ERLEND NIKULAUSSOEN
1
Ragnfrid Ivarsdatter no sobrevivió siquiera dos años a su marido; murió al principio del invierno de 1332. Hay un buen trecho de Hamar a Skaun, de forma que, cuando en Husaby supieron su muerte, ya llevaba enterrada más de un mes. Pero por Pentecostés, Simón fue a Husaby; tenía que hablar con sus parientes de muchas cosas respecto a la herencia de Ragnfrid. Cristina Lavransdatter era ahora la propietaria de Joerungaard y se convino que Simón cuidaría de sus bienes y recibiría las aportaciones de los granjeros; ya había administrado los bienes de su suegra desde que esta se recluyó en Hamar.
En aquel momento Erlend tenía preocupaciones y contrariedades respecto a ciertos asuntos relacionados con sus funciones. El otoño anterior, Huntjov, el campesino de Forbregd, en el Updal, había matado a un vecino porque este había llamado bruja a su mujer. Los aldeanos de la región trajeron al asesino, encadenado, ante el juez cantonal, y Erlend lo tomó bajo su custodia encerrándolo en un granero. Pero como el frío aumentaba, dejó que el hombre anduviera libremente entre sus criados. Huntjov había acompañado a Erlend, en La sirena, en su expedición al norte, demostrando gran valentía. Cuando Erlend envió su informe sobre el caso y pidió un salvoconducto para Huntjov, presentó al acusado del modo más favorable, y como Ulf Haldorssoen respondía por él asegurando que Huntjov aparecería ante el tribunal de Orkedal en el día fijado, Erlend dejó que el hombre fuera a pasar las fiestas de Navidad a su casa. Pero luego Huntjov y su mujer hicieron una visita al mesonero de Drivdal, que era pariente suyo, y desaparecieron en el curso de este viaje. Erlend creyó que habían perecido en las terribles tormentas de nieve que hubo en aquella época, pero mucha gente aseguró que habían huido y que los hombres del juez ya podían correr si querían alcanzarlos. Nuevos delitos fueron entonces achacados a los desaparecidos: unos años antes, Huntjov había matado a un hombre en la montaña y escondido el cadáver bajo unas piedras; sospechaba que aquel hombre había herido a su yegua en los riñones. También se descubrió que su esposa había practicado artes de brujería.
El capellán de Updal y el representante del arzobispo hicieron una investigación sobre la acusación de brujería. La investigación reveló datos lamentables sobre el modo como la gente comprendía el cristianismo en la parroquia de Orkdoela. Se trataba sobre todo de lugares remotos: Rennabu, el bosque de Updal; un viejo de Budvik fue llevado también ante el tribunal del arzobispo de Nidaros. Erlend mostró a este respecto tan poca colaboración, que dio mucho que hablar. Se trataba del viejo Aan, que había vivido cerca del mar, al sur de Husaby, y que podía contarse entre la gente del servicio de Erlend. Se le acusaba de practicar los viejos ritos y maleficios y de tener, posiblemente, en su casa, imágenes ante las que hacía sacrificios. Pero no se encontró nada que lo demostrase en su chabola. El propio Erlend y Ulf Haldorssoen estaban con él cuando expiró y la gente sospechaba que habían hecho desaparecer algunas cosas antes de la llegada del sacerdote. Y, pensándolo bien, la tía de Erlend ¿no había sido acusada de brujería, de adulterio y del asesinato de su marido? Pero Dama Aashild Gautesdatter era demasiado inteligente y lista y, sin duda, tenía amigos influyentes que pudieron evitar que se intentara nada contra ella. Luego, la gente recordó también que Erlend, en su juventud, había vivido de un modo poco cristiano y desafiado la prohibición de la Iglesia.
La conclusión fue que el arzobispo convocó a Erlend Nikulaussoen a Nidaros para hablar con él. Simón acompañó a su cuñado a la ciudad; debía ir a buscar al hijo de su hermana a Ranheim y llevarse al niño a su casa del valle para que pasara una temporada junto a su madre.
Faltaba una semana para la asamblea de Frosta, en Nidaros, y la ciudad estaba abarrotada. Cuando los dos cuñados llegaron a la casa del arzobispo y les hicieron pasar a la antesala, había allí esperando varios frailes cruzados y algunos señores laicos, entre otros el juez de la asamblea de Frosta, Harald Nikulaussoen, Olav Hermanssoen, juez en Nidaros, el caballero Guttorm Helgessoen, juez en Jemtland, así como Arne Gjavvaldssoen, que se acercó al instante a Simón Darre y le saludó cordialmente. Arne llevó a Simón ante una ventana, donde se sentaron.
Simón no estaba del todo tranquilo. No había visto a Arne desde que fue a Ranheim, diez años antes, y aunque entonces le hubieran acogido muy bien, el viaje y el asunto que lo motivaba le habían dejado en el alma una herida mal cicatrizada.
Mientras Arne alababa al joven Gjavvald, Simón tenía los ojos fijos en Erlend. Este hablaba con el tesorero del rey; se llamaba Baard Peterssoen, pero no era pariente de la familia de Hestne. No podía decirse que el comportamiento de Erlend careciera de cortesía; sin embargo, hablaba con entera libertad y desenvoltura con el viejo señor, balanceándose ligeramente sobre la punta de los pies y los talones, con las manos cruzadas a la espalda. Llevaba, como solía hacerlo, una prenda de color oscuro, pero hermoso; un jubón azul violáceo abierto en los lados, que le ceñía el cuerpo; una pelerina negra con capuchón echado hacia atrás de modo que se veía el forro de seda gris; un cinturón incrustado de plata y altas botas rojas muy ajustadas a las pantorrillas, las cuales hacían resaltar sus pies y piernas, elegantes y esbeltas.
Bajo la viva luz que entraba por los cristales de la casa de piedra se veía que Erlend tenía las sienes canosas. Alrededor de su boca y de sus ojos, su fino rostro moreno estaba un poco surcado de arrugas; a lo largo del cuello, de graciosa curva, se marcaban pliegues; no obstante, parecía joven entre los otros caballeros, aunque no fuera el más joven de la reunión. Pero se conservaba delgado y tenía el mismo porte que en su juventud, un poco indolente, y unos andares ligeros y ágiles. El tesorero lo había dejado solo y paseaba de un extremo a otro de la sala con las manos siempre cruzadas a la espalda. Los demás señores se habían sentado; hablaban un poco entre ellos en voz baja y cortante. El paso ligero de Erlend y el tintineo de sus pequeñas espuelas de plata hacían demasiado ruido.
Por fin, un joven le rogó en tono agrio que se sentara.
—¡No hagáis tanto ruido!
Erlend se detuvo en seco, frunció el ceño; luego se volvió riendo al que le había interpelado:
—¿Dónde bebiste anoche, primo Jon, para que te duela tanto la cabeza?
Se sentó después de hablar. Al ver acercarse al juez Harald se incorporó a medias, y así se quedó hasta que Harald se hubo sentado; pero luego se dejó caer al lado del juez, cruzó las piernas y juntó las manos sobre la rodilla mientras el otro hablaba.
Erlend había contado francamente a Simón todos los contratiempos que había tenido por habérsele escapado el asesino y la bruja. Pero habría sido imposible encontrar a un hombre que tuviera el aire más despreocupado que Erlend mientras trataba de la cuestión con el juez.
Por fin llegó el arzobispo. Dos hombres le acompañaron al puesto de honor, disponiendo almohadones a su alrededor. Simón no había visto aún a Micer Eiliv Kortin. El arzobispo parecía viejo y débil; debía tener frío a juzgar por su aspecto, aunque viniera vestido con un abrigo de piel y se cubriera con un gorro con alas de piel. Cuando le llegó el turno, Erlend presentó a su cuñado y Simón puso una rodilla en tierra mientras besaba el anillo de Micer Eiliv. Erlend besó también respetuosamente la sortija.
Se comportó con corrección y respeto cuando se encontró ante el arzobispo y después de que este tratara un buen rato con otros señores sobre diversos temas. Pero contestó en tono bastante ligero a las preguntas que uno de los canónigos le hizo; su aspecto no podía ser más confiado e inocente.
Claro que desde hacía tiempo había oído hablar de brujerías. Pero, mientras nadie se le dirigiera como magistrado, no estaba obligado a examinar en detalle todos aquellos comadreos de mujeres que se oyen por todo el país. Era el sacerdote quien debía investigar si había materia de proceso.
Se habló del viejo que había vivido en Husaby y al que se acusaba de brujo.
Erlend sonrió ligeramente. Sí, el propio Aan había presumido de ello; pero Erlend jamás había visto pruebas de su arte. Desde su infancia había oído a Aan hablar de mujeres llamadas Haern, Skoegul, Snotra, pero siempre lo había tomado a cuento y a broma.
—Mi hermano Gunnulf y nuestro capellán Sira Eiliv le interrogaron varias veces, pero no tendrían nada que reprocharle cuando no le hicieron nada. El viejo iba a la iglesia los días de misa y sabía bien sus oraciones cristianas.
Erlend no había dado nunca demasiada importancia a los maleficios de Aan; pero desde que había visto en el norte algo de magia y de brujería laponas, había comprendido que las prácticas de Aan no eran sino fanfarronadas.
Entonces el sacerdote preguntó a Erlend si había, verdaderamente, recibido de Aan algo, algo que pudiera darle suerte en amor.
—Sí —contestó rápidamente Erlend, sonriendo y con voz clara. Fue cuando tenía quince años, de modo que hacía veintiocho años. Una bolsita de cuero que contenía una piedra blanca y unas vísceras de animales disecadas. Pero tampoco había creído en estos talismanes, y al año siguiente se había desprendido de ellos durante el primero de sus servicios en la guardia real. En una casa de baños de la ciudad alta había enseñado, por diversión, aquel supuesto amuleto a sus compañeros. Entonces uno de ellos había ido a buscarlo para que se lo vendiera. Erlend se lo había dado a cambio de una navaja de afeitar.
Le preguntaron quién era el joven.
Primero no quiso contestar. Pero el propio arzobispo insistió para que lo dijera. Erlend miró hacia arriba con una luz de ironía en sus ojos azules.
—Era Micer Ivar Ogmundssoen.
Una expresión de sorpresa se reflejó en todos los semblantes. El viejo Guttorm Helgessoen dejó oír un gruñido extraño. El propio Micer Eiliv trataba de no reír. Entonces Erlend se atrevió a decir, bajando la vista y mordiéndose el labio inferior:
—Monseñor, no querréis molestar a este buen caballero con esa vieja historia. Como os decía, yo no creía mucho en este talismán y jamás vi que tuviera el menor efecto en ninguno de nosotros.
Micer Guttorm exhaló un nuevo mugido, y los asistentes, uno tras otro se dejaron vencer por la risa. El arzobispo gritaba, tosía y movía la cabeza. Nadie ignoraba que Micer Ivar había tenido siempre más buena voluntad que éxito en ciertos asuntos.
No obstante, al momento, uno de los frailes de la cruz se serenó lo bastante para recordar que se habían reunido con la intención de hablar sobre cosas serias. Erlend preguntó un poco irónicamente si se había presentado una denuncia contra él y si aquello era un interrogatorio. En cuanto a él, creía que sólo se le había convocado para cambiar impresiones. Pero Guttorm Helgessoen provocó cierto desconcierto echándose de pronto a reír de un modo contenido.
Al día siguiente, mientras los dos cuñados, después de irse de Ranheim, regresaban a caballo a sus casas, Simón volvió a hablar de la entrevista. Pensaba que Erlend se lo tomaba un poco a la ligera; por su parte, había comprendido que muchos de aquellos grandes señores estaban bastante deseosos de hacerle una mala pasada en cuanto pudieran.
Erlend corroboró que así era, en efecto, si encontraban los medios. Porque ahora, en el norte, la mayoría se inclinaban hacia el canciller, excepto el arzobispo, en quien Erlend tenía un amigo fiel. Pero la conducta de Erlend estaba en todo conforme a la ley; confiaba todos sus asuntos a su empleado Kloeng Aressoen, que era un excelente jurisconsulto. Erlend esta vez hablaba seriamente, sonriendo de un modo evasivo y diciendo que nadie esperaba a buen seguro que demostrara inteligencia en sus responsabilidades, ni sus amigos de la región ni los señores del consejo. Además, no estaba seguro de que le interesara conservar su cargo si se empeñaban en ponerle otras condiciones que las que había dictado Erling Vidkunssoen cuando estaba en la dirección. Su situación era tal en aquel momento, sobre todo después de la muerte de los padres de su mujer, que ya no tenía que suplicar el favor de los que habían llegado al poder por el hecho de que el rey hubiera alcanzado la mayoría de edad. Aquel chico travieso, lo mismo le daba que le hicieran mayor de edad antes que después, si seguían teniéndolo a la sombra, no se haría nunca hombre. Así se sabría antes cómo pensaba él o aquellos señores suecos que reinaban con él. El pueblo declararía, por lo menos, que Erling había visto claro. Muy caro nos costaría que el rey Magnus quisiera poner Scania bajo la dominación sueca, y se llegaría inevitablemente a una guerra con los daneses si un solo hombre, danés o alemán, tuviera poder en aquel país. En cuanto a la paz del norte, que debía tener una duración de diez años, había que pensar que la mitad de este tiempo había transcurrido ya y se ignoraba si los rusos mantendrían mucho tiempo el acuerdo. Erlend no lo creía. Erling tampoco. El canciller Paul era, sin duda, un hombre instruido y razonable desde todos los puntos de vista; sin embargo, aquellos señores del consejo que lo habían elegido como jefe tenían tan poco juicio como el caballo negro de Erlend. Pero, en fin, se habían desembarazado de Erling hasta nueva orden. Y también hasta nueva orden Erlend podía mantenerse apartado. Erling y sus amigos preferían, no obstante, que Erlend conservara su poder y su fortuna en el norte, de modo que estaba algo indeciso.
—Me parece que has aprendido a cantar la canción de Micer Erling —no pudo evitar decir Simón Darre.
Erlend contestó que así era, en efecto. Había permanecido en la granja de Micer Erling el verano anterior, cuando estuvo en Bjoergvin, y lo había conocido mejor. En realidad, lo que Erling quería por encima de todo era mantener la paz en el país. Pero también quería que el poderío noruego se expresara en la paz del león; era preciso que nadie rompiera ni un diente ni limara una uña de la zarpa del león de su pariente el rey Haakon, y que este león no se convirtiera tampoco en perro de caza para otro pueblo. De todos modos, Erling se proponía poner fin a las viejas disputas entre los noruegos y Dama Ingebjoerg. Ahora que había enviudado de Micer Knut, lo mejor sería que volviera a ejercer algo de influencia sobre su hijo. Claro que sentía un amor tan grande por los hijos que había dado a Knut Porse que parecía haber olvidado, en cierto modo, a su hijo mayor; pero todo sería distinto, sin duda, cuando volviera a encontrarse con él. Y, en verdad, Dama Ingebjoerg no podía tener ningún motivo para desear que el rey Magnus se mezclara en las agitaciones de Scania ya que sus hermanastros tenían allí sus feudos.
Simón pensaba que era evidente que Erlend estaba perfectamente informado. Pero el que le sorprendía más que nadie era Erling Vidkunssoen. ¿El exgran senescal creía que Erlend Nikulaussoen tenía capacidad para juzgar aquellas cosas o, en realidad, Erling recurría a cualquier apoyo? El caballero de Bjarkoe renunciaba difícilmente a su poder. Jamás se le había podido achacar que lo utilizara en su propio provecho; pero tampoco estaba en una situación en que precisara hacerlo. Y todo el mundo decía que con los años se había vuelto más y más obstinado y voluntarioso, y a medida que los demás señores del reino habían intentado alzarse contra él, se había vuelto tan sumamente autoritario que apenas se dignaba escuchar la palabra de otro hombre.
Era propio de Erlend que terminara por saltar, a pies juntos, a la barca de Erling Vidkunssoen cuando este se había encontrado con el viento de frente y no podía saberse si sería ventajoso para Micer Erling o para Erlend mismo, quien aparentaba haberse puesto deliberadamente de parte de su pariente rico. No obstante, Simón tenía que reconocer que, por imprudente que fuera generalmente el lenguaje de Erlend respecto a las gentes y a las cosas, sus palabras no parecían del todo desquiciadas.
Durante la velada, Erlend estuvo de una alegría loca y contagiosa. Ahora se hallaban en Nikulausgaard, la granja que su hermano le había cedido al entrar en el convento. Cristina y tres de sus hijos estaban con él, los mayores y el más joven, así como Margret, la hija de Erlend.
Bastante tarde, llegó un grupo de personas, entre las que se encontraban varios de los caballeros que asistieron a la deliberación del día anterior en casa del arzobispo. Erlend estaba risueño y ruidoso en la mesa donde bebían después de la cena. Había cogido una manzana de un frutero de la mesa, la había mondado en espiral con su cuchillo y la había lanzado después sobre las rodillas de Dama Sunniva Olavsdatter, que se sentaba frente a él.
La vecina de Dama Sunniva quiso tomar parte en el juego y coger la manzana; la otra no quería cedérsela y ambas se enzarzaron en un pugilato en medio de risas y gritos. Pero Erlend dijo que Dama Eyvor recibiría también una manzana. Pronto había lanzado manzanas a todas las mujeres del grupo y en cada una, según dijo, había grabado runas de amor.
—Te quedarás agotado, pequeño —gritó un hombre—, si vas a pagar todas esas prendas.
—Entonces no las pagaré; ya me ha ocurrido otras veces —contestó Erlend mientras volvían a empezar las risas.
Pero el islandés Kloeng, que había examinado una de las manzanas, gritó que no eran runas, sino garabatos sin significado. Él les enseñaría cómo se grababan las verdaderas runas. Erlend le dijo entonces que no lo hiciera.
—Si lo haces, me mandarán atarte las manos, Kloeng, y sin ti no puedo hacer nada.
Durante todo este estruendo, el hijo más joven de Erlend y de Cristina había entrado en la sala y tropezaba a derecha e izquierda. Lavrans Erlendssoen tenía a la sazón un poco más de dos años; era un niño hermoso, rubio y gordo, con el cabello dorado, fino como la seda y rizado. Las mujeres, sentadas en el banco exterior, quisieron al momento cogerlo en brazos; se lo pasaron de una a otra acariciándolo con bastante torpeza, porque estaban todas un poco excitadas y ebrias. Cristina, sentada en el puesto de honor, de espaldas a la pared, al lado de su marido, reclamó al pequeño, que se quejaba y quería ir con ella; pero no pudo conseguirlo.
Bruscamente, Erlend saltó por encima de la mesa y cogió al niño, que gritaba ahora porque Dama Sunniva y Dama Eyvor se lo disputaban y se pegaban por tenerlo. El padre tomó al niño en brazos, le dijo palabras cariñosas, y al ver que seguía llorando se puso a cantar para dormirlo, paseándose por el rincón que estaba en penumbra. Parecía haberse olvidado completamente de sus invitados. La cabecita rubia del niño descansaba sobre el hombro de su padre, contra la cabellera negra de Erlend, mientras este besaba con los labios entreabiertos la manita que se apoyaba en su pecho. Así fue paseando mientras llegaba la sirvienta que hubiera debido ocuparse del niño y acostarlo hacía un buen rato.
Uno de los comensales pidió a gritos que Erlend les cantara algo para bailar; tenía una bonita voz. Primero Erlend se excusó; pero terminó por acercarse a su hija, sentada en el banco exterior. Cogió a Margret por la cintura y se la llevó.
—Vamos, pequeña, ven a bailar con tu padre.
Un hombre joven se adelantó y le tiró de la mano.
—Margret me ha prometido bailar conmigo esta noche.
Pero Erlend levantó a la joven y la dejó al otro lado del banco.
—Tú, Haakon, baila con tu mujer. Yo, en la época en que era recién casado, no bailaba con nadie más.
—Ingebjoerg dice que no puede y he prometido a Haakon que bailaría con él, padre —insistió Margret.
Simón Darre no quiso bailar. Se quedó un momento al lado de una anciana, mirando. De vez en cuando su mirada se dirigía hacia Cristina. Esta, mientras sus sirvientas quitaban la mesa, ponían orden y traían cerveza y nueces de Italia, esperaba de pie al extremo de la mesa. Luego fue a sentarse junto al fuego y habló con un sacerdote que se encontraba entre los comensales. Poco después Simón se sentaba con ellos.
Se había bailado una canción o dos cuando Erlend se acercó a su esposa.
—Ven a bailar con nosotros, Cristina —suplicó, cogiéndole la mano.
—Estoy cansada.
—Invítala tú, Simón; a ti no puede negarte este baile.
Simón se levantó a medias de su asiento y tendió la mano a Cristina; pero esta movió la cabeza.
—No insistas, Simón; estoy cansadísima.
Erlend esperaba; parecía contrariado. Luego dio media vuelta, se acercó a Dama Sunniva, le tendió la mano y se la llevó a la cadena del baile, mientras gritaba a Margret que les cantara ahora una tonadilla.
—¿Con quién baila tu hijastra? —preguntó Simón.
Se decía que aquella cara no le gustaba nada aunque se tratara de un hombre espléndido, de tez fina y morena, bonitos dientes y ojos brillantes, aunque demasiado juntos; tenía también la barbilla y la boca grandes y fuertes, pero la frente estrecha.
Cristina contestó que era Haakon Eindridessoen de Gimsar, nieto de Tore Haakon, juez de la parroquia de Gauldoela. Haakon había contraído matrimonio hacía poco con la hermosa jovencita sentada sobre las rodillas del juez Olav, su padrino.
Simón se había fijado en ella porque se parecía a su primera mujer, aunque era menos hermosa. Al saber que tenían algún parentesco, fue a saludar a Ingebjoerg y se sentó a su lado para hablar un poco.
El baile se disolvió para descansar. La gente mayor se reunió con intención de beber, pero la juventud continuó cantando y jugando en la sala. Erlend se acercó a la chimenea con algunos hombres maduros, pero sin soltar la mano de Dama Sunniva, haciéndose el distraído. Los hombres se sentaron al lado del fuego, la mujer no tenía sitio, pero se quedó de pie delante de Erlend comiendo nueces que él le cascaba con los dedos.
—No eres correcto, Erlend —dijo de pronto—. Tú estás sentado y yo, en cambio, de pie delante de ti…
—Siéntate —contestó Erlend riendo y atrayéndola sobre sus rodillas. Se resistió la mujer, rio y llamó a la esposa de Erlend preguntándole si veía cómo se comportaba su marido.
—Erlend se porta así porque es bueno —contestó Cristina también riendo—. Mi gata no se frota nunca contra sus piernas sin que la suba a las rodillas.
Erlend y la dama permanecieron sentados como antes y simularon no haberla oído, pero ambos se pusieron colorados. Él había pasado el brazo por la cintura de Dama Sunniva como sin darse cuenta y, entre tanto, iba hablando con los demás hombres de la enemistad existente entre Erling Vidkunssoen y el canciller Paul, asunto que preocupaba a todos. Erlend dijo que Paul Baardssoen había exteriorizado sus sentimientos hacia Erling al estilo de las mujerzuelas… Les citaría un ejemplo.
El verano anterior, uno de los hijos de la granja de Finnen había ido a la asamblea de los jefes para ponerse a disposición del rey. Aquel pobre muchacho del Voss hizo grandes esfuerzos para iniciarse en las costumbres de la Corte y en los modales cortesanos; también tenía que esmaltar su conversación con palabras suecas (en mi juventud estaba de moda el francés, ahora es el sueco); así fue como un buen día preguntó a unos compañeros qué significaba la palabra traakig (cargante). Micer Paul, que le había oído, le explicó:
—Traakig, mi querido primo, es precisamente la palabra que se ajusta a Dama Eline, la esposa de Micer Erling.
Nuestro joven del Voss interpretó, pues, traakig por bonita o simpática, porque esta era la idea que tenía de la dama; sin duda no la había oído charlar. Pero resulta que un buen día Erling encuentra al muchacho en la escalera exterior del salón; habló amistosamente con el joven, preguntándole si estaba a gusto en la ciudad, etc., y rogándole que saludara de su parte a su padre. El adolescente dio las gracias y dijo que sería una gran alegría para su padre cuando él regresara a casa recibir los recuerdos de «vos mismo, señor, y de vuestra traakig (cargante) esposa». Erling le dio tan tremendo bofetón que el pobre muchacho cayó escaleras abajo hasta que un hombre le detuvo. Gran escándalo; la gente acudió y aclararon la cosa. Erling estaba furioso; esto provocó que la gente se riera de él, pero hizo como si no le importara. El canciller se conformó con reírse y decir que más hubiera valido decir que traakig era una palabra que se aplica, sobre todo, al gran senescal; de este modo, sin duda, el muchacho no se habría confundido.
La opinión unánime fue que tal conducta por parte del canciller era poco digna, pero muchos se reían. Simón escuchaba sin hablar, con la mejilla apoyada en la mano. Le parecía que Erlend demostraba de un modo muy raro su amistad con Erling Vidkunssoen. Esta historia ponía claramente de relieve que Erling carecía un poco de buen sentido por el hecho de haber creído que un chiquillo recién llegado de su pueblo se había atrevido a burlarse de él cara a cara en la escalera de la casa real. No esperaba que Erlend recordara su antiguo parentesco de cuñado con Dama Eline y con Micer Erling.
—¿En qué piensas, Cristina? —preguntó Erlend a su esposa, que permanecía en silencio, erguida y con las manos cruzadas sobre las rodillas.
Esta contestó:
—Pensaba en Margret.
Avanzada la noche, Erlend y Simón salieron al patio y asustaron a dos personas que se encontraban detrás de la casa. Las noches eran claras como el día y Simón reconoció a Haakon de Gimsar y Margret Erlendsdatter. Erlend les siguió con la mirada. Estaba relativamente sobrio y Simón comprendió que aquello le disgustaba, pero, no obstante, observó en tono indiferente que aquellos dos se conocían desde su infancia y que siempre se lanzaban puyas. Simón se decía que si no había nada malo en todo aquello, era de todos modos lamentable para la joven esposa, Ingebjoerg.
Pero a la mañana siguiente el joven Haakon vino a Nikulausgaard, y al preguntar por Margret, Erlend se enfureció:
—Mi hija Margret no es para ti. Y si no os lo habéis dicho todo ayer, no tienes sino tragarte lo que aún te queda por decir.
Haakon se encogió de hombros y al marcharse rogó a Erlend que saludara de su parte a Margareta.
Las gentes de Husaby permanecieron en Nidaros durante la asamblea y Simón disfrutó poco. Erlend estaba de mal humor tan pronto entraba en su casa de la ciudad, porque Gunnulf había cedido al hospital, enclavado del otro lado de la huerta, el uso de ciertos pabellones que daban a aquel lado y también algunos derechos sobre el jardín. Erlend decidió finalmente comprar estos derechos al hospital; no le gustaba ver a los enfermos en el jardín y el patio de la casa; muchos de ellos eran espantosos y temía el contagio para sus hijos. Pero no acababa de llegar a un acuerdo con los frailes encargados del hospital.
Luego estaba Margret Erlendsdatter. Simón se daba cuenta de que se murmuraba de ella y que esto dolía a Cristina, pero el padre parecía mostrarse indiferente; tenía, sin duda, la certeza de que podía proteger a su hija y que todo aquello tenía poca importancia. Sin embargo, un día contó a Simón que Kloeng Aressoen parecía deseoso de conseguir a su hija, y que no sabía cómo obrar en aquellas circunstancias. Reprochaba al islandés el ser hijo de sacerdote y sería una lástima que se dijera de los hijos de Margret que el nacimiento de sus padres estaba, por ambos lados, marcado con una mancha. Aparte de esto, Kloeng era un hombre encantador, alegre, inteligente y muy instruido. El propio Sira Are le había formado e instruido; tenía la intención de dedicarlo al sacerdocio y había iniciado seguramente las gestiones para obtener una dispensa, pero entonces Kloeng no quiso ordenarse. Erlend parecía dispuesto a dejar las cosas en ese punto… si no se presentaba ningún partido mejor; siempre estaría a tiempo de entregar su hija a Kloeng Aressoen.
Por lo demás, Erlend había tenido ya una oferta magnífica para su hija y la gente hablaba de su orgullo y de su insensatez cuando la dejó escapar. Se trataba de un nieto del barón Sigvat, de Leirhole, que se llamaba Sigmund Finnssoen; no era rico, porque Finn Sigvatssoen había tenido once hijos vivos, ni tampoco muy joven, de la edad de Erlend aproximadamente, pero era un hombre bien considerado y muy sensato. Con las tierras que Erlend había dado a su hija al casarse con Cristina Lavransdatter y todos los obsequios y joyas que le había ido regalando en el transcurso de los años y la dote convenida con Sigmund, Margret viviría muy bien. Así Erlend había acogido con alegría la idea de semejante pretendiente para su hija ilegítima. Pero cuando presentó aquel prometido a su hija, esta afirmó que no lo quería porque tenía unas verrugas en el párpado y que aquello le daba asco. Erlend no insistió, y como Sigmund se indignó y habló de ruptura de compromiso, Erlend se enfureció también y el otro no tuvo más remedio que comprender que todos los compromisos estaban supeditados a la aceptación de la jovencita; la hija de Erlend no iría a la fuerza al tálamo nupcial. Cristina estaba de acuerdo con su marido en no ejercer ninguna presión en la joven, pero le parecía que, de todos modos, Erlend hubiera debido hablar seriamente con su hija y hacerle comprender que, debido a su nacimiento, podía difícilmente esperar un partido mejor que Sigmund Finnssoen. Sin embargo, Erlend se enfadó con su mujer por el solo hecho de que se hubiera atrevido a hablar de aquello. Simón se había enterado de todo en Ranheim. Allí se decía que ese asunto terminaría mal. Sin duda, Erlend era ahora un hombre poderoso y ella una joven muy bella. Pero no podía favorecer a Margret que su padre la hubiera mimado y alimentado su orgullo y sus caprichos durante aquellos años.
Después de la asamblea de Frosta, Erlend regresó a Husaby con su mujer, sus hijos y Simón Darre, que ahora tenía consigo a su sobrino Gjaavald Gjaavaldssoen. Temía que este regreso del que tanto se había alegrado Sigrid, saliera mal. Sigrid de Kruke vivía en buena posición, tenía tres hijos preciosos de su marido y el propio Geirmund, el mejor hombre del mundo, había rogado a su cuñado que condujera a Gjaavald al sur para que su madre pudiera verlo…, porque no podía quitarse a este hijo de la cabeza. Pero Gjaavald estaba acostumbrado a vivir según las costumbres de sus abuelos paternos. Los viejos querían al niño de un modo desatinado y le daban todo lo que deseaba, cediendo a sus caprichos; en Kruke las cosas no eran como en Ranheim. No había que esperar que encantara a Geirmund que el hijo ilegítimo de su esposa, de visita en su casa, estuviera criado como un hijo del rey, con un criado personal, un hombre de edad a quien el chiquillo traía de cabeza y que no se atrevía a protestar ante las exigencias del pequeño. Pero para los hijos de Erlend la llegada de Gjaavald a la granja fue una suerte. Erlend opinaba que sus hijos no debían ser menos que el nieto de Arne Gjaavaldssoen, y así fue como Naakkve y Bjoergulf obtuvieron de su padre que les regalara lo mismo que poseía su invitado.
Como los dos mayores lo eran ya bastante para viajar y montar a caballo con Erlend, los llevó más a menudo con él. Simón vio que Cristina no estaba contenta; no le parecía bien que tan jóvenes aprendieran a tratar con los seguidores de su padre. Era, sobre todo, a causa de los niños por lo que los esposos discutían; incluso si no tomaba las proporciones de una auténtica disputa llegaba a convertirse en algo tan peligrosamente cercano que a Simón le parecía francamente mal. Tenía la impresión de que era Cristina casi siempre la causante. Erlend se enfurecía fácilmente; pero ella hablaba como presa de un rencor profundo y secreto. Por lo menos, así fue un día en que se quejó de Naakkve; el padre contestó que hablaría seriamente al pequeño, pero a una observación de la madre, Erlend se enfureció, diciendo que no podía moler el niño a palos por culpa de sus hombres.
—No, ahora es demasiado tarde. Si lo hubieras hecho cuando era más pequeño, ahora te haría caso. Pero entonces no te preocupabas nunca de lo que hacía ni de por dónde iba.
—Sí, sí, claro. Pero era natural que le dejara seguirte cuando era niño. No es cosa de hombres dar azotes a un niño que aún no lleva pantalones.
—No pensabas así la semana pasada —observó Cristina con amarga ironía.
Erlend no contestó, se levantó y salió. Simón no encontró justas las palabras de Cristina. Esta aludía a un incidente de la semana anterior. Erlend y Simón llegaban a caballo, al patio, cuando el pequeño Lavrans se les acercó con una espada de madera y al pasar ante el caballo de su padre le pegó en la pierna por pura travesura. El caballo se encabritó y el niño cayó bajo sus patas. Erlend retrocedió y echó el caballo a un lado, arrojando las riendas a Simón. Tenía el rostro blanco de pánico cuando levantó al niño en sus brazos. Pero cuando vio que no tenía nada le puso bajo el brazo izquierdo, con la espada de madera le dio unos azotes; el niño no llevaba aún pantalones. En el primer acceso de rabia, Erlend no se dio cuenta de lo fuerte que pegaba y Lavrans salió de la aventura con el trasero lleno de cardenales. Durante todo el día, Erlend intentó ganarse la amistad del pequeño, pero este permanecía al lado de su madre defendiéndose o amenazando a su padre. Y cuando Lavrans estuvo acostado en la cama matrimonial, donde dormía aún porque su madre le daba todavía el pecho por la noche, Erlend se apartó a un lado toda la noche, aunque sin dejar de acariciar al niño dormido y contemplarlo. Dijo a Simón que, de sus hijos, era al que amaba más.
Cuando Erlend tuvo que asistir a las asambleas de verano, Simón emprendió también el regreso. Se marchó hacia el sur, siguiendo el curso del Gauldal, a un paso tal que saltaban chispas bajo los cascos de los caballos. Yendo un día algo más despacio, al remontar una pendiente, sus criados le preguntaron riendo si pensaba hacer en dos jornadas el trayecto que requería tres. Simón contestó riendo a su vez que ojalá fuera así, «porque estaba impaciente por llegar a Formo».
Así ocurría siempre cuando había estado ausente de su granja durante cierto tiempo. Le gustaba su casa y era feliz cuando él y su caballo emprendían el camino de vuelta. Pero esta vez le parecía que nunca había deseado tanto volver a ver su valle, su granja y sus hijas; también tenía ganas de ver a Ramborg. En el fondo se le antojaba absurdo aquel deseo tan fuerte, pero allí, en Husaby, se había encontrado tan poco a gusto que ahora creía comprender lo que sienten los animales cuando amenaza tormenta.