4

Un poco más tarde, en el curso de aquel mismo otoño, Simón Andressoen tuvo que ir a casa de su hermano, en Dyfrin. Mientras estaba allí, recibió una petición de matrimonio para su hija Arngjerd. Las partes no llegaron a ponerse de acuerdo, y Simón un poco inquieto, emprendió el regreso al norte. Tal vez hubiera debido aceptar: su hija habría estado protegida y él mismo libre de preocupaciones respecto a su porvenir.

Puede que Gyrd y Helga tuvieran razón; era estúpido no agarrar con las dos manos semejante oferta. Eiken era una finca mucho mayor que Formo; Aasmund era dueño de más de la tercera parte y jamás habría pensado en buscar para su hijo una novia como Arngjerd, cuya familia materna era de origen modesto, sin parientes de renombre, si Simón no hubiera poseído unas garantías sobre la propiedad. Habían tenido que pedir dinero prestado a la vez a las religiosas de Oslo y a Dyfrin, cuando Grunde Aasmundssoen tuvo que indemnizar por segunda vez la muerte de un hombre. Grunde perdía la cabeza cuando bebía, pero, aparte de esto, decía Gyrd, era un hombre recto y de carácter agradable. Se dejará indudablemente guiar por una persona llena de buen sentido como lo era Arngjerd.

Pero Grunde tenía pocos años menos que Simón. Y Arngjerd era joven. Además, la gente de Eiken quería que la boda se celebrara en primavera.

En la memoria de Simón persistía un recuerdo desagradable. Siempre que le era posible trataba de no pensar en ello, pero los detalles volvían a su mente cada vez que retomaba el tema de la boda de Arngjerd.

La primera mañana que despertó junto a Ramborg se sintió desgraciado; y no porque se hubiera mostrado más turbado o más excitado de lo que es normal en un recién casado.

Pero había sido un golpe para él ver a Cristina entre las damas de honor de la novia. Y pensar que Erlend, su nuevo cuñado, la había acompañado al cuarto nupcial…

Al abrir los ojos a la mañana siguiente, había contemplado a su mujer que aún dormía y su corazón se había estremecido de dolor y vergüenza, como si se hubiera portado mal con una criatura. Sin embargo, el remordimiento no servía para nada.

Ramborg, al despertar, había reído.

—Eres mío, Simón —y sus manos golpeaban el pecho de su marido—. Mi padre es tu padre, y mi hermana es tu hermana.

Un sudor de angustia mojó la frente de Simón. «Si supiera que mi corazón, al oírla, me deja de latir en el pecho», se decía.

Sin embargo, Simón se vio obligado a reconocer que su boda le satisfacía. Su mujer era rica, de noble ascendencia, joven y fresca, dulce y bella. Le había dado una hija y un hijo. Un hombre no puede olvidar esto, cuando sabe lo que es vivir en la abundancia sin tener hijos que puedan conservar los bienes a la muerte de los padres. ¡Dos hijos…! Tenían el porvenir asegurado. Además, Simón era lo bastante rico para casar bien a Arngjerd. Le hubiera gustado tener un hijo más; ni siquiera se quejaría si nacían otros dos niños en Formo. Pero Ramborg estaba encantada de escapar a nuevas maternidades, y era preferible no contrariarla demasiado porque resultaba mucho más agradable vivir en la casa cuando Ramborg estaba de buen humor. Simón nunca sabía a qué atenerse con su mujer… También el tren de vida podía ser mejor. Pero ¿quién puede esperar, como se dice, beber siempre en copas llenas?

Esto era lo que se iba diciendo Simón al regresar a Formo.

Ramborg tenía que ir, en el curso de la semana, a Kruke, por San Clemente. Era feliz siempre ante la perspectiva de salir un poco de su casa. Sabe Dios lo que ocurriría allí esta vez. Sigrid esperaba su tercer hijo. En el viaje de ida se asustó al parar en casa de su hermana, viéndola tan frágil, tan poco resistente.

En Eybau mandó quemar gruesos cirios ante la imagen de la Virgen que, según la gente, hacía grandes milagros, y había prometido importantes donativos si Sigrid salía de aquel trance con vida y salud.

¿Qué harían Geirmund y los niños, si moría la madre? Era mejor no pensarlo.

¡Vivían tan unidos Sigrid y Geirmund…! Jamás el marido había dejado de hacer lo que, en su opinión, podía dar felicidad a su mujer. Cuando comprendió que Sigrid se consumía por deseo de ver al niño que había tenido en su juventud de Gjaavald Arnessoen, pidió a Simón que trajera al niño para que la madre pudiera tenerlo con ella durante algún tiempo.

Sigrid sólo experimentó pesar y decepción al encontrase con aquel principito demasiado mimado. Después de aquello se había dedicado con mayor cariño a su marido y sus hijos.

Parecía completamente feliz y ello no sorprendía a Simón. Pocos hombres tenían una convivencia tan agradable como Geirmund. Poseía una voz magnífica. Aunque sólo hablara de un caballo que le hubieran vendido ya enfermo, parecía oírse el sonido de un arpa. Geirmund Hersteinssoen siempre había sido feo, de rostro extraño, pero de joven era robusto y bien formado, de buena constitución, el mejor arquero, el mejor cazador de la región, el más hábil de todos en cualquier ejercicio físico. Tres años antes se había quedado contrahecho después de que, de regreso de una cacería, llegó a gatas a su casa arrastrando tras de sí una pierna aplastada.

Ahora no podía andar sin bastón ni por su propia casa; ya no montaba a caballo, ni recorría sus tierras sin que le ayudasen.

La desgracia se cebaba siempre en él. Solitario y raro, no era capaz de regir su propiedad y velar por su prosperidad. Cualquiera que quisiera podía engañarle. Pero poseía habilidad manual, sabía forjar el hierro y labrar la madera. En todas sus palabras se mostraba prudente y bueno. Y cuando aquel hombre cogía el arpa y cantaba, podía, si quería, hacer reír o llorar. Parecía el caballero de la canción que, por la magia de su acento, hacía caer las hojas de los árboles y los cuerpos de los animales. Los niños ya crecidos repetían a coro el estribillo. Era mejor escucharle a él que al carillón de Biskopshamar.

La penúltima hija, Inga, aunque sólo sabía andar agarrándose a los bancos, y aún no hablaba, se pasaba el día tarareando y su vocecita era como una campanilla de plata.

Vivían juntos, amo, hijos, servidores, en una vieja cabaña minúscula y negra. El piso que Geirmund había proyectado construir no sería jamás edificado. Apenas había tenido medios suficientes para alzar una nueva granja que reemplazara la que había ardido el año anterior. Y, no obstante, los padres no habían tenido valor para separarse de ninguno de sus numerosos hijos. Simón se ofrecía, todas las veces que iba a Kruke, a adoptar uno. Geirmund y Sigrid le daban las gracias y rehusaban.

¡Quién sabe, quizá Sigrid era, de todos los hermanos, la que se había llevado la mejor parte! Gyrd aseguraba que Astrid era feliz con su nuevo marido. Vivían en Byfylke, lejos, hacia el Sur, y Simón no les había visto desde su matrimonio. Pero, según Gyrd, los hijos de Torgrim se peleaban continuamente con su padrastro.

Y Gudmund también aseguraba estar satisfecho con su suerte…, aunque Simón, sin pecar por ello, diera gracias al cielo de que su padre no hubiera vivido lo bastante para presenciar aquella felicidad.

Tan pronto las conveniencias lo permitieron, después de la muerte de Andrés Darre, Gudmund había celebrado su boda con aquella viuda que su padre no había querido por nuera. El caballero de Dyfrin decía que aunque él había cuidado de buscar para sus hijos mayores novias ricas y hermosas, de noble familia y buena reputación —y, no obstante, Simón y Gyrd no habían encontrado más que una felicidad regular—, si se dejaba a Gudmund llevar a cabo su loco proyecto, el resultado sería un verdadero desastre.

Tordis Bergsdatter era mucho mayor que Gudmund y tenía poco dinero. No había tenido hijos del primer matrimonio, pero más tarde había dado a luz una niña, hija de uno de los sacerdotes de la iglesia de Santa María de Oslo… y la gente decía también que se había entregado fácilmente a otros hombres, incluyendo a Gudmund Darre desde su primer encuentro.

Daba miedo de tan fea, no tenía modales y, en opinión de Simón, hablaba groseramente y de forma impropia de una mujer; pero era viva, lista, divertida, razonable y de buen humor. Simón habría sentido incluso simpatía por Tordis si, debido a su matrimonio, no hubiera entrado a formar parte de la familia. Pero Gudmund prosperaba, lo que no dejaba de tener un aspecto desagradable. Se había vuelto casi tan grueso y pesado como Simón y esto no le sentaba bien: de joven había sido delgado y hermoso. Tenía ahora un aire indolente y perezoso… entraban ganas de abofetear a ese muchacho todas las veces que uno se lo encontraba. Gudmund había sido siempre un perfecto imbécil.

A pesar de todo, era una suerte, en aquella desgracia, que los hijos se parecieran a la madre por el carácter y a él por el físico.

¡Pero Gudmund prosperaba!

Simón no tenía razones para preocuparse por Gudmund de aquella manera y, asimismo, era absurdo preocuparse por Gyrd. No obstante, todas las veces que volvía a la finca de su padre, que veía el estado en que todo se hallaba ahora, Simón se impresionaba tanto que al marcharse le dolía el corazón.

La riqueza aumentaba. Ulf Saksessoen, el cuñado de Gyrd, gozaba en aquel momento del favor ilimitado del rey, y había arrastrado a Gyrd al círculo de los que detentaban los privilegios y el poder en el país. A Simón no le gustaba aquel individuo… y desde luego Gyrd compartía su opinión. Gyrd seguía de mala gana y sin alegría el camino trazado por su mujer y su cuñado, sólo para que le dejaran en paz.

Helga Saksesdatter era un troll…, pero si Gyrd estaba tan disgustado era sobre todo por culpa de sus dos hijos… Sakse, el mayor, debía de tener unos dieciséis inviernos. Casi todas las noches su criado tenía que llevarlo a la cama borracho perdido. Había ya bebido lo bastante como para perder la inteligencia y la salud. Antes de llegar a la edad viril habría muerto por haber bebido demasiado… y no sería una gran pérdida. Sakse, a su edad, tenía ya mala fama en la región por su brutalidad y orgullo. Era el preferido de su madre. Gyrd prefería al más joven, Jon, que parecía en efecto bien dotado para hacer honor a la familia…, excepto por su aspecto, porque era contrahecho, jorobado y de hombros estrechos y levantados. Tenía una enfermedad de estómago y sólo soportaba los caldos y el pan sin levadura.

Simón Andressoen, cuando su propia vida le había parecido difícil, había encontrado siempre en su espíritu de solidaridad con la familia una especie de refugio. Los contratiempos que podía tener cobraban menor importancia cuando veía, confiado, el porvenir feliz de sus hermanos y hermanas.

Si por lo menos en Dyfrin todo fuera como en tiempos de su padre cuando la paz, la satisfacción y la prosperidad reinaban allí, Simón habría tenido con qué compensar su secreta inquietud. Sus raíces estaban entremezcladas con las de los suyos, todas ellas se hundían profundamente en la tierra oscura. Un corte en una de ellas alcanzaba dolorosamente a cada una de las demás.

Gyrd en esto sentía lo mismo que Simón; por lo menos en otros tiempos. Ahora Simón ignoraba si los sentimientos de Gyrd habrían cambiado.

Había preferido a Gyrd y Sigrid a todos los demás. Recordaba que de adolescente experimentaba a menudo tal ternura por su hermanita que se sentía impulsado a demostrársela. La hacía rabiar, le tiraba de las trenzas, la pellizcaba. Parecía como si no supiera demostrar su afecto más que mediante una actitud odiosa. Pero necesitaba estos desafíos para poder luego, sin avergonzarse, darle todo lo que podía agradarle y hacer que la niña compartiera sus juegos. Le construía molinos en el río, le hacía casas o tallaba para ella flautas de caña en primavera.

Su memoria conservaba como una marca de fuego el recuerdo del día en que había sabido la desgracia de Sigrid.

Era un domingo, poco antes de primavera. Simón, de pie bajo el pórtico de Mandvik, se impacientaba por la espera a que le obligaban las mujeres. En el patio, los lacayos y los caballos ensillados para ir a la iglesia llevaban aguardando mucho rato.

Al fin, Simón se enfadó de verdad y entró en la sala de las mujeres. Encontró a Sigrid todavía acostada. Sorprendido, preguntó si estaba enferma. Su esposa, Halfrid, estaba sentada en la cama. Su dulce rostro ajado se crispó cuando levantó la mirada hacia él.

—Estaba muy enferma, pobrecita, pero creo sobre todo que te tiene miedo a ti y a la familia… ¿Cómo vais a tomarlo?

Sigrid lanzó un grito y escondió la cabeza en el pecho de Halfrid, agarrándose a ella, rodeando a su cuñada con sus brazos infantiles y desnudos.

El grito desgarró el corazón de Simón; toda su sangre pareció escapársele por aquella herida.

El dolor y la vergüenza de su hermana lo abrumaban; le hacían perder la cabeza. Un sudor de angustia lo bañaba. ¿Qué haría su padre con Sigrid?

Estaba tan trastornado, al regresar a Raumarike por caminos secundarios, que su servidor, quien lo ignoraba todo, acabó burlándose de él al verle bajar del caballo continuamente… Simón hacía tiempo que estaba casado, pero, al pensar en su padre, le entraba tal miedo que le produjo una descomposición.

El padre no dijo una palabra, pero se desplomó como por efecto de un hachazo.

Aún ahora, cuando iba a dormirse, se incorporaba sobresaltado reviviendo la escena que se había desarrollado aquel día ante sus ojos: Andrés Darre, sentado, con la cabeza caída sobre el pecho, balanceándose incesantemente, y Gyrd, de pie, con la mano apoyada en el brazo del sillón, un poco más pálido que de costumbre, los ojos bajos…

—Gracias a Dios, ella no ha estado aquí cuando se ha descubierto este asunto; es una suerte que esté contigo y con Halfrid —había dicho Gyrd al encontrarse solos.

Fue la única vez que Simón oyó a Gyrd decir una palabra que no implicara que su esposa era superior al resto de las mujeres.

Pero Simón había observado que Gyrd envejecía y se destruía en cierto modo desde que se había casado con Helga Saksesdatter.

En la época de su noviazgo, Simón se sentía conmovido al mirar a su hermano. Gyrd jamás había sido locuaz, pero todas las veces que regresaba de ver a su prometida resplandecía de belleza.

Un día confió a Simón que tiempo atrás había visto a Helga, pero no le había dirigido la palabra porque jamás hubiera podido sospechar que la familia de Helga le entregaría aquella joven tan rica y tan bella.

Simón se sentía orgulloso de la extraordinaria belleza de Gyrd en su juventud. Era tan guapo que atraía todos los corazones. Todo el mundo parecía adivinar que aquel muchacho guapo y reservado estaba dotado de gran bondad, de un espíritu lleno de nobleza, de un corazón generoso y valiente. Luego contrajo matrimonio con Helga Saksesdatter y se volvió vulgar.

Gyrd no hablaba, pero ambos hermanos iban siempre juntos, y Simón charlaba por los dos. Se le suponía inteligente. De carácter sociable, tenía siempre muchos amigos íntimos para beber y reír con él, para desafiarle en una cacería, en una carrera y en todos los placeres de la juventud. El hermano mayor seguía a Simón, hablaba poco, pero sonreía con su bella sonrisa llena de gravedad. Las escasas palabras que pronunciaba tenían enorme importancia para todos.

Ahora, Gyrd Andressoen estaba mudo como un sepulcro.

El verano en que Simón fue a decir a su padre que Cristina Lavransdatter y él habían acordado romper su compromiso, Simón notó que Gyrd había desvelado el secreto de aquella ruptura. Gyrd sabía que Simón amaba a su prometida y que debía existir una razón poderosa para que abandonara su derecho, una razón que hacía infinitamente desgraciado a Simón. El hermano mayor había aconsejado al padre que abandonaran el proyecto. Pero con Simón no dio a entender que sospechara nada. Y Simón pensó que si hubiera podido amar a su hermano más de lo que ya le amaba, aquel hubiera sido el momento en que habría empezado a hacerlo…

Simón quería estar de buen humor, mientras iba hacia el norte, hacia su casa. Multiplicaba las ocasiones de saludar a amigos a lo largo del camino; entraba a saludarlos, bebía alegremente con ellos. Sus amigos ensillaban los caballos y le acompañaban hasta la siguiente propiedad, donde vivían otros amigos.

Era maravilloso cabalgar sobre aquel piso helado y limpio de nieve…

El dueño de Formo cubrió la última etapa a la caída de la tarde. La excitación provocada por la cerveza se había disipado. Sin embargo, mientras los servidores hablaban ruidosamente, en Simón el manantial de chanzas se había secado. Todos creyeron que el dueño se había cansado.

Simón llegó a su casa y Andrés, como siempre, anduvo pegado a los talones de su padre. Ulvhild rondaba su bolsa para ver si le traía algún regalo. Arngjerd llegó con cerveza y algo de comer y Ramborg se sentó al lado de Simón pidiendo noticias. Cuando los niños estuvieron acostados, Simón sentó a Ramborg sobre sus rodillas, le dio recuerdos de sus amigos y le contó lo que había visto y oído. ¿No sería una vergüenza, una cobardía, el no sentirse satisfecho de la vida?

Al día siguiente, mientras Simón estaba en Saemund, en la cabaña, Arngjerd le trajo la comida. Pensó que era mejor hablar en seguida de la petición matrimonial, puesto que ambos estaban solos. Así, pues, participó a su hija la conversación sostenida con la gente de Eiken.

«Arngjerd no es bella», pensó el padre contemplando a la joven que estaba de pie ante él. Era baja, nada esbelta, de rostro pálido y facciones grandes. Sus cabellos de color claro estaban estriados de mechones más oscuros; caían sobre la espalda en dos gruesas trenzas, pero en la frente perdían espesor y le caían desordenadamente sobre los ojos. Arngjerd tenía la costumbre de echarlos continuamente hacia atrás.

—Será como queráis, padre —contestó plácidamente cuando Simón terminó de hablar.

—Sí, ya sé que eres una buena hija; pero ¿qué piensas de todo ello?

—No pienso nada, padre; vos sois el que debe decidir.

—Mira, pues, lo que pienso, Arngjerd: desearía evitarte maternidades durante algunos años, preocupaciones, responsabilidades, lo que es la carga de una mujer casada. Pero tal vez tú desees tener tu propio hogar y ser independiente.

—En lo que a mí concierne, no tengo la menor prisa —dijo la jovencita sonriendo.

—Sabes que si te casaras en Eiken vivirías al lado de tus parientes ricos.

Vio un rápido destello en los ojos de Arngjerd y una medio sonrisa maliciosa.

—Me refiero a Gyrd, tu tío —dijo algo modesto.

—Sí, ya me figuro que no se trata de tía Helga —y ambos se echaron a reír.

Aquello despertó en el corazón de Simón gratitud hacia Dios, la Virgen y Halfrid porque lo impulsaron a reconocer a su hija Arngjerd. Cuando reían así los dos, Arngjerd y él, no necesitaba más pruebas de su paternidad.

Se levantó y limpió del brazo de su hija un poco de harina que le había caído encima.

—Y ¿qué te parece el pretendiente?

—No me disgusta lo poco que he visto de él, y sin duda no hay que hacer caso de todo lo que se dice; pero decidid vos mismo, padre.

—Entonces será como les dije: Aasmund y Grunde esperarán un poco… si no cambian de parecer cuando seas un poco mayor. Por lo demás, puedes hacer como quieras respecto a tu boda; tu juicio te indicará lo que te conviene; tienes muy buen juicio, Arngjerd.

La estrechó en sus brazos. Arngjerd se ruborizó cuando su padre la besó y Simón se dio cuenta de que hacía muchos años que no lo había hecho.

No era de la clase de hombres que temen manifestar sus sentimientos hacia su esposa o reír con sus hijos. Pero lo hacía siempre entre bromas, y Arngjerd…

Simón se dijo de pronto que aquella hija que tenía al lado era seguramente la única persona de Formo con la que podía, de vez en cuando, sostener una conversación seria.

Fue al ventanillo que daba al sur y quitó el postigo. Miró hacia el valle por la abertura. Soplaba una brisa del sur. Un declive de las montañas permitía ver grandes nubarrones grises que se hinchaban y cerraban el horizonte. El paisaje tenía un colorido violento cuando un rayo de sol lo iluminaba. El deshielo había borrado los leves tintes de la escarcha; la tierra era oscura, el bosque de abetos de un color negro azulado y, arriba, allí donde terminaban los árboles y comenzaban el liquen y el musgo, pasaban ráfagas de luz dorada.

Simón pensó que emanaba una extraña fuerza de aquel viento de otoño y de aquella luz incierta. Si ahora caía una buena lluvia en Todos los Santos, habría agua en los molinos hasta Navidad. También podría mandar hombres a la montaña a buscar musgo. Después de aquel otoño tan seco, el Laage no era más que un hilo de agua entre sus riberas de arena amarilla y piedra negra.

De este lado del país, hacia el norte, sólo Joerungaard y el párroco tenían molinos en el río. A Simón no le importaba pedir que le molieran el grano allí; además, todo el mundo debía iba a Joerungaard porque Sira Eirik hacía pagar una cantidad por la molienda. La gente decía que se aprovechaba demasiado de su trigo; era lo bastante audaz para exigir el tributo.

En cambio Lavrans permitía a todo el mundo servirse de su molino sin pagar, y Cristina quería que siguiera siempre así.

Con sólo pensar en Cristina sentía Simón que su corazón se estremecía.

Era la víspera de San Simón. Siempre había ido a confesarse aquel día. Y se había retirado a la cabaña para recogerse, ayunar y rezar, mientras los mozos de la granja aventaban el grano de la era. La lista de sus pecados no era difícil de hacer: había jurado… había mentido, cuando la gente hacía preguntas que no les importaban. Por ejemplo, el reno que había matado después de haberse dado cuenta, por la posición del sol, de que había empezado el descanso del sábado; o haber cazado el domingo por la mañana cuando todo el mundo iba a misa…

Lo que había ocurrido últimamente, cuando el niño había estado enfermo, no se atrevía a decirlo. Pero era la primera vez de su vida que se callaba deliberadamente un pecado.

Había reflexionado mucho y sufría profundamente. Sin duda había cometido un pecado mortal… ya fuera pactando directamente con el mundo de las tinieblas, o incitando a otro a que lo hiciera.

No tenía valor para lamentarlo cuando pensaba que, sin aquella intervención, su hijo estaría durmiendo, sin duda, en la tumba en aquellos instantes, pero tenía miedo…

También observaba al pequeño, para ver si algo había cambiado en él. Pero no notaba ninguna diferencia.

Sabía que ciertos animales salvajes o pájaros aborrecían a sus cachorros o sus huevos cuando estos habían sido tocados por la mano del hombre. El hombre, que había recibido de Dios la luz de la razón, no podía obrar así. En cuanto a él, jamás deseaba separarse de Andrés cuando lo tenía en brazos, tal era el temor que sentía por él; pero, en algún momento, creía comprender el instinto de aquellos animales que sentían tal asco hacia sus pequeños, si se los tocaban. Su hijo, ¿no había sido también, en cierto modo, mancillado?

No, no lamentaba nada, no habría cambiado nada de todo lo ocurrido, pero deseaba que hubiese estado implicada en aquello otra persona que no fuera Cristina. La presencia de aquella familia en el país, ya era, sin esto último, bastante penosa.

Arngjerd entró y pidió una llave que Ramborg estaba segura de no tener, desde que su marido se había servido de ella.

En aquella casa se preocupaban cada vez menos de las cosas de orden doméstico. Simón recordaba haber devuelto la llave a su mujer, antes de su viaje al sur.

—Bueno, ya la encontraré —dijo Arngjerd.

Tenía una sonrisa agradable y los ojos inteligentes. En suma ¡no era tan fea! Tenía el cabello claro y suave, cuando se soltaba las trenzas en los días de fiesta.

La bastarda de Erlend había sido demasiado bella, y aquello sólo trajo desgracias. Pero Erlend había tenido aquella hija de una mujer hermosa y de clase noble. Erlend no se habría dignado mirar a una persona como era la madre de Arngjerd. Había seguido su orgulloso camino por el mundo; mujeres jóvenes, bellas y altivas, alineadas a su paso, le habían ofrecido, hasta la saciedad, el amor y las aventuras. El único pecado que él, Simón, había cometido, porque no contaba como tales sus juergas juveniles en la corte, hubiera podido ser de más categoría, ya que de todos modos ofendía a su dulce y digna esposa.

Jamás había mirado con simpatía a esa Iorunn y no podía recordar por qué extraña casualidad se había acercado tanto a la sirvienta.

Cuando, después de sus largos viajes y de sus comilonas con los amigos, se reintegraba al domicilio conyugal, Iorunn era la encargada de hacer que se acostara sin provocar incidentes.

La aventura no podía haber sido menos brillante. Y en verdad, no se merecía que la niña fuera un bien y se le hiciera tan necesaria e imprescindible.

¡Bah, qué idea esta de dejarse llevar por semejantes pensamientos, cuando en lo que debía pensar era en su confesión!

Lloviznaba cuando Simón regresó a Romundgaard, campo a través, a la caída de la tarde. A la escasa luz del día, se veían brillar húmedos los tejados de paja, de color pálido.

Allí abajo, del lado de la casa de baños, unos fragmentos blancos destacaban en el suelo oscuro. Se acercó para ver qué era. Encontró los restos del plato francés que habían roto en primavera. Los niños habían puesto la mesa sobre una tabla sostenida por dos piedras. Simón barrió de un golpe de venablo la instalación y lo tiró al suelo. Después se avergonzó de sí mismo, pero la verdad era que le molestaba todo lo que le recordaba aquella noche.

Para compensar un poco el haberse callado un pecado mortal, Simón había hablado de sus sueños con Sira Eirik. Necesitaba, por lo menos, aliviar su conciencia en ese sentido. Iba ya a abandonar la iglesia, cuando sintió que tenía que hablar. El viejo sacerdote, medio ciego, había sido su padre espiritual desde hacía más de doce años.

Volvió, pues, sobre sus pasos y se arrodilló de nuevo ante Sira Eirik. Este no se movió hasta que Simón hubo terminado su confesión. Su voz, antes fuerte, estaba como ahogada por la eterna noche en que vivía.

—Eso no es pecado. Todo miembro de la iglesia militante debe sufrir la prueba de los asaltos del enemigo. Por ello, Dios permite al diablo exponer al hombre a toda clase de tentaciones. Pero mientras el hombre no tire sus armas, mientras no consienta, despierto, a las visiones mediante las cuales el espíritu impuro quiere seducirlo, no está en estado de pecado.

—¡No!

Simón se avergonzó al oír su propia voz. Jamás había consentido… pero sufría, ¡Dios, cuánto sufría! Cuando se despertaba, después de estas pesadillas, tenía la impresión de que era a él al que habían hecho violencia, durante el sueño…

Al entrar en el patio, dos caballos estaban atados a la valla: Soten, el caballo de Erlend Nikulaussoen y la yegua de Cristina. Simón llamó al mozo de cuadra. ¿Por qué no se había entrado a los animales?

—Los forasteros han dicho que no era necesario —contestó el hombre en tono enfadado.

Era un muchacho que llevaba empleado en casa de Simón desde el regreso de este al país. Antes, servía en Dyfrin, donde todo debía hacerse según las reglas de etiqueta, del gran mundo. Helga se empeñaba en que fuera así. Pero aquel bribón de Sigurd debía creer que, por el hecho de que Simón bromeara con sus criados y permitiera en ocasiones que le contestaran con cierta picardía, uno podía rebelarse contra el amo de Formo. ¡Vaya chico impertinente! Ya se disponía a administrarle unos azotes, cuando se detuvo; ¿no regresaba, precisamente entonces, de confesarse? Encargaría a Jon Daalk que enseñara a ese novato que el código de modales campesinos era tan rígido como el de las nobles costumbres de Dyfrin.

—Me parece que aún no te has enterado de cómo son las cosas —se limitó a decirle, y le ordenó que entrara los caballos. Pero se había puesto de mal humor.

Lo primero con que sus ojos tropezaron, cuando empujó la puerta de la sala, fue el rostro risueño de Erlend, iluminado por la vela que ardía sobre la mesa. Erlend estaba sentado en el banco, defendiéndose de Ulvhild que, de rodillas a su lado, intentaba seguramente arañarle, porque agitaba sus manos delante de la cara de su tío, riendo al mismo tiempo con tal fuerza, que le provocó hipo.

Erlend se puso en pie y quiso apartar a la niña, pero se le agarró de las mangas de su chaqueta. Se quedó colgada de su brazo cuando Erlend, con la cabeza erguida y el paso ágil, se adelantó a saludar a su cuñado.

Los dos hombres no conseguían oírse porque Ulvhild insistía, con voz estridente, para que Erlend le diera algo que Simón no entendía.

El padre le mandó, con voz brusca, que se fuera a la cocina con las sirvientas. La pequeña protestó. Pero él la cogió por el brazo y la separó de Erlend.

—¡Basta!

El tío se sacó de la boca una bola de resina y la metió en la de la pequeña.

—Tómala, Ulvhild, florecita… La hija que tienes delante —dijo riendo— no va a ser tan dócil como Arngjerd.

Simón no había podido resistir la satisfacción de contar a su mujer el modo encantador con que Arngjerd había reaccionado en el asunto de su matrimonio. Pero su intención no era que Ramborg repitiera sus palabras a la gente de Joerungaard. Obrar así no era propio de Ramborg; además, Simón sabía que ella no podía soportar a Erlend. El dueño de Formo estaba molesto; molesto porque Ramborg había hablado y porque no se pudiera confiar en ella; molesto porque Ulvhild, aquella muñeca, pareciera querer tanto a Erlend… lo mismo que todas las mujeres.

Fue a saludar a Cristina, sentada en un rincón cerca del fuego. Había sentado a Andrés sobre sus rodillas. El pequeño se había encariñado con su tía desde que lo cuidó, a principios de otoño.

Simón suponía que Cristina tenía que pedirle algo, desde el momento en que venía acompañada de Erlend; él, que jamás pisaba el umbral de Formo.

En realidad, Erlend se defendía bastante bien para una situación tan difícil, puesto que, al fin y al cabo, las relaciones entre cuñados eran lo que tenían que ser. Erlend evitaba al otro todo lo que podía, pero se veían lo necesario para acallar los comadreos habituales sobre una enemistad entre parientes tan próximos. En cada uno de estos encuentros se mostraban como si fueran los mejores amigos del mundo.

Erlend permaneció siempre un poco silencioso y reservado en presencia de Simón, sin dejar de guardar un porte desenvuelto.

Cuando una vez terminada la comida, trajeron la cerveza, Erlend dijo:

—Creo que vas a sorprenderte del motivo de mi visita, Simón. Veníamos a invitaros, a Ramborg y a ti, a una boda que se celebrará en mi casa.

—No me hagas reír, Erlend; en tu casa, que yo sepa, no hay nadie en edad de contraer matrimonio.

—Depende, cuñado. Está Ulf Haldorssoen.

Simón se dio unas palmadas en los muslos.

—Me sorprende tanto como si mis bueyes de labranza dieran a luz por Navidad.

—No califiques a Ulf de buey de labranza —protestó Erlend riendo—. La desgracia está en que este muchacho ha sido demasiado fogoso…

Simón lanzó un silbido y Erlend, sin dejar de reír, añadió:

—Puedes creer que me pareció que oía mal, cuando los hijos de Herbrand de Medalheim vinieron a exigir que Ulf se casara con su hermana.

—¿Herbrand Rembas? Pero si son unos chiquillos; su hermana no puede estar en edad de que Ulf…

—Tiene veinte años. Ulf cerca de cincuenta. ¿Comprendes, Simón? —Erlend se había vuelto a poner serio—. Ellos opinan que es una boda mediocre para Jartrud. Pero, en un caso como este, en que no queda elección, lo mejor que se puede hacer es casarla.

»Sin embargo, Ulf es hijo de un hombre de calidad y tiene bienes. No está necesitado de ganarse el pan en casa ajena, pero nos ha acompañado a Joerungaard porque prefería vivir con nosotros, sus parientes, que quedarse en su propiedad de Skaun… después de lo ocurrido.

Erlend calló un instante. La emoción embellecía sus facciones. Prosiguió:

—Cristina y yo tenemos la intención de celebrar esta boda como si Ulf fuera nuestro propio hermano. Estamos decididos a ir a caballo con Ulf a Medalheim, para hacer la petición… la próxima semana. Para salvar las apariencias, ¿sabes…? Quisiera hacerte un ruego, cuñado; recuerdo lo mucho que te debo, Simón; Ulf no es querido en el país y a ti, en cambio, te tienen en tan alta estima que no hay quien se te compare. Yo mismo… —soltó una risita y se encogió de hombros—. ¿Querrías hacernos el favor, Simón, de acompañarnos y ser el embajador de Ulf? Él y yo estamos juntos desde la infancia —insistió Erlend.

—Lo haré, cuñado.

Simón se había sofocado. Se sentía conmovido por la franca súplica de Erlend. Prosiguió:

—Todo lo que yo pueda hacer en favor de Ulf, lo haré gustosamente.

Cristina no se había movido de su rincón, con Andrés; el pequeño se había empeñado en que su tía lo desnudara. Avanzó con el niño desnudo en brazos, hacia la parte iluminada de la estancia.

—Es un gran gesto por tu parte, Simón —dijo dulcemente, alargándole la mano. Te lo agradecemos todos.

Simón guardó un segundo esta mano en la suya, sin estrecharla.

—Deja, deja, Cristina. Siempre he sentido simpatía por Ulf, sabes que lo hago gustoso.

Quiso coger al pequeño, pero Andrés se hizo el mimoso, apartó a su padre golpeándole con sus pies desnudos y se agarró al cuello de Cristina.

Simón aguzó el oído para no perderse lo que ambos hablaban, mientras él departía con Erlend sobre Ulf y las cuestiones económicas de este. Andrés reía a carcajadas. Cristina conocía tantas melodías y nanas… y reía con su sobrino con una risa tierna y gutural que parecía un arrullo. En un momento dado, Simón echó una mirada hacia la estufa: Cristina había hecho una escalera con los dedos y los deditos de Andrés figuraban personajes que subían por ella.

Al fin consiguió meterlo en su cuna y pudo sentarse al lado de Ramborg. Las dos hermanas cuchichearon entre ellas.

Era bien cierto, pensaba Simón cuando aquella noche estuvo acostado, que siempre había tenido simpatía a Ulf Haldorssoen. Y desde el famoso invierno en que lucharon juntos, en Oslo, para ayudar a Cristina, se sentía ligado a Ulf por una verdadera amistad. Consideraba a Ulf como a un igual, hijo de un señor, y su situación irregular en la familia de su padre, puesto que había sido concebido fuera del matrimonio, hacía que Simón se mostrara un tanto más delicado en sus relaciones con él.

En el fondo de su corazón rezaba siempre una oración por la felicidad de Arngjerd, cuando pensaba en Ulf.

Por otra parte, el asunto era demasiado bonito para inmiscuirse en él. ¡Este hombre ya maduro y una niña tan joven!

Bueno, si Jartrud había echado una cana al aire cuando fue a la asamblea en verano, ¿qué le importaba a él? No debía nada a esa gente y Ulf era pariente cercano de su cuñado.

Ramborg, sin que se lo pidieran, se ofreció a ayudar a Cristina en el festín de boda. Simón lo aprobó. Cuando se presentaba una ocasión así, Ramborg recordaba siempre de qué casta procedía. Ramborg sabía ser muy simpática.

Al día siguiente de Santa Katrina, Erlend Nikulaussoen celebró las bodas de su pariente con fausto y solemnidad. Asistió mucha gente de calidad; Simón Darre se había ocupado de ello. Él y su mujer tenían muchos amigos en la comarca.

Los dos sacerdotes de San Olav vinieron a Joerungaard y Sira Eirik bendijo la casa y el lecho, lo cual se consideró como un honor porque Sira Eirik sólo decía la misa los días de gran fiesta. No ejercía su función pastoral más que para contadas personas, que confesaban con él desde hacía muchos años.

Simón Darre leyó el documento relativo al regalo de boda que hacía Ulf a la novia. En la mesa, Erlend hizo un bonito discurso a su amigo.

Ramborg se ocupaba del servicio con su hermana; también fue de las que desnudaron a la recién casada en la estancia nupcial.

No obstante, no fue una boda alegre. La joven novia pertenecía a una antigua familia campesina, muy bien considerada en el país. Era imposible que sus padres y sus vecinos creyeran que hacía una buena boda, puesto que debía conformarse con vivir en las dependencias, junto a un hombre que servía en casa de otro, por amigos que fueran.

Ni el nacimiento de Ulf, debido a las relaciones entre un señor noble y rico con su sirvienta, ni su parentesco con Erlend Nikulaussoen, parecían ser tenidos en mucha estima por los hijos de Herbrand.

Jartrud tampoco estaba satisfecha con su suerte. Cristina lo comentó, preocupada, con Simón cuando, unas semanas después de la boda tuvo que ir a Joerungaard. La recién casada insistía para que ella y su marido marcharan a Skaun, donde se encontraba la propiedad de Ulf. Había dicho llorando —Cristina lo había oído— que lo peor que podía ocurrirle era que llamaran hijo de criado a su hijo.

Ulf no contestó gran cosa.

Los recién casados vivían en un pabellón que se llamaba la casa del jefe del servicio, porque Jon Einarssoen había vivido allí antes de que Lavrans hubiera comprado la totalidad de Laugarbru y se instalara allí.

A Jartrud le disgustaba el nombre que se daba a su vivienda. Era igualmente desgraciada por el hecho de que sus vacas estuvieran alojadas en el establo de Cristina, pues temía que se la considerara también al servicio de esta. Este temor parecía legítimo a la dueña de Joerungaard, y si Ulf no se decidía a llevar a su esposa a Skaun mandaría que se añadiese un establo a la vivienda. La primera solución sería quizás la mejor. Ulf ya no era joven y cambiar de vida debía hacérsele difícil. Quizás las cosas le irían mejor lejos de allí.

Simón opinaba que seguramente Cristina tenía razón. Ulf no era apreciado en la comarca. Se burlaba de todo lo que allí se hacía. Era, eso sí, un administrador bueno y capaz, pero las costumbres de la región no le eran familiares. Conservaba, en otoño, más animales de los que podía alimentar y cuando, al acercarse la primavera, empezaba a escasear el heno y de todos modos se veía obligado a sacrificar las reses agotadas, se desesperaba diciendo que no podía acostumbrarse a los usos de las gentes que mezclaban la corteza de árbol al forraje a partir de San Pablo.

Había más. En el Trondhjem, las relaciones entre propietarios y aparceros estaban instituidas de tal forma que aquellos exigían a los otros un tributo de todos los productos que más necesitaban: heno, pieles, harina, mantequilla o lana, incluso cuando al establecer el contrato se había convenido el pago en dinero o mediante un solo artículo. Seguían siendo los propietarios o sus delegados los que calculaban con mucha arbitrariedad la equivalencia de los diversos productos.

Pero cuando llegaba Ulf con sus exigencias, en las casas de los colonos o aparceros de Cristina calificaban su demanda de abuso o de infracción de la ley, lo cual era cierto, e iban a quejarse ante la dueña. Esta reñía a Ulf tan pronto se enteraba de una reclamación, pero Simón sabía que no sólo se criticaba a Ulf, sino también a Cristina Lavransdatter.

Se esforzaba en ir explicando, en todas partes donde circulaban estas murmuraciones, que la dueña ignoraba las exigencias de Ulf y que estas eran fruto de los usos y costumbres del país natal del administrador. Simón temía, no obstante, no haber sido convincente, aunque nadie se atreviera a contradecirle abiertamente. Terminaba por no saber si era mejor que Ulf se fuera o siguiera al lado de Cristina. ¿Cómo se defendería sin la ayuda de aquel amigo capaz y fiel? Erlend no tenía ninguna aptitud para dirigir la finca y los hijos eran demasiado jóvenes.

Pero Ulf había conseguido levantar los ánimos contra Cristina y resulta que, a todo esto, se sumaba el hecho de haber seducido a una joven de familia acomodada y de buen renombre.

Dios sabía, no obstante, cuánto trabajaba Cristina.

La situación de la gente de Joerungaard era precaria por otras muchas razones.

Erlend no era mucho más amado que su pariente. Si Ulf se mostraba arrogante y exigía demasiado, los modales suaves y un tanto indolentes de Erlend molestaban aún más a la gente. Erlend Nikulaussoen no se daba cuenta, en verdad, de que estaba excitando a sus vecinos en contra suya; se imaginaba que, aunque pobre, seguía siendo lo que había sido siempre y no se le ocurría que pudiera tacharse de orgullosa su actitud. Había iniciado y fomentado una revolución contra su rey, aun siendo un pariente allegado, adicto a Magnus; y él mismo había hecho fracasar la empresa por un estúpido descuido y no caía en que, a los ojos de mucha gente, estaba como marcado a fuego.

Según Simón, Erlend no pensaba. Con él no se sabía nunca a qué atenerse. Cuando conversaba era inteligente, pero daba la sensación de incapacidad para sacar partido de los pensamientos, algunos bellos, que expresaba. ¿Cómo creer que aquel hombre estaba en el umbral de la vejez y que podía ser abuelo desde hacía tiempo?

Mirándole de cerca se veían algunas arrugas en su rostro y canas en su cabello; sin embargo, yendo juntos, él y Nikulaus parecían más hermanos que padre e hijo.

Erlend seguía tan esbelto y alto como en la época en que Simón lo vio por primera vez. Su voz era igual de joven y sonora. En su trato con los demás, seguía igualmente libre y seguro de sí, con aquella gracia distante que le era característica.

Siempre había sido reservado y poco locuaz entre desconocidos, y prefería ser necesitado por los demás, lo mismo en la prosperidad que en la desgracia. Pero no parecía darse cuenta de que, ahora, nadie buscaba su compañía. No había nadie, gran propietario o campesino, nadie, incluyendo parientes y allegados, que dejase de sentir hostilidad contra aquel gran señor de Trondhjem, arrojado a la comarca por los rigores del destino y que, a pesar de ello, se consideraba demasiado bien nacido y distinguido para codearse con ellos.

Además, Erlend Nikulaussoen había arrastrado a la ruina a la familia de Sundbu. Esto era, más que nada, lo que exacerbaba a la gente. Guttorm y Bogar, los hijos, estaban desterrados y su parte de los grandes bienes de Gjesling, así como la mitad de las tierras que poseían como herencia, habían sido confiscadas por la corona.

Ivar de Sundbu tuvo que comprar su acuerdo con el rey Magnus. Como este había dado los bienes confiscados, no sin indemnización, se decía, al caballero Sigurd Erlendssoen. Eldjarn Ivar y Haavard, los dos hijos más jóvenes de Trond, que no estaban al corriente de la traición de sus hermanos, vendieron lo que les correspondía de las tierras de Vaage a su primo Micer Sigurd, primo también de las hijas de Lavrans. Su madre, Gudrun Ivarsdatter, era hermana de Trond Gjesling y de Ragnfrid de Joerungaard. Ivar Gjesling se fue a vivir a Ragheim, en Toten, una finca que poseía por parte de su mujer. Sus hijos acabarían por sentirse como hijos de aquella comarca, donde vivía la familia de su madre y donde se encontraban sus bienes hereditarios.

Haavard poseía aún muchos más bienes, pero los tenía en Valdres; por su matrimonio había adquirido importantes propiedades en Borgesyssel.

Pero a los ojos de la gente de Vaage y Norddal, era una gran desgracia ver a aquella antigua familia de magistrados alejada de Sundbu, donde había vivido a la cabeza del país desde tiempo inmemorial.

Sundbu había estado, durante cierto tiempo, en manos de Erlend Eldjarn de Godaland, en Adger, fiel magistrado del rey Haakon Haakonssoen.

Los Gjesling jamás habían sido partidarios ardientes del rey Sverre y de su familia, y eran de los que habían seguido al duque Skule, cuando este provocó el levantamiento de la gente contra el rey Haakon. Pero Ivar, el joven, había recuperado Sundbu, haciendo un intercambio con Erlend Eldjarn, al que había entregado su hija Gudrun en matrimonio. El hijo de Ivar, Trond, no había, de ningún modo, hecho honor a su casta, pero sus cuatro hijos eran hermosos, sociables y valientes y nadie aceptaba, de buen grado, verlos privados de la propiedad de sus antepasados.

Antes de que Ivar abandonara el país, ocurrió una desgracia que hizo que se lamentara aún más el triste sino de los Gjesling.

Guttorm no estaba casado, pero la joven esposa de Borgar seguía viviendo en Sundbu. Dagny Bjarnesdatter había sido siempre un poco débil de espíritu. Demostraba, sin disimulo, que estaba locamente enamorada de su marido, Borgar Trondssoen, jorobado, pero muy libertino.

El invierno siguiente al de su destierro, Dagny se dejó caer en un agujero del hielo que cubría el lago. Explicaron que se había tratado de un accidente, pero todo el mundo adivinó que la pena y la nostalgia habían quitado a Dagny la poca razón que tenía y se compadeció sinceramente a la desgraciada joven, buena y hermosa, que había sufrido semejante muerte.

La aversión hacia Erlend Nikulaussoen, causante de tantas desgracias en las mejores familias del país, estalló abiertamente.

Se criticó también su conducta en relación con el hecho de estar casado con la hija de Lavrans Bjoergulfssoen. ¿No era ella también una Gjesling por parte de su madre?

El nuevo amo de Sundbu fue aborrecido, aunque nadie tenía nada que reprochar a Sigurd. Pero era a causa de Agde. Su padre tenía por enemigos a todas aquellas gentes de la comarca que habían tenido algún trato con Erlend Eldjarn.

Cristina y Ramborg no conocían a su primo hermano. Simón lo había conocido en Raumarike, era pariente cercano de los hijos de Haftor y estos, a su vez, parientes de la mujer de Gyrd Darre.

Pero, después de todas aquellas historias complicadas, Simón evitaba, en lo posible, encontrarse con Micer Sigurd. Ya no tenía ánimos para ir a Sundbu; los hijos de Trond eran grandes amigos suyos; Ramborg, la esposa de Ivar y la de Borgar, tenían por costumbre reunirse en casa de una o de otra todos los años. También Micer Sigurd era mayor que Simón. Tendría más de sesenta años.

Por todo eso, Simón opinaba que la instalación de Cristina y Erlend en Joerungaard complicaba mucho las cosas, sin que la boda hubiese venido a empeorar la situación y aunque la boda en sí misma no tuviera nada de censurable o desastroso. En general, Simón no solía contar sus preocupaciones a su joven esposa, pero aquel día no supo contenerse y se lo dijo todo a Ramborg. Se sintió a la vez sorprendido y feliz, al comprobar que esta demostraba tener buen juicio y un gran deseo de hacer lo posible por ayudar a Cristina y a los suyos. Fue a ver a su hermana con más frecuencia que en tiempos pasados, y no se mostró desagradable con Erlend. Cuando se encontraron el día de Navidad, después de la misa, Ramborg, no sólo besó a su hermana sino también a su cuñado, cuando en otras ocasiones no había dejado de burlarse de los modales extranjeros de Erlend, que besaba a su madre cada vez que le daba los buenos días.

Al ver los brazos de Ramborg alrededor del cuello de Erlend, se dijo que él también podía hacerlo con Cristina. Pero no, le era imposible.

Claro que tampoco había adoptado la costumbre de besar a las mujeres de su familia. Su madre y sus hermanas se habían reído tanto de él cuando volvía a casa, en tiempos en que formaba parte de la hirde del rey…

En el banquete de Navidad, Ramborg acompañó a la joven esposa de Ulf Haldorssoen a un lugar de honor y le demostró toda la consideración debida a una recién casada. Ramborg fue también a Joerungaard, para el parto de Jartrud, que dio a luz un hijo muerto, dos meses antes de tiempo.

Jartrud tuvo un verdadero ataque de rabia; si hubiera podido sospechar lo que iba a ocurrir, no se habría casado con Ulf. Pero el paso estaba dado y no podía volverse atrás.

Lo que el propio Ulf pensaba de todo esto, nadie lo supo jamás. No se lo confió a nadie.

Una semana de mediados de Cuaresma, Erlend Niku laussoen y Simón Andressoen fueron juntos a Kvarn. Unos años antes de su muerte, Lavrans, de acuerdo con otros campesinos, había comprado una pequeña finca en la comarca. Ahora, las gentes que la habían poseído como arrendatarios querían hacer uso de su derecho para comprarla. Pero subsistía una duda sobre la legalidad del asunto y se ignoraba si la familia de los vendedores había hecho valer sus derechos con arreglo a la ley. Cuando el reparto de bienes de Lavrans, esta finca, con algunas otras, cuya propiedad podía dar lugar a pleitos, había sido dejada aparte. Las dos hermanas se repartían lo que producía. Por esta razón iban los dos cuñados aquel día a Kvarn, en representación de sus esposas. Encontraron allí mucha gente y como la mujer y los niños del colono estaban acostados, enfermos, en la sala de los hombres, tuvieron que conformarse con una vieja granja para celebrar su reunión. Esta granja, muy destartalada, cerraba mal. Los hombres conservaron sus abrigos de piel y todos tenían sus armas al alcance de la mano. Nadie pensaba permanecer allí más tiempo que el estrictamente necesario, pero tenían que comer algo antes de marcharse. Hacia mediodía, una vez terminadas las deliberaciones, cada uno sacó su saco de provisiones y lo puso, para comer, en el suelo y ante sí, o a un lado, encima del banco. La granja no tenía mesa.

Holmgeir Moisessoen había tomado parte en las deliberaciones, reemplazando a su padre, cura de la parroquia de Kvarn. Era un joven hablador y de carácter variable. No lo querían, pero se respetaba al padre, y su madre había pertenecido a una buena familia. Además, Holmgeir era alto, fuerte y agresivo, rápido en llegar a las manos. Por ello, nadie se arriesgaba a una pelea con el hijo del sacerdote. Algunas personas, incluso, lo tenían por inteligente e ingenioso.

Simón lo conocía poco y encontraba su aspecto de lo más desagradable: una cara larga y huesuda, cubierta de pecas. El labio superior, demasiado corto, dejaba al descubierto unos dientes amarillos y brillantes, como los de un ratón.

Pero Sira Moisés había sido buen amigo de Lavrans y, antes de que su padre lo reconociera, el muchacho había sido recogido en Joerungaard bastante tiempo, siendo considerado mitad sirviente y mitad hijo adoptivo. Por con siguiente, Simón se mostraba amable con Holmgeir Moisessoen todas las veces que se lo encontraba. Holmgeir había colocado un tarugo cerca del fuego, y sentado encima, pinchaba pedazos de tordo asado y pedazos de tocino con su puñal y los calentaba a la llama. Por enfermedad había tenido que pedir catorce días de dispensa, explicó a los demás, que comían pan duro y pescado seco, mientras el olor de la comida delicada de Holmgeir les llegaba al olfato.

Simón estaba de mal humor…, no es que se sintiera precisamente irritado, pero sí un poco abatido y gruñón.

El asunto no era fácil de dilucidar en su totalidad y los documentos que tenía de su suegro eran bastante ilegibles y poco explícitos. No obstante, al llegar a Kvarn, pensaba haber encontrado una buena solución, después de comparar los distintos documentos. Mas aquí, al oír las declaraciones de los testigos y al leer los documentos traídos por los otros, le empezó a parecer que su punto de vista no se sostenía, aunque nadie entendiera nada y menos que ninguno el juez de paz.

Se hablaba ya de presentar el caso a la asamblea, cuando Erlend pidió la palabra y pidió ver los documentos. Hasta entonces había permanecido sentado, escuchando, como si el debate no le interesase. De pronto pareció despertar y empezó a leer los documentos cuidadosamente y repetidas veces.

Después les explicó la situación con claridad y precisión: he aquí lo que era el texto de la ley y cómo solía interpretarse. Los giros de las frases, poco claros o copiados, querían decir esto o aquello. Si el caso se presentaba ante la asamblea, se fallaría de tal y tal modo.

Tras esto Erlend propuso una solución de la que los propietarios según la ley debían quedar contentos, pero que tampoco resultaba desfavorable a los propietarios actuales. Erlend permaneció en pie para hablar, con la mano izquierda apoyada en el pomo de la espada y sosteniendo, con indolencia, el rollo de pergamino en la derecha.

A juzgar por su actitud, parecía ser él quien dirigía el debate, pero a Simón le constaba que no era aquella su intención. Era por la mucha costumbre de levantarse y hablar, adquirida cuando ejercía sus funciones de senescal en su circunscripción administrativa. Se dirigía a los demás, preguntando si las cosas, en efecto, se habían desarrollado así o si comprendían lo que acababa de explicar. Parecía estar interrogando testigos en el banquillo…, no en tono grosero, sino como si estuviera en su derecho al preguntar y su auditorio contestando.

Cuando hubo terminado entregó los papeles al juez de paz, como si fuera un subordinado, y se sentó. Mientras los asistentes discutían, Simón entre ellos, Erlend escuchaba, y por su expresión parecía como si se desinteresara de todo. Sus respuestas eran claras y detalladas cuando se dirigían a él, pero no dejaba de rascar con la uña una mancha de su jubón o de arreglarse el cinturón o de jugar con sus guantes. Parecía esperar con impaciencia el final de la conversación.

Los otros aceptaron la solución propuesta por él. Simón hubiera debido sentirse muy satisfecho, puesto que jamás habría obtenido tanto en un juicio. Pero estaba de mal humor. Él mismo se reprochaba haberse ofendido por el hecho de que su cuñado hubiera solucionado el asunto y no él. Era natural que Erlend supiera interpretar mejor la ley y explicar los textos confusos, puesto que la administración de justicia había sido su oficio durante años.

¡Pero la intervención de Erlend había sido tan inesperada! La víspera por la noche, en Joerungaard, cuando Simón había hablado de la reunión a Cristina y Erlend, este no había abierto la boca; sólo debió escuchar a medias. Era indudable que Erlend conocía mejor la ley que un campesino cualquiera, pero parecía como si él nada tuviera que ver con la ley y se la explicara a los demás por simple amabilidad. Simón percibía, oscuramente, que Erlend jamás había tomado la ley como hilo conductor de su propia vida.

¡Y qué raro era verlo alzarse así, delante de todos, sin el menor embarazo! ¿Ignoraba que, haciendo esto, les incitaba a pensar en que antes había sido una cosa y ahora era otra? Simón se daba cuenta de que los otros discurrían lo mismo y que más de uno se indignaba, sin duda, contra este hombre, que jamás tenía en cuenta la opinión de los demás respecto a él. De todos modos, nadie dijo nada. Y cuando el ayudante del juez de paz, aterido de frío, se sentó y colocó su pupitre sobre las rodillas, se dirigió a Erlend, que le dictó el texto jugando, todo el tiempo, con una paja que había recogido del suelo y que arrollaba en sus dedos largos, finos y morenos.

Cuando el pasante hubo terminado, ofreció el pergamino a Erlend. Este tiró el anillo que había trenzado con la paja, tomó el escrito y leyó en voz alta:

—«Simón Andressoen de Formo, Erlend Nikulaussoen de Joerungaard, Vidar Stenissoen de Klaufastad, Ingemund y Torald Bjoernssoenner, Bjoern Ingemundssoen de Lundar, Alf Einarssoen, Holmgeir Moisessoen saludan, en nombre del Señor, a todos aquellos que ven y oyen lo que está aquí escrito».

»¿Está lista la cera? —preguntó al ayudante, que soplaba sobre sus dedos helados.

»Se pone en vuestro conocimiento que en el año de gracia de mil trescientos treinta y ocho, el viernes anterior al domingo de la media Cuaresma, nos hemos reunido en Grauheim, en la parroquia de Kvarn…».

»Podríamos utilizar el arca que está en la estancia vecina, nos serviría de mesa —dijo volviéndose al juez de paz. Y devolvió el pergamino al ayudante.

Simón recordaba el tiempo en que Erlend vivía en el norte, entre de sus iguales. Cierto que se mostraba seguro de sí, absolutamente desenvuelto… «Erlend no se chupa el dedo»… pero sus modales estaban siempre marcados por un encanto especial. No se mostraba indiferente a lo que pensaran de él sus iguales y sus amigos. Por el contrario, había concedido mucha importancia a su buen nombre.

Una amargura oprimió el corazón de Simón, que se sintió de pronto, de parte de aquellos campesinos que Erlend tenía en tan poco que no merecían que se preocupase de su opinión.

Era por causa de Erlend por lo que él, Simón, no formaba ya parte del círculo de hombres de calidad y cortesanos. Evidentemente, no estaba mal ser el rico propietario de Formo; pero Simón no podía olvidar que había dado la espalda a aquellos que eran sus iguales, sus parientes, sus amigos de juventud, porque había representado ante ellos el papel de un miserable, y le angustiaba verlos. Incluso pensar en ellos.

Por aquel cuñado había renunciado, por decirlo así, a la fe a su rey y salido de las filas de la hirde. Por Erlend se había privado tan cruelmente de todo, que el recuerdo del pasado le resultaba más amargo que la muerte.

Y Erlend se portaba con él como si no hubiera comprendido nada, como si no recordara nada. A aquel tipo le tenía sin cuidado haber destrozado la vida de otro…

Pero Erlend le estaba hablando:

—Deberíamos emprender el regreso, Simón, si queremos llegar a casa esta noche; voy a buscar los caballos.

Simón levantó los ojos y al ver al otro tan alto, tan hermoso, se despertó en él una extraña sensación de aversión morbosa.

Bajo su capuchón, Erlend llevaba un casco de seda negro, ajustado y anudado bajo la barbilla. El rostro estrecho, moreno, con sus ojos azul claro, profundamente hundidos, parecía aún más joven bajo la seda negra…

—Y recógeme el saco entre tanto —añadió Erlend al cruzar la puerta.

Los hombres seguían hablando del asunto que los había reunido allí.

Era, en verdad, sorprendente que Lavrans hubiera tenido tan poca vista. En general, sabía lo que hacía; era el campesino más listo para todo lo que se relacionaba con la compra y venta de tierras…

—La culpa la tiene mi padre —dijo Holmgeir, el hijo del sacerdote—. Él mismo me lo ha dicho esta mañana. Si hubiera escuchado a Lavrans en aquella época, todo habría sido claro y sencillo. Pero ya sabéis lo que era Lavrans ante un sacerdote, siempre dócil y humilde como un cordero.

—Lavrans había sacado adelante con provecho sus asuntos en Joerungaard, y todos lo sabían —añadió alguien.

—Sí, pero es que, sin duda, creía en el consejo de los sacerdotes —prosiguió Holmgeir riendo—; y puede que sea prudente hacerlo así, incluso en lo temporal, con tal de no tocar la parcela sobre la que la iglesia ha echado el ojo.

—Lavrans fue siempre extraordinariamente piadoso —dijo Vidar—; no regateaba ni sus bienes, ni su ganado, cuando se trataba de la Iglesia o de los pobres.

—No —contestó Holmgeir, en tono de envidia—; si yo hubiera sido un hombre tan rico, tal vez también me hubiera gustado invertir una parte de mis bienes en la salvación de mi alma. Pero después de ese derroche, no regresaría de confesar mis pecados a los sacerdotes pálido y con los ojos enrojecidos. ¡Pensar que Lavrans se confesaba todos los meses!

—Las lágrimas de arrepentimiento son un don del Espíritu Santo, Holmgeir —observó el viejo Ingemund Bjoernssoen—; bienaventurado aquel que puede llorar sus pecados en esta tierra, porque entrará más fácilmente en la patria celestial.

—Bueno, entonces Lavrans debe llevar mucho tiempo en el cielo, después de tanto llorar y mortificarse. He oído decir que cada Viernes Santo se encerraba en el granero y se flagelaba con una correa…

—¡Cierra la boca! —gritó Simón, rojo de ira, con los ojos inyectados de sangre.

¿Decía la verdad Holmgeir? En todo caso, cuando Simón puso en orden las cosas de su suegro, descubrió, en el fondo de un armario, una pequeña caja alargada, de madera, y dentro, una correa disciplinaria, como las usadas en los conventos. Las hebras de cuero trenzado tenían manchas oscuras que podían ser de sangre. Simón había quemado la disciplina con una veneración desolada.

Creía haber penetrado en un aspecto de la vida de Lavrans Bjoergulfssoen que este había querido mantener secreto para todos.

—Seguro que no se lo contó a sus criados y menos aún a ti —continuó Simón, cuando hubo recobrado la sangre fría—. Probablemente es pura invención.

—No, simplemente lo sorprendieron —contestó Holmgeir conciliador—; pero no tenía que hacerse perdonar tan grandes pecados como para recurrir a este suplicio. Si yo hubiera vivido tan recatada y cristianamente como Lavrans Bjoergulfssoen, y si, además, hubiera estado casado con una mujer sosa, como era Ragnfrid Ivarsdatter, hubiera llorado más que nada por los pecados que hubiese dejado de cometer.

El hombre sonreía maliciosamente, pero Simón saltó y dio tal puñetazo en la boca de Holmgeir que lo hizo caer de espaldas en el hogar. En la caída Holmgeir perdió el puñal, pero lo recobró en seguida y quiso agredir a Simón con él. Este, protegiéndose con el brazo cubierto por el manto, se apoderó de la muñeca de Holmgeir y le arrancó el puñal, mientras el hijo del sacerdote le golpeaba el rostro. Entonces Simón le cogió por los dos brazos, pero Holmgeir le mordió la mano.

—¡Conque muerdes, perro!

Simón le soltó, retrocedió unos pasos y desenvainó la espada. Cayó sobre el otro con tal fuerza, que el cuerpo del joven se dobló hacia atrás, la espada se le hundió dos pulgadas en el pecho y lo hizo caer pesadamente sobre el fuego.

Simón tiró la espada y quiso sacar a Holmgeir del fuego, cuando vio el hacha de Vidar sobre su cabeza. Se echó a un lado, recogió su arma, consiguió esquivar la de Alf Einarssoen, el juez de paz, y dio una vuelta sobre sí mismo, pero tuvo que volver a ponerse en guardia contra Vidar y su hacha. Sin embargo, echó una mirada detrás de él y vio a los hijos de Bjoern, y a Bjoern de Lundar, al otro lado del hogar, apuntándole con su lanza. Empujó a Alf hacia la pared opuesta. En aquel momento Vidar volvía para atacarle por la espalda. Vidar había sacado a Holmgeir del fuego; eran primos. La gente de Lundar apareció entonces por la derecha. Simón estaba rodeado por todas partes; y, mientras tenía que hacer más de lo que podía para salvar su vida, se sentía presa de una vaga y dolorosa sorpresa al verlos a todos unidos contra él…

Al instante la espada de Erlend brilló entre Simón y los hombres de Lundar. Toral perdió el equilibrio y fue a caer contra la pared. Rápido como el rayo, Erlend, cogió la espada con la mano izquierda y golpeó con fuerza la espada de Alf, que cayó ruidosamente al suelo; con la derecha agarró la punta de la lanza de Bjoern y se la torció.

—¡Sal rápidamente! —gritó a Simón, sin dejar de combatir. Simón apretó los dientes y corrió al fondo de la estancia en persecución de Bjoern e Ingemund.

Erlend lo seguía de cerca. En medio de la lucha y del ruido de las armas, le gritaba:

—¡Sal, imbécil!, ¿no me oyes? Ve hacia la puerta; tenemos que huir.

Cuando Simón comprendió la intención de Erlend, se retiró caminando de espaldas, sin dejar de combatir, hasta la puerta de la granja.

Atravesaron la entrada corriendo y se encontraron en el patio, Simón algo más alejado de la casa y Erlend al lado de la puerta, con la espada en alto y el rostro vuelto hacia los que se precipitaban fuera.

Por un instante, Simón se quedó deslumbrado. Aquel día de invierno era tan brillante y claro… Bajo el cielo azul, la montaña blanca adquiría con los últimos rayos del sol un tinte dorado, y el bosque se ensanchaba, aplastado por la nieve y la escarcha; el cercado relucía como lleno de piedras preciosas…

Simón se puso al lado de Erlend.

—Has matado a mi sobrino sin motivo, Simón Andressoen —dijo Vidar de Klaufastad, que estaba delante de los otros en el umbral.

—Se lo buscó; pero sabes de sobra, Vidar, que no rehuiré mi obligación de pagar por la desgracia que os he causado. Todos sabéis dónde encontrarme.

Erlend habló todavía un momento con los campesinos.

—¿Cómo está ahora? —preguntó, y entró con ellos en la granja.

Simón permaneció en el patio, desconcertado. Erlend salió poco después.

—¡A caballo! —gritó, dirigiéndose hacia la cuadra.

—¿Ha muerto? —preguntó Simón.

—Sí, y Alf Torald y Vidar están heridos, pero no de gravedad. Los cabellos de Holmgeir están quemados por la nuca —y de pronto Erlend se echó a reír—. Ahora sí que huele a tordo asado en la granja, puedes creerme. Demonio, ¿pero cómo te las has apañado para organizar esa pelea durante mi breve ausencia?

Un chiquillo trajo los caballos. Ninguno de los cuñados había venido con criado…, sostenían aún las espadas desnudas en la mano, Erlend recogió un puñado de hierba y limpió su hoja. Simón hizo lo mismo. Después volvieron la espada a la vaina.

—¿Y tus heridas, Simón? Iremos a casa para que te curen.

Simón contestó que no era nada.

—Tú también sangras, Erlend.

—Mis heridas no tienen la menor importancia; en mí, ¡todo se cura con tal facilidad! He observado que las personas gruesas tardan más en curarse.

—¡Y con este frío!, nos queda todavía mucho camino que recorrer.

Erlend pidió mantequilla y trapos al granjero y cubrió cuidadosamente las heridas de su cuñado. Simón tenía dos cortes profundos en el pecho izquierdo que sangraban mucho, pero no parecían peligrosos. Erlend tenía un corte superficial, hecho por la lanza de Bjoern, en la pierna.

—Te molestará la herida si montas a caballo —observó Simón. Pero su cuñado se echó a reír.

—El corte apenas ha traspasado mi calzón de piel.

Se dio un poco de grasa en la herida y la vendó fuertemente, para evitar que penetrara el frío.

Helaba de un modo atroz. Antes de que hubieran llegado al pie de la colina, los caballos ya estaban cubiertos de escarcha. El borde de piel de sus capuchas se veía completamente blanco.

—¡Oh, oh! —temblaba Erlend—. ¿Por qué no estaremos ya en casa? Pero hay que entrar en la granja de abajo. Debes acusarte de asesinato.

—¿Es tan urgente? —preguntó Simón—. Ya he hablado con Vidar y los…

—Es mejor que lleves tú mismo la noticia. No des pie a comentarios —dijo Erlend.

El sol desaparecía detrás de las alturas. La sombra gris de la noche empezaba a tenderse sobre el paisaje; pero aún había claridad. Los jinetes seguían un arroyo. Los abedules que bordeaban la ribera estaban mucho más cargados de escarcha que los árboles del bosque. El aire olía a niebla helada; el frío era tan intenso, que se le helaba a uno el aliento antes de que pasara por los labios.

Erlend barbotó unas palabras impacientes, sobre la duración del frío que les azotaba aquel invierno y sobre la interminable marcha del regreso.

—¿No se te hiela la cara, cuñado? —Y Erlend se inclinó hacia Simón, para verle el rostro debajo del capuchón.

Simón se pasó la mano por la cara. No estaba helada, pero sí pálida, lo cual le afeaba, porque la palidez mezclaba sus manchas grises al color tostado de sol y a la rojez de sus gruesas facciones, haciendo que la piel pareciera sucia.

—¿Has visto alguna vez cargar estiércol con la espada, como hacía Alf? —preguntó Erlend. Se echó a reír y se inclinó sobre la silla, imitando el movimiento—. ¡Resulta cómico que le hayan hecho juez de paz! Hubieras debido ver a Ulf jugar con la espada. ¡Jesús, María!

¿Jugar? Sí, Erlend Nikulaussoen acababa de jugar a aquel juego ante sus propios ojos. Simón se veía, veía a los demás, empujándose junto al hogar, como hacen los desgraciados que parten leña o ventean el heno, y en medio de ellos, la figura ágil y rápida de Erlend, con su mirada aguda, su mano segura, acostumbrada al manejo de las armas, sus movimientos vivos como una danza.

Hacía más de veinte años que Simón se contaba entre los buenos espadas de la hirde, cuando practicaba en el terreno de juego… Pero desde entonces no había vuelto a tener ocasión de utilizar sus habilidades de caballero…

¡Ah!, cuánto sufría mientras avanzaba por el camino, cómo sufría de haberse hecho culpable de la muerte de un hombre. No podía alejar sus pensamientos del cuerpo de Holmgeir, que caía al fuego por la acción de su espada, la suya, la de Simón Andressoen… El grito breve y la respiración del moribundo resonaban aún en sus oídos, así como pasaban ante sus ojos las imágenes del combate rápido y furioso que había sucedido a continuación.

Turbado, desanimado, no podía consolarse de que se hubieran echado todos en contra de él, de común acuerdo, después de haber hablado con ellos, de haberse sentido de los suyos. Entonces Erlend lo había tomado bajo su protección. Simón no hubiera imaginado jamás que él pudiera sentir miedo. Desde que vivía en Formo, había matado seis osos y todas las veces había arriesgado valientemente la vida, sin titubeos. Entre él y el monstruo no había habido más que el tronco fino de un pino. Su única arma consistía en un hierro de lanza, con un mango ancho como una mano. La tensión del combate no había turbado para nada la tranquila actividad de su cerebro, de sus sentidos y de sus movimientos. Pero allí, en la granja, ¿era el miedo lo que se había apoderado de él? En todo caso, no podía soportar la idea de la derrota de su espíritu.

Cuando llegó a su casa, después de la caza del oso, con las ropas destrozadas, el brazo en cabestrillo, ardiendo por la fiebre, dolorido, con el hombro desgarrado, sólo había experimentado una alegría orgullosa. ¡Las cosas hubiesen podido ir peor! ¿Cómo? Pero sus pensamientos no iban más allá.

Ahora pensaba continuamente en lo que habría podido ocurrir si Erlend no hubiese llegado a tiempo de socorrerlo. No había tenido miedo, no; pero sí una sensación extraña. ¡Oh!, ¡la expresión de todos aquellos rostros a su alrededor y el cuerpo caído de Holmgeir!

Simón no había matado hasta aquel día. Claro que aquel caballero sueco… Era el año en que el rey Haakon había hecho la guerra a Suecia, para vengar la muerte de los duques.

Simón había ido de reconocimiento; le habían asignado hombres de los que era jefe… Entonces era orgulloso y decidido. Recordaba haber hundido profundamente la espada bajo el casco de acero del caballero y haber tenido que moverla y girarla, hasta que pudo arrancarla. Al día siguiente vio que había roto la hoja.

Jamás pensaba en aquella hazaña sin sentirse satisfecho… ¡Los suecos eran ocho!

Había probado la guerra, lo que no les había ocurrido a todos los que siguieron al rey aquel año.

Cuando se hizo de día, se dio cuenta de que su cota de malla estaba salpicada de sangre y de sesos de caballero; y mientras la limpiaba, se esforzaba por mantener un aire modesto.

Pero ¿a qué venía pensar en el desgraciado sueco? Lo que acababa de pasar no tenía nada que ver con aquella aventura. El remordimiento espantoso de haber matado a Holmgeir Moisessoen no le abandonaba un segundo.

¡Y pensar que debía la vida a Erlend! No sabía aún qué consecuencias tendría aquello, pero vislumbraba que todo cambiaría, ahora que él y Erlend estaban en paz.

Desde luego, ya estaban en paz. Ambos hombres cabalgaron un momento en silencio. Luego Erlend dijo:

—Ha sido una estupidez, Simón, que no hayas ido en seguida a la puerta.

—¿Cuándo? —preguntó Simón—. ¿Antes de que tú hubieras salido?

—No —por la voz se comprendía que Erlend sonreía—, aunque… pero no pensaba en eso. Quería decir que la puerta, como era tan estrecha, no les habría permitido pasar más que de uno en uno para perseguirte. Aunque es extraordinario cómo la gente recobra el juicio tan pronto sale al aire libre. Considero un milagro que, en todo este asunto, no haya habido más que un muerto.

Preguntaba de vez en cuando por las heridas de Simón. Este contestó que le escocían mucho, pero que le dolían poco.

Llegaron muy tarde a Formo y Erlend entró con su cuñado. Erlend había aconsejado a Simón que al día siguiente mandara al senescal un informe de lo ocurrido, con el fin de conseguir, lo antes posible, la autorización para quedarse en el país.

Erlend se ofreció a redactar el informe aquella misma noche, en lugar de Simón, al que la herida no le dejaba escribir bien …«y mañana, sin duda, deberás quedarte en cama, porque tendrás temperatura».

Ramborg y Arngjerd no estaban aún acostadas; esperaban a Simón. A causa del frío se habían sentado con las piernas encogidas y la espalda apoyada en la estufa. Entre ellas había un tablero de ajedrez; viéndolas, parecían dos niñas.

Apenas Simón había abierto la boca para contar la aventura, su mujer se le echó encima y le rodeó el cuello con los brazos. Acercó su rostro y apoyó su mejilla en la de Simón; luego apretó con tal fuerza las manos de Erlend, que este gritó riendo:

—Vaya, jamás habría sospechado que tenías tanta fuerza.

Ramborg quiso, a toda costa, que su marido pasara la noche en la sala; así podría vigilarlo.

Insistió casi con lágrimas en los ojos. Entonces, Erlend se ofreció a quedarse en Formo y dormir al lado de Simón, si Ramborg no tenía inconveniente en mandar un aviso a Joerungaard. De todos modos, se había hecho demasiado tarde para volver solo a casa, a caballo.

—Es una lástima que Cristina esté tanto tiempo levantada con este frío. También ella me espera siempre. Las hijas de Lavrans son buenas esposas.

Mientras los hombres comían y bebían, Ramborg, sentada al lado de Simón, se apretaba contra él. Simón acariciaba la mano y el brazo de su mujer. Estaba a la vez conmovido y un poco sorprendido de que hiciera prueba de tanta solicitud y amor.

Cuando los dos cuñados llegaron a la cabaña de Saemund, donde Simón se había establecido durante la Cuaresma, Ramborg los acompañó y puso un gran caldero de hidromiel a calentar sobre la piedra que protegía el hogar de la corriente de aire.

La cabaña de Saemund era viejísima, con chimenea central; pero tranquila y segura. Estaba construida toscamente, cada muro consistía en cuatro troncos de árbol.

No hacía frío; sin embargo, Simón echó un grueso haz de leña resinosa y mandó a su perro que se acostara en la cama, para calentársela. Acercaron al fuego unos troncos que servían de asiento, así como el banco con respaldo, y se instalaron lo más cómodamente posible, porque estaban helados hasta los tuétanos y la comida, en la sala, apenas los había reconfortado.

Erlend escribió el informe; después, los dos hombres empezaron a desnudarse. Como la herida de Simón volvía a abrirse al menor movimiento del brazo, Erlend le ayudó a quitarse el tabardo pasándoselo por la cabeza; también lo descalzó. Erlend arrastraba un poco su pierna herida, que el largo trayecto había vuelto rígida, a lo que él no daba importancia.

Y volvieron a sentarse, medio vestidos, cerca del fuego casi consumido. ¡Qué bien se estaba en la estancia, qué calor, y cuánta cerveza aún en el caldero!

—Te lo tomas demasiado a pecho, cuñado; este Holmgeir era un individuo despreciable.

—Seguro que Sira Moises no es de la misma opinión —dijo Simón despacio—; es un anciano y un buen sacerdote.

Erlend inclinó la cabeza con gravedad.

—Lo peor es convertirse en enemigo de un hombre así… sobre todo si vive a dos pasos de aquí. Yo tengo que verlo muchas veces… Sí, pero un accidente así puede ocurrirnos a todos. Sin duda te condenarán a pagar una indemnización de diez o doce marcos de oro. El obispo Halvard es severo, ¿sabes?, cuando confiesa a un hombre culpable de un acto de violencia, y el padre del chico es uno de los sacerdotes de su diócesis. Pero verás cómo todo se soluciona.

Simón permanecía en silencio y Erlend continuó:

—Sin duda, me veré obligado a pagar la multa por heridas… —sonrió mirando al frente— y la única cosa que poseo en Noruega es aquella propiedad de los Dofrines.

—¿Qué extensión tiene la tierra de Haugen? —preguntó Simón.

—No lo recuerdo bien; habría que volver a leer el acta de venta. Pero, en cuanto a rendimiento, los que explotan la tierra sólo hablan de un poco de heno. Nadie quiere vivir allí; me han dicho que los pabellones se vienen abajo. ¿Sabes que la gente dice que mi difunta tía y Micer Bjoern tienen la casa encantada? En fin, mi hazaña de hoy merecerá los elogios de mi Cristina. Te quiere, Simón como si fuera tu verdadera hermana.

Una sonrisa imperceptible entreabrió los labios de Simón, sentado en la sombra. Había apartado un poco su asiento y con la mano resguardaba sus ojos del calor del fuego. Erlend, por el contrario, disfrutaba con el calor como un gato. Estaba pegado al fuego, con el brazo apoyado en el respaldo y la pierna herida echada hacia adelante.

—En efecto, me habló con mucha simpatía un día de este otoño —dijo Simón al cabo de un rato…; una punta de ironía se reflejaba en su voz—. Cuando nuestro hijo estuvo enfermo, Cristina demostró que era una hermana abnegada —añadió con más seriedad. Y en el mismo tono que antes, prosiguió—: Ahora, Erlend, hemos mantenido la promesa que nos habíamos hecho al poner nuestras manos en la de Lavrans, cuando juramos ser como hermanos el uno para el otro.

—Sí —dijo Erlend con candidez—, qué contento estoy de haber servido de algo hoy, Simón, cuñado mío…

Se quedaron un rato en silencio.

Entonces Erlend alargó una mano indecisa en dirección a Simón. Este la tomó y se la estrechó con fuerza, luego las dejaron abandonadas y cada uno se acurrucó en su asiento, turbados.

Erlend acabó por romper el silencio. Estaba sentado, con la cabeza apoyada en la mano, los ojos fijos en el fuego, de donde ya no salían más que escasas llamitas vacilantes y juguetonas. Bailoteaban un poco, luego morían sobre los leños carbonizados, que se desmoronaban con un suspiro. De toda aquella llamarada, lo único que quedó fueron restos de carbones negros y algunas brasas.

Erlend dijo pausadamente:

—Has tenido un comportamiento tan noble, Simón Darre, que creo que pocos hombres estarían a tu altura. Yo… yo, no creas que se me ha olvidado.

—Cállate; tú no lo sabes, Erlend. Sólo Dios puede saber lo que ocurre en el corazón de un hombre —murmuró Simón con la voz ahogada por la angustia y el dolor.

—Es cierto —contestó Erlend en voz baja—; y todos necesitamos de su bondad. Pero un hombre juzga a otro hombre por sus actos y yo… yo. Que Dios te lo pague, cuñado.

Reinó un pesado silencio. Casi no se atrevían a moverse, sintiéndose avergonzados por su emoción.

De pronto Erlend dejó caer la mano sobre su rodilla. De la piedra engarzada en la sortija, que lucía en el índice de la mano derecha, salió un destello. Simón sabía que Cristina le había regalado aquel anillo, cuando salió de la cárcel.

—Acuérdate, Simón —prosiguió Erlend—, del viejo refrán: «A veces le toca a un hombre lo que estaba destinado a otro, pero nadie puede jamás obtener ni el carácter ni las aptitudes de otro».

Simón levantó bruscamente la cabeza. La sangre se le subió al rostro y las venas de sus sienes se hicieron visibles como una red de cuerdas oscuras.

Erlend lo contempló un instante y, apartando la mirada, también enrojeció. Este rubor, delicado como el de una joven, se extendió por su cara morena, mientras permanecía silencioso y desconcertado, con los labios entreabiertos como los de un niño.

Simón se levantó, violento, y se acercó a la cama.

—Sin duda, preferirás dormir en el borde…

Se esforzaba por hablar como si nada se hubieran dicho, pero la voz le temblaba.

—No, como tú quieras —contestó Erlend indiferente. También él se puso en pie—. ¿Y el fuego? —preguntó—. ¿Debo cubrirlo? —y levantó el atizador.

—No, no, déjalo; termina y ven a la cama —dijo Simón. Su corazón latía con tal fuerza que apenas le permitía hablar.

Erlend se deslizó en silencio, como una sombra, bajo las pieles, al borde mismo de la cama, y se quedó inmóvil y mudo como un animal del bosque. Al notar a Erlend en el lecho, Simón tenía ganas de vomitar.