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A principios de otoño, Cristina salió una mañana alrededor de las nueve. El cabrero le había dicho que, un poco más abajo, en la vertiente y siguiendo el curso del arroyo, podían encontrarse muchos gordolobos en un yermo.

Cristina descubrió el lugar: un prado escarpado, llano y quemado por el sol. Era el momento de coger las flores. Alzaban sus altos tallos amarillos, coronados por las flores blancas recién abiertas por entre las piedras y troncos grises. Para que Munan cogiera frambuesas, Cristina lo instaló entre los arbustos en un sitio del que no podía salir sin su ayuda, encargó al perro que lo vigilara, y, cogiendo un cuchillo, empezó a cortar flores sin dejar de mirar continuamente hacia donde estaba el niño. Lavrans, de pie a su lado, también cortaba flores.

Arriba, en las cabañas, Cristina no estaba tranquila respecto a los pequeños. De todos modos, ya no temía tanto a la gente del país; la mayor parte de los que ocupaban cabañas habían regresado al valle, mientras que ella tenía intención de permanecer en la montaña hasta después de la Asunción. Anochecía pronto y el viento era frío. De noche, cuando empezaba a soplar, era desagradable salir.

Pero ¡qué buen tiempo habían tenido allá arriba, mientras abajo, en el valle, todo aparecía seco! Además, el mar estaba enfurecido. Los hombres se iban a ver obligados a vivir en la montaña no sólo durante el otoño, sino en invierno también; y Cristina recordaba que su padre le había dicho en una ocasión que jamás había visto sus cabañas habitadas en los meses fríos.

Cristina, con las manos cruzadas sobre el pesado ramo que se apoyaba en su brazo, se detuvo bajo un abeto aislado en mitad de la vertiente. Desde allí se dominaba el amplio valle de los Dofrines donde, en algunos sitios, el trigo estaba ya recogido en gavillas.

También los prados estaban amarillentos y secos por el sol. En verdad el valle no era nunca muy verde, pensó Cristina; no era como en Trondhjem.

Sus pensamientos volaron hacia el hogar que habían fundado allí; la granja, encaramada como un castillo señorial en el gran flanco de la montaña y, a sus pies, los campos, los prados y el bosque de abedules extendiéndose hasta el lago. En el fondo, una amplia perspectiva de colinas cubiertas de bosques se iba perdiendo, ondulación tras ondulación, hacia el sur y los montes Dofrines. En los prados jugosos brillaban flores de púrpura bajo el cielo rosado de las noches de verano; ¡el trigo otoñal era de un verde tan brillante y fresco…! Cristina incluso echaba de menos el fiordo y los bancos de arena de Birgsi, los muelles, las barcas y los veleros, los cobertizos de pescadores, el olor a brea, las redes de pescar, el olor de mar, todo lo que había apreciado tan poco cuando llegó al norte…

¡Qué nostalgia debía sentir Erlend de aquel olor y del viento marino! Cristina había creído que no se acostumbraría al intenso ajetreo de la casa, a la multitud de servidores, a los hombres de Erlend que, montados en sus caballos, entraban ruidosamente en el patio haciendo chocar sus armas, a todos aquellos forasteros que iban y venían, trayendo noticias de países lejanos y chismes de la ciudad y del campo. Aquel pasado, que había creído no poder soportar, le faltaba, y su vida le parecía silenciosa, ahora que los ecos de los días pasados habían enmudecido. Soñaba con volver a ver la ciudad, la iglesia, el monasterio, asistir a las recepciones en las ricas viviendas de los notables del país… Hubiera querido recorrer de nuevo las calles, escoltada por su lacayo y su sirvienta, visitar las tiendas de los comerciantes, bien para elegir, bien para criticar las mercancías expuestas. O bien, subir a uno de los barcos anclados en el puerto y adquirir en ellos tocas y lino inglés, velos preciosos, caballitos de madera montados por sus jinetes, que movían la lanza cuando se tiraba de un cordel.

Cristina evocaba los prados de Nidaros. Con sus hijos había asistido a los juegos de perros y osos amaestrados; compraba nueces y pasteles para los niños.

¡Y cómo echaba de menos sus trajes de otro tiempo! La camisa de seda, la toca fina y ligera, y aquel traje sin mangas, de terciopelo azul claro, que Erlend le había comprado el invierno anterior a la desgracia. Una cenefa de armiño rodeaba el enorme escote y las bocamangas que se abrían hasta casi las caderas, dejando ver el cinturón.

A veces, también, Cristina se sorprendía de echar en falta… No, no, la razón le ordenaba sentirse satisfecha todas las veces que escapaba a nuevas maternidades. Debería alegrarse de haber caído enferma en otoño, después de la gran matanza del ganado. Había llorado un poco las primeras noches. Hacía tanto tiempo, se decía, que no tenía un niño al pecho… Munan sólo contaba cuatro años, pero se había visto obligada a enviárselo a una nodriza, antes de que cumpliera el año. Al regresar a su lado sabía andar y hablar y no la reconoció.

Y Erlend. ¡Oh, Erlend! Cristina sabía que en el fondo de su corazón, él, el eterno inquieto, no era tan despreocupado como parecía. Viéndole, se le hubiera creído sosegado para siempre, como un torrente fogoso que se encuentra ante una muralla de rocas y se somete al obstáculo, para no ser más que un lago tranquilo en medio de las turberas.

Erlend vivía en Joerungaard sin hacer nada, e invitaba por turno a uno u otro de sus hijos para que le acompañase en su inactividad.

A veces se los llevaba de caza, o bien iba a embrear y calafatear una de las barcas de pesca que poseía, o intentaba domar un caballo joven. Pero, demasiado impaciente, no solía conseguirlo. Se mezclaba pocas veces con los demás y, de todos modos, aparentaba no darse cuenta de que evitaban su compañía. Los hijos imitaban al padre. No, aquellos extranjeros, llevados por el destino a vivir en el valle, no eran amados…; todos eran igualmente reservados e indiferentes, siempre ajenos a la gente y a las costumbres del país.

Ulf Haldorssoen era, por el contrario, abiertamente aborrecido. Se burlaba de los habitantes y los calificaba de imbéciles atrasados. A sus ojos, los hombres que no habían vivido a orillas del mar no eran hombres.

Cristina veía claramente que tampoco ella contaba, ahora, con amigos en su tierra natal…

Se irguió dentro de su traje de estameña oscura y con la mano se protegió los ojos de los rayos dorados del sol poniente.

Hacia el norte veía un extremo de valle y la larga cinta verde pálido del río. Luego los flancos de las montañas, teñidos de amarillo y verde por las turberas y argayos, las crestas amontonadas, una tras otra, hasta el punto en que los glaciares confundían sus grietas con los festones de las nubes.

Frente a Cristina, un recodo del Rostkampen estrechaba el valle, obligando al Laage a cambiar bruscamente su curso. Un rumor sordo ascendía del río, que horadaba profundamente la piedra y bajaba, caudaloso y espumeante, de rellano en rellano.

Cerca de las mesetas pantanosas, sobre el Rostkampen, los dos altozanos, los Blaahoer, que su padre había comparado a pechos de mujer, se erguían amenazadores. Aquel país tenía que parecerle a Erlend feo, severo y agobiante.

Un poco más al sur, del mismo lado, pero hacia las colinas que la habían visto nacer, Cristina había encontrado, de niña, un elfo, una criatura preciosa, dulce, tierna, de rizos sedosos que enmarcaban unas mejillas gordinflonas, blancas y rosadas.

Cristina cerró los ojos y volvió su rostro, tostado por el sol, hacia la luz.

Una madre joven, con el pecho cargado de leche después de un parto, y el corazón semejante a un campo recién arado…; sí, claro… pero una mujer como ella, Cristina, no corría ningún riesgo. No se sentirían tentados a llevársela. El rey de las montañas pensaría, sin duda, que el aderezo de oro ofrecido a la novia no convendría a una mujer tan gastada y enflaquecida, y la huidra no sentiría, tampoco, la tentación de poner a su hijo al pecho agotado.

Cristina se sentía dura y seca, como aquella raíz de abeto sobre la que había puesto el pie y que se retorcía sobre la piedra, aferrándose a ella. Le dio un golpe con el talón.

Los dos chiquillos se habían acercado a su madre y se apresuraron a imitarla, dando patadas a la raíz. Después preguntaron:

—¿Por qué hacéis esto, madre?

Cristina se sentó, dejó la brazada de flores sobre sus rodillas y empezó a arrancar y echar al cesto las flores blancas abiertas.

—Porque el zapato me apretaba los dedos del pie —contestó, al cabo de tanto rato, que los niños habían olvidado su pregunta. Pero no le daban ninguna importancia, acostumbrados como estaban a que su madre no pareciera oírles cuando le hablaban, o se diera cuenta cuando ellos ya no pensaban en lo que habían preguntado. Lavrans ayudó a arrancar flores del tallo. Munan quiso hacer lo mismo, pero arrancaba a la vez tallo y flor, y su madre se lo quitó de las manos, sin enfadarse, completamente sumida en sus pensamientos. Al poco rato, los pequeños se pusieron a jugar y a pelear con los tallos desnudos, que habían tirado a un lado… Así se distrajeron pegados a las rodillas de Cristina, y ella contempló las dos cabecitas redondas y oscuras.

Los niños se parecían enormemente; tenían el mismo cabello castaño, pero por una infinidad de pequeños indicios y destellos fugaces, la madre suponía que, al hacerse hombres, serían totalmente distintos.

Munan se parecía a su padre por sus ojos azules y acuosos, su cabello sedoso y rizado sobre un cráneo estrecho. El cabello oscurecería y se volvería de un negro hollín. El rostro menudo, de mejillas y barbilla redondas, cuyo tierno frescor ella se complacía en rodear con las manos, adelgazaría y se alargaría con los años. También él tendría la frente alta y estrecha, las sienes hundidas, la nariz recta y saliente, cortante como la hoja de un puñal, de finas aletas sensibles, todos ellos rasgos del padre que Naakkve ya poseía y que se dibujaban también claramente en los gemelos.

Lavrans había tenido el cabello color de lino, rizado y suave como seda, cuando era chiquitín. Ahora era castaño, pero con reflejos dorados, completamente liso, muy suave todavía, más abundante y menos fino. Los dedos se hundían profundamente en su cabellera.

Lavrans se le parecía. Tenía los ojos grises y su rostro redondo mostraba ya una frente ancha y una barbilla de delicada curva. Conservaría, indudablemente, su tez rosada hasta que se hiciera hombre.

Gaute tenía también la tez clara. Se parecía al padre de Cristina por el rostro ovalado y lleno, sus ojos grises como el hierro y su pesada cabellera de oro pálido. En cuanto a Bjoergulf, no sabía a quién se parecía.

Era el más alto de sus hijos; ancho de espaldas, vigoroso y bien formado, tenía el cabello negro como el azabache, casi crespo; los ojos eran de un azul oscuro y extrañamente opacos. Parpadeaba al mirar. Cristina no podía decir desde cuándo había contraído esta costumbre, porque Bjoergulf era, de sus hijos, del que menos se había ocupado. Se lo habían quitado al nacer para entregarlo a una nodriza. Once meses más tarde había dado a luz a Gaute, y Gaute había tenido una salud precaria durante los cuatro primeros años de su vida. Después del nacimiento de los gemelos había tenido que hacerse nuevamente cargo de Gaute, llevarlo en brazos y cuidarlo, aunque ya era mayorcito.

Para los últimos no había dispuesto de tiempo, excepto cuando Frida le traía a Ivar, que tenía sed o gritaba. Entonces Gaute también gritaba mientras daba el pecho al pequeño. No había podido más… «¡Oh, Virgen María, tú sabes que no pude hacer más por Bjoergulf!».

Tenía un carácter independiente, seguía su propio camino y se las componía solo. Siempre concentrado en sí, no parecía contento cuando ella intentaba acercarse. Y ella había creído que era el más fuerte de sus hijos, como un novillo bravo. Poco a poco se fue dando cuenta de que la vista de Bjoergulf no era buena, y mientras estuvo en Tautra, con Naakkve, los frailes habían intentado hacer algo por él, aunque sin resultado.

Bjoergulf fue un niño introvertido. Cristina no consiguió nada intentando fomentar una mayor intimidad con él y observó que sucedía lo mismo con Erlend. Bjoergulf era el único que no aspiraba a los favores del padre, como un prado aspira al sol. Sin embargo, se mostraba distinto con Naakkve, pero si Cristina trataba de hablar a Naakkve de su hermano menor, cambiaba de conversación. ¿Había tenido Erlend más suerte que ella? Lo ignoraba, pero Naakkve, ¡amaba tanto a su padre…!

Los retoños de Erlend Nikulaussoen demostraban claramente su paternidad.

Cristina había visto al niño de Lensviken la última vez que estuvo en Nidaros. Se había cruzado con Micer Baard en el pórtico de la iglesia de Cristo. Salía de la iglesia seguido de hombres, mujeres y servidores. Una criada llevaba al niño. Baard Aasulfssoen la saludó inclinando la cabeza rígidamente al pasar ante ella. Su mujer no iba con él.

Cristina sólo había echado una ojeada al niño. Pero esto le bastó. La carita era exactamente igual a las caritas que se habían agarrado a su propio pecho.

Arne Gjaavaldssoen, que la acompañaba, no había podido callarse. Arne era así. Los herederos indirectos de Micer Baard no estaban contentos con la llegada del niño, el invierno anterior. Pero Baard lo hizo bautizar con el nombre de Aasulf, y actuó como si no supiera que entre Erlend y Dama Sunniva pudo haber otra cosa que una amistad conocida de todos.

Imprudente en sus palabras, Erlend se había traicionado al hablar con Dama Sunniva, y, después, ¿no era sencillamente deber de la dama, al concebir sospechas, advertir de ellas al oficial del rey? Sin embargo, si hubieran sido muy buenos amigos, Sunniva se habría enterado de que su propio hermano estaba mezclado en el plan de Erlend.

Cuando Haftor Graut se suicidó en la cárcel, arriesgando la salvación de su alma, Sunniva casi perdió la razón; pero nadie dio demasiada importancia a aquello, que ella misma confesaba entonces… Micer Baard había apoyado la mano en el pomo de su espada mirando a su alrededor, cuando ella se había acusado… Esto es lo que contaba Arne.

Arne había mencionado también aquello ante Erlend. Un día en que Cristina había subido al granero, los dos hombres, hablando en la galería cubierta de abajo, ignoraban que ella pudiera oírles.

El caballero de Lensviken se mostraba encantado de aquel hijo que su mujer había puesto en el mundo el invierno anterior… No dudaba ser el padre…

—Baard lo sabe mejor que nadie —había contestado Erlend. Cristina notaba, por el tono de voz, que hablaba con la vista baja y sonreía ligeramente.

Micer Baard sentía una viva enemistad hacia los miembros de su familia que iban a heredar lo suyo si él moría sin hijos. Pero ahora la gente le acusaba de transgredir la legalidad.

—Vamos, este hombre sabe, mejor que nadie, a qué atenerse —repitió Erlend.

—Bueno, bueno, Erlend. Ese chico heredará, él solito, mucho más que los siete hijos que has tenido de tu mujer.

—Ya me preocuparé yo de mis siete hijos, Arne.

En aquel momento Cristina bajó del granero; no podía soportar que siguieran hablando. Erlend, al verla, adoptó una expresión rara; luego se le acercó, la tomó de la mano y se quedó detrás de ella, de modo que el hombro de Cristina le tocaba. Pensó que con su actitud, así inclinado sobre ella, repetía, sin palabras, lo que acababa de afirmar. La consolaba en cierto modo…

De pronto vio a Munan quien fijaba en ella una mirada temerosa. El niño debió advertir que Cristina había forzado la sonrisa al descubrirlo. Cuando su madre se inclinó hacia él, el pequeño sonrió a su vez, indeciso, como a la expectativa. Lo sentó sobre sus rodillas. Era aún muy pequeño, pobrecillo, su benjamín, lo bastante para que su madre pudiera abrazarle y mimarle. Le guiñó un ojo y él se esforzó en imitarla guiñando los dos. La madre se echó a reír en voz alta, y Munan la imitó ruidosamente, mientras ella le cogía en brazos y lo estrechaba contra su pecho.

Lavrans se había quedado sentado, con el perro sobre las rodillas. Ambos aguzaban el oído hacia un ruido que subía del bosque.

—¡Padre! —y primero el perro y luego el niño echaron a correr cuesta abajo.

Cristina permaneció todavía sentada un momento y después se puso en pie, andando hasta el borde de la pendiente. Subían por el sendero Erlend, Naakkve, Ivar y Skule, alborotados y contentos, y desde allí le gritaron alegremente «Buenos días». Cristina les contestó. ¿Venían a buscar los caballos? «No», contestó Erlend; Ulf tenía previsto mandar a Svein Bjoern a que los recogiera aquella misma noche. Él y Naakkve pensaban ir a cazar renos y los gemelos se habían animado a acompañarles para ver a Cristina. Esta no contestó; antes de preguntar nada ya había comprendido. Naakkve llevaba un perro atado; él y su padre vestían chalecos de estameña gris, estriada de negro, que les confundirían con las piedras. Los cuatro venían armados de arcos y flechas. Cristina pidió noticias de la granja y Erlend se las dio mientras subía: Ulf estaba en plena siega; parecía bastante contento, pero la paja era corta y el trigo, en los campos de arriba, había madurado demasiado de prisa y se desgranaba. La cebada estaba lista para la hoz.

—Habrá que trabajar de firme —decía Ulf.

Cristina sólo inclinaba la cabeza; no abrió la boca.

La propia Cristina fue al establo a ordeñar. Le gustaba aquel momento en que, en la oscuridad, con la cabeza apoyada en el flanco panzudo de la vaca, sentía el olor agradable de la leche que llegaba a su nariz y oía cómo el líquido espumoso caía en los baldes del cabrero y la vaquera.

De aquel olor acre y caliente del establo, del ruido de una cadena, de un cuerpo golpeando la madera, emanaba una inmensa sensación de paz… Luego uno de los animales cambiaba de postura, movía las pezuñas sobre el suelo empapado o espantaba las moscas con el rabo…

Los pájaros, que habían hecho allí su nido de verano, ya se habían ido.

Aquella noche las vacas estaban inquietas. La Azul puso el pie en el cubo de leche. Cristina la regañó y le dio un azote. La vaca siguiente no se dejó ordeñar cuando Cristina se le acercó. Las ubres le hacían daño. Cristina retiró de su dedo el anillo de boda, y trató de que el primer chorro de leche pasara a través del mismo.

Desde donde estaba, oía a Ivar y a Skule gritar junto a la valla y tirar piedras al toro forastero, que todas las noches seguía el ganado de Joerungaard. Había encargado a los muchachos que ayudaran a Finn a ordeñar las cabras, pero pronto se habían cansado.

Cuando Cristina salió del establo, un poco más tarde, los encontró atormentando al becerrito blanco que había regalado a Lavrans, y Lavrans protestaba. La madre dejó los cubos, zarandeó vigorosamente a los gemelos y los apartó diciendo:

—¡Queréis dejar en paz el ternero de vuestro hermano!

Erlend y Naakkve estaban sentados en la piedra del umbral. Tenían un queso fresco entre los dos y con los dedos iban cortándolo a pedacitos, que comían o metían en la boca de Munan, de pie entre las rodillas de Naakkve. Este había puesto el tamiz de Cristina sobre la cabeza del pequeño y aseguraba que Munan era invisible, porque el tamiz de crin no era un tamiz, sino un gorro de troll. Los tres reían, pero tan pronto Naakkve vio venir a su madre, le alargó el tamiz y la descargó de los cubos.

Cristina se entretuvo en la lechería. La parte superior de la puerta estaba abierta, dejando ver la estancia del fondo donde ardía un buen fuego. Sentados a su alrededor, la gente comía a la luz tibia de las llamas: Erlend, los niños, las sirvientas y los tres pastores.

Cuando entró, al fin, habían terminado de cenar. Vio que habían acostado a los pequeños sobre el banco… Seguro que ya estaban dormidos. Erlend estaba hecho un ovillo sobre su cama. Cristina tropezó con la ropa y las botas de su marido; lo recogió todo antes de volver a salir.

El cielo aún estaba claro. Sobre las montañas, al oeste, se dibujaba una franja roja; unas nubecillas oscuras se deslizaban en el aire transparente. A juzgar por la tranquilidad de la atmósfera y por el frío que se notaba al caer la noche, el día siguiente sería magnífico. No había viento, pero un soplo glacial venía del norte; parecía la respiración regular de las altas montañas desnudas. Sobre las colinas, al sudoeste, salía la luna, casi llena, enorme y roja, en la niebla ligera que flotaba siempre sobre aquella región pantanosa.

Se oía el mugir del toro forastero por algún lugar, lejos. En todas partes el silencio era tan grande, que casi lastimaba. Sólo lo interrumpía el rumor del río, abajo, en el cercado, el susurro del arroyo sobre el ribazo y un estremecimiento sordo que recorría el bosque, una especie de inquietud entre los abetos, la cual iba creciendo, se calmaba, desaparecía y volvía a renacer.

Cristina se entretuvo guardando algunos utensilios de la lechería, que estaban tirados por todas partes. Naakkve y los gemelos salieron entonces.

—¿A dónde vais? —preguntó la madre.

—Preferimos acostarnos en la cuadra. En la lechería el aire está cargado y huele a queso, a mantequilla… y a los pastores que duermen…

Naakkve no se dirigió directamente a la cuadra y Cristina contempló la silueta de su hijo, recortada sobre el verde oscuro del bosque.

Poco después una sirvienta apareció en el hueco de la puerta. Se sobresaltó al ver a su ama junto a la pared.

—¿No te acuestas, Astrid? Es muy tarde.

La sirvienta balbució unas palabras; iba sencillamente detrás del establo.

Cristina esperó a que regresara. Naakkve iba a cumplir diecisiete años. Hacía algún tiempo que la madre vigilaba a las sirvientas de la granja, cuando las veía charlar y reír con aquel muchachote lleno de vida.

Cristina bajó al río y, arrodillándose en una losa, se inclinó sobre el agua que se extendía ante ella como un gran estanque. Unos ligeros remolinos eran lo único que hacía adivinar la corriente, pero un poco más arriba se distinguía la espuma blanca en las sombras; el tronar de la cascada se acompañaba de un soplo helado.

La luna estaba ahora muy alta y su reflejo hacía brillar el agua. Aquí y allá relucía una hoja húmeda. De pronto, en un remolino se encendió una chispa…

Erlend llamó a Cristina; estaba a pocos pasos de ella. No le había oído acercarse por el prado… Cristina metió el brazo en el agua helada y sacó unos cubos de leche que, llenos de piedras, había dejado en el fondo del río para que se limpiaran; luego, levantándose, siguió a su marido con los brazos cargados. Ni ella ni Erlend hablaron mientras andaban.

Una vez en la lechería, Erlend se desnudó y subió a la cama.

—¿No piensas descansar esta noche, Cristina?

—Primero tengo que comer algo.

Y sentándose sobre un escabel de tres patas, junto al fuego, puso un poco de pan y queso sobre sus rodillas.

Comía despacio, sin perder de vista las brasas que se iban apagando, poco a poco, en la cavidad practicada en medio del pavimento de tierra apisonada.

—¿Duermes, Erlend…? —murmuró levantándose y sacudiendo la falda.

—No.

Cristina se fue a beber un vaso de leche cuajada, del lebrillo. Y volvió junto a la lumbre, levantó una losa, la colocó sobre el hueco del fuego y puso encima las flores de gordolobo para que se secasen.

Una vez terminado esto, ya no le quedaba más que hacer. Se desnudó a oscuras y se metió en la cama, al lado de Erlend.

Cuando la estrechó en sus brazos, Cristina sintió que el cansancio se extendía sobre ella como una ola de frío. Su cabeza le pareció tosca y pesada; era como si todo lo que tenía dentro se hubiera amalgamado en una masa compacta, en la nuca, y le hiciera daño. Pero cuando Erlend le murmuró palabras tiernas, echó los dos brazos al cuello de su marido, sin resistirse.

Se despertó en plena noche, sin saber a ciencia cierta la hora que sería. Por el agujero practicado para que se escapara el humo, vio, sin embargo, que la luna tardaría aún en esconderse. La cama era corta y estrecha, lo que obligaba a los esposos a apretarse uno contra otro. Erlend dormía tranquilamente; su respiración regular levantaba apenas su pecho.

Hubo un tiempo en que Cristina buscaba el contacto del cuerpo, tibio y robusto, de su marido, cuando se despertaba en plena noche, inquieta al no oír su respiración imperceptible. Entonces era feliz sintiendo el pecho de Erlend levantarse y descender durante el sueño…

Al cabo de un rato, bajó de la cama, volvió a vestirse y salió de la casa.

La luna seguía su travesía, arriba, en el cielo. El agua de las turberas y las rocas mojadas durante el día brillaban heladas por el frío de la noche.

Los bosques de abedules y de abetos parecían blancos a la luz de la luna; más allá, en los prados, la escarcha relucía. El frío era glacial. Cristina se detuvo un momento con los brazos cruzados sobre el pecho. Luego siguió el arroyo, cuyo murmullo se mezclaba con el ruido leve de los pedazos de hielo al chocar y romperse en la corriente.

En lo alto del prado había una gran piedra hundida en el suelo. Nadie se acercaba voluntariamente a ella. Sin embargo, Cristina jamás había oído que nadie hubiera visto algo raro en aquella piedra; la costumbre de no acercarse se había hecho ley, desde hacía tiempo, en el valle.

Cristina no acababa de comprender lo que le ocurría para moverla así a salir de casa en plena noche. Se detuvo junto a la piedra y apoyó el pie en una de sus concavidades. Su corazón se contrajo de angustia; sintió un miedo helado hasta las entrañas. No, no se santiguaría; y, encaramándose a la piedra, se sentó en lo alto.

Desde allí se alcanzaba a ver lejos, muy lejos, por encima de espantosas montañas desnudas, completamente grises ahora. El enorme macizo de los Dofrines se alzaba poderoso y claro sobre el cielo pálido, y en un hueco del Graahoe brillaba el glaciar blanco. En las Raanekampe aparecía nieve recién caída. Las montañas tenían bajo la luna un aspecto lúgubre; apenas se veía brillar una estrella en la inmensidad del cielo.

Cristina estaba helada hasta los tuétanos, el miedo y el frío la envolvían por todas partes. Pero se obstinó en permanecer sentada.

No, no iría a tenderse en la sombra opaca, contra el cuerpo dormido y caliente de su marido. De todos modos, aquella noche le era imposible dormir.

Tan cierto como que era hija de su madre, su legítimo esposo no oiría a su mujer echarle en cara su conducta, porque recordaba lo que había jurado, cuando suplicó a Dios y a todos los santos que salvaran la vida de Erlend.

Pero ella, aquella noche de maleficios no tenía más remedio que salir a respirar, porque le parecía que se iba a morir. Sentada en la piedra, acogía de nuevo los malos pensamientos de antes, como se acoge una vieja amistad. Los comparaba con otros pensamientos, harto conocidos también: sus hipócritas tentativas para justificarse ante Erlend.

Él no se lo pedía. No era Erlend quien le había impuesto la dura carga que había tomado sobre su espalda. Pero, con ella, él había dado al mundo siete hijos.

«Ya me ocuparé yo de mis siete hijos, Arne». Sabe Dios lo que había querido decir con aquello. Quizá no quiso decir nada; era un modo de hablar.

Erlend no había pedido a Cristina que levantara de nuevo la casa y las tierras de Husaby. No le había suplicado que luchara hasta la muerte para salvarlo. Había aceptado, como un gran señor, que sus bienes se perdieran; que su vida estuviera en peligro; había aceptado la pérdida de todo cuanto poseía.

Y en la desgracia supo portarse como un gran señor. La cabeza erguida y el porte tranquilo, vivía como un forastero en Joerungaard. Todo lo que era de Cristina pertenecía a sus hijos por derecho. Tenían derecho a su pena, a su trabajo, a su sangre, pero entonces la granja y Cristina tenían también derecho a exigirles.

No era un deseo de mendicante lo que había empujado a Cristina a subir a las cabañas. En realidad, se había sentido tan encerrada en su casa, que no podía respirar. También sentía la necesidad de demostrarse a sí misma que estaba en condiciones de trabajar como una campesina. Había luchado y trabajado cada día, cada hora, desde que, recién casada, había pisado el umbral de la casa de Erlend Nikulaussoen. Era imprescindible luchar para conservar la herencia de aquellos que había llevado en su seno. Si el padre no era capaz, a ella le tocaba serlo.

Quería, ahora, estar segura de poder mandar a sus vaqueras o sirvientas cualquier trabajo que ella misma hubiera hecho con sus manos. El día en que se había dado cuenta de que no sufría de los riñones, después de batir la mantequilla, había sido un día magnífico. Era agradable salir por las mañanas a soltar el ganado, con los demás… Los animales habían engordado y se habían puesto preciosos durante aquel verano. El peso que aplastaba el corazón de Cristina disminuía cuando, al ponerse el sol, llamaba a las vacas que regresaban al establo. También disminuía al ver cómo, gracias a ella, aumentaba la prosperidad. Le parecía que creaba con sus manos el suelo en el que arraigaría el porvenir de sus hijos.

Joerungaard era una buena finca; no obstante, la había conocido mucho mejor. Y Ulf no era del valle. A veces cometía errores, perdía la paciencia.

Según decía la gente de la comarca, el heno no faltaba nunca en Joerungaard —había turberas a lo largo del río y en las islas—, pero no era un heno de tanta calidad como el de Trondhjem, al que Ulf estaba acostumbrado. Y a lo que tampoco estaba acostumbrado era a recoger tanto musgo, liquen, brezos y matas como aquí.

El padre de Cristina conocía hasta el último palmo de sus tierras; poseía toda la prudencia y sabiduría campesina relacionada con los cambios de las estaciones; sabía de qué modo sus campos, cada uno de ellos, soportaba la humedad y la sequía. Ni los veranos ventosos, ni los veranos tórridos le cogían desprevenido. Conocía la raza de los animales que había criado y vendido, generación tras generación, y todos estos conocimientos eran aquí indispensables.

Cristina no entendía tanto como su padre de los trabajos de la granja, pero ponía todo su empeño y sus hijos serían maestros.

No, Erlend no le había pedido nunca semejante esfuerzo. No se había casado con ella para imponerle tanto trabajo y sacrificio; se había casado para que durmiera sobre su corazón. Así, cuando había llegado el momento, un niño descansaba a su lado, reclamaba un lugar en sus brazos, una parte de leche, de solicitud…

Cristina apretaba los dientes; temblaba de frío y de cólera.

Pactum serva…, lo que en lenguaje vulgar quiere decir: «Sé fiel a tu juramento».

Arne Gjaavaldssoen y fray Leiv de Holm habían ido a Husaby y trasladado a Nidaros todo lo que pertenecía a Cristina y a sus hijos, y Erlend también esta vez se había dejado dirigir, había permitido que lo llevaran al convento de Holm.

Ella se había instalado en su casa de la ciudad, ahora propiedad de los frailes, mientras Arne Gjaavaldssoen permanecía a su lado para aconsejarla y ayudarla, porque Simón había escrito a Arne rogándole que así lo hiciera.

Arne no habría hecho gala de más celo para defender sus propios intereses. La noche que trajo a la ciudad lo que había salvado de Husaby, llevó a Cristina y a Dama Gunna a la cuadra. Dama Gunna había llegado de Raasvold a Nidaros con los dos pequeños. Arne deseaba enseñarles los siete caballos de valor. La gente quería ser justa con Erlend Nikulaussoen y había consentido, a instancias de Arne, que los cinco hijos mayores de Erlend tuvieran cada uno un buen caballo de silla. Además, había uno para Cristina y para su servicio personal.

En cuanto a Castellano, el caballo español de Erlend, Arne afirmó que Erlend se lo había regalado, ante testigos, a su hijo Nikulaus…, aunque tal vez Erlend lo dijera en broma. A Arne no le gustaba aquel animal, de piernas demasiado largas, pero sabía lo mucho que Erlend quería a su caballo.

«¡Qué lástima tener que entregar la magnífica armadura, el gran casco y la espada incrustada de oro!», se lamentaba Arne. Aquello sólo servía en los torneos, pero valía mucho dinero. En cuanto a la camisa que Erlend llevaba debajo de la armadura, una camisa de seda negra con un león bordado en rojo, Arne se la quedaba para él; reclamaba también la armadura de guerra, de fabricación inglesa, para Nikulaus. Aquel que fuera entendido vería que no había otra mejor en toda Noruega, aseguraba Arne. Claro que estaba en mal estado. Erlend se había servido de sus armas más que cualquier otro hijo de noble de aquel tiempo. Arne acariciaba cada objeto: el casco, las hombreras, los brazales, los quijotes, los guanteletes de finas planchas de hierro, el corselete y la coraza, hechos de círculos articulados, todo tan práctico y ligero y al mismo tiempo tan resistente.

¡Y la espada! Sólo tenía una sencilla empuñadura de acero y el cuero del guardamano estaba gastado; pero ¡qué hoja! ¡No se veía una igual todos los días!

Cristina se había quedado sentada, con la espada sobre las rodillas. Sabía que Erlend echaría de menos el arma, como se echa de menos una novia; jamás había utilizado otras espadas. Esta se la había regalado, en la primera juventud, Sigmund Torolfssoen, quien había sido su amigo, el primero que podía recordar. Sólo una vez había mencionado Erlend a este amigo delante de Cristina.

—Si Dios no hubiera tenido tanta prisa por llevarse a Sigmund de este mundo, las cosas habrían sido distintas para mí. Después de su muerte, el aburrimiento me vencía, y con súplicas conseguí que el rey Haakon me dejara marchar hacia el norte, con Giseur Galle. Si me hubiera quedado, amor mío, jamás te hubiera encontrado; habría estado casado antes de que tú fueras mujer.

Munan Baardssoen había contado a Cristina que Erlend había cuidado a su amigo de día y de noche, como una madre cuida a su hijo; durante todo el invierno en que Sigmund había vomitado sus pulmones y su sangre, Erlend permaneció en la cabecera del enfermo.

Y cuando Sigmund Torolfssoen estuvo ya enterrado en la iglesia de Halvard, Erlend iba a visitar su tumba mañana y tarde, llorando sobre su losa sepulcral. Nunca Erlend habló de Sigmund a Cristina.

Sin embargo, fue en la iglesia de Halvard donde Erlend y Cristina se citaban durante aquel invierno de locura en Oslo, y Erlend jamás había dicho una palabra de la presencia, en la iglesia, del ataúd donde descansaba su mejor amigo…

Erlend había llorado a su madre con la misma desesperación. Casi perdió la razón con la muerte de Orm. Pero no mencionaba jamás a la muerta. También sabía Cristina que su marido había ido a la ciudad a visitar a Margret, aunque guardara silencio en lo que concernía a su hija.

Arriba, junto al guardamano de la espada, había unas palabras grabadas en la hoja. Al parecer, eran inscripciones rúnicas, que ni Cristina ni Arne sabían leer.

Pero el fraile tomó la espada y la miró atentamente durante unos instantes.

Pactum serva —dijo por fin—; lo que significa en lengua vulgar: «Sé fiel a tu juramento».

La mayor parte de las tierras de Cristina en aquella región del norte, regalo de bodas de Erlend, habían sido dadas como garantía y pérdidas, según decían Arne y fray Leiv. Tal vez pudiera recuperarse algo. Pero Cristina no quiso ni oír hablar de ello. Había que salvar el honor ante todo. No aceptaría que se discutiera la legalidad de los procedimientos de su marido, y estaba harta, mortalmente cansada de escuchar a Arne, pese a su buena intención.

Cuando, por la noche, había regresado a su domicilio, tras haber acompañado al fraile para darle las buenas noches, Cristina se había echado de rodillas ante Dama Gunna y había apoyado su cabeza en el pecho de la anciana. Esta había levantado el rostro de Cristina. Dama Gunna tenía rasgos acusados, estaba hinchada y tenía la tez amarilla. Tres profundas arrugas surcaban su frente, que parecía de cera. Sus bondadosos ojos azules, de penetrante mirar, estaban algo hundidos; sobre su boca, desdentada, caían largas cerdas de bigote.

Este rostro se había inclinado sobre Cristina más de una vez en las horas de angustia. Dama Gunna había estado a su lado en el nacimiento de cada uno de sus hijos, excepto en el de Lavrans, porque entonces Cristina estaba en su casa, junto al lecho de muerte de su padre.

—Sí, hija mía —dijo Dama Gunna colocando las manos sobre la frente de la joven—, te he sostenido muchas veces cuando has tenido que doblar las rodillas. Pero en esta prueba, Cristina mía, ve a echarte a los pies de la Madre de Dios y suplícale que venga en tu ayuda…

¿No lo hacía, acaso…? Cristina decía sus oraciones y algunos salmos todos los sábados; observaba los ayunos que el obispo Eiliv le había impuesto al concederle el perdón de sus pecados; distribuía limosnas y servía ella misma a los viajeros que iban a pedirle alojamiento, fuera cual fuera su aspecto.

Pero ahora le parecía que nada de todo aquello encendía en ella ninguna llama interior. Fuera ardía una luz, sin embargo, el alma de Cristina estaba como cerrada tras gruesos postigos.

Era, sin duda, lo que había dicho Gunnulf: la aridez espiritual. Pero ningún alma tenía derecho a desesperarse, aseguraba Sira Eiliv…

—Persevera en tus oraciones y buenas obras, como el campesino que ara, abona y siembra; Dios envía la tormenta cuando le parece oportuno.

Claro que Sira Eiliv no había dirigido nunca una granja.

Aquella vez, Cristina no había visto a Gunnulf. Estaba en el norte, en Helgeland, predicando y recogiendo donativos para su convento. Gunnulf era uno de los hijos de Husaby, y el otro…

Margret Erlendsdatter venía a veces a visitarla. Dos sirvientas acompañaban a la esposa del comerciante. Iba muy bien vestida y adornada como un relicario. Siendo orfebre el suegro, tenían las joyas a mano. Margret parecía contenta y satisfecha aun cuando no tuviera hijos. Había recibido su parte de los bienes del padre en buen momento. Sólo Dios sabía si pensaba alguna vez en Haakon, aquel pobre tullido, encerrado en Gimsar. Se decía que sólo conseguía dar la vuelta al cercado ayudado por muletas.

Cristina creía recordar que, entonces, no juzgó demasiado severamente a su marido, porque se decía que lo peor vendría con la libertad de Erlend. Se había refugiado en casa del párroco Olav… Ocuparse del desalojo, dejarse ver en la ciudad, era más de lo que podía soportar incluso Erlend Nikulaussoen.

Por fin llegó el día en que embarcaron en el Laurentius, el mismo barco que había servido a Erlend para trasladar hacia el norte a la gente de Cristina, cuando se les concedió el permiso para casarse.

Era a fines de otoño. Sobre el fiordo en calma brillaba una pálida luz azulada; en todas partes el frío sembraba sus huellas blancas. La nieve reciente, empujada por el viento, se amontonaba en líneas regulares sobre los campos y las montañas de un azul lívido. Arriba del todo, en el aire acerado, el viento desgarraba las nubes, dispersándolas como harina bajo la bóveda celeste. El barco avanzaba con pesadez y dificultad, rasando el promontorio. Cristina contemplaba el surco de espuma blanca, al pie de la montaña. Sabía que, una vez en alta mar, se marearía.

Erlend estaba de pie junto a la barandilla de popa, con sus dos hijos mayores. La brisa agitaba sus cabelleras y sus mantos. Vieron el Korsfjord del lado del Gaularos y los bancos de arena de Birgsi. Un rayo de sol caía sobre las colinas oscuras y blancas de la orilla.

Erlend dijo unas palabras a los muchachos. Entonces, Bjoergulf dio bruscamente la vuelta, se apartó de la borda y se dirigió hacia atrás. Se abría camino con el venablo que llevaba siempre y que le servía de bastón para avanzar por entre los vacíos bancos de remeros. Pasó delante de su madre, con la cabeza morena inclinada sobre el pecho. Parpadeaba tan fuerte que no se veían sus ojos y apretaba con fuerza los labios. Se refugió debajo del puente.

Las miradas de Cristina fueron hacia los otros dos: Erlend y su hijo mayor. Nikulaus había doblado la rodilla, como un vasallo ante su señor, y cogiendo la mano de su padre, se la besó. Erlend retiró vivamente la mano y durante un segundo Cristina vio su rostro pálido y descompuesto cuando, apartándose del muchacho, se marchó. Poco después lo ocultó la vela.

El barco hizo escala, por la noche, en el puerto vecino a Moere. Había marejada y la nave oscilaba. Cristina bajó al camarote que debía compartir con Erlend y los dos pequeños. Estaba mareada y no sabía sostenerse sobre las planchas, que parecían levantarse y hundirse bajo sus pies, mientras intentaba obligar a Munan, que se resistía, a sentarse en el bacín. La linterna sorda se balanceaba sobre su cabeza, haciendo que la llamita vacilara.

Cuando el pequeño se despertó, medio adormecido aún, había ensuciado la cama; ahora, gritaba y lloraba y pataleaba contra su madre, a la que tomaba por una desconocida.

En aquel instante entró Erlend. Cristina podía distinguir su rostro, cuando preguntó en voz baja:

—¿Has visto a Naakkve? Tenía tus mismos ojos, Cristina. Tus ojos tenían la misma expresión aquella mañana en el jardín del monasterio, cuando acababas de enterarte de lo peor que había en mí y me entregaste tu amor.

Fue en aquel momento cuando Cristina sintió la primera gota de hiel caer en su corazón.

«Que Dios proteja a mi hijo: que no llegue el día en que se dé cuenta de que las manos a las que ha confiado su vida lo dejan escapar todo entre sus dedos, como si fuera agua fría y arena seca».

Desde hacía unos minutos Cristina creía oír un rumor de cascos de caballo, por el sur, en la vertiente. El ruido se fue acercando; no procedía de caballos en libertad. Era un jinete que avanzaba rápidamente al pie de la colina.

Cristina se sintió helada de pánico. ¿Quién podía estar fuera a aquella hora de la noche? Los muertos circulan en la noche cuando la luna se pone… ¿No se oían también otros jinetes que, de lejos, seguían al primero?

Pero permaneció sentada, sin explicarse la causa. ¿Acaso porque estaba aterida o bien porque aquella noche se había vuelto como de piedra?

Al jinete se le divisaba ya por uno de los lados; cruzaba el charco, en el extremo del prado. Cristina vio brillar su lanza por encima de los juncos.

Entonces se deslizó hasta el pie de la roca y quiso correr a la cabaña, pero el jinete saltó de su caballo, que ató a la empalizada y echó su manta sobre el animal para cubrirlo. Luego fue hacia Cristina, a través del prado. Era un hombre alto y fuerte; ahora Cristina le reconocía: era Simón.

Cuando, a la luz de la luna, la vio venir hacia él, parecía tan asustado como ella lo había estado un momento antes.

—¡Jesús, Cristina! ¿Eres tú, o bien…? ¿Cómo estás aquí fuera, a estas horas de la noche? ¿Me esperabas? —preguntó como abrumado por una oscura inquietud—. ¿Te han avisado de mi llegada?

Cristina sacudió la cabeza.

—No podía dormir, cuñado, ¿qué ocurre?

—Andrés está muy enfermo, Cristina; tememos por su vida. Y hemos pensado… Sabemos que eres la mujer de más experiencia en estas cosas… Es el hijo de tu hermana, piénsalo… ¿Quieres hacerme el inmenso favor de acompañarme a casa? Sabes que no vendría a importunarte así si no se tratara de la vida de mi propio hijo —terminó en tono de súplica.

Una vez dentro de la cabaña repitió lo mismo a Erlend, que se incorporó en la cama, medio dormido y muy sorprendido. Erlend intentó animar a su cuñado; hablaba en tono experimentado: un niño de la edad de Andrés tenía fácilmente fiebre y deliraba al menor enfriamiento… Sin duda, el peligro era menor de lo que suponían…

—Tendrías que saber ya, Erlend, que yo no hubiese venido a buscar a Cristina en plena noche si no hubiera visto con mis propios ojos cómo mi hijo luchaba con la muerte.

Cristina había soplado sobre las brasas y añadido leña al fuego. Simón, sentado junto al hogar, que no perdía de vista, bebió ávidamente la leche que su cuñada le ofreció, pero no quiso comer nada. Prefería regresar a su casa tan pronto llegaran los demás.

—Si estás dispuesta, Cristina…

Uno de sus criados le había seguido de cerca, acompañado de una viuda que servía en Formo, una mujer capaz de ocuparse, de momento, de atender a Erlend.

—Asbjoerg es una persona muy entendida —añadió.

Cuando Simón hubo subido a Cristina a caballo, le dijo:

—Preferiría seguir el camino de los peatones, si no te parece mal.

Cristina no había pasado jamás por aquella vertiente, pero sabía que había un sendero abrupto. Aceptó, pero pidió que el criado tomara el otro camino hacia el valle, a través de la cuesta que dominaba Formo. Este pasaría por Joerungaard para recoger su botiquín y sus bolsas de hierbas. Tendría que despertar a Gaute, que, mejor que los demás, sabría encontrar todo lo que su madre precisaba.

Llegados al borde de la gran turbera, pudieron cabalgar uno al lado del otro, y Simón continuó la explicación de la enfermedad del niño. En Formo los niños cogieron dolor de garganta por San Olav, pero no tardaron en curar. Hacia mediodía, tres días más tarde, el mal había hecho bruscamente presa de Andrés, cuando ya parecía estar bien del todo. Simón se lo había llevado al campo y le había permitido sentarse en la carretera, pero Andrés se quejó de frío y cuando el padre llegó a su lado, le castañeteaban los dientes. Más tarde, vino una fiebre ardiente y tos. El niño vomitaba extrañas cosas de color oscuro y el pecho le dolía mucho…, aunque el pobrecillo no sabía decir lo que le hacía sufrir más…

Cristina tranquilizaba a Simón lo mejor que podía pero pronto tuvieron que avanzar en fila otra vez. En cierto momento, Simón se volvió hacia Cristina para preguntarle si tenía frío. Insistió en que tomara su esclavina para echársela por encima de su abrigo, y volvió a hablar de su hijo.

Ya se había dado cuenta de que Andrés no era un niño robusto, pero la criatura se había fortalecido durante el verano y el otoño…, así lo decía también su nodriza.

No obstante, antes de caer enfermo, había estado raro, inquieto.

«Miedo», decía cuando el perro saltaba a su lado para jugar. El día en que le empezó la fiebre, su padre había vuelto, a la hora de ponerse el sol, con unos patos salvajes. Normalmente Andrés pedía siempre a Simón que le dejara, para jugar, los animales que traía a casa. Pero esta vez el niño lanzó unos gritos destemplados cuando su padre le dio los patos. Más tarde se arriesgó a acercarse a ellos, pero entonces un poco de sangre le manchó la mano y salió huyendo, loco de terror.

Esa noche, mientras sufría tanto, sin poder descansar ni dormir, empezó a gritar, súbitamente, que un halcón iba a echársele encima.

—¿Te acuerdas del día en que recibí tu mensaje, en Oslo? Tus sobrinos se establecerán en Formo a tu muerte, dijiste…

—No hables, Simón, como si creyeras que vas a morir sin heredero varón. Dios y su Madre misericordiosa nos ayudarán. No sueles, cuñado, desmoralizarte de este modo.

—Halfrid, mi primera esposa, me dijo lo mismo cuando vino al mundo nuestro hijo. ¿Sabías, Cristina, que me había dado un hijo?

—Sí, pero Andrés tiene tres años. Es durante los dos primeros cuando es más difícil que los niños sobrevivan.

La propia Cristina sentía que sus palabras tenían poco poder consolador.

Cabalgaban, cabalgaban en la noche; los caballos sufrían en la subida y hacían tintinear los metales. Ni un solo rumor en la oscuridad glacial, excepto el de los pasos de sus propias monturas y el murmullo del agua de los arroyos. Montañas y valles estaban bañados de luz lunar y las vertientes rocosas eran tan lúgubres como la misma muerte.

Por fin divisaron la región de Formo, completamente blanca; el río, los pantanos y el lago resplandecían; parecía plata líquida junto a la palidez opaca de los campos y los prados.

—Sí, esta noche hiela también en el valle —dijo Simón.

Saltó de su caballo y condujo el de Cristina para bajar la senda, a veces tan abrupta que Cristina no se atrevía a mirar ante ella. Simón la sostenía, con la espalda apoyada en las rodillas de su compañera, y ella se echaba hacia atrás, con la mano apoyada en el flanco del caballo.

A veces el animal rechazaba con el casco una piedra, que rodaba, se detenía un instante y proseguía su curso llevando otras piedras detrás de sí.

Pero ya llegaban abajo. Cruzaron los campos de centeno, al norte de la propiedad, y pasaron entre las gavillas cubiertas de escarcha. Sobre sus cabezas, los álamos se agitaban y crujían de un modo raro en aquella noche de luna, clara y tranquila.

—¿Es cierto —preguntó Simón pasando la mano por su rostro para secarse el sudor— que no tuviste ningún presentimiento?

Cristina dijo que así era.

—He oído contar que cuando sentimos una fuerte necesidad de alguien, esa persona se siente advertida de un modo misterioso… Ramborg y yo decíamos con frecuencia que si hubieras estado en casa, habrías encontrado la forma de ayudarnos.

—Ninguno de vosotros ha aparecido en mis pensamientos en estos últimos días, puedes creerme, Simón.

Pero se dio cuenta de que aquellas palabras no le consolaban. En el patio varios criados se ocuparon de ellos y se llevaron los caballos.

—Todo está como cuando te fuiste, Simón; su estado no se ha agravado —le dijo uno de ellos. Había visto el rostro del amo. Simón inclinó la cabeza y, seguido de Cristina, se dirigió al cuarto de las mujeres.

Inmediatamente Cristina comprendió la enormidad del peligro. El niño estaba acostado solo en la gran cama; gemía, su respiración era jadeante y su cabeza se agitaba incansable sobre las almohadas. Rojo y ardiendo, tenía los ojos semicerrados. Simón cogió la mano de Ramborg mientras Cristina examinaba al niño, rodeada de todas las mujeres de la casa.

Pero procuró mostrarse tan tranquila como le fue posible y animó lo mejor que supo a los padres.

Evidentemente el dolor del costado era muy fuerte, pero la noche tocaba a su fin sin que el mal hubiera empeorado. Estaba en la naturaleza de aquella enfermedad que se produjera un cambio el tercer, séptimo o noveno día, antes de que cantara el gallo. Cristina rogó a Ramborg que despidiera a las sirvientas, excepto a dos de ellas, para que pudiera tener sin cesar a su disposición dos personas totalmente descansadas. Cuando el criado llegó de Joerungaard con los medicamentos, preparó una bebida caliente que había de hacer sudar al niño y le hizo una sangría en el pie para descargarle un poco la opresión del pecho.

Ramborg palideció al ver la sangre de su hijo. Simón quiso envolverla con su brazo, pero ella lo rechazó y entonces él se sentó en una silla, al pie de la cama. Desde allí seguía, con sus ojazos negros, todos los movimientos de Cristina.

En el transcurso del día, como parecía que el enfermo mejoraba algo, Cristina obligó a su hermana a echarse sobre el banco. Le puso unos almohadones bajo la cabeza y la envolvió con unas mantas. Luego, sentándose a su lado, le acarició dulcemente la frente. Ramborg cogió la mano de Cristina.

—Ahora, sólo quieres nuestro bien, ¿verdad, Cristina? —preguntó gimiendo.

—¡Cómo no iba a quererte bien, hermana, siendo las únicas que quedamos de nuestra familia en este país!

Ramborg se echó a llorar… Sollozos fuertes y breves que se esforzaba en retener apretando los labios, mientras las lágrimas resbalaban, abundantes, por sus mejillas.

Cristina sólo había visto llorar a su hermana una vez, en el lecho de muerte de su padre.

Inesperadamente Ramborg contempló la mano de Cristina. Era una mano larga y delgada, pero roja, tostada y endurecida.

—Todavía es más hermosa que la mía —observó la mujer. Las manos de Ramborg, pequeñas y blancas, tenían los dedos cortos y las uñas cuadradas.

—Sí, sí —insistió, casi enfadada, cuando Cristina sacudió, sonriendo, la cabeza—. Y eres aún mucho más bonita de lo que yo he sido nunca. Nuestro padre y nuestra madre te preferían a mí… Tú les causaste vergüenza y dolor… Yo era dulce y sumisa… El hombre hacia el que fueron mis deseos era el que me eligieron por marido, y, sin embargo, te prefirieron siempre a mí.

—No, hermana. Te querían lo mismo que a mí. Considérate feliz, Ramborg, por haberles proporcionado sólo alegrías; no puedes saber lo duro que es pensar que se ha hecho lo contrario. Pero nuestros padres eran jóvenes aún en la época en que yo misma era joven, quizá haya sido por eso por lo que han tenido una relación más estrecha conmigo.

—Creo, en efecto, que el mundo entero era más joven en la época de tu juventud —terminó Ramborg con un suspiro.

Poco después se quedó dormida. Cristina permaneció sentada, mirándola. ¡La había conocido tan poco! Ramborg no era más que una niña cuando Cristina se casó y a la hermana mayor le parecía que la pequeña seguía siendo una niña a juzgar por su comportamiento.

Como una niña se inclinaba sobre su hijo enfermo, una niña pálida e inquieta que se esforzaba por defenderse de la angustia y la desgracia.

Ocurre que los animales se detienen en su crecimiento cuando tienen hijos demasiado pronto… Ramborg no tenía aún diecisiete años cuando su hija vino al mundo, y desde entonces no podía decirse que hubiera crecido de verdad; se había quedado delgada y pequeña, sin desarrollarse del todo.

Luego había tenido aquel único varón, cuyo crecimiento era tan costoso…, un niño de carita hermosa, fino, gracioso, pero de una delgadez y pequeñez lamentable. Había empezado a andar tarde y aún ahora hablaba deficientemente. Sólo aquellos que vivían con él podían interpretar lo que decía. Con los forasteros se mostraba salvaje y desconfiado. Apenas Cristina, antes de aquella enfermedad, había podido tocar a su sobrino. Dios y san Olav le concederían quizá la gracia de salvar al pequeño. ¡Ah, cómo se lo agradecería todos los días de su vida…! La madre, tan niña también, no podría soportar su pérdida… y al propio Simón Darre le costaría trabajo aceptar que su único varón le fuera arrebatado.

Cristina se daba cuenta del afecto que había llegado a sentir por su cuñado, al verle sufrir tan cruelmente aquella inquietud mortal. Recordaba lo mucho que su padre quería a Simón Andressoen… Sin embargo, se preguntaba si Lavrans no había hecho un gran daño a Ramborg apresurándose a casarla con Simón. Mirando a su hermana dormida, Cristina se decía que Simón, para aquella niña, era demasiado viejo, demasiado reposado.