4

Ni en primavera ni en verano se vio mucho al amo de casa en Husaby. Cuando venía a la granja, su mujer y él se trataban con cortesía. Erlend no intentó, de ningún modo, derribar el muro que se alzaba entre ellos, aunque la mirara inquisitivamente con frecuencia. También parecía tener muchas preocupaciones ajenas a su hogar. Jamás hizo la menor pregunta relativa a la explotación de la granja.

Así se lo hizo observar su esposa cuando, poco después de la fiesta de la Exaltación de la Cruz (14 de septiembre), él le pidió que le acompañara a Raumsdal. Tenía trabajo en Oplandene. ¿No querría llevarse consigo a los niños a pasar una temporada en Joerungaard y visitar a sus amigos y parientes del valle? Pero Cristina no aceptó a ningún precio.

Fue a Nidaros para la sesión del tribunal de justicia, y luego a Orkedal; después regresó a Husaby, pero inmediatamente estuvo sumamente ocupado con los preparativos de un viaje hacia Bjoergvin. La sirena estaba fondeada en Nidarholm, y Erlend esperaba solamente a Haftor Graut, en cuya compañía iba a hacerse a la vela.

Trece días antes de Santa Margarita (20 de julio) empezaron a segar el heno en Husaby. El tiempo era espléndido y cuando los segadores regresaron a los prados después del desayuno, Olav, primer criado, quiso que los niños fueran también.

Cristina se hallaba en el almacén de ropa de vestir, en el segundo piso del granero de los caballeros. La casa estaba construida de tal modo que una escalera exterior conducía a dicha estancia, rodeada, por fuera, de una galería; pero el tercer piso formaba saliente y para subir allí desde el almacén había que levantar una trampa y utilizar una escalera de mano.

Cristina sacó la pelliza que Erlend quería llevar durante el viaje por mar y la sacudió en la galería. De pronto llamó su atención el ruido del galope de un nutrido grupo de jinetes y, al mismo tiempo, los vio salir del bosque y seguir el camino de Gauldal. Al instante, Erlend estuvo a su lado.

—¿No dijiste, Cristina, que esta mañana habían apagado el fuego del pabellón de la cocina?

—Sí. Esta mañana Gudrid volcó la marmita. Tendremos que ir a pedir fuego a Sira Eiliv.

Erlend miró en dirección a la casa del sacerdote.

—No, no quiero mezclarlo en este asunto. ¡Gaute! —llamó a media voz al pequeño, que andaba por debajo de la galería y levantaba los rastrillos uno tras otro, sopesándolos, sin la menor gana de ir a recoger heno—. Ven a la escalera; no te acerques más; de lo contrario, podrían verte.

Cristina miraba fijamente a su marido. Jamás lo había visto de aquel modo: una tranquilidad atenta y expectante en la voz y en la expresión, mientras vigilaba el camino hacia el sur, así como en toda su figura alta y ágil cuando entró corriendo en el desván y regresó al momento con un paquete plano envuelto en una tela cosida.

—Escóndelo en tu pecho y fíjate bien en lo que voy a decirte. Tienes que salvar estas cartas; se trata de cosas mucho más graves de lo que puedes comprender, Gaute mío. Coge tu rastrillo al hombro y baja tranquilamente por el campo hasta el bosque. Ya conoces el sitio. Métete por donde la espesura sea mayor a lo largo del camino hasta Skjoldvirkstad. Mira si todo está tranquilo en la granja. Si ves la menor agitación o si ves alguna persona desconocida, escóndete. Pero si tienes la seguridad de que no hay nada que temer, vete a dar esto a Ulf, si está en su casa. Si no puedes entregarle las cartas en propia mano, y siempre asegurándote de que no hay nadie por los alrededores, quémalas lo antes que puedas. Pero procura que no quede absolutamente nada, ni el menor rastro de escritura o de sello que pueda caer en manos de otro que no sea Ulf. ¡Que Dios nos ayude, pequeño! Estas son cosas importantes para confiarlas a un niño de diez años; están en juego la vida y la felicidad de muchas personas. ¿Comprendes la gravedad de todo esto, Gaute?

—Sí padre; he comprendido todo lo que me habéis dicho.

Gaute, al pie de la escalera, levantó su carita rubia y seria.

—Si Ulf no está en casa, di a Isak que debe irse a caballo directamente a Hevne viajando toda la noche, y que diga a los que él ya sabe que se ha levantado el viento contrario y que temo que mi viaje esté comprometido. ¿Comprendes?

—Sí, padre. Me acordaré de todo lo que me habéis dicho.

—Entonces, márchate ya. ¡Y que Dios te guarde, hijo mío!

Erlend volvió a subir corriendo hasta el granero de los caballeros y quiso hacer caer la trampa; pero Cristina estaba pasando. Esperó a que hubiera entrado, luego cerró y corrió hacia una caja de donde sacó unos documentos. Rompió los sellos y los pisoteó sobre el suelo; rompió en pedacitos los pergaminos, envolvió las llaves con ellos y lo tiró todo fuera por el ventanillo sobre un lecho de ortigas que crecían muy altas detrás del edificio. Con las manos apoyadas en el marco del ventanillo, siguió con la mirada al pequeño, que caminaba a lo largo del campo de trigo en dirección al prado donde los segadores del heno estaban trabajando en fila con hoces y rastrillos. Cuando Gaute hubo llegado al bosquecillo entre el campo y el prado, Erlend cerró la ventana. El ruido de cascos de caballos resonaba fuertemente, muy cerca de la granja.

Erlend se volvió a su mujer:

—Si puedes hacer que recojan lo que acabo de tirar, encarga de ello a Skule; es muy listo; dile que vaya a enterrarlo al estercolero detrás del establo. Sin duda te vigilarán y tal vez también a los niños. Pero, a buen seguro, no te registrarán —y al decirlo metió los restos de los sellos en el corpiño de Cristina—. Evidentemente son irreconocibles, pero…

—¿Corres peligro, Erlend? —preguntó Cristina tranquila.

Después de haberla mirado a los ojos, Erlend abrió los brazos y la estrechó con fuerza contra su pecho.

—No lo sé, Cristina. Lo sabremos en seguida. Tore Eindridessoen encabeza los jinetes y Micer Baard está a su lado, si no me equivoco. No creo que Tore venga aquí con buenas intenciones.

Los jinetes estaban ya en el patio. Erlend esperó un momento. Luego besó a su mujer, abrió la trampa y bajó corriendo. Cuando Cristina apareció en la galería, Erlend, en el patio, ayudaba a bajar del caballo al tesorero, viejo y pesado. Había lo menos una treintena de jinetes armados con Micer Baard y el juez del cantón de Gauldoela.

Mientras Cristina salía al patio, oyó decir a este:

—Tengo que saludarte de parte de tus cuñados, Erlend. Borgar y Guttorm son huéspedes del rey en Veoey y creo que Haftor Toressoen visita en este momento en Sundbu a Ivar y a su hijo. Grauten recibió ayer en su casa de Nidaros a Micer Baard.

—Y ahora vienes a invitarme a la misma asamblea de los gentilhombres del rey, si no me equivoco —añadió Erlend sonriendo.

—En efecto, Erlend.

—Y, sin duda, tenéis que hacer un registro en la granja. ¡Oh!, he tomado parte tantas veces en operaciones semejantes, que ya conozco el sistema.

—Pero nunca has tenido entre tus manos asuntos tan graves como un proceso por alta traición —dijo Tore.

—Hasta hoy, no —contestó Erlend—. Y tengo la impresión de que juego con las fichas negras y que has dado mate, Tore. ¿Verdad, primo?

—Necesitamos las cartas que has recibido de Dama Ingebjoerg Haakonsdatter —dijo Tore Eindridessoen.

—Están en el cofre cubierto de cuero rojo, arriba en la sala de los caballeros; en realidad, hay poca cosa: saludos de los que suelen intercambiarse los parientes que se tienen afecto, y todas son cartas viejas. Stein puede acompañaros arriba.

Los jinetes habían descabalgado y la gente de la granja se había ya congregado en el patio.

—Había mucho más en lo que encontramos en casa de Borgar Trondssoen —declaró Tore.

Erlend se puso a silbar.

—Podríamos entrar en la sala grande —dijo—. Aquí hay mucha gente.

Cristina siguió a los hombres hasta el vestíbulo. A una señal de Tore dos de los jinetes se unieron al grupo.

—Quítate la espada, Erlend —ordenó Tore de Gimsar, cuando hubieron llegado al vestíbulo—, en señal de que eres nuestro prisionero.

Erlend se golpeó los costados para demostrar que no llevaba más arma que el puñal al cinto. Pero Tore repitió:

—Entréganos tu espada en señal…

—¡Ah, ah! ¡Si me lo pedís con tanta gentileza!

Erlend sonrió. Fue a descolgar la espada del gancho que la sostenía, la cogió por la vaina y tendió la empuñadura a Tore Eindridessoen con una reverencia.

El viejo de Gimsar soltó la correa, sacó la espada de la vaina y pasó un dedo sobre la ranura.

—Es con esta espada, Erlend, con la que…

Una mirada acerada brilló en los ojos azules de Erlend y su boca no fue más que una línea apretada:

—Sí. Fue con esta espada con la que castigué a tu nieto cuando lo encontré con mi hija.

Tore permaneció quieto, con la espada en la mano; la miraba. Luego dijo en tono amenazador:

—Tú, que debías hacer respetar la ley, Erlend, hubieras te nido que saber que esta vez ibas demasiado lejos como para que la ley estuviera de tu parte.

Erlend echó la cabeza hacia atrás con un movimiento violento, apasionado.

—Hay una ley, Tore, que no puede ser abolida ni por los reyes ni por ninguna asamblea popular: es que un hombre defienda con la espada el honor de sus mujeres.

—Ha sido una suerte para ti, Erlend, que ningún hombre hiciera prevalecer esa ley contra ti —contestó venenosamente Tore de Gimsar—. De lo contrario, hubieras debido tener tantas vidas como un gato.

En tono irónico, lentamente, Erlend replicó:

—¿Es que este asunto no es lo bastante serio como para que no os parezca intempestivo mezclar viejas historias de mi juventud?

—No estoy seguro de que Baard de Lensviken opine que sean historias viejas.

Erlend se irguió y quiso contestar, pero Tore le gritó:

—Deberías asegurarte, Erlend, de que tus amantes no son lo suficientemente instruidas como para leer un escrito antes de acudir a una cita nocturna con cartas secretas en el cinto de tus calzones. Pregunta a Baard de dónde hemos sacado que has traicionado a tu rey, al que habías jurado fidelidad y que te entregó un feudo.

Involuntariamente Erlend se llevó la mano al pecho; miró un segundo a su mujer y una oleada de sangre tiñó su rostro. Entonces Cristina corrió hacia él y le echó los brazos al cuello. Erlend la miró a los ojos y sólo leyó amor en su expresión.

—¡Erlend… esposo mío!

El tesorero, que hasta entonces había observado un silencio casi absoluto, se dirigió hacia ellos y dijo dulcemente:

—Querida señora, quizás sería mejor que os fuerais con los niños y las sirvientas al pabellón de las mujeres y que permaneciérais allí mientras estemos en la granja.

Erlend soltó a su mujer con una última presión sobre sus hombros.

—Es mejor, Cristina mía; haz lo te pide Micer Baard.

Cristina se levantó sobre la punta de los pies y le ofreció sus labios. Luego salió al patio. Habiendo recogido a sus hijos y a las sirvientas, se fue con ellos a la casa pequeña. No había otro pabellón de mujeres en Husaby.

Durante varias horas permanecieron allí y la serenidad del ama, su firme compostura, trajeron algo de tranquilidad a las filas del asustado rebaño. Más tarde, Erlend entró, sin armas y en traje de viaje. Dos hombres esperaban en la puerta de abajo.

Erlend cogió la mano de sus hijos mayores y tomó en brazos a los más pequeños, mientras preguntaba dónde estaba Gaute.

—Tú le dirás adiós de mi parte, Naakkve. Anda, sin duda, por el bosque con su arco, según su costumbre. Dile que le permito usar mi ballesta inglesa, la que el domingo no le dejé tocar.

Cristina abrazó a su marido sin decir nada.

—¿Cuándo regresarás, Erlend, mi amor? —murmuró en tono suplicante.

—Cuándo Dios quiera, esposa mía.

No se movió de donde estaba, luchando por mantenerse firme. Erlend tenía la costumbre de hablarle y llamarla por su nombre de pila, y aquellas últimas palabras estremecieron las más íntimas fibras de su corazón. Tenía la impresión de no haber comprendido, hasta ahora, lo que había ocurrido.

A la caída de la tarde, Cristina estaba sentada en una loma, al norte de los pabellones de la granja.

Jamás hasta aquel día había visto el cielo tan rojo y dorado. Sobre la cuesta, frente a ella, había una gran nube; tenía la forma de un ala de pájaro, con incandescencias de hierro en la forja y luces semejantes al ámbar amarillo. Pequeños copos dorados que semejaban plumas parecían desprenderse de ella y flotar en el cielo. Abajo, sobre el lago, en el fondo del valle, se reflejaban las imágenes del cielo, de la nube y de la vertiente de la montaña. Se diría que de las profundidades subía la llama de un incendio que arrastraba todo lo que Cristina percibía.

La hierba de los prados había llegado a su máxima altura y los tallos sedosos brillaban de un color rojo oscuro reflejando la luz ardiente que caía del cielo. Las espigas de centeno habían crecido y retenían el resplandor del día en sus tiernas barbas satinadas. Los tejados de los pabellones de la granja estaban cubiertos de acederas y ranúnculos amarillos y el sol dejaba caer sus rayos sobre las florecillas que esmaltaban el verde césped. Los soportes oscuros del tejado de la iglesia tenían un brillo negruzco y las piedras claras de sus muros un suave tono dorado.

El sol atravesó la nube y apareció el borde de la montaña, iluminando las lomas arboladas que se sucedían hasta lo infinito. ¡La tarde era tan clara! La luz dejaba ver caseríos por entre los abetos de las laderas. En el corazón de los bosques distinguía cabañas y pequeñas granjas; hasta entonces no había sabido que podían verse desde Husaby. Espesas masas montañosas de un color rojo morado se apretujaban hacia el sur de los Dofrines, que generalmente estaban cubiertos de brumas y nubes. La campana más pequeña de la iglesia que se veía más arriba se puso a tañer y la campana de la iglesia de Vinjar contestó. Cristina inclinó la cabeza sobre sus manos unidas hasta que los tres toques, por tres veces repetidos, se perdieron en el aire.

El sol se escondió detrás de la loma. El resplandor dorado palideció y el rojo del cielo se hizo más rosado y más suave. Cuando hubo terminado el sonido de la campana, el murmullo del bosque aumentó y se extendió por el aire; el rumor del arroyo que cruzaba el bosque de árboles de hojas caducas, en el fondo del valle, subió con fuerza hasta ella. De los pastos vecinos llegó el tintineo familiar de los cencerros de los animales de Husaby. Un moscardón revoloteó en semicírculo en torno a ella y desapareció.

Después de sus oraciones suspiró, implorando el perdón por haberse distraído mientras rezaba.

La grande y hermosa granja estaba a sus pies en la vertiente, como una joya sobre el amplio pecho de la montaña. Veía extenderse por la lejanía toda la tierra que había poseído junto con su marido. El pensar en aquella propiedad, en los cuidados que requería, había llenado su alma hasta el borde. Había trabajado y luchado… nunca hasta aquella noche había sabido hasta qué punto se había esforzado por levantar aquella propiedad y mantenerla en buen estado, cuántas cosas había emprendido y cuántas cosas había conducido a buen fin.

Había aceptado como su sino, sino que debía soportar pacientemente y sin flaquear, que todo descansara sobre ella. También se había esforzado en ser paciente y aceptar sin flaquezas las condiciones de su vida todas las veces que sentía que había un nuevo hijo en sus entrañas: siempre, siempre. A cada hijo que aumentaba su grupo, había experimentado que ella iba siendo más y más responsable del bienestar y de la seguridad de la familia. Comprendía esta noche que su facultad de vigilarlo todo, su vigilancia, sí, había aumentado con cada nuevo hijo que tenía que criar. Jamás había visto con tanta claridad como esta noche lo que el destino había exigido de ella y lo que le había entregado con sus siete hijos. La alegría que le proporcionaban vivificaba incesantemente las pulsaciones de su corazón, como las angustias sufridas por ellos lo habían destrozado. Aquellos muchachotes de cuerpos delgados y angulosos eran sus hijos, igual que lo habían sido cuando eran pequeños y gordezuelos, tanto que temía que pudieran lastimarse cuando se caían en sus viajes entre el banco y sus rodillas. Eran tan suyos como en la época en que los levantaba de la cuna para darles el pecho y tenía que sostenerles la cabeza, que colgaba sobre su cuello frágil como una campanilla azul cuelga de su tallo. ¿Qué sería de ellos en este mundo?, ¿adónde irían, olvidándose de su madre? Le parecía que la vida de sus hijos sería para ella como un desarrollo de su propia vida; serían un solo ser con ella, como lo habían sido cuando, sola en la tierra, tenía conciencia de la nueva vida disimulada en ella, que bebía su sangre y a la que debía la palidez de sus mejillas. Siempre había sentido la angustia que consume y que baña de sudor, cuando notaba que de nuevo se acercaba la hora en que iba a ser tragada por la gran ola del alumbramiento, hasta el momento en que subiría otra vez a la superficie con su nuevo hijo en los brazos, mucho más rica, mucho más fuerte y valerosa a cada hijo. Todo ello lo comprendía esta noche por primera vez.

Y, no obstante, se daba cuenta esta noche de que era la misma Cristina de Joerungaard que jamás había podido soportar una palabra dura e hiriente, porque todos los días de su vida habían estado protegidos por una ternura fuerte y dulce. Entre las manos de Erlend era aún la misma.

Sí. Sí. Sí. Es cierto que durante años había recibido heridas que no olvidaba; pero sabía que no la había herido como lo hace un adulto que quiere mal a otra persona, sino como un niño que, al jugar, da un golpe al compañero. Había guardado el recuerdo de sus ofensas como si se tratara de una herida purulenta. A cada humillación que él se infligía abandonándose a sus caprichos, ella había sentido su carne desgarrada como por un latigazo que dejaba la marca de una herida infectada. En realidad, no guardaba deliberado resentimiento a su marido; normalmente no era susceptible, pero sí cuando se trataba de él. En este caso, no podía olvidar nada y la más pequeña herida moral continuaba quemándola, sangrando, hinchándose, haciéndola sufrir si era él quien la había infligido.

Ante él, ella no sería nunca más prudente ni más fuerte. Por mucho que luchara para parecer valerosa, y orgullosa, y piadosa, y fuerte ante la vida como él, no era cierto que lo fuera. Siempre, siempre se elevaba en ella el lamento de un deseo ardiente: quería ser la Cristina del bosque de Gerdarud.

Entonces había preferido hacer todo lo que sabía que era malo y culpable antes que aceptar perderlo. Para ligarse a Erlend, le había entregado cuanto poseía: su amor y su cuerpo, su honor y su parte de salvación divina. Había dado cuanto había tenido para dar, pero que no era suyo: el honor de su padre y su fe en su hija; todo aquello que hombres mayores y llenos de experiencia habían puesto en pie para proteger a una niña menor de edad, lo había derribado; contra sus planes para la felicidad y la prosperidad de la familia, contra sus esperanzas de que su trabajo daría fruto cuando durmieran bajo tierra, habían enarbolado su amor. Había comprometido más que su propia vida en un juego en el que la única ganancia era el amor de Erlend Nikulaussoen.

Había ganado. Desde la primera vez que la había besado en el jardín de Hofvin hasta el momento en que la había besado hoy en la casa pequeña antes de que se lo llevaran prisionero, había sabido que Erlend daba al amor de ella tanto valor como a su propia vida. Si la había conducido mal, ella había sabido, en todo caso, desde el primer instante de su encuentro, cómo era conducida por él. Si no se había portado bien con ella en alguna ocasión, por lo menos se había comportado mejor que consigo mismo.

¡Señor Dios! ¡Y a qué precio le había pagado! Se lo confesaba aquella noche. Lo había empujado al adulterio con su frialdad y sus palabras venenosas. Ahora se lo confesaba. Incluso durante aquellos años en que ella había presenciado continuamente su desvergonzada charla con aquella mujer, Sunniva, indignándose por ello, había experimentado en medio de su cólera una alegría terrible y orgullosa. Nadie veía ninguna mancha en la reputación de Sunniva Olavsdatter; pero Erlend la trataba y hablaba con ella como un criado a una mujerzuela de taberna.

Mientras que sabiendo que ella, Cristina, era capaz de mentir y de engañar a aquellos que más confiaban en ella, que se dejaba llevar de buen grado a los peores lugares, no por ello había dejado de creerla ni de respetarla tanto como sabía hacerlo. Por más que hubiera olvidado el temor al pecado con tanta facilidad que había terminado por traicionar la promesa hecha a Dios ante la puerta de la iglesia, se había arrepentido de sus faltas para con ella y había luchado durante años para cumplir las promesas que le había hecho.

Ella misma lo había elegido. Lo había elegido en una embriaguez de amor, y había mantenido su elección día tras día en los años difíciles de Joerungaard. Amor insensato por Erlend, más fuerte que el amor por su padre, que no podía sufrir ni que el aire la rozara. Había rechazado el destino que su padre era feliz preparándole, cuando quiso dejarla en brazos de un hombre que, con certeza, la habría conducido por los caminos seguros y no habría deseado otra cosa que inclinarse para apartar la piedra más insignificante que fuera susceptible de lastimar su pie. Había elegido al otro que, lo sabía, andaba por mal camino. Frailes y sacerdotes le habían indicado el camino del arrepentimiento, de la penitencia y de la paz; pero había preferido la vida insegura antes que renunciar a su precioso pecado.

Sólo podía hacer una cosa: callar, no decir ni una sola palabra, ni lamentarse, fuera lo que fuese lo que tuviera que soportar al lado de aquel hombre. El momento en que había perdido a su padre le parecía ahora tan lejano que le producía vértigo. Pero veía su rostro amado, recordaba sus palabras en la fragua el día en que le había asestado la última puñalada en el corazón; recordaba su conversación arriba en la montaña en el momento en que había comprendido que la puerta de la muerte estaba entreabierta ante su padre. Quejarse de la suerte que uno mismo ha elegido es carecer de dignidad. San Olav, ¡ayudadme!, para que no resulte indigna del amor de mi padre.

¡Erlend, Erlend! Después de haberlo encontrado en su juventud, la vida fue para ella como un torrente que pasa rápido sobre troncos y rocas. Durante los años en Husaby, la vida se le había ensanchado, se había hecho amplia como un lago, reflejando todo lo que la rodeaba. Se acordaba de su país natal, cuando el Laag salía de su cauce en primavera y se extendía, gris y poderoso, por el fondo del valle, arrastrando mil restos flotantes, y de las grandes matas arraigadas en el suelo que las aguas balanceaban. Los pequeños remolinos oscuros y amenazadores aparecían donde la corriente pasaba más rápida, salvaje y peligrosa bajo la superficie brillante. Sabía ahora que su amor por Erlend había fluido así, como un torrente impetuoso, a través de su vida a lo largo de todos aquellos años. Ahora, la corriente se precipitaba y la arrastraba quién sabe dónde.

¡Erlend, mi amor!

Una vez más Cristina rezó un avemaría en la noche ardiente. Bienaventurada Virgen María, llena de gracia. Ya veo que sólo puedo pediros una cosa: ¡Salvad a Erlend; salvad la vida de mi marido!

Vio Husaby a sus pies y pensó en sus hijos. A la luz del crepúsculo, la granja parecía una imagen de un sueño que podía borrarse mágicamente y su angustia ante el destino incierto de sus hijos la estremeció; entonces se le ocurrió que jamás había dado plenamente gracias a Dios por los ricos frutos cosechados en sus penas de aquellos años, jamás le había dado las gracias por haberle concedido un hijo siete veces consecutivas.

De la celeste bóveda nocturna, de las aldeas desparramadas a sus pies, llegaba hasta ella el canto de la misa que había oído millares de veces, la voz de su padre explicándole esas palabras, sentándola sobre sus rodillas cuando era niña: mira lo que canta Sira Eirik en el prefacio cuando se vuelve hacia el altar, lo que dice en latín significa: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación que siempre y en todo lugar te demos las gracias, Señor, Padre Todopoderoso, Eterno Dios».

Cuando alzó el rostro de entre sus manos, vio a Gaute subiendo la cuesta. Cristina esperó sin moverse a que el niño estuviera ante ella; entonces le alargó la mano y él puso la suya en ella. El prado se extendía lejos, alrededor de la piedra en que estaba sentada; no había lugar donde esconderse.

—¿Cómo has cumplido el encargo de tu padre, hijo mío?

—Como él me había pedido, madre. He llegado a la granja sin que nadie me viera. Ulf no estaba; entonces, tal como me mandó padre, he quemado las cartas en el hogar de la sala grande. Las saqué de su funda de tela… —titubeaba un poco—. Madre, llevaban nueve sellos.

—¡Gaute, hijo! —la madre levantó las manos hasta los hombros del niño y lo miró de frente—. Tu padre ha debido poner en tus manos cosas muy importantes. Si no ves otro medio de tranquilizarte que hablando de ello con alguien, di a tu madre el secreto que guardas. Pero preferiría que te callaras todo, hijo.

Aquella carita rubia bajo una cabellera lisa, dorada como el lino; aquellos ojos grandes, aquella boca roja, llena y firme, ¡cómo se parecía ahora al padre de ella! Gaute inclinó la cabeza en un saludo. Luego pasó un brazo por los hombros de su madre. Con una dulzura dolorosa, Cristina sintió que podía apoyar su cabeza sobre el pecho infantil de su hijo; había crecido tanto que, cuando estaba de pie y ella sentada, la cabeza de Cristina llegaba exactamente debajo del corazón de Gaute. Por primera vez fue ella la que se apoyó en el niño.

Gaute dijo:

—Isak estaba solo en casa. No le he enseñado lo que llevaba. Le he dicho sólo que tenía algo que quemar. Entonces ha hecho una gran fogata en el hogar antes de ir a ensillar el caballo.

La madre hizo un gesto de aprobación. Entonces la soltó, se volvió hacia ella y preguntó con pánico infantil y voz asombrada:

—Madre, ¿sabéis qué dicen? Dicen que padre querría ser rey.

—Es un rumor absurdo, precioso mío —contestó Cristina con una sonrisa.

—Pero pertenece a una familia que le permite aspirar a ello, madre —objetó el niño serio y orgulloso—. Y me parece que padre lo haría mejor que la mayoría de los hombres.

—¡Calla! —Y volvió a cogerle la mano—. Mi Gaute, debes comprender, puesto que tu padre te ha demostrado tal confianza, que ni tú ni ninguno de nosotros debemos decir nada, sino callarnos hasta que sepamos algo que nos permita juzgar si debemos hablar y cómo. Yo iré mañana a caballo a Nidaros y si puedo hablar algún momento a solas con tu padre, le diré que has cumplido bien su misión.

—¡Llevadme, madre! —suplicó el niño.

—Es preciso que nadie sospeche que eres algo más que un niño sin reflexión, Gaute. Trata de jugar y de estar lo más alegre posible en casa, pequeño mío; es el mejor servicio que puedes hacer a tu padre.

Naakkve y Bjoergulf subían lentamente la colina. Fueron a reunirse con su madre, jóvenes, pensativos, turbados. Cristina se decía que aún eran niños, puesto que en su angustia se refugiaban junto a su madre, y, por otra parte, estaban lo bastante cerca de la edad viril como para sentir el deseo de consolarla y protegerla si encontraban el medio de hacerlo. Tendió una mano a cada uno de los muchachos. Pero hablaron poco.

Poco después bajaron de la colina. Cristina apoyaba una mano en el hombro de cada uno de sus hijos mayores.

—¿Por qué me miras así, Naakkve?

Pero el muchacho se sonrojó y no contestó.

Hasta entonces jamás había pensado en el físico de su madre. Hacía días y años que había empezado a comparar a su padre con los otros hombres. Su padre era el más apuesto, el que tenía más aspecto de jefe. Su madre era la madre que traía nuevos hijos al mundo; estos crecían y pasaban de las manos de la mujer a la vida, a la sociedad, a las luchas, a la amistad del grupo fraternal; su madre tenía las manos abiertas y siempre dispuestas a dar; su madre sabía remediar casi todas las cosas malas; su madre era en la granja como el fuego en el hogar; sostenía la vida de su hogar como las tierras de Husaby daban sus cosechas anuales; la vida y el calor tenían su olor como el del ganado en el establo de los bueyes y el de los caballos en la cuadra. Al niño no se le había ocurrido compararla con otras mujeres.

Esta noche, bruscamente, le saltaba a la vista: su madre era una mujer espléndida. Una mujer de frente blanca y despejada bajo el lienzo de lino, de ojos color de acero y una mirada directa bajo el arco plácido de las cejas, de pecho alto y extremidades largas y bien formadas. Se mantenía erguida como la hoja de una espada. Pero no podía hablar de todo aquello, y andaba ruboroso y en silencio, con la mano de Cristina apoyada en su nuca.

Gaute iba detrás de Bjoergulf cogido del cinturón de su madre. El hermano mayor empezó a protestar porque el pequeño andaba pisándole los talones y de ello vinieron palabras y codazos. La madre mandó callar y zanjó su disputa, mientras una sonrisa iluminaba su rostro grave. Pensándolo bien, sus hijos no eran más que niños…

Cristina permaneció despierta toda la noche, con Munan dormido sobre su pecho y Lavrans entre ella y la pared.

Intentaba explicarse el caso de su marido.

No podía creer que fuera muy peligroso: Erling Vidkunssoen y los sobrinos del rey que vivían en Sudrheim habían sido perseguidos por alta traición y felonía hacia el rey… no por ello eran menos ricos y disfrutaban de menor seguridad en el país, aun cuando no contaban con la misma benevolencia por parte del monarca.

Erlend habría cometido probablemente ciertas irregularidades para servir a Dama Ingebjoerg. Durante todos aquellos años había conservado relaciones amistosas con su pariente real. Cristina sabía que una o dos veces le había prestado ilegalmente una ayuda que tuvo que mantener secreta, de esto hacía cinco años, cuando era su invitado en Dinamarca. Ahora que Erling Vidkunssoen se había hecho cargo de los intereses de Dama Ingebjoerg y quería poner a su disposición los bienes que poseía en Noruega, le habría hablado seguramente de Erlend o bien ella misma se había vuelto hacia los parientes de su padre, una vez que el trato entre Erling y el rey se hubo enfriado. Tal vez Erlend había cometido imprudencias en este asunto…

Pero lo que no podía explicarse era cómo estaban mezclados en ello sus parientes de Sundbu.

En todo caso, era imposible que aquello terminara de otro modo que con un perfecto acuerdo entre Erlend y el rey, si no había hecho más que hacer gala de un exceso de celo en servir a la madre del monarca.

Alta traición. Había oído hablar de la caída de Audun Hukleikssoen…; aquello ocurrió cuando su padre era joven. Se había acusado a Audun de espantosos crímenes. Su padre decía que eran mentiras: la doncella Margret Eiriksdatter había muerto en brazos del obispo Bjoergvin, y, como Audun no participaba en dicho viaje, era imposible que hubiese sido él quien se la vendiese a los paganos. Damisela Isabella tenía trece años, pero Audun tenía más de cincuenta cuando fue a buscarla para que fuera la esposa del rey Eirik… Era pecado que un cristiano prestara oídos a rumores como los que circulaban sobre este matrimonio. El padre de Cristina prohibía que se cantaran en la granja las canciones de Audun. Se contaban muchas cosas inauditas sobre Audun Hestakorn… Se le achacaba el haber vendido todas las fuerzas militares del rey Haakon al rey de Francia y prometido hacerse a la vela en su auxilio con mil doscientos barcos de guerra, en premio de lo cual habría recibido siete toneladas de oro. Pero nunca se había explicado del todo a la gente de Noruega por qué Audun Hukleikssoen había sido ahorcado en Nordnes.

Su hijo había abandonado el país… Se rumoreaba que servía en el ejército del rey de Francia. Las nietas del caballero de Aalhus, Gyrid y Signe, habían sido llevadas lejos del lugar del suplicio de su abuelo por su escudero. Vivían como pobres mujeres campesinas en algún rincón montañoso de Haddingjadal.

En cualquier caso era una suerte que ella y Erlend no tuvieran ninguna hija. Pero no, no quería tener semejantes pensamientos ¡Era tan poco probable que el asunto de Erlend tuviera una solución peor… que la de Erling Vidkunssoen y de los hijos de Haftor… por ejemplo!

¡Nikulaus Erlendssoen de Husaby…! Ahora también ella pensaba que Husaby era la mejor y más bella granja de Noruega.

Iría a hablar a Micer Baard para que la informara bien. El tesorero había sido siempre amigo de Cristina. El juez Olav también… tiempo atrás. Pero Erlend había observado tal conducta cuando la sentencia del juez le había sido adversa en el asunto de la casa de Nidaros… Y Olav se tomaba muy a pecho la desgracia del marido de su ahijada.

Ni Erlend ni ella tenían parientes próximos a despecho de lo extensa que era la familia. Munan Baardssoen contaba poco ahora. Había obrado ilegalmente en sus funciones en Ringerike y buscaba con demasiado afán situar a sus numerosos hijos (tenía cuatro de su esposa y cinco nacidos fuera del matrimonio). La muerte de Dama Catherina le había afectado muchísimo. Inge, de la provincia de Ry, Julietta y su marido, Ragnfrid, casada en Suecia, conocían poco a Erlend… Estos eran los hijos que habían dejado Micer Baard y Dama Aashild. Entre la gente de Hestnes y Erlend hubo poca amistad después de la muerte de Micer Baard Peterssoen. Tormod de Raasvold volvía a la infancia; los hijos que había tenido con Dama Gunna habían muerto y sus nietos eran menores de edad.

Ella no tenía más parientes, por parte de su padre, que Ketil Aasmundssoen, de Skog, y Sigurd Kyrning, casado con la hija mayor de su tío. La segunda era viuda y la tercera monja. Al parecer, los cuatro hombres de Sundbu estaban todos complicados en el asunto. En cuanto a Erlend Eldjarn, Lavrans y él se habían peleado de tal manera a raíz de la sucesión de Ivar Gjesling, que jamás habían querido volver a verse… por eso no conocía al marido de su tía ni a su hijo.

Un fraile enfermo, de la orden de los dominicos, era el único pariente cercano de Erlend. Y el que ella tenía como más próximo era Simón Darre, desde que había contraído matrimonio con su única hermana.

Munan se despertó y empezó a quejarse. Cristina se revolvió en la cama y puso al niño del otro lado. Era imposible llevárselo a Nidaros con todo tan incierto… tal vez sería la última vez que el pequeño mamaría de su madre. Tal vez era la última vez que tendría así, en la cama, a un bebé sobre su pecho, con lo que le gustaba… ¡Si la vida de Erlend estuviera en juego…! Bienaventurada Virgen María, madre de Dios, ¿habría perdido ella la paciencia un solo día, una sola hora, para con los hijos que había tenido por la gracia de Dios…? ¿Sería aquel el último beso que recibiría de una boquita como aquella, que tenía la dulzura de la leche…?