7
Sólo cuando llegó la primavera Simón Andressoen se marchó hacia el norte, por Toten, para recoger a su esposa y su hijito y acompañarlos a su casa de Formo. Permaneció allí algún tiempo para ocuparse de sus asuntos personales.
Cristina no quiso abandonar Oslo. No se atrevía a ceder a su deseo ardiente, agotador, de ver a sus tres hijos, que se habían quedado en el valle. Si quería continuar llevando la vida que hacía ahora, día tras día, tenía que apartar de su espíritu el recuerdo de sus hijos. Resistía, parecía tranquila y valiente, hablaba con desconocidos y los escuchaba, recibía consejos y consuelos… pero quería concentrar su pensamiento en Erlend, sólo en Erlend. En los raros y breves momentos en que no tenía a su espíritu dominado por su rígida fuerza de voluntad, imágenes y pensamientos cruzaban por su mente: Ivar de pie junto a Simón en el cobertizo de la leña de Formo, esperando impacientemente a que su tío le encontrara alguna cosa, manoseaba y tocaba un par de esquíes. O el juvenil y claro rostro de Gaute, viril y resuelto, en el momento en que, en plena montaña, en aquel día gris, y casi invernal, de otoño, echaba su cuerpo hacia adelante, contra la tormenta de nieve… su esquí resbalaba hacia atrás, caía sentado en la empinada pendiente y se hundía en un montón de nieve donde por un instante parecía próximo a estallar; tal era su agotamiento y desesperación… El pensamiento de Cristina se dirigía a los pequeños. Munan ya andaría, sin duda, e incluso habría empezado a hablar; ¿sería tan simpático como los demás a sus años? Lavrans la habría olvidado… Y los dos mayores en el convento de Tautra…, ¡Naakkve, Naakkve, su primer hijo…!, ¿qué comprendían y qué pensaban sus dos hijos mayores…?, y ¿cómo aceptaría el alma infantil de Naakkve el que ahora en la vida nada fuera como él y ella y todo el mundo había pensado?
Sira Eiliv le había mandado una carta y Cristina había comunicado a Erlend lo que se refería a sus hijos. Ahora no hablaban nunca de sus hijos; ni hablaban del pasado o del futuro. Cristina solía llevarle una prenda o algo bueno para comer; Erlend le preguntaba qué tal estaba desde su última visita y permanecían sentados en la cama, cogidos de la mano. Podía ocurrir que los dejaran solos un instante en el cuartucho frío, sucio, maloliente…; se estrechaban en un abrazo mudo y ardiente y oían, sin darse cuenta, cómo la sirvienta de Cristina reía en la escalera con los soldados del fuerte.
Cuando le fuera devuelto su Erlend o arrancado para siempre, habría llegado el momento de pensar en sus hijos y en el cambio de sus condiciones de vida, en todo lo que, en su vida, no era su marido. No podía perder ni una sola hora del tiempo que se les regalaba para estar juntos y no se atrevía a pensar con ilusión en los cuatro hijos que tenía en el Nordenfjeld; por eso aceptó cuando Simón Andressoen se ofreció a marcharse solo al Trondhjem y, ayudado por Arne Gjaavaldssoen, velar por sus intereses y hacer una lista de sus bienes. El rey Magnus no sería más rico por el hecho de confiscar los bienes de Erlend, porque este se encontraba bastante más entrampado de lo que él mismo temía, y había mandado cantidades importantes, sacadas de sus propios bienes, a Dinamarca, Inglaterra y Escocia. Erlend se encogía de hombros diciendo con una sonrisa que ya no creía que le devolvieran ese dinero.
El asunto de Erlend estaba aproximadamente en el mismo punto cuando Simón Andressoen regresó a Oslo en fechas cercanas a la fiesta de la Exaltación de la Cruz (14 de septiembre). Se asustó cuando vio el agotamiento de Cristina y de su cuñado y se conmovió dolorosamente cuando ambos tuvieron, a pesar de todo, la suficiente presencia de ánimo para darle las gracias por haber ido a Oslo en aquella época, en que tan difícil se le hacía abandonar sus tierras. Pero en aquel momento la gente acudía a Tunsberg donde el rey Magnus esperaba a su prometida.
Un poco más adelante, en el mismo mes, Simón obtuvo un puesto en un barco para ir hacia allí, en compañía de un comerciante que debía hacerse a la vela ocho días más tarde. Pero un día por la mañana, apareció un lacayo que rogó a Simón Andressoen que fuese inmediatamente a la iglesia de San Halvard, donde le esperaba Olav Kyrning.
El subsenescal estaba impresionadísimo. Se hallaba en el fuerte mientras el senescal estaba en Tunsberg. La víspera por la noche había llegado un grupo de señores que le había presentando cartas selladas por el rey Magnus: debían investigar el asunto de Erlend. Condujo al prisionero ante ellos. Los tres eran extranjeros, seguramente franceses. Olav no había en tendido su idioma; pero el sacerdote de la corte había hablado con ellos en latín aquella mañana; debían ser «parientes de la joven que va a ser nuestra reina»; ¡eso promete! Habían sometido a Erlend a un interrogatorio severísimo; habían traído una especie de caballete y hombres avezados en servirse de él. Pero hoy se había negado a entregarles a Erlend, lo había puesto bajo custodia. Tomaba aquella responsabilidad sobre sí porque todo aquello era ilegal; este procedimiento era desconocido, hasta entonces, en Noruega.
Simón pidió prestado un caballo a uno de los sacerdotes de la iglesia y se marchó directamente a Akersnes acompañado de Olav.
Olav Kyrning miraba con cierta ansiedad el rostro contraído de su compañero, que enrojecía y palidecía sucesivamente. Simón gesticulaba violentamente sin darse cuenta de ello, y el caballo, que no lo conocía, se encabritaba y obedecía mal a semejante jinete.
—¡Veo, por vuestro aspecto, que estáis irritado, Simón! —observó Olav Kyrning.
Simón no acababa de saber lo que dominaba en su espíritu. Se sentía tan turbado, que a veces incluso se ahogaba. El instinto salvaje que se desataba en él y llevaba su cólera al paroxismo era una especie de vergüenza impotente: ¡qué un hombre desnudo, desarmado e indefenso se viera obligado a soportar que manos extrañas registraran sus ropas y manosearan su cuerpo! Esto, para él, era como si le hablaran de violación de mujeres; se volvía loco de ansia de venganza, de sed de ver correr la sangre. ¡No! ¡Jamás costumbres como aquellas habían existido en el país! ¡Si los señores noruegos empezaban a tolerar semejantes horrores…! ¡Aquello no podía ser!
Estaba enfermo de miedo ante la idea de lo que iba a ver. La angustia por la vergüenza que causaría a otro hombre viéndole en aquel estado dominaba en él sobre los demás sentimientos cuando Olav abrió la puerta de la celda de Erlend.
Este estaba tendido en el suelo, oblicuamente, de un ángulo de la estancia al otro; era tan alto que sólo de aquel modo podía echarse del todo. Debajo de él había un poco de paja y alguna ropa sobre la gruesa capa de porquería que recubría el pavimento, y su cuerpo estaba tapado por el manto azul oscuro forrado de piel, levantado hasta la barbilla de modo que la suave piel de marta gris del cuello se mezclaba con la barba negra, crespa y enmarañada que le había crecido desde que estaba encerrado.
Su boca parecía pálida, escondida en la barba; el rostro estaba blanco como la nieve. El firme triángulo de su nariz salía de un modo desmesurado; el cabello entrecano, húmedo de sudor, descubría la frente despejada y estrecha y caía sobre la nuca en mechones separados. Sobre las sienes hundidas había una gran marca amoratada, como si le hubieran presionado con algo.
Lenta, dolorosamente, abrió sus grandes ojos azules, claros, esbozando una sonrisa al reconocer a los visitantes, y dijo con voz extraña y confusa:
—Siéntate, cuñado —y con la cabeza indicó el lecho vacío—. Sí, he aprendido muchas cosas nuevas desde la última vez que nos vimos.
Olav Kyrning se inclinó sobre Erlend y le preguntó si deseaba algo. Al no recibir respuesta, porque Erlend no tenía fuerzas ni para hablar, apartó el manto. Erlend iba solamente vestido con un calzón de tela y una camisa destrozada, y la vista de sus miembros tumefactos, hinchados, cubiertos de heridas, indignó a Simón y le hizo estremecerse como ante algo innoble y espantoso. Se preguntó si Erlend había visto en su vida cosa semejante. Un rubor cubrió el rostro de Olav mientras con un trapo empapado en agua iba frotando los brazos y las piernas de Erlend. Cuando volvió a cubrirlo con el abrigo, este dio unos tirones hasta subírselo a la cara de modo que quedara totalmente tapado.
—Sí —dijo con voz ya más parecida a la suya y con una sonrisa más firme en su boca pálida—, la próxima vez será peor. Pero no tengo miedo. Nadie tiene nada que temer. No me sacarán nada de este modo.
Simón sabía que el prisionero decía la verdad. Las torturas no arrancarían ni una palabra a Erlend Nikulaussoen. Él, que por ardor e irreflexión era capaz de cualquier cosa, en actos o en palabras, no cedería un ápice a la violencia, y Simón comprendió que aunque él sentía ultraje y vergüenza ajena, Erlend apenas se fijaba en ellos. Rebosaba de alegría voluntariosa; estaba firmemente decidido a desafiar a sus verdugos y le encantaba el convencimiento de su resistencia. Él, que siempre se derrumbaba lamentablemente cuando tropezaba con una voluntad firme, que podría ser feroz en un momento de pánico, se crecía ahora al percibir que en aquella ferocidad se escondía un adversario más débil que él.
Simón contestó rechinando los dientes:
—La próxima vez… no habrá próxima vez, ¿qué opináis, Olav?
Olav inclinó la cabeza; pero Erlend dijo con un destello de su antigua picardía:
—¡Si pudiera creerlo con la misma seguridad que vosotros! Pero esos bribones no se conformarán fácilmente con esto sólo. —Se fijó en las contracciones del rostro fuerte y musculoso de Simón—. ¡Simón, cuñado!
Intentó incorporarse apoyándose en el codo; pero el dolor le arrancó un gemido apenas perceptible y cayó desvanecido.
Olav y Simón lo auxiliaron como pudieron. Cuando volvió en sí, Erlend, con los ojos entreabiertos, dijo gravemente:
—¿No comprendéis que es muy importante para Magnus saber de quiénes no se puede fiar cuando… cuando vuelve la espalda? Toda la agitación, todo el descontento que ha habido aquí…
—¿Así piensa dominar el descontento? —exclamó Olav Kyrning amenazador; pero Erlend dijo tristemente, con voz débil y apagada:
—He llevado este asunto de tal modo, que poca gente pensará que lo que me ocurra tiene la menor importancia. Eso lo sé.
Los otros dos enrojecieron. Simón creía que Erlend no se había dado cuenta, y jamás entre ellos se había aludido a Dama Sunniva. Desesperado gritó:
—¡Pensar que te has comprometido de un modo tan… tan absurdo e imprudente!
—Yo tampoco lo comprendo ahora —confesó sencillamente Erlend—; ¡pero al diablo si podía imaginar que sabía leer! Parecía tan… tan inculta.
Sus ojos volvieron a brillar y estuvo a punto de desvanecerse de nuevo. Olav Kyrning murmuró que necesitaba algo y salió. Simón se inclinó entonces sobre Erlend, que había vuelto a entornar los ojos:
—Cuñado, ¿Erling Vidkunssoen estaba contigo en esto?
Erlend hizo un ligero gesto negativo y dijo sonriendo:
—¡Cielos, no! Creímos que o no tendría valor suficiente para estar con nosotros o querría ser él el que lo dirigiera todo. Pero no me preguntes, Simón, no quiero decir nada a nadie. Así estoy seguro de no hablar demasiado.
Bruscamente Erlend murmuró el nombre de su esposa. Simón se inclinó un poco más. Esperaba que Erlend le rogara que trajera a Cristina; pero Erlend, como llevado por la fiebre, dijo rápidamente:
—Es preciso que no sepa nada de esto, Simón. Dile que ha llegado una orden del rey prohibiendo que nadie me vea. Llévatela a casa de Munan, a Skogheim. ¿Comprendes? Estos nuevos amigos del rey, franceses o moros, no quieren darse por vencidos. ¡Hazla salir de Oslo antes de que se empiece a comentar en la ciudad, Simón!
—Bueno.
Simón no tenía la menor idea de cómo conseguirlo. Erlend estuvo un rato con los ojos cerrados y, por fin, dijo:
—Esta noche pensaba en el momento en que nació nuestro hijo mayor. Indudablemente Cristina no estaba en mejor situación que yo ahora a juzgar por cómo se quejaba. Y si ella pudo soportar aquello siete veces en nombre de nuestro amor, yo también debería poder…
Simón calló. La repugnancia que sentía al ver cómo la vida descubría sus más ocultos secretos de tormento y felicidad era algo que Erlend no parecía sospechar. Se abandonaba a lo peor y a lo mejor con la misma confianza con la que un niño inocente, curioso y ebrio, es llevado por los amigos a una casa de prostitución.
Erlend hizo un gesto de impaciencia con la cabeza:
—Estas moscas son lo peor, de verdad; son el mismo diablo.
Simón se quitó el gorro y, agitándolo, apartó el enjambre de moscas de un negro azulado que, en un ruidoso zumbido, se extendieron por la estancia, y aplastó con rabia sobre las inmundicias todas aquellas que, atontadas, habían caído al suelo. Aquello serviría de poco, porque el ventanillo del muro estaba abierto de par en par. El invierno anterior lo habían cerrado con un trozo de madera en el que había un vidrio; pero entonces la estancia se quedaba a oscuras.
Cuando Olav Kyrning, seguido de un sacerdote que traía un vaso en la mano, entró, Simón seguía espantando moscas. El sacerdote levantó la nuca de Erlend y le sostuvo mientras bebía. Parte del líquido se vertió en la barba y el cuello de Erlend, que permaneció quieto y dócil como un niño cuando el sacerdote le secó con un paño.
Simón sentía un cosquilleo en su cuerpo; la sangre seguía golpeándole visiblemente en su cuello, debajo de las orejas, mientras que las pulsaciones de su corazón eran extrañas e irregulares. Desde la puerta volvió a mirar el largo cuerpo tendido bajo el manto. El fuego de la calentura pasaba a olea das sobre el rostro de Erlend; tenía los ojos brillantes y entreabiertos; pero la sonrisa que dirigió a su cuñado no era más que la sombra de su vieja sonrisa tan juvenil.
A la mañana siguiente, mientras Stig Haakonssoen de Mandvik desayunaba con sus invitados, Erling Vidkunssoen y su hijo Bjarne, se oyó el galope de un caballo en el patio. Un instante después la puerta de la casa se habría bruscamente y Simón Andressoen se precipitaba en la estancia. Se secó el rostro con la manga. Venía cubierto de barro de la cabeza a los pies.
Los tres hombres sentados a la mesa fueron al encuentro del recién llegado, acogiéndolo con palabras entrecortadas de saludos y expresiones de sorpresa. Simón no saludó. Permaneció en pie, apoyadas sus dos manos en el puño de su espada y dijo:
—Oíd una extraña noticia: extendieron a Erlend sobre un caballete. El rey ha enviado a unos extranjeros para hacerle sufrir el suplicio del interrogatorio.
Los hombres rodearon a Simón. Stig dio una palmada:
—¿Qué ha dicho?
A la vez él y Bjarne se volvieron a Micer Erling. Simón se echó a reír, una risa que no tenía fin.
Cayó sobre la silla que Bjarne Erlingssoen le ofrecía, aceptó el tazón de cerveza que el joven le tendía y bebió ávidamente.
—¿De qué os reís? —preguntó secamente Micer Erling.
—¡Stig me ha hecho reír! —se echó un poco hacia adelante con las manos apoyadas sobre sus calzones cubiertos de barro; pero aún se le escapó la risa—. Había pensado —porque todos somos hijos de grandes jefes—, había pensado que sería tal vuestra indignación ante semejante trato infligido a uno de los nuestros, que antes que nada me habríais preguntado cómo podía haber ocurrido algo así.
»No puedo decir que conozca la ley respecto a estas cuestiones. Desde que mi señor el rey Haakon murió, me he limitado a la obligación que tengo de servir a su sucesor cuando me dé sus órdenes, para la guerra o para la paz. Aparte de eso, me he quedado tranquilo en mi granja. Pero estoy obligado a dar parte de las ilegalidades cometidas en el proceso de Erlend Nikulaussoen. Sus pares habían instruido y juzgado su causa: ¿en nombre de qué jurisprudencia le han condenado a muerte? Lo ignoro; pero luego se le ofreció un salvoconducto para que pudiera celebrar una entrevista con el rey, su pariente, y tratar así de obtener el indulto y su reconciliación. Después Erlend fue encerrado en la torre de Akesborg hace más de un año, y el rey ha pasado la mayor parte del tiempo en el extranjero; se han cruzado cartas, pero no se ha hecho nada más. Y he aquí que manda a unos jóvenes hombres de armas, que no son noruegos ni pertenecen a la corte, para que sometan a Erlend a unos procedimientos sin precedente contra un noruego de alto linaje, mientras la paz reina en el país y los parientes y pares de Erlend se reúnen en Tunsberg para celebrar el matrimonio del rey. ¿Qué os parece todo esto, Micer Erling?
—Pienso… —Erling se sentó en el banco, frente a Simón—. Pienso, Simón Darre, que lo habéis expuesto de un modo claro y conciso. No creo que el rey pueda hacer otra cosa que elegir una de estas tres soluciones: dejar que Erlend expíe su culpa conforme al juicio dictado en Nidaros; o bien nombrar un nuevo tribunal de señores y hacer revisar todo el proceso de Erlend por un hombre que no tenga el título de caballero, de modo que Erlend pueda ser condenado al destierro en el término fijado legalmente para salir de los estados del rey Magnus; o indultar a Erlend y reconciliarse con él. Y esto sería lo más prudente.
»Esto me parece ahora tan claro que, sea quien sea aquel a quien se lo expongáis en Tunsberg, os seguirá y prestará apoyo. Jon Haftorssoen y su hermano están allí. Erlend es pariente suyo, como es pariente del rey. Los hijos de Ogmund comprenderán que se trata de una injusticia absurda. Haríais bien en dirigiros, en primer lugar, al jefe de la casa real y convencerle a él y a Paul Eirikssoen de que convoquen una asamblea de hombres de la ciudad dignos de confianza y los más indicados para dirigir este movimiento.
—¿No querríais acompañarme vos y vuestros parientes, señor?
—No queremos asistir a esos festines —contestó Erling secamente.
—Los hijos de Haftor son jóvenes, y Micer Paul es viejo y débil, señor; su poder se lo deben, en realidad, al favor del rey o a algo parecido, mientras que… Erling Vidkunssoen, ¿qué valen ellos frente a vos? Vos, señor, poseéis una fuerza en este país como ningún otro jefe la ha poseído desde… qué sé yo. Detrás de vos, señor, están las antiguas familias que el pueblo noruego ha conocido hombre tras hombre, hasta donde se remonta la tradición de los tiempos felices y desgraciados de nuestro país. Como linaje, ¿qué son a vuestro lado Magnus Eirikssoen y Haftor de Sudrheim? Los consejos que vos me dais son una pérdida de tiempo; los señores franceses están en Oslo y podéis estar seguros de que no cejarán, porque está claro que el rey quiere gobernar en Noruega según los métodos de los países extranjeros. Sé que en el extranjero un rey hace pasar su capricho por encima de las leyes cuando puede encontrar entre los caballeros partidarios que lo sostengan contra sus pares. Olav Kyrning ha enviado una carta y unos jóvenes señores dispuestos a secundarle; el obispo ha prometido escribir. Pero a este problema, a esta disputa, sólo vos, Erling Vidkunssoen, podéis darle fin desde el momento en que vayáis a ver al rey Magnus. Sois en este país el más eminente de los herederos del viejo señorío. El rey sabe que detrás de vos nos alzaríamos todos.
—Puedo decir que no es lo que he constatado hasta ahora —repuso Erling con ironía—. Defiendes calurosamente a tu cuñado, Simón. Pero ¿es que no lo comprendes? Por ahora me es imposible. Dirían que he esperado para actuar el momento en que han hecho tal presión sobre Erlend que temo que no tenga fuerzas para seguir callando.
Hubo un momento de silencio. Stig volvió a preguntar:
—¿Es que ha hablado Erlend?
—No —contestó Simón impaciente—. Su boca ha permanecido cerrada. Y creo que continuará así. Erling Vidkunssoen —imploró—, es vuestro pariente, sois sus amigos.
Erling respiró dos o tres veces fatigosamente:
—Sí, Simón Andressoen, ¿os habéis dado plenamente cuenta de lo que Erlend Nikulaussoen había emprendido? Disociar esta realeza común con los suecos, esta forma de gobierno que nunca hasta ahora se había intentado y que parece, a medida que pasan los años, traer a nuestro país más malestar y más dificultades. Volver a establecer el antiguo gobierno que todos conocíamos y en el que sabemos encontrar felicidad y prosperidad. ¿Os dais cuenta de que esta era la empresa de un hombre atrevido e inteligente y que ahora va a ser difícil que otros, después de él, vuelvan a intentarlo? Ha destrozado la oportunidad de los hijos de Porse, y no quedan otros hombres de la familia real alrededor de los cuales el pueblo pueda agruparse. Diréis, a lo mejor, que si Erlend hubiera conducido la empresa a buen fin y traído al joven Haakon a Noruega, yo habría entrado en su juego. Estos jóvenes habrían tenido dificultades para llevar adelante esta empresa más allá del desembarco de su joven príncipe; hombres de experiencia entrarían entonces en escena y pondrían las cosas en su sitio. Me atrevo a afirmar que esta es la verdad. Dios sabe que no sólo no he obtenido beneficios, sino que he tenido que descuidar mis propios bienes en estos diez años que he pasado sumido en inquietudes, penas, luchas e interminables tribulaciones. Varias personas lo han comprendido así en nuestro país y debo considerarme contento por ello —dio un fuerte manotazo en la mesa y prosiguió:
—Comprended, Simón: el hombre que se había hecho cargo de tan altos proyectos que nadie sabe si hubiéramos perdido en ello la felicidad de todos los de este país y la de nuestros descendientes en varias generaciones, y que dejó el plan junto con sus calzas sobre la cama de una prostituta… ¡Señor Dios! Merecería que se le tratara como a Audun Hestakorn.
Luego, un poco más calmado, prosiguió:
—No quiere decir esto que me desintereso de la salvación de Erlend, y no creáis que no me indigna todo lo que nos habéis contado. Y, si seguís mi consejo, creo que encontraréis suficientes hombres que os seguirán en este caso. Pero estoy convencido de que no puedo seros de gran utilidad uniéndome a vos para ir, sin ser invitado, a interpelar al rey sobre este asunto.
Simón se puso en pie, rígido, pesado; su rostro se con traía por efecto del cansancio. Stig Haakonssoen se le acercó y lo cogió por los hombros; ahora se sentaría a la mesa, no había querido dejar entrar a nadie antes de que terminasen de hablar. Simón debía reponer sus fuerzas comiendo, bebiendo y descansando luego. Sin embargo, Simón dio las gracias. Quería regresar inmediatamente si Stig podía prestarle un caballo y podía alojar por la noche a su criado, Jon Daalk. La noche anterior, durante el camino, había tenido que separarse del joven porque su caballo no podía seguir a Digerbein; por tanto, el muchacho había pasado toda la noche cabalgando; había creído poder reconocer el camino, pero se había perdido una o dos veces.
Stig rogó a Simón que esperara al día siguiente. Le acompañaría gustoso hasta Tunsberg.
—No tengo ninguna razón para permanecer aquí. Sólo quiero ir a la iglesia; ya que vuelvo a encontrarme de nuevo en esta granja, diré una oración en la tumba de Halfrid.
Su sangre hervía y zumbaba en su cuerpo extenuado; su corazón latía desbocado. Le parecía que se iba a caer de bruces; estaba como medio dormido. Pero oyó su propia voz diciendo:
—¿No queréis acompañarme, Micer Erling? Sé que ella os consideraba su pariente preferido.
No lo miró, pero sintió la rigidez de Erling. Al instante oyó a través del zumbido de su sangre la voz clara y correcta de Erling Vidkunssoen:
—Con mucho gusto, Simón Darre. Hace mal tiempo —dijo ciñéndose la espada y echando un pesado manto sobre su hombros. Simón permaneció inmóvil como una piedra hasta que el otro estuvo listo. Entonces salieron.
Fuera caía la lluvia de otoño y la niebla subía tan espesa del mar, que casi no podían distinguir nada a dos cuerpos de caballo de distancia de las tierras ni de los árboles de hoja caduca que bordeaban el camino por ambos lados. Había poca distancia hasta la iglesia. Simón fue a pedir la llave al sacerdote, que vivía al lado. Se llevó una alegría al ver que era nuevo, llegado después de su época; aquello le ahorró una charla.
La pequeña iglesia de piedra tenía un solo altar. Maquinalmente, sin tener plena conciencia de ello, Simón contempló las viejas imágenes y los ornamentos que había visto cientos de veces mientras se arrodillaba sobre la losa de mármol blanco, a pocos pasos de Erling Vidkunssoen, y recitaba las oraciones persignándose cuando era preciso.
No acababa de creer que hubiera podido hacer aquello. Pero ya no tenía remedio. No tenía idea de lo que iba a decir; pero, enfermo de vergüenza y terror, sabía que iba a intentarlo de todos modos.
Se acordaba del rostro pálido, enfermizo de aquella mujer de edad mediana en la penumbra de su cama, su voz dulce y deliciosa, la tarde que estaba sentado junto a ella, sobre la cama, y ella se lo había contado. Era un mes antes del nacimiento del niño; se daba cuenta de que su vida estaba en juego y estaba llena de buena voluntad y alegría por pagar tan caro a su hijo. El pobrecillo estaba aquí, bajo la piedra, en una cajita, con su madre. ¡No, ningún hombre podía hacer lo que él pretendía!
Pero veía el rostro blanco de Cristina. Al regresar aquel día de Akersnes, ya se había enterado. Pálida y tranquila le había hablado de aquello y le había preguntado; pero había visto sus ojos por un segundo y no quiso volver a mirarlos. Ignoraba dónde estaba ahora, ni lo que había hecho. ¿Estaba en la posada, o junto a su marido, o se la habían llevado a Skogheim? Había dejado que Olav Kyrning y Sira Ingolf lo decidieran. Él no podía hacer más, y estaba seguro de que no tenía tiempo que perder.
Simón no se daba cuenta de que hundía el rostro entre sus manos. Halfrid, no se trata ni de pecado, ni de vergüenza; Halfrid mía. Y, sin embargo… Lo que le había costado a él, su marido, la pena y el amor que la habían llevado a la casa de aquel viejo demonio. Incluso cuando él ya había matado a su hijo en las entrañas de la madre, ella se había quedado allí porque no quería hacer daño a su muy querido amigo.
Erling Vidkunssoen estaba arrodillado; no se podía leer nada sobre su rostro perfecto y sin dolor. Tenía las manos sobre el pecho, las palmas apretadas una contra otra; de vez en cuando se santiguaba con gesto pausado y armonioso y volvía a unir las manos.
¡Ah! ¡Qué espanto que un hombre no fuera capaz de aquello! No, no podía hacerlo, ni por el amor de Cristina. Se levantaron a la vez, se inclinaron ante el altar y salieron de la iglesia. A cada paso, las espuelas de Simón tintineaban ligeramente sobre las piedras. Aún no habían cambiado una palabra desde que salieron de la granja y Simón ignoraba lo que iba a ocurrir ahora.
Cerró la puerta de la iglesia con llave; Erling Vidkunssoen se le adelantó por entre las tumbas. Bajo el tejadillo de la valla del cementerio se detuvo. Simón se reunió con él y esperaron un poco antes de ponerse en camino bajo la lluvia.
Erling Vidkunssoen hablaba en tono tranquilo; pero Simón adivinaba el furor sordo e inmenso que rugía en lo más profundo de su compañero, y no se atrevía a levantar la vista.
—En nombre del diablo, Simón Andressoen, ¿qué idea habéis tenido al preparar esto?
Simón no pudo articular una palabra.
—¿Es idea vuestra el obligarme con amenazas a hacer vuestra voluntad porque tal vez habéis oído algún rumor engañoso sobre los acontecimientos de una época en que, sin duda, apenas caminabais?
La violencia iba en aumento. Simón sacudió la cabeza.
—He pensado, Micer, que si os recordaba a aquella que fue mejor que el oro más puro, os apiadaríais de la mujer y de los hijos de Erlend.
Micer Erling lo miró. No contestó; pero empezó a arrancar musgo y liquen de las piedras de la valla del cementerio. Simón se ahogaba y se humedecía los labios con la lengua.
—No sé exactamente lo que pretendía, Erling Vidkunssoen. Al recordárosla, a ella, que soportó todos los malos años sin más consuelo ni ayuda que Dios, pensé que querríais ayudar a mucha gente, porque podéis hacerlo, ya que a ella no pudisteis ayudarla. ¿Habéis lamentado alguna vez haberos ido de Mandvik el día que dejasteis nuevamente a Halfrid en poder de Micer Finn?
—¡Pero yo no hice eso! —Ahora la voz de Erling era cortante—. Porque yo sé que ella… no, jamás… ¡aunque creo que no puedes comprenderlo! Porque si hubieras comprendido, aunque fuera fugazmente, lo digna que era la mujer que fue tu esposa —reía furioso— no habrías hecho esto. Desconozco lo que sabes, pero hay una cosa que deberías saber. Cuando Haakon estaba enfermo en aquella época, me enviaron a mí para acompañarla a casa de sus padres. Eline y ella se habían criado como dos hermanas; tenían aproximadamente la misma edad, aunque Eline era su tía. Teníamos… la situación era tal que, si hubiera regresado de Mandvik, nos habríamos visto con frecuencia. Hablamos de aquellas cosas durante toda una noche en la galería de la despensa de los dragones. Ella y yo podemos responder ante Dios el día del Juicio Final de cada palabra que se pronunció, y Él nos explicará por qué tuvo que ocurrir así.
»Sin embargo, Dios acabó recompensando su piedad. Le dio un buen marido para consolarla del que había tenido antes: un bribón que se acostaba con sus sirvientas en su propia granja y que la hacía educar a sus bastardos.
Erling tiró la bola de musgo que había amasado.
Simón permaneció inmóvil y mudo. Erling arrancó otra pieza de musgo y la tiró al aire.
—Lo que hice fue ella quien lo pidió. ¿Has oído bastante? No podíamos hacer otra cosa. Dondequiera que nos hubiéramos encontrado, habría sucedido lo mismo… habría sucedido. Adulterio es una palabra fea; pero peor es incesto.
Simón hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Ahora se daba cuenta de que sería ridículo decir lo que pensaba. Desde los veinte años, Erling Vidkunssoen había sido fino, distinguido. Halfrid le había amado hasta el punto de que, aquella mañana de primavera, hubiera querido besar las huellas de sus pasos sobre la hierba del patio húmeda de rocío. Él, en cambio, era un campesino entrado en años, gordo y feo, y estaba Cristina. A ella jamás se le habría ocurrido que pudiera haber algún peligro, aunque vivieran juntos en la granja durante veinte años. Se daba cuenta perfectamente. Poco después, con cierta tristeza y humildad, dijo:
—No quiso que estuviera en la miseria la criatura inocente que su sirvienta tuvo de su marido. Fue ella misma la que me rogó que le asegurara lo necesario. ¡Ah!, Erling Vidkunssoen, en nombre de la pobre e inocente mujer de Erlend… Está mortalmente triste. Había pensado mover cielo y tierra en busca de ayuda para ella y sus hijos.
Erling Vidkunssoen se apoyó en el pilar de la entrada. Su rostro volvía a estar tranquilo como de costumbre y su voz plácida y serena al decir:
—Aunque la he visto poco, Cristina Lavransdatter me gustó; es una mujer bella y digna, y ya he dicho, Simón Andressoen, que si seguís mis consejos os ayudarán. Pero no comprendo bien vuestra idea respecto a esta curiosa invención. No podéis juzgar porque entonces yo era menor y tuve que dejar que mi tío arreglara mi boda, y la joven que me gustaba estaba prometida a otro cuando nos conocimos. La mujer de Erlend no es, seguro, tan inocente como decís. Sí, estáis casado con su hermana, es un hecho; pero sois vos y no yo el responsable de esta curiosa conversación. Permitid que os recuerde esto: creo que se comentaba en la época de su boda con Erlend que fue contra la idea y la voluntad de Lavrans Bjoergulfssoen como se aceptó el compromiso; que la joven había pensado sobre todo en hacer triunfar su voluntad antes que en obedecer a su padre y defender su honor. ¡Oh!, no por ello dejará de ser una buena esposa; pero consiguió a Erlend y tuvieron sus días de alegría y felicidad. No creo que Lavrans estuviera muy contento con este yerno. Él le había elegido otro hombre a su hija cuando esta conoció a Erlend. Estaba ya prometida, lo sé —calló bruscamente, miró a Simón un instante y volvió la cabeza abochornado.
Rojo de vergüenza, Simón inclinó la cabeza sobre el pecho; pero dijo, no obstante, en voz baja y firme:
—Sí, me la habían prometido a mí.
Un instante de silencio sin atreverse a mirarse; luego, Erling Vidkunssoen echó la última pelota de musgo, dio media vuelta y se fue bajo la lluvia. Simón no se movía; pero Erling, después de unos pasos en la niebla, se detuvo e hizo un gesto de impaciencia.
Regresaron juntos tan silenciosos como habían venido. Ya casi llegaban a la granja, cuando Micer Erling dijo:
—Lo haré, Simón Andressoen. Esperad a mañana y marcharemos en grupo los cuatro.
Simón contempló a su compañero; su rostro estaba descompuesto por la vergüenza y el sufrimiento. Quiso darle las gracias, pero le faltó valor para ello; se mordió los labios porque le temblaban terriblemente.
Al entrar en la casa, Erling Vidkunssoen rozó como al azar el hombro de Simón. Pero los dos sabían que no podían mirarse.
Al día siguiente, mientras preparaban su viaje, Stig Haakonssoen insistió en prestar ropas limpias a Simón, que no había traído nada. Simón se examinó. Su criado había cepillado y limpiado lo mejor posible sus prendas, pero no estaban muy bien después del largo trayecto a caballo bajo la lluvia. Se golpeó los muslos:
—Soy demasiado gordo, Stig, y no voy allí para asistir a un festín.
Erling Vidkunssoen había apoyado un pie en el banco mientras su hijo le sujetaba las espuelas doradas. Parecía como si aquel día Micer Erling deseara mantener al servicio lo más alejado posible. El caballero soltó una risita irritada:
—No hará mal efecto ver que Simón no ha ahorrado sacrificio para ayudar a su cuñado. Son sus palabras atrevidas y prudentes las que le distinguen. Tiene buena lengua nuestro antiguo cuñado, Stig. Sólo me asusta una cosa y es que no se dé cuenta él mismo de cuándo debe callarse.
Simón se sonrojó, pero no dijo nada. En todas las palabras de Erling Vidkunssoen desde la víspera había adivinado un resentimiento irónico y una bondad curiosamente involuntaria; pero también una voluntad firme de llevar el asunto enérgicamente ahora que se había comprometido a ello.
Micer Erling, su hijo y Stig salieron de Mandvik hacia el norte escoltados por diez escuderos bien vestidos y bien armados. Simón, que no llevaba más que a su criado, se decía que hubiera debido pensar en presentarse con un séquito y un atuendo más dignos. Simón Darre de Formo no tendría por qué verse obligado a viajar con sus excuñados como un pequeño granjero que en su debilidad ha ido en busca de apoyo. Pero le daba lo mismo. Estaba tan cansado, tan agotado por lo que había hecho la víspera, que casi parecía como si el resultado de la gestión le dejara totalmente indiferente.
Simón había tenido la idea de que no había que dar crédito a los torpes rumores que circulaban sobre el rey Magnus. No era devoto hasta el punto de no poder tolerar una broma algo picante entre hombres. Pero cuando las gentes murmuraban horripiladas sobre sombríos y misteriosos pecados estaba incómodo. Le parecía inconveniente ver o escuchar comentarios sobre el rey del que era fiel servidor.
No obstante, le sorprendió encontrarse ante el joven rey. No había visto a Magnus Eirikssoen desde que este era un niño y esperaba, en cierto modo, que hubiera en él algo afeminado, fofo o sobado; pero, por el contrario, era uno de los jóvenes más hermosos que hubiera contemplado, con porte viril y real en toda su joven y esplendorosa gracia.
Vestía una túnica plisada de color azul claro, adornada de verde, que le caía hasta los pies, ajustada al talle por un cinturón dorado; su cuerpo alto y esbelto tenía un empaque y una gracia que ni la pesada prenda podía disimular. El rey Magnus tenía el cabello rubio y liso, sobre una bien formada cabeza, rizado con arte en las puntas, cayéndole suelto sobre la columna fuerte y elegante de su cuello. Los rasgos eran finos y resueltos, la tez clara, las mejillas rojas y doradas por el sol, los ojos claros y la mirada abierta. Saludó a su gente con un gesto simpático y afectuoso. Luego apoyó la mano en la manga de Erling Vidkunssoen y lo llevó aparte, mientras le daba las gracias por la visita.
Hablaron un instante y Micer Erling expuso que tenía un asunto particular que someter a la justicia y bondad real. Los servidores del rey trajeron una silla para el caballero, ante el trono real, indicaron asientos algo más alejados a los otros tres hombres y se retiraron.
Sin el menor esfuerzo, Simón recordó las costumbres y modales que había aprendido en su juventud. Había, finalmente, consentido que Stig le prestara un manto de paño oscuro, de modo que su aspecto exterior se diferenciaba poco de los demás. Pero tenía la impresión de vivir un sueño y de no ser el mismo que aquel joven Simón Darre listo y cortés, hijo del caballero que había sostenido la servilleta y la luz del rey Haakon en el castillo real de Oslo, hacía infinidad de años. Era y no era el campesino Simón de Formo, que había vivido su vida libre y feliz en el norte del valle en los últimos años, en cierto modo despreocupado, aunque cada día se diera más cuenta del fuego que dormitaba en él y del que apartaba sus pensamientos. Un espíritu de rebelión sorda y amenazadora crecía en él, que, por su parte, no era falta ni pecado voluntario, lo sabía, sino que era el destino que lo había atizado hasta producir una llamarada clara, y tenía que seguir luchando sin hacer aspavientos mientras iba quemándose a fuego lento.
Se levantó con los demás. El rey Magnus estaba de pie.
—Mis queridos parientes —su voz llegaba juvenil y fresca hasta ellos—, así es cómo veo el asunto. El joven gentilhombre es mi hermano, pero jamás hemos pretendido hacer corte común; la misma gente no puede servirnos a los dos. Tampoco me parece que Erlend lo hubiera ideado así, aunque durante cierto tiempo ocupara cargos en mi gobierno y simultáneamente fuera uno de los adictos a Haakon. Pero aquellos de mis hombres que prefieran seguir a mi hermano tendrán libertad para dejar mi servicio y buscar la felicidad en su compañía. ¿Y quiénes pueden ser? Esto deseo oírlo de boca de Erlend.
—Entonces, señor, debéis poneros de acuerdo con Erlend sobre este punto. Mantened la promesa que hicisteis de un salvoconducto y dignaos conceder una entrevista a vuestro pariente.
—Sí, es mi pariente y el vuestro, y Micer Ivar me hizo prometer que le concedería un salvoconducto, pero él no cumplió sus promesas y no ha recordado nuestro parentesco —el rey Magnus sonrió ligeramente y apoyó la mano en el brazo de Erling—. Los parientes parecen comportarse según el refrán de este país: no hay nada peor que un pariente. Por amor a Dios, a Nuestra Señora y a mi prometida consiento en mostrarme clemente con mi pariente Erlend de Husaby concediéndole la vida y sus bienes y la autorización de residencia si quiere reconciliarse conmigo; o un plazo legal para salir de mis tierras si quiere reunirse con su nuevo señor el duque Haakon; concederé la misma gracia a todos los hombres que fueron sus cómplices; pero quiero saber quiénes son y cuáles de mis hombres, en este país de Noruega, han fallado en el servicio a su señor. ¿Qué decís, Simón Andressoen? Sé que vuestro padre fue un fiel puntal de mi abuelo materno y que vos mismo habéis servido con honor al rey Haakon. ¿No encontráis razonable que quiera investigar?
—Señor —dijo Simón adelantándose unos pasos y saludando nuevamente—, mi opinión es que mientras Vuestra Alteza gobierne con clemencia según las leyes y costumbres del país, jamás sabrá qué hombres habían pensado recurrir a la ilegalidad y a la traición para con su soberano. Tan pronto el pueblo vea que Vuestra Alteza quiere mantener el derecho y las costumbres que vuestros antepasados establecieron, ningún hombre de este reino pensará en comprometer la paz. Sino que todos aquellos que en algún momento estimaron difícil creer que vos, señor, joven como sois, podíais gobernar dos grandes reinos con prudencia y autoridad, callarán y cambiarán de sentimientos hacia vos.
—En realidad, Señor —interrumpió Erling Vidkunssoen—, no hay un hombre en este país que haya pensado en negaros obediencia en lo que vos mandarais con justicia.
—¿De verdad? Entonces, examinando de cerca la cuestión, ¿creéis que Erlend no se ha portado como un desleal y un traidor?
Por un momento pareció como si Micer Erling fuera a contestar, pero Simón tomó la palabra:
—Sois nuestro rey, señor. Todo hombre espera de vos que castiguéis por la ley la violación de la ley. Pero si seguís los pasos de Erlend Nikulaussoen podría ocurrir que entraran en escena hombres a quienes deseáis vivamente conocer, y también otros hombres que pueden empezar a preguntarse cómo fue llevado todo este asunto, porque va a ser muy debatido. Vuestra Alteza verá si pone en práctica su amenaza contra un hombre tan conocido y de tan alto linaje como es Erlend Nikulaussoen.
—¿Qué queréis decir, Simón Andressoen? —preguntó vivamente el rey, que había enrojecido.
—Simón quiere decir —interrumpió Bjarne Erlingssoen— que Vuestra Alteza podría tener de qué lamentarse si la gente empezara a preguntarse por qué no le han sido convenientemente aseguradas a Erlend las garantías que la ley concede a todo hombre, excepto a los ladrones y facinerosos. Podrían inclinarse a pensar en otros nietos del rey Haakon.
Erling Vidkunssoen se volvió violentamente hacia su hijo; parecía irritado. Pero el rey preguntó secamente:
—¿Acaso no incluís a los traidores entre los facinerosos?
—Si consiguen sus propósitos, señor, nadie los calificará así —contestó Bjarne.
Durante un momento todos guardaron silencio. Al instante dijo Erling Vidkunssoen:
—Sea cual sea el nombre que se dé a Erlend, señor, no conviene que por él deroguéis la ley.
—Entonces la ley precisa una enmienda en este punto —dijo el rey— puesto que no tengo poder para instruirme sobre el modo como entiende el pueblo la fidelidad.
—No obstante, no podéis obrar según una enmienda antes de que entre en vigor, si no cometeríais un acto arbitrario contra el pueblo, y en todo tiempo este ha encontrado dificultad para adaptarse a las arbitrariedades de sus reyes —insistió Erling en tono agrio.
—Tengo a mis caballeros y a mis fieles para sostenerme —respondió Magnus, con sonrisa infantil—. ¿Qué decís a eso, Simón Andressoen?
—Digo, señor, que este apoyo no parece demasiado seguro a juzgar por el modo como la caballería y la nobleza han tratado a sus reyes en Dinamarca y Suecia cuando el pueblo no disponía de fuerzas para sostener, en contra de ellas, el poder real. Pero si Vuestra Alteza abriga semejantes ideas le rogaré que me releve de mi servicio, porque prefiero encontrarme entre las filas de los campesinos.
Simón había hablado en un tono tan pausado y reflexivo, que de momento el rey pareció no comprender su intención. Luego rio:
—¿Es una amenaza, Simón Andressoen? ¿Queréis, en verdad, arrojarme el guante?
—Será como vos queráis, Señor —contestó Simón en el mismo tono de antes, pero sacando los guantes del cinto y sosteniéndolos en la mano.
Entonces el joven Bjarne se inclinó y los cogió.
—No son guantes de boda propios para que Vuestra Alteza los compre —riendo levantó los guantes de montar a caballo, gruesos y usados—. Si son guantes de este tipo los que precisáis, señor, podría ser que os entregaran muchos, demasiados, y a buen precio.
Erling Vidkunssoen lanzó un grito. Con brusco movimiento pareció querer apartar al joven rey de un lado y a los tres hombres del otro, empujando a estos hacia la puerta.
—Quiero hablar a solas con el rey.
—¡No, no!, yo quiero hablar con Bjarne —gritaba el rey corriendo tras él.
Pero Micer Erling empujó a su hijo fuera con los demás.
Anduvieron cierto tiempo por el patio del castillo y fuera, por la montaña. Ninguno dijo nada. Stig Haakonssoen parecía fastidiado; pero guardaba silencio, como había hecho todo el rato. Bjarne Erlingssoen disimulaba su sonrisa discreta y forzada. El escudero de Erling Vidkunssoen no tardó en ir a rogarles, de parte de su señor, que fueran a esperarle a la posada; sus caballos estaban en el patio del castillo.
Se quedaron en la posada evitando hablar de lo que acababa de ocurrir. La conversación recayó, al fin, sobre caballos, perros y halcones. Y para terminar, ya avanzada la velada, Stig y Simón empezaron a contar historias de mujeres. Stig Haakonssoen poseía un rico repertorio; pero ocurrió que se puso a contar las que Simón ya conocía, atribuyéndoselas o bien asegurando que habían ocurrido cerca de Mandvik, cuando Simón recordaba perfectamente haberlas oído contar de jovencito a los criados de su casa de Dyfrin.
No obstante, él y Stig se ahogaban de risa a más no poder. De vez en cuando Simón, como el banco donde estaban sentados oscilaba, tenía un poco de miedo, pero no se atrevía a averiguar lo que ocurría. Bjarne Erlingssoen reía silenciosamente, bebiendo vino, comiendo manzanas, maltratando el capuchón de su mantelete y contando alguna que otra historia. Eran las peores; pero dichas con tal astucia, que Stig no las entendía. Bjarne pretendía que se las había contado un sacerdote de Bjoergvin.
Al fin llegó Micer Erling. Su hijo se adelantó para despojarlo del manto. Erling se volvió encolerizado al jovenzuelo.
—¡Ya verás tú!
Tiró la prenda en manos de Bjarne. Luego una sonrisa pasó por su rostro como si todo peligro hubiera desaparecido. Se volvió a Simón:
—¡Alegraos, Simón Andressoen! Podéis estar seguro ahora de que no está lejos el día en que seréis vecinos vos y Erlend, su esposa y todos sus hijos.
Una sombra de palidez veló la expresión de Simón cuando se puso en pie para dar las gracias a Micer Erling. Había pasado tanto miedo que no se había atrevido a mirarlo de frente. Pero ahora ya todo había terminado.
Erlend Nikulaussoen fue puesto en libertad unos quince días más tarde. Simón fue a recogerlo a caballo a Akersnes junto con sus dos criados y Ulf Haldorssoen.
El viento violento que había soplado la semana anterior había desnudado casi por completo los árboles. Hacía un frío seco. Bajo los cascos de los caballos, el suelo resonaba con un ruido duro y las tierras estaban blancas de escarcha cuando entraron cabalgando en la ciudad. Se notaba que iba a nevar; el cielo estaba uniformemente cubierto y el día era oscuro, de un gris azulado.
Cuando Erlend salió al patio de la fortaleza, Simón se dio cuenta de que arrastraba una pierna y parecía torpe y rígido al montar a caballo. También estaba muy pálido. Se había cortado la barba y peinado con esmero el cabello; la parte alta del rostro estaba demacrada y los ojos cercados de ojeras; la parte baja muy pálida, con la sombra azulada de la barba. Pero estaba elegante con su amplio manto azul oscuro, y cuando se despidió de Olav Kyrning y ofreció monedas a los hombres que le habían guardado y servido sus comidas en la cárcel, tenía el empaque de un jefe que se despide de la gente de su granja con ocasión de su boda.
Al principio de su trayecto a caballo parecía tener frío; se le vio estremecerse repetidas veces. Luego sus mejillas empezaron a colorearse; su rostro se animó; parecía que la savia de la vida resurgía en él. Simón pensó que Erlend era tan difícil de romper como una rama de sauce.
Llegaron a la posada y Cristina salió al encuentro de su marido, en el patio. Simón se esforzó por no mirarles; pero no pudo evitarlo.
Se estrecharon la mano y cambiaron unas palabras con voz tranquila y firme. Supieron dominarse bastante durante aquella entrevista que tenía lugar ante todos los criados de la granja; pero una llamarada dio color a su rostro, se miraron un segundo y luego ambos bajaron la vista. Erlend ofreció la mano a su esposa y entraron en el granero, donde iban a permanecer durante los días que se quedaran en la ciudad.
Simón se dirigió al pabellón donde había vivido hasta entonces con Cristina. Esta se dio la vuelta al llegar al primer peldaño de la escalera y le llamó con extraña entonación:
—¿No vienes, cuñado, para tomar primero algo de alimento? Y tú también, Ulf.
Cristina parecía muy joven y delicada cuando se la veía, de pie, con las caderas un poco vueltas para mirar detrás de ella por encima del hombro. Desde su llegada a Oslo había empezado a anudar de otro modo su lienzo de cabeza. Aquí, en el sur del país, sólo las mujeres del pueblo lo llevaban a la antigua usanza, como ella tenía por costumbre ponérselo desde su matrimonio: tirante alrededor del rostro como una toca monjil, las puntas en cruz sobre los hombros de forma que el cuello quedaba completamente cubierto y sus pliegues cayendo, abundantes, por los lados y sobre el moño. En Trondhjem se consideraba un signo de piedad ponerse la toca de aquel modo, siempre enaltecido por el obispo Eiliv como el más decente y púdico para las mujeres casadas. Pero, para no llamar la atención, había adoptado la moda extendida en el sur: la toca colocada hacia atrás de forma que se viera el cabello sobre la frente descubriendo el cuello y los hombros; las trenzas se llevaban simplemente levantadas para que no fueran visibles bajo el borde de la toca, mientras que el lienzo enmarcaba sin rigideces la forma de la cabeza. Simón la había visto peinada así y había pensado que la favorecía; no obstante, hasta entonces no se había fijado en lo mucho que la rejuvenecía. Los ojos de Cristina brillaban como estrellas.
Un poco más tarde llegaron cierto número de personas que querían saludar a Erlend: Ketil de Skog, Markus Torgeirssoen, y entrada la tarde Olav Kyrning, Sira Ingolf y Micer Guttorm, sacerdote de la iglesia de San Halvard. Cuando llegaron los dos sacerdotes había empezado a caer una nieve fina y seca como polvo; durante el trayecto habían pasado por un campo de bardanas cuyas cabezuelas estaban pegadas a sus ropas. Todo el mundo se dedicó a limpiar a los sacerdotes y sus criados. Erlend y Cristina se hicieron cargo de Micer Guttorm; se ruborizaban de repente y bromeaban con el sacerdote, con la voz temblorosa, incierta, cuando les entraba la risa.
Simón no empezó a beber en serio hasta la noche, pero no se embriagó: sólo se sentía un poco pesado. Percibía con una agudeza increíble todo lo que se decía. Los demás ya se habían vuelto locuaces; ninguno de ellos era amigo del rey.
Le entró un asco profundo por la escena que siguió. No eran sino charlas estúpidas, esporádicas, dichas con voces es tridentes y excitadas. Ketil Aasmundssoen era algo bobalicón y su cuñado Markus no mucho más inteligente; Olav Kyrning, hombre recto y razonable, tenía las ideas cortas; en cuanto a los dos sacerdotes, Simón los juzgaba también poco inteligentes. Todos escuchaban a Erlend y hacían coro con él; se iba volviendo más y más como el hombre que había sido siempre, irreflexivo y travieso. Tenía cogida la mano de Cristina, y la había apoyado sobre su rodilla, jugando con sus dedos. Estaban sentados de modo que sus hombros se tocaban. Cristina completamente sofocada, ardiente, no podía apartar los ojos de Erlend. Cuando le pasó el brazo por la cintura, su boca se estremeció de tal modo que le costó mantener los labios cerrados.
Se abrió la puerta y entró Munan Baardssoen.
—He aquí al gran buey en persona —gritó Erlend riendo y saltando sobre sus pies para ir a su encuentro.
—¡Que Dios y la Virgen os asistan! Creo que eres insensible, Erlend —observó Munan escandalizado.
—¿Crees que sirve para algo gemir y desesperarse, primo?
—¡No he visto a nadie igual! ¡Habías arruinado toda tu felicidad!
—¡Diantre! Nunca he tenido carácter para ir al infierno con el trasero descubierto para evitar que se me quemaran las calzas —dijo Erlend, haciendo reír a Cristina por lo bajo, pero con gran alegría.
Simón se derrumbó sobre la mesa, con la cabeza entre los brazos. Si los otros llegaban a creerlo borracho hasta el punto de quedarse dormido, lo dejarían en paz.
Todo ocurría como se había temido, es decir, como era de esperar. Cristina también: única mujer entre todos aquellos hombres, se mostraba extremadamente dulce, tímida, tranquila e igualmente segura. Y aquella vez, cuando le había traicionado, ¿estaba así?, ¿fue cínica o inocente? Lo ignoraba. No, no, no era verdad; no había tenido tanta seguridad, no había sido cínica, no había estado tranquila tras su aire tranquilo. Pero aquel hombre la había embrujado: por amor a Erlend hubiera caminado alegremente sobre piedras ardientes y le hubiera pisoteado a él, que para ella no era sino una piedra fría.
¡Ah!, decía tonterías. Ella deseaba que su voluntad se hiciera y no pensaba en nada más. Había que dejarlos en su felicidad; le daba lo mismo. ¿Acaso le importaba que tuvieran siete hijos más y que fueran así catorce a repartirse la mitad de la herencia de Lavrans Bjoergulfssoen? No parecía que tuviera que inquietarse por sus hijos; Ramborg no era tan rápida como su hermana para darle hijos, pero, en cambio, dejaría tras él una sucesión que algún día tendría poderío y riquezas. Claro que aquella noche todo le era indiferente. Tenía ganas de seguir bebiendo, pero sentía que esa noche los dones de Dios no le harían ningún efecto, y entonces tendría que levantar la cabeza y tomar, quizás, parte en la conversación.
—¿Crees de verdad que habrías llegado a ser un canciller del reino? —exclamó Munan irónicamente.
—¡No, hombre, puedes figurarte que contábamos contigo para ese cargo! —contestó Erlend riendo.
—¡En nombre de Dios, ten cuidado con lo que dices!
Y todos se echaron a reír.
Erlend se dirigió hacia Simón y le tocó el hombro:
—¿Duermes, cuñado? —Simón abrió los ojos. Erlend estaba ante él con un vaso en la mano—. Bebe conmigo, Simón. Es a ti, antes que a nadie, al que debo agradecer haber salvado mi vida. Y es para mí una alegría que sea así, muchacho. Has sido un hermano para mí. Si no te tuviera por cuñado, ya no tendría cabeza. Y entonces mi viuda podía ser para ti.
Simón se sobresaltó. Ambos se miraron un instante. Erlend, sereno ya, había palidecido. Sus labios se apartaron dejando es capar el aire.
De un puñetazo, Simón arrancó el vaso de la mano de Erlend y el hidromiel se vertió, luego dio media vuelta y salió de la sala.
Erlend permaneció en su sitio. Se secó la mano y la muñeca sobre su traje sin darse cuenta de lo que hacía. Miró a su alrededor. Con el pie empujó el vaso debajo del banco; nadie se había dado cuenta de nada. Esperó un instante. Luego salió detrás de su cuñado.
Simón Darre estaba al pie de la escalera. Jon Daalk traía los caballos por la brida. Simón no se movió cuando Erlend llegó junto a él.
—¡Simón, Simón! ¡No sabía… no sabía lo que decía!
—Ahora lo sabes.
Simón había hablado con voz muerta; seguía impasible, sin mirar a Erlend.
Erlend, desconcertado, miraba a su alrededor. La luna, como una mancha pálida, aparecía vagamente detrás de un velo de nubes; los copos de nieve, duros, flotaban en el aire. Erlend tuvo un escalofrío.
—Dónde… ¿adónde vas? —preguntó con voz ronca mirando al criado y a los caballos.
—En busca de otra posada —contestó Simón secamente—; ya puedes suponer que no es agradable para mí estar aquí.
—¡Simón —exclamó Erlend—, no sé lo que daría porque esas palabras no hubieran sido dichas!
—Yo también.
La puerta del granero se abrió. Cristina, con una linterna en la mano, salió a la galería. Se inclinó y proyectó la luz hacia abajo.
—¿Dónde estáis? —preguntó—. ¿Qué estáis haciendo aquí fuera?
—Me decía a mí mismo que debería ir a ver lo que hacían mis caballos, como suelen decir los cortesanos —contestó Simón con expresión risueña.
—Pero… si los has sacado de la cuadra —dijo sorprendida.
—Pues sí… Mira de lo que es capaz un hombre cuando ha bebido —contestó Simón en el mismo tono.
—¡Vamos! Sube pronto —le interrumpió alegre y feliz.
—Sí. En seguida —se metió dentro y Simón gritó a Jon que se llevara otra vez los caballos a la cuadra, y volviéndose a Erlend, que estaba como paralizado, añadió—: Iré dentro de un momento. Haremos… intentaremos hacer como si no se hubiera dicho nada, Erlend, por amor a nuestras mujeres. Pero espero que comprendas que tú eras el último hombre de la tierra que yo hubiera deseado que tuviera conocimiento de esto. ¡Y ten presente que yo no soy tan olvidadizo como tú!
La puerta de arriba volvió a abrirse. Los invitados iban saliendo en grupos y en fila. Cristina iba con ellos, así como su sirvienta, que sostenía la linterna.
—¡Vamos! —rezongó Munan Baardssoen—. La noche está avanzada y supongo que estos dos jóvenes están impacientes por acostarse.
—¡Erlend! ¡Erlend! ¡Erlend!
Cristina se había echado en sus brazos tan pronto estuvieron solos detrás de la puerta del granero. Se apretaba contra él e, insinuante, lo abrazaba.
—Erlend, pareces triste —murmuró asustada con los labios entreabiertos junto a la boca de su marido—. ¿Erlend? —le cogió el rostro entre sus manos.
Este permaneció un rato con los brazos blandamente colocados en torno a Cristina. Luego, con un breve sollozo, la estrechó contra su pecho.
Simón fue a la cuadra. Quería decir algo a Jon; pero lo olvidó en el trayecto. Por un momento permaneció en la puerta de la cuadra y miró la luz velada y la nieve polvorienta que caía ahora en copos más espesos. Jon y Ulf salieron y apagaron la luz tras ellos y los tres juntos se dirigieron al pabellón donde iban a dormir.