6

Erlend permaneció en la casa real hasta cerca de San Clemente (23 de noviembre). Entonces, llegó un mensajero y cartas, ordenando que se le llevara, con un salvoconducto en regla, a una entrevista con el rey Magnus. Aquel año el rey tenía la intención de pasar las fiestas de Navidad en Baagahus.

Cristina fue presa de un miedo atroz. Con mucha dificultad se había esforzado en aparentar tranquilidad mientras Erlend estaba en la cárcel por una acusación capital. Ahora iban a llevárselo lejos, hacia un destino desconocido… Se contaban muchas cosas sobre el rey, y el marido de Cristina carecía de amigos entre los que le rodeaban. Ivar Ogmundssoen, que era ahora capitán del castillo de Baagahus, había empleado los términos más duros para calificar la felonía de Erlend. Y más tarde se encolerizaría al enterarse de ciertas impertinencias que Erlend se había permitido decir sobre él.

Pero Erlend continuaba contento. Cristina veía que no se tomaba a la ligera su inminente separación. Pero el largo encarcelamiento empezaba a cansarle tanto, que se asía ávidamente a la perspectiva de una larga travesía y parecía indiferente a todo lo demás.

En el espacio de tres días todo estuvo listo y Erlend se marchó en el barco de Micer Finn. Simón había prometido regresar a Nidaros antes del Adviento, cuando hubiera puesto un poco de orden en sus asuntos. Había rogado a Cristina que le enviara un mensaje si en ese tiempo ocurría algo imprevisto; volvería al momento. Pero resolvió ir ella hacia el sur para verlo. De allí quería ir al encuentro del rey, echarse a sus plantas y pedir el perdón para su marido; ofrecería gustosa cuanto poseía por salvar su vida.

Erlend había vendido y empeñado su granja de Nidaros entre varias personas; el convento de Nidarholm era ahora propietario de la casa principal, pero el padre Olav había escrito a Cristina una carta afectuosa, rogándole que aceptase la hospitalidad de la misma mientras lo necesitara. Y ahora estaba allí sola, con una sirvienta, Ulf Haldorssoen, que había sido puesto en libertad al no habérsele podido acusar de complicidad, y su sobrino Haldor, escudero particular de Cristina.

Cristina consultó primero a Ulf, quien se mostró, de momento, un poco indeciso. Opinaba que atravesar los Dofrines sería un viaje demasiado duro para ella; había caído ya mucha nieve en las montañas. Pero cuando se dio cuenta de la ansiedad de Cristina, aprobó su proyecto. Dama Gunna volvió a quedarse a los dos pequeños en Raasvold, pero Gaute no quiso separarse de su madre y esta no creyó oportuno abandonar al niño en Nordenfjeld, lejos de su vigilancia.

Hallaron un tiempo tan malo al llegar al sur, en plenos Dofrines, que por consejo de Ulf dejaron los caballos en la cabaña de Drivstuen, en la montaña, y allí mismo pidieron prestados esquíes…, para el caso de que les sorprendiese la noche fuera. Como Cristina no había calzado esquíes desde que era pequeña, le fue muy difícil avanzar, aunque los hombres la ayudaran con todas sus fuerzas. Aquel día, no llegaron más lejos de la mitad de camino entre Drivstuen y Hjerdkinn, en plena montaña, y tan pronto empezó a anochecer tuvieron que buscar un refugio al abrigo de una pendiente cubierta de abedules y hacerse una cama en la nieve. En Toftar pudieron alquilar caballos, pero se encontraron con niebla y al llegar un poco más abajo, en el valle, llovía. Varias horas después de que se hiciera de noche, cuando entraron a caballo en el patio de Formo, el viento silbaba en las esquinas de la casa, el río tronaba, y de la montaña llegaba un ruido fuerte y confuso. El patio parecía un marjal esponjoso que ahogaba el ruido de los cascos de los caballos. Aquel sábado por la noche, víspera de fiesta, no se veía signo de vida en la enorme granja; ni gente, ni perros, no parecían haber oído su llegada.

Ulf golpeó fuertemente la puerta de la casa con su lanza. Un criado vino a abrir. Detrás de él, en el vestíbulo, estaba Simón, que se destacaba alto y oscuro ante la luz de un velón. Tenía un niño en brazos y tiraba hacia sí de los perros, que ladraban. Lanzó un grito al ver a su cuñada, dejó el niño en el suelo e hizo pasar a Cristina y Gaute mientras les quitaba los abrigos empapados de lluvia.

Hacía calor en la sala, pero la atmósfera era pesada porque tenía el techo plano; estaba situada debajo del granero del heno y se calentaba con una estufa. Había mucha gente y niños y perros que aparecían por todos los rincones. Cristina vio entonces las caras de sus dos hijos, rojos, ardientes y contentos, escondidos detrás de la mesa donde ardía la vela. Se adelantaron y saludaron con un aire algo raro a su madre y hermano. Cristina se dio cuenta de que había aparecido en un momento de jolgorio. Un gran desorden reinaba en la estancia, y a cada paso que daba, ponía el pie sobre cáscaras de nuez que se rompían… cubrían todo el suelo.

Simón despidió a criados y sirvientas y la estancia se vació de gente y de buena parte de niños y perros. Los invitados eran vecinos con sus servidores. Mientras, hacía preguntas a Cristina y, a la vez que escuchaba sus respuestas, se iba abrochando la camisa y el traje, abiertos sobre su pecho peludo. Los niños lo habían puesto así, dijo para disculparse. Daba miedo verle, con el cinturón torcido, ropas y manos sucias, la cara cubierta de hollín y el cabello lleno de polvo y suciedad.

Un momento después, dos sirvientas llegaron para conducir a Cristina y Gaute a la casa de Ramborg. Allí ardía un buen fuego en la estufa; unas sirvientas encendieron velas, prepararon la cama y ayudaron a Cristina y al niño a ponerse ropas secas, mientras otras dejaban comida y bebidas encima de la mesa. Una niña de trenzas sedosas acercó un bol de cerveza, con mucha espuma, a Cristina. Era la hija mayor de Simón, Arngjerd.

Entonces entró Simón. Se había arreglado y volvía a parecer el que Cristina estaba acostumbrada a ver, elegante y bien vestido. Llevaba a su pequeñita de la mano y le acompañaban Ivar y Skule.

Cristina pidió noticias de su hermana; Simón contestó que Ramborg se había ido a Ringheim con las mujeres de Sundbu; Josteim, que había venido para buscar a su hija Helga, había querido aprovechar la ocasión y llevarse a Dagny y Ramborg; era un anciano simpático y alegre que había prometido cuidar bien de las tres jóvenes. De modo que Ramborg pasaría, seguramente, el invierno allí. Esperaba un hijo por San Matías (24 de febrero)…, Simón creía que iba a ausentarse durante el invierno y que Ramborg estaría mejor en casa de sus jóvenes parientes. ¿Y el gobierno de la casa de Formo? Era indiferente que Ramborg estuviera o no en Formo, explicó Simón sonriendo, porque jamás había exigido de la criatura que era Ramborg que se cansara dirigiéndolo todo.

Enterado del proyecto de Cristina, Simón dijo que la acompañaría al sur. Tenía allí muchos parientes y antiguos amigos, lo mismo de su padre que suyos, de modo que esperaba ayudarla más allí que en el Trondhjem. Estando allí, podría juzgar con más criterio si era o no prudente que ella fuera a ver al rey. Estaría dispuesto a emprender la marcha dentro de tres o cuatro días.

Fueron juntos a misa al día siguiente, que era domingo, y luego estuvieron, invitados por Sira Eirik, en Romundgaard. El sacerdote era ahora muy viejo; recibió afectuosamente a Cristina y pareció impresionado por su suerte. Luego fueron a Joerungaard.

La casa no había cambiado y en las estancias había las mismas camas, los mismos bancos, las mismas mesas. Era su granja; ahora era ya casi seguro que sus hijos crecerían allí y que allí cerraría ella los ojos. Pero hasta aquel momento no había visto con tanta claridad que la vida de aquella casa habían sido su padre y su madre. Por luchas secretas que hubieran sostenido, habían dispensado ayuda y calor, paz y seguridad, a todos aquellos que estaban su alrededor.

Turbada y triste, le cansó un poco la charla de Simón sobre sus asuntos, sobre su granja y sobre sus hijos. Comprendía que no era razonable aquello, porque el buen hombre estaba dispuesto a ayudarla con todas sus fuerzas; reconocía que estaba muy bien, por su parte, que aceptase abandonar su casa durante las fiestas de Navidad, dejar a su mujer, si las circunstancias lo requerían así…, seguramente le preocupaba tan sólo saber si tendría un hijo; hasta entonces sólo había tenido un hijo de Ramborg aunque llevaran casi seis años casados. Cristina no se habría imaginado jamás que se tomara tan a pecho su desgracia, la de Erlend y la de ella, hasta el punto de olvidarse de la felicidad de su vida particular…, pero le hacía un efecto raro andar por allí en su compañía; ¡aquí, en su tierra, se mostraba tan alegre, cariñoso y daba tal impresión de seguridad!

Inconscientemente Cristina había imaginado que Ulvhild Simonsdatter sería la viva imagen de su hermanita, de la que había recibido el nombre; que sería rubia, delicada, maravillosamente blanca. En cambio, la pequeña de Simón era fuerte y gordita, con mejillas como manzanas y una boca como una cereza, los ojos grises y vivaces de su padre en su juventud, y bonito cabello oscuro y rizado. Simón adoraba a aquella criatura encantadora y estaba orgulloso de su divertido charloteo.

—¡Qué fea, aburrida y mala es esta niña! —decía; y la cogía por la cintura para hacerle dar vueltas en el aire—, creo que es un cachorro de hombre lobo que los duendes de la montaña han puesto en la cuna para sus padres, a juzgar por lo espantosa y negra que es.

Luego, la dejaba bruscamente en el suelo y por tres veces, y rápidamente, hacía la señal de la cruz sobre la pequeña, como si se asustara de sus imprudentes palabras.

Su hija ilegítima, Arngjerd, no era bonita pero parecía simpática e inteligente, y el padre se la llevaba con él siempre que se presentaba una ocasión. De la mañana a la noche alababa sus habilidades. Cristina tuvo que admirar, en el arca de Arngjerd, todo lo que ya había hilado, tejido y cosido para su ajuar.

—El momento en que ponga la mano de mi hija en la de un buen prometido —decía Simón mirando a la muchacha— será uno de los mejores y más felices de mi vida.

Por economía y para que el viaje fuera rápido, Cristina no quiso llevar consigo a ninguna sirvienta ni a otro hombre más que a Ulf Haldorssoen. Quince días antes de Navidad, él y ella salieron a caballo de Formo, en compañía de Simón Andressoen y de sus dos jóvenes y diligentes escuderos.

Cuando llegaron a Oslo, Simón se enteró en seguida de que el rey no vendría a Noruega; sin duda, pasaría las fiestas de Navidad en Estocolmo. Erlend se encontraba en el fuerte de Akersnes; el comandante estaba ausente, de modo que hasta nueva orden no había ningún medio, para nadie, de ver al prisionero. Pero el subsenescal Olav Kyrning había prometido comunicar a Erlend que se encontraban en la ciudad. Olav estuvo muy amable con Simón y Cristina porque su hermano estaba casado con Ramborg Aasmundsdatter de Skog, por lo que se consideraba pariente de las hijas de Lavrans.

Ketil de Skog fue a la ciudad para invitarla a pasar la Navidad en su granja, pero Cristina no quiso hacer ninguna excursión durante las fiestas estando Erlend en aquella situación. Simón tampoco quiso ir aunque le insistieran mucho. Simón y Ketil se conocían algo, pero Cristina había visto sólo una vez a su primo hermano desde que era adulto.

Cristina y Simón residían en la granja donde ella había sido invitada por los padres de Simón, en la época en que estaban prometidos, pero ahora vivían en otro pabellón. Había dos camas en la estancia; ella dormía en una, Simón y Ulf en la otra. Los criados dormían en la cuadra.

La noche de Navidad, Cristina quiso ir a misa de medianoche a la iglesia de Nonneseter, «porque los cantos de las monjas eran preciosos», explicó. Fueron, pues, los cinco. La noche era estrellada, tibia y hermosa, y como había nevado un poco durante la tarde parecía que había más luz. Cuando las campanas empezaron a tocar, la gente acudió desde todas las granjas y Simón tuvo que llevar a Cristina de la mano. De vez en cuando la miraba de soslayo. Había adelgazado mucho aquel otoño, pero parecía que su figura alta y erguida hubiera recobrado algo de la gracia tierna y dulce de la jovencita. Su rostro pálido tenía nuevamente la expresión de placidez de su juventud, que recubría la tensión de un alma profunda y secretamente sensible. Había en ella un raro y fantasmagórico parecido con la joven Cristina de aquella lejana Navidad. Simón le apretó la mano y no se dio cuenta de que lo había hecho hasta que ella contestó oprimiéndole los dedos. Levantó la mirada…; ella le sonrió e hizo un signo con la cabeza y comprendió que había tomado la presión de su mano como una señal de aliento; en efecto, se esforzó por demostrarle que era verdaderamente valerosa.

Cuando hubieron transcurrido los santos días de fiesta, Cristina fue al convento y pidió presentar sus respetos a la abadesa y a las hermanas de sus años de convento que aún vivieran. Permaneció poco rato en el salón de la abadesa. Luego, pasó a la iglesia. Ahora veía que no tenía nada que hacer entre los muros del convento; las hermanas la habían acogido amablemente, pero para ellas no era sino una de tantas jovencitas que habían estudiado allí durante un año. Si las hermanas habían llegado a saber que se había distinguido de las otras jóvenes, y no precisamente en lo bueno, no dejaron traslucir nada. Aquel año de Nonneseter que había tenido tanta importancia en su vida, tenía tan poca para la vida del convento… Su padre había comprado, para él y los suyos, una parte de las oraciones del convento para la salvación de sus almas; la nueva abadesa, Dama Eline, y las hermanas, dijeron que rezarían por la salvación de Cristina y de su marido, pero comprendió que no tenía derecho a insistir y molestar a las monjas con sus visitas. La iglesia le estaba abierta como a todo el mundo; pudo situarse en la galería del norte para oír las voces puras de las monjas cantando en el coro; pudo volver a encontrarse en aquel lugar que tan bien conocía, reconocer los altares y santos y, cuando las monjas hubieron abandonado la iglesia por la puerta que daba al claustro, fue a arrodillarse sobre la losa sepulcral de Dama Groa Guttormsdatter y recordó a aquella madre llena de prudencia y fuerza, cuyos consejos no había sabido comprender ni apreciar. Ya no tenía ningún derecho en aquella mansión de siervas de Cristo.

Al terminar las fiestas, Munan fue a verla; acababa de enterarse de que estaba en la ciudad, dijo. Ofreció sus cordiales saludos a Cristina, a Simón Andressoen y a Ulf, a quien al momento llamó querido pariente y amigo. Indudablemente les sería difícil ver a Erlend, declaró; se le vigilaba estrechamente; ni siquiera él había conseguido obtener autorización para ver a su sobrino. Pero cuando el caballero se hubo ido, Ulf observó riendo que no creía que Munan hubiera insistido demasiado; tenía tal pánico de verse implicado en el asunto que seguramente prefería que no se le hablara de él. Munan había envejecido mucho, estaba calvo y flaco; su piel caía desmayada, vacía, sobre su corpachón. Vivía en Skogheim y tenía con él a una de sus hijas bastardas, que era viuda. El padre hubiera dado algo por deshacerse de ella, porque ninguno de sus otros hijos, bastardos o legítimos, quería estar con él mientras aquella hermanastra llevara la casa; era una mujer dominante, avara y chismosa. Pero Munan no se atrevía a decirle que se fuera.

Por fin, mucho después de primero de año, Olav Kyrning proporcionó a Simón y Cristina la autorización para ver a Erlend. Simón volvió a acompañar a la desgraciada esposa a la desgarradora entrevista. Se cuidaba mucho más celosamente aquí que en Nidaros de que Erlend no pudiera hablar con nadie excepto en presencia de la gente del comandante del castillo.

Erlend estaba tranquilo como antes, pero Simón comprendió que aquella situación empezaba a hacer mella en su entereza. Jamás se quejaba, sino que, por el contrario, decía que no observaba ninguna falta de respeto y consideración, y que lo trataban tan bien como podían; sin embargo, confesó que el frío le molestaba: en su cuarto no había estufa. Y la limpieza dejaba algo que desear, pero aseguraba, riendo, que el tiempo le habría parecido mucho más largo si no tuviera que luchar a brazo partido con los piojos…

Cristina estaba también aparentemente tranquila; tanto que Simón temía con verdadera angustia el día en que se derrumbara del todo.

Entre tanto, el rey Magnus hacía su viaje de feliz advenimiento a través de Suecia y no era de esperar que fuera en seguida a la frontera noruega ni que hubiera, tan pronto, un cambio en la situación de Erlend.

El día de San Gregorio, Cristina y Ulf Haldorssoen fueron a la iglesia de Nonneseter. Cuando, de regreso, hubieron cruzado el puente del arroyo de las monjas, Cristina no siguió el camino que bajaba a la posada situada junto al palacio del obispo, sino que se fue en dirección este, hacia el atrio de la iglesia de San Clemente, siguiendo luego por las callejuelas entre la iglesia y el río.

El día era gris, había habido un momento de deshielo, de modo que sus zapatos y los bordes de sus ropas estaban mojados y pesaban por la arcilla amarillenta recogida en las orillas del río. Salieron a las tierras del flanco de la colina; una vez sus ojos se encontraron. Ulf sonrió silenciosamente, hizo una mueca pero sus ojos estaban llenos de tristeza; Cristina tuvo una sonrisa extraña y enfermiza.

Inmediatamente después, llegaron a la cresta de la colina; la arcilla se había corrido en algún momento y la granja que se veía un poco más abajo estaba metida dentro de aquella muralla de color amarillo sucio, coronada de malas hierbas negruzcas. La pestilencia de la pocilga que miraban les llegaba directamente. Dos cerdas enormes chapoteaban en aquel barro oscuro. El río semejaba una cinta estrecha; la corriente gris y fangosa, con pedazos de hielo entrechocándose, iba al asalto de los edificios destartalados cuyos tejados tenían una palidez mustia.

Mientras estaban allí, un hombre y una mujer se acercaron a la valla y contemplaron los cerdos. Él, inclinándose, rascó una de las cerdas con el mango de la azuela plateada que le servía de bastón. Era Munan Baardssoen en persona, y la mujer, Brynhild. Levantó la mirada y los vio. Al quedarse con la boca abierta por la sorpresa, Cristina le saludó alegremente.

Micer Munan se echó a reír:

—Baja a tomar un tazón de cerveza caliente…, ¡hace un tiempo infernal! —gritó.

Al bajar hasta la entrada de la granja, Ulf contó que Brynhild Jonsdatter ya no tenía posada, ni vendía cerveza. Había tenido muchas dificultades y se la había acusado varias veces, pero Munan la había salvado y garantizado que dejaría definitivamente su tráfico ilegal. Por lo demás, sus hijos ahora disfrutaban de tal posición que, en bien de ellos, tenía que rehacer su reputación. Después de la muerte de su esposa, Munan Baardssoen había reanudado sus relaciones con ella y frecuentaba con regularidad la granja de Fluga.

Los recibió en la valla.

—En cierto modo, los cuatro somos parientes —dijo riendo socarronamente; había bebido un poco, pero no demasiado—. Eres una gran mujer, Cristina Lavransdatter, piadosa y sencilla. Brynhild es ahora una mujer muy digna y respetable, y yo aún no estaba casado cuando engendré los dos hijos que tuvimos… Y son los mejores de todos mis hijos, te lo vengo diciendo todos los días desde hace años, Brynhild. Inge y Gudleik son los dos hijos que más quiero…

Brynhild era aún bonita, pero tenía la tez amarillenta y Cristina sospechaba que su piel, si uno se acercaba, debía estar húmeda como cuando uno ha estado todo el día inclinado sobre ollas de grasa. Sin embargo, su casa estaba cuidada, la comida y bebida que sirvió eran excelentes y la vajilla de madera limpia y bonita.

—Sí, cuando tengo asuntos en Oslo vengo a darme una vuelta por aquí —explicó Munan—. Comprenderás que la madre desea tener noticias de sus hijos. Inge me escribe con frecuencia porque es un hombre instruido, como debe ser el representante de un obispo, no lo olvides…, y luego conseguí que hiciera un buen matrimonio con Tora Bjarnesdatter, de Grjote; ¿crees que mucha gente habría encontrado una mujer así para un bastardo? Así que nos quedamos charlando de todo esto y Brynhild me sirve comida y cerveza, como antes, cuando se ocupaba de mi casa de Skogheim. Es terrible quedarme allí recordando a mi difunta esposa… Entonces monto a caballo para venir aquí en busca de un poco de felicidad…, siempre y cuando Brynhild está de humor para hacerme la merced de un poco de amistad y cariño…

Ulf Haldorssoen, con la barbilla apoyada en la mano, contemplaba a la dama de Husaby. Cristina escuchaba y contestaba con calma, dulzura y deferencia, tan tranquila y distinguida, como si estuviera de visita en casa de algún gran propietario de sus tierras de Trondhjem.

—Tú, Cristina Lavransdatter —dijo Brynhild Fluga—, conseguiste el nombre y el honor de esposa legítima, aun después de venir voluntariamente a reunirte con Erlend en mi granero. Yo he sido siempre lo que se llama una mujerzuela (mi madrastra me vendió a este), mordí y arañé y las marcas de mis uñas se grabaron en su rostro antes de que consiguiera someterme a su voluntad…

—¿Por qué recordar todo esto? —gimió Munan—. Sabes que también lo cuento yo muchas veces… Te habría dejado marchar si te hubieras portado de forma correcta o me hubieras rogado que te dejara, pero me saltaste encima como una gata salvaje, incluso antes de trasponer el umbral…

Ulf Haldorssoen sonrió veladamente.

—Y después de aquello me he portado siempre bien contigo —prosiguió Munan—. Obtuviste todo lo que quisiste pedirme y en cuanto a nuestros hijos, su situación es mejor y más segura que la de los pobres hijos de Cristina. ¡Que Dios guarde a esos desgraciados…! ¡Cuándo pienso en el estado en que ha puesto Erlend a sus hijos! Pienso que para un corazón de madre no hay nada mejor que el nombre de esposa y sabes que mil veces deseé que fueras de tal linaje que me permitiera casarme contigo, porque no he querido a otra mujer como a ti y a la que tuve por esposa, ¡que Dios se apiade de su alma! He hecho construir un altar para mi Catherina y para mí en la iglesia de mi casa, Cristina… Todos los días he dado gracias a Dios y a Nuestra Señora por nuestro matrimonio; ningún hombre ha sido más feliz…

Munan respiró con esfuerzo y lloró un poco.

Un momento después, Ulf Haldorssoen dijo que tenían que marcharse. Cristina y él no cambiaron palabra durante el regreso, pero ante la puerta de la posada, Cristina tendió la mano a Ulf diciéndole:

—¡Ulf, mi pariente y amigo!

—Si eso pudiera servir para algo —murmuró Ulf—, iría gustoso al cadalso en lugar de Erlend…, por su amor y por el tuyo.

De noche, un poco antes de la hora de acostarse, Cristina estaba sola en la gran sala con Simón. De pronto, se puso a contarle dónde había estado aquel día. Habló de lo que se había dicho allí abajo.

Simón estaba sentado en una silla de madera a poca distancia de ella. Ligeramente echado hacia adelante, con los brazos apoyados en las caderas y las manos colgando, levantaba la mirada hacia ella con una expresión de extraña atención en sus ojillos vivaces. No decía nada y en su rostro grueso y fuerte, no se movía ni un músculo.

Luego Cristina contó lo que le había dicho a su padre y lo que este le había contestado.

Simón conservaba la misma actitud impasible. Pero, al cabo de un instante, dijo tranquilamente:

—Es lo único que te he pedido, si mal no recuerdo, desde que nos conocemos: que debías… pero no podías callarte y evitarle eso a Lavrans…

—Sí, pero… ¡Oh, Erlend…, Erlend… Erlend…!

Ante este grito salvaje, Simón se puso en pie. Cristina se había echado hacia adelante; con la cabeza en los brazos de Simón, oscilaba de un lado a otro, sin dejar de llamar a Erlend en medio de sollozos entrecortados por estremecimientos y gemidos que parecían arrancados de su cuerpo, llenarle la boca, hervir y escapar.

—¡Cristina! ¡Dios mío!

Al cogerla por el brazo tratando de calmarla, se echó sobre él con todo su peso y se le colgó del cuello mientras que, deshecha en lágrimas, continuaba gritando incesantemente el nombre de su marido.

—Cristina…, ¡domínate! —la estrechó contra su pecho y vio que ella no se daba cuenta; lloraba tanto que no podía mantenerse en pie sola. Entonces la levantó en sus brazos, le apretó contra sí como si fuera a aplastarla durante un segundo y la fue a dejar sobre la cama.

—¡Domínate! —imploró de nuevo, desgraciado y casi amenazador, pasándose las manos por el rostro. Ella le cogió de las muñecas y los brazos y se acurrucó junto a él.

—Simón…, Simón… ¡Oh, hay que salvarlo!

—¡Hago lo que puedo, Cristina…, pero ahora tienes que dominarte!

Dio media vuelta bruscamente, fue a la puerta y salió. Fuera llamó a gritos a la sirvienta que Cristina había tomado en Oslo. Esta llegó corriendo y Simón le ordenó que fuese junto a su ama. Poco después, la joven volvía; su ama deseaba estar sola, explicó, asustada, a Simón que se había quedado esperando.

Hizo un ademán de asentimiento y se fue a la cuadra, donde permaneció hasta que Ulf Haldorssoen y Gunnar, su criado, fueran a dar el pienso a los animales para la noche. Simón se entretuvo hablando con ellos y luego regresó a la sala grande en compañía de Ulf.

Al día siguiente, Cristina vio poco a su cuñado, pero después de las tres de la tarde, mientras trabajaba en una prenda que quería llevar a su marido, Simón entró corriendo, ni la miró ni le dijo nada, sino que se dirigió hacia su cofre de viaje, llenó de vino su vaso de plata y volvió a salir. Cristina se levantó y le siguió. Ante la puerta había un hombre que sujetaba todavía su caballo. Simón se quitó el anillo de oro de su dedo, lo bañó en el vino del vaso y bebió a la salud del recién llegado.

Cristina adivinó lo que ocurría y exclamó alegremente:

—¡Tienes un hijo, Simón!

—Sí… —Abrazó al mensajero mientras este guardaba vaso y anillo en su cinturón. Luego cogió a la hermana de su esposa por la cintura y le hizo dar una vuelta. Parecía tan alegre que Cristina tuvo que apoyar las manos en los hombros de su pareja. Simón la besó entonces en los labios riendo a carcajadas.

—Indudablemente será la familia de los Darre la que se quedará en Formo después de ti —exclamó Cristina contenta.

—¡Así será…, si Dios quiere…! No, esta noche quiero estar solo —declaró a su cuñada que le preguntaba si irían juntos a vísperas.

De noche, dijo a Cristina que se había enterado de que Erling Vidkunssoen estaría en su granja de Aker, cerca de Tunsberg. Aquella misma mañana se había procurado pasaje para bajar al fiordo. Quería hablar con Micer Erling sobre el caso de Erlend.

Cristina dijo poca cosa más. Habían tratado muchas veces de aquello y no habían conseguido nunca poner en claro si Micer Erling había o no tomado parte, o había estado enterado de los planes de Erlend. Simón dijo que le interesaba la opinión de Erling Vidkunssoen para saber lo que aconsejaba sobre el proyecto de Cristina. Ella deseaba que Simón la acompañara a Suecia a visitar a los poderosos parientes de Lavrans para pedirles ayuda en su calidad de esposa y en nombre de los lazos familiares. Entonces, dijo:

—Pero ahora que has recibido tan importante noticia, cuñado, me parece que sería más natural que aplazaras este viaje a Aker y que empezaras por ir a Ringheim para ver a Ramborg y a tu hijo.

Simón tuvo que volverse porque se sentía próximo a desfallecer. Era eso lo que deseaba, ya que Cristina le había querido manifestar así que comprendía su prisa por ver a su hijo. Pero cuando hubo dominado su emoción, dijo tímidamente:

—Mira lo que he pensado, Cristina: Dios querrá, sin duda, tener en cuenta, para la felicidad del empeño, el que haya sido paciente y haya sabido contener mi deseo de verlo hasta que haya conseguido proporcionaros una ayuda eficaz a Erlend y a ti.

Al día siguiente salió para comprar ricos y espléndidos regalos para su esposa y el pequeño, así como para todas las mujeres que habían asistido a Ramborg en el momento del parto. Cristina sacó una preciosa cuchara de plata que había heredado de su madre y que sería para Andrés Simonssoen, y a su hermana le mandó la pesada cadena de plata dorada que Lavrans le había regalado en su infancia al mismo tiempo que la cruz del relicario. Pasó esta a la cadena que le había dado Erlend como regalo de esponsales. Al día siguiente Simón se hizo a la vela alrededor de mediodía.

Por la noche, el barco echó el ancla al abrigo de una isla del fiordo. Simón se acostó dentro de un saco de piel y se cubrió con unas mantas de estameña, cara al cielo estrellado donde las constelaciones parecían hundirse y surgir siguiendo los movimientos del barco mecido por las olas que se deslizaban perezosamente. El agua chapoteaba y los pedazos de hielo rascaban y golpeaban los flancos del barco. Notaba una sensación casi agradable al apreciar cómo el frío iba insinuándose en su cuerpo. Era sedante…

Sin embargo, Simón estaba seguro de que todo había ido tan mal que no podía estar peor. ¡Ahora tenía un hijo! No creía que pudiera amar a este hijo más que a sus hijas. No, era otra cosa. Por más que su corazón se alegrara cuando sus hijas corrían hacia él en sus juegos, con sus risas, sus charlas, por más que disfrutara teniéndolas en sus brazos y sintiendo bajo su barbilla la cabellera sedosa de las niñas, un hombre queda excluido de la cadena de hombres de su raza, si su granja, sus bienes, y el recuerdo de su paso por el mundo tenían que pasar a una familia extraña a través del matrimonio de una hija. Pero ahora se atrevía a esperar que, si Dios permitía que el niño creciera, el hijo sucediera al padre en Formo… Andrés Gudmundssoen, Simón Andressoen, Andrés Simonssoen… estaba claro que para el pequeño Andrés debía ser igual a lo que su padre había sido para con él: un hombre honrado, tanto en lo más recóndito de sus pensamientos como en las manifestaciones de su conducta.

En ciertos momentos, la situación había sido tal que no sabía cómo podría soportarla por más tiempo. ¿Había notado algo que le hiciera creer que Cristina lo comprendía? Era ella para él como si fueran hermanos de sangre, atenta a su bienestar, dulce, amable y afectuosa. Él no podía decir cuánto tiempo duraría aquello, al vivir de aquel modo, bajo el mismo techo. A Cristina no se le había ocurrido nunca la idea de que él no podía olvidar…, porque aunque ahora estuviera casado con su hermana, no podía olvidar del todo que ambos habían estado, en otro tiempo, destinados a vivir juntos como marido y mujer.

Pero ahora tenía este hijo. Siempre había tenido vergüenza, al decir sus oraciones, de añadir algunas palabras de súplica o de agradecimiento. Pero Cristo y la Virgen María sabían con qué intención había rezado últimamente el doble de padrenuestros y avemarías. Y continuaría haciéndolo mientras estuviera lejos de su casa demostrando así, cortés y generosamente, su gratitud. De este modo, también sacaría ventaja de este viaje.

En realidad, le parecía absurdo esperar algún beneficio de esta gestión. Las relaciones eran ahora tirantes entre Micer Erling y el rey. Y si el antiguo canciller era más poderoso y más orgulloso que nunca, si tenía menos que temer del joven rey, cuya situación era bastante más difícil que la de los hombres más ricos e ilustres de Noruega, era de presumir que no quisiera irritar en demasía al rey Magnus defendiendo la causa de Erlend Nikulaussoen ni atraer sobre sí la sospecha de que podía haber estado al corriente de la traición de Erlend. Aunque hubiera participado en ella, incluso si hubiera estado detrás de toda la empresa, dispuesto a intervenir y a hacerse colocar de nuevo a la cabeza del gobierno en el momento en que el país tuviera un rey menor de edad, podía no sentirse obligado a arriesgarse para salvar al hombre que había hecho fracasar el plan por culpa de una escandalosa aventura amorosa. Tenía la impresión de haber casi olvidado todo aquello mientras estaba con Erlend y Cristina, porque ambos no parecían recordarlo. Pero, en verdad, el propio Erlend era el causante de que toda la empresa se viniera abajo y terminara en la desgracia para él y para la buena gente que había sido traicionada por su estúpida ligereza.

No obstante, debía intentar por todos los medios ayudar a Cristina y a su marido. Empezaba a tener esperanza porque tal vez Dios y la Virgen María, o alguno de los santos a quienes tenía por costumbre honrar con regalos y limosnas, le socorrería en aquella ocasión.

La noche siguiente, muy tarde ya, llegó a Aker. Un intendente de la granja lo recibió y envió los criados, unos a que se ocuparan de los caballos y los otros a que acompañaran a su escudero al pabellón de los criados. Pero él fue al granero donde el caballero estaba bebiendo.

Al instante, Micer Erling apareció en la galería del granero mientras Simón subía la escalera. Dio la bienvenida a su huésped, con bastante cortesía, y lo acompañó a la bodega de las provisiones donde se encontraban Stig Haakonssoen, de Mandvik y un jovenzuelo, Bjarne Erlingssoen, único hijo varón de Erling.

Allí fue bien recibido. Los criados lo despojaron del manto y le sirvieron de comer y beber. Pero tuvo la impresión de que los hombres, o por lo menos Micer Erling y Stig, adivinaban el motivo de su viaje y de que estaban a la expectativa. Por ello, cuando Stig declaró que se le veía poco en aquella parte del país y que no desgastaba los umbrales de las puertas de sus antiguos parientes… veamos, ¿había estado más lejos de Dyfrin, hacia el sur, después de la muerte de Halfrid? Simón contestó que no, hasta aquel invierno. Pero ahora estaba en Oslo desde hacía unos meses con la hermana de su mujer, Cristina Lavransdatter, que era la esposa de Erlend Nikulaussoen.

Entonces se hizo el silencio. Luego Micer Erling pidió noticias de Cristina, así como de la esposa y hermanos y hermanas de Simón. Simón, a su vez, preguntó por Dama Eline y las hijas de Erling. Se informó de lo que hacía Stig, de lo que había de nuevo en Mandvik, de qué era de sus antiguos vecinos.

Stig Haakonssoen era un hombre grande, de cabello negro, mayor que Simón, hijo del hermanastro de Halfrid Erlingsdatter, Micer Haakon Toressoen, sobrino de la esposa de Erling Vidkunssoen, Dama Eline Toresdatter. Había perdido el empleo de juez de Skidu y el mando del fuerte de Tunsberg, dos años atrás, cuando se había peleado con el rey; no tenía por qué quejarse de estar en Mandvik, pero era viudo y no tenía hijos. Simón lo conocía bien y había estado en buenas relaciones con él, lo mismo que con todos los parientes de su mujer, aunque no hubiera sido una amistad muy profunda. Sabía de sobra, en su fuero interno, lo que habían pensado todos del segundo matrimonio de Halfrid; el hijo menor de Andrés Gudmundssoen podía tener dinero y pertenecer a una buena familia, pero no era partido para una Halfrid Erlingsdatter y tenía diez años menos que ella; no se acababa de comprender por qué había elegido aquel joven, pero le habían dejado hacer lo que quisiera… teniendo en cuenta la vida intolerable que había soportado con su primer marido.

En cuanto a Erling Vidkunssoen, Simón lo había visto sólo dos o tres veces anteriormente y siempre en compañía de Dama Eline; no había podido decir gran cosa porque cuando ella estaba en alguna parte sólo se podía decir y ah. Desde entonces Micer Erling había envejecido un poco, era más corpulento, pero conservaba su empaque, vestía con elegancia y le favorecía que su pelo rojizo claro se hubiera vuelto de un gris plateado y brillante.

Simón no conocía aún al joven Bjarne Erlingssoen. Este había crecido cerca de Bjoergvin, en la casa de un eclesiástico amigo de Erling…, porque, según se decía en la familia, el padre no quería verlo por Giske en medio de todas las charlas femeninas. El propio Erling sólo iba cuando no podía remediarlo y, por otra parte, no se atrevía a llevar consigo al niño en su perpetuo viajar, porque Bjarne había estado muy delicado durante su crecimiento y Erling Vidkunssoen había perdido otros dos hijos cuando eran pequeños.

Sentado a contraluz y visto de perfil, Bjarne parecía un muchacho guapo. Su cabello negro, espeso y rizado caía sobre su frente, sus grandes ojos parecían negros, su nariz era grande y arqueada, su boca firme, llena y fina y la barbilla bien dibujada. Además era alto, esbelto y ancho de hombros. Pero cuando Simón se sentó a la mesa para comer, el copero apartó la luz y Simón vio entonces en el cuello de Bjarne una mancha de escrofulismo…; a ambos lados desde debajo de las orejas hasta la barbilla se extendían dos placas de carne sin vida, de un blanco brillante, marcadas con estrías violeta y nudos ganglionarios. Además Bjarne tenía la costumbre de levantar bruscamente sobre su cabeza, hasta las orejas, el capuchón de un mantelete de terciopelo, redondo y adornado de piel, que no se quitaba ni en casa. Cuando más tarde sentía calor, volvía a bajarlo… para levantarlo de nuevo al momento, inconscientemente. Ante aquel espectáculo, Simón sentía que le picaba la curiosidad por más que se esforzara en no mirar.

Micer Erling no perdía de vista a su hijo, aunque tampoco se daba cuenta de que tenía los ojos puestos en él. El rostro de Erling Vidkunssoen no era muy expresivo, nada especial se reflejaba en sus ojos azul claro, pero en la mirada, vaga y líquida, parecían ahogados innumerables años de preocupación, reflexión y ternura.

Los tres hombres mayores conversaron con una indolente cortesía, mientras Simón iba comiendo y el joven manoseaba su capuchón. Después, bebieron los cuatro durante algún tiempo hasta que Micer Erling preguntó a Simón si no se sentía cansado de su viaje y Stig le rogó que le hiciera el honor de dormir con él. Simón agradeció el aplazamiento para exponer su petición. Aquella primera noche pasada en Aker le había deprimido mucho.

A la mañana siguiente, cuando habló, Micer Erling contestó aproximadamente lo que Simón esperaba de él. Dijo que el rey Magnus jamás le había hecho caso; que desde que el rey Magnus había estado en edad de tener ideas, tuvo la siguiente: no pediría consejos a Erling Vidkunssoen al llegar a la mayoría de edad. Y desde que la disputa entre él y sus amigos por un lado y el rey por otro se había calmado, no había vuelto a saber nada más del rey ni de los amigos del rey, ni les había pedido nada. Si hablara al rey del caso Erlend sería contraproducente. Pero sabía que mucha gente del país creía que, de un modo u otro, había apoyado la tentativa de Erlend. Le creyera o no Simón, ni él ni sus amigos habían tenido conocimiento de lo que se tramaba. Si el asunto se hubiera descubierto de otro modo, o si aquellos jóvenes temerarios hubieran dado el golpe y fracasado, habría hecho algún movimiento para ofrecer su mediación. Pero del modo como habían ocurrido las cosas no creía que se le pudiera pedir, razonablemente, que se pusiera en evidencia, confirmando así entre el pueblo la sospecha de que había jugado doble juego.

Aconsejó a Simón que viera a los hijos de Haftor. Eran sobrinos del rey y como no tenían rencilla pendiente con él, habían conservado su amistad. Y por lo que Erling podía juzgar, los hombres que se escondían tras Erlend debían encontrarse, sobre todo, en el grupo de los hijos de Haftor… y entre los jóvenes y grandes señores.

Además, la boda del rey tendría lugar en Noruega, durante el verano. Esta sería una buena ocasión para que el rey Magnus mostrara su bondad e indulgencia con sus enemigos. Además, la madre del rey y Dama Isabella asistirían sin duda a los festines. La madre de Simón, en su juventud, había sido dama de honor de la reina Isabella; ¿por qué no se dirigía Simón a ella, o por qué la mujer de Erlend no iba a echarse a los pies de la novia del rey y de Dama Ingebjoerg Haakonsdatter para implorar su intercesión?

Simón opinó que el supremo recurso sería que Cristina se echara a los pies de Dama Ingebjoerg. Si la duquesa hubiera sabido lo que era el honor, habría intervenido a tiempo para sacar a Erlend de sus dificultades. Pero al hablar de ello una vez con Erlend, este se había limitado a reír diciendo que la dama estaba siempre tan metida en complicaciones y problemas que sin duda estaba irritada al ver lo poco que Erlend podía hacer ahora para que su hijo preferido obtuviera el título de rey.