7
Poco después de San Bartolomé (24 de agosto), Cristina regresó a su casa con su gran séquito de niños, servidores y equipajes. Lavrans la acompañó a caballo hasta Hjerdkinn.
El padre y la hija se quedaron charlando en el patio la mañana en que Lavrans tenía que volver a su casa. Un sol resplandeciente brillaba sobre la montaña; los huertos estaban rojos y los abedules jóvenes vestían de oro las colinas. El agua brillaba hasta el infinito para volverse oscura a medida que las sombras de las nubes enormes y luminosas, presagio de buen tiempo, pasaban sobre su superficie. Iban en persecución unas de otras sin descanso y desaparecían en los lejanos desfiladeros y las grietas de las altas cimas grises de las montañas azules cubiertas de un fino polvo de nieve y de viejas masas nevadas que cercaban el horizonte inmenso. Los pequeños campos de cereales de un verde grisáceo pertenecientes a la posada, hacían un sorprendente contraste de color en aquel universo montañoso bajo su esplendor otoñal.
El viento soplaba fuerte y fresco. Lavrans levantó la capucha del manto de Cristina, que el aire había echado sobre sus hombros y con el dedo alisó la punta de su toca de lino.
—Te encuentro muy pálida y me parece que tus mejillas han adelgazado en mi casa. ¿Acaso no te hemos cuidado bien, Cristina mía?
—¡Oh, sí! No es por eso… —Es también un viaje muy cansado para ti, con todos estos niños…
—Sí, sí. No obstante no es a causa de estas cinco criaturas por lo que mis mejillas están pálidas…
Esbozó una sonrisa y, al ver la mirada asustada e inquisitiva de su padre, hizo una señal afirmativa y volvió a sonreír. El padre desvió la mirada aunque no tardó en preguntar:
—Si las cosas son así, me figuro que tardarás en poder volver a nuestro valle, ¿verdad?
—Pero esta vez no pasarán ocho años —vio la expresión de su padre—. ¡Padre…, oh padre…!
—¡Chist, chist, hija mía…! —la cogió involuntariamente por los hombros y la contuvo al notar que iba a echarse en sus brazos—. No, Cristina.
La tomó con firmeza de la mano y empezó a andar. Dejaron atrás los pabellones y seguían ahora un sendero que atravesaba el bosque de abedules dorados sin fijarse en la dirección que tomaban. El padre saltó un arroyo que cruzaba el camino y se volvió hacia su hija tendiéndole la mano.
Bastó este pequeño movimiento para revelar a Cristina cuánta agilidad había perdido su padre. Se había dado cuenta, inconscientemente, sin darle importancia. Ya no saltaba sobre el caballo ni echaba pie a tierra con la ligereza de otros tiempos. Ya no subía corriendo las escaleras de los graneros, ni levantaba grandes pesos como antes. Tenía el paso más rígido y más cuidadoso, como si su cuerpo temiera un dolor adormecido que pudiera despertar. Se veía la sangre batiendo en las venas de su cuello cuando regresaba de un paseo a caballo. Varias veces había observado que tenía ojeras hinchadas… recordaba haberle visto a medio vestir, echado, con las piernas desnudas fuera de la cama; la madre de Cristina, en cuclillas, le frotaba la articulación del pie.
—Si vas a afligirte por todo hombre abatido por los años, hija mía, tendrás que gemir mucho —observó en tono tranquilo—. Tus hijos están ya bastante crecidos, Cristina; no puede, pues, sorprenderte que tu padre sea pronto un viejo. Cuando nos separamos, yo era aún joven y, lo mismo que ahora, ignorábamos si estábamos destinados a volvernos a ver en esta tierra.
»Puede que viva todavía mucho tiempo, Cristina… pero eso depende de la voluntad de Dios…
—¿Estáis enfermo, padre?
—Achaques que vienen con la edad —contestó este quitándole importancia.
—Pero no sois viejo, padre. Tenéis cincuenta y dos años…
—Mi padre no llegó a tantos. Ven a sentarte a mi lado…
Había un talud bajo, como una banqueta cubierta de hierba, bajo una pared de la montaña que dominaba el arroyo. Lavrans desabrochó su manto, lo dobló e hizo que su hija se sentara encima, a su lado. El arroyo se deslizaba murmurando sobre las piedras y balanceaba una rama de mimbre que flotaba en el agua. El padre había vuelto los ojos hacia las montañas azules y blancas, lejos, más allá de la extensión otoñal.
—Tenéis frío, padre… tomad mi manto —soltó el broche y Lavrans se echó una punta sobre los hombros de modo que la capa los envolvió a los dos. Por debajo pasó el brazo y rodeó el talle de Cristina.
—Ya sabes, Cristina mía, que es poco sensato aquel que llora la desaparición de un ser humano. Cristo te protegerá mejor que yo, sin duda lo habrás oído decir; tengo plena confianza en la misericordia divina. Pero los amigos no están separados mucho tiempo. A veces puede parecer largo, mientras que se es joven; pero tienes a tus hijos y a tu marido. Cuando tengas mis años, te parecerá que hacía apenas un instante que nos habías visto, a todos los que habremos desaparecido, y si cuentas los inviernos que habrán pasado, te sorprenderá contar tantos. Tengo la impresión de que no hace mucho tiempo que yo era niño, y, sin embargo, ¡hace tantos años que tú eras una niña rubia que corría detrás de mí cuando me veías pasar…!, ¡te gustaba tanto acompañar a tu padre! ¡Que Dios te recompense, Cristina mía, por todas las alegrías que me has dado!
—¡Si me recompensa como yo te he recompensado a ti…!
Se arrodilló ante su padre, le cogió las manos y le besó la palma mientras inclinaba su rostro cubierto de lágrimas.
—Padre… mi querido padre… Apenas era una mujer cuando para pagar vuestra ternura os di el mayor de los disgustos…
—No, no, hija mía, no llores así…
Retiró sus manos, la levantó y volvieron a sentarse como antes.
—Me has dado muchas alegrías, también, en estos años, Cristina. He visto crecer sobre tus rodillas unos niños preciosos, llenos de promesas; tú eres ahora una mujer capaz y reflexiva, y he ido comprendiendo que cuando te encuentras en una dificultad te vas acostumbrando cada vez más a buscar una ayuda donde tienes más probabilidades de encontrarla. Cristina, tesoro mío, no llores así. Puedes hacer daño al hijo que llevas en las entrañas —murmuró—. ¡No estés tan apenada!
Pero no conseguía consolarla. Entonces la levantó y la sentó sobre sus rodillas; como cuando era pequeña, con los brazos alrededor del cuello y la carita apoyada en su hombro.
—Hay una cosa que jamás he dicho a ningún ser humano, excepto a mi confesor, y que quiero que tú sepas. En mi adolescencia en casa, en Skog, y la primera vez que fui a la corte, tuve la idea de entrar en el convento tan pronto alcanzara la edad para ello. ¡No, no había hecho ninguna promesa!, ni siquiera en mi corazón… pero también otras muchas razones me empujaban hacia la otra senda. Cuando iba a pescar en el fiordo de Botn y oía sonar las campanas de los frailes de Hovedoe, no sabes cuánto me atraían…
»Cuando cumplí dieciséis años, mi padre me mandó hacer un peto de coraza de acero español esmaltado de plata que el inglés Rikard, de Oslo, supo montar, y me regaló mi espada, la que utilizo siempre, así como la coraza de mi caballo. En aquella época el país no estaba tan tranquilo como en tu juventud. Estábamos en guerra con los daneses, de modo que sabía que no tardaría en tener ocasión de servirme de mis magníficas armas. Y no me atrevía a deshacerme de ellas. Me consolé diciéndome que mi padre no estaría contento al ver a su hijo mayor convertido en fraile y que no debía contrariar su voluntad.
»Pero por mi voluntad elegí el mundo y traté de convencerme de que, puesto que el mundo venía a mí, sería una cobardía quejarme del destino que yo mismo había elegido. Porque con los años me fui dando cuenta cada vez más de que no hay ocupación más digna para el hombre que ha recibido la gracia de comprender un poco la misericordia de Dios que servirle, velar y rezar por los hombres que tienen aún ante sus ojos la sombra de las cosas mundanas. No obstante, puedo decirte, Cristina, que me hubiese parecido doloroso sacrificar por amor de Dios la vida que he vivido en mis granjas ocupándome de las cosas temporales y mis alegrías al lado de tu madre y de los hijos y nietos que me habéis dado. Un hombre que procrea hijos de su carne debe, pues, soportar que su corazón sufra si le ocurre que los pierde o que el mundo va en su contra. No es a mí a quien pertenecen, sino a Dios que les ha dado un alma…
Cristina sollozaba con fuerza; su padre la meció como a una niña.
—Hubo muchas cosas que no comprendí de joven. Mi padre también amaba a Aasmund, pero no como a mí. Era a causa de mi madre, ¿entiendes? Jamás había podido olvidarla, pero se había casado con Inga porque su padre lo quiso así. Lamento ahora no haber conocido más a mi madrastra para decirle que me perdonara por no haber agradecido su bondad…
—Me has dicho muchas veces, padre, que tu madrastra no te hizo ni bien ni mal —interrumpió Cristina a través de sus lágrimas.
—Es verdad, que Dios me valga; no sabía ver más allá. Ahora me parece una cosa grande que no me odiara y no me dijera nunca una mala palabra. ¿Cómo aceptarías tú, Cristina, ver que tu hijastro es preferido a tu hijo en todo?
Cristina se había ido calmando. Ahora miraba la montaña. El tiempo se había oscurecido a causa de un grupo de nubes de un gris azulado que pasaban delante del sol. Unos rayos dorados se filtraban a través de ellas; brillantes reflejos teñían el agua del arroyo.
Cristina empezó a llorar de nuevo.
—¡Oh… padre, si no volviera a veros en vida…!
—Que Dios te guarde, Cristina, hija mía, para que podamos encontrarnos en el otro mundo, todos los que fuimos amigos en esta vida y todas las almas humanas… Que Cristo, la Virgen María, san Olav y santo Tomás te protejan toda la vida —en marcó el rostro de Cristina con las manos y le besó los labios—. Que Dios te conceda su gracia, que Dios brille a tus ojos en la luz de este mundo.
Unas horas más tarde, cuando Lavrans Bjoergulfssoen salió a caballo de Hjerdkinn, Cristina lo acompañó andando al lado del caballo. Su criado estaba ya muy adelantado, pero Lavrans continuó llevando su caballo al paso. Era muy duro ver a Cristina desesperada. Se había quedado sentada en aquel estado en la gran sala, mientras su padre comía y charlaba con sus nietos, riendo con ellos y sentándolos uno tras otro sobre sus rodillas.
Lavrans dijo con dulzura:
—No llores más por tu conducta conmigo, Cristina. Pero acuérdate de ella cuando tus hijos crezcan y cuando creas que tal vez no se portan contigo o con su padre como tú quisieras que lo hicieran. Acuérdate también de lo que te he contado de mi juventud. Tu ternura hacia ellos es sincera, lo sé, pero es con los que más quieres con los que más obstinada eres, y la testarudez está sólidamente arraigada en estos niños, lo he visto bien —terminó sonriendo. Al fin Lavrans rogó a Cristina que regresara—. No quiero que te alejes más por estos parajes.
Habían llegado a un pequeño valle entre dos colinas rodea das, a sus pies, de bosque de abedules y cubiertas de pedruscos en las vertientes.
Cristina se cogió a la pierna de su padre sobre el estribo. Sus dedos acariciaron sus ropas y su mano, la silla, el cuello y las riendas del caballo. Acercó la cabeza y la frotó contra él, llorando con gemidos tan profundos que el padre sintió que se le partía el corazón al verla con una pena tan grande.
Echó pie a tierra, estrechó a su hija en sus brazos y la abrazó por última vez. Hizo varias veces la señal de la cruz sobre ella y la puso bajo la protección de Dios y de los santos. Al fin le dijo que se fuera.
Entonces se separaron. Pero cuando Lavrans hubo recorrido un trecho de camino, Cristina vio que disminuía el paso de su caballo y comprendió que lloraba al alejarse de ella.
Penetró corriendo en el bosque de abedules y empezó a subir a gatas por el caos de piedras doradas de liquen hasta la cima de la colina. Pero había rocas difíciles de franquear y el montículo era más alto de lo que ella creía. Acabó por llegar arriba, pero Lavrans había desaparecido detrás de las colinas. Se echó entre el musgo y los arbustos que crecían allí y permaneció llorando con el rostro escondido entre los brazos.
Lavrans Bjoergulfssoen llegó tarde a su casa, a Joerungaard. Se sintió confortado al ver que había gente despierta aún en la sala del hogar; una lucecita parpadeaba débilmente tras la pequeña ventana de cristales que daba a la galería. Era en aquella vivienda donde se sentía más en su casa.
Ragnfrid estaba en el interior, sola, ocupada en un trabajo de costura que tenía ante ella, sobre la mesa; la alumbraba una vela clavada en una barra de cobre. Se puso en pie en seguida, le dio las buenas noches, echó leña al fuego y fue en busca de comida y bebida. Hacía mucho rato que había mandado acostarse a las sirvientas. Habían tenido un día duro, pero había pan de centeno amasado precisamente para Navidad. Paul y Gunstein habían ido a recoger liquen a la montaña. Ya que hablaban de liquen, ¿qué prefería Lavrans como vestido de invierno, el tejido teñido con liquen o el verde de brezo? Orm de Moar había estado allí por la mañana para comprar correas. Ella le había dado las que estaban colgadas en el almacén y luego le dijo que se las regalaba. En cuanto a su hija, estaba mejor… la herida de la pierna cicatrizaba bien.
Lavrans asentía con la cabeza mientras comía y bebía con su criado. Pero el amo estuvo pronto satisfecho. Se levantó, secó su cuchillo en el interior de su pernera y cogió un ovillo dejado en el asiento de Ragnfrid. El hilo estaba enrollado en un pequeño palito tallado con un pájaro a cada extremo; uno de ellos tenía la cola un poco rota. Lavrans alisó la rotura y volvió a tallarlo un poco para arreglarlo. Hacía mucho tiempo había hecho una serie de bastoncitos tallados para su mujer.
—¿Vas a hacer esto tú misma? —preguntó al ver el trabajo de su esposa. Era un pantalón de cuero. Ragnfrid ponía piezas en la parte interior de las piernas donde se había desgastado por el roce con la silla de montar—. Es un trabajo muy duro para tus dedos, Ragnfrid.
—¡Bah…! —la mujer colocó las piezas borde contra borde y pinchó los agujeros con la lezna.
El mozo les deseó buenas noches y se retiró. Marido y mujer se quedaron solos. Él se calentaba al lado del fuego con un pie sobre el reborde del hogar y una mano apoyada en la pértiga del ventanillo del humo. Ragnfrid le miró. Se dio entonces cuenta de que no llevaba la sortija con el rubí, el anillo de boda de su madre. Él comprendió que su mujer había notado la falta y le dijo:
—Sí, se la he regalado a Cristina. Siempre le había estado des tinada. He pensado que era mejor que la tuviera desde ahora.
Entonces Ragnfrid dijo a Lavrans que tal vez deberían acostarse. Pero él permaneció de pie, tal como estaba, y ella se sentó, para trabajar. Cruzaron unas palabras sobre el viaje de Cristina, y sobre el trabajo que habría que hacer en la granja, sobre Ramborg y sobre Simón. Luego volvieron a hablar de acostarse, pero ni uno ni otra se movieron. Lavrans retiró de su mano derecha el anillo de oro con las piedras blanca y azul, y se acercó a su mujer. Tímido y torpe le cogió la mano para probarle el anillo. Tuvo que ensayarlo varias veces hasta encontrar el dedo que convenía al anillo. Fue el corazón, debajo del anillo de boda.
—Quiero que tú tengas esta sortija —dijo en voz baja, sin mirarla.
Ragnfrid callaba; tenía las mejillas enrojecidas.
—¿Por qué lo haces? ¿Crees que tengo celos de la sortija de nuestra hija?
Lavrans bajó la cabeza y sonrió:
—Te oí decir hace tiempo que querías que se te enterrara con este anillo. Nadie debía llevarlo después de ti.
»Por eso no deberás quitártelo jamás de tu mano, Ragnfrid. Prométemelo. Después de ti, no quiero que lo lleve nadie…
—¿Por qué haces esto? —volvió a preguntar ella, conteniendo el aliento.
El marido la miró a los ojos:
—Esta primavera hace treinta y cuatro años que nos dieron el uno al otro. Yo era menor; durante toda mi vida de hombre has estado a mi lado cuando he tenido una pena o una alegría. Que Dios me valga, no he comprendido lo bastante el gran peso que has soportado durante nuestra vida en común. Pero ahora me parece que cada día me iba dando más cuenta de que era una bendición que tú estuvieras aquí…
»No sé si has llegado a creer realmente que quería más a Cristina que a ti. La verdad era que ella fue mi alegría y quien a su vez me dio el mayor disgusto. Pero tú eras la madre de todos mis hijos. Me parece que, cuando llegue el momento, lo más difícil para mí será tener que dejarte…
»Por eso no debes dar jamás mi anillo a nadie, ni siquiera a una de nuestras hijas, sino advertirles que han de dejártelo, que no te lo quiten…
»Puede ser que te parezca que a mi lado has tenido más penas que alegrías… la vida en cierto modo nos ha deparado sinsabores, pero de todas maneras creo que hemos sido amigos fieles. Y pienso que más tarde disfrutaremos de esa felicidad de la que nada malo podrá apartarnos, mientras que el cariño que ya existía Dios nos lo hará más fuerte y mejor…
La mujer levantó su rostro pálido y arrugado; un fuego ardiente brillaba en sus ojos profundamente hundidos en sus órbitas al tiempo que contemplaba a su marido. Él no le había soltado todavía la mano; se la miró sostenida aún por la de Lavrans. Las tres sortijas lucían, una encima de otra. La de prometida, la de novia y por fin esta.
¡Qué raro se le hacía! Recordaba el día en que había pasado la primera sortija a su dedo, delante de la pértiga del ventanillo del humo de su casa de Sundbu, en presencia de sus padres. Él estaba a la vez rojo y pálido; tenía las mejillas redondas; acababa de dejar la infancia y estaba intimidado cuando dio ese paso delante de Micer Bjoergulf.
La segunda se la había puesto en el dedo ante la puerta de la iglesia de Gerdarud, en nombre de Dios unitrino, con la bendición del sacerdote.
Comprendía que al ofrecerle aquel tercer anillo era como si nuevamente le entregara su amor. Quería que ella supiera cuando, muy pronto, se hallara ante su cuerpo inerte, que con aquel anillo había traspasado a su mujer la fuerza robusta y viva que había animado aquel polvo y aquella ceniza…
Sintió que se le partía el corazón en el pecho y que le sangraba… con una sangre joven e impetuosa. Luto del amor ardiente y vivo que en secreto lamentaba haber perdido, alegría angustiada de aquella radiante ternura que la arrastraba consigo hasta los últimos límites de la vida terrestre. Más allá del crepúsculo que avanzaba percibía la luz de un sol más suave, sentía el perfume de las hierbas en el jardín que se descubre cuando la realidad se apaga.
Lavrans soltó la mano de su mujer y se sentó en el banco, cerca de ella, con la espalda apoyada en la mesa, cerca de donde estaba su mano. Ya no miraba a Ragnfrid, sino al fuego.
Cuando ella volvió a hablar, dijo con voz tranquila:
—Nunca imaginé, Lavrans, que sintieras tanto amor por mí…
—Sin embargo, así es.
Guardaron silencio. Ragnfrid soltó el trabajo que sostenía sobre sus rodillas y lo dejó en el banco. Entonces preguntó:
—Lo que te dije una noche, tiempo atrás… ¿lo has olvidado?
—Un hombre no puede olvidar algo así en este mundo. En verdad, una vez que lo supe vi que las cosas no iban precisamente mejor entre nosotros. No obstante, Ragnfrid, Dios sabe que he luchado con todas mis fuerzas para que no te dieras cuenta de lo mucho que pensaba en ello…
—No sabía que pensaras en ello así…
Lavrans se volvió súbitamente y miró a su esposa. Esta añadió:
—Fue culpa mía, Lavrans, que las cosas empeoraran entre nosotros. Creía que si podías comportarte conmigo igual que antes, después de aquella noche, era porque yo te importaba aún menos de lo que había creído. Si después de aquello te hubieras mostrado duro conmigo, si me hubieras pegado sólo una vez en un día de borrachera, habría soportado mejor mi dolor y mis angustias. Pero tu indiferencia…
—¿Me creías indiferente?
El leve temblor de la voz de Lavrans desató en ella una tremenda pasión. Hubiera querido hundirse en él, en las profundidades agitadas donde su voz vibraba en ondas violentas y atormentadas. Gritó exaltada:
—Sí, si tú me hubieras estrechado en tus brazos una sola vez, no porque fuese la esposa cristiana que te habían asignado, sino la mujer que habías deseado y por cuya posesión hubieras luchado… entonces no habrías podido mantener hacia mí la misma actitud que si aquellas palabras no hubieran sido pronunciadas…
Lavrans reflexionó:
—No… evidentemente… no.
—Si hubieras experimentado tanta felicidad al conseguir a tu novia como Simón esperaba con Cristina…
Lavrans no contestó. Poco después dijo, como contra su voluntad, dolorido e inquieto:
—¿Por qué has hablado de Simón?
—No podía haberte hablado del otro —contestó la mujer, turbada, asustada, pero esforzándose por sonreír—. Sois, en verdad, demasiado distintos.
Lavrans se levantó, dio unos pasos, inquieto, y luego, en voz más baja aún, murmuró:
—Dios no abandonará a Simón.
—¿Y tú? —insistió la mujer—. ¿No has creído alguna vez que Dios te abandonaba?
—No.
—¿Qué pensaste aquella noche en la granja cuando, de pronto, te enteraste de que las que tanto habías querido, que tan fielmente habías amado, te habíamos engañado cuando habíamos podido?
—Pensé poco en ello.
—Después, cuando lo pensabas continuamente como acabas de decirme…
Lavrans se alejó dándole la espalda. Vio que un rubor iba extendiéndose por su cuello moreno:
—Pensé que yo antes había traicionado a Cristo —susurró.
Ragnfrid se levantó y titubeó antes de ir a apoyar sus manos en los hombros de su marido. Cuando él la estrechó en sus brazos apoyó la frente sobre el pecho de Lavrans; este la oía llorar. La abrazó más fuerte y apoyó la cara sobre la cabeza de Ragnfrid.
—Es hora de irnos a descansar, Ragnfrid.
Fueron juntos hasta el crucifijo, se inclinaron y se persignaron. Lavrans dijo las oraciones de la noche; las rezaba en la lengua de la Iglesia, en voz baja y clara; su mujer repetía las palabras después que él.
Luego se desnudaron; Ragnfrid se acostó a un lado de la cama, cuya cabecera ahora no era tan alta porque desde hacía tiempo Lavrans solía desvanecerse con frecuencia. Este cerró la puerta, pasó el pestillo y la atrancó, reunió en un montón el fuego del hogar, apagó la luz y se acostó al lado de su esposa. Un instante después sus dedos estaban entrelazados.
Ragnfrid Ivarsdatter meditaba… era como una nueva noche de bodas, una maravillosa noche de bodas. Felicidad y penas fluían a la par, la llevaban tan rápidamente sobre sus aguas que sentía que su alma empezaba ahora a desprender del cuerpo las primeras raíces; también a ella, y por primera vez, la muerte le tendía su mano.
Tal debía ser forzosamente el curso de las cosas… cuando habían empezado así. Recordaba la primera vez que había visto a su prometido. Él estaba contento de conocerla… un poco turbado, pero deseoso de amar a su prometida. Una cosa la había irritado, y era que el muchacho tuviera tal belleza, con el cabello tan espeso, tan sedoso, tan rubio, encuadrando un rostro blanco y rosa, de velo dorado. Su corazón era una herida dominada por la imagen de un hombre, ni hermoso ni joven, sin ninguna dulzura, y se moría de ganas de acurrucarse en sus brazos y al mismo tiempo hundirle el puñal en la garganta. Y la primera vez que su prometido intentó acariciarla… estaban sentados en la escalera del pabellón de las provisiones… él le cogió las trenzas en una mano, pero ella se revolvió pálida de ira y huyó.
Sí, recordaba también su escapada nocturna cuando fue, acompañada de Trond y de Troerdis, a través del Jerndal, a casa de la bruja de Dovre. Se había echado de rodillas, se había quitado y arrojado al suelo ante Dama Aashild las pulseras y sortijas; había mendigado en vano, con las manos unidas, el medio de impedir a su marido que le impusiera su voluntad. Recordaba el largo viaje que hizo con su padre, sus parientes, sus damas de honor y todos los de su séquito hacia el bajo valle, a través de las llanuras para ir a su boda, a Skog. Y se acordaba de su noche de bodas… y de todas las que la habían seguido, cuando acogía aquel torrente de caricias de su joven marido con una frialdad de piedra, sin disimularle el poco placer que encontraba en ello.
No, Dios no la había engañado. Misericordioso, había escuchado su grito de angustia cuando, hundiéndose más y más en su desgracia, había implorado… cuando clamaba sin esperar que la escuchara. Le parecía que sobre ella se abatían olas de negrura. Ahora, en cambio, la llevaban hacia una felicidad maravillosa y dulce que, lo sabía, iba a llevársela al otro mundo.
—Háblame, Lavrans —suplicó—. ¡Estoy tan cansada…!
El marido murmuró:
—El Señor dijo: Venite ad me, omnes qui laborate et onerati estis. Ego reficiam vos[4]…
Pasó uno de los brazos por los hombros de Ragnfrid y la atrajo hacia sí. Permanecieron un rato con las mejillas unidas; luego ella murmuró:
—Acabo de pedirle a la Madre de Dios que interceda para que no te sobreviva muchos años, Lavrans…
Los labios y las pestañas de Lavrans acariciaron en la oscuridad la mejilla de Ragnfrid con la misma suavidad que el ala de un pájaro de verano.
—Mi Ragnfrid, Ragnfrid mía…