3

Fueron pasando los días y Andrés seguía en el mismo estado.

Ningún cambio real, ni para bien ni para mal, se producía, y lo peor era que el niño apenas dormía. Yacía con los ojos entreabiertos, sin que pareciese reconocer a nadie. La tos y la opresión se disputaban su cuerpecillo flaco, la fiebre subía y bajaba. Una noche en que Cristina le había dado una bebida calmante, el niño pareció descansar, pero al cabo de un rato su tía se dio cuenta de que palidecía intensamente; al tacto, su piel era fría y húmeda. Rápidamente Cristina le hizo beber leche hirviendo y puso unas piedras calientes junto a sus pies. Después de aquello no se atrevió a darle más soporíferos; era demasiado joven para tolerarlos.

Sira Solmund vino a traer a Andrés las reliquias de la iglesia. Simón y Ramborg prometieron oraciones, ayunos y limosnas si Dios les escuchaba y conservaba con vida a su hijo.

Erlend vino también a Formo, pero no quiso bajar del caballo y entrar en la casa. Cristina y Simón salieron al patio a hablarle. Los miró con una expresión desolada. La expresión de su rostro, en casos así, había irritado siempre secretamente a Cristina. Claro que sufría viendo a los demás enfermos o atormentados, pero daba la sensación de que él era el más afectado. Cuando compadecía a la gente, su rostro adquiría una expresión de total desamparo.

Naakkve y los gemelos vinieron después, todos los días, en busca de noticias de Andrés.

La séptima noche no trajo ninguna mejora. Pero, al día siguiente, el pequeño parecía haberse aliviado un poco. No quemaba tanto. Hacia mediodía, Simón y Cristina estaban solos a su lado. El padre tomó una medalla de oro que llevaba colgada del cuello bajo las ropas. Se inclinó sobre su hijo e hizo bailar la medalla ante sus ojos, luego la puso en la mano de Andrés y cerró sobre ella sus deditos. Pero Andrés no parecía darse cuenta de nada.

Simón había recibido aquella medalla cuando era niño y siempre la había llevado encima. Su padre la había traído de Francia. Había sido bendecida en un convento que se llamaba el Mont-Saint-Michel, y en la medalla se veía a un san Miguel con grandes alas. El niño disfrutaba mirándola, creía que era un gallo… Él llamaba gallo al príncipe de los ángeles…, Poco a poco el padre había enseñado al niño a pronunciar la palabra ángel. Pero un día que estaban en el patio, Andrés vio el gallo picoteando a sus gallinas.

—Padre, el ángel está enfadado —gritó.

Cristina miraba a su cuñado. Simón hablaba a su hijo con voz tranquila y firme, y Cristina sentía que el corazón se le desgarraba al oírle. Estaba agotada después de aquellas noches en vela y era incapaz de resistir al enternecimiento que se adueñaba de ella.

Simón volvió a guardar la medalla bajo el cuello de su camisa.

—Prometeré algo a san Miguel, mientras viva, si el Señor quiere esperar aún un poco en llamar esta alma. No pesaría más que un pollito sin plumas, en su balanza, mi Andrés. ¡Es tan pequeño!

Simón intentó reír, pero se le quebró la voz.

—Simón, Simón —suplicó Cristina.

—Sí, lo que está escrito, escrito está. El propio Dios lo dirige todo y sabe mejor que nosotros…

El padre calló y miró a su hijo.

El octavo día, Simón veló con una de las sirvientas, mientras Cristina dormía un poco, echada sobre el banco. Cuando se despertó, la sirvienta dormía y Simón estaba, como las noches anteriores, sentado en la silla, a la cabecera del lecho, inclinado sobre el niño.

—¿Duerme? —murmuró Cristina, acercándose. Simón sacudió la cabeza. Cristina pasó la mano por el rostro de Simón y notó que tenía las mejillas húmedas; pero él le contestó con calma:

—No creo, Cristina, que Andrés concilie el sueño antes de estar acostado bajo la hierba, en tierra sagrada.

Cristina se quedó como clavada en el suelo. Bajo su color tostado de sol, palideció lentamente. Luego fue a buscar su manto a un extremo de la estancia.

—Simón —decía Cristina, como si tuviera la garganta y la boca seca—, procura estar solo, aquí, cuando regrese. Quédate a su lado y cuando me veas entrar no digas nada, ni hables con nadie de todo esto; más adelante, ni conmigo, ni con nadie; ni siquiera con tu confesor.

Simón se puso en pie y se le acercó lentamente; también él había palidecido.

—No, Cristina —su voz era apenas perceptible—; no me atrevo a dejarte que lo hagas.

Ella se cubrió, encontró un lienzo de lino en el arca, lo dobló y lo guardó en su regazo.

—Pero yo sí me atrevo… Ya lo sabes, nadie deberá acercarse a vosotros antes de que yo llame, nadie deberá hablarnos antes de que el niño haya despertado y hablado primero.

—¿Qué diría tu padre? —murmuró Simón con la misma voz de antes— Cristina, no lo hagas.

—Años atrás hice lo que estaba mal a los ojos de mi padre; era para asegurar mi propia felicidad. Andrés tiene la misma sangre que mi padre; es de mi sangre también, Simón, el hijo de mi única hermana.

Simón respiraba con dificultad, temblaba de pie ante ella y bajaba la vista.

—¿No quieres que pruebe con un último intento?

Simón ni contestó ni se movió. Y sin saber que una medio sonrisa socarrona se dibujaba en sus labios exangües, Cristina insistió:

—¿No quieres que vaya?

Volvió la cabeza, y Cristina, pasando ante él, salió sin ruido, cerrando cuidadosamente la puerta tras ella.

Era noche cerrada. El viento del sur soplaba a ráfagas y las estrellas parpadeaban como asustadas. Aún no había llegado al final de la avenida, cuando ya le parecía llevar caminando una eternidad. Ante ella, detrás de ella, se extendía un camino interminable. ¿Saldría alguna vez de la aventura a la que se lanzaba aquella noche?

La misma oscuridad era una fuerza contra la que tendría que luchar. Cristina resbalaba sobre el camino, destrozado por el deshielo. Todo se fundía ante el aliento cálido del sur. A cada paso se veía obligada a desembarazarse de la noche, del barro que se pegaba a sus pies y hacía pesar el borde de su vestido. Una hoja caída la rozó, como si una cosa viva en la sombra la tocara, segura de su poder.

¡Retrocede, Cristina!

Cuando llegó al camino de carros, anduvo más fácilmente sobre el suelo cubierto de hierba. Su rostro estaba endurecido y tenso. Cada paso que daba la acercaba despiadadamente al bosque que debía atravesar. Era víctima de una especie de parálisis interna: le parecía imposible arriesgarse en aquella oscuridad, pero no se le ocurría desandar lo andado. Toda ella no era más que terror, pero continuaba avanzando como en un sueño. No tropezaba con las piedras ni con las raíces, su pie ya no se metía en los charcos del camino. Inconscientemente tenía cuidado de no tropezar, de conservar su paso regular, de no dejarse vencer por el pánico.

El ruido de los abetos se hizo más próximo, en la sombra. Entró en el bosque como una sonámbula, sin atreverse siquiera a parpadear, percibiendo todos los ruidos del río, los suspiros y los gemidos en las agujas de los pinos, el chapoteo del arroyo, que alcanzó y dejó atrás.

Una piedra rodó por la pendiente: ¿no se habría movido un ser viviente? Cristina se sintió inundada por un sudor frío; pero ni se detuvo, ni aceleró el paso.

Ahora sus ojos estaban tan acostumbrados a la oscuridad, que cuando salió del bosque pudo distinguir un pálido reflejo en la cinta del río y en el pantano. Sobre la tierra, que se separaba de la sombra, los grupos de casas parecían manchas negras. En verdad el cielo también iba aclarándose. Cristina lo sentía, pero no se atrevía a levantar la vista hacia las inmensas paredes rocosas. No obstante, no tardaría en salir la luna. Cristina se esforzó por repetirse:

—Dentro de cuatro horas será de día. La gente se dedicará a sus ocupaciones habituales en todas las granjas del valle. La aurora hará palidecer el cielo, una luz surgirá sobre las crestas de las montañas. Entonces el camino no será largo. De día, Formo no está lejos de la iglesia.

Pero dentro de cuatro horas estaría sobradamente de vuelta y la que entraría en la casa sería, estaba segura de ello, una Cristina distinta de la que había salido hacía poco rato.

Si se hubiera tratado de uno de sus hijos, no habría tenido valor para arriesgarse en aquella tentativa desesperada: apartar la mano de Dios que se tendía hacia una alma viva. Cuando en su juventud cuidaba de sus hijos enfermos y su corazón sangraba de inquieta ternura, había intentado decir, en los momentos en que el temor y el dolor amenazaban con ahogarla:

—Hágase tu voluntad.

No obstante, aquella noche, iba camino adelante, plantándole cara a su propio pánico. Aquel pequeño, que no era suyo, debía salvarse a cualquier precio.

—Porque tú también, Simón Darre, has aceptado el sacrificio cuando se ha tratado de lo que más querías en el mundo; has aceptado más de lo que un hombre puede aceptar, si piensa en su honor.

«¿No quieres que me vaya?». Y no había tenido valor para contestar. Cristina estaba convencida, en su fuero interno, de que si el niño moría, Simón soportaría también aquel golpe. Pero se le había aproximado justo en el momento en que le había visto perder pie. Había aprovechado aquella ocasión y se había ido. Sería un secreto de los dos; sabría que también ella lo había visto vacilar. ¡Simón sabía tantas cosas de ella!

Había aceptado el apoyo del hombre a quien había despreciado todas las veces que se había tratado de proteger al que ella había elegido. El pretendiente desdeñado era el protector hacia el que se volvía cuando necesitaba defender su amor. Jamás había suplicado en vano a Simón. Siempre había ido delante de ella, protegiéndola con su bondad y su fuerza.

Hacía, pues, aquella escapada nocturna para pagar un poco la deuda cuyo peso jamás había sentido tan grave como en aquella hora.

Simón la había hecho comprender que él era el más fuerte…, más fuerte que ella y más fuerte que el hombre a quien se había entregado. Verdad era que lo había comprendido ya en el instante en que se habían encontrado los tres, cara a cara, en aquel vergonzoso lugar, en Oslo…, aunque entonces se hubiera negado a confesarse que aquel idiota de muchacho gordo era más fuerte que…

Seguía andando sin atreverse a invocar a los santos, aceptando cometer un pecado por…

¿Para qué, en resumen?

Era para vengarse de haber tenido que reconocer que Simón tenía sentimientos elevados, mientras que ellos dos…

La luna aparecía por encima de la cresta rocosa cuando Cristina subió hacia la iglesia. De nuevo la inundó una oleada de terror. Bajo los rayos blancos que tejían como una finísima tela de araña alrededor de su masa negra, la iglesia se erguía amenazadora. Cristina vio primero la luz de la entrada, pero no se sintió digna de ir a prosternarse ante la madera bendita. Se dirigió hacia el lado donde las piedras secas y la tierra del muro del cementerio ofrecían un acceso más fácil. Algunas losas relucían como agua entre las largas hierbas húmedas de rocío. Cristina fue directamente hacia las sepulturas de los pobres, al extremo del muro del lado sur.

Habían enterrado allí a un pobre emigrante, un extranjero. El hombre había muerto de frío en la montaña. Sus dos hijas, huérfanas también de madre, habían sido confiadas a la Asistencia, hasta que Lavrans Bjoergulfssoen se ofreció a hacerse cargo de ellas por amor a Dios y educarlas. Una vez mayores, como se portaban bien, las había casado con hombres serios, buenos trabajadores, que el propio padre de Cristina eligió. Como regalo de bodas les dio una vaca, un ternero y un cordero; Ragnfrid les regaló la cama y la olla.

Ahora su situación era feliz y segura. Una de ellas había sido sirvienta de Ramborg, y Ramborg había llevado a la pila bautismal a uno de sus hijos.

—Ya puedes dejar que coja un poco de césped de tu sepultura, Bjarne, para el hijo de Ramborg.

Cristina se arrodilló y sacó su puñal. El sudor perlaba, helado, su frente y su labio superior, cuando metió los dedos en el césped húmedo. Cristina fue cortando las hierbas… A cambio el muerto debe recibir un objeto de oro o plata que se hubiera transmitido por herencia durante tres generaciones… Cristina eligió su anillo adornado de rubíes, el anillo de boda de su abuela.

«El niño es el descendiente de mi padre». Hundió la sortija en la tierra tan profundamente como pudo; luego, envolviendo en el lienzo el puñado de césped, recubrió con musgo y hojas el lugar de donde lo había sacado.

Cuando se puso en pie, las piernas se le doblaban. Tuvo que esperar un poco antes de retomar el camino.

Mirando ahora hacia atrás, podría verlos. Se sentía terriblemente tentada de hacerlo, como si ellos, todos los muertos que la habían conocido, la atrajeran.

—¿Eres tú, Cristina Lavransdatter, la que has venido aquí para esto?

Era Arne Gyrdsoen, en su tumba, a la izquierda de la entrada.

—Sí, Arne, tienes razón de extrañarte; yo no era así en la época en que tú y yo nos conocíamos.

Cristina volvió a saltar por encima del muro y bajó la colina de la iglesia. Allí en el llano se veía Joerungaard. Cristina lo miró casi con indiferencia. El rocío brillaba hasta en el menor tallo de hierba de los tejados. Se sentía como muerta para su hogar y para todos los que en él vivían. La puerta se había cerrado sobre la que, aquella noche, transitaba por los caminos.

La sombra de las montañas se extendía sobre el camino que aún le quedaba por recorrer. El viento soplaba con más fuerza. Ráfagas de aire frío llegaban hasta ella por momentos, apartando hojas marchitas que parecían querer acompañarla al lugar de donde venía. Cristina no dudaba de que la seguían. Un rumor de pasos cansinos se oía tras ella.

—¿Eres tú, Arne?

—Vuélvete, Cristina; mira hacia atrás, arriésgate.

Por fin Cristina dejó de sentir verdadero terror; sólo frío y agotamiento; se apoderaba de ella el impulso de abandonarse, de dejarse caer donde se hallaba. Después de aquella noche, no volvería a tener nunca más miedo de nada.

Cuando abrió la puerta y entró, Simón seguía sentado en el lugar de costumbre, a la cabecera de la cama inclinado sobre el niño. Por un momento levantó la vista. Cristina se preguntó si su rostro, en el transcurso de aquellas horas, había cobrado también un aspecto tan envejecido, descompuesto y desesperado.

Luego Simón escondió el rostro en sus manos. Se tambaleó al ponerse en pie; volvió la cara al pasar ante Cristina y salió de la estancia, con la cabeza inclinada.

Cristina encendió dos cirios y los puso sobre la mesa. El pequeño abrió un poco más los ojos y, siempre sin conocimiento, intentó, con un ligero movimiento de cabeza, escapar a la luz. Cristina colocó aquel cuerpo débil en la posición en que son colocados los cadáveres. La criatura ni intentó cambiar de postura; estaba demasiado débil para moverse.

Cubrió el rostro y el pecho de Andrés con el lienzo y extendió encima el puñado de césped. Al hacerlo volvió a sentirse presa del pánico, como si la envolviese una ola, y no le quedó más remedio que sentarse cerca de la cama, sin atreverse a dar la espalda a la ventana, que se abría encima del banco. Era mucho mejor mirar a los ojos al que, desde fuera, se atreviera a mirar al interior de la estancia. Acercó, pues, el sillón a la cama y se instaló frente a la ventana. La noche empujaba sus sombras negras hacia el interior del cuarto, en silencio. Uno de los cirios se reflejaba en el cristal. Cristina, sentada, tiesa, miraba fijamente, las manos crispadas con tal fuerza sobre los brazos del sillón, que los nudillos parecían blancos y los brazos le temblaban. Ya no se sentía las piernas, de tan heladas y húmedas como estaban; le castañeteaban los dientes de horror y de frío, un sudor glacial resbalaba por su rostro y su espalda; pero no se movía, echando solamente, de vez en cuando, una mirada al lienzo, que levantaba débilmente la respiración del niño.

Por fin palidecieron los cristales y cantó un gallo. Del patio le llegó el ruido de hombres que iban a la cuadra. Cristina se dejó caer, temblorosa, contra el respaldo del sillón. Intentó buscar una posición que impidiera el estremecimiento de sus piernas.

Pero entonces el lienzo se levantó con algo más de fuerza. Andrés lo apartó de su rostro y suspiró. Debía recobrar poco a poco el conocimiento, porque refunfuñó, enfadado, cuando su tía fue a inclinarse sobre él.

Recogió la tela y el césped y corrió a la estufa; alimentó el fuego con ramillas y echó a la nueva llama viva el bien de los muertos. Una vez lo hubo hecho, tuvo que apoyarse en la pared; las lágrimas salían abundantes de sus ojos.

Luego tomó la leche de la pequeña escudilla puesta a calentar y se la dio a Andrés. Pero este se había vuelto a dormir y, al parecer, con un sueño natural y reparador. Cristina bebió la leche caliente y la encontró tan buena que se tomó dos o tres vasos más.

Aún no se atrevía a hablar. Hasta entonces el pequeño no había dicho una sola palabra inteligible. Se dejó caer de rodillas a los pies de la cama y rezó sin que se oyera el menor sonido:

Convertere Domine, aliquautulun, et deprecare super servos tuos. Ne ultra memineris iniquitatis nos trae? Ecce respice populus tuus omnes nos

En verdad había hecho una cosa horrible. Pero Andrés era hijo único. Ella, ella tenía siete; ¿no debía arriesgarlo todo para salvar al único hijo varón de su hermana? Sus pensamientos de la noche no eran sino imaginaciones nocturnas. Había obrado así porque no podía soportar que el niño muriera en sus brazos. Simón no había dejado de ayudarla nunca; por lo que sabía ella, se mostraba bueno y fiel con todos, y, sobre todo, para con ella y los suyos. ¿No debía, pues, intentar lo imposible para salvar la vida de este hijo, que amaba más que a la niña de sus ojos…, aunque fuera al precio de un pecado? Sí, había pecado. «¡Oh, Dios, castígame a mí sola! Dios no hará recaer el castigo sobre esta criatura inocente de Simón y Ramborg».

Volvió junto a Andrés, se inclinó sobre su manita de cera, pero no se atrevió a besársela. No debía despertarlo.

Andrés estaba limpio, sin pecado. Durante las noches de angustia, pasadas junto a Dama Aashild en Haugen, esta le había contado el sortilegio. Le había relatado su ida al cementerio de Konungshelle:

—Fue el momento más difícil de mi vida, Cristina.

Pero Bjoern Gunnarssoen no era ningún niño inocente cuando los primos de Aashild Gautesdatter le habían acercado demasiado la espada al corazón. Antes de que él cayera había matado a uno de ellos y el otro no había vuelto a recobrar la salud desde que se había batido con Micer Bjoern.

Cristina, de pie al lado de la ventana, dejaba que su mirada vagara por el patio. La gente se ocupaba en sus quehaceres cotidianos. Unos terneros retozaban.

En la oscuridad se nos ocurren toda clase de ideas, comparables a aquellas plantas translúcidas que crecen en el fondo del mar, ondulan, se mecen y son extrañamente atractivas en su elemento. Pero tan pronto las arrancan los niños y las tiran dentro de su barca, no forman más que una masa viscosa y sin color. Durante la noche surgen pensamientos terribles y seductores a la vez. Fray Edvin había dicho un día:

«Los malditos del infierno no quieren que se les libre de sus tormentos; el odio y la pena les deleitan. Por eso el propio Cristo no ha podido salvarlos».

En aquel tiempo esas palabras habían parecido faltas de sentido a Cristina. Hoy la sacudió un estremecimiento. Adivinaba lo que había querido decir el fraile.

Volvió a inclinarse sobre la cama y aspiró el aliento del pequeño. No, Simón y Ramborg no lo perderían.

¿Y si había querido encumbrarse ante los ojos de Simón, demostrarle que era capaz de algo más que de aceptar su ayuda? Había querido imponerse por él para pagarle la deuda.

Volvió a arrodillarse y recitó sus salmos.

Aquella mañana Simón iba a sembrar centeno de invierno en el campo recién arado, al sur del bosquecillo. Había tomado la resolución de simular que en la granja todo seguía su curso normal. Las sirvientas se quedaron pasmadas cuando fue a su habitación, durante la noche, diciendo que Cristina deseaba quedarse sola con el pequeño, hasta que ella misma las mandara llamar. Dijo lo mismo a Ramborg tan pronto esta despertó; Cristina había insistido para que nadie se acercara al cuarto.

—¿Ni tú? —preguntó vivamente Ramborg, y Simón dijo que así era.

Después se fue a buscar su bolsa de grano a la granja del trigo. Al terminar la cena ya no se atrevió a alejarse de la casa. La mirada de Ramborg no le gustaba.

Una hora después de la cena, mientras se hallaba junto al granero del trigo, Simón, de pronto, vio a su mujer atravesar corriendo la explanada. La siguió. Ramborg se echó contra la puerta de la estancia y empezó a golpearla con los puños cerrados, gritando con voz estridente:

—¡Abre, Cristina! ¡Abre!

Simón la abrazó, intentó calmarla con palabras tiernas, pero ella, viva como una centella, se revolvió y le mordió una mano, como un animal rabioso.

—Es mi hijo; ¿qué habéis hecho con mi hijo?

—Sabes muy bien que tu hermana no puede hacer daño a Andrés.

Volvió a intentar llevarse a Ramborg, que se resistía.

—Ven —dijo de pronto brutalmente—. ¿No te da vergüenza este espectáculo, delante de los criados?

Pero ella continuaba chillando:

—Andrés me pertenece… Tú no estabas conmigo cuando lo traje al mundo. En aquel tiempo no valíamos tanto para ti, Simón.

—Vamos, sabes la ocupación que me retenía entonces —repuso Simón, cansado. Y haciendo uso de su fuerza, se la llevó a la sala.

Luego ya no se atrevió a dejarla. Ramborg recobró poco a poco la sangre fría y cuando llegó la noche dejó que sus sirvientas la desnudaran.

Simón permaneció arriba. Sus hijos dormían; había despedido a las sirvientas. Cuando quiso levantarse y cruzar la estancia, Ramborg, desvelada, le preguntó a dónde iba.

—Pensaba acostarme un momento a tu lado —contestó. Se quitó algo de ropa y los zapatos, se deslizó en la cama, debajo de las pieles, y pasó el brazo bajo la nuca de su mujer—. Comprendo, Ramborg mía, que este día ha sido largo y doloroso para ti.

—¡Con qué fuerza late tu corazón, Simón! —murmuró Ramborg poco después.

—Sí, también yo siento miedo por el pequeño, ya lo sabes. Pero hay que esperar con paciencia a que Cristina nos llame.

De pronto se incorporó en la cama y se apoyó en un codo, mirando, asustado, el pálido rostro de Cristina inclinado sobre el suyo. A la blanquecina luz de la vela vio sus mejillas cubiertas de lágrimas.

Apoyó la mano en el pecho de Simón. Por un instante él creyó…, pero esta vez no era un sueño… El hombre se echó hacia atrás y se cubrió el rostro con los brazos. Se mareaba, tal era la fuerza y rapidez de los latidos de su corazón.

—Simón, despierta —Cristina le sacudía—. Andrés reclama a su padre, ¿oyes?; es la primera palabra que ha dicho.

Una sonrisa radiante entreabría los labios de Cristina, aunque las lágrimas seguían cayendo.

Simón se sentó y se restregó los ojos varias veces. ¿Habría hablado inconscientemente cuando Cristina le sacó de su sueño? La miró, de pie, con la vela en la mano.

Cuidadosamente, para no despertar a Ramborg, salieron de la sala. En el pecho de Simón persistía una sensación de malestar, algo que parecía ir a rompérsele… ¿Por qué no podía vencer aquel terrible sueño, cuando de día luchaba incesantemente contra sus pensamientos? Cuando dormía, abandonado, sin fuerza, volvía aquel sueño inspirado por el mismísimo diablo. ¡Un monstruo era quien acudía al lado de su hijo moribundo!

Lloraba. Cristina, lo mismo que él, ignoraba qué hora podía ser. El pequeño estaba medio despierto, pero no había hablado… Solamente al llegar la noche había empezado a dormir con un sueño normal y apacible. Ella se había permitido acostarse, para descansar un poco, tomando a Andrés en sus brazos, para poder percibir hasta el más leve de sus movimientos. Luego se había dormido.

El niño parecía minúsculo en aquella gran cama; su palidez era impresionante, pero tenía los ojos claros y en su rostro floreció una bella sonrisa cuando vio a Simón.

Este se arrodilló ante la cama y quiso cogerlo en brazos. Cristina lo contuvo:

—No, no, Simón; el niño está muy sudado y hace frío en la estancia.

Cubrió cuidadosamente a Andrés y prosiguió:

—Es mejor que te acuestes a su lado y os mandaré a una mujer para que os vele. Yo iré a la sala y dormiré junto a Ramborg.

Simón se deslizó bajo la manta. El sitio estaba aún tibio del cuerpo de Cristina; la almohada había conservado el ligero perfume de su cabello. Un gemido sordo asomó a los labios del hombre; luego atrajo al niño hacia él y hundió el rostro en los rizos suaves y húmedos del pequeño.

El cuerpecillo era tan menudo que el padre notaba apenas al hijo que tenía en los brazos; pero Andrés, encantado, balbucía algunas palabras. De pronto empezó a rebuscar bajo el cuello de la camisa de su padre. Tocó con su manecita húmeda el pecho de Simón y encontró la medalla.

—El gallo —murmuró, feliz—, he encontrado el gallo.

En el día fijado para su marcha, Cristina se hallaba lista ya en la sala de mujeres, cuando Simón entró y le entregó un cofrecillo de madera.

—He pensado que te gustaría tener esta joya —le dijo.

Cristina reconoció en la talla una obra de su padre. En el interior y envuelto en un pedazo de gamuza, había un pequeño broche de oro, adornado con cinco esmeraldas. Lo reconoció en seguida. Lavrans lo lucía en la pechera de su camisa cuando iba vestido de ceremonia.

Dio las gracias a Simón, pero, de pronto, enrojeció violentamente, recordando que no había vuelto a ver a su padre con la joya después de su regreso del convento.

—¿Cuándo te lo dio mi padre? —e inmediatamente lamentó haber hecho la pregunta.

—Me lo dio como regalo de despedida, el día en que tuve que irme de Joerungaard.

—Me parece un regalo demasiado valioso —dijo Cristina despacio, con la vista baja.

Simón sonrió.

—Necesitarás bastantes más del mismo estilo cuando tengas que mandar a tus hijos lejos, cargados de regalos de compromiso.

Cristina lo miró.

—Lo que quería decir, Simón, es que las cosas que tienes de mi padre… ¿Sabes que te quiero como si fueras de verdad su hijo?

—¿Es cierto, Cristina?

Con el dorso de la mano acarició la mejilla de Cristina, en un gesto cariñoso y fugaz, y sonrió de un modo extraño, diciendo en tono pueril:

—Sí, sí, Cristina; ya lo sabía.