5

Al día siguiente por la tarde Cristina se dirigió a la casa real, tan pronto como llegó a la ciudad. ¿Qué habrían hecho con Erlend en aquella casa?, pensaba mirando los distintos pabellones de piedra a su alrededor. Parecía más preocupada por el estado en que pudiera encontrarse Erlend que por lo que quería averiguar. Le dijeron que el tesorero estaba fuera de la ciudad.

Los ojos le brillaban después de la larga travesía en barco, bajo un sol ardiente, y la subida de la leche le provocaba dolores en su pecho hinchado. Como la servidumbre que estaba en su casa dormía, permaneció levantada y paseando toda la noche.

Al día siguiente envió a Haldor, su propio criado, a la casa real. Regresó abatido, triste… Ulf Haldorssoen, su tío, había sido detenido en el fiordo cuando intentaba cruzarlo para ir al convento de Holm. El tesorero no había regresado aún.

Esta noticia produjo un terrible espanto en Cristina. Ulf no había vivido en Husaby el año anterior, sino que ocupaba el cargo de asesor del juez cantonal, especialmente en Skjoldvirkstad, que poseía en su mayor parte. ¿Qué podía ser aquel asunto en el que tantos hombres parecían implicados? No podía alejar los peores pensamientos, agravados por su estado de agotamiento y malestar después de la noche en vela.

En la mañana del tercer día, Micer Baard aún no había regresado. Y Cristina no pudo hacer llegar un mensaje a su marido. Pensó en ir en busca de Gunnulf al convento, pero no se atrevió. Andaba, andaba sin cesar, de un extremo a otro en la gran sala de su casa, con los ojos irritados y semicerrados. De vez en cuando parecía presa del sueño, pero tan pronto se echaba experimentaba tal miedo y tales dolores que tenía que volver a levantarse, completamente desvelada y seguir andando para poder resistir.

Poco después de las tres de la tarde, Gunnulf Nikulaussoen vino a verla. Cristina corrió hacia el fraile:

—¿Has visto a Erlend, Gunnulf? ¿De qué se le acusa?

—Las noticias son malas, Cristina. No, no dejan que nadie se acerque a Erlend… en especial nosotros, los frailes. Creen que el párroco de San Olav estaba al corriente de sus proyectos. Pidió dinero prestado al convento, pero todos los hermanos juran que al firmar con el sello del convento no sabían lo que quería hacer con él. Y Maese Olav se niega a dar explicaciones…

—Bueno, pero ¿qué pasa…? ¿Acaso la duquesa arrastró a Erlend a esto?

Gunnulf contestó:

—Por el contrario, parece como si hubieran ejercido fuerte presión sobre ella para que les prestara su declaración. La carta que Erlend y sus amigos mandaron a la duquesa en primavera, cuyo borrador ha visto alguien, no está aún en sus manos, pero pueden obligar a la dama a que se la entregue… con amenazas. No obstante, no han encontrado ningún borrador. Pero, por la respuesta y por la carta de Aage Laurisen que le quitaron a Borgar Trondssoen de Veoey, parece seguro que hubiera recibido una carta de Erlend y de los hombres que se comprometieron a seguirle. Parece claro que ella siempre temió mandar al joven gentilhombre Haakon a Noruega, pero le hicieron ver que, fuera cual fuera el desenlace del asunto, el rey Magnus no podía hacer el menor daño al niño: era su propio hermano. Si Haakon Knutssoen no ganaba el trono de Noruega, su situación no variaría, pero aquellos hombres estaban dispuestos a sacrificar sus vidas y sus bienes para colocarlo en el trono.

Cristina permaneció buen rato silenciosa.

—Comprendo —dijo al fin—. Son cosas mucho más importantes que las que hubo entre Micer Erling y los hijos de Haftor y el rey.

—Sí —contestó Gunnulf con voz apagada—. Se trataba, para Erlend y Haftor Olavssoen, de hacerse a la mar hacia Bjoergvin. Pero en realidad debían ir hacia Kalundborg y traer con ellos a Noruega al joven Haakon, mientras que el rey Magnus está en el extranjero…

Poco después el fraile prosiguió:

—Hará pronto cien años desde que uno de los grandes de Noruega hizo una tentativa semejante y trató de sentar en el trono a un enemigo del rey…

Cristina abrió los ojos, Gunnulf no podía ver su rostro.

—Sí. Los últimos en arriesgarse a un juego así fueron los antepasados de Erlend y los tuyos. Aquella vez, mis parientes de la familia Gjesling estaban de parte del rey Skule —murmuró pensativa.

Tropezó con la mirada inquisidora de Gunnulf y continuó apasionadamente:

—No soy más que una simple mujer, Gunnulf; he prestado poca atención a lo que se decía cuando mi marido hablaba de estas cosas con otros hombres; me negaba a escucharle cuando quería hablarme de ello. ¡Que Dios me ayude! No me sentía capaz de comprender cosas tan graves. Pero por torpe que sea, sin más aptitudes que para gobernar la casa y criar a mis hijos, sé de todos modos que la justicia tenía demasiado camino que recorrer para que una cosa así llegara a oídos del rey y volviera a nuestro país; también he comprendido que los humildes de nuestro país disfrutan de menos comodidades y que las condiciones de vida son más difíciles ahora que cuando yo era niña y el difunto rey Haakon era nuestro soberano. Mi marido —respiró profundamente varias veces, como sin aliento—, mi marido había emprendido una cosa tan grande que ninguno de los otros jefes de este país se hubiera atrevido a iniciarla siquiera, ahora lo veo…

—Es cierto —el fraile unió las manos y su voz se convirtió en un simple murmullo.

—¡Una cosa tan grande! Muchos le achacan el haber provocado su fracaso…

Cristina lanzó un grito y se levantó. En este movimiento apasionado, el dolor que sintió en los pechos y brazos hizo que el sudor empapara su cuerpo. Exaltada y febril se volvió hacia el fraile y le gritó con fuerza:

—¡No es Erlend el responsable…, es esa pandilla…, eso ha sido su desgracia…!

Se arrodilló con la cabeza inclinada, las manos apoyadas en el banco; luego levantó hacia el fraile su rostro enrojecido y desesperado:

—Tú y yo, Gunnulf, tú, su hermano, y yo, su esposa desde hace trece años, no debemos censurar a Erlend ahora que es un pobre prisionero, y que tal vez peligra su vida…

El rostro de Gunnulf se estremecía. Miró a la mujer postrada:

—¡Que Dios te pague, Cristina, el haber aceptado esto así! —De nuevo se retorció las manos descarnadas—. ¡Dios… que Dios conserve a Erlend la vida y en tales condiciones que pueda recompensarte tu fidelidad! ¡Que Dios aparte de ti y de tus hijos esta desgracia, Cristina!

—¡No hables así! —gritó irguiéndose pero sin levantarse y mirando al fraile a los ojos—. No ha sido un bien, Gunnulf, que te ocuparas de mis asuntos y de los de Erlend. ¡Nadie lo ha juzgado más duramente que tú… tú, su hermano y servidor de Dios!

—Jamás he juzgado a Erlend con más rudeza de la que merecía —el pálido rostro había palidecido aún más—. Jamás he querido a nadie en esta tierra como a él. Por ello, sin duda, cuando Erlend se portaba mal contigo, sufría como si sus pecados hubieran sido míos y debiera expiarlos yo. Luego está Husaby. Sólo Erlend iba a dar continuidad a la familia que es también la mía. Dejé en sus manos la mayor parte de mi herencia paterna. Tus hijos son los hombres que, por su sangre, están más cerca de mí…

—Erlend no se ha portado mal conmigo. Yo no era mejor con él. ¿Por qué me hablas así, Gunnulf? Jamás has sido mi confesor. Sira Eiliv no censuraba a mi marido delante de mí; era a mí sólo a la que recriminaba los pecados cuando iba a quejarme a él de las dificultades con que tropezaba. Era mejor sacerdote que tú; fue el que Dios me dio por confesor, ordenándome que le escuchara y jamás me dijo que hubiera soportado una injusticia. ¡Sólo quiero escucharle a él!

Gunnulf se puso en pie al mismo tiempo que ella. Pálido y estremecido murmuró:

—Tienes razón. Es a Sira Eiliv a quien debes escuchar…

Ya se iba a marchar cuando Cristina lo retuvo por la mano:

—¡No! ¡No me dejes así! Me acuerdo, Gunnulf… Me acuerdo de que fui tu invitada en esta casa, cuando era tuya, y fuiste bueno conmigo… Me acuerdo de la primera vez que te vi, me debatía entre el dolor y la angustia; recuerdo qué me dijiste para excusar a Erlend; tú no podías saber. Me suplicaste en nombre de mi vida, en nombre de la vida de mi hijo. Sé que deseabas nuestra felicidad, que quieres de verdad a Erlend.

»No hables con dureza de Erlend, Gunnulf. ¿Quién de nosotros es puro ante Dios? Mi padre sintió afecto por él, nuestros hijos aman a su padre. Acuérdate: me encontró débil y fácil de seducir y, sin embargo, me dio una vida de honor y comodidades. ¡Ah, qué hermoso es Husaby! La última noche antes de mi marcha, era todo muy bello. La puesta de sol fue espléndida aquel atardecer. Hemos vivido muchos días felices, Erlend y yo. Pase lo que pase, pase lo que pase, es mi marido… mi marido al que amo…

Gunnulf se apoyó con las dos manos sobre el cayado de que se servía siempre ahora cuando salía de su claustro.

—Cristina… No edifiques sobre el resplandor de la puesta del sol ni sobre el amor… que guardas como recuerdo, ahora que temes por su vida…

»Me acuerdo de cuando yo era joven…, un simple diácono. Gudbjoerg, que se casó con Alf de Uvaasen, servía en Siheim; fue acusada de haber robado un anillo de oro. Quedó demostrado que era inocente, pero la vergüenza y el miedo habían turbado de tal modo su espíritu que el diablo se apoderó de ella; bajó al lago y quiso ahogarse en él. Más tarde nos aseguró que en aquel momento el mundo le pareció espléndido con sus tonos rojos y dorados; el agua brillaba y le parecía que iba a ser dulce y vivificadora, pero cuando hubo entrado y le llegó a la cintura, empezó a invocar el nombre de Jesús y a santiguarse; entonces el mundo se volvió gris, el agua helada y se dio cuenta de dónde iba a arrastrarla su intención…

—Bueno, me callaré —dijo Cristina con voz sorda; permaneció erguida, más bien, envarada—. Si creyera que iba a ser capaz de traicionar a mi dueño cuando está en desgracia, no sería en nombre de Cristo, sino en el de Satán…

—Yo no pensaba en eso; pensaba… ¡Que Dios te ampare, Cristina; que te dé fuerzas para soportar con alma amante la falta de tu marido!

—Ya ves que es lo que hago —contestó Cristina.

Gunnulf, pálido y tembloroso, se apartó de ella. Se cogió la cabeza con las manos:

—Quiero irme a casa. Allí podré, con más facilidad… podré más fácilmente ordenar mis ideas…, hacer lo que esté en mi mano por Erlend y por ti. ¡Dios… Dios y todos los santos quieran asegurar la vida y la salvación de mi hermano! ¡Ah, Cristina, no creas que no quiero a Erlend!

Pero cuando se hubo ido, Cristina tuvo la impresión de que todo se había agravado. No quiso a ninguno de sus criados en la estancia donde andaba de un lado a otro, retorciéndose las manos y gimiendo. Era ya muy entrada la noche cuando unos jinetes entraron en el patio. La puerta de la casa se abrió; un hombre alto y fuerte con manto de viaje apareció en la penumbra del atardecer y se le acercó haciendo resonar sus espuelas y arrastrando la espada. Al reconocer a Simón Andressoen, se echó a llorar y corrió hacia él con los brazos abiertos, pero lanzó un grito de dolor cuando él la estrechó con fuerza…

Simón la soltó. Ella se quedó con las manos sobre sus hombros y la frente apoyada en su pecho, sollozando sin cesar. La sostuvo por la cintura diciendo:

—¡Por el amor de Dios, Cristina! —Notó un alivio al oír aquella voz seca y cálida, en el olor viril que emanaba de él, sudor, polvo de los grandes caminos, caballo, manto de cuero—. ¡En el nombre de Dios, Cristina; es demasiado pronto para perder el valor y la esperanza! Encontraremos un medio, puedes creerlo…

Rápidamente se rehízo lo bastante para rogarle que la excusara. Se encontraba en aquel lamentable estado porque había dejado de dar el pecho, bruscamente, al más joven de sus hijos.

Simón se enteró de lo que había ocurrido en aquellos tres días. Llamó a la sirvienta de Cristina y le preguntó si no había en la casa mujeres capaces de comprender lo que necesitaba su ama. Pero la sirvienta era una joven sin experiencia y el guardián de la casa de Erlend en la ciudad era viudo con dos hijas solteras. Simón mandó entonces un hombre a la ciudad en busca de una mujer médico y rogó a Cristina que se acostara. Cuando estuviera más aliviada, entraría para hablar con ella.

Mientras esperaban al médico, Simón y su criado comieron algo en aquella estancia. Sin embargo, Simón seguía hablando con Cristina que se desvestía en su cuarto. Pues bien: había salido a caballo hacia el norte tan pronto se había enterado de lo ocurrido en Sundbu. Él se había ido por un lado, Ramborg por el otro, para estar junto a las mujeres de Ivar y de Borgar. Habían conducido a Ivar al fuerte de Mjoes, pero dejaron a Haavard en libertad después de haberle hecho prometer, no obstante, que no abandonaría el país. Se decía que Borgar y Guttorm habían tenido la suerte de escapar… Jon de Langarbru se había ido a caballo hacia Raumsdal para obtener noticias y le mandaría un mensaje aquí. Simón había estado a mediodía en Husaby, pero por poco rato. Los niños estaban bien, pero Naakkve y Bjoergulf le habían suplicado que se los llevara con él.

Cristina encontró la calma y el reposo cuando Simón se sentó a su lado, avanzada la velada, al borde de la cama. Estaba sumida en la dulce fatiga que sucede a los grandes sufrimientos y contemplaba el rostro grave, tostado, de su cuñado y sus ojillos vivos. Le había llegado un gran apoyo. Simón se puso serio cuando se enteró de los detalles, pero no por ello dejó de prodigarle palabras de consuelo.

Cristina se fijó en el cinturón de piel de alce ciñendo su grueso talle. El gran broche de cuero, plano, recubierto de plata, sin más adorno que una A y una M caladas que significaban Ave María, el largo puñal con incrustaciones de plata dorada y cristales de roca tallados engarzados en el mango, el pequeño cuchillo de mesa de mango de asta, resquebrajado, reparado con un hilo de cobre, todo ello formaba parte del equipo de su padre, el de todos los días, desde que ella era niña. Recordaba en qué circunstancias Simón lo había recibido. Poco antes de morir, su padre había querido darle a Simón su cinturón dorado de ceremonia, y plata para que su yerno mandara hacerse tantos medallones como quisiera. Pero Simón había pedido este regalo y al decir Lavrans que era un mal negocio, Simón repuso que, en todo caso, el puñal era una pieza de precio. «Sí, y también el cuchillo», había dicho Ragnfrid sonriendo y los hombres rieron diciendo: «Sí, sí, el cuchillo». A propósito del cuchillo el padre y la madre habían tenido interminables disputas. Ragnfrid se indignaba todos los días al ver aquel miserable y mal cuchillo en el cinturón de su marido. Pero Lavrans juraba que jamás conseguiría separarlos a él y a su cuchillo.

—Jamás lo he sacado contra ti, Ragnfrid, y no se puede encontrar en toda Noruega un cuchillo más perfecto para cortar mantequilla… cuando está tibia…

Cristina pidió que se lo dejara ver y lo guardó un momento en sus manos.

—Este cuchillo, me hubiera gustado que fuera mío —dijo en voz baja y contenida.

—Me lo figuro… Soy feliz poseyéndolo; no lo vendería ni por veinte marcos.

Le cogió la muñeca riendo y le quitó el cuchillo. Simón tenía las manos gordezuelas, agradables al tacto, calientes y secas.

Poco después le dio las buenas noches, cogió la luz y entró en la sala grande. Cristina le oyó arrodillarse ante la cruz, levantarse, dejar caer las botas en el suelo. Un momento más tarde subía pesadamente a la cama colocada contra la pared del norte. Luego, Cristina se sumió en un sueño infinitamente profundo y dulce.

Se despertó a la mañana siguiente, tarde. Simón Andressoen había salido hacía muchas horas y los criados le rogaron de su parte que no se moviera de casa.

Volvió después de las tres de la tarde y dijo en seguida:

—Tengo que saludarte de parte de Erlend, Cristina. He podido hablar con él.

Se fijó en el rostro de Cristina, en cómo se volvía joven, dulce, animado de tierna angustia. Mientras le hablaba le cogió la mano. Erlend y él no habían podido decirse gran cosa porque el hombre que había acompañado a Simón junto al prisionero no se había movido en todo el tiempo. Era el juez Olav quien le había conseguido la entrevista a Simón, porque habían sido cuñados en vida de Halfrid. Erlend mandaba a Cristina y a los niños afectuosos recuerdos; había hecho muchas preguntas sobre todos ellos, pero sobre todo, respecto a Gaute. Simón estaba convencido de que, dentro de pocos días, se autorizaría a Cristina a que viera a su marido. Erlend parecía tranquilo y lleno de valor.

—Si hoy hubiera salido contigo, sin duda habría podido verle yo también —murmuró Cristina.

Simón no lo creía así. Le había visto porque iba solo.

—Ahora, seguramente te será más fácil verle, Cristina, en especial después de haberlo hecho alguien antes que tú.

Erlend estaba en una estancia de la torre de levante, con vistas al río. Era uno de los cuartos de los señores, aunque fuera exiguo. Ulf Haldorssoen debía estar en una mazmorra. Hatfor en otra estancia.

Con prudencia y circunspección, calculando lo que Cristina tenía fuerzas para soportar, Simón fue contando lo que había oído en la ciudad. Cuando vio que ella se daba perfectamente cuenta, no disimuló que a él también le parecía una cosa grave. Pero todos aquellos con quienes había hablado decían que creían imposible que Erlend hubiera tenido el valor de preparar semejante empresa y llevarla hasta donde la había llevado sin estar seguro de contar con la mayor parte de los caballeros y sus hombres. Y como los señores descontentos formaban un grupo muy poderoso, no era fácil que el rey se arriesgara a tomar medidas rigurosas contra su jefe; se buscaría posiblemente un medio para hacer las paces con Erlend.

Cristina preguntó en voz baja:

—¿Y cuál es el papel de Erling Vidkunssoen en este asunto?

—Me parece que mucha gente pagaría por saberlo. —Había una cosa que no le dijo a Cristina como tampoco se la había dicho a los hombres con los que había hablado: según él, era poco probable que detrás de Erlend hubiera un grupo de hombres que se hubieran comprometido a arriesgar sus vidas y haciendas para sostenerlo en una acción tan peligrosa; difícilmente lo habrían elegido como jefe; todos sus pares sabían que no podían confiar en él. Era, desde luego, pariente de Dama Ingebjoerg y del pretendiente a la corona; durante los últimos años había disfrutado de cierta autoridad y buena reputación; no carecía del todo de experiencia en las cosas guerreras como muchos de los hombres de su edad, y pasaba por saber ganar para su causa a los soldados, así como mandarlos; y aunque tantas veces se hubiera portado de un modo absurdo era, no obstante, capaz de moderar sus palabras de modo decente y razonable, tanto que uno se sentía inclinado a creer que las pérdidas sufridas habían acabado por hacerle ser prudente a última hora. Simón pensaba que los otros, al conocer el proyecto de Erlend, le habían empujado hacia adelante, pero le sorprendería saber que se hubieran comprometido con promesas tan firmes que no pudieran abandonar la partida dejando a Erlend con todo el peso sobre sus hombros.

Simón tenía la impresión de que el propio Erlend no esperaba otra cosa y que parecía haber comprendido que pagaría cara su temeridad. «Cuando las vacas caen en el pantano, sus propietarios tienen que sacarlas por el rabo», decía sonriendo. Por lo demás, poca cosa había podido decir delante de un tercero.

Simón era el primer sorprendido de que su entrevista con su cuñado le hubiera impresionado tanto. Pero en aquella estancia pequeña de la torre, donde Erlend le había invitado a sentarse sobre la cama (una cama que iba de un extremo a otro de la estancia y llenaba la mitad del espacio), la figura erguida y esbelta de Erlend se recortaba sobre la pequeña abertura practicada en el muro. Erlend completamente tranquilo, los ojos claros, inaccesible al temor como a la esperanza; era un hombre vigoroso, reposado, viril, desde que todas las agobiantes redes de los impulsos amorosos y de hechizos femeninos habían sido barridas. Sin embargo, eran las mujeres y el amor lo que lo habían conducido allí, junto con todos sus audaces planes destruidos antes que fueran puestos en marcha. Pero Erlend no parecía pensar en aquello. Era como un hombre que, habiéndose arriesgado al juego más atrevido, pierde y sabe soportar la derrota con un corazón fuerte y firme.

Su agradecimiento, sorprendido y alegre al ver a su cuñado, le favorecía. Simón le había dicho:

—¿No te acuerdas, Erlend, de la noche en que velamos juntos a tu suegro? Nos dimos la mano y Lavrans puso la suya encima. Nos prometimos, y le prometimos, que seríamos siempre como dos hermanos.

—Sí —y una sonrisa había iluminado el rostro de Erlend—. Sí, Lavrans no debía pensar que tú necesitaras nunca mi ayuda.

—Lo más probable —contestó Simón— es que se dijera que tú, con tu situación, podrías llegar a ser un apoyo para mí, en lugar de tener necesidad de recibir mi ayuda.

—Lavrans era un sabio, Simón. Y aunque parezca sorprendente, sé que me tenía afecto.

Simón había pensado: «Es cierto, ¡Dios sabe lo raro que me parece!». Pero él mismo, a despecho de todo lo que sabía de Erlend y de todo lo que Erlend le había hecho, no podía evitar sentir cierto afecto fraternal por el marido de Cristina. Después, Erlend le había pedido noticias de su esposa.

Simón le contó cómo la habían encontrado, enferma y llena de ansiedad por su marido. Olav Hermanssoen había prometido intervenir para que ella pudiera ir a verle tan pronto regresara Micer Baard.

—¡Pero no antes de que esté bien del todo! —Rogó Erlend vivamente, preocupado. Un extraño rubor, como de jovencita, había cubierto su rostro moreno sin afeitar—. Es lo único que temo, Simón. No podría soportarlo si la viera enferma.

Pero, un poco más tarde, aparentemente tranquilo como antes, añadió:

—Ya sé que estarías fielmente a su lado si quedara viuda este año. Ella y los niños no serán pobres con la herencia recibida de Lavrans. Y cuando viva en Joerungaard, te tendrá muy cerca.

Al día siguiente de la Natividad de la Virgen (8 de septiembre), el gran senescal, Micer Ivar Ogmundssoen, llegó a Nidaros. Se nombró un tribunal de doce fieles vasallos del rey, naturales de Nordenfjeld, que debían juzgar en el proceso de Erlend Nikulaussoen.

Micer Finn Ogmundssoen, hermano del senescal, fue elegido para pronunciar las conclusiones fiscales.

Sin embargo, durante el verano, ocurrió que Haftor Olavssoen de Godoey se mató con el puñal que cada prisionero tenía derecho a conservar para cortar sus alimentos. El encarcelamiento había causado tal efecto sobre Haftor que había perdido a medias la razón. Al enterarse de la noticia, Erlend dijo a Simón que ya no había que temer que Haftor hablara. Pero no por ello estaba menos impresionado.

Poco a poco ocurrió que el guardián se ausentaba de vez en cuando, mientras Simón o Cristina estaban con Erlend. Ambos comprendían y comentaban que la primera y última intención de Erlend era salir de aquel proceso sin que sus cómplices fueran descubiertos. Se lo dijo así, claramente, un día a Simón; había prometido a los que habían conspirado con él que «sostendría la cuerda de tal modo que sería él y nadie más que él quien recibiría el golpe en sus dedos si las cosas se ponían mal» y «hasta ahora jamás he traicionado a nadie que hubiera puesto en mí su confianza». Simón le miró; los ojos de Erlend eran azules y claros; no cabía duda de que Erlend decía esto con la mayor buena fe.

Los delegados del rey tampoco habían conseguido descubrir a los cómplices de Erlend, excepto los hermanos Greip y Torvald Toressoen, de Moere; estos simularon ignorar que Erlend tuviera otros planes que obligar a la duquesa a que hiciera educar en Noruega al joven gentilhombre Haakon Knutssoen. Luego, los jefes harían ver al rey Magnus que sería ventajoso para sus dos reinos que diera a su hermanastro el título de rey de Noruega.

Borgar y Guttorm Trondssoenner habían tenido la suerte de escapar de la casa real de Veoey; nadie se lo explicaba, pero la gente adivinaba que Borgar había sido ayudado por una mujer; era muy guapo y conquistador. Ivar, de Sundbu, seguía en el fuerte de Mjoe. En cuanto al joven Haavard parecía como si los hermanos lo hubieran mantenido al margen de sus deliberaciones.

Al mismo tiempo que el Tribunal se reunía en la casa real, el arzobispo tenía un concilio en su castillo. Simón tenía muchos conocidos y amigos; así podía traer noticias a Cristina. Todo el mundo pensaba que Erlend sería condenado al destierro y a la confiscación de sus bienes por el rey. Erlend decía también que probablemente sería así. Estaba animado; tenía intención de refugiarse en Dinamarca. Teniendo en cuenta el estado de cosas en Noruega, siempre habría un camino abierto para un hombre resuelto y acostumbrado a las armas, y Dama Ingebjoerg acogería sin duda a su esposa como a una pariente y la tendría a su lado con honor. Simón se encargaría de los niños, pero Erlend preferiría llevar con él a los dos mayores.

Cristina no había salido ni un solo día de la ciudad durante todo aquel período y no había visto a sus hijos, excepto a Naakkve y Bjoergulf que habían venido un día solos, a caballo. La madre los retuvo unos días, pero los envió después a Raasvold donde Dama Gunna cuidaba a los pequeños.

Erlend deseaba que se hiciera así. Cristina temía las ideas que la asaltarían si veía continuamente a sus hijos junto a ella, oyendo sus preguntas y tratando de explicarles lo que estaba ocurriendo. Luchaba por alejar los pensamientos y recuerdos de los años de matrimonio pasados en Husaby. Habían sido tan fecundos que le parecían ahora un gran descanso; lo mismo que una gran calma se desprende de las olas del mar si se miran desde lo alto de un promontorio. Las olas que se persiguen una a otra son un símbolo de unidad y eternidad; así la vida había impelido su oleaje en la extensión de su alma durante aquellos largos años.

Se hallaba nuevamente en una situación análoga a la de sus años mozos, cuando había hecho prevalecer su voluntad de pertenecer a Erlend contra todo y contra todos. De nuevo, su vida volvía a estar hecha de espera de los momentos en que podía ver a su marido, sentada a su lado sobre la cama del cuarto de la torre de la casa real, hablando con él con voz tranquila, pausada; a veces se quedaban solos un minuto: se echaban entonces en brazos uno del otro con un beso ardiente e interminable y un abrazo salvaje, como si fuera un adiós…

Pasaban horas y más horas en la iglesia de Cristo. Permanecía de rodillas, con los ojos fijos en el relicario dorado de San Olav detrás de las verjas del coro. «Señor, soy su esposa. Señor, le he sido fiel cuando era suya en el pecado y en el mal. Por la misericordia de Dios, los dos seres indignos que éramos, fuimos unidos por el sacramento del matrimonio. Marcados por el hierro candente del pecado, aplastados por el peso del pecado, nos presentamos juntos ante la puerta de la casa de Dios y juntos recibimos el cuerpo del Señor de manos del sacerdote. ¿Puedo quejarme ahora si Dios pone a prueba mi fe, puedo pensar en otra cosa que en repetirme que soy su esposa y que él es mi esposo, en tanto vivamos los dos…?».

El jueves antes de San Miguel, la corte de justicia se reunió y se pronunció el resultado del juicio contra Erlend Nikulaussoen.

Fue reconocido culpable de traición al rey Magnus, al país y a los vasallos del rey, de haber querido provocar un levantamiento en el país contra el rey e introducir en Noruega un ejército de mercenarios. Refiriéndose a otros precedentes, en asuntos de esta índole, los jueces declararon que Erlend Nikulaussoen había traicionado al rey Magnus.

Arne Gjaavaldssoen fue a visitar a Simón Darre y Cristina Lavransdatter a la casa de Nidaros. Había asistido a la sesión.

Erlend no había intentado refutar la acusación. Con claridad y firmeza había confesado su propósito; había querido obligar al rey Magnus Eirikssoen a dar la soberanía de Noruega a su joven hermano, el gentilhombre Haakon Knutssoen Porse. Arne era del parecer que Erlend había hablado maravillosamente. Había puesto de relieve las grandes dificultades que tenían que soportar los campesinos por el hecho de que, en aquellos últimos años, el rey no había vivido apenas en Noruega y había mostrado siempre repugnancia a nombrar regentes capaces de administrar justicia y ejercer la autoridad real. Teniendo en cuenta la empresa de Scania y la prodigalidad e incompetencia en asuntos financieros de que habían dado pruebas los hombres a quien más caso hacía, el pueblo se veía expuesto a impuestos injustos y a la miseria, indefenso ante nuevas exigencias de ayuda y contribuciones extraordinarias. Como los caballeros y los hombres de armas noruegos tenían menos derechos y libertades que sus iguales de Suecia, los primeros rivalizaban difícilmente con los segundos y era natural que el joven e imprudente señor Magnus Eirikssoen escuchara más y prefiriera a sus nobles suecos, por disponer estos de muchas más riquezas y posibilidades de sostenerlo con hombres armados y bregados en el oficio de la guerra, en cualquier momento y circunstancias…

Él y sus amigos conjurados tenían la impresión de conocer bien el estado de ánimo de la mayor parte de la población, de criados y señores, campesinos y gente de ciudad del norte al oeste de Noruega, para tener la completa seguridad de que serían seguidos cuando presentaran un pretendiente, pariente tan próximo de nuestro querido señor, el difunto rey Haakon, como del que tenemos ahora. Era, pues, obvio que la población se uniría para obligar al rey Magnus a dejar que su hermano subiera al trono.

El joven Haakon juraría mantener paz y relaciones fraternales con Micer Magnus, aseguraría a Noruega sus viejas fronteras nacionales, defendería los derechos de la Iglesia de Dios, las leyes y costumbres del país, según las antiguas tradiciones, los privilegios y libertades de los campesinos y de los ciudadanos, pero también impediría la intrusión de extranjeros en el reino. Este era el designio al que había pensado someter al rey Magnus con medios pacíficos. Por lo demás, una de las prerrogativas de los campesinos y jefes noruegos era la de destituir a un rey que intentara reinar violando las leyes.

Respecto al viaje de Ulf Saksessoen a Inglaterra y Escocia, Erlend había dicho que su propósito había sido únicamente ganarse la simpatía de estos países para el señor Haakon en el caso de que Dios nos concediera el tenerlo por rey. No habían participado con él en esta empresa más noruegos que Haftor Olavssoen, que Dios guarde su alma, sus cuñados, los tres hijos de Trond Gjesling de Sundbu y Greip y Torvald Toressoen, de la familia de Hatteberg.

Arne Gjaavaldssoen decía que las palabras de Erlend habían causado una gran impresión. Pero luego, para terminar, había añadido que habían creído verse apoyados por hombres de la Iglesia y había recordado los antiguos rumores de los años de la adolescencia de Magnus, y, en opinión de Arne, aquello había sido una torpeza. El representante del arzobispo había protestado vivamente; el arzobispo Paul Baardssoen, lo mismo cuando era canciller que ahora, había sentido gran afecto hacia el rey Magnus por sus sentimientos piadosos. La gente prefería olvidar los rumores que habían corrido sobre el rey, además ahora iba a contraer matrimonio con la hija del conde de Namur; si hubiera habido algo de verdad en aquellos chismes, Magnus Eirikssoen se habría apartado de ese proyecto.

Arne Gjaavaldssoen había demostrado gran amistad a Simón Andressoen durante la estancia de este en Nidaros. Fue también Arne el que indicó a Simón que Erlend podía recurrir contra este fallo por vicio de forma. Según el texto de la ley, la acción contra Erlend debía haber sido entablada por uno de sus pares; ahora bien, Finn de Hestboe era caballero y Erlend escudero. Era, pues, de esperar que se celebrara un nuevo juicio; Erlend no podía ser condenado a una pena más severa que la de destierro.

En cuanto a la declaración de Erlend sobre el gobierno que, a su entender, sería útil para el país, había sido escuchada atentamente. Todos sabían a dónde había que ir a buscar el hombre que, sin duda, se haría gustosamente cargo del gobierno para dirigir la barca mientras el rey fuera menor de edad. Arne hundía los dedos en su barba gris mientras observaba a Simón de reojo.

—No se ha oído hablar de él, ¿acaso no acudieron a él el verano pasado? —preguntó Simón siempre en voz baja.

—No. Dice que ha caído en desgracia y que está al margen de todo esto. Hace años que se obstina en quedarse en casa todo el tiempo, escuchando las charlas de Dama Eline. Dicen que sus hijas son tan hermosas y tan tontas como su madre.

Erlend escuchó su condena con aire tranquilo e imperturbable y había saludado a los señores de la corte de justicia con la misma cortesía, la misma soltura, y la misma elegancia cuando se lo llevaron que cuando entró. Estaba tranquilo y decidido en el momento en que Cristina y Simón pudieron hablar con él al día siguiente. Arne Gjaavaldssoen los acompañaba y Erlend dijo que quería seguir el consejo de Arne:

—Nunca, hasta ahora, he podido llevar a Cristina conmigo a Dinamarca —dijo pasando el brazo por el talle de su esposa—. ¡Y he tenido siempre tantas ganas de recorrer el mundo con ella!

Un estremecimiento pasó por su rostro y, de pronto, besó apasionadamente la pálida mejilla de Cristina, sin tener en cuenta a los dos hombres que miraban.

Simón Andressoen salió hacia Husaby para preparar el traslado de los muebles de Cristina a Joerungaard. También le aconsejó que enviara los niños al Gudbrandsdal al mismo tiempo.

Cristina dijo:

—Mis hijos no abandonarán la granja de su padre a menos que se les eche de ella.

—Yo no esperaría tanto en tu lugar —aconsejó Simón—. Son tan jóvenes que no pueden darse exactamente cuenta de todo este asunto. Sería mejor que les hicieras dejar Husaby convencidos de que van sólo a pasar una temporada junto a su tía para conocer la herencia de su madre en el valle.

Erlend dio la razón a Simón. Convinieron, no obstante, que sólo Ivar y Skule se irían con su tío hacia el sur. Cristina no se atrevía a mandar a los dos pequeños tan lejos de ella. Cuando le habían traído a Lavrans y Munan a su casa de Nidaros y había visto que el más pequeño no la reconocía, se le destrozó el corazón. Simón no la había visto derramar una sola lágrima desde su llegada a Nidaros. Ahora lloraba sin cesar por Munan que, mientras su madre lo estrechaba contra su pecho, se resistía, gemía y reclamaba a su nodriza; también lloraba por Lavrans, que se había encaramado sobre sus rodillas y que al verla llorar lloraba a su vez. Se quedó con los pequeños; en cuanto a Gaute, que no quería irse con Simón, encontró poco razonable mandar lejos a este niño que llevaba una carga excesivamente pesada para su edad.

Sira Eiliv había acompañado a los niños a la ciudad. Había pedido al arzobispo un permiso para alejarse temporalmente de su iglesia y una autorización para visitar a su hermano en Tautra; permisos que el capellán de Erlend Nikulaussoen había obtenido fácilmente. Creía también que Cristina no podía quedarse en la ciudad con tantos niños que cuidar y le ofreció llevarse al convento a Naakkve y Bjoergulf.

La tarde anterior a la marcha del sacerdote y de los niños, Simón ya se había ido con los gemelos, Cristina se confesó al hombre bueno, de corazón limpio que durante todos aquellos años había sido su padre espiritual. Permanecieron juntos varias horas y Sira Eiliv le recomendó que fuera humilde y sumisa a Dios, paciente, fiel y amante de su esposo. Estaba de rodillas al lado del banco donde se sentaba el sacerdote; entonces Sira Eiliv se puso en pie, se arrodilló a su lado sin despojarse de la estola roja, símbolo del yugo del amor de Cristo y rezó larga y ardientemente sin pronunciar. Pero Cristina sabía que rezaba por el padre, la madre y los hijos, por toda aquella familia cuya salud moral se había esforzado por conservar en buen estado durante todos esos años.

Al día siguiente, Cristina se hallaba en la embocadura del Bratoeren mirando cómo los hermanos legos de Tautra izaban la vela del barco que se llevaba al sacerdote y a sus dos hijos mayores. En el camino de vuelta entró en la iglesia de los franciscanos y se quedó allí hasta que se creyó lo bastante fuerte para atreverse a regresar a su casa. Y por la noche, cuando los dos pequeños estuvieron dormidos, se sentó a hilar hablando con Gaute hasta que llegara también para él la hora de acostarse.