LAZOS DE FAMILIA
1
Dos años después de que Erlend Nikulaussoen y Cristina Lavransdatter se hubieron instalado en Joerungaard, Cristina quiso subir a las cabañas para pasar el verano. No había dejado de pensar en ello durante todo el invierno.
En Skjenne era costumbre que la dueña tomara parte personalmente en el trabajo de recolección de pastos de altura, porque, años atrás, había sucedido que la hija de la casa había sido secuestrada por los trolls de la montaña y desde entonces la madre decidió que permanecería todo el verano en las cabañas. En Skjenne se tenían ideas muy particulares sobre diversos puntos. Los habitantes del país estaban habituados a ello y lo encontraban natural. Pero, en los otros sitios, las mujeres de los granjeros importantes no tenían la costumbre de subir a trabajar a las cabañas. Cristina sabía que la gente se sorprendería si lo hacía y que las lenguas se desatarían. Pues bien, que comentaran. ¿No se hablaba, de todos modos, de ella y de los suyos?
Audun Torbergssoen sólo poseía sus herramientas y la ropa que llevaba puesta, cuando se casó con Ingebjoerg Nikulaudatter de Loptsgaard. Había sido palafrenero del obispo de Hamar.
Fue en la época en que el obispo se dirigió hacia el norte para consagrar la nueva iglesia cuando le ocurrió la desgracia a Ingebjoerg. La cosa sentó malísimamente a Nikulaus Sigurdssoen: juró por Dios y por los hombres que no aceptaría como yerno a un mozo de cuadra. Pero Ingebjoerg dio a luz a unos gemelos y, según decía riendo la gente, Nikulaus encontró la tarea demasiado pesada para él solo. Así, pues, entregó a su hija en matrimonio a Audun.
Esto ocurrió dos años después de la boda de Cristina, y no lo habían olvidado. La gente tenía siempre presente que Audun era forastero. Pertenecía a una familia completamente arruinada. El hombre no era bien visto en Sil. Duro, obstinado, se mostraba igualmente tenaz en el rencor como en el agradecimiento…, pero era activo, trabajador e instruido, en cierto modo, sobre cosas de la ley. Audun Torbergssoen era, ahora, un hombre respetado en la región y nadie hubiera querido pelearse con él.
Cristina pensaba en el rostro ancho y tostado de Audun, enmarcado por una cabellera tupida y una barba roja y rizada, y en sus ojillos azules y penetrantes. Se parecía a un tipo de personas que conocía. Había visto el mismo rostro entre los criados de Husaby, entre los marineros y mozos de Erlend.
El ama suspiró… Para un hombre como aquel debía ser más fácil hacerse valer, viviendo del patrimonio que su mujer había heredado. Nunca había sido dueño de nada.
En el transcurso del invierno y de la primavera, Cristina sostuvo varias conversaciones con Frida Stykaarsdatter, su primera sirvienta, que les había seguido cuando se vieron obligados a abandonar el Trondhjem. No cesaba de recordar a la sirvienta las costumbres del valle durante el verano: cómo se solía tratar a los segadores, y qué había que hacer durante la siega. Frida tenía que acordarse bien de todo lo que había hecho su ama el año anterior, porque esta quería que la granja funcionara exactamente como en tiempos de Ragnfrid Ivarsdatter.
Lo que no se le ocurría decir a Cristina era, sencillamente, que aquel verano no lo pasaría en la granja. Había sido ama de Joerungaard durante dos inviernos y un verano, y sabía que subir a las cabañas equivalía a una huida.
Iba a resultar empresa difícil hacer que Erlend entrara en razón, él que, desde el tiempo en que su madre adoptiva lo sentaba sobre sus rodillas, no podía imaginar otra cosa sino que había nacido para dirigir y mandar a los que le rodeaban. Y si alguien más le había dirigido o mandado, había sido sin que él se enterara.
No, no podía ser cierto lo que aparentaba. Aquello no podía gustarle. ¿Y a ella? La propiedad de su padre en el fondo de aquel valle cerrado, silencioso, las tierras llanas más allá del bosque de alisos, donde brillaban los meandros del río, las granjas junto a los campos cultivados, abajo, al pie de las montañas cuyas cumbres se recortaban en gris sobre el cielo tan alto, los rayos de luz que caían sobre los bosques de abetos y abedules que escalaban sus vertientes…, no, aquello ya no era para ella el hogar más dulce y hermoso que pudiera soñar. Se sentía encerrada. Y Erlend también debía encontrarse como enclaustrado. Allí no se podía prosperar. Mas, al verle, ¿quién se atrevería a decir que no era feliz?
El día que se soltaron las vacas y los bueyes de Joerungaard, se decidió a hablar mientras cenaban.
Erlend, absorto en la búsqueda de un buen trozo de pescado, se quedó quieto, inmovilizado por la sorpresa, con los dedos en el plato, mientras contemplaba a su mujer. Cristina dijo súbitamente:
—Lo deseo sobre todo por esa enfermedad de garganta que se ceba en los niños del valle. Munan no es muy fuerte; así que tengo intención de llevármelo a la montaña, y también a Lavrans.
—Sí —asintió Erlend—; en este caso, no estaría de más que Ivar y Skule fueran también contigo.
Los gemelos saltaron de alegría y durante el resto de la cena no dejaron de hablar entre ellos. Irían con Erling, que tenía que acompañar los carneros a las colinas del norte.
Tres años antes el pastor de Sil había detenido y atado a un cazador furtivo, matándolo luego junto a su barraca de piedra, en las montañas de Raa; el muerto era un proscrito de Osterdalene.
Una vez se hubieron levantado de la mesa, Ivar y Skule trajeron todas las armas que poseían y las repasaron. Avanzada la velada, Cristina salió con las hijas de Simón Andressoen y con sus hijos, Gaute y Lavrans. Arngjerd Simonsdatter había pasado la mayor parte del invierno en Joerungaard. La joven tenía ya quince años y, durante las Navidades, en Formo, Simón había dado a entender que ya era hora de que Arngjerd adquiriera otros conocimientos que los que podía buenamente aprender en su casa. Sabía ya tanto como las sirvientas. Cristina propuso entonces llevársela a su casa y educarla lo mejor que supiera, porque adivinó que Simón tenía una debilidad por aquella criatura y se preocupaba de su porvenir.
Arngjerd necesitaba, en efecto, ver una casa mejor dirigida que la de Formo. Simón Andressoen era, después de la muerte de sus suegros, uno de los hombres más ricos del país. Se mostraba prudente y previsor en la administración de sus bienes y explotaba con celo y habilidad su granja de Formo. Sin embargo, los trabajos domésticos dejaban mucho que desear; las sirvientas los emprendían solas y hacían lo que querían. Cuando Simón veía que el desorden y el derroche sobrepasaba de los límites, contrataba una o dos sirvientas más. Pero jamás hablaba de estas cosas con su mujer, de la que no parecía esperar ni desear una mayor participación en esos quehaceres. Se diría que no la consideraba como a una persona mayor. No obstante, era bueno y paciente con Ramborg, y por cualquier motivo la cubría, a ella y a sus hijos, de regalos.
Cristina se encariñó con Arngjerd al conocerla mejor. La jovencita no era hermosa, pero sí inteligente, buena y trabajadora; tenía el corazón bondadoso y las manos ágiles. Cuando Arngjerd iba y venía por la casa con Cristina o se quedaba sentada a su lado por la noche, en la sala de tejer, Cristina se decía que se hubiera sentido feliz de haber tenido una hija. Una hija comparte más la vida de la madre. En esto pensaba aquella noche, mientras llevaba de la mano a Lavrans y contemplaba a Gaute y Arngjerd que andaban ante ella por el camino. Ulvhild correteaba de un lado para otro, y se divertía haciendo crujir la fina capa de hielo que por las noches cubría los charcos. Se imaginaba ser un animalito, y para ello había dado la vuelta a su abrigo rojo, de modo que el forro de liebre blanca quedara al exterior.
En el fondo del valle, las sombras, más tupidas, hacían que el crepúsculo reinara ya sobre las tierras oscuras y desnudas; no obstante, el aire de aquel atardecer de primavera parecía saturado de luz. Las primeras estrellas centelleaban, blancas y húmedas, en el cielo, allí donde el verde suave de la puesta del sol se fundía, poco a poco, con el azul oscuro de la noche.
Pero, por encima de la línea negra de las montañas, al otro lado del valle, persistía todavía un rastro de luz amarilla cuyo reflejo iluminaba la pared escarpada de la roca que dominaba el camino. Y, arriba del todo, el mismo reflejo hacía brillar las cumbres nevadas, resplandecer los glaciares de donde escapaban los arroyos que susurraban en la vertiente. Su canto estremecía todo el aire. Abajo, el rugido del río les servía de compañía. Se sumaba a ello el trino de los pájaros procedente de todos los árboles, matorrales y rinconadas del bosque.
En un momento dado Ulvhild se detuvo, cogió una piedra e intentó lanzarla hacia donde cantaban los pájaros, pero la hermana mayor le sujetó el brazo; luego anduvo plácidamente durante un trecho. Sin embargo, súbitamente, se soltó y bajó la cuesta corriendo hasta que Gaute la detuvo. Habían llegado a un lugar donde el camino entraba en el bosque de abetos. Desde el fondo llegó hasta ellos el sonido de un arco al dispararse; aquí la nieve cubría aún la tierra y el aire olía a frío y a humedad. Un poco más allá, en un claro, apareció Erlend con Ivar y Skule. Ivar había disparado sobre una ardilla; la flecha se quedó clavada en la copa de un abeto y el niño, queriendo recuperarla, le tiraba piedra tras piedra. Cada vez que una de ellas chocaba con el tronco, este resonaba bajo el impacto.
—Espera un poco y haré que se caiga —dijo el padre.
Echó su esclavina hacia atrás, fijó una flecha en su arco y apuntó sin poner demasiada atención, bajo la luz incierta entre los árboles. La cuerda silbó, la flecha hendió el aire y fue a clavarse en el tronco, al lado de la de su hijo. Erlend tomó una segunda flecha y volvió a tirar; una de las dos que estaban clavadas en el árbol cayó con un ruido seco, de rama en rama. A la otra se le partió la madera, pero la punta permaneció en el árbol. Skule corrió sobre la nieve a recoger las dos flechas. Ivar contempló, inmóvil, la copa del abeto.
—La que queda es la mía, padre; está clavada hasta la vara; ha sido un buen golpe, ¿verdad?
Luego, empezó a explicar a Gaute por qué no había alcanzado la ardilla.
—¿Piensas regresar ahora, Cristina? Yo tengo que volver en seguida; mañana, a primera hora, Naakkve y yo queremos ir a buscar el toro.
Cristina contestó que no, que iba a llevar a las niñas a su casa. Tenía que decir algo a su hermana aquella misma noche.
—Entonces Ivar y Skule pueden acompañar a su madre, si permitís que yo me quede con vos, padre —dijo Gaute.
Erlend levantó a Ulvhild en brazos para despedirla. Como era tan bonita y sonrosada, con sus rizos oscuros bajo el gorro de piel blanca, la besó antes de dejarla en el suelo. Después dio media vuelta y se fue con Gaute.
Ahora que Erlend no tenía nada más que hacer, se hacía acompañar siempre por alguno de sus hijos.
Ulvhild se cogió de la mano de su tía y anduvo un rato a su lado; de repente echó a correr y pasó como una tromba al lado de Ivar y Skule.
Sí, era una niña preciosa, pero inquieta e indisciplinada. Si hubieran tenido una hija, Erlend habría, sin duda, jugado constantemente con ella.
Cuando Cristina y los niños llegaron a Formo, Simón estaba solo con el pequeño. Se había sentado en el extremo de la mesa y contemplaba a Andrés. El chiquillo, de rodillas sobre el banco lateral, jugaba con unas viejas clavijas de madera esforzándose por hacer que se sostuvieran de pie sobre la mesa. Tan pronto Ulvhild de dio cuenta, olvidó dar las buenas noches a su padre, subió al banco de un salto, cogió a su hermano por el cogote y le golpeó la cara contra la mesa gritando que aquellas clavijas eran suyas; su padre se las había dado. Simón se puso en pie para separar a los niños, pero tuvo la desgracia de hacer caer, con el codo, un plato de porcelana que había encima de la mesa. El plato se rompió. Se agachó Arngjerd bajo la mesa y recogió los pedazos. Simón los tomó contemplándolos con expresión mohína.
—Tu madre se enfadará. Era el plato con flores sobre fondo blanco que Micer Andrés Darre había traído de Francia; Helga lo había heredado, pero luego se lo regaló a Ramborg… —explicó Simón.
Las mujeres lo consideraban un objeto precioso. En aquel instante oyó a su esposa en el vestíbulo y escondió a su espalda los pedazos del plato. Ramborg entró y saludó a su hermana y sobrinos. Quitó el abrigo a Ulvhild, y esta corrió hacia su padre, agarrándose a él.
—¡Qué guapa estás hoy, Ulvhild! ¡Llevas el cinturón de plata aunque no sea día de fiesta! —Pero Simón no pudo levantar a la pequeña porque sus manos estaban ocupadas. Ulvhild explicó que había estado en casa de su tía, en Joerungaard; por eso su madre la había puesto tan elegante por la mañana.
—Sí, tu madre te adorna como un relicario; tal como estás podría ponerte entre los tesoros de una iglesia —comentó Simón sonriendo.
El único trabajo que hacía Ramborg era la confección de trajes para su hija. Por ese motivo Ulvhild iba siempre bien vestida.
—¿Se puede saber por qué no cambias de postura? —preguntó Ramborg a su marido.
Simón le enseñó los pedazos del plato.
—No sé lo que vas a decirme.
Ramborg los tomó y dijo:
—No valía la pena adoptar una actitud tan estúpida.
Cristina se sintió incómoda. Cierto que Simón había tomado un aire ridículo, escondiendo los fragmentos del plato como si fuera un niño, pero ¿por qué tuvo que decirlo Ramborg?
—Creí que te enfadarías porque rompí tu plato.
—Sí, parece como si siempre tuvieras miedo de hacerme enfadar… por cosas insignificantes —observó Ramborg. Y los demás vieron que estaba a punto de echarse a llorar.
—Sabes de sobra, Ramborg, que no es solamente una pose —murmuró Simón— y que no se trata únicamente de las cosas sin importancia.
—No sé nada de nada —contestó su mujer en el mismo tono—. Jamás has tomado por costumbre hablarme de las cosas importantes, Simón.
Le volvió bruscamente la espalda y se fue hacia el vestíbulo. Simón permaneció un momento de pie siguiéndola con la mirada. Cuando volvió a sentarse, el pequeño Andrés quiso subir sobre sus rodillas. Simón le subió y se quedó un buen rato con la barbilla apoyada en la cabeza del niño, pero no pareció oír la charla del pequeño. Después de un largo silencio, Cristina dijo con un leve titubeo:
—Ramborg ya no es tan niña, Simón; vuestra hija mayor ha cumplido siete años…
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Simón con un tono de voz que Cristina consideró excesivamente severo.
—Quiero decir… que tal vez mi hermana crea que tienes poca confianza en ella… Quizá debieras darle un poco más de autoridad en la casa…, compartir con ella…
—Mi mujer dispone de toda la autoridad que quiere —con testó Simón, irritado—. No le exijo que haga más de lo que quiere hacer, pero jamás he negado a Ramborg que ejerciera su autoridad en lo que sea, aquí, en Formo; si tú opinas de otro modo, es que no sabes…
—No, no —interrumpió Cristina—; sólo tengo la impresión, cuñado, de que a veces no te das cuenta de que Ramborg es ahora mayor que cuando os casasteis. Deberíais recordar, Simón…
—Y tú, ¿te acuerdas… —dejó el niño en el suelo y se puso en pie— de que Ramborg y yo nos pusimos de acuerdo, mientras que entre tú y yo fue imposible?
Ramborg entró en aquel momento trayendo una jarra de cerveza para los visitantes. Simón se adelantó hacia su mujer y apoyó una mano en su hombro.
—¿Has oído en tu vida algo así, Ramborg? Tu hermana cree que no estás contenta con tu suerte.
Sonrió, y Ramborg levantó hacia ella sus ojazos oscuros, que brillaron un momento.
—¿Cómo? He conseguido lo que quería, lo mismo que tú, Cristina. Si nosotras no estuviéramos contentas, no sé… —También ella sonrió. Cristina, despechada, enrojeció; no aceptó la cerveza.
—Se está haciendo tarde; es hora de que volvamos a casa. —Buscó a sus hijos con la mirada.
—No, no, Cristina. —Simón cogió el bol de manos de su mujer y bebió a la salud de su cuñada—. No te enfades. No hay que dar importancia a las palabras que se cruzan entre parientes. Siéntate un poco, descansa y olvida, te lo ruego, que te he contestado mal. Estoy cansado —añadió, desperezándose y bostezando. Luego quiso saber cómo andaban los trabajos de primavera en Joerungaard. Aquí se había terminado la labranza de todos los campos del norte de la granja.
Cristina se levantó, dispuesta a marcharse.
—No, Simón, no necesito que me acompañes —dijo aceptando de sus manos su abrigo con capuchón y su hacha—. ¿No ves que llevo conmigo a mis chicos?
Pero Simón no quiso escucharla y pidió incluso a Ramborg que les acompañara, por lo menos, un trecho, campo a través. En general rehusaba, pero aquella noche fue hasta que llegaron al camino.
Fuera, la noche era negra y salpicada de estrellas. De los campos recién abonados subía el olor familiar, que era como un anuncio de la primavera a despecho de la helada nocturna. En las sombras se oía el ruido del agua.
Simón y Cristina habían tomado la dirección del norte y los tres chicos corrían delante. Cristina adivinó que el hombre que andaba a su lado deseaba hablarle; sin embargo, aún estaba demasiado resentida para animarle a ello. En verdad sentía afecto por su cuñado, pero no aceptaba que este se arrogara el derecho de decirle lo que le pasaba por la cabeza y disculpar luego sus palabras con ligereza, bajo el pretexto de que entre parientes no tenían la menor importancia. Todo tenía un límite.
Debía comprender que para Cristina era doloroso verlo perder la paciencia, volverse grosero y que, por ser él precisamente quien los había ayudado con tanta fidelidad en los tiempos difíciles, ella no podía contestarle en el mismo tono.
El invierno siguiente a que se establecieran en la comarca, Ramborg la había mandado llamar porque Simón estaba en cama muy enfermo, con una inflamación de garganta. Era un mal que le molestaba a menudo; pero cuando, una vez llegó a Formo, Cristina entró en la estancia donde se encontraba su cuñado, este no permitió que se le acercara ni le tocara o se ocupara de él, poniéndose tan furioso que Ramborg, entristecida, se excusó con su hermana por haberla mandado llamar. Simón se había mostrado igualmente intratable con ella, explicó, la primera vez que había estado enfermo después de su boda y ella intentó cuidarle. Cuando tenía uno de sus abscesos de garganta, iba a encerrarse en la vieja casa que llamaban «la barraca», en Saemund; no toleraba a nadie a su lado, excepto a un viejo feo, sucio y piojoso, llamado Gunstein, que había servido en Dyfrin desde el nacimiento de Simón.
Más tarde, Simón fue a disculparse ante su cuñada; no le gustaba que le vieran enfermo, pues le parecía que era vergonzoso para un hombre. Cristina contestó vivamente que no opinaba igual… El estar enfermo de la garganta no era nada feo ni vergonzoso.
Simón acompañó a Cristina hasta el puente; durante el camino hablaron poco, únicamente sobre el tiempo y los trabajos de la granja, repitiendo, en suma, lo que habían dicho en la casa. Se despedía ya de su cuñada, cuando preguntó de improviso:
—¿Sabes, Cristina, qué le he hecho a Gaute para que el niño esté tan enfadado conmigo?
—¿Gaute enfadado contigo? —repitió Cristina, sorprendida.
—¿No te habías dado cuenta? Huye de mí, y cuando no tiene más remedio que estar conmigo, apenas abre la boca.
Cristina sacudió negativamente la cabeza; no, no había observado nada.
—A menos que te hayas burlado de él, que no lo soporta… Es sólo un niño.
Por el tono de voz Simón comprendió que su cuñada sonreía, y rio al contestar:
—No recuerdo nada parecido.
Todo permanecía en silencio en Joerungaard. La sala estaba oscura y apagado el fuego. Bjoergulf se había acostado, pero aún no dormía; dijo que el padre y los hermanos habían salido hacía un buen rato. En la cama del amo dormía Munan, solito. La madre lo tomó en brazos cuando se acostó a su lado. ¡Qué difícil era hablar con Erlend de lo que él por sí mismo no comprendía! ¿No podía llevarse a sus dos hijos mayores al bosque, donde el trabajo era mucho más urgente que en la granja?
Claro que jamás esperó de Erlend que cogiera el arado; ni siquiera sabría hacer un surco derecho, y Ulf no tenía tampoco el menor interés en ver a Erlend mezclado en la explotación de la granja. Pero sus hijos no serían educados como lo había sido su padre, al que sólo se le había pedido que supiera manejar las armas, cobrar piezas de caza, divertirse con los caballos y jugar a las tablas reales con un sacerdote encargado de inculcar a los hijos de la nobleza unas nociones de latín, de escritura, de canto y de instrumentos de cuerda.
Cristina había tomado poco servicio para la granja, sólo porque deseaba que sus hijos aprendieran, desde la infancia, la necesidad de adquirir las costumbres campesinas. Era poco probable, ahora, que los hijos de Erlend pudieran llevar la vida de los jóvenes nobles. No obstante, entre los chicos, únicamente se podía contar con Gaute. Gaute era trabajador; pero sólo tenía trece años; era normal que prefiriera seguir a Erlend si el padre le rogaba que le acompañase.
¡Qué difícil era hablar de todo esto con Erlend! Cristina había tomado la firme resolución de no dejar que su marido sospechara, por la menor palabra, que ella pudiera censurar su actitud o reprocharle la suerte a que los condenaba, a ella y a sus hijos. Pero entonces, ¿cómo hacerle comprender que sus hijos debían acostumbrarse a tomar una parte directa en los trabajos de la granja? «¡Ah, si Ulf quisiera intervenir!», pensaba Cristina.
Cuando abandonaron la cabaña de primavera, para subir con el ganado a Hoeveringen, Cristina se marchó también a la montaña. No quiso llevar consigo a los gemelos, que acababan de cumplir once años y que eran los más indisciplinados y testarudos de sus hijos. Tenía poca autoridad sobre ellos ya que, en todo momento, se ayudaban y sostenían. Si por casualidad se encontraba sola con Ivar, el pequeño se mostraba bastante dócil y cariñoso, pero Skule era díscolo y tozudo, tan pronto ambos hermanos se encontraban juntos, Ivar obedecía en todo a Skule.