3
Aquel verano, poco antes de San Juan, Gunnulf Nikulaussoen regresó a su convento. Erlend estaba en la ciudad para la asamblea de Frosta. Mandó un mensajero a su casa para preguntar a su esposa si se sentía en condiciones de ir a saludar a su cuñado. La idea no convencía a Cristina; no obstante, se puso en camino. Cuando se reunió con Erlend, este le dijo que la salud de su hermano le parecía delicada. Los frailes establecidos en el norte, en Mumkefjord, no habían tenido éxito en su empresa. Jamás pudieron consagrar su iglesia, porque, en aquellos tiempos tan revueltos, el arzobispo no podía arriesgarse a emprender un viaje hacia el norte: siempre habían dicho misa en una altar portátil. Al final, incluso les había faltado el pan, el vino, la luz y el aceite para los oficios, y cuando fray Gunnulf y fray Aslak quisieron hacerse a la mar para ir en busca de provisiones, los lapones les habían dedicado sus brujerías, tanto que habían naufragado y pasado tres días en un escollo; luego, ambos habían estado enfermos, y fray Aslak murió poco después. Habían sufrido mucho con el escorbuto durante la Cuaresma, porque les faltaban pastas y verduras para el pescado salado. Por ello, el obispo Haakon de Bergen y Maese Arne, que estaban a la cabeza del capítulo de Nidaros, mientras Micer Paul se encontraba en la curia para ser consagrado, ordenaron a los frailes aún con vida que regresaran; los sacerdotes de Vargoey se ocuparían del rebaño de Mumkefjord hasta nueva orden.
Aunque fue advertida, Cristina se asustó al ver a Gunnulf Nikulaussoen. Había acompañado a Erlend hasta el convento al día siguiente de su llegada y les hicieron pasar al locutorio. El fraile entró. Iba encorvado; su corona de cabellos estaba casi gris; tenía profundas ojeras negras y la piel blanca y lisa de su rostro ostentaba manchas plomizas. Cristina advirtió las mismas manchas en sus manos cuando las sacó de las mangas de su hábito y se las tendió. Al sonreír, vio que había perdido varios dientes.
Se sentaron y hablaron un momento, pero parecía que Gunnulf había perdido también el uso de la palabra. Él mismo lo hizo observar antes de despedirse.
—Pero tú, Erlend, estás siempre igual; no pareces haber envejecido —comentó, sonriendo levemente.
La propia Cristina sabía que ella también tenía un aspecto lamentable. Erlend, de pie, estaba hermoso, alto, esbelto, moreno y bien vestido. No obstante, Cristina pensaba, en el fondo de su corazón, que él también había cambiado mucho. ¡Era extraño que Gunnulf no se hubiera dado cuenta, él que siempre había sido tan perspicaz!
A finales de verano, Cristina estaba un día en el desván de las ropas con Dama Gunna de Raasvold. Esta había venido para ayudar a Cristina, que iba a dar a luz otra vez. Oyeron en aquel momento a Naakkve y Bjoergulf cantando a pleno pulmón en el patio, mientras afilaban sus cuchillos, una canción grosera y libertina.
La madre se puso fuera de sí, llena de cólera; bajó en busca de los muchachos y les riñó en los términos más duros. Quiso también saber de quién habían aprendido semejante cosa; sin duda en el pabellón de los hombres; ¿cuál de ellos enseñaba aquello a los niños? Estos no quisieron contestar. Entonces Skule dio un paso adelante, bajó la escalera del granero y dijo que su madre no debía reñirles porque la canción la habían aprendido oyéndosela cantar a su padre.
Entonces intervino Dama Gunna: ¿el temor de Dios no les impedía cantar aquellas cosas horrendas cuando no podían saber, al acostarse aquella noche, si mañana antes de que el gallo cantara ya no tendrían madre? Cristina no dijo nada y entró tranquilamente en casa.
Poco después, cuando ya se había acostado, Naakkve entró y se le acercó. Cogió la mano de su madre sin decir nada y se echó a llorar en silencio. Cristina le habló entonces con ternura y medio en broma, pidiéndole que no se atormentara ni sintiera pena: había pasado seis veces por el mismo trance y saldría, indudablemente, bien del séptimo. Pero el niño lloraba cada vez más fuerte. Entonces le permitió echarse entre ella y la pared, y allí continuó llorando, con los brazos colgados del cuello de su madre y la cabeza sobre su pecho; mas no pudo conseguir que le dijera por qué tenía tanto disgusto, aun cuando estuviera acostado a su lado, hasta el momento en que las sirvientas le llevaron la cena.
Naakkve tenía ahora doce años. Alto para su edad, quería parecer viril y adulto, pero tenía el alma sensible y la madre veía, de vez en cuando, que era aún muy niño. Era lo bastante mayor como para haberse dado cuenta de la desgracia ocurrida a su hermanastra; la madre se preguntaba si había comprendido también lo mucho que había cambiado Erlend desde entonces.
Erlend había sido siempre igual: cuando se enfurecía, decía las peores cosas pero, antes, jamás había dicho palabras soeces a nadie, excepto cuando estaba fuera de sí. Ahora podía decir cosas feas y ordinarias sin perder la sangre fría. Había sido el peor de los hombres para maldecir y jurar; no obstante, casi había perdido esta costumbre, porque veía que lastimaba a su mujer y proporcionaba disgusto a Sira Eiliv por el que, poco a poco, iba sintiendo gran consideración. Pero nunca había sido libertino o grosero en sus palabras, como tampoco le había gustado que lo fueran los demás, de modo que había sido más tímido que muchos hombres, cuya vida había sido bastante más pura. Por mucho y dolorosamente que afectara a Cristina el oír estas palabras en boca de sus hijos, tan niños aún, sobre todo en el estado en que se encontraba y saber que las habían aprendido de su padre, una cosa la llenaba de una amargura aún mayor: comprendía que Erlend era aún muy niño al pensar que, después del escándalo de su hija, cuando profería palabras y expresiones groseras e inconvenientes, se tomaba una especie de venganza.
Dama Gunna le había dicho que Margret había dado a luz un hijo muerto, poco antes de San Olav. Creía saber también que Margret se había consolado; se llevaba bien con Gerlak, quien era amable con ella. Erlend iba a ver a su hija cuando estaba en la ciudad y Gerlak se enorgullecía de su suegro, pero Erlend no disfrutaba precisamente reconociéndolo como pariente. Desde que Margret había salido de la granja, Erlend no había vuelto a nombrar a su hija en Husaby.
Cristina tuvo otro hijo. Se le puso Munan, el nombre del abuelo paterno de Erlend. Durante todo el tiempo que estuvo en cama, en la estancia pequeña, Naakkve fue todos los días a llevar a su madre frambuesas y avellanas que recogía en el bosque, o bien coronas de hierbas medicinales que había trenzado para ella. Erlend regresó a su casa cuando el niño tenía tres semanas; se quedó mucho al lado de su mujer, esforzándose por mostrarse tierno y cariñoso, y esta vez no se quejó de que el niño no fuera una hija, aunque era delgadito y poca cosa. Pero Cristina no correspondía a sus atenciones; se quedaba silenciosa, pensativa y triste, y tardó mucho tiempo en recobrar la salud.
Cristina languideció durante todo el invierno y el niño no parecía que llegara a sobrevivir. La madre sólo pensaba en la pobre criatura. Se enteró a medias de las grandes noticias de las que se hablaba aquel invierno. El rey Magnus, hundido hasta el cuello en los peores tropiezos financieros, como consecuencia de sus tentativas para establecer su dominación en Scania, había pedido ayuda y contribuciones a Noruega. Muchos de los caballeros del consejo estaban decididos a apoyarlo en aquella empresa. Pero cuando llegaron los emisarios del rey, el tesorero estaba ausente y Stig Haakonssoen, que mandaba en Tunsberg, cerró el castillo a los hombres del rey y se preparó a defenderse por las armas. Tenía poca gente, pero Erling Vidkunssoen, marido de la hermana de su padre, que se hallaba en su granja de Aker, le mandó ochenta de sus hombres de armas a la fortaleza mientras que él se hacía a la vela hacia el oeste. Al mismo tiempo, los sobrinos del rey, Jon y Sigurd Haftorssoenner, se levantaron contra el rey a propósito de un juicio que había afectado a uno de sus hombres. Erlend dijo, riendo, que los Haftorssoenner habían hecho una solemne tontería en esta ocasión. En el país reinaba el descontento hacia Magnus. Los nobles reclamaban a un senescal que se pusiera a la cabeza del gobierno del país y que el sello del reino estuviera en manos de un noruego, puesto que el rey, por el asunto de Scania, parecía que deseaba quedarse la mayor parte del tiempo en Suecia. Los ciudadanos y el clero de las villas comerciales se habían asustado por los rumores de un empréstito real en las ciudades alemanas. El orgullo y mal humor de los alemanes respecto a las leyes y costumbres noruegas eran intolerables, y ahora se decía que el rey les había prometido privilegios y libertades mucho mayores en las villas de Noruega, lo que resultaría inaceptable para los noruegos que se dedicaban al comercio y lo ejercían ya en condiciones difíciles. Entre la gente humilde persistía el rumor de un pecado secreto del rey Magnus, y muchos curas y frailes ambulantes estaban de acuerdo al decir que, en su opinión, esta era la razón por la que había ardido la iglesia de San Olav en el Trondhjem. Luego, los campesinos atribuyeron a la misma causa las numerosas desgracias que, en los últimos años, habían asolado primero un cantón y luego otro; enfermedades del ganado, de los cereales, y como consecuencia, epidemias y calamidades entre los hombres y los animales y malas cosechas de cereales y de heno. Erlend dijo luego que si los Haftorssoenner tuvieran el buen sentido de estarse quietos un poco más de tiempo y adquirieran una reputación de amabilidad y cortesía, la gente recordaría fácilmente que ellos también eran nietos del rey Haakon.
Pero la agitación desapareció y la causa fue que el rey nombró a Ivar Ogmundssoen gran senescal de Noruega. Erling Vidkunssoen, Stig Haakonssoen, los Haftorssoenner y todos sus partidarios fueron amenazados con ser perseguidos por alta traición. Bajaron las manos e hicieron las paces con el rey. Un hombre poderoso, de Oplandene, que había tomado parte en la empresa de los Haftorssoenner no se reconcilió con el rey, y se fue a Nidaros después de Navidad. Se encontró muchas veces con Erlend y, por él, las gentes de Nordenfjeld se pusieron al corriente de los asuntos tal como Ulf los veía. Cristina sentía gran aversión hacia este hombre; no le conocía, pero sí a su hermana, Helga Saksesdatter, que estaba casada con Gyrd Darre de Dyfrin. Era bonita, pero muy orgullosa, y no gustaba a Simón, aunque Ramborg se llevaba bien con ella. Muy adelantada la Cuaresma, los jueces cantonales recibieron cartas reales ordenando que Ulf Sakessoen fuera excluido de las asambleas, pero ya había abandonado el país por el mar, en pleno invierno.
Por Pascua, Erlend y Cristina pasaron una temporada en su casa de la ciudad con su hijo menor, Munan. Una hermana del convento de Bakke era tan buen médico que todos los niños enfermos que le ponían en las manos sanaban si no era voluntad de Dios que fallecieran.
Un día, inmediatamente después de las fiestas, Cristina regresaba del convento con el niño. El criado y la sirvienta que la habían acompañado entraron con ella en la casa. Erlend se encontraba allí, solo, acostado en un banco. Cuando el criado hubo salido y las mujeres se hubieron despojado de los mantos, Cristina se sentó al lado del fuego con el niño, y la sirvienta puso a calentar un poco de aceite que les había dado la monja. Desde donde estaba, Erlend preguntó lo que la hermana Ragnfrid había dicho del niño. Cristina contestó lacónicamente mientras desnudaba al pequeño y por fin dejó de hablar.
—¿Es que está tan mal el chico que no quieres decírmelo, Cristina? —preguntó Erlend en tono impaciente.
—Ya me lo has preguntado, Erlend —respondió secamente Cristina—, y te lo he explicado todas las veces. Pero como no te interesas lo suficiente por el niño, no te acuerdas de un día para otro de…
—Alguna vez, Cristina, yo también he contestado dos o tres veces a tus preguntas porque no has sido capaz de acordarte de lo que te había dicho.
—Pero no fue, desde luego, respecto a cosas tan importantes como la salud de los niños —contestó Cristina en el mismo tono.
—Tampoco se trataba de pequeñeces… el invierno pasado; y me interesaba mucho.
—No es cierto, Erlend. Hace días y años que no me hablas de las cosas que más te importan…
—Vete, Signe —dijo Erlend a la sirvienta. Había enrojecido. Se volvió a su mujer—. Comprendo a lo que te refieres. No quiero hablar de esto contigo delante de tu sirvienta, aunque estés en buenas relaciones con ella y no tengas en cuenta su presencia cuando buscas pelea con tu marido diciendo que miento.
—Uno acaba por aprender los modales de aquellos con quienes convive.
—No sé lo que quieres decir. Jamás te he dicho palabras malsonantes que oídos forasteros hayan podido oír, ni olvidado las atenciones y el respeto que te debo delante del servicio.
Cristina se echó a reír con una risa extraña, enfermiza y nerviosa.
—¡Qué bien sabes olvidar, Erlend! Todos estos años Ulf Haldorssoen ha vivido entre nosotros. ¿Te acuerdas de que hacías que Haftor y él me acompañasen cuando iba a reunirme contigo en casa de Brynhil, en Oslo?
Erlend volvió a caer sobre su banco, con los ojos fijos en su mujer y la boca abierta. Pero esta proseguía:
—Nada te ha parecido inconveniente ni vergonzoso en Husaby ni en ningún otro sitio donde se te ocurriera meter a tus sirvientes, ni siquiera lo que te deshonraba a ti o a tu mujer…
Erlend, inmóvil, la miraba aterrorizado.
—¿Recuerdas el primer invierno después de nuestro matrimonio? Esperaba a Naakkve; podía haberme sido difícil exigir obediencia y respeto de mis servidores. ¿Te acuerdas cómo me protegiste? ¿Recuerdas que tu padre adoptivo vino a vernos con desconocidas, sirvientas y criados, y que nuestros propios servidores estaban en la mesa con nosotros? ¿Recuerdas que Munan me arrancó cuanto podía cubrirme y que tú permaneciste tan tranquilo y sin tener valor para hacer que se tragara sus palabras?
—¡Jesús! ¿Has podido llevar eso dentro durante quince años?
Erlend levantó la vista hasta ella, sus ojos eran de un azul claro, de lo más raro, mientras que su voz sonaba débil y deprimida:
—Sin embargo, Cristina mía, no me parece que todo esto merezca que nos digamos palabras amargas y crueles…
—Lo peor que he tenido que soportar fue cuando, durante nuestra fiesta de Navidad, me injuriaste porque había cubierto a Margret con mi abrigo… y allí había mujeres de tres parroquias que lo oyeron.
Erlend no respondió.
—Además, también me reprochas lo que le sucedió a Margret; pero cada vez que intentaba decirle algo para aconsejarla, iba en tu busca y tú me exigías, con palabras ofensivas, que la dejara en paz… Era tuya y no mía, decías.
—¿Que yo te hice reproches? ¡Jamás! —contestó Erlend incómodo, haciendo un esfuerzo por conservar la calma—. Si uno de nuestros hijos hubiese sido una niña hubieras comprendido, sin ninguna duda, que lo que le ocurrió a mi hija destroza hasta el tuétano los huesos de un padre…
—Creí haberte demostrado el año pasado, en primavera, que lo comprendía. Sólo tenía que pensar en mi propio padre…
—No obstante —prosiguió Erlend con la misma calma—, esta vez era mucho peor. Yo no estaba casado. Este hombre estaba… casado. Yo no tenía ningún lazo…, no estaba ligado de modo que no pudiera desligarme —rectificó.
—Y, sin embargo, no te desligaste. ¿Te acuerdas cómo quedaste libre?
Erlend dio un salto y la abofeteó. Después se quedó horrorizado, con los ojos desorbitados. Una marca roja aparecía en la blanca mejilla. Pero Cristina seguía erguida y silenciosa, con la mirada dura. El niño se echó a llorar, asustado; su madre lo meció un poco en sus brazos y lo tranquilizó.
—¡Eso ha estado muy… ha estado muy mal por tu parte, Cristina! —murmuró Erlend con voz temblorosa.
—La última vez que me pegaste llevaba a tu hijo en las entrañas. Ahora me pegas con tu hijo en brazos.
—¡Ah, siempre los niños! —gritó Erlend impaciente.
Callaron. Erlend anduvo de un extremo a otro de la estancia. Cristina llevó el niño al dormitorio y lo acostó. Cuando reapareció en la puerta, Erlend se colocó ante ella:
—No… no hubiera debido pegarte, Cristina mía. Quisiera no haberlo hecho…, tendré remordimientos tanto tiempo como la última vez. Pero tú me has reprochado que olvido demasiado pronto. Tú, en cambio, no olvidas nada…, ninguno de los agravios que te he hecho. He intentado… Dios mío, he intentado ser un buen marido, pero esto, sin duda, no merece ser recordado. Tú… tú eres hermosa, Cristina —la miró mientras paseaba, sin saber qué hacer.
Ciertamente, la señora de la casa tenía gestos tranquilos y dignos, tan hermosos como la gracia flexible de la jovencita; su pecho y sus caderas se habían ensanchado, pero también había crecido. Su porte era erguido y el cuello sostenía orgullosamente y con elegancia su cabecita redonda. Su rostro pálido y enigmático, de grandes ojos gris oscuro, exaltaba e inflamaba a Erlend lo mismo que su rostro infantil, lleno y rosado, había atraído el espíritu inquieto de Erlend por su extraña paz.
Se acercó a ella y le cogió la mano:
—Para mí, Cristina, serás siempre la más hermosa de las mujeres y la más amada.
Ella permitió que le cogiera la mano, pero no respondió a la presión. Entonces él la dejó caer; de nuevo se dejó llevar por la ira:
—¡Olvidado! ¿Dices que he olvidado? ¡Olvidar no es siempre el peor de los pecados! Jamás me comporté como un hombre piadoso, pero recuerdo lo que aprendí de Sira Eirik cuando era niño, y los ministros de Dios me lo han recordado de mayor. Es un pecado alimentar y guardar para recordarlos los pecados que se han confesado y expiado ante Dios y de los que se ha obtenido la remisión de la mano y los labios del sacerdote. Y no es por piedad, Cristina, por lo que hablas siempre de nuestros viejos pecados, los tuyos y los míos, sino porque quieres hacerme sentir tu puñal todas las veces que te contrarío…
Se alejó de ella, pero volvió:
—Despótica… Dios sabe cuánto te amo, Cristina, pero veo que eres despótica y que jamás me has perdonado las injusticias cometidas contra ti o el haberte arrastrado a cometerlas. He soportado muchas cosas de tu parte, Cristina, pero lo que no voy a soportar más es no tener paz con respecto a esos antiguos errores, ni que me hables como si fuera tu esclavo.
Cristina temblaba, trastornada, cuando contestó:
—Jamás te he hablado como a un esclavo. ¿Me has oído una sola vez hablar con dureza o vivamente a alguno de los que podían considerarse subordinados…, por torpe que fuera o mal servidor? Me sé inocente ante Dios del pecado de ofensa a los pobres… de palabra o acción. Pero tú deberías ser mi señor, debería obedecerte y honrarte, inclinarme ante ti y encontrar en ti mi apoyo, después de Dios. ¡Erlend! Y si he perdido la paciencia, si no te he hablado como ha de hablar una esposa a su marido, se debe, sin duda, a que muchas veces hacías difícil para mí el doblegar mi estupidez a tu superioridad de juicio, honrar y escuchar a mi esposo y dueño tanto como yo lo hubiera deseado y esperaba de ti; creía, tal vez, poder incitarte a que demostraras que tú eras un hombre y yo una pobre mujer…
»Pero tranquilízate, Erlend. No te volveré a ofender más con mis palabras y, a partir de hoy, no me olvidaré de hablarte con la misma dulzura que si fueras un descendiente de esclavos.
El rostro de Erlend se volvió escarlata. Levantó el puño hacia ella; luego dio media vuelta bruscamente, recogió manto y espada del banco cercano a la puerta, y se fue.
Fuera, hacía sol y el viento cortaba. El aire era frío, pero, como puntas brillantes, las gotas de agua helada del deshielo mojaban a Erlend al caer de los aleros y de los árboles sacudidos por el viento. Sobre los tejados de las casas la nieve brillaba como plata y detrás de las vertientes arboladas, de un verde casi negro, que rodeaban la ciudad, las montañas azules y blancas, con sus colores finos y deslumbrantes, lucían en aquel día de primavera, invernal aún, bello y luminoso.
Erlend vagó por calles y callejuelas, de prisa, al azar. Le hervía la sangre; era ella la que estaba equivocada desde un principio, estaba claro como el día, y él tenía razón, pero se había dejado llevar por la ira; al pegarla había disminuido su derecho, pero ella tenía la culpa. ¿Qué podía hacer ahora? Lo ignoraba. No tenía ganas de ir de visita, ni quería regresar a su casa.
Había cierta agitación en la ciudad. Un gran mercante de Islandia, el primero de la estación, había llegado al muelle por la mañana. Erlend se dirigió hacia el oeste atravesando las callejuelas, pasó cerca de la iglesia de San Martín y bajó hacia los cercados. Ya se oía ruido y gritos en las posadas y las tabernas, aunque fuera sólo el principio de la tarde. En su juventud habría podido entrar en estas casas con amigos y camaradas. Pero si hoy el juez del cantón de Orkdoela, con casa puesta en la ciudad, cerveza, hidromiel y vino en abundancia en su propia mesa, entraba en una posada y pedía un vaso de mala cerveza, la gente abriría los ojos de estupor y les daría un tema para sus habladurías. En realidad, era de esto de lo que tenía más ganas: de sentarse a beber con los humildes campesinos venidos a la ciudad, con los servidores y los marineros. No había dramas cuando esa gente pegaba a sus mujeres, y sabían hacerlo… ¡Peor el fuego del infierno! ¿Cómo se las podía componer un hombre si no tenía derecho a pegar a su mujer por el honor de su raza y el de sí mismo? En cuanto a luchar con palabras con las mujeres, ¡ni el propio Satán lo conseguiría! Cristina era una bruja… ¡y tan hermosa! ¡Habría que pegarla hasta que se volviera buena!
Las campanas de todas las iglesias de la ciudad llamaban a vísperas. En el aire agitado, el viento de primavera mezclaba los sonidos por encima de Erlend. Sin duda, la bruja piadosa se dirigía ahora a la iglesia de Cristo… Iba a quejarse a Dios, a la Virgen María y a san Olav de haber recibido un bofetón de su marido. Erlend dirigió a los santos protectores de su esposa un saludo cargado de pensamientos culpables, mientras las campanas doblaban, tintineaban o eran lanzadas al vuelo. Dirigió sus pasos a la iglesia de San Gregorio.
La tumba de sus padres estaba delante del altar de santa Ana, en la nave lateral del lado norte. Mientras decía sus oraciones, se dio cuenta de que Dama Sunniva, acompañada de su sirvienta, entraba en la iglesia. Al terminar su oración fue a saludarla.
Desde que había conocido a la joven, la naturaleza de sus relaciones durante aquellos años había sido tal, que surgía el jugar y alborotar libremente cada vez que se encontraban. Y aquella noche, cuando sentados en el banco esperaban que empezaran las vísperas, se mostró tan malicioso, que en varias ocasiones ella tuvo que recordarle que se encontraban en la iglesia y que la gente entraba constantemente.
—Sí, sí —dijo Erlend—, pero ¡estás tan preciosa esta noche, Sunniva! ¡Es tan agradable charlar con una mujer de ojos tan dulces!
—Erlend Nikulaussoen, no mereces que te mire con ojos tiernos —replicó riendo.
—Entonces iré a charlar contigo por la noche —dijo Erlend—. Cuando termine la función te acompañaré a tu casa…
Los sacerdotes entraban en el coro. Erlend fue hacia la nave del sur, donde se sentó entre los hombres.
Cuando el oficio hubo terminado, salió por la puerta principal. Vio a Dama Sunniva y su sirvienta delante de él, en la calle. Pensó que era mejor no acompañarla y volver a su casa. En ese momento un grupo de islandeses, del barco mercante, enfilaron la calle; andaban dando traspiés y, al parecer, intentaban cerrar el paso a las dos mujeres. Erlend se adelantó. Tan pronto los marineros vieron a un caballero, con espada al cinto, dirigirse hacia ellos, se apartaron y dejaron pasar a las mujeres.
—Mejor será que te acompañe a casa —dijo Erlend—. Esta noche hay mucha agitación en la ciudad.
—¿Sabes, Erlend, que por vieja que sea no me disgusta que los hombres me crean lo bastante bonita como para querer cerrarme el paso?
Un hombre correcto sólo podía contestar a esas palabras de una manera.
Regresó a su casa a la mañana siguiente al despuntar el día y se detuvo unos instantes ante la puerta cerrada de la vivienda; estaba helado, muerto de cansancio, dolorido, asqueado. ¿Hacer ruido para despertar al servicio, entrar y meterse en la cama, al lado de Cristina que tenía el niño en brazos? No. Llevaba la llave del granero de provisiones en el bolsillo, porque en él se guardaban ciertas cosas de las que él era responsable. Abrió, entró, se quitó las botas y, a modo de cama, amontonó paja que cubrió con sacos y telas burdas. Se envolvió en su manto, se echó en los sacos y, cansado y disgustado como estaba, se refugió en un sueño en el que se evadía de todo.
Cristina estaba pálida y cansada por el insomnio cuando se sentó con sus sirvientas para desayunar. Uno de los criados dijo que había rogado a su amo que viniera a la mesa; estaba en el granero del pabellón de provisiones; pero Erlend le había mandado al diablo.
Erlend tenía que asistir a una reunión, en Elgeseter, después del oficio, para actuar como testigo en ciertos asuntos relativos a las granjas, pero se excusó por no poder asistir a la comida que luego tenía lugar en el refectorio, y también con Arne Gjaavaldssoen, que tampoco podía quedarse a comer con los frailes y que se había empeñado en llevarse a Erlend a Ranheim.
Lamentó luego haber dejado a los otros y se asustó cuando se encontró camino de la ciudad. Reflexionaba sobre lo que había hecho. En un momento dado estuvo tentado de pasar por la iglesia de San Gregorio; estaba autorizado para confesarse con uno de los sacerdotes de aquella iglesia siempre que se encontrara en Nidaros. Pero si reincidía después de haberse confesado el pecado sería mucho más grave. Era preferible esperar…
Ella, Sunniva, debía pensar que no era sino un pollito que tenía en sus manos. Pero también, ¡cómo diablos iba a pensar que una mujer pudiera enseñarle tantas cosas nuevas! Sin embargo, allí estaba, pensando en la aventura que acababa de tener. Se había considerado bastante hábil en el ars amoris, como dicen los eruditos. Si hubiera sido joven y en la plenitud de sus fuerzas, habría, sin duda, mostrado más aplomo, y creído que todo era magnífico. Pero no le gustaba la mujer; ¡aquella maldita invención de bello sexo!; esta, sobre todo, le daba asco, ella y todas las demás mujeres… excepto la suya… bueno, y la suya también. ¡Dios! A fuerza de estar casado con ella, resulta que le había vuelto mojigato, y todo por creer en la piedad de Cristina… ¡Y vaya regalo que había recibido de su mujer…, la muy bruja…, como premio a su fidelidad y amor! Recordaba las palabras hirientes y malas de Cristina, la tarde anterior…, cuando dijo que se comportaba como si descendiera de una familia de esclavos. Y la otra, Sunniva, lo juzgaba, sin duda, novato y frío por haberse dejado cazar de improviso y manifestado espanto ante sus prácticas amorosas. Iba a demostrarle que era tan poco santo como ella santa. Le había prometido pasar la noche con ella en la granja de Baard… ¿Por qué no ir? Había cometido el pecado; ¿por qué no aceptar también el placer que se le ofrecía? Puesto que había traicionado ya la fe que le unía a Cristina, y que ella misma era la causa por su actitud absurda y cruel para con él…
Regresó a su casa, anduvo vagando por los establos y pabellones buscando pretextos para enfadarse, y discutió con la sirvienta del sacerdote, que había traído malta del hospital para secarla en el horno, aun sabiendo que el servicio no utilizaría el horno, esta vez, durante su estancia en la ciudad. Deseaba tener a los niños con él; le habrían hecho compañía. Quería volver inmediatamente a su casa, a Husaby. Pero estaba obligado a esperar en la ciudad la llegada de ciertas cartas del sur… Recibir semejante correo en su propia casa le parecía una inconveniencia.
La señora de la casa no asistió a la cena. Se iba a quedar en su habitación, explicó Signe, la sirvienta, mirando a su amo con expresión de reproche. Erlend contestó con rudeza que no había preguntado por su esposa. Cuando el servicio hubo salido de la sala grande, entró en el cuarto. Reinaba la más completa oscuridad. Erlend se inclinó hacia Cristina acostada en la cama:
—¿Lloras? —preguntó en voz baja, porque la respiración de Cristina era extraña. Pero le contestó con voz opaca que no lloraba—. ¿Estás cansada? Yo también tengo ganas de acostarme —prosiguió con dulzura.
La voz de Cristina temblaba al contestar:
—Preferiría, Erlend, que te fueras a dormir esta noche donde dormiste la pasada.
Erlend no contestó. Salió, trajo una luz de la sala y abrió el arca de sus ropas. Iba bien vestido para ir a cualquier parte, porque llevaba el jubón azul violáceo que se había puesto por la mañana para ir a Elgeseter. Pero cambió ostensiblemente de ropa, se puso una camisa de seda roja y un blusón de terciopelo gris topo, de mangas acuchilladas y terminadas en cascabeles de plata, se cepilló el cabello y se lavó las manos. Sin embargo, no dejó de mirar hacia su mujer, pero esta guardó silencio y no se movió. Entonces salió sin darle las buenas noches. A la mañana siguiente regresó a la hora del desayuno.
Esta situación duró una semana. Una noche, Erlend volvió a su casa después de haber ido a Hangrar para un asunto, y se enteró de que Cristina acababa de marcharse a Husaby a caballo.
Se había dado cuenta de que no era posible obtener menos placer de un pecado del que había encontrado en su aventura con Sunniva Olavsdatter. En el fondo de su corazón sentía un asco profundo por aquel ser demente, una repugnancia hacia ella en el mismo momento en que le prodigaba sus caricias. También había sido un estúpido: era indudable que el rumor circulaba ya por la ciudad y los contornos, el rumor de que había pasado la noche en la granja de Baard… y Sunniva no merecía ciertamente que por ella manchara su reputación. De vez en cuando pensaba que esto podía acarrearle además malas consecuencias: aquella mujer tenía un marido ya viejo y achacoso. Qué lástima, para Baard, estar casado con semejante mujer, apasionada y sin cabeza. Él, Erlend, no era el primero en ofender el honor del marido. Y de Haftor; Erlend había olvidado, al amancebarse con Sunniva, que era hermana de Haftor; sólo lo recordó cuando fue demasiado tarde. Las cosas no podían ir peor… Ahora comprendía que Cristina lo sabía también.
Seguro que no se decidiría a citarle ante el obispo, a pedirle autorización para separarse de él. Poseía Joerungaard para refugiarse, pero le sería imposible hacer el viaje a través de la montaña en aquella época del año, tanto más cuanto querría llevarse consigo a los hijos pequeños, sin los que era incapaz de marcharse. Tampoco haría el viaje en barco con Munan y Lavrans, a principios de primavera, decía para consolarse. De cualquier forma, todo esto era contrario al modo de ser de Cristina. No, no invocaría la ayuda del arzobispo en contra suya —para ello tenía sus razones—, pero se abstendría de compartir la cama matrimonial hasta que comprendiera que él se arrepentía sinceramente. Cristina no querría dar a conocer jamás esta situación; y él se daba cuenta de que desde hacía mucho tiempo sabía lo que su mujer era o no capaz de hacer.
Pasó la noche en la cama y dejó vagar sus pensamientos. Le pareció que se había metido en una situación más estúpida de lo que había creído en un principio, al lanzarse de cabeza a tan lamentable aventura, en el momento en que formaba parte de los más altos concejos.
Se maldecía por haber sido hasta tal punto juguete de la mujer que lo había arrastrado a ello. Maldecía a Cristina y a Sunniva. ¡Qué demonio! Era mujeriego como tantos otros y en verdad había tenido menos enredos con mujeres que la mayor parte de ellos, cuyas historias conocía. Pero parecía como si el propio diablo le preparara aquellos tropiezos; no podía acercarse a una mujer sin que se hundiera hasta la cabeza en un berenjenal…
Ahora todo esto iba a terminar. ¡Loado y glorificado sea Dios! ¡Qué tuviera pronto otra cosa entre manos! A poco recibiría la carta sellada de Dama Ingebjoerg. Tampoco en aquel asunto escaparía a los comadreos femeninos, pero tenía que tomarlo como una penitencia por sus pecados de juventud. Sonrió en la oscuridad. La dama debía comprender que las cosas estaban tal y como se las habían expuesto. Se trataba de saber si sería uno de sus hijos, o uno de los hijos de la hermana de su amante, a quien los noruegos opondrían al rey Magnus. Y amaba a los hijos que había tenido de Knut Porse como jamás había amado a sus otros hijos…
¡Pronto, pronto… sería el viento que muerde y las ráfagas saladas lo que llenaría su pecho! ¡Dios del cielo, qué bueno sería dejarse mojar por las olas del océano y aspirar hasta los tuétanos aire frío y limpio! ¡Qué bueno dejar atrás al sexo femenino durante un largo período de vida, de verdad!
¿Sunniva…? ¡Qué pensara lo que quisiera! No volvería a ver la. En cuanto a Cristina, le dejaba libertad de marcharse a Joerungaard. Quizá fuera aquello lo más seguro y mejor para ella y los niños: estar allí, en el fondo del Gudbrandsdal, durante el verano. Luego, sin duda, volverían a ser buenos amigos…
A la mañana siguiente se marchó a Skaun a caballo. De todos modos, no estaría tranquilo hasta no saber lo que su mujer tenía intención de hacer…
Lo acogió con una cortesía dulce y glacial al llegar a Husaby, a la caída de la tarde. Como no la interpeló, ella no dijo una palabra, ni siquiera una palabra desagradable, ni puso ninguna objeción cuando por la noche, como para probarla, fue a acostarse a la cama matrimonial. Pero al cabo de un rato, inseguro, trató de poner la mano sobre el pecho de su esposa.
La voz de Cristina temblaba, pero Erlend no supo discernir si era de dolor o de ira, cuando murmuró:
—No habrás caído tan bajo, Erlend, que quieras empeorar aún más la situación. No puedo empezar una discusión contigo; los niños duermen a nuestro alrededor. Y como tengo siete hijos tuyos, prefiero que nuestra gente no se entere de que soy una mujer ultrajada…
Erlend esperó un buen rato antes de contestar:
—Es cierto, que Dios me perdone, Cristina. Te he ofendido. No lo hubiera… no lo habría hecho si hubieras sido menos dura en las palabras atroces que me dijiste en Nidaros. En realidad no he venido a casa a mendigar tu perdón, porque sé que ahora va a ser difícil conseguirlo…
—Veo que Munan llevaba razón —contestó Cristina—; jamás veré el día en que tendrás el valor de aceptar la responsabilidad de los daños que has causado. Es a Dios a quien debes dirigirte, con Él es con quien debes hacer las paces. Es menos a mí que a Él a quien debes pedir perdón…
—Sí, lo comprendo —replicó Erlend amargado.
Ya no volvieron a hablar y, a la mañana siguiente, Erlend volvió a salir a caballo hacia Nidaros.
Llevaba algunos días en la ciudad cuando la sirvienta de Dama Sunniva fue a su encuentro un día a la iglesia de San Gregorio. Erlend creyó hacer un bien hablando por última vez con la dama, por lo que rogó a la joven que le esperara por la noche; iría por el mismo camino de siempre.
Tuvo que arrastrarse y escalar como un ladrón de gallinero para subir al granero donde se veían. Ahora, la vergüenza le producía náuseas al pensar en cómo se había dejado cazar a sus años y en su situación. Pero en un principio había encontrado divertido entregarse a tal aventura de juventud.
La mujer lo recibió en la cama.
—¡Por fin, tan tarde! —exclamó riendo y desperezándose—. Date prisa en acostarte, amigo, y cuéntame dónde has estado todo este tiempo…
Erlend no sabía exactamente lo que debía hacer, ni cómo decirle lo que pensaba. Inconscientemente, sin darse cuenta, empezó a desnudarse.
—Hemos obrado imprudente y estúpidamente los dos, Sunniva. Es una insensatez que me quede aquí esta noche. Hay que pensar que Baard volverá un día u otro a su casa, ¿verdad?
—¿Acaso te da miedo mi marido? —preguntó Sunniva, traviesa—. Tú mismo habrás visto que Baard ni siquiera pestañeó cuando me cortejaste en sus mismas barbas. Si se entera de que te has introducido en la granja, sabré convencerle de que es una solemne estupidez. Cree demasiado en mis palabras como para…
—Sí, ya veo que te cree —observó Erlend riendo y pasando la mano por la rubia cabellera y los hombros blancos y firmes.
—Lo dices… ¿También tú crees a tu mujer? Yo era toda pudorosa y honesta cuando Baard me obtuvo.
—Dejemos a mi mujer fuera de todo esto —cortó Erlend tajante, apartándose.
—Vaya. ¿Es que te parece más ofensivo hablar de Cristina Lavransdatter que de Micer Baard, mi marido?
Erlend apretó los dientes y no contestó.
—¡Tú, Erlend —prosiguió Sunniva irónicamente—, eres de esos hombres que se creen tan irresistibles y hermosos que difícilmente se le puede reprochar a una mujer el haber tenido una virtud frágil como el cristal…, aunque, por lo demás, fuera dura como el acero!
—Jamás he creído eso de ti —declaró Erlend.
Los ojos de Sunniva centellearon:
—¿Para qué me querías, pues, Erlend… estando tan bien casado?
—Te he dicho que no mencionaras a mi mujer.
—¡Tu mujer o mi marido!
—Has sido tú la que has empezado a hablar de Baard y te ensañabas burlándote de él. Y aunque no te hubieras burlado de él con palabras, hubiera tenido razón para quejarse de la estima en que tú tienes su honor, puesto que has aceptado a otro hombre que no era tu marido. Ella… ella, no porque yo haya obrado mal ha quedado en mal lugar.
—Si eso es lo que pretendes decirme… ¡que amas a Cristina, aunque disfrutes lo tuyo jugando conmigo…!
—No sé hasta qué punto te quiero… Tú, por lo menos, has demostrado que me amabas…
—Y Cristina, ¿es que no comprende tu amor? —rezongó Sunniva—. ¡He visto con qué dulzura vela por ti, Erlend…!
—¡Basta! —gritó este fuera de sí—. Sabía tal vez lo que yo merecía —añadió con rabia—. Tú y yo nos parecemos, sin duda.
—¿Acaso soy para ti —amenazó Sunniva— un látigo con que castigar a Cristina?
Erlend jadeaba:
—Dilo así, si quieres. Pero fuiste tú misma la que te colocaste en mi mano…
—Ten, pues, cuidado de que este látigo no te hiera a ti mismo…
Se incorporó en la cama y esperó. Pero Erlend no pareció querer replicar o reconciliarse con su amiga. Volvió a vestirse y salió sin decir palabra.
No estaba satisfecho de sí ni del modo en que dejaba a Sunniva. No le hacía precisamente honor. Pero qué importaba…, se había desembarazado de ella.