8
Cristina se quedó en Husaby todo el otoño e invierno, sin aceptar ir a ninguna parte y diciendo, para excusarse, que no se encontraba bien. Pero sólo estaba cansada. Jamás se había sentido más cansada: cansada de alegría, cansada de pena, y, sobre todo, cansada de sus reflexiones.
Todo iría mejor cuando naciera su hijo, pensaba, y lo esperaba con impaciencia; le parecía que a él debería su salvación. Si era un hijo y su padre muriera antes del nacimiento llevaría su nombre. Imaginaba ya cuánto amaría a este niño; le alimentaría con su leche; hacía tanto tiempo que no había tenido un pequeño al pecho; entonces los ojos se le llenaban de lágrimas de impaciencia al pensar que no tardaría en tener en brazos un niño al que amamantaría.
Volvía a reunir a sus hijos a su lado, como antes, y se esforzaba por imponer un poco más de disciplina y método a su educación. Sentía que al obrar así obedecía al deseo de su padre y aquello daba paz a su alma. Sira Eiliv había empezado a enseñar las letras a Naakkve y a Bjoergulf, y también lengua latina, y Cristina solía ir a casa del sacerdote a la hora de la lección de los niños. Pero no eran niños ávidos de instruirse; todos los hijos de Cristina eran turbulentos e indisciplinados, excepto Gaute, que siguió siendo el niño mimado de su madre, según decía Erlend.
Por Todos los Santos, Erlend regresó de Dinamarca de muy buen humor. Había sido recibido con grandes honores por el duque y por su prima Ingebjoerg; le habían agradecido mucho sus regalos de pieles y objetos de plata; había tomado parte en un torneo y había cazado ciervos y gacelas. Al marcharse, Micer Knut le había regalado un semental español, negro como el ébano, y la dama había mandado a Cristina afectuosos saludos y dos lebreles grises plateados. A Cristina le pareció que aquellos perros extranjeros tenían una expresión de sorna y parecían poco fieles, y tuvo miedo de que hicieran daño a sus hijos. La gente de los alrededores hablaba del Castellano. Erlend estaba magnífico sobre su caballo alto y fino, pero aquellos animales no se aclimatan bien en nuestra tierra y sabe Dios cómo sobreviviría el caballo en la montaña. Sin embargo, Erlend compró, en todas partes donde le llamaba su cargo, las mejores yeguas negras; consiguió así una docena que eran una maravilla. Erlend Nikulaussoen tenía costumbre de poner nombres elegantes y extranjeros a sus caballos de silla: Belcolor, Bayvard, etc., pero al último lo encontró tan magnífico que consideró innecesario tal artificio… y le llamó simplemente Hollín.
Erlend se enfadó mucho cuando su mujer se negó a acompañarle. Se negaba a reconocer que estaba enferma; esta vez no había tenido ni síncopes, ni vómitos, y en todo caso no se le notaba nada… Si estaba pálida y fatigada era, sin duda, porque continuamente meditaba en los errores de su marido. Cerca de Navidad hubo entre ellos violentísimas discusiones. Y esta vez Erlend no se excusó por su carácter ni demostró tener remordimientos por ella como lo había hecho siempre. Hasta entonces, cuando hubo desacuerdo siempre creyó que la culpa era suya. Cristina era buena, tenía siempre razón, y si él se aburría era porque su naturaleza estaba hecha así, porque se cansaba de lo bueno y de lo razonable si se le daba en demasía de las dos cosas. Pero el verano precedente había observado en diversas ocasiones que su suegro le daba la razón y estimaba que Cristina carecía de dulzura y de humor conciliador. Entonces tuvo la impresión de que era algo susceptible y de que le perdonaba con dificultad las tonterías que había hecho sin malicia premeditada. Siempre, después de un breve examen de conciencia, le había pedido perdón y ella se lo había otorgado, pero notó que a continuación las faltas eran silenciadas, mas no olvidadas.
Entonces se ausentó con frecuencia, llevándose con él a su hija Margret. La educación de la muchacha fue siempre una fuente de discusiones entre los dos. Cristina jamás había hecho el menor comentario, pero Erlend sabía sobradamente lo que ella y otros opinaban sobre ese asunto. Siempre había considerado a Margret como una hija legítima, y cuando acompañaba a su padre y madrastra, la gente la recibía como a tal. En la boda de Ramborg había sido una de las damas de la novia y había lucido la corona de oro sobre su cabellera suelta. Muchas mujeres lo censuraron, pero Lavrans les había dicho, lo mismo que Simón había asegurado, que nadie debía hacer ningún reproche a Erlend ni decir nada a la joven; la criatura no era culpable de que su nacimiento hubiera sido tan desgraciado. Pero Cristina se daba cuenta de que Erlend proyectaba casar a Margret con un soldado, persuadido de que su situación actual le permitiría concertar aquel trato aunque su hija fuera ilegítima y resultara tan difícil proporcionarle un porvenir seguro, estable. Esto habría sido posible si la gente realmente hubiera creído que Erlend era capaz de conservar y aumentar sus riquezas y honores. Pero aunque en cierto modo quisieran y honraran a Erlend, nadie estaba seguro de que la prosperidad pudiera durar en Husaby. Por ello Cristina temía que le resultara muy difícil llevar adelante su plan. Y aunque no quisiera demasiado a Margret, compadecía a la muchachita, y temía, horrorizada, el día en que su orgullo sería humillado, si tenía que conformarse con un matrimonio muy por debajo de lo que su padre la había acostumbrado a esperar, y se viera obligada a desenvolverse en unas condiciones distintas de aquellas en las que se la había educado.
Poco después de la Candelaria, tres hombres de Formo llegaron a Husaby. Habían venido por la montaña, en esquíes, y traían a Erlend un mensaje de Simón Andressoen. Simón escribía que su suegro estaba enfermo y no parecía que fuera a durar mucho. Lavrans pedía que Erlend fuera a Sil, si le era posible; quería hablar con sus dos yernos para decirles cómo había que disponer sus cosas después de su muerte.
Erlend dirigió una mirada a su mujer. Estaba encinta, muy pálida, con el rostro descompuesto y la expresión tan afligida que parecía como si fuera a ponerse a llorar de un momento a otro. Tanto que lamentó su conducta hacia ella durante aquel invierno. La enfermedad de su padre no era inesperada para ella y si había vivido todo aquel tiempo en Husaby, guardando para sí aquella pesadumbre, no tenía más remedio que perdonarle su falta de sensatez.
Sólo podía ir relativamente de prisa hasta Sil pasando por la montaña, esquiando. Si tenía que llevarse a su mujer en trineo sería un viaje largo y fatigoso. En ese caso, debería además esperar a que se terminaran las asambleas de Cuaresma de los hombres de armas y fijar de antemano las entrevistas con sus vasallos; había otras entrevistas y reuniones a las que tenía igualmente que asistir. Antes de poder irse, corrían el riesgo de que faltara poco para el alumbramiento… y Cristina no podía soportar el mar, ni siquiera estando bien. Sin embargo, no aceptaba la idea de que ella no pudiera ver a su padre antes de morir. Por la noche, cuando estuvieron acostados, preguntó a su mujer si se atrevía a emprender aquel viaje.
Se consideró recompensado cuando ella se le echó en brazos llorando, agradecida, arrepentida por su mal humor del invierno. Erlend volvió a ser tierno y cariñoso, como lo era siempre que había apenado a una mujer y la veía demostrárselo. Así fue como toleró bastante bien las exigencias de Cristina. Lo primero que él dijo era que no quería llevar a ningún niño, pero la madre le razonó que Naakkve ya era bastante mayorcito; podía ser beneficioso para él el hecho de presenciar la muerte de su abuelo. Erlend se negó. Cristina comentó entonces que Ivar y Skule eran demasiado pequeños para dejarlos nuevamente al cuidado de las sirvientas. No, dijo el padre. ¿Y Gaute, que había gustado tanto al abuelo? No; para Ragnfrid sería muy difícil tener en la granja una mujer embarazada mientras su marido yacía en el lecho del dolor; ¿cómo se marcharían luego con el recién nacido? O bien tendría que dejar al niño con una nodriza en una de las granjas de Lavrans, o bien esperar en Joerungaard a que llegara el verano, en cuyo caso él la precedería, solo, a Husaby. Se lo expuso repetidas veces a Cristina, pero esforzándose por hablarle con calma y persuasión.
Luego se le ocurrió la idea de que tendría que ir a Nidaros para recoger muchas de las cosas que necesitaría su suegra para la comida de funerales: vino y cera, harina de centeno y harina candeal, etc. Por fin, emprendieron la marcha y llegaron a Joerungaard la víspera de Santa Gertrudis.
Pero la estancia de Cristina en su casa fue distinta de lo que había imaginado.
Hubiera debido sentirse contenta de ver a su padre una vez más. Cuando pensaba en la alegría que tuvo al verla llegar y el agradecimiento que demostró a Erlend, se sentía feliz. Pero sintió que esta vez la dejaban fuera de muchas cosas y aquello le resultaba doloroso.
Le faltaba apenas un mes para el alumbramiento, por lo que Lavrans había prohibido que hiciera el menor esfuerzo para cuidarlo; ni se le permitió, siquiera, velarlo de noche con los demás; en el trabajo general, la madre no toleró que les ayudara en nada. Permanecía todo el día al lado de su padre; pero pocas veces se quedaban solos. Casi diariamente llegaban invitados a la granja: amigos que querían ver por última vez a Lavrans Bjoergulfssoen. Era un placer para él, aunque le cansaba mucho. Hablaba alegre y cordialmente con todos: hombres y mujeres, ricos y pobres, jóvenes y viejos; les daba las gracias por su amistad y les rogaba que rezaran por su alma y ¡que Dios nos permita encontrarnos en la luz plena! Durante las noches, mientras sólo los familiares lo acompañaban, Cristina estaba acostada arriba, en el granero del heno; miraba fijamente las tinieblas sin poder evitar pensar en la desaparición de su padre, así como en la maldad y desatino de su propio corazón.
El fin de Lavrans no tardó en llegar. Permaneció en pie hasta que Ramborg tuvo a su hija y Ragnfrid no precisó ir con tanta frecuencia a Formo; un día se hizo conducir allí para ver a su hija y a su nieta; a esta se le había puesto el nombre de Ulvhild. Luego se acostó para no levantarse más.
Dormía en la casa grande, bajo el granero del heno. Se le había preparado una cama sobre el banco del puesto de honor, porque no soportaba tener la cabeza muy levantada; al moverse tenía vértigos, síncopes y dolores cardíacos. Ya no se atrevían a sangrarlo porque habían tenido que hacerlo con tanta frecuencia durante el otoño y el invierno, que estaba sin sangre y no le quedaban fuerzas ni para comer ni para beber.
Ahora los rasgos finos y hermosos de su padre eran duros y había perdido el color tostado de su rostro. Sus labios y las órbitas de los ojos tenían el color amarillento de los huesos y una palidez de anemia. Su cabello, abundante, rubio entrecano, colgaba sin cortar, sin brillo y enmarañado, sobre el almohadón bordado de azul. Pero lo que más le desfiguraba era la barba espesa y gris que rodeaba el rostro hasta el cuello largo y fuerte, donde los tendones sobresalían como si fueran cuerdas. ¡Lavrans cuidaba tanto de afeitarse los días de fiesta! Su cuerpo había adelgazado hasta el punto de no ser más que un esqueleto. Pero decía que echado y sin moverse se encontraba bien. Seguía alegre y divertido.
Se mataron animales, se preparó la cerveza, se amasó para la comida de funerales y se sacó ropa de cama para repasarla; prepararon de antemano todo lo que se pudo para que reinara el silencio cuando llegara la agonía. Oír estos preparativos reanimaba a Lavrans: el último festín que iba a ofrecer no debía ser en modo alguno el peor de Joerungaard; debía abandonar el puesto de amo con honor y dignidad. Un día quiso ver las dos vacas que debían seguir su entierro para ser entregadas a Sira Eirik y Sira Solmund, y las hicieron entrar en la casa. Durante todo el invierno habían recibido doble ración, por eso estaban gordas y lustrosas como las vacas de la montaña en la época de san Olav, aunque en lo referente al forraje estuvieran en la mala época anterior a la primavera. Él se rio más fuerte que nadie cuando una de ellas ensució el suelo.
Pero temía que su mujer se agotara del todo. Cristina se creía una buena ama de casa o por tal se la tenía en Skaun; pero comparada con su madre se sentía una nulidad. Nadie podía comprender cómo Ragnfrid se las arreglaba para estar en todo, y, sin embargo, nunca parecía descuidar a su marido; por la noche lo velaba también como los demás.
—No te preocupes por mí, Lavrans —decía cogiéndole la mano—. Cuando estés muerto, sabes de sobra que descansaré de mis fatigas.
Lavrans Bjoergulfssoen había comprado años atrás un lugar de reposo en el convento de los Hermanos Predicadores de Hamar y Ragnfrid quería acompañar su cuerpo y quedarse a vivir allí. Se alojaría en una granja que los hermanos poseían en la ciudad. El ataúd sería llevado primero a la iglesia de la región, la cual, lo mismo que los sacerdotes, recibiría grandes bienes. Su caballo, con su equipo y las armas, iría detrás; luego Erlend lo recuperaría por cuarenta y cinco marcos de plata. Sin duda, un día u otro pasarían a uno de los hijos de Erlend y Cristina, con preferencia al niño que esperaban, si era varón. A lo mejor sería algún día Lavrans de Joerungaard, dijo el enfermo sonriendo. Al bajar por el Gudbrandsdal, el cuerpo sería igualmente trasladado para pasar la noche a distintas iglesias que Lavrans mencionaba también en su testamento y que recibirían donativos en dinero y cera.
Un día, Simón advirtió que su suegro estaba llagado. Entre él y Ragnfrid lo incorporaron y arreglaron.
Cristina sentía, desesperada, cómo los celos iban royéndole el corazón. Soportaba a disgusto la confianza que sus padres daban a Simón Andressoen. En Joerungaard estaba más en su casa de lo que Erlend había estado jamás. Casi todos los días se veía su caballo bayo amarrado a la valla del patio; Simón estaba en casa, al lado de su suegro, con sombrero y manto; sólo se quedaba un momento. Poco después desaparecía por la puerta y gritaba que entraran su caballo. Conocía todos los negocios del padre, hacía encargos a Ragnfrid y hablaba con el primer mozo de los asuntos de la granja. Cristina recordaba lo mucho que había deseado que su padre se encontrara a gusto con Erlend, y la primera vez que Lavrans había dado la razón a Erlend en contra de Cristina, se había portado como una tonta.
Simón Andressoen pensaba con mucha tristeza en la próxima desaparición de su suegro. Pero su gran felicidad era la de tener una hija. Lavrans y Ragnfrid hablaban mucho de la pequeña Ulvhild y Simón sabía contestar a todas las preguntas sobre su desarrollo y salud. También por esto sentía Cristina aumentar sus celos. Jamás se había ocupado Erlend de sus hijos, por lo menos de aquel modo. Al mismo tiempo encontraba ridículo que aquel hombre no muy joven, con su rostro rubicundo, hablara con tanta autoridad de los cólicos y del apetito de una niña de pecho.
Un día Simón vino a buscarla en trineo para llevarla al sur, a ver a su hermana y su sobrina.
Había hecho reconstruir por completo la vieja y negra casa del hogar, donde, desde hacía siglos, las mujeres de Formo solían instalarse cuando iban a dar a luz. Se había derribado el hogar y en su lugar montaron una estufa; una cama elegante, esculpida, tibia y cómoda estaba apoyada en uno de los lados de la estufa, y en la pared de enfrente se colocó una bella imagen de la Madre de Dios de modo que la persona acostada pudiera verla desde la cama. Se había añadido un pavimento, una ventana con cristales, lindos muebles auxiliares y bancos nuevos. Simón quería que Ramborg hiciera de aquello una casa para las mujeres, donde tendría su servicio de plata y podría invitar a otras amas de casa; en caso de que en la granja hubiera un festín, aquello sería un buen refugio para las mujeres que no se encontraran a gusto cuando los hombres hubieran bebido demasiado y alborotaran, al final de la comida.
Ramborg, con un bonete de seda y un corpiño rojo adornado de piel blanca, se había acostado en honor a su invitada; la sostenían almohadas de seda estampada. Delante de la cama, y cubierta con terciopelo floreado, estaba la cuna de Ulvhild Simonsdatter, la vieja cuna sueca que Ramborg Sunnesdatter había traído consigo de Noruega; había servido para el padre y el abuelo de Cristina, así como para ella y para todos los demás hermanos y hermanas. Según la costumbre, aquella cuna hubiera debido formar parte de su dote, puesto que era la hija mayor, pero ni se la había mencionado en la época de su boda. Había comprendido que a sus padres se les había olvidado voluntariamente; opinaban que los hijos de ella y de Erlend no eran dignos de disfrutarla.
Después de aquello encontró siempre una excusa para no ir a Formo. Decía que le faltaban las fuerzas.
También se sentía enferma, pero de dolor y de angustia; no podía dejar de reconocer que cuanto más tiempo pasaba en casa de sus padres, más sufría. Era así; le lastimaba ver que su padre, en el umbral de la muerte, quería más a su esposa que a cualquiera de los demás.
Había oído siempre poner la vida de sus padres como un ejemplo de matrimonio perfecto y digno en su unión, fiel y bondadoso. Pero sin pensar en ello había sentido que algo les separaba: una sombra imprecisa, pero lo bastante fuerte para que la vida en el hogar fuera silenciosa, aunque el trato entre ellos estuviera lleno de bondad y placidez. Ahora se había desvanecido la sombra entre ellos. Hablaban juntos en un tono igual y tranquilo, comentando pequeñeces; pero Cristina descubría algo nuevo en sus miradas y en la vibración de sus voces. Se daba cuenta de que, cuando su padre no tenía a su esposa en la estancia a su lado, la echaba de menos. Cuando la había convencido para que saliera a descansar, experimentaba como una inquietud, una espera impaciente, y cuando la veía entrar parecía como si la paz y la alegría llegaran con ella hasta el enfermo. Un día les oyó hablar de sus hijos muertos; no obstante, parecían felices. Cuando Sira Eirik venía a leer a Lavrans, Ragnfrid se quedaba cerca. Lavrans solía entonces tomar la mano de su esposa, jugaba con sus dedos y le daba vueltas a los anillos.
Cristina sabía que su padre no la amaba menos que antes. Pero hasta entonces no se había dado cuenta de que también amaba a su madre. Sentía la diferencia entre la ternura del marido por la esposa que había vivido junto a él aquella larga vida de días buenos y días malos, y la ternura del padre por la hija que sólo había compartido con él alegrías y disfrutado de su profundo cariño. Y lloraba, rogaba a Dios y a san Olav que vinieran en su ayuda, porque recordaba aquel adiós tierno y bañado en lágrimas del otoño pasado, en la montaña, y no deseaba que hubiera sido el último.
En abril nació el sexto hijo de Cristina; a partir del quinto día del nacimiento, se levantó y fue a la casa grande para poder estar al lado de su padre. A Lavrans no le gustó: en su granja se había tenido siempre por costumbre que una parturienta no se levantara más que el día que tenía que ir a la iglesia. En todo caso, sólo le daba permiso para cruzar el patio bajo un sol radiante. Ragnfrid le escuchaba.
—Me parece, Lavrans, que nosotras, tus mujeres, no hemos sido nunca muy obedientes contigo, sino que la mayor parte de las veces hemos hecho lo que hemos querido.
—¿Y no te has dado cuenta hasta ahora? —preguntó Lavrans sonriendo—. En todo caso, no es porque tu hermano Trond no me lo advirtiera. ¿Te acuerdas de que me trataba siempre de tonto porque me dejaba gobernar por vosotras?
El primer día de misa, Ramborg fue a purificarse y luego fue a Joerungaard por primera vez después del nacimiento de su hija. Helga Rolfsdatter, casada también, la acompañaba. Haavard Trondssoen de Sundbu estaba con Lavrans. Estos tres jóvenes eran de la misma edad y durante tres años habían vivido juntos como hermanos en Joerungaard. Haavard, el chico, era entonces el más atrevido de los tres y el que siempre dirigía el juego. Las dos jóvenes de toca blanca le hicieron sentir claramente que eran ahora señoras de su casa y conocedoras de los hombres, niños y quehaceres domésticos, mientras que él era sólo un niño inexperto. Lavrans se divirtió con la disputa.
—Espera sólo a que te cases tú también, pequeño. Entonces verás qué corta es tu ciencia —dijo Lavrans, y todos los hombres que se hallaban en la estancia se echaron a reír.
Sira Eirik iba todos los días a visitar al moribundo. El viejo sacerdote tenía ahora la vista débil; pero la historia sagrada en noruego, los evangelios y los salmos en latín, los leía con facilidad porque conocía estos libros casi de memoria. Unos años antes, Lavrans había comprado un enorme libro en Saastard; este era el que prefería, pero Sira Eirik no conseguía leerlo. Entonces Lavrans pidió a Cristina que lo intentara. Y cuando el libro le fue familiar, Cristina leyó bien. Fue para ella una gran alegría poder hacer algo por su padre.
Este libro contenía una especie de diálogos entre el temor y el valor, la fe y la duda, el cuerpo y el alma. Había también leyendas de santos y varias narraciones sobre hombres que durante su vida temporal habían sido llevados en espíritu y habían visto las torturas del mundo de los suplicios, las pruebas del Purgatorio y la felicidad del Reino de los Cielos. Lavrans hablaba mucho ahora del Purgatorio, donde esperaba ir pronto; pero estaba tranquilo. Aguardaba el gran consuelo de las oraciones de sus amigos y de los sacerdotes, y se animaba al pensar que san Olav y santo Tomás le sostendrían en aquella prueba suprema como le habían sostenido en vida. Siempre había oído decir que el que se mantenía firme en su fe tendría siempre ante sus ojos la felicidad, a la que el alma llegaría purificada por las llamas. Cristina tenía la impresión de que su padre se alegraba de lo que le esperaba como si fuera una prueba de valor. Recordaba claramente su infancia, y aquella expedición de gente de su comarca, fieles al rey, contra el duque Eirik, y le parecía que ahora su padre miraba cara a cara a la muerte, lo mismo que entonces había mirado de frente la aventura y el combate.
Un día dijo que le parecía que su padre había pasado por tantas pruebas, que saldría sin duda fácilmente de las del otro mundo. Lavrans contestó que no era de la misma opinión; había sido un hombre rico, de alto linaje y había tenido éxitos y amigos en este mundo.
—Mis mayores disgustos han sido el no conocer el rostro de mi madre y haber perdido a mis hijos. Pero pronto ya dejarán de ser disgustos para mí. Así ocurre con todas las otras cosas que me han pasado durante la vida: son penas que dejarán de serlo.
La madre solía estar presente cuando Cristina leía; había también gente de fuera y Erlend iba gustoso a oírla. Todos disfrutaban con la lectura, pero a Cristina la turbaba y desesperaba; pensaba en su propio corazón, que tan bien conocía lo justo y lo bueno y, no obstante, se inclinaba siempre hacia la iniquidad. Temía por su pequeño; casi no se atrevía a dormir por las noches, por miedo a que muriera sin ser bautizado. Dos mujeres debían velarla siempre y así y todo temía dormirse. Había bautizado a todos sus hijos antes de que tuvieran tres días; pero con este, que era grande y fuerte, esperaban; que rían ponerle el nombre de Lavrans; pero en el valle la gente estaba aferrada a la costumbre de no poner a los niños nombres de personas vivas.
Un día que, estando junto a su padre, tenía al niño sobre las rodillas Lavrans le pidió que quitara los pañales al pequeño, al que sólo había visto su carita. Obedeció y puso al niño en brazos de su padre. Lavrans acarició su pecho fuerte y tomó una de las manitas en su mano:
—Es maravilloso, pequeño, que un día debas vestir mi cota de mallas. Ahora estarías dentro como un gusano en una nuez vacía, y esta mano tendrá que crecer mucho antes de poder abarcar el puño de mi espada. Cuando uno ve a compañeros de armas tan chiquitines como este, comprende que la voluntad de Dios no es la de que llevemos armas. Pero apenas habrás crecido un poco cuando ya te impacientarás por llevarlas. Entre los hombres hay muy pocos que, por amor de Dios, juren abstenerse de usarlas. Yo no lo hice.
Hizo una pausa y contempló al niño:
—Tienes a tus hijos con mucho amor, Cristina mía. El pequeño es grande y fuerte, pero tú estás pálida y delgada como un mimbre, y tu madre me decía que ha sucedido lo mismo con los demás hijos que has traído al mundo. La hija de Ramborg era menuda y poca cosa —añadió riendo—; pero Ramborg está resplandeciente como una rosa.
—No obstante, me parece raro que no quiera darle el pecho a su hija —observó Cristina.
—Simón tampoco lo ha querido. Dijo que no quiere tener que recompensarla por haberse castigado. Recuerda que Ramborg aún no tiene dieciséis años. Apenas había dejado de usar zapatos de niña cuando ya tenía una hija y hasta ahora no ha sabido lo que era una enfermedad; así que no es sorprendente que haya mostrado poca paciencia. ¡Tú, mi Cristina, ya eras una mujer cuando te casaste!
Cristina tuvo un brusco acceso de lágrimas. No hubiera podido decir por qué lloraba. Pero era cierto; había amado a sus hijos desde el instante en que había sabido que los llevaba en su seno; los había amado aun cuando la hacían sufrir de inquietud; la desfiguraban y pesaban. Había amado sus caritas tan pronto las había visto, y los había amado cada vez más a medida que crecían, se transformaban, se hacían hombres. Pero nadie los había amado al mismo tiempo que ella, alegrándose con ella; no estaba en la naturaleza de Erlend. Evidente mente los quería, pero, en su opinión, Naakkve había venido demasiado pronto y de los otros no se había cansado de decir que eran demasiados. Recordó vagamente los pensamientos que barajaba en su mente respecto al fruto del pecado el primer invierno que pasó en Husaby; sabía que había conocido la amargura, pero menos de lo que se había temido. Algo se interpuso entonces entre ella y Erlend y, por supuesto, jamás podría remediarse.
¿Su madre? Habían estado poco unidas. ¿Sus hermanas? Eran unas niñas cuando ella era una jovencita, y no había tenido tampoco compañeras de juegos. Había sido educada entre los hombres y había podido dejarse llevar de la dulzura y la sensibilidad porque a su alrededor hubo siempre hombres que la ampararon y la protegieron con sus brazos contra el resto del mundo. Le parecía muy natural no dar al mundo más que varones, no alimentar con su sangre y su leche más que a aquellos que protegería y cuidaría hasta que estuvieran en edad de mezclarse con los demás hombres. Recordaba haber oído hablar de una reina que tenía por sobrenombre Drengemor (la madre de varones). Sin duda, tuvo también rodeando su infancia un grupo de hombres vigilantes.
—¿Qué te ocurre, Cristina? —preguntó su padre al cabo de un instante.
No podía decírselo. Pero cuando cedieron las lágrimas y pudo hablar dijo, más o menos:
—¿Cómo no entristecerme, padre, viéndoos aquí?
Por fin, ante la insistencia de Lavrans, le contó su temor por el niño no bautizado. Entonces Lavrans pidió inmediatamente que el niño fuera llevado a la iglesia el próximo día de misa. No creía, dijo, que aquello pudiera ser la causa de que muriera antes de la hora señalada por Dios.
—Además —añadió riendo—, creo que llevo ya demasiados días acostado aquí. Estas son las miserables circunstancias que acompañan nuestra entrada en el mundo, y nuestra salida, Cristina. Nacemos en la enfermedad y morimos en la enfermedad, cuando no es de muerte violenta. En mi juventud, la muerte que más me gustaba era la del campo de batalla. Pero puede ser que un pecador necesite un lecho de dolor. Aunque no observo que por el hecho de estar acostado aquí mi alma se vuelva mejor.
El pequeño fue bautizado el domingo siguiente y recibió el nombre de su abuelo materno. Cristina y Erlend fueron criticados por aquella decisión, aunque Lavrans Bjoergulfssoen dijo a todos los que venían a la granja que él mismo lo había pedido; no quería un pagano en casa cuando la muerte esperaba en la puerta.
Lavrans empezó entonces a temer que su muerte sobrevendría durante las faenas de primavera, para mayor molestia de las gentes que querrían honrarle siguiendo su entierro. Pero quince días después del bautizo del pequeño, Erlend fue a buscar a Cristina a la antigua casa de los tejedores, donde dormía desde el nacimiento del pequeño. Era entrada la mañana, después del desayuno; Cristina estaba aún acostada porque el niño había estado inquieto. Erlend, muy turbado, le dijo en tono afectuoso que debía levantarse e ir a ver a su padre. Lavrans había tenido fuertes calambres cardíacos de madrugada y hacía rato que había perdido el conocimiento. Sira Eirik estaba junto a él y le había confesado.
Era el quinto día después de San Halvard. Caía incesantemente una lluvia fina. Cuando Cristina salió al patio, el viento del sur trajo hasta ella el olor de los campos recién labrados y abonados. El país estaba oscuro bajo la lluvia de primavera; el aire se hacía azul entre las altas montañas y la niebla llegaba a media altura de las vertientes. A lo largo del río gris que bajaba lleno, se oía tintineo de campanillas: las cabras pacían y se comían los brotes de las ramas. Este tiempo, que siempre había alegrado a su padre, significaba el final del invierno y del frío para hombres y animales; se sacaban los rebaños de sus estrechos y oscuros establos y de su escaso alimento.
Cristina vio al momento en el rostro de su padre que la muerte estaba cerca. Las aletas de la nariz estaban blancas como la nieve; los labios y las orejas de un tono azulado; sus cabellos se separaban en mechones húmedos sobre su frente despejada y fría. Había recobrado el conocimiento ahora y hablaba con claridad, aunque con voz lenta y débil.
Uno a uno, los servidores fueron acercándose a la cama. Lavrans les dio a todos la mano, les agradeció sus servicios, les dijo adiós y les rogó que lo perdonaran si los había ofendido alguna vez y que le recordaran con una oración para la salvación de su alma. Luego se despidió de los suyos. Dijo a sus hijas que se inclinaran para poder besarlas y pidió sobre sus cabezas la bendición de Dios y de todos los santos. Ambas lloraban amargamente, y la joven Ramborg se echó en brazos de su hermana. Las dos hijas de Lavrans fueron a ocupar su puesto al pie de la cama, donde la pequeña siguió llorando sobre el pecho de Cristina.
El rostro de Erlend se estremecía y las lágrimas resbalaban sobre sus mejillas cuando levantó la mano de Lavrans y se la besó, rogándole que le perdonara las ofensas que le había hecho en todos aquellos años. Lavrans dijo que se las perdonaba de todo corazón y que rogaba a Dios que ayudara a su yerno cada día. En el hermoso rostro de Erlend brillaba una extraña luz pálida al colocarse de pie detrás de su esposa cogiéndole la mano.
Simón Darre no lloraba, pero se arrodilló, tomó la mano de su suegro un momento y se la besó; así permaneció largo rato.
—Tu mano es cálida y firme, yerno —dijo Lavrans.
Ramborg se volvió hacia su marido cuando vino hacia ella y Simón rodeó con sus brazos los hombros infantiles de la joven. Para terminar, Lavrans se despidió de su mujer. Murmuraron unas palabras que nadie oyó y se besaron ante todos como sólo puede hacerse cuando la muerte está en la casa. Después de lo cual Ragnfrid se arrodilló ante la cama de su marido, mirándole; estaba pálida, pero serena, tranquila.
Sira Eirik permaneció en la casa después de haber dado el viático y la extremaunción al moribundo. Se sentó a la cabecera y leyó las oraciones. Transcurrieron unas horas. Lavrans tenía los ojos semicerrados. De vez en cuando movía la cabeza sobre la almohada con inquietud, agitaba un poco las manos sobre el cobertor de la cama, respiraba con dificultad y lanzaba uno o dos gemidos. Creían que había perdido la facultad de hablar, pero aún no estaba en la agonía.
El día murió rápidamente y el sacerdote encendió una vela. La gente permanecía en silencio; miraban al moribundo y escuchaban el batir del agua fuera, sobre la casa. Luego el enfermo se agitó, su cuerpo se estremeció, el rostro tomó un tinte azulado y se le vio respirar con dificultad. Sira Eirik lo cogió por los hombros, lo incorporó y apoyó su cabeza sobre su pecho mientras sostenía el crucifijo ante su rostro.
Lavrans abrió los ojos, miró el crucifijo y dijo en voz baja y clara, tanto que todos le oyeron: «Ensurrexi et adhuc sum tecum»[5].
Su cuerpo se estremeció una vez más y las manos se crisparon sobre el embozo. Sira Eirik lo mantuvo un rato más sobre su pecho. Luego dejó delicadamente el cadáver de su amigo sobre las almohadas, le besó la frente y alisó su cabello antes de cerrarle los ojos y los agujeros de la nariz; sólo entonces se levantó y se puso a rezar.
Cristina obtuvo permiso para velar a su padre aquella noche con los demás. Se había extendido a Lavrans sobre paja en el granero del heno, porque era más espacioso y se esperaba mucha gente para el velatorio.
Su padre le parecía indeciblemente hermoso a la luz de los cirios, con el rostro descubierto, de una palidez dorada. Se habían bajado su mortaja para que todos aquellos que vinieran y quisieran pudiesen ver el cadáver. Sira Eirik y el párroco de Kvarn cantaban responsos para él. El capellán había venido por la noche para despedirse de Lavrans; pero ya no le halló con vida.
Desde la mañana siguiente los invitados empezaron a llegar al patio a caballo, y Cristina, para cumplir con las costumbres, tuvo que acostarse, porque aún no había ido a purificarse. Fue ella esta vez la que tuvo su cama adornada con tapices de seda y los mejores almohadones de la casa. La cuna de Formo se trajo y en ella se metió al joven Lavrans, y durante todos los días la gente no cesó de entrar y salir para verlos a ella y al niño.
Oyó decir que el cadáver de su padre continuaba conservándose bien: sólo estaba un poco más amarillento. Y nadie había visto jamás tantos cirios como había sobre el ataúd.
El quinto día empezó el festín de funerales, que fue, bajo todos los conceptos, de una magnificencia extrema; en la granja de Laugarbru había más de cien caballos y en Formo se alojaron también invitados. El séptimo día se hizo el reparto entre los herederos en concordia y amistad: Lavrans lo había decidido todo personalmente y todos se conformaron con sus de seos.
A la mañana siguiente, el cadáver, que se encontraba ahora en la iglesia de San Olav, debía emprender la marcha hacia Hamar.
La víspera, muy entrada la noche, Ragnfrid llegó a la casa del hogar, donde estaba instalada su hija con el pequeño. La dueña de la casa estaba muy cansada, pero su rostro parecía tranquilo y sereno. Rogó a las sirvientas que la dejaran sola.
—Todas las casas están llenas de gente; pero ya encontraréis sitio; yo deseo quedarme a velar a mi hija la última noche que paso en mi granja.
Tomó al niño de manos de Cristina, se lo llevó junto al fuego y lo preparó para la noche.
—Se os debe hacer raro, madre, abandonar esta granja donde habéis vivido con mi padre tantos años. Me cuesta creer que tengáis valor para ello.
—Creo que tendría menos valor —contestó Ragnfrid meciendo al niño— para quedarme aquí sin ver a tu padre ocupado de un pabellón a otro.
»No has oído contar nunca por qué vinimos a vivir al valle. Cuando recibimos la noticia de que Ivar, mi padre, estaba a punto de entregar el alma, yo no estaba en condiciones de emprender el viaje; Lavrans tuvo que irse solo hacia el norte. Recuerdo que hacía un tiempo magnífico la noche en que salió; en aquella época le gustaba cabalgar tarde cuando hacía fresco; quiso, pues, marcharse hacia Oslo aquella noche: era un poco antes de San Juan. Le acompañé hasta el lugar en que el camino de la granja corta el camino de la iglesia. ¿Recuerdas que hay unas mesetas de tierra árida? La tierra peor de Skog, donde hay siempre sequía; pero aquel año el grano parecía magnífico en los campos y hablamos de la siega. Lavrans andaba llevando al caballo de las riendas y yo te llevaba a ti de la mano: tenías cuatro años.
»Cuando llegamos al cruce de caminos, te dije que volvieras a casa corriendo. No te gustó, pero tu padre añadió que trataras de encontrar cinco piedras blancas que colocarías en cruz dentro del arroyo, debajo de la fuente; esto le protegería de los trolls del bosque de Mjoersa cuando lo cruzara. Entonces te fuiste corriendo.
—¿Es que se dice eso?
—Yo no lo había oído decir antes ni después. Creo que tu padre se lo inventó. ¿Te acuerdas de la cantidad de cosas que inventaba cuando jugaba contigo?
—Sí, lo recuerdo.
—Le acompañé a través del bosque hasta la piedra de los enanos. Allí me rogó que regresara y vino otra vez conmigo hasta el cruce de los caminos. Reía y decía que ya sabía yo de sobra que no me permitiría cruzar el bosque sola, sobre todo después de la puesta del sol. Cuando llegamos al cruce, le eché los brazos al cuello; si me encontraba mal era porque no podía irme a mi casa; no me encontraba a gusto en Skog y sentía una continua nostalgia del valle. Lavrans me consoló y dijo por fin: «Cuando regrese, si te encuentro con un hijo en brazos, puedes pedirme lo que quieras: si está en la mano de un hombre dártelo, no lo habrás pedido en balde». Entonces le contesté que le pediría que nos fuéramos a vivir a mi propiedad. Le gustó muy poco la idea y dijo: «¿No me quieres pedir algo más importante?». Sonreía y yo me dije: «Eso es algo que no hará nunca», lo cual me parecía natural. Supongo que sabes que tu hermano Sigurd vivió apenas una hora. Halfdan lo bautizó y murió inmediatamente después. Tu padre llegó una mañana, muy temprano. Aquella noche se había enterado en Oslo de lo que había ocurrido en su casa y se vino a caballo, al instante. Yo estaba aún en cama, tan triste que no me decidía a levantarme; me parecía que no me volvería a levantar jamás. ¡Que Dios me perdone! Cuando te trajeron a mi cama me volví de cara a la pared para no verte, pobrecita mía. Pero entonces Lavrans, sentado al borde de mi cama con el manto y la espada, dijo que podríamos probar a vivir en Joerungaard, y así fue como dejamos Skog. Puedes imaginar que no tengo ganas de quedarme ahora que Lavrans no está.
Ragnfrid trajo al niño y lo puso en brazos de su hija. Tiró del cobertor de seda que cubría la cama durante el día, lo plegó y lo dejó a un lado. Luego se quedó un momento de pie contemplando a su hija y acarició la gruesa trenza de color castaño dorado que caía sobre su pecho.
—Tu padre me preguntaba con frecuencia si tus cabellos eran aún largos y hermosos. ¡Estaba tan contento al saber que no habías perdido la belleza después de haber tenido tantos hijos! Y estos últimos años era feliz sabiendo que te habías vuelto una mujer capaz, joven y hermosa, rodeada de sus hijos.
Por dos o tres veces Cristina tuvo que tragarse las lágrimas.
—A mí, madre, me comentaba con frecuencia que habías sido la mejor de las esposas; me decía que debía repetíroslo.
Calló, turbada; pero Ragnfrid sonrió y dijo con dulzura:
—Lavrans sabía que no tenía necesidad de encargar a nadie que me halagara —acarició la cabeza del niño y la mano de su hija que lo sostenía—. ¿Pero tal vez quería…? En verdad, Cris tina, jamás tuve celos del cariño de tu padre hacia ti. Es justo y razonable que lo hayas amado más de lo que me amaste a mí. Eras una niña dulce y tranquila. No aprecié lo bastante que Dios me permitiera conservarte. Pensaba siempre más en lo que había perdido que en lo que poseía.
Ragnfrid se sentó en el borde de la cama.
—En Skog las costumbres eran distintas de las de aquí. Yo no recuerdo que mi padre me besara nunca; sólo besó a mi madre cuando estuvo acostada en su lecho de muerte. Mi madre besaba a Gudrun en la iglesia, porque se sentaba a su lado, y mi hermana me besaba a mí; por lo demás, estas prácticas no regían en casa.
»En Skog tenían una costumbre: cuando volvíamos de la iglesia, donde habíamos comulgado, al echar pie a tierra en nuestro patio, Micer Bjoergulf besaba a sus hijos y a mí en la mejilla, y nosotros a él la mano. Luego todas las parejas de casados se besaban y estrechábamos la mano de los servidores que habían asistido al oficio, deseándonos mutuamente una feliz comida. Lavrans y Aasmund tenían la costumbre de besar la mano de su padre cuando les hacía regalos o en ocasiones parecidas. Cuando él o Inga entraban, los hijos se levantaban siempre y permanecían de pie hasta que se les invitaba a sentarse. Esto, en un principio, me había hecho el efecto de costumbres absurdas y extrañas.
»Luego, durante los años que he vivido con tu padre, cuando perdimos a nuestros hijos y durante todos los años en que sufrimos tantas angustias y tristezas por nuestra Ulvhild, fue una suerte para mí que Lavrans hubiera recibido aquella educación y supiera practicar costumbres más afectuosas que las mías.
Pasado un momento, Cristina preguntó:
—¿Entonces papá no vio jamás a Sigurd?
—No. Yo tampoco lo vi durante el tiempo que vivió.
Cristina esperó un poco y observó:
—No obstante, madre, me parece que habéis tenido muchos momentos buenos en vuestra vida.
Las lágrimas resbalaron sobre el semblante blanco de Ragnfrid Ivarsdatter.
—¡Sí, loado sea Dios! Es también lo que pienso ahora.
Poco después tomó con cuidado al niño que se había dormido en el pecho de su madre y lo metió en su cuna. Cerró la camisa de Cristina con el broche de filigrana, le acarició la mejilla y la indujo a dormir. Cristina levantó una mano:
—Madre —suplicó.
Ragnfrid se inclinó, atrajo a su hija y la besó varias veces. No lo había vuelto a hacer desde la muerte de Ulvhild.
Al día siguiente hacía un espléndido tiempo primaveral. Cristina, detrás del ángulo de la casa grande, miraba las laderas de las montañas del otro lado del río. Había en el aire un olor a plantas, un canto de arroyos desbocados por todas partes y todos los bosques y prados empezaban a cubrirse de verde.
Allí donde el camino se perdía en la montaña, sobre Laugarbru, lucía un tapiz de centeno de invierno, fresco y brillante. Jon había quemado un soto el año anterior, y el centeno había sido sembrado en la tierra así preparada.
Cuando el cortejo fúnebre llegara a aquel punto, era desde donde estaba desde donde mejor lo vería.
El cortejo apareció por debajo de unas peñas, un poco más arriba del campo de centeno.
Podía distinguir a todos los sacerdotes que cabalgaban delante; también había clérigos que llevaban la cruz y los cirios en el grupo que iba en cabeza. No podía ver las llamas a la luz del día, pero notaba las luces como finas líneas blancas. Seguían los dos caballos que transportaban el ataúd de su padre sobre una camilla tendida entre los dos y reconoció a Erlend sobre su caballo negro, a su madre, a Simón y Ramborg y a muchos parientes y amigos a lo largo del cortejo.
Durante un instante oyó con claridad el canto de los sacerdotes dominando el rugido del Laag; pero en seguida los acentos del himno se apagaron ahogados por el ruido del río y el murmullo de los arroyos que bajaban por el flanco de la montaña. Cristina se quedó de pie en el mismo sitio, la mirada fija, hasta mucho después de que el último caballo de carga, con los equipajes, desapareció más allá del pequeño bosque.