5
Todos los años, durante la semana de Pascua, Simón invitaba a toda la gente de la comarca a comer en su casa. Llegaban a Formo el tercer día después de la misa, y se quedaban hasta el jueves.
A Cristina nunca le habían gustado demasiado estas grandes recepciones. En cambio, Simón y Ramborg, a juzgar por sus risas y bromas, parecían encontrar más lograda la fiesta cuanto más ruido y tumulto se producía. Simón rogaba a sus invitados que trajeran a los niños, los servidores, los hijos de estos y, en fin, a todos aquellos que podían acompañarlos.
El primer día transcurría tranquilamente. Las personas importantes y los de más edad hablaban, mientras la juventud los escuchaba comiendo y bebiendo. Se ponía a los niños juntos, en otro pabellón, la mayor parte del tiempo. Pero al día siguiente, desde el alba, el anfitrión invitaba a los jóvenes, a los solteros, a los niños, a beber y a que hicieran el loco. Entonces las bromas eran tan salvajes y atrevidas, que las mujeres y las jovencitas se refugiaban escandalizadas en los rincones, donde, reunidas en grupo, reían silenciosamente, dispuestas a salir huyendo…
La mayor parte de las mujeres de renombre subían a la habitación de Ramborg, donde las madres ya habían instalado a sus chiquitines, lejos del bullicio de la sala.
Los hombres apreciaban sobre todo un juego consistente en leer «demandas judiciales», acusaciones, textos de leyes o condenas, empleando términos impropios o invirtiendo el orden de las palabras.
Audun Torbergssoen recitaba el edicto del rey Haakon a los comerciantes de Bjoergvin «sobre el precio que debían pedir por unas calzas de hombre, por unas piezas de zapatos de mujer, etc.», pero cambiaba las palabras de lugar, dándoles un sentido pícaro.
Y como final, todo el mundo hablaba a tontas y a locas.
Cristina recordaba el tiempo de su juventud, cuando su padre jamás habría permitido que la chanza se transformara en burla o mofa del servicio divino o de las cosas de la Iglesia.
Sin embargo, Lavrans siempre se divertía con sus invitados. Los invitados terminaban saltando encima de los bancos y las mesas, desde donde arengaban groseramente a la concurrencia.
Simón, en cambio, prefería otros juegos. Un jugador, con los ojos vendados, debía encontrar un puñal sepultado en la ceniza, o bien otros dos tenían que coger, con los dientes, un pedazo de pastel de miel, depositado en un gran cuenco de cerveza. Durante este tiempo, todo el mundo se esforzaba por hacerles reír, de modo que la cerveza salpicaba por todos lados. También tenían que atrapar con la boca una sortija metida en un tazón de harina. La sala no tardaba en tener todo el aspecto de una pocilga.
Aquel año, por Pascua, hizo un tiempo magnífico. El miércoles brilló el sol, tibio, desde la mañana, e inmediatamente después de la comida todos salieron al patio. En lugar de desbaratarlo todo y de hacer tonterías, los jóvenes se pusieron a jugar a pelota, a tirar al blanco, a medir sus fuerzas en la cuerda; luego jugaron a la gallina ciega y formaron corros.
Más tarde, lograron que Geirmund de Kruke tocase el arpa. Todos, jóvenes y viejos, acudieron a bailar. La nieve cubría aún los campos, pero el bosque de alisos estaba en plena floración y el sol dejaba caer su cálida luz sobre las vertientes desnudas. Por todas partes se oía el canto de los pájaros. Después de cenar decidieron, de común acuerdo, encender una hoguera al aire libre, detrás de la forja, y cada uno cantó y bailó hasta bien entrada la noche.
A la mañana siguiente, los invitados tardaron en levantarse y se despidieron de sus anfitriones más tarde que en otras ocasiones.
La familia de Joerungaard solía marcharse la última —Simón persuadió a Erlend y Cristina de que se quedaran hasta el día siguiente— y los de Kruke en esta ocasión se quedarían toda la semana en Formo.
Simón había acompañado hasta el camino al último grupo de invitados. ¡Qué hermosa era su tierra a la luz del atardecer! Él mismo se sentía animado, alegre, después de las ruidosas libaciones y el ruido de la fiesta, mientras seguía la avenida, de regreso a su casa, donde le esperaba la dulce intimidad de un círculo de amigos más reducido. Hacía tiempo que no se había sentido tan contento y despreocupado.
Allí, junto a la fragua, volvía a encenderse un fuego; eran los hijos de Erlend, los chicos mayores de Sigrid, los hijos y las hijas de Jon Daalk. Simón se detuvo junto a la empalizada para mirarlos.
El traje escarlata de fiesta que llevaba Ulvhild brillaba al sol; la pequeña corría de un lado a otro, llevando ramitas que iba echando al fuego. Vaya, la niña cayó al suelo cuán larga era. El padre la llamó riendo, pero nadie le oyó.
En el patio, dos sirvientas, encargadas de vigilar a los más pequeños, estaban sentadas contra la pared, tostándose al sol. Sobre sus cabezas, la luz del ocaso hacía resplandecer los vidrios como oro fundido. Simón cogió a la pequeña Inga Geirmundsdatter, la levantó cuanto pudo y luego se la sentó sobre el brazo:
—¿Quieres cantarme una canción, Inga, bella mujercita? Pero el hermano de la pequeña y Andrés se le colgaron del brazo para que también les hiciera saltar en el aire.
Simón subió silbando la escalera del cuarto de arriba, todavía iluminado. Habían dejado la puerta abierta. Parecía reinar una paz feliz entre los de allí arriba. A un extremo de la mesa, Geirmund y Erlend se inclinaban sobre el arpa, a la que ponían cuerdas nuevas. Entre ellos estaba el cuerno de hidromiel. Sigrid, echada en la cama, daba el pecho a su último hijo. Cristina y Ramborg estaban sentadas junto a ella. Sobre el escabel, entre ambas hermanas, había un cazo de plata.
Simón llenó de vino su propio vaso de plata dorada, se acercó a la cama y bebió a la salud de Sigrid:
—Veo que todo el mundo bebe aquí, excepto tú, hermana.
Sigrid se incorporó sobre el codo, riendo, y tomó el vaso. El niño, como le molestaban, lanzó unos gritos estridentes.
Simón se sentó en el banco; seguía silbando entre dientes, atendiendo distraídamente a las charlas de los demás; Sigrid y Cristina hablaban de sus hijos; Ramborg callaba, jugaba maquinalmente con un pequeño molino de viento verde que pertenecía a Andrés. Los hombres, en el extremo de la mesa, hicieron sonar las cuerdas del arpa, y Erlend empezó a cantar a media voz. Geirmund buscó la melodía con el instrumento y repitió el estribillo. Ambas voces eran bellísimas. Un momento después, Simón salió a la galería; apoyado en la barandilla, miró hacia fuera. Del establo llegaban mugidos de hambre. Si duraba aquel tiempo, el tránsito a la primavera sería menos brusco.
De pronto Cristina se aproximaba. No tenía que volverse… ¿Acaso no reconocía su paso ligero? Se acercó y se quedó erguida al lado de Simón, frente al sol del atardecer.
¡Qué bella y delicada era! Jamás la había visto tan bella. Y súbitamente, se sintió como transportado, como si volara sobre aquella luz…
Respiró profundamente… ¡Qué agradable resultaba vivir! Una alegría dorada, rica, desbordaba su corazón. Cristina era su dulce amiga; los pensamientos amargos que pudieron asaltarle no eran sino tonterías, ya casi olvidadas. Pobre amiga, ¡qué daría yo por ayudarte! ¡Por volver a verte feliz, daría gustoso mi vida!
Pero ¡ay!, su dulce rostro se marchitaba. Infinidad de pequeñas arrugas rodeaban sus ojos. De su tez había huido la frescura y el color, era menos delicada, estaba quemada por el sol. Bajo el color tostado, sus mejillas habían perdido la redondez.
Mas para él, seguía siendo la misma. Tenía los mismos ojos grises, la boca fina, de gesto sereno, la barbilla redonda, aquella voz tranquila un poco velada, la voz más dulce que jamás hubiera oído.
También era una satisfacción verla así, vestida como correspondía a una mujer de alto linaje. El velo de ligera seda sólo cubría en parte la mata de cabello castaño dorado. Cristina llevaba las trenzas en rodetes sobre las orejas; ahora estaban entreveradas de plata, pero esto a Simón no le importaba.
Llevaba una magnífica manteleta de terciopelo azul, orlada de armiño, profundamente escotada, tan abierta sobre el pecho y los hombros, que daba la sensación de un sencillo correaje. Esta prenda favorecía mucho a Cristina. Por debajo, asomaba el traje de color arena, muy ajustado, hasta el cuello y las muñecas. Una infinidad de botones dorados cerraba el traje. Simón estaba conmovido. Aquellos botoncitos, que Dios le perdonara, le alegraban la vista como si fueran un grupo de angelitos.
Sentía los latidos fuertes y regulares de su propio corazón. ¿No acababa de desprenderse de unas cadenas? Sus odiados sueños abominables no eran más que ilusiones nocturnas, su amor florecía a la luz del día.
—¡Qué extraño modo de mirarme, Simón! —dijo Cristina—. ¿Por qué sonríes?
El hombre se echó a reír con expresión maliciosa, pero no contestó.
El valle se extendía ante ellos, inundado por la niebla llameante del crepúsculo. Bandadas de pájaros gorjeaban en el bosque. En algún punto, lejos, resonó el canto claro y melodioso del zorzal…
Y Cristina se hallaba a su lado, resplandeciente con sus prendas de ceremonia, iluminada por el calor del sol. Había escapado a lo sombrío, a las bodegas heladas, a las pesadas ropas que olían a sudor y mugre.
—Cristina mía, me gusta volverte a ver así —tomó la mano de Cristina y la llevó hasta su rostro—. ¡Qué bonita sortija! —hizo girar el anillo un momento y luego dejó caer la mano…, aquella mano roja, curtida. ¿Cómo conseguiría reparar el mal que habían hecho a la manita de antes, tal delgada, tan delicada?
—Estos son Arngjerd y Gaute —dijo Cristina—. Siempre discuten.
Llegaba hasta ellos un rumor de voces agudas e irritadas. La muchacha gritaba en tono amargo:
—Haces bien recordándomelo. Me parece que es mayor honor ser llamada bastarda de mi padre, que tú hijo legítimo del tuyo.
Cristina se volvió vivamente y bajó corriendo la escalera. Simón, que la seguía, oyó el chasquido de dos bofetones y vio a su cuñada, de pie, bajo la galería, sacudiendo a su hijo por los hombros. Ambos niños, rojos de vergüenza, bajaban la mirada, mudos y obstinados.
—Veo que te portas muy bien en sociedad, Gaute, y que nos haces honor a tu padre y a mí.
Gaute no levantó la cabeza. En voz baja y furiosa contestó:
—Me ha dicho una cosa que no quiero repetir.
Simón levantó el rostro de su hija, obligándola a mirarle.
Arngjerd estaba cada vez más sofocada y parpadeaba bajo la mirada de su padre.
—Es cierto… —y se sacudió la mano que la retenía—. He recordado a Gaute que su padre había sido condenado como un miserable, un traidor a su rey; pero antes, padre, él había dicho de vos… que vos, vos mismo, erais el traidor y que gracias a Erlend os habéis salvado y vivís rico, en vuestras tierras.
—Te creía lo suficiente inteligente para no dejarte impresionar por chismes infantiles, hasta el punto de olvidar las buenas maneras y los lazos de familia.
Apartó airado a la muchacha y volviéndose hacia Gaute le preguntó:
—¿En qué crees, amigo Gaute, que he podido traicionar a tu padre? Hace tiempo que me doy cuenta de que me odias y ahora vas a decirme por qué.
—Lo sabéis de sobra.
Simón sacudió la cabeza. Entonces el niño, estremecido, le gritó:
—Aquel escrito que abristeis ante mi padre, en la escalera, para que él dijera quién había puesto su sello, ese escrito yo lo vi, fui yo el que se lo llevó y lo quemó.
—¿Vas a callarte? —Erlend se interpuso entre los dos, estaba blanco hasta los labios y sus ojos despedían chispas.
—No, Erlend, es mejor aclarar las cosas puesto que hemos llegado hasta aquí. ¿Estaba mi nombre en el escrito?
—¡Cállate! —el padre, furioso, había cogido a Gaute por los hombros—. Yo confiaba en ti, hijo; merecerías que te matara.
Cristina y Simón se precipitaron hacia ellos. Erlend soltó al chico, que se refugió junto a su madre.
—Miré los sellos, padre, antes de quemarlo. Creía que podía llegar el día en que estaría en mi mano el haceros justicia.
—¡Que Dios te maldiga! —Los sollozos sacudían el cuerpo de Erlend.
Simón, que también había palidecido, sintió cómo la sangre volvía a sus mejillas.
No se atrevía a mirar hacia Erlend, la humillación de su cuñado le hacía daño.
Cristina parecía clavada en el suelo. Sus brazos seguían protegiendo al niño. Pero en su espíritu los pensamientos se ordenaban con rapidez.
Durante aquella primavera, Erlend había tenido en su poder el sello de Simón. Los dos cuñados vendían, en común, la barraca de la playa de Veoey al convento de Holm. El propio Erlend había dicho que aquello no era legal, pero no había dado lugar a reclamaciones.
Erlend había mostrado el sello a Cristina, añadiendo que Simón podía haberse comprado uno mejor grabado. Los tres hermanos habían hecho reproducir las armas de su padre y en lo único que se diferenciaban era en las iniciales. Según Erlend, el de Gyrd era el mejor grabado.
¡Gyrd Darre! Erlend le había llevado recuerdos de su hermana, las dos últimas veces que había estado en el sur… Ahora recordaba que aquello la sorprendió. ¿Erlend, invitado de Gyrd, en Dyfrin…? Se habían visto una sola vez, cuando la boda de Ramborg. Ulf Skasessoen era el cuñado de Gyrd Darre. Ulf había participado en la conjura.
—Te has confundido, Gaute —dijo Simón en voz baja y firme.
—¡Simón! —involuntariamente, Cristina cogió la mano de su marido—. Recuerda que no eres el único en usar esas armas en un sello.
—Cállate tú también… —Erlend se desprendió de la mano de su mujer, con un grito ahogado de desesperación, y corrió hacia las cuadras. Simón le siguió corriendo también.
—Erlend, ¿era mi hermano?
Pero Erlend, sin contestar, gritó a Cristina:
—Busca a los criados y seguidme todos.
Simón le alcanzó en la puerta de la cuadra y le agarró del brazo:
—Erlend, ¿era Gyrd?
Erlend no contestó. Sus facciones habían palidecido.
—Responde, Erlend: ¿estaba mi hermano de acuerdo contigo?
—A lo mejor también a ti te gustaría manchar tu espada con mi sangre —masculló Erlend, y Simón lo vio temblar.
—Sabes que no. —Soltó a su cuñado y retrocedió hasta la jamba de la puerta.
—Erlend, tan cierto como que el Señor murió por nosotros, ¡dime si es verdad!
Erlend sacaba su caballo, Soten, de modo que Simón tuvo que dejarle paso. Un criado, servicial, trajo la silla y el arnés. Simón se lo quitó de las manos y lo despidió; Erlend recibió los objetos de manos de su cuñado.
—Ahora bien puedes decírmelo, Erlend.
Simón ignoraba por qué razón insistía tanto, casi como si se hubiera tratado de su propia vida.
—Dilo, dilo, te lo suplico por las llagas del Señor.
—Continúa creyendo lo que creíste hace un rato —contestó Erlend con voz tajante.
—No creí nada, Erlend.
—Sé lo que creías.
Erlend montó. Simón cogió al caballo por la brida y el animal se encabritó.
—Deja mi caballo o te pasaré por encima —dijo Erlend.
—Entonces le preguntaré a Gyrd. Por Dios que mañana mismo iré hacia el sur, y me enteraré, Erlend…
—¿Él? Seguro que no te contestará —rezongó Erlend, y espoleó a Soten. Simón tuvo que apartarse. Su cuñado salió como un loco.
En el patio, a mitad de camino, Cristina alcanzó a Simón. Llevaba puesto el abrigo. Gaute la seguía con su equipaje y Ramborg venía detrás de su hermana.
Gaute miraba asustado, angustiado, luego apartó el rostro. Pero Cristina miró a Simón de frente. Sus grandes ojos estaban oscurecidos por el dolor y la ira.
—¿Cómo has podido creer algo así de Erlend? ¿Iba a ser capaz de engañarte de esa forma?
—Yo no creía nada —repuso Simón violentamente—. Creí que el niño decía disparates.
—Simón, no quiero que me acompañes —dijo en voz baja. Y él vio que Cristina se iba profundamente herida y lastimada.
Durante la velada, cuando se encontró a solas con su esposa, Ramborg dijo de pronto, mientras se desnudaban:
—¿Lo ignorabas, Simón?
—Sí, y tú, ¿lo sabías acaso? —preguntó con ansiedad.
Ramborg, medio desnuda, se le acercó. La luz de la vela la iluminaba; estaba en camisa y corselete y había soltado su cabello, que le caía en rizos, nimbándole el rostro.
—Tenía fundadas sospechas; la actitud de Helga era muy rara.
Una breve sonrisa crispó sus facciones, mientras parecía estremecerse.
—Decía que las cosas iban a cambiar en Noruega; que la gente de alcurnia volvería a dominar. —Ramborg seguía sonriendo ligeramente, como si un calambre se le hubiera fijado en el rostro—. Como en los demás países, se les llamaría de nuevo caballeros, barones… Más tarde, cuando me di cuenta de que tomabas con tanto afán su defensa…, te ausentabas casi durante todo el año y ni siquiera encontrabas el medio de venir a verme en Ringheim, a mí, que vivía en casa de extraños y que iba a dar a luz un hijo tuyo…, creí que seguramente sabías… que Erlend no era el único comprometido.
—Bah, caballeros y barones… —y Simón rio levemente.
—¿Obrabas solamente por amor a Cristina?
Simón contemplaba el rostro blanco, como helado, de Ramborg. Era imposible fingir que ignoraba su intención. Con la desesperación de la rabia contestó:
—Sí.
Al momento pensó: «Está loca, yo también lo estoy; todo el mundo parece haber perdido la cabeza hoy. Pero hay que terminar de una vez».
—Es cierto que lo hice por amor a tu hermana —repitió recalcando las palabras— y por los niños, que no tenían pariente más cercano que yo. También lo hice por Erlend, puesto que teníamos que ser como hermanos uno para otro. No empieces, tú también, a perder el sentido común, porque ya basta por hoy en esta casa —exclamó bruscamente, y tiró contra la pared el zapato que acababa de quitarse.
Ramborg fue a recogerlo y examinó el tronco contra el que se había estrellado:
—Es una vergüenza que a Torbjoerg no se le haya ocurrido que había que limpiar este muro antes de la fiesta; está lleno de hollín…, se me olvidó recordárselo.
Limpió el zapato. Eran los más bonitos que Simón tenía: puntiagudos, con tacón rojo; luego cogió el otro y los guardó en el arca de la ropa. En todo el tiempo no dejó de temblar.
Simón fue hacia ella y la estrechó en sus brazos. Ramborg envolvió con sus brazos delicados el cuello de su marido, tragándose las lágrimas y murmurando con voz ahogada que estaba cansada, cansada…
Cuatro días más tarde, Simón y su criado se dirigían hacia Kvarn, por el camino del norte, bajo una borrasca de gruesos copos mojados. Hacia mediodía, llegaron a la pequeña granja, cerca del camino, que servía de posada.
La dueña se adelantó para invitar a Simón a que utilizara su propia habitación. En la «sala» sólo se hospedaban los viajeros modestos. Sacudió el manto de Simón y, sin dejar de charlar, lo colgó de la viga que estaba sobre el hogar, para que se secara.
—¡Qué tiempo… pobres caballos!
Micer se habría visto obligado, sin duda, a dar la vuelta. Ahora era imposible atravesar el lago, a menos que uno estuviera harto de la vida.
La mujer se echó a reír, satisfecha de sí, y los niños, que la rodeaban, la imitaron. Los mayores trajeron leña y cerveza. Los pequeños se amontonaban junto a la puerta. Simón, el señor de Formo, les solía dar alguna monedilla y cuando, de regreso de Hamar, tenía alguna golosina para sus hijos, guardaba siempre algo para los niños de la mesonera.
Pero hoy no parecía verlos. Sentado en el banco, inclinado hacia adelante, con las manos apoyadas en las rodillas, contemplaba el fuego y no contestaba más que con monosílabos al torrente de palabras de la buena mujer. Le contaba que Erlend Nikulaussoen había ido aquel mismo día a Grauheim, porque los propietarios de bienes alodiales debían recibir, de los antiguos propietarios, la primera parte de la cantidad fijada por el derecho de rescate.
—¿Micer, quiere que mande a uno de los chicos a avisar a Erlend Nikulaussoen, para que haga con vos el camino de retorno?
—No; dame de comer; luego me acostaré y dormiré un poco.
Siempre sería demasiado pronto para encontrarse con Erlend. Lo que tenía intención de decirle quería que lo oyera Gaute; era, pues, preferible hablar de ello sólo una vez.
Sigurd, el criado, se sentó a charlar en la cocina, mientras la mujer preparaba la comida.
Sí, por supuesto, el viaje había sido duro; el amo se había portado desde el principio como un toro furioso. Otras veces, Simón Andressoen gustaba de escuchar las noticias de su país natal, que su criado, al pasar por Dyfrin, podía cazar al vuelo. En Raumarike había mucha gente que entraba gustosamente a su servicio, porque se le conocía por su amabilidad y carácter generoso; tenía siempre la mano abierta, hablaba con sus criados y no se mostraba distante. Pero aquel día, todo lo que pudo sacarle Sigurd fue:
—¡Cierra el pico!
Se había peleado con sus hermanos y ni siquiera había querido pasar la noche en Dyfrin; él y el amo habían dormido en una pequeña granja, en pleno valle.
—Micer Gyrd (bueno, debo decir que, por Navidad, el rey armó caballero al hermano de mi amo), Micer Gyrd, pues, salió al patio e insistió muy amablemente para que Simón Andressoen se quedara, pero él apenas le contestó. Y todos armaron mucho alboroto en la estancia de arriba, porque Micer Ulf Saksessoen y Gudmund Andressoen se encontraban también en Dyfrin… Daba miedo. Sólo Dios sabe por qué se pelearon de aquel modo.
Simón, que a la sazón pasaba ante la cocina, se detuvo para echar un vistazo. Sigurd se apresuró a decir que buscaba una anilla y un punzón para arreglar convenientemente la silla, que se había estropeado.
—¿Y todos esos objetos se encuentran en la cocina? —masculló Simón, alejándose.
Cuando hubo perdido de vista a su amo, Sigurd inclinó la cabeza mirando a la mujer.
Simón apartó el plato de carne y permaneció sentado, demasiado cansado para levantarse. Al cabo de un rato fue a echarse en la cama, sin desnudarse, con botas y espuelas. Luego se dijo que era una lástima; la cama, aun cuando pertenecía a gente humilde, estaba limpia y era cómoda. Se sentó al borde y se quitó las botas. El cansancio y las agujetas, debidos a la larga cabalgada en plena tormenta, le harían dormir. Estaba calado y temblaba de frío, y el viento le había cortado la cara y le escocía.
Se deslizó bajo los cobertores y dio infinidad de vueltas, sobre unas almohadas que olían a pescado…
El sueño no venía. Simón acabó incorporándose sobre el codo y sus pensamientos volvieron a danzar como un torbellino en su cabeza. En aquellos días había reflexionado, incansable, inquieto como un animal en la jaula.
Tanto si Erling Vidkunssoen sabía de antemano que se trataba de la salvación de Gyrd y de Gudmund Darre como si algún día Erlend Nikulaussoen lo contaba, él no había actuado mal al emplear todos los medios a su alcance para conseguir la ayuda del caballero de Bjarkoe. Todo lo contrario. Sus hermanos merecían que se luchara por ellos hasta la muerte, si era preciso. ¿Estaba informado Erling de lo que se preparaba?
Simón sopesaba los pros y los contras. ¿Podía ignorar que se preparaba un alzamiento y que este era inminente? Conociera lo que conociera del asunto, Gyrd y Ulf no parecían saber si aquel hombre ignoraba o no su participación en el complot. Simón recordaba, no obstante, que Erling le había hablado de los hijos de Haftor y le había aconsejado pedir su ayuda. Eran los amigos los que debían intervenir en aquel caso y los hijos de Haftor estaban emparentados con Ulf Saksessoen y con Helga.
Pero aun cuando Erling Vidkunssoen supusiera que Simón pensaba también en sus propios hermanos, no cambiaba en nada lo que había hecho. Pudo, también, creer que Simón ignoraba el peligro corrido por los suyos. Además, él mismo había dicho:
—No creo que consigan hacer hablar a Erlend.
No obstante, había motivos para desconfiar de la lengua de Erlend.
El mismo que había sabido callar bajo la tortura y en la cárcel, era capaz de haberse traicionado, más tarde, hablando. ¡Sería propio de él!
Pero ¿no sería esto lo único que Erlend no haría? Se encerraba en un silencio de piedra tan pronto la conversación recaía sobre el pasado, sin duda porque temía dejarse llevar, en contra de su voluntad, y revelar secretos que quería callar. Simón adivinaba que Erlend debía sentir un pánico infantil de romper sus juramentos. Terror infantil, porque fue él quien se traicionó con su amante, aunque aquel descuido no mancillaba su honor y, por tanto, tenía poca importancia.
Mientras no hablara, su escudo seguiría inmaculado y su fe permanecería intacta, pensaba. Y Erlend tenía en mucho su honor…, hasta donde alcanzaba a comprender aquella palabra. ¿No había perdido la cabeza, desesperado, a la sola idea de que alguno de sus cómplices pudiera ser traicionado, aún mucho después del alzamiento, cuando la indiscreción ya no podía molestar a los que él había encubierto al precio de su vida, de su reputación y de sus bienes?… Y esta indiscreción, provocada por las palabras de un niño, ¿no había llegado sólo a oídos de Simón, el pariente más cercano de aquellos hombres?
Si las cosas iban mal, pagaría por todos. Esto lo había jurado Erlend ante la cruz, delante de sus compañeros de aventura.
¡Pensar que hombres hechos y derechos se habían fiado de un simple juramento! Ni siquiera Erlend se daba cuenta de lo que hacía.
Ahora que conocía todo lo relativo a la conjura, Simón pensaba que era la mayor locura de que había oído hablar jamás. Erlend había estado dispuesto a dejarse descuartizar antes que traicionar su juramento. Y durante todo este tiempo, el secreto había estado en manos de un chiquillo de doce años, debido al propio Erlend. No sería gracias a Erlend por lo que Sunniva Olavsdatter no había sabido más cosas.
¿Quién era capaz de hacer un juicio acertado sobre un individuo como aquel?
Si hubiera creído un solo instante que Erlend y su esposa podían adivinar que él sospechaba… Dios sabe que era fácil interpretar los hechos como él lo hizo. Gaute había contado que había visto su sello sobre el escrito de la traición, y los dos de Joerungaard hubieran debido recordar que Simón sabía demasiadas cosas sobre Erlend Nikulaussoen y que por ello, y menos que nadie, podía tener confianza absoluta en su invitado.
Pero era obvio que habían olvidado que, desde hacía tiempo, había penetrado en el fondo de sus vergonzosas maquinaciones.
No tenía, pues, ninguna razón para seguir allí, humillado como un perro apaleado, por el mero hecho de haber pensado mal de Erlend en el fondo de su corazón. No quería pensar mal de Erlend —bastante lo había entristecido— y hubiera terminado por juzgar estúpida la sospecha sin la intervención de Cristina.
Se habría dicho: «Las cosas no han podido ocurrir así», después de haber creído a Erlend capaz de servirse de su sello. La acusación caía por su propio peso. Erlend no había cometido jamás una acción deshonrosa premeditadamente.
Simón gemía y se revolvía en su cama. Con aquella locura le habían vuelto a él medio loco. Era doloroso pensar que Gaute le había atribuido, durante años, semejante villanía.
Pero era un tonto tomándose las cosas tan a pecho. Si amaba a Gaute, como amaba a los demás hijos de Cristina, debía recordar, no obstante, que era sólo un niño y que su opinión contaba muy poco.
¿Y por qué sufría pensando en aquellos hombres que habían puesto la mano en la cruz de la espada de Erlend, jurando seguir a su jefe?
¿Eran corderos que se dejaban deslumbrar por una palabra fácil y una actitud atrevida, que llegaron a creer que en aquel hombre había madera de jefe? En ese caso, no era de extrañar que hubieran huido como corderos asustados cuando la aventura fracasó.
Simón sentía vértigo al recordar todo lo que había sabido en Dyfrin, al pensar que tanta gente había osado confiar la salvación del país, y su propia salvación, en manos de Erlend, Haftor Ovalasen y Borgar Trondssoen. Ni uno sólo había tenido el valor de exponerse, de exigir del rey que se concediera a Erlend una expiación honrosa y se le devolvieran sus tierras hereditarias.
Eran tan numerosos que, si se hubieran reunido, habrían obligado al rey a ceder. Había menos nervio y valentía en la nobleza de Noruega de lo que él había supuesto…
A Simón también le hacía sufrir que se le hubiera tenido al margen de la conjuración…, y no porque hubieran conseguido arrastrarlo a una empresa tan sin sentido, sino porque, lo mismo Erlend que Gyrd, habían obrado a espaldas suyas. ¿Acaso no era tan noble como ellos, y no disfrutaba también de buena fama en el país?
Y a pensar de todo, Gyrd no había actuado tan mal. Erlend había renunciado a su papel de jefe, de tal modo que no podía exigir de sus cómplices que se adelantaran y se declararan ligados a él.
Si Simón se hubiera encontrado a solas con Gyrd, no se habría peleado con sus hermanos. Pero se trataba del caballero Ulf, que estiraba las piernas mientras exponía en detalle la estupidez de Erlend, ¡cuándo todo ya había terminado!
Luego Gudmund había tomado la palabra. Ni Gyrd ni Simón hubieran permitido en otros tiempos que el más joven de sus hermanos expusiera una opinión contraria a la suya. Pero, después de su matrimonio con aquella pájara, que primero había sido del sacerdote, y luego suya, aquel muchacho gordo se había crecido. Gudmund se hacía el importante. Simón casi no creía lo que veía. Su rostro de luna llena era igual, en todo, al trasero de un niño, y la mano quería escapársele para darle un azote.
En resumidas cuentas, ¿qué les había contestado Simón a los otros tres? Ni se acordaba… Pero ahora estaban enemistados. Simón tenía la impresión de sangrar hasta la muerte cuando pensaba en aquellos lazos de carne y sangre, rotos para siempre. Se sentía como empobrecido. ¡Desdichado el hombre solo! Y ahora él estaba solo, sin ningún hermano. Fuera como fuese, había comprendido de golpe, en medio de un vivo altercado —ignoraba cómo—, el motivo de la actitud rígida y reservada de Gyrd.
No era debido únicamente al temor de su hermano a las desavenencias, que podían turbar la precaria paz de su vida conyugal. No. Gyrd aún amaba a Helga…, eso era lo que le quitaba toda la fuerza, toda la libertad. La revelación de aquel amor había sido para Simón como un relámpago cegador.
Y Simón se sintió presa de furor: ¿contra qué…? Contra toda la vida.
Hundió su rostro entre las manos. Gyrd y él habían sido hijos buenos y obedientes. Ambos habían amado sin esfuerzos a las prometidas que su padre les había elegido.
Una noche, el viejo había hablado con ellos. Decía cosas hermosas, y los hijos, tímidos, lo escuchaban. El padre hablaba del matrimonio, de la amistad, de la fidelidad que debe existir entre nobles y dignos esposos. Al final, había pedido oraciones y misas por la salvación de su alma.
Lástima que su padre no les hubiera dicho también cómo olvidar —cuando la amistad se rompe y el honor muere y la fidelidad es un pecado— un tormento secreto y vergonzoso; cómo hacer para que de lo que se había unido y ligado sólo quede una llaga incurable y sangrienta.
Después de que Erlend saliera de la cárcel, Simón había conocido una especie de paz. ¿Era, acaso, porque un hombre no puede continuar sufriendo mucho tiempo tanto como él había sufrido en Oslo? ¿O por casualidad, o porque las cosas se calman solas?
Ya no era el mismo cuando Cristina se instaló en Joerungaard con su marido y todos sus hijos y tuvo que volver a verla y reanudar los lazos de amistad y de parentesco.
Su matrimonio con Ramborg le había dolido más en la época en que había tenido que vivir con Cristina, porque es insoportable para un hombre vivir con la mujer que ama, cuando esta mujer no es ni su esposa, ni su pariente carnal.
Hacía borrón y cuenta nueva de lo que había pasado entre Erlend y él la noche en que habían celebrado la liberación de su cuñado. ¿Se había dado cuenta Erlend?, ¿pensaba en ello alguna vez? Erlend era muy olvidadizo. Simón, por su parte, tenía su propiedad, su esposa, por la que sentía gran afecto, y sus hijos.
Se tranquilizó un poco. ¿Qué culpa tenía él si amaba a la hermana de su esposa? Cristina había sido en otro tiempo su prometida y no fue él quien rompió la promesa.
En la época en que había dado su corazón a Cristina, había sido su deber hacerlo así, puesto que se la habían destinado como esposa. Si se había casado con la hermana, era culpa de Ramborg y de Lavrans. A Lavrans, tan sagaz en ocasiones, no se le había ocurrido preguntarle si había olvidado…
Claro que no habría tolerado ninguna pregunta de este tipo, ni siquiera por parte de Lavrans.
Él no era olvidadizo. Pero jamás había dicho una palabra fuera de lugar y no era responsable de que el demonio le visitara con pesadillas y sueños que ofendían los lazos de la sangre. Jamás había cedido voluntariamente a estos pensamientos de amor culpable. En sus actos, se mostraba como un hermano abnegado para con ella y sus hijos.
Al fin y al cabo, había conseguido estar bastante satisfecho con su suerte, mientras había sabido que era él quien les ayudaba a los dos. Cristina y el hombre que ella había preferido se habían visto obligados a apoyarse siempre en él. Ahora todo había cambiado. Cristina había arriesgado su vida y la salvación de su alma para salvar al hijo de Simón. Al consentírselo, ¿no había vuelto a sangrar la vieja herida?
Luego él le debía la vida a Erlend, y en vez de darle las gracias, lo había ofendido, de pensamiento sin duda…, y, sin embargo…
—… et dimitte nobis debita nostra sicut et nos dimittimus debitoribus nostris. ¿Por qué, Señor, no nos has enseñado a decir también: Sicut et nos dimittimus creditoribus nostris?
Simón ignoraba si su latín era exacto. Jamás había estado fuerte en esta materia, pero sabía que, si bien llegaba a perdonar a los que le habían ofendido, le resultaba infinitamente más difícil perdonar a aquel que había doblado su espalda con el gran peso del agradecimiento.
Ya estaban en paz, él y los otros dos; y resulta que reverdecía el viejo rencor que, durante años, había aplastado bajo su talón.
En adelante no podría evitar pensar en Erlend, aquel imbécil que no sabía ver nada, entender nada, que no sabía ni recordar ni pensar: el otro se impondría a él y sólo porque nadie podía decir lo que Erlend pensaba o recordaba… Erlend era impenetrable. «A veces le toca a un hombre lo que estaba destinado a otro, pero nadie puede conseguir ni el carácter ni las dotes de otro».
Estaba bien dicho.
Simón había amado a su joven prometida. De haberse casado con ella, habría sido un hombre feliz; hubieran terminado por vivir contentos el uno con el otro. Ella habría seguido siendo lo que era en su primer encuentro, dulce y reservada, razonable. Un hombre habría escuchado gustoso sus consejos, incluso en las cosas importantes… Un poco obstinada en lo trivial, pero sumisa en lo demás y acostumbrada a dejarse guiar, dirigir, sostener por su padre. Y resulta que aquel individuo la había hechizado, él, un hombre que jamás había sabido velar por nada. Había violentado su tierna virginidad, había destruido su orgullosa serenidad, su delicadeza femenina…, la había obligado a llevar al límite todas sus facultades. Era ella la que se había erguido para defender a quien amaba. Igual que los pajarillos, con su cuerpecillo estremecido, defienden con sus gritos su nido contra todo peligro.
Aquel cuerpo grácil y tierno, que parecía hecho para ser llevado en brazos y guardado de todo mal, Simón lo había visto animado por una voluntad salvaje, cuando, con el corazón palpitante a la vez de miedo, valor y ardor combativo, Cristina luchaba por su marido y sus hijos. Hasta la misma paloma puede mostrarse feroz y temeraria cuando tiene crías.
Si lo hubiera elegido a él, Simón, por marido, si durante quince inviernos hubiera podido demostrarle su sincero deseo de hacerla feliz…, sabía que también lo hubiera arriesgado todo por él en el caso de que la desgracia en él se hubiera cebado. Habría permanecido a su lado, valiente y audaz. Y jamás le habría visto aquel rostro de piedra, vuelto hacia él, aquella noche en Oslo, cuando le había contado que había estado en aquella casa… Jamás la habría oído gritar su nombre con el acento desgarrado…
No fue, entonces, el amor puro y honrado de su juventud el que había contestado a su grito, sino una pasión salvaje despertada en él por el grito de Cristina. Jamás habría conocido Simón las fuerzas de su corazón. Sí, con Cristina hubiera seguido la senda trazada por sus padres.
¡Ah!, su rostro, cuando pasó ante él, aquella noche de otoño, para ir en busca de lo necesario para salvar al niño… No se habría atrevido a salir de aquel modo, si no hubiera sido la mujer de Erlend, acostumbrada a obrar con decisión, aunque, en su fuero interno, temblara de miedo.
Y su sonrisa mojada de lágrimas, cuando le despertó diciendo que el niño reclamaba a su padre. ¡Sólo pueden sonreír así quienes, en un combate, han resultado vencidos, o vencedores!
La mujer de Erlend era su amor. ¡Cuánto la amaba! Era, sin duda, un amor culpable, y por ello era preciso que Simón fuera desgraciado. Porque era desgraciado. A veces incluso él mismo se sorprendía. ¿Era él esa persona que no veía ninguna salida a su desesperación? Cuando había pisoteado su honor de caballero y recordado a Erling Vidkunssoen ciertas cosas que un hombre honrado no diría ni en voz baja, fue por ella, únicamente por ella, y no por sus hermanos. Por ella se había atrevido a mendigar al otro, como los leprosos mendigan a las puertas de las iglesias de las ciudades, poniendo al descubierto sus horribles lacras.
Había esperado que un día ella supiera, pero no, no hasta dónde se había humillado… Sin embargo, cuando fueran viejos los dos, quizás podría decir a Cristina: «Te ayudé cuanto pude porque me acordaba del amor que sentía por ti cuando fui tu prometido».
Había un solo punto sobre el cual no se atrevía a pensar: ¿Había hablado Erlend a Cristina?
Se había jurado que algún día ella oiría estas palabras de su boca: «No he olvidado jamás que te amé en mi juventud».
Pero ¿y si lo supiera?, ¿si su marido se lo hubiera dicho? Sería demasiado, ¡demasiado!
Quería decírselo a ella sola, un día, pero mucho más adelante.
Y pensar que él mismo había traicionado su secreto y que Erlend había penetrado abiertamente, en lo que creía escondido en lo más recóndito de su corazón… Ramborg también lo sabía, aunque no se explicaba cómo. ¡Su propia mujer y el marido de Cristina lo sabían!
Simón gritó en voz alta, asqueado, y dio bruscamente la vuelta en la cama.
—¡Que Dios todopoderoso se apiade de mí! ¿Soy yo el que está acostado, manchado, sangrando de dolor y estremecido de vergüenza?
La mesonera entreabrió la puerta y se encontró con la mirada febril de Simón.
—¿No podéis descansar, Micer? Erlend Nikulaussoen acaba de pasar. Eran tres… seguramente le acompañaban sus hijos.
Simón murmuró una vaga respuesta, en tono irritado.
No le importaba que le adelantasen. Pero también él debía preocuparse del regreso.
Cuando entraba en su sala de Formo, se despojaba de sus ropas de abrigo. Andrés cogía el gorro de piel de su padre y se lo ponía en la cabeza. Mientras el chiquillo se sentaba a horcajadas en el banco para «ir a caballo a casa de tío Gyrd, a Dyfrin», el gorro, demasiado grande, resbalaba sobre su naricita, o sobre los rizos rubios, hacia atrás…
Pero ¿a qué pensar en todo esto? ¡Sabe Dios cuándo podría ir el pequeño a Dyfrin! El recuerdo de su otro hijo, el hijo de Halfrid, le volvió a la memoria. ¡Erling! Pensaba poco en él, pobre cadáver de niño, de una palidez azulada. Apenas había visto al pequeño Erling, en su breve existencia; este no se había separado de la madre moribunda. Si aquel pequeño hubiera vivido, o, por lo menos, si hubiera vivido más que su madre, Simón habría conservado Mandvik y contraído otra boda, en las regiones del sur. De vez en cuando, habría venido simplemente a inspeccionar sus propiedades del norte. Entonces quizá…, no, tampoco entonces habría olvidado a Cristina…, lo había arrastrado a un espacio demasiado fantástico para que pudiera olvidarla alguna vez. ¡Demonio!, un hombre estaba en su derecho al recordar una aventura extraordinaria… en que había tenido que ir a buscar a un lupanar, y en la cama de otro, a su prometida, hija de gran familia, educada en la religión y las buenas costumbres. Pero no se acordaría de ella de un modo que, como ahora, le hiciera perder el gusto a la vida.
¡Erling! Ahora tendría catorce años. Cuando Andrés llegase a la adolescencia, Simón sería ya un viejo decrépito.
—Halfrid, no fuiste demasiado feliz a mi lado, y lo que me ocurre no es del todo inmerecido.
Erlend Nikulaussoen pudo haber pagado fácilmente su ligereza con la vida, y entonces Cristina, viuda, estaría en Joerungaard. Y él estaría tal vez arrepentido de haberse casado.
En adelante, no había ninguna locura de la que él no fuera capaz.
La tempestad se había calmado, pero gruesos copos de nieve primaveral caían aún, cuando Simón abandonó la posada. Al caer la tarde, y a despecho de la nieve, los pájaros empezaron a gorjear entre los árboles.
Como si fuera una herida que sangra al menor movimiento brusco, un recuerdo insignificante atormentaba a Simón. Últimamente, en el festín de Pascua, habían salido en grupo a tostarse al sol. Sentado en una rama de abedul, sobre sus cabezas, un petirrojo cantaba en el aire suave y azul. Geirmund dio la vuelta a la casa, cojeando, apoyado en su bastón, con una mano colocada en el hombro de su hijo mayor. El niño también fruncía los labios y silbaba. Geirmund y su hijo sabían imitar el canto de la mayoría de los pájaros.
Cristina, un poco apartada, junto con otras mujeres, esbozó una deliciosa sonrisa al oír al niño y al pájaro…
A lo lejos, hacia poniente, las nubes se deslizaban, doradas sobre las vertientes nevadas, y luego dejaban el hueco de los valles llenos de brumas. El río adquiría un tono de cobre, oscuros remolinos batían contra las piedras de la corriente, cubierta cada una de ellas con una almohadilla de nieve…
Los caballos avanzaban lentamente sobre el camino mojado. Cuando Simón siguió el curso del Ulaag, la noche era de una blancura de leche bajo la luz de la luna llena que asomaba por entre las nubes y las brumas, perseguidas por el viento.
Pasado el puente, se encontró sobre la llanura plantada de pinos, por donde pasaba el camino de invierno. Los animales avanzaban con paso más rápido; sentían la querencia. Simón dio una palmada amistosa al cuello mojado de Digerbein. Se sentía feliz, a pesar de todo, por llegar al término de su expedición. Ramborg debía de estar ya dormida. A la entrada del bosque se distinguía una casita. Iba a pasarla, cuando vio unos hombres montados a caballo ante su puerta y oyó la voz de Erlend que gritaba:
—Entonces vendrás, ¿de acuerdo? ¿Puedo decírselo a mi mujer? El primer día de fiesta, ¿verdad?
Simón le devolvió el saludo y consideró incorrecto no detenerse para seguir camino con él. Pero rogó a Sigurd que se adelantara. Después se acercó a los demás. Eran Naakkve y Gaute. Erlend se reunió con ellos al momento.
Volvieron a saludarse; Erlend y sus hijos se mostraban un poco cohibidos. Simón veía bien sus rostros, aunque algo borrosos, a la luz del crepúsculo. Le pareció que su expresión era tensa, indecisa y a la vez hostil.
Así que dijo precipitadamente:
—Vengo de Dyfrin, cuñado. Sí, sabía que tenías que ir de viaje por esa zona. —Erlend, con la mano apoyada en el arzón, bajaba la vista—. Has ido de prisa —añadió al ver que el silencio se hacía angustioso.
Luego, dirigiéndose a los dos muchachos, que se disponían a iniciar la marcha, dijo:
—También quiero que vosotros escuchéis lo que tengo que decir: lo que viste en el escrito, Gaute, era el sello y armas de mi hermano. Y entiendo, al igual que tú, que él y los grandes señores que pusieron su sello en la carta dirigida al príncipe Haakon, la cual debía ser llevada por tu padre a Noruega, cumplieron muy mal el juramento que hicieron junto con él.
Gaute mantenía la cabeza agachada y guardaba silencio. Fue Erlend quien habló:
—Hay una cosa en la que no pensaste, Simón, cuando fuiste a buscar explicaciones a Dyfrin. Pagué muy cara la seguridad de Gyrd y de mis compañeros; la pagué con todo lo que poseía… excepto mi fama de hombre de honor y de palabra. Ahora Gyrd Darre creerá, sin duda, que ni siquiera he conservado mi fama.
Simón, avergonzado, agachó la cabeza: no, no se le había ocurrido.
—Debiste habérmelo dicho, Erlend, cuando te hablé de ir a Dyfrin.
—Podía habérsete ocurrido la idea; estaba tan desamparado, tan furioso, tan incapaz de reflexionar al marcharme de tu casa…
—Tampoco yo conservaba mi sangre fría, Erlend.
—No, pero tenías tiempo de recapacitar durante la larga caminata. Yo tampoco podía rogarte que abandonaras el proyecto de interrogar a tu hermano sin traicionar ciertas cosas que juré callar.
Simón se quedó en silencio; lo primero que se le ocurrió fue darle la razón al otro. Pero luego pensó que Erlend carecía de sentido común. ¿Debía permitir que Cristina y los niños tuvieran tan mala opinión de Simón? Formuló la pregunta en voz alta.
—Yo no he dicho una sola palabra de todo esto ni a mi tía, ni a mi madre, ni a mis hermanos —declaró Gaute, volviendo su bonito rostro hacia Simón.
—Pero al final, se han enterado lo mismo —insistió Simón obcecado—. Después de todo lo ocurrido en casa, el otro día, era inevitable una explicación. Y verdaderamente, tu padre debía de contar con ella. Eras aún muy niño, mi pobrecillo Gaute, y eras muy pequeño, cuando te viste mezclado en este consejo secreto.
—Debía de estarme permitido pensar que podía confiar en mi propio hijo —exclamó Erlend airado—. No tenía elección cuando me vi obligado a hacer desaparecer la carta: tenía que dársela a Gaute o bien dejar que la encontrara el enviado del rey.
Simón consideró inútil prolongar la discusión, pero no pudo evitar decir:
—Me ha dolido saber que este niño me ha acusado secretamente durante cuatro años. Siempre te he tenido cariño, Gaute.
Gaute adelantó su caballo unos pasos y le tendió la mano… Simón vio que su carita se ensombrecía, como si hubiera enrojecido.
—Tendrás que perdonarme, Simón.
Simón estrechó la mano del niño. En ciertas ocasiones, Gaute se parecía tanto a su abuelo materno, que Simón se emocionaba. Tenía las piernas un poco arqueadas y, al andar, su estatura parecía disminuir; pero era un magnífico jinete.
Cualquier padre se habría sentido orgulloso al pensar en el hombre que llegaría a ser.
Cabalgaban los cuatro en dirección norte: los muchachos en cabeza. Cuando estos estuvieron lo bastante lejos para no oírlos, Simón prosiguió:
—Verás, Erlend, no creo que puedas reprocharme el haber ido a casa de mi hermano y rogarle que me dijera la verdad. Pero sé que tú y Cristina tenéis motivos para estar disgustados conmigo, porque en el momento en que… —buscaba las palabras—… me enteré de noticias tan inesperadas… lo que Gaute decía de mi sello… No puedo negar que pensé… vi que adivinabais lo que pensaba… y yo debía de haber rechazado inmediatamente la idea por imposible, si hubiera tenido suficiente valor para ello. Reconozco que tienes razón de estar disgustado —repitió.
Los caballos chapoteaban en la nieve fangosa. Erlend tardó algo en contestar, pero lo hizo en tono amable y tranquilo:
—No veo qué otra cosa habrías podido pensar, Simón; era la única interpretación natural.
—No, tenía que haber comprendido que era imposible —insistió Simón entristecido.
Poco después preguntó:
—¿Pensabas, acaso, que yo estaba enterado de lo de mis hermanos? ¿Pensaste que fue por ellos por lo que te ayudaba?
—No —contestó Erlend sorprendido—, me dije que no podías saber nada. No se lo había dicho a nadie. Y no tenía motivos para creer que tus hermanos hablaran; podía estar seguro de que no. Estaba convencido de que tú obrabas en recuerdo de nuestro suegro y porque eres bueno.
Simón guardó silencio.
—Te he debido ser odioso —articuló al fin.
—Oh, cuando tuve tiempo de pensar en ello…, pero no veo cómo podías haber interpretado las cosas de otro modo.
—¿Y Cristina…? —preguntó Simón titubeando.
—¿Cristina…? —Erlend se echó a reír—. Sabes que no permite que nadie me juzgue, excepto ella. Sin duda opina que se basta y sobra para hacerlo. Es lo mismo que con los niños. ¡Líbreme Dios de tocarlos! Pero ten en cuenta que la he reñido muy de veras.
—¿De verdad lo has hecho así?
—Sí, y con el tiempo entrará en razón. Cuando Cristina haya reflexionado recordará la fiel amistad que has demostrado siempre.
Simón sentía su corazón estremecido de indignación. No podía soportar que el otro pareciera decirle: «Olvidemos todo esto; no le demos más importancia».
La luna iluminaba el rostro sereno de Erlend.
—Perdóname —dijo Simón con voz entrecortada por la emoción—; no comprendo cómo pude creer…
Erlend le interrumpió impaciente:
—Ya ves que te he comprendido. Te era difícil juzgar los hechos de otro modo.
Y Simón exclamó:
—Oh, ¡si no hubiera sucedido una simple pelea de niños!
—Sí…, bien es verdad que Gaute jamás recibió tal paliza en su vida.
—Y pensar que todo esto ocurrió por discutir sobre sus antepasados…, de aquel tal Reidar Birkebein, y el rey Skule y el obispo Nikulaus.
Erlend movió la cabeza:
—Mira, cuñado, no pensemos más en ello; mejor será que tratemos de olvidarlo lo antes posible.
—Yo no puedo.
—Pero, Simón —le reprochó Erlend sorprendido—, esta historia no merece que te la tomes tan a pecho.
—No puedo olvidarla, ¿comprendes? Yo no soy tan bueno como tú. No puedo perdonar tan fácilmente a los que he ofendido.
Erlend lo miró desconcertado.
—No comprendo qué es lo que quieres decir.
—Quiero decir… —el rostro de Simón estaba contraído por el dolor y la cólera, hablaba en voz baja, como si hiciera un esfuerzo para no gritar—. Te he oído decir palabras de encomio sobre aquel senescal de Steigen, el anciano al que robaste la mujer. Noté que amabas a Lavrans con cariño filial. Y jamás vi que me odiaras porque me habías arrebatado la prometida. Yo no tengo tal grandeza de espíritu, no la tengo como tú, Erlend. Yo odio al hombre al que he hecho daño.
Desencajado, conmovido, miraba a su cuñado. Erlend le había escuchado con la boca entreabierta:
—Esto es algo que no me esperaba. Así, pues, ¿me odias, Simón?
—¿No crees que tengo motivos para odiarte…?
Involuntariamente, ambos hombres habían detenido sus caballos. Se miraban buscando penetrar hasta el fondo de sus almas. Los ojillos de Simón eran duros como el acero. Vio, a la pálida luz de la noche, que el rostro de Erlend estaba crispado como bajo el efecto de un sentimiento nuevo y, mordiéndose el labio inferior, que le temblaba, gritó:
—No puedo soportar el verte.
—Pero, por Dios, si hace veinte años de aquello —murmuró Erlend angustiado.
—Sí, y ¿no crees que a ella vale la pena que se la recuerde durante veinte años?
Erlend se alzó sobre la silla. Su mirada firme encontró la mirada de Simón. La luz de la luna arrancaba un destello verde a sus grandes ojos.
—Sí, Dios… Dios la bendiga.
Permaneció inmóvil un instante y luego espoleó su caballo, que saltó por encima de los charcos, salpicando agua por todas partes.
Simón retuvo a Digerbein; a poco que se hubiera descuidado habría salido despedido, tal fue el tirón que dio a las riendas. Esperó en el camino, dejando que el animal caracoleara con impaciencia, hasta que dejó de oír el ruido de cascos en la nieve que se iba fundiendo.
El arrepentimiento de lo que había dicho lo embargó inmediatamente. Se lo reprochaba, tenía vergüenza, como si, esclavo de aquella ira ciega, hubiera pegado a un ser indefenso, a un niño o a un animal tierno e inofensivo.
Su odio le parecía comparable a una lanza rota, rota por él mismo, al tropezar con la inocencia estúpida de aquel hombre. Aquel pájaro de mal agüero, Erlend Nikulaussoen, no comprendía nada de nada; era, a la vez, ingenuo y débil.
Simón juraba y maldecía a media voz. ¿Ingenuo un individuo que había rebasado ampliamente los cuarenta? Ya era hora de que pudiera soportar que le hablaran de hombre a hombre.
Simón se había lastimado atacando a Erlend, pero por fin una vez había dicho lo que sentía.
Y ahora se iba a su casa, junto a ella: «Dios la bendiga». Qué cara había puesto al decir aquello.
Se había terminado el jugar al amor fraternal entre aquella pareja y él y los suyos.
No volvería a ver a Cristina Lavransdatter.
Sólo pensarlo le cortaba el aliento. ¡Al diablo con todo! «Si tu ojo es para ti un motivo de pecado, arráncatelo y tíralo lejos de ti», decía el sacerdote.
Había obrado así, sobre todo, para huir de esas relaciones de hermanos entre él y Cristina; ya no podía más.
Tenía un único deseo: no despertar a Ramborg al llegar a su casa.
Pero cuando pasó por entre las vallas, vio bajo los aleros a una mujer vestida con un manto oscuro. Se distinguía su toca de lino.
Se había quedado esperándole, desde el regreso de Sigurd. Las sirvientas se habían acostado, así que Ramborg sirvió ella misma las gachas que había dejado calentándose en el horno de la estufa. Luego le trajo jamón y cerveza.
—¿No quieres acostarte ya, Ramborg? —preguntó Simón mientras se sentaba.
Ramborg no contestó; se acercó al bastidor y empezó a pasar los hilos multicolores por la urdimbre. Antes de Navidad, había empezado una alfombra de dibujos, pero su trabajo no había avanzado.
—Hace cosa de una hora que Erlend ha pasado por aquí —explicó, mientras le daba la espalda—. Suponía, por lo que dijo Sigurd, que volveríais juntos.
—¡No!
—¿Acaso Erlend tenía más ganas de acostarse que tú?
Ramborg formuló la pregunta riendo, pero al no obtener respuesta prosiguió:
—Después de sus ausencias, necesita siempre correr junto a Cristina.
—¡Erlend y yo no nos hemos separado como amigos!
Ramborg se volvió vivamente hacia su marido, y Simón le habló entonces de lo que había sabido en Dyfrin y le contó la primera parte de su conversación con Erlend y sus hijos.
—Vaya ocurrencia pelearos ahora después que hasta ahora habéis podido ser buenos amigos.
—Sí, tal vez, pero ya está hecho. Además, es muy tarde ya para seguir hablando de ello.
Ramborg volvió a su trabajo, como si no hubiera oído las últimas palabras de su marido.
—Simón —exclamó de repente—, ¿te acuerdas de una historia que Sira Eirik nos leyó un día, en la Biblia, la historia de una joven que se llamaba Abisag la sulamita?
—No.
—Fue en la época en que el rey David se hacía viejo, cuando ya había perdido su fuerza y su virilidad.
Simón interrumpió a su esposa:
—Ramborg, querida mía, la noche está muy avanzada y no es el momento de contar historias. Acabo de recordar lo que le ocurrió a esa mujer.
Ramborg seguía tejiendo sin hablar; por fin dijo:
—¿Te acuerdas también de aquella leyenda que sabía mi padre?, ¿la leyenda de Tristán el Hermoso, de Isolda la rubia y de Isolda la morena?
—Sí, me acuerdo.
Simón apartó el plato de carne, se secó los labios con el revés de la mano y se puso en pie.
Se quedó ante la estufa con un pie apoyado en el reborde, el codo sobre la rodilla, la barbilla en la mano, contemplando el fuego que seguía ardiendo en el hueco. En su rincón y sin dejar de tejer, Ramborg seguía hablando con la voz cargada de lágrimas:
—Cuando escuchaba esas historias, no comprendía la actitud tan cruel de aquellos hombres con sus jóvenes esposas, que iban a ellos vírgenes, ofreciéndoles la ternura de sus corazones. ¿No habrían debido rodearlas de cuidados, envolverlas en un amor agradecido en lugar de mirar hacia mujeres tales como Betsabé o Isolda la morena, que ya se habían entregado a otros hombres? Si yo hubiera sido un hombre, habría tenido más orgullo y más corazón. Siempre he pensado que la suerte de Abisag y de Isolda de Bretland era lo más duro que podía ocurrirle a una mujer.
Calló un momento, incapaz de seguir hablando. Levantándose, cruzó la estancia y se plantó ante su marido.
—¿Qué te pasa, Ramborg? —preguntó Simón en voz baja e irritada—. No comprendo lo que me quieres decir.
—Sí que lo comprendes —exclamó con violencia—. Tú eres como Tristán.
—Eso es algo que me cuesta creer —Simón intentó reír—. Parecerme yo a Tristán el Hermoso… Y las dos mujeres de que has hablado, si mal no recuerdo, murieron vírgenes y puras; sus esposos ni siquiera las habían tocado.
Simón miró a su mujer; el pequeño rostro triangular estaba pálido, se mordía los labios.
Se puso en pie y rodeó a Ramborg con sus brazos. Dulcemente le recordó:
—Pequeña, tenemos dos hijos.
Pero ella permaneció silenciosa.
—He hecho cuanto he podido para demostrarte que agradecía lo que me ofreciste. Incluso creo haber intentado ser un buen marido.
Al ver que continuaba en silencio, la soltó y volvió a sentarse en el banco. Ramborg le siguió y se detuvo frente a él. Le contempló: sus gruesos muslos ceñidos por las calzas empapadas y manchadas de barro, su cuerpo macizo, el rostro curtido, de facciones duras… Apretó los labios, despechada:
—Te has vuelto feo, Simón.
—Jamás me he tenido por un hombre guapo —contestó su marido, impertérrito.
—Y yo no soy joven ni hermosa —y se sentó sobre sus rodillas.
Las lágrimas caían de sus ojos cuando cogió el rostro de su marido entre sus manos.
—Simón, mírame. ¿Por qué no te satisface que siempre haya deseado ser para ti? Cuando era niña, pensaba que mi marido debería ser tal como tú eres… ¿Recuerdas que nos llevabas de la mano a Ulvhild y a mí…? Tenías que ir con nuestro padre a ver los potros en el parque. Cogiste a Ulvhild en brazos para cruzar el arroyo. Mi padre quiso cogerme a mí, pero grité diciendo que eras tú quien debía hacerlo. ¿Te acuerdas?
Simón movió afirmativamente la cabeza. Recordaba haberse ocupado mucho de Ulvhild, porque compadecía a la pobrecita contrahecha, tan bonita; pero no recordaba en absoluto a la pequeña, sólo sabía que Lavrans tuvo otra hija después de Ulvhild.
—Tu cabello era precioso —prosiguió Ramborg, pasando la mano por un mechón rizado que caía sobre la frente de Simón— y aún ni siquiera tienes canas. El cabello de Erlend no tardará en ser más blanco que negro. Me gustaban tantos los hoyuelos de tus mejillas cuando te reías… Tenías también una voz tan alegre…
—Sin duda, mi apariencia era mejor entonces que ahora…
—No —murmuró—, no cuando me miras con ternura. ¿Te acuerdas de la primera vez que dormí en tus brazos? Estaba acostada y tenía dolor de muelas. Mis padres se habían dormido y la estancia estaba a oscuras. Pero tú te acercaste a nuestro banco, el de Ulvhild y el mío, y me preguntaste por qué lloraba. Me dijiste que no me moviera y me callara para no despertar a los demás, y me cogiste en brazos. Luego encendiste la vela y sacaste punta a un palito, con el que rascaste la muela enferma; después recitaste una oración sobre el palito y me curé. Me dejaste dormida en tu cama, apretada contra ti.
Simón apoyó la mano sobre la cabeza de su joven esposa y la atrajo hacia sí.
Ahora que ella se lo recordaba, le volvía a la memoria. Aquello ocurrió en la época en que se encontraba en Joerungaard, para decir al viejo Lavrans que era mejor anular el compromiso entre Cristina y él.
Aquella noche no podía dormir y recordaba haberse levantado para ocuparse de la pequeña Ramborg, desvelada por el dolor de muelas.
—¿Te he dado jamás motivo para que creyeras que no te amaba, pequeña Ramborg?
—Simón, ¿no crees que merezco ser amada más que Cristina? Ha sido mala y falsa contigo; yo te he seguido siempre como un perrito.
Simón la dejó cuidadosamente en el suelo, se puso en pie y tomó las dos manos de Ramborg entre las suyas:
—No hables así de tu hermana, Ramborg. Me pregunto si sabes bien lo que dices. ¿Te parece que no temo a Dios, que no temo a la vergüenza y al más grave de todos los pecados, o que no pienso en mis hijos, en todos mis parientes y amigos? Soy tu marido, Ramborg, no lo olvides, y no vuelvas a hablar así.
—Sé que no has infringido la ley de Dios ni traicionado tu honor…
—Jamás he dicho una palabra a tu hermana, ni la he rozado con la mano, de un modo que no pudiera responder de ello el día del juicio, y tomo a Dios y a san Simón apóstol por testigos.
Ramborg bajó la cabeza en silencio.
—¿Crees que tu hermana hubiera continuado viéndome, como lo ha venido haciendo durante todos estos años, si pensara que la amo con pasión culpable? En ese caso, no conoces a Cristina.
—¿Ella? Jamás ha imaginado que otro hombre, excepto Erlend, pudiera desearla; ni siquiera sospecha que nosotros podamos, también, ser de carne y hueso…
—Tienes razón, Ramborg —asintió Simón con calma—. Pero entonces deberías darte cuenta de que es una locura atormentarme con tus celos.
Ramborg retiró las manos.
—No tenía intención de hacerlo, Simón. Pero nunca me has amado como la has amado a ella. Su recuerdo ocupa aún tus pensamientos; cuando no me ves, ¡qué poco piensas en mí!
—No es culpa mía, Ramborg, si el corazón de los hombres está hecho así. Lo que en él quedó grabado, cuando era joven y ardiente, es más profundo que todas las runas grabadas más tarde.
—¿Has oído un refrán que dice: «El corazón del hombre es la primera cosa que se agita en el seno de la madre y la última que muere en él»? —murmuró Ramborg.
—No. ¿Existe ese refrán? Debe de ser cierto.
Acarició las pálidas mejillas de Ramborg y añadió, cansado:
—Si esta noche queremos acostarnos, debemos hacerlo en seguida.
Ramborg se durmió al instante, y Simón retiró el brazo de debajo de la nuca de su mujer. Se retiró al extremo de la cama y se cubrió con las mantas hasta la barbilla. Su camisa estaba completamente mojada, en el hombro, por las lágrimas de Ramborg.
Compadecía a su mujer de todo corazón; pero, al mismo tiempo, se decía, desesperado, que no podría continuar tratándola como a una niña ciega y sin experiencia. Tenía que aceptar que fuera una mujer. Detrás de los cristales asomaba el cielo de un tono gris. La noche de mayo tocaba a su fin.
Simón se sentía mortalmente cansado, y a la mañana siguiente empezaba un día de fiesta.
No iría a la iglesia, aunque bien lo necesitaba; años atrás había prometido a Lavrans no faltar a una sola misa sin un motivo grave. Pero ¿de qué le había servido mantener la promesa durante años y años?
Mañana no iría a misa.