujeres casadas con las que había cometido el pecado de adulterio, Cristina estaba convencida de que no fue Erlend quien había hecho el papel de seductor. Pero las mujeres de mala vida se le acercaban con actitudes atrevidas y provocadoras; le había visto curioso como un gato: parecía ir envuelto en un halo de libertinaje, como de una nube de polvo.

Y con creciente angustia creyó ver en los hijos de Erlend un parecido, en este aspecto, con su padre: antes de obrar, olvidaban siempre la opinión de la gente; después se sentían lastimados por lo que se había dicho de ellos. Cuando las mujeres los acogían, simpáticas y sonrientes, no se mostraban ni tímidos, ni torpes, ni bruscos como la mayoría de los muchachos de su edad; no, devolvían las sonrisas, hablaban y se comportaban con una libertad y una soltura como si hubieran vivido en casa del rey y adquirido allí los modales cortesanos. Cristina empezaba a temer que su propio candor no les atrajera más que dificultades y desgracias; mujeres e hijas de hombres ricos, así como pobres sirvientas, hacían a la vista de la madre un recibimiento demasiado cordial a estos guapos mozos. Pero se ponían furiosos, como todos los jóvenes, si alguien les gastaba bromas sobre alguna mujer. Frida Stykaarsdatter gustaba de pincharles, y porfiaba a pesar de sus años y de ser casi tan vieja como Cristina. Había tenido dos hijos naturales; con el último había tenido dificultades para encontrar al padre. Pero Cristina había tomado bajo su protección a aquella pobre criatura, y como la mujer había criado con cariño y solicitud a Bjoergulf y Skule, el ama se mostraba muy indulgente, aunque la irritara oír a esta vieja sirvienta hablando siempre de mujeres a sus hijos.

Cristina se dijo que lo mejor sería casar jóvenes a sus hijos, pero no se le ocultaba que tendría problemas. Los hombres cuyas hijas eran, por nacimiento y sangre, dignas de Naakkve y Bjoergulf, pensarían que sus hijos no eran suficientemente ricos. Y también el juicio y la enemistad del rey hacia su padre impediría que los jóvenes intentaran mejorar su situación entrando al servicio de algún gran jefe. Pensaba con amargura en la época en que Erlend y Erling Vidkunssoen habían hecho planes para casar a Nikulaus con una de las hijas del rey.

Conocía a muchas jovencitas que iban creciendo en el valle y que les convendrían, ricas y de buena familia, pero cuyos padres y abuelos se habían zafado del servicio del rey y habían preferido quedarse tranquilamente en la comarca. Cristina no podía soportar la idea de una negativa en el caso de que su marido y ella mandaran hacer gestiones en este sentido con alguno de esos ricos campesinos. Ahí era donde Simón Darre hubiera sido el perfecto intermediario. Pero Erlend los había separado de él.

El servicio de la Iglesia no parecía atraer a ninguno de sus hijos, a menos que fueran Gaute o Lavrans. Pero este era aún muy joven y Gaute era el único de sus hijos que le ayudaba eficazmente en los trabajos de la granja.

Aquel año, el viento y la nieve habían causado grandes desperfectos en las vallas, y las nevadas, en los días que siguieron a la invocación de la santa Cruz, habían retrasado los trabajos, de modo que había que esforzarse mucho para estar preparado a tiempo. Cristina mandó un día a Naakkve y Bjoergulf para reparar la empalizada que cercaba un campo situado junto al camino.

A mediodía, la madre se puso en camino con objeto de ver cómo se las componían los muchachos, ya que era un trabajo nuevo para ellos. Bjoergulf trabajaba del lado del camino que llevaba a la granja; se detuvo un momento para hablarle. Prosiguiendo la marcha, vio a Naakkve. Inclinado por encima de la valla hablaba con una mujer montada a caballo que había detenido su montura al borde del camino. Naakkve acariciaba al caballo, luego cogió el tobillo de la joven y, como inconscientemente, pasó su mano arriba y abajo de la pierna, subiendo un poco por debajo de la falda.

La joven fue la primera en ver a Cristina. Se ruborizó y dijo algo a Naakkve. Este retiró rápidamente la mano un poco confuso. La joven quiso proseguir su camino, pero Cristina le dirigió, desde lejos, un saludo. Una vez la alcanzó, inició la conversación con ella, pidiéndole noticias de su pariente, el ama de Ulvsvoldene, que era tía de la muchacha y en cuya casa vivía. Cristina simuló no haber visto nada y, una vez la joven hubo partido, habló un momento con Naakkve.

Poco tiempo después, Cristina fue invitada a pasar una quincena en Ulvsvoldene; la dueña de la casa estaba de parto y muy enferma. Cristina no sólo era su vecina más cercana, sino que además tenía fama de ser la que mayor habilidad tenía para curar. Naakkve iba con frecuencia a visitar a su madre y le traía mensajes, y esta sobrina, Eyvor Haakonsdatter, encontró la excusa para verlo y hablar con él. Cristina sólo estuvo contenta a medias, porque no le gustaba la joven. Tampoco la encontraba bonita, aunque le dijeran que todos los hombres la admiraban. Sintió alivio el día en que le dijeron que Eyvor había regresado a su casa, a Raumsdalen.

No creía que Naakkve se lo hubiera tomado demasiado en serio, tanto más cuando oyó cómo Frida le gastaba bromas sobre una de las chicas de Loptsgaard, Aasta Audunsdatter.

Un día que Cristina se encontraba en el lavadero, preparando una bebida de ginebra, oyó que Frida volvía a la carga. Naakkve estaba con Gaute y su padre en el patio posterior; construían un barco para un estanque de la montaña. Erlend era un hábil constructor de barcos. Naakkve se enfadó; entonces Gaute, para hacer rabiar a su hermano, se unió a Frida:

—Aasta… —dijo—. Sería una boda muy buena.

—Pídela para ti, si tanto te gusta —contestó Naakkve enfurecido.

—Oh, no, no la quiero —dijo Gaute— porque he oído decir que pelo rojo y bosque de pinos crecen siempre sobre un terreno yermo e ingrato. Tú, en cambio, pareces inclinarte por las pelirrojas.

—Ese refrán se aplica mal a las mujeres, hijo mío —intervino Erlend riendo—; las mujeres pelirrojas tienen generalmente la piel blanca y suave.

Frida se echó a reír, pero Cristina estaba enfadada. Eran palabras poco apropiadas para ser dichas delante de los muchachos. Se acordó de que Sunniva Olavsdatter era pelirroja, aunque sus amigos dijeran que tenía el cabello dorado.

Gaute prosiguió:

—En la velada del domingo de Pentecostés te quedaste sentado con Aasta en el granero del diezmo, mientras nosotros bailábamos en la plaza de la iglesia. Se ve que te gusta.

Naakkve se disponía a saltar sobre su hermano, en el momento en que Cristina creyó oportuno salir del pabellón de los lavaderos. Cuando Gaute se marchó, Cristina preguntó a su hijo mayor:

—¿Qué decía Gaute de ti y de Aasta Audunsdatter?

—No creo, madre, que se haya dicho nada que no hayáis oído —contestó el joven ruborizándose y frunciendo el ceño, encolerizado.

Cristina, molesta, repuso:

—Vosotros, los jóvenes, no sabéis asistir a una velada en la iglesia sin bailar o escaparos de los servicios divinos; es vergonzoso. No lo hacíamos en mi juventud.

—Habéis dicho vos misma que, cuando erais niña, el abuelo solía conducir la danza cuando había baile en la plaza de la iglesia.

—Pero no eran canciones como las vuestras, ni bailes tan desenfrenados —insistió la madre—. Y nosotros, los jóvenes, estábamos sentados tranquilamente al lado de nuestros padres. Nosotros no habríamos ido por parejas a sentarnos en un granero.

Naakkve, furioso, iba a contestar. En aquel momento los ojos de Cristina se fijaron en Erlend. Su sonrisa socarrona, mientras cortaba atentamente un madero con su hacha, despechó y entristeció a Cristina, que volvió a los lavaderos. No obstante, reflexionó sobre lo que acababa de oír. Aasta Audunsdatter no era mal partido. La abundancia reinaba en Loptsgaard, donde sólo había tres hijas y ningún chico. Ingebjoerg, la madre de Aasta, tenía parientes importantes.

Nunca se habría figurado que llegaría el día en que la familia de Joerungaard pudiera vincularse con la de Audun Torbergssoen. Pero este había tenido un ataque apoplético aquel invierno y se suponía que viviría poco. La joven era de buen ver y de modales agradables, y, por lo que había oído decir Cristina, muy capaz. Si Naakkve la quería, no habría por qué oponerse a su boda. El matrimonio podría tener lugar dentro de dos años, ¡ambos eran tan jóvenes!, pero Cristina recibiría con gusto a Aasta como nuera.

Un buen día, en pleno verano, la hermana de Micer Solmund fue a casa de Cristina a pedir algo. Cuando ambas mujeres, de pie en la puerta, se despedían, la hermana del sacerdote recordó:

—¡Hay que ver con Eyvor Haakonsdatter! ¡Su padre la ha echado de casa porque está encinta; se ha refugiado en Ulvsvoldene!

Naakkve, que bajaba del granero, se había detenido en el último peldaño. La madre, al ver el rostro de su hijo, sintió de pronto como si el suelo se hundiera bajo sus pies: el rostro del muchacho estaba rojo hasta las orejas cuando cruzó el patio.

Sin embargo, al escuchar la conversación de la mujer, acabó por darse cuenta de que Eyvor ya estaba seguramente encinta antes de su primera visita a Ulvsvoldene. «Pobrecito tonto —se dijo Cristina, suspirando aliviada—. ¡Está avergonzado de que le hubiera gustado aquella muchacha!».

Una noche, poco después, Cristina estaba acostada sola, porque Erlend había ido de pesca. Creía que Naakkve y Gaute le habrían acompañado, pero de pronto Naakkve la despertó. Tenía que hablarle, dijo en un murmullo. Subió a sentarse al pie de la cama.

—Madre, vengo de ver a Eyvor. He hablado con esta pobre desgraciada. Sabía que se dicen mentiras de ella; estaba tan seguro que habría puesto la mano en el fuego. Esta lengua de víbora de Romundgaard miente.

La madre escuchó en silencio. Naakkve trataba de afirmar su voz, que la emoción hacía temblorosa.

—El día del bautismo de Nuestro Señor iba sola a maitines. Tenía que cruzar un trecho del bosque y era de noche todavía. Allí se encontró con dos hombres a los que no conocía, tal vez proscritos que habían bajado de la montaña. Al final no pudo defenderse más, pobrecilla, tan joven y tan frágil. No se atrevió a decírselo a nadie. Cuando sus padres se dieron cuenta de su desgracia, la echaron de casa arrastrándola por los cabellos y moliéndola a palos. Mientras me contaba todo esto lloraba, madre; lloraba de un modo que hubiera partido las piedras de la montaña.

De pronto Naakkve se calló y suspiró profundamente.

Cristina empezó a hablar diciendo que era una gran desgracia que aquellos malhechores hubieran podido escapar. Esperaba que la justicia divina supiera encontrarlos y que expiaran su acción en la horca.

Naakkve empezó entonces a hablar del padre de Eyvor, de su gran fortuna, de su parentesco con tal o cual familia de buena reputación. Eyvor pensaba dejar al niño en otro país, para que se lo criaran. La mujer de Gudrun Darre había tenido un bastardo de un sacerdote y Sigrid Andresdatter vivía en Kruke feliz y era respetada. Un hombre tendría que ser muy duro de corazón para considerar a Eyvor mancillada, por el mero hecho de haber tenido que sufrir, contra su voluntad, aquella vergüenza y desgracia. Podía ser la digna esposa de un hombre preocupado por su honor.

Cristina compadeció a la muchacha y maldijo a los malhechores, dando gracias a Dios y felicitándose de que Naakkve tuviera que esperar aún tres años para ser mayor de edad. Luego, con toda dulzura, le rogó que cuidara de no reunirse en lo sucesivo con Eyvor en su estancia, entrada la noche, como aquel día, y de no presentarse en Ulvsvoldene sin hablar antes con el dueño y la dueña, ya que, sin quererlo, podría ser causa de que la gente murmurase aún más de la pobre desgraciada… Sí, sí, desde luego, y en cuanto a los que no creían la explicación de Eyvor y dudaban de que hubiera sido sometida con violencia, él sabría demostrarles que no tenía la mano torpe. De todos modos, sería molesto para la pobre chica si proseguían los chismorreos.

Tres semanas después el padre de Eyvor vino a buscar a su hija para arreglar un compromiso y la boda. El futuro esposo era el hijo de un campesino del país de Eyvor. Los padres se habían opuesto primero a la boda, porque estaban enemistados por cuestión de unas tierras. En el curso del invierno habían, no obstante, llegado a un acuerdo y los dos jóvenes iban ya a celebrar el compromiso cuando bruscamente Eyvor lo rechazó, alegando que había entregado su corazón a otro hombre. Inmediatamente la muchacha se había dado cuenta de que era un poco tarde para rechazar a su primer amigo. No obstante, había ido a casa de su tía materna, a Sil, esperando tal vez que esta la ayudaría a ocultar el resultado de su imprudencia, porque estaba interesadísima por el segundo. Pero cuando Hillebjoerg de Ulvsvoldene había comprendido lo que le ocurría a la muchacha, la devolvió a su casa. El padre de Eyvor se había puesto furioso, había pegado a su hija una o dos veces, de modo que esta había vuelto a refugiarse en Ulvsvoldene, era cierto. Pero el padre acababa de ponerse de acuerdo con el primer pretendiente, y Eyvor tuvo que conformarse con él por más repugnancia que sintiera.

Cristina veía que Naakkve se había tomado el asunto muy a pecho. Durante varios días no abrió la boca y daba tanta lástima a su madre que casi no se atrevía a mirarle, porque si tropezaba con la mirada de la madre, enrojecía y tenía un aspecto tan turbado y avergonzado que Cristina se sentía desolada.

Cuando los criados de Joerungaard encauzaban la conversación hacia aquello, el ama les indicaba, en tono cortante, que debían callarse. En casa no se hablaría ni de aquella historia ni de la muchacha. Frida no acababa de entenderlo; había oído con mucha frecuencia a Cristina Lavransdatter juzgar con indulgencia y ayudar con sus propias manos a las pobres que habían tenido igual desgracia; incluso la propia Frida había, por dos veces, encontrado la salvación en la misericordia del ama. Pero lo poco que Cristina decía de Eyvor Haakonsdatter era lo peor que una mujer podía decir.

Erlend se rio cuando Cristina le contó cómo Naakkve había sido engañado. Era de noche; había puesto su rueca fuera y su marido fue a tenderse en la hierba, a su lado.

—No ha ocurrido nada grave —dijo el padre—. Me parece que el chico ha aprendido a buen precio que los hombres no deben fiarse de las mujeres.

—¿Lo ves así? —contestó Cristina, cuya voz temblaba de cólera contenida.

—Sí —Erlend sonrió—. Yo bien creí, cuando te vi por primera vez, que eras una joven extremadamente tímida. Apenas si tenías valor para herir el queso al morderlo. Flexible como una cinta de seda y dulce como una paloma. ¡Cómo me engañaste, Cristina!

—¿Y dónde crees que estaríamos si hubiera sido tan sensible y tan tierna?

Erlend se apoderó de las manos de su mujer y la obligó a dejar el trabajo. Levantó hacia ella sus ojos resplandecientes de alegría; luego apoyó la cabeza sobre las rodillas de Cristina.

—No, no sabía la gran felicidad que Dios me concedía poniéndote en mi camino, Cristina.

Viéndose obligada así a dominar siempre la gran desesperación que le provocaba la inconsciencia de Erlend, se enfurecía, en cambio, cuando se trataba de reñir a sus hijos: para ellos tenía la mano firme, las palabras vivas; Ivar y Skule, sobre todo, lo sabían.

Se encontraban en la edad más difícil; iban a cumplir trece años y eran tan decididos y turbulentos que Cristina dudaba, a veces, de que en toda Noruega existiera una madre que hubiera tenido y criado parecidos bribones. Eran guapos como todos sus hijos, con los cabellos negros y rizados y suaves como la seda, los ojos azules bajo las cejas negras y rostros alargados, de facciones finas. Eran muy altos para su edad, pero de hombros estrechos y brazos largos y flacos. Las articulaciones salían como nudos en un tallo de hierba. Se parecían, hasta el punto de que nadie, excepto la gente de su casa, podía distinguir uno de otro. Y en el país los llamaban «los aceros de Joerungaard». No los llamaban así por halagarlos. Simón les había dado este apodo porque Erlend, una vez, les había regalado una pequeña espada a cada uno, y Skule e Ivar no se separaban jamás de las espadas excepto en la iglesia. Cristina encontraba el regalo inoportuno y deploraba la costumbre que tenían de ir siempre armados de picos, hachas o arcos: tratándose de adolescentes tan impetuosos, había que temer siempre alguna desgracia. Pero Erlend contestaba que ya tenían edad para aprender el manejo de las armas.

Vivía en una angustia continua respecto a los gemelos. Cuando no sabía dónde se encontraban, se retorcía las manos y suplicaba a la Virgen María y a san Olav que se los devolviera sanos y salvos. Escalaban montañas, pasaban por estrechos desfiladeros y rocas abruptas, donde nadie, antes que ellos, había puesto los pies; robaban nidos de águilas y regresaban trayendo bajo sus cotas pajarillos de grandes ojos amarillos, que soplaban furiosos. Seguían, por entre las rocas, el curso del Laage hacia el norte, por el Rostin, donde el torrente baja de cascada en cascada. Una vez, por poco se mata Ivar, porque el pie se le quedó enganchado en el estribo y el caballo lo arrastró por el suelo: se le ocurrió nada menos que montar un caballo joven, apenas domado, que los gemelos, sabe Dios cómo, habían conseguido ensillar. Sin premeditación, por simple curiosidad, habían ido a buscar a la vieja lapona del bosque de Toldstad. Por su parte, sabían alguna palabra lapona, y cuando la vieja bruja oyó aquellas palabras, los invitó a comer y beber, lo que hicieron en abundancia, aunque era día de abstinencia. Cristina había puesto empeño en que los niños, cuando los padres ayunaban, se conformaran con poca comida y cosas que no halagaran el paladar. Así había sido ella educada por sus padres. Por primera vez, Erlend amonestó seriamente a sus hijos, confiscó y quemó las golosinas que la lapona les había dado como provisiones y les prohibió severamente acercarse siquiera al lindero del bosque donde vivían los lapones. No obstante, escuchó divertido la aventura de los niños; más tarde, contó a Ivar y a Skule sus viajes por el norte y lo que había aprendido allí sobre la vida de esta gente, y habló también con ellos en aquella lengua pagana.

En general, Erlend no solía corregir a sus hijos, y cuando Cristina se lamentaba de la vida salvaje de los gemelos, Erlend evitaba el tema, sonriendo. En casa causaban destrozos, aunque fueran capaces de ser útiles cuando se les acuciaba. No eran torpes como Naakkve. Pero lo que pasaba es que cuando la madre les había asignado un trabajo, se encontraba las herramientas por el suelo y a los niños distraídos contemplando a su padre, que les enseñaba a hacer nudos marineros, o cosas por el estilo.

Lavrans Bjoergulfssoen había tenido la costumbre, después de pintar una cruz con brea sobre la puerta del establo u otros pabellones, de dibujar pequeños ornamentos adicionales, como, por ejemplo, rodear la cruz con un círculo, o bien pintar un trazo vertical en cada extremo de los brazos. Un día, los gemelos tuvieron la ocurrencia de tirar al blanco sobre una de estas viejas cruces. Cristina se puso fuera de sí de desesperación y de cólera ante aquella acción irreverente. Pero Erlend defendió a los chiquillos: ¡eran tan jóvenes!, no se podía, razonablemente, esperar de ellos que pensaran en la santidad de la cruz todas las veces que veían aquel signo pintado con brea sobre un establo o en el lomo de una vaca.

—Irán a arrodillarse ante la cruz de la entrada de la iglesia y rezarán cinco pater y quince ave —ordenó Erlend—. Sobre todo, no mandes venir a Sira Solmund para esto.

Pero esta vez, Naakkve y Bjoergulf dieron la razón a su madre y mandaron llamar al sacerdote; roció la pared con agua bendita y riñó con mucha severidad a los dos culpables.

Daban de comer cabezas de serpiente a los bueyes y a los machos cabríos de Cristina, para hacer que se atacaran a cornadas. Se burlaban de Munan, porque iba siempre agarrado a las faldas de su madre, y también hacían burla de Gaute. Pero, en general, los hijos de Erlend se trataban con el más edificante amor fraternal. A veces, Gaute daba una paliza a los gemelos si se comportaban demasiado groseramente. Tratar de reñirles o hacer que entraran en razón era perder el tiempo; por un oído les entraba y por el otro salía; y si su madre se enfadaba, se quedaban ante ella tiesos como palos, con los puños apretados y las caras rojas de rabia, mirándola como si quisieran fulminarla bajo las cejas fruncidas. Cristina recordaba lo que Gunnulf le había contado sobre Erlend: cuando este era niño había lanzado el puñal varias veces contra su padre. Ante este recuerdo, dio una fuerte azotaina a los dos gemelos. ¿Cómo terminarían aquellos niños si no se les domaba a tiempo?

Simón Darre era el único que ejercía cierta influencia sobre los dos muchachos; estos amaban a su tío y se ablandaban cuando él les reñía con placidez y buen humor. Pero desde que no lo veían, no habían manifestado el menor sentimiento por su ausencia. El corazón de un niño es olvidadizo e ingrato, se decía Cristina con tristeza.

En lo más profundo de su ser, la madre se decía que aquellos dos niños eran su mayor orgullo. Si se conseguía dominar su obstinación salvaje y su brutalidad, había más nervio de hombre en esos dos que en los otros hermanos. Poseían una salud magnífica y grandes aptitudes físicas, eran valerosos, sinceros, generosos, compasivos con los pobres, y, en diversas ocasiones, habían hecho gala de una decisión impropia de sus años.

Una noche, en la época de la siega del heno, Cristina estaba ocupada en la cocina cuando Munan entró como una tromba gritando que había fuego. No había ningún hombre cerca de la casa: algunos habían ido a la fragua para afilar las hoces, otros estaban en el puente, donde la juventud solía reunirse en las noches de verano. El ama cogió dos cubos y salió corriendo, ordenando a las sirvientas que la siguieran.

El establo de las cabras era un viejo pabellón, cuyo techo bajaba hasta el suelo, situado entre el patio y el gallinero. Se alzaba frente a la cuadra y lindaba a la izquierda con otros pabellones. Cristina corrió al cobertizo del lavadero y tomó un atizador y un gancho, pero, al dar la vuelta a la esquina de la cuadra, no vio las llamaradas, sino sólo un humo espeso que salía en volutas por un agujero del tejado. Ivar, sentado a horcajadas sobre la techumbre daba vigorosos golpes de hacha a la chamiza, mientras que Skule y Lavrans, en el interior de la cabaña, tiraban y arrancaban brazadas de paja, que pisoteaban luego para matar el fuego. En aquel momento, Erlend, Ulf y los hombres que se encontraban en la fragua acudieron al lugar del siniestro —Munan les había avisado—, y el fuego, ya dominado, no tardó en quedar totalmente apagado. Pero podía haber ocurrido un gran desastre; la noche era tranquila y tibia, aunque animada en algunos momentos por bocanadas de aire procedentes del sur, y si el fuego que ardía en la cabaña hubiera sido atizado por el viento, todos los pabellones que rodeaban el patio, por el norte, cuadra, granjas y cobertizos, así como los pabellones habitables, hubieran sido completamente reducidos a cenizas.

Ivar y Skule estaban sobre el tejado de la cuadra; habían cogido un gavilán con un cepo y se disponían a colgarlo en el remate del frontispicio. De pronto habían notado olor a quemado y visto cómo salía humo del tejado de más abajo. Fueron allí de un salto y, ayudados con las pequeñas hachas que llevaban en la mano, empezaron a atacar la hierba del tejado que ya ardía, mientras enviaban a Lavrans y Munan, que estaban jugando cerca, uno a buscar garfios de incendio y el otro a avisar a su madre. Afortunadamente, las planchas y vigas del techo estaban viejas y podridas; era evidente que, esta vez, los gemelos habían salvado la propiedad materna atacando resueltamente el fuego del tejado, en lugar de perder el tiempo corriendo en busca de las personas mayores para que les ayudaran.

No era fácil saber cómo había empezado el fuego, a menos que fuera por culpa de Gaute que, una hora antes, había pasado por allí llevando brasas a la fragua. Confesó que el recipiente no estaba cerrado; tal vez había saltado una chispa, prendiendo en la hierba seca del tejado como sobre yesca.

Durante toda la velada, que Ulf organizó y en la que tomó parte toda la familia hasta muy avanzada la noche, se habló menos de averiguar los motivos que de la presencia de espíritu de los gemelos. Cristina hizo servir cerveza fuerte e hidromiel a los hombres. Los tres chiquillos tenían quemaduras en las manos y los pies. Sus zapatos estaban tan chamuscados que el cuero se abría. El pequeño Lavrans, que sólo contaba nueve años, tuvo que hacer un gran esfuerzo para soportar pacientemente su dolor; al principio, había presumido, andando con las manos vendadas por entre la gente de la casa y recibiendo felicitaciones.

Aquella noche, una vez estuvieron en la cama, Erlend estrechó a su mujer entre los brazos.

—Cristina mía, Cristina mía, no te preocupes tanto por los chicos. ¿No te das cuenta de qué raza tienen? A veces sufres por ellos como si los vieras camino del cadalso o de la horca. Me parece que ya es hora de que recojas alegrías en recompensa por las penas, sufrimientos y cansancios de los años en que sin cesar llevabas niños en tus entrañas, niños al pecho y niños en brazos. Entonces sólo hablabas de aquellos pequeños sacos de basura y ahora, que han crecido en años y juicio, ahí estás, en medio de ellos, sorda y muda, apenas contestando si te hablan. Que Dios me perdone si no parece que los amas menos ahora que ya no te hacen sufrir, sino que, por el contrario, te prestan ayuda.

Cristina no tuvo valor para contestarle.

No pudo dormirse, y a la mañana siguiente saltó con cuidado por encima del cuerpo de su marido y, descalza, sin despertarlo, fue a abrir el ventanillo.

El cielo estaba gris, enteramente cubierto, y el aire era fresco. A lo lejos, hacia el sur, allí donde las montañas se unían y cerraban el valle, un temporal de lluvia barría el horizonte. Cristina se quedó un rato mirando hacia afuera. En aquella estancia siempre hacía calor, la atmósfera resultaba agobiante cuando, en verano, dormían bajo techado. Con la humedad, el aire traía el perfume del heno recién cortado, un olor fuerte y dulzón. Un pájaro piaba de vez en cuando en la noche de verano.

Cristina buscó su pedernal y encendió un cabo de vela. Siempre de puntillas, fue hacia el banco donde dormían Ivar y Skule; levantó la luz sobre los niños y pasó la mano por sus mejillas: debían tener algo de calentura. En voz baja dijo un avemaría y trazó el signo de la cruz encima de ellos. «La horca y el cadalso». ¿Cómo podía Erlend bromear con eso, precisamente él, que había estado tan cerca de…?

Lavrans suspiraba y murmuraba en sueños. La madre permaneció un momento inclinada sobre los dos pequeños acostados en una cama, al pie de la de los padres. Lavrans estaba rojo y caliente, y cuando Cristina le tocó hizo un movimiento brusco aunque sin despertarse.

Gaute dormía estirado, con los brazos, de un blanco lechoso, cruzados en la nuca bajo su cabellera larga, de color de lino. Había apartado la ropa. De sangre ardiente, dormía siempre desnudo y su rostro, cuello y manos, tostados por el sol, contrastaban violentamente con aquella blancura del cuerpo. La madre volvió a cubrirlo hasta la cintura.

Difícilmente podía enfadarse con Gaute. Se parecía demasiado a su abuelo materno. Casi no le había hecho ningún reproche por su imprudencia, que estuvo a punto de causar tan gran desgracia. Reflexivo e inteligente como era, aquel incendio, en opinión de la madre, le serviría de lección y no lo olvidaría.

Naakkve y Bjoergulf ocupaban la otra cama que se encontraba en la estancia. La madre se quedó aquí bastante tiempo, iluminando con su vela a los dos jovencitos dormidos. Un bozo negro sombreaba ya sus bocas rojas, de rictus todavía infantil. Un pie de Naakkve, estrecho, de empeine alto, un pie no demasiado limpio, salía por debajo de la cubierta. Sin embargo, aquel pie había cabido en la mano de su madre, que lo levantaba y mordisqueaba todos los deditos, porque eran tan rosados y bonitos que se parecían a las flores de arándano.

Tal vez no apreciaba el lote que Dios le había asignado. El recuerdo de los tiempos en que esperaba a Naakkve y las visiones de espanto en que se había debatido por entonces, todavía la atormentaban. Había dado a luz como quien despierta con el pecho aplastado por una pesadilla horrible y encuentra la luz bendita del día al final. Otras mujeres despiertan para ver males peores que el peor de los sueños.

Aún ahora, al ver a un contrahecho o tullido, Cristina sentía una punzada en el corazón al recordar sus temores por el niño que iba a nacer. Entonces se humillaba ante Dios y san Olav, ardientemente, y sentía prisa por hacer el bien a su alrededor, esforzándose y rezando para que de sus ojos cayeran lágrimas de arrepentimiento. Pero seguía con el corazón insatisfecho; el impulso se enfriaba y las lágrimas se evaporaban en su alma, como el agua en el desierto. Acababa por resignarse, diciéndose que no poseía aquel don de la piedad que había esperado heredar de su padre. Tenía el alma dura y estaba cargada de pecados. Pero no era peor que la mayoría de la gente; y también, como la mayoría, se vería condenada en el otro mundo a soportar el fuego, única cosa que podría enternecer y purificar su alma.

Lamentaba estar hecha de aquel modo, cuando contemplaba a sus siete hijos alrededor de la mesa, o cuando en las mañanas de fiesta, mientras las campanas llamaban a todos a la paz de Dios, se encaminaba a la iglesia. En medio de otros muchachos bien vestidos y de bella presencia, sus hijos iban, ante ella, colina arriba. ¿Qué otra mujer había traído tantos hijos al mundo, sin pasar por el dolor de perder a uno solo? Todos eran hermosos, sanos de cuerpo y de espíritu, sin ninguna tara física o moral: sólo Bjoergulf era un poco miope. La madre hubiera querido ahora olvidar sus pensamientos desagradables, volverse dulce y agradecida, temer y amar a Dios como su padre había hecho. Recordaba lo que Lavrans había dicho: «El que con humildad de corazón recuerda sus pecados y se inclina ante la cruz del Señor no tendrá nunca necesidad de doblegarse bajo la desgracia o la injusticia terrena».

Cristina sopló la vela y, después de haber despabilado la mecha, la dejó en el lugar acostumbrado, bajo la viga mayor del muro. Fuera amanecía un día gris y tranquilo. Bajo los tejados inclinados, hacia los que se dirigía su mirada, los escasos tallos de césped quemado por el sol se agitaban levemente al soplo del aire; un rumor crepitante salía de los abedules más allá de la casa alta, en frente.

Cristina contempló sus manos apoyadas en el alféizar del ventanillo: estaban agrietadas y curtidas; sus brazos, morenos hasta el codo y con los músculos hinchados, eran duros como la madera. En su juventud, sus hijos habían chupado su sangre y su leche hasta que su cuerpo perdió los tiernos contornos de la virgen. Ahora, el incesante esfuerzo físico mermaba todos los días un poco más lo que quedaba de aquella belleza que revelaba en ella a la hija, la esposa y la madre de hombres de raza noble; manos blancas y alargadas, brazos blancos y flexibles, tez rosada; aquella tez que antes había protegido del sol mediante tocas de lino y cuidado con lociones de sabia composición. Desde hacía tiempo había dejado de importarle que su rostro, cubierto por el sudor del trabajo, se lo secara el sol y lo quemara y ennegreciera como el de una pobre campesina.

De su belleza juvenil sólo le quedaba el cabello. Igual de abundante, igual de castaño, aunque raras veces tuviera tiempo para lavarlo y cepillarlo. La pesada trenza enmarañada que colgaba sobre su espalda llevaba tres días sin haber sido peinada. Con un movimiento de cabeza, Cristina la hizo pasar delante, sobre su hombro, y soltó el cabello. Este la envolvía aún como un manto que le llegara más abajo de las rodillas. Buscó un peine en su cofre y, temblando por el frescor de la atmósfera matinal que entraba por el ventanillo bajo el que estaba sentada, empezó a desenredar cuidadosamente sus enmarañados cabellos.

Cuando los hubo peinado y trenzado en una fuerte y gruesa trenza, se sintió más cómoda. Tomó dulcemente en brazos al pequeño Munan dormido y lo acostó en el gran lecho matrimonial, cerca de la pared, y luego se deslizó entre él y Erlend. Apretó contra ella al benjamín, le colocó la cabecita en el hueco de su hombro y se quedó dormida.

Despertó muy entrada la mañana; Erlend y los muchachos estaban ya levantados.

—Me parece que aún mamas cuando nadie te ve —dijo Erlend al ver a Munan acostado al lado de Cristina. El niño, ofendido, salió corriendo y se encaramó sobre la cabeza tallada en el extremo de una de las vigas que sostenían la galería.

—¡Salta! —le gritó Naakkve de pie en el patio; lo recogió en sus brazos, le hizo dar volteretas y acabó tirándoselo a Bjoergulf; los dos mayores lo lanzaban al aire y el pequeño gritaba de contento y de miedo a la vez.

Pero a la mañana siguiente, al oír lloriquear a Munan porque la cuerda de un arco le había golpeado los dedos, los gemelos lo envolvieron en una manta y lo metieron en la cama de su madre; luego le pusieron en la boca un pedazo de pan tan grande que por poco se ahoga.