2

Durante todo el verano Cristina no pensó en otra cosa que en lo que le había contado Simón sobre la muerte de su madre.

Ragnfrid Ivarsdatter había muerto sola. No había nadie a su lado cuando exhaló el último suspiro, excepto una vieja sirvienta que dormía. Simón decía que se había preparado bien para morir, pero por más que dijera… Contaba cómo por una intervención de la Providencia, unos días antes de su muerte, había sentido tal necesidad del cuerpo del Salvador que, después de haberse confesado, había recibido la comunión de manos del fraile-sacerdote del convento, que era, a la vez, su director espiritual. Su muerte había sido seguramente ejemplar. Simón había visto su cadáver y decía que guardaba un recuerdo impresionante. En la muerte estaba muy bella; tenía a la sazón cerca de sesenta años, con el rostro arrugado desde hacía tiempo, pero se había transformado por completo, rejuvenecido y como estirado; parecía una joven dormida y había sido colocada al lado de su marido para este último sueño. También los restos de Ulvhild Lavransdatter habían sido trasladados allí poco después de la muerte de su padre. Sobre las tumbas se había colocado una gran lápida dividida en dos por una cruz tallada y una cinta que la rodeaba; llevaba una larga inscripción latina compuesta por el prior del convento, pero Simón no recordaba exactamente lo que decía, ya que no comprendía bien aquella lengua.

Ragnfrid había dispuesto de un pabellón para ella sola en la granja de la parte alta de la ciudad, donde vivían las pensionistas del convento: una estancia y, encima, un bonito granero. Allí vivía, sola, con una pobre campesina viuda que se había retirado al convento, donde pagaba una pensión mínima poniéndose a la disposición de algunas pensionistas ricas. Por lo demás, en los dos últimos meses fue Ragnfrid la que sirvió a la viuda pobre, porque esta, que se llamaba Torgunna, estaba casi imposibilitada y Ragnfrid la cuidaba con ternura y toda clase de atenciones.

En la última noche de su vida, Ragnfrid había asistido a la oración de la noche en la capilla del convento y, a la vuelta, había entrado en el pabellón de la cocina de la granja de las pensionistas; había hecho una buena sopa, donde había echado algo de sustancia, y dijo a las otras mujeres que estaban allí que quería dársela a Torgunna; esperaba que la vieja estuviera bastante mejorada al día siguiente y pudiera acompañarla a maitines. Fue la última vez que vieron, en vida, a la viuda de Joerungaard. Ni ella ni la campesina fueron a maitines ni a prima. Uno de los frailes del coro observó que Ragnfrid no asistía tampoco a la misa del día y como jamás había faltado a tres oficios en un mismo día, se envió un mensajero a la ciudad alta para ver si la viuda de Lavrans Bjoergulfssoen estaba enferma. Cuando entraron en el granero encontraron la sopa intacta. En la cama, adosada a la pared, Torgunna dormía plácidamente, mientras que Ragnfrid Ivarsdatter, tendida al borde de la cama y con las manos cruzadas sobre el pecho, había muerto y estaba ya casi fría. Simón y Ramborg bajaron el valle para asistir a su entierro, que fue solemne.

Ahora que había en Husaby gran cantidad de servicio y Cristina tenía seis hijos, le era imposible atender a todos los quehaceres de la casa. Contrató una mujer de confianza, lo que le permitía quedarse, a veces, sentada en el zaguán dedicada a la costura; siempre había alguien que necesitaba una prenda: Erlend, Margret o los niños.

La última vez que había visto a su madre fue cuando esta seguía a caballo el ataúd de su marido en la limpia mañana de primavera en que ella se encontraba en el prado de Joerungaard y veía el cortejo de su padre dejar atrás el tapiz verde del centeno, bajo la ladera rocosa.

La aguja de Cristina corría, corría, mientras pensaba en sus padres y en su hogar de Joerungaard. Ahora que todo ello no era más que un recuerdo, empezaba a descubrir un montón de cosas en que jamás había reparado cuando vivía en medio de ellas y que encontraba muy naturales, como la ternura y la solicitud de su padre, así como la constante y tranquila aplicación al trabajo por parte de su madre, muda y melancólica. Pensaba en sus propios hijos, a los que quería más que a su vida y que ni un solo instante, mientras estaba despierta, abandonaban su pensamiento. Aún sus hijos le darían mucho en que pensar, porque ahora los amaba sin plantearse problemas respecto a ellos. En cuanto a ella, mientras había vivido en Joerungaard, había estado persuadida de que toda la vida de sus padres, en pensamiento y en actos, se había dedicado a ella y a sus hermanas. Creía comprender ahora que entre aquellos dos seres que en su juventud fueron entregados uno a otro por sus padres sin que se les hubiera consultado, habían corrido grandes caudales de tristeza y alegría; pero lo único que sabía con certeza era que habían desaparecido juntos de su vida. Ahora sí entendía que la vida de aquellos dos seres había encerrado muchas más cosas que la solicitud para con sus hijos, y por ello, aquel amor había sido fuerte, amplio, de una profundidad infinita, mientras que ella les había amado con un amor débil, irreflexivo, egoísta, incluso en su infancia, cuando eran para ella todo su universo. Le parecía verse a sí misma, a gran distancia, pequeñita en la lejanía del tiempo y del espacio, inundada por la luz del sol que entraba por el ventanillo del humo en la vieja casa del hogar, la casa de invierno de su infancia. Sus padres se quedaban algo atrás, en la sombra; adquirían las dimensiones fantásticas que tenían para ella de niña, la son reían como ahora sabía que se sonreía cuando llega un pequeño que aleja los pensamientos pesados y dolorosos.

«Me dije, Cristina, que cuando hubieras traído hijos al mundo lo comprenderías mejor…».

Recordaba aquellas palabras de su madre. La hija pensaba en ellas con tristeza; y no porque ahora comprendiera mejor a su madre, sino porque empezaba a darse cuenta de que había infinidad de cosas que no comprendía.

Aquel otoño murió el arzobispo Eiliv. Casi en la misma época, el rey Magnus hizo modificar la condición de varios jueces cantonales del país, pero no la de Erlend Nikulaussoen. Cuando, en el verano anterior, se encontraba en Bjoergvin, durante la minoría de edad del rey, a Erlend se le había notificado por carta oficial que percibiría la cuarta parte del cobro de las multas pagadas en caso de asesinato, delitos y diversos crímenes. Esto había dado mucho que hablar, por haber obtenido estos beneficios al final de una regencia. Erlend tenía enormes rentas, porque ahora poseía muchas tierras en la provincia y residía generalmente en sus granjas cuando tenía que viajar por sus funciones, pero dejaba a los campesinos que se liberaran, pagando en plata, de las obligaciones de hospedaje. En verdad recibía poco en rentas territoriales y llevaba un gran tren de vida; además de la gente de servicio en la granja, jamás tenía menos de doce hombres armados a su alrededor en Husaby; estos hombres, perfectamente equipados, montaban los mejores caballos y en una gira oficial estaban a cargo de su señor.

Se habló de ello un día en que el juez Harald y el juez cantonal de la parroquia de Gauldoela se encontraban en Husaby. Erlend contestó que muchos de estos criados estaban ya con él cuando vivía en el norte.

—Entonces compartíamos el régimen de vida que se imponía allí arriba: pescado seco y cerveza agria. Ahora, estos hombres que yo visto y alimento saben que no les regateo el pan blanco y la buena cerveza y, si les mando al diablo cuando estoy de mal humor, comprenden que mi intención no es en ningún momento echarlos a la calle sin que yo cabalgue a su cabeza.

Ulf Haldorssoen, el primer hombre de Erlend, confirmó más tarde a Cristina que era verdad. Los hombres de Erlend lo amaban y este haría de ellos lo que quisiera.

—Tú también sabes, Cristina, que nadie debe confiar demasiado en lo que dice Erlend; hay que juzgarlo por lo que hace.

Se comentaba, por otra parte, que Erlend tenía, además de los hombres de armas de la casa, otros hombres en el país, incluso fuera de la parroquia de Orkdoela, que se habían ligado a él jurando sobre la cruz de la espada. El rey terminó por mandar una carta a este respecto, pero Erlend le contestó que esos hombres habían formado parte de su tripulación y que habían prestado juramento el primer verano que habían zarpado hacia el norte.

Se le dio luego la orden de licenciar a estos hombres en la primera asamblea que concertara para publicar el juicio y la decisión del tribunal supremo; debía convocar a dicha asamblea a todos los hombres, incluso a los no pertenecientes a la parroquia, y pagar los gastos de su desplazamiento. En la asamblea de Orkedal, Erlend convocó, efectivamente, algunos de sus viejos lobos de mar de más allá de Moere, pero no se oyó decir que los licenciara, ni a ellos ni a otros que habían estado a sus órdenes. Sin embargo, no se volvió a hablar del asunto, y pasado el otoño se olvidó del todo.

A fines de otoño Erlend marchó hacia el sur del país y durante las fiestas de Navidad vivió en casa del rey Magnus, que aquel año se encontraba en Oslo. Erlend estaba disgustado por no llevar a su mujer consigo, pero Cristina no se había encontrado con ánimos para afrontar el tremendo viaje en pleno invierno y permaneció en Husaby.

Erlend regresó tres semanas después de Navidad, cargado de regalos para su mujer y sus hijos. Cristina recibió una campanilla de plata para llamar a sus sirvientas y Margret un broche de oro puro, porque no tenía aún ninguno aunque poseyera toda clase de joyas de plata y plata dorada. Pero cuando las mujeres quisieron volver a colocar en los estuches todos aquellos objetos preciosos, algo quedó prendido en la manga de Margret. La joven hizo un gesto rápido para esconderlo con la mano, diciendo a su madrastra:

—Esto perteneció a mi madre. Por esta razón padre no quería que lo vieras.

Pero Cristina se había ruborizado aún más que la joven. Su corazón latía angustiado, pero le pareció que de todos modos debía decir algo a la joven en tono de advertencia.

Poco después murmuró con dulzura:

—Se parece mucho al broche de oro que Dama Helga de Gimsar solía lucir en las grandes ceremonias.

—¡Bah! Hay muchos objetos que se parecen —contestó secamente Margret.

Cristina cerró su arqueta con llave y permaneció en pie, con las manos apoyadas en la tapa para que la joven no las viera temblar.

—Margret… —dijo con voz tranquila; pero tuvo que pararse. Sin embargo, hizo acopio de valor y prosiguió—: Querida Margret, he tenido amargos remordimientos. Jamás disfruté plenamente de ninguna alegría antes de que mi padre me hubiera perdonado de todo corazón el dolor que le causé. Ya sabes que por amor a tu padre pequé gravemente contra los míos. Pero cuanto más vivo, mejor comprendo y se me hace más evidente la idea de que he pagado su bondad con dolor. Margret mía, tu padre ha sido siempre bueno contigo…

—No tienes nada que temer, madre —contestó la joven—. No soy tu verdadera hija; no tienes por qué temer que me ponga tu camisa sucia ni calce tus zapatos…

Cristina volvió hacia su hijastra un rostro encendido de cólera. Luego, cerró la mano sobre la cruz que llevaba en el cuello y retuvo las palabras que asomaban a sus labios.

Aquella misma noche fue a ver a Sira Eiliv después de vísperas, pero buscó en vano un indicio en el rostro del sacerdote. ¿Había ocurrido una desgracia y él ya lo sabía? Recordó las faltas de su juventud y el rostro de Sira Eiliv que no reflejaba nada, mientras que entre ella y sus padres, llenos de confianza, guardaba encerrado en su pecho el culpable secreto de Cristina; las duras amonestaciones y amenazas del sacerdote la volvían muda de terror. Recordaba también el día en que había enseñado a su madre los regalos que le había hecho Erlend en Oslo… poco después de estar unida a él legalmente. Su madre, con una calma imperturbable, cogía los objetos uno a uno, los miraba, los elogiaba y los ponía de lado.

Cristina, desesperada, con un miedo mortal, maldecía a Margret con todas sus fuerzas. Erlend observó la preocupación de su mujer y una noche, cuando estuvieron acostados, le preguntó si esperaba nuevamente un hijo.

Cristina aguardó un poco antes de contestar que, en efecto, lo creía así. Y cuando su marido la rodeó tiernamente con sus brazos, sin preguntar más, no se atrevió a decirle que era otra cosa lo que le pesaba tanto. Cuando Erlend le murmuró que esta vez tenía que arreglárselas para darle una hija, no tuvo fuerzas para contestarle, sino que permaneció rígida de inquietud ante la idea de que Erlend no tardaría en saber la alegría que puede un hombre esperar de sus hijas.

Unas noches más tarde, la gente de Husaby dormía profundamente después de haber comido y bebido, tal vez demasiado, porque estaban en los últimos días antes de la Cuaresma. Pero ya avanzada la noche, el pequeño Lavrans se despertó en la cama de sus padres, empezó a gritar y medio dormido buscó el pecho de su madre. Erlend despertó, refunfuñó malhumorado, pero cogió al niño, le dio a beber leche de una copa puesta en la mesita, junto a la cama, y volvió a acostarlo, junto a él.

Cristina estaba nuevamente sumida en el sueño cuando notó que Erlend se sentaba en la cama. Medio dormida preguntó qué ocurría. ¡Chist!, contestó su marido con una voz desconocida. Saltó de la cama sigilosamente. Comprendió que se envolvía en un manto y al iniciar ella un movimiento para incorporase, él la volvió a acostar con una mano sobre las almohadas, mientras se agachaba para recoger su espada colgada de la cabecera.

Hizo todo con precauciones de lince, pero ella se dio cuenta de que subía la escalera que conducía al granero de Margret, sobre el vestíbulo.

Durante un momento se quedó petrificada por el miedo, luego se sentó, buscó su camisa y su traje y en la oscuridad encontró los zapatos en el suelo, al lado de la cama.

En el mismo instante se oyó un grito de mujer, procedente del granero, que debió oírse en toda la granja. La voz de Erlend gritó una o dos palabras; luego, Cristina oyó entrechocar las espadas, pasos, seguidos del rumor de un arma al caer en el suelo y los gritos de terror de Margret.

Cristina se arrodilló, se hizo un ovillo ante el fuego, apartó la ceniza caliente con las manos y sopló sobre las brasas; después de haber encendido una ramita resinosa, la levantó entre sus manos temblorosas y vio a Erlend arriba, en la oscuridad. Este saltó abajo, sin pensar en la escalera, con la espada desnuda en la mano. Luego salió por la puerta del vestíbulo.

Desde todas partes, en la oscuridad, asomaban las cabezas infantiles. Fue a la cama del norte, donde dormían los tres mayores, y les rogó que volvieran a acostarse y cerraran la puerta. Como Ivar y Skule, de pie en el banco, parpadeaban asustados y molestos por la luz, les hizo pasar a su cama y los encerró. Entonces encendió una luz y salió al patio.

Llovía. Por espacio de un segundo, mientras la luz se reflejaba en la humedad resbaladiza, vio que había mucha gente ante la puerta de la casa vecina, donde dormían los hombres de Erlend. Pero se le apagó la luz y todo se quedó, de repente, negro como un horno, aunque al instante salió Ulf Haldorssoen con una luz en la mano.

Se inclinó sobre un cuerpo caído encima de un montón de nieve. Cristina se arrodilló y tocó al hombre con sus manos. Era el joven Haakon de Gimsar, desvanecido o muerto. Cristina vio sus manos llenas de sangre; ayudada por Ulf, levantó y dio la vuelta al cuerpo. La sangre salía a borbotones del brazo derecho, cuya mano había sido cortada en redondo.

Inconscientemente, levantó los ojos hacia la ventana del cuarto de Margret, cuyo postigo daba golpes sacudido por el viento. No pudo distinguir ningún rostro, porque estaba muy oscuro.

Mientras se arrodillaba en los charcos de agua y apretaba con todas sus fuerzas la muñeca de Haakon para restañar la sangre, notó que los hombres de Erlend, a medio vestir, la rodeaban. Luego vio el rostro contraído y ceniciento de Erlend. Con el borde de su manto secaba la espada ensangrentada. Iba sin vestir bajo manto, y descalzo.

—Uno de vosotros, buscadme una ligadura, y tú, Bjoern, ve a despertar a Sira Eiliv. Lo llevaremos a la casa del sacerdote.

Cogió la correa de cuero que le alargaban y ató con fuerza el muñón. Súbitamente, Erlend dijo en tono cortante y duro:

—¡Qué nadie lo toque! Que se deje a este hombre donde él mismo se ha echado.

—Debes comprender, Erlend —declaró Cristina con calma aunque su corazón latiera locamente—, que eso no es posible.

Erlend apoyó pesadamente su espada en el suelo.

—¡Pardiez! No se trata de tu carne ni de tu sangre. Llevo dándome cuenta todos los días desde hace años…

Cristina se levantó y dijo con dulzura:

—No obstante, lo único que deseo para ella es que la cosa no trascienda… a ser posible.

Se volvió entonces a los criados que la rodeaban y dijo:

—Hombres, sois lo bastante fieles a vuestro amo para no decir nada de esto antes de que se ponga en claro cómo ha comenzado esta disputa entre él y Haakon…

Todos los hombres asintieron. Uno de ellos adelantó un paso. Les había despertado una mujer gritando como si la atacaran. Inmediatamente alguien había saltado sobre su tejado, pero, sin duda, había resbalado sobre el hielo; oyeron un gran estrépito y el ruido de una caída. Cristina rogó al hombre que se callara. Sira Eiliv llegaba corriendo.

Cuando Erlend se dio la vuelta para ir hacia la casa, su mujer corrió tras él y trató de alcanzarlo. Luego lo sobrepasó para impedirle el paso, porque se dirigía hacia la escalera del granero, y lo cogió del brazo.

—Erlend…, ¿qué vas a hacer con la niña? —preguntó precipitadamente, con los ojos levantados a su rostro sombrío y decidido.

No contestó y quiso apartarla, pero Cristina siguió aferrada a él.

—¡Espera, Erlend, espera! ¡Es tu hija! ¿Es que no sabes…? ¡El hombre iba vestido! —exclamó en un intento desesperado.

Erlend comenzó a gritar. Cristina estaba pálida de horror, como un cadáver. ¡Las palabras de Erlend eran tan brutales y su voz estaba tan cambiada por el dolor!

Permaneció sin saber qué hacer ante aquel hombre furioso que protestaba y rechinaba los dientes, hasta el momento en que sus ojos se encontraron en la semioscuridad.

—Erlend, deja primero que vaya yo a hablarla. No he olvidado el día en que yo valía poco menos que Margret…

Entonces la soltó y fue a apoyarse en la pared de la estancia y allí se quedó temblando como un animal en la agonía. Cristina había encendido una luz; pasó ante él y subió al cuarto de Margret.

Lo primero que la luz encontró fue una espada en el suelo, cerca de la cama, y al lado, la mano cortada. Cristina se arrancó el pañuelo de cabeza que inconscientemente se había puesto para salir al patio, junto a los hombres. Lo extendió sobre lo que había en el suelo.

Margret estaba acurrucada sobre las almohadas de la cabecera de la cama; miró la luz que llevaba Cristina en la mano con los ojos atrozmente desorbitados. Recogía sobre sí las ropas de la cama; pero sus hombros blancos resplandecían desnudos entre los rizos dorados de su cabellera. Toda la habitación estaba llena de sangre.

La angustia de Cristina estalló en violentos sollozos; era horrible el espectáculo de aquella criatura bella y joven en medio de aquel cuadro de espanto. Margret gritó:

—Madre… ¿qué va a hacer padre conmigo?

A pesar de su profunda compasión por la jovencita, Cristina sintió que el corazón se le encogía y se le endurecía dentro del pecho. Margret no preguntaba lo que había hecho su padre con Haakon. Una imagen cruzó su mente como un destello: Erlend en el suelo y su propio padre de pie, ante él, con la espada ensangrentada en la mano y ella… ¡Pero Margret no se había movido siquiera! No obstante, sintió que se atenuaba su antigua aversión despectiva por la hija de Eline cuando Margret se echó en sus brazos temblando, casi loca de pánico; se sentó en la cama e intentó calmar un poco a la criatura.

Así las encontró Erlend al salir de la escalera. Venía completamente vestido. Margret volvió a gritar y se escondió en los brazos de su madrastra. Cristina miró a su marido; estaba tranquilo, pero su rostro aparecía pálido y sin expresión. Por primera vez representaba la edad que tenía.

Pero cuando dijo sin exaltarse:

—Debes irte, Cristina. Tengo que hablar a solas con mi hija —le obedeció. Acostó con dulzura a la muchacha y la cubrió con las ropas hasta la barbilla. Luego se fue.

Hizo lo mismo que Erlend: se vistió del todo. Nadie volvería a dormir, aquella noche, en Husaby; y se dedicó a tranquilizar con sus palabras a los niños asustados y al servicio.

A la mañana siguiente, después de una tormenta de nieve, la criada de Margret abandonó la granja llevándose todas sus cosas. El amo de casa la echaba con duras palabras, diciéndole en tono amenazador que tenía suerte al conservar la vida después de haber traicionado así a su ama.

Luego interrogó a las demás sirvientas para saber si no habían sospechado nada desde que Ingeleiv, en otoño y en invierno, había dormido con ellas en lugar de dormir en la estancia de Margret.

Por fin se retiró junto a su esposa a una habitación separada. Con el corazón destrozado y mortalmente cansada, Cris tina intentó oponer palabras tranquilizadoras a la justicia de su marido. No negó que se lo había temido, pero se guardó de decir que no le había hecho partícipe de sus temores porque siempre había sido mal entendida cuando intentaba aconsejarles a él o a Margret, por el bien de la joven. Juró por Dios y por la Virgen que jamás había adivinado o imaginado que aquel hombre viniera a reunirse durante la noche con Margret, en su granero.

—¡Tú! —masculló Erlend con ironía—. Pero si tú misma dices que recuerdas el tiempo en que no fuiste mejor que Margret. ¡Y, por el Rey de los Cielos, que me has echado en cara todos los días, durante los años que hemos pasado juntos, que no olvidabas el daño que te había hecho! Aunque tu voluntad fue igual a la mía, gran parte de la responsabilidad en nuestra desgracia la tuvo tu padre al no permitir que te convirtiera en mi esposa, a pesar de que, desde el primer día, estaba decidido a reparar mi falta. Cuando veías el «oro de Gimsar…». —Erlend cogió brutalmente la mano de su mujer y la levantó; en sus dedos brillaban dos sortijas que había dado a Cristina mientras estaban juntos en Gerdarud—, ¿cómo no lo sabías tú, que has lucido cada día durante estos años los anillos que te di cuando te entregaste a mí…?

Cristina medio desvanecida de cansancio y de pena, contestó dulcemente:

—Me pregunto, Erlend, si te acuerdas aún del tiempo en que conseguiste mi honor…

Al oírla, Erlend se sujetó la cabeza entre las manos y se dejó caer sobre el banco, torturado y abatido por el dolor. Cristina se sentó a cierta distancia. Comprendía que esta fatalidad se le hacía aún menos llevadera, porque él mismo había hecho a otros el daño que acababan de hacerle a él. Él, que jamás quiso aceptar la responsabilidad de las desgracias que él mismo había provocado, era absolutamente incapaz de asumir su responsabilidad en esta; y no había nadie más, excepto Cristina, sobre quien hacerla recaer. Pero ella sentía menos irritación que preocupación y temor por lo que iba a ocurrir.

Subió a ver a Margret. La joven estaba acostada, inmóvil, blanca, con la mirada fija. Aún no había preguntado lo que le había ocurrido a Haakon. Cristina ignoraba si no se atrevía o si su misma desgracia la tenía idiotizada.

Hacia última hora de la tarde, Cristina vio que Erlend y Kloeng se iban juntos, bajo la nieve, hacia el granero de los caballeros. Pero no transcurrió mucho tiempo hasta el regreso de Erlend, solo. Cristina lo observó cuando pasó ante ella a plena luz; después no se atrevió a mirarlo cuando lo vio en el rincón de la sala, donde había ido a esconderse. Lo había visto deshecho.

Afortunadamente tuvo trabajo en el pabellón de provisiones. Ivar y Skule vinieron a avisar a su madre de que Kloeng, el islandés, se marchaba aquella misma noche. Los niños lo sentían porque era buen amigo suyo. Hacía el equipaje porque quería llegar a Birgsi aquella noche.

Cristina había adivinado lo ocurrido. Erlend había ofrecido su hija al copista, y este no había querido a la joven seducida. Pero se sintió enferma y mareada al pensar lo que debía de haber sido aquella entrevista para Erlend, y no se atrevía siquiera a seguir pensándolo.

Al día siguiente vino un mensajero de parte del sacerdote. Haakon Eindridessoen quería hablar con Erlend. Erlend mandó contestar que ya no tenía nada más que decirle. Sira Eiliv dijo a Cristina que si Haakon sobrevivía sería, de todos modos, un hombre imposibilitado; además de haber perdido la mano derecha, se había herido gravemente en la espalda y las caderas al caer desde el tejado del pabellón de los hombres. Pero quería marcharse tal como estaba y el sacerdote le había prometido buscarle un trineo. Lamentaba su falta de todo corazón, diciendo que el padre de Margret estaba en su derecho, puesto que la ley lo autorizaba, pero que le gustaría que todos hicieran lo necesario para sofocar aquel asunto, de modo que su falta y la vergüenza de Margret quedaran lo más disimuladas que fuera posible. Por la tarde, lo llevaron a un trineo que Sira Eiliv había pedido prestado en Repstad y el sacerdote lo acompañó a caballo hasta Gauldal.

Al día siguiente, miércoles de Ceniza, la gente de Husaby tuvo que bajar a la iglesia pública de Vinjar. Pero a la hora de vísperas Cristina se hizo abrir su iglesia por el sacristán.

Sentía aún la ceniza sobre su frente cuando se arrodilló sobre la tumba de su hijastro y rezó el Padrenuestro para el descanso de su alma.

Sin duda, sólo quedaban ahora bajo la piedra los huesos, los cabellos y parte de las ropas que vestía cuando le enterraron. Había visto qué quedaba de su hermanita cuando la exhumaron para trasladarla a Hamar, junto a su padre. Polvo y ceniza. Pensó en el bello semblante de su padre, en los grandes ojos de su padre, en su rostro arrugado, en su paso sorprendentemente joven, flexible y ligero que tanto tiempo había conservado, aunque su rostro hubiera envejecido prematuramente. Estaban bajo la piedra y se desintegraban como una casa que se desmorona cuando la gente se marcha. Las imágenes se sucedían a sus ojos: restos incendiados de la iglesia de su pueblo, una granja del valle de Silsaa ante la que habían pasado a caballo, camino de Vaage; las casas desiertas se caían; los que administraban aquella propiedad no se atrevían a acercarse allí después de la puesta del sol. Pensaban en sus muertos: sus caras, sus voces, sonrisas, costumbres, gestos. Ahora que se habían ido al otro mundo, ¡qué doloroso era pensar en su aspecto! Lo mismo que pensar en su casa, que ahora estaba tan vacía, que los troncos de árboles de los muros se pudrirían y caerían en la turba.

Se sentó en el banco de la iglesia desierta. El olor frío del humo de incienso retenía sus pensamientos, fijos en las imágenes de la muerte y de la desintegración de las cosas de este mundo. No se atrevía a elevar su alma hasta la morada donde estaban ahora, donde toda la bondad, toda la ternura y toda la fidelidad permanecían. Todos los días, cuando rezaba por el descanso de sus almas, le parecía absurdo que fuera ella la que rezara por ellos: toda su vida en la tierra habían gozado de mayor paz espiritual de la que ella había conocido jamás desde el momento en que se había hecho una verdadera mujer. Sira Eiliv decía, y era cierto, que la oración por los muertos es siempre buena; buena para el que rezaba, puesto que los del otro mundo gozaban ya de la paz de Dios.

Pero no le servía de nada. Le parecía que cuando su cuerpo agotado se pudriera bajo la piedra, su alma inquieta rondaría por los alrededores, como un fantasma desgraciado vaga y gime junto a los pabellones desiertos de una granja abandonada. Porque, en su espíritu, el pecado continuaba subsistiendo, como las raíces de la mala hierba siguen incrustadas dentro de la tierra. Ya no había ni flor, ni llama, ni olor, pero la mala hierba seguía en la tierra, pálida, vigorosa y viva. Sin embargo, a pesar de la ternura que llenaba su alma al ver la desesperación de su marido, no tenía ninguna voluntad de apagar la voz que le preguntaba, con dolor y amargura: «¿Puedes hablarme así, a mí, has olvidado que te di mi fe y mi honor, has olvidado que he sido tu amante?». Y comprendía que mientras aquella voz se oyera en su interior, ella seguiría hablando a Erlend como si lo hubiera olvidado…

Se hundió en sus pensamientos ante el relicario de San Olav, tocó las falanges mohosas de fray Edvin que allí, en la iglesia de Vatsfjeld, juntó sus manos sobre los relicarios que contenían restos de la mortaja de una muerta, fragmentos de hueso de una mártir desconocida, y tomó, para pedirles protección, estos pobres y pequeños restos que a través de la muerte y la destrucción habían conservado un poco la fuerza del alma ida al más allá, como una virtud mágica emana de la espada, ya oxidada, de un antiguo guerrero hundida en el suelo.

Al día siguiente, Erlend se fue a caballo a la ciudad, solamente acompañado de Ulf y de un criado. No volvió a Husaby en toda la Cuaresma, pero Ulf vino a buscar su escolta para reunirse con él en la asamblea de mediados de Cuaresma, en Orkedal.

A solas con Cristina, Ulf explicó que Erlend había concertado la boda de Margret con Gerlak, hijo del orfebre alemán de Nidaros, Tiedeken Paus, pasada la Pascua.

Erlend regresó a Husaby para las fiestas. Ahora estaba tranquilo y en paz, pero Cristina estaba convencida de que no soportaría esta aventura como había soportado muchas otras, ya fuera porque había dejado de ser joven, o porque nada, hasta entonces, le había humillado tanto. En cuanto a Margret, parecía totalmente indiferente a lo que su padre había concertado para ella.

Una noche en que marido y mujer estaban solos, Erlend dijo:

—Si hubiera sido mi hija legítima o si su madre hubiera sido una mujer soltera, jamás se la habría entregado a un extranjero en ese estado; hubiera podido quedármela y proporcionarle un techo y protección. Esta es la peor solución, pero, dado su nacimiento, lo que mejor la protegerá es un esposo legítimo…

Mientras Cristina hacía todos los preparativos para la marcha de su hijastra, Erlend le dijo un día súbitamente:

—Sin duda no te encontrarás lo bastante bien para acompañarnos a la ciudad…

—Sabes que iré, si lo deseas.

—¿Por qué iba a desearlo? Ya que has hecho de su madre hasta hoy, puedes ahorrarte esto ahora… No será una boda divertida. Por lo demás, Dama Gunna de Raasvold y su nuera han prometido recordar su parentesco y asistir.

Así fue como Cristina se quedó en Husaby mientras que Erlend, en Nidaros, entregaba su hija a Gerlak Tiedekenssoen.