6
Una de las primeras cosas que observó Cristina en casa de sus padres fue que las cabezas esculpidas que se encontraban a los extremos de las vigas de la casa habían desaparecido. En su lugar se habían instalado flechas con follaje y pájaros y una veleta dorada en el tejado de la nueva casa de las provisiones. Igualmente, los antiguos pilares de madera del sillón de honor de la gran sala, donde estaba la chimenea, habían sido reemplazados por otros nuevos. Los antiguos eran tallas que representaban dos figuras de hombres, bastante feos, pero que estaban allí seguramente desde que la casa había sido construida, y que solían frotarse con grasa y lavarse con aceite para las fiestas. En los nuevos pilares, el padre de Cristina había esculpido dos hombres con casco y escudos marcados con una cruz. No era el propio san Olav, decía, porque le hubiera parecido inconcebible que un pecador tuviera imágenes de santos en su casa como no fueran aquellas ante las que se rezaba, pero podían muy bien ser guerreros del ejército de san Olav. Lavrans había destruido y quemado él solo las viejas esculturas. Los criados no se atrevían a tocarlas. Tenían permiso para llevar alimentos a la gran piedra de la colina de Joerungaard en las noches de fiesta. Lavrans consideraba que era una lástima que se privara de ellos al viejo de la colina que estaba acostumbrado a recogerlos desde que la granja estaba habitada; murió mucho antes de la llegada del cristianismo; por tanto no era culpa suya si había sido un pagano.
La gente solía criticar estas opiniones de Lavrans Bjoergulfssoen. Estas críticas le dejaban indiferente porque estaba en condiciones de comprar su tranquilidad de cualquier forma. Él aparentaba su energía habitual, porque, como campesino, había seguido teniendo la misma suerte de siempre. Pero los demás no dejaban de preguntarse si los seres subterráneos no se vengarían cuando en la granja se instalara un amo menos piadoso y menos generoso para con la iglesia. Los humildes estimaban que era mejor seguir dando a los antiguos dioses lo que estos estaban acostumbrados a recibir, que hacerles la guerra y confiar en los sacerdotes.
Por lo demás, quién sabe lo que sería de la amistad entre Joerungaard y el presbiterio cuando Sira Eirik hubiera desaparecido. El párroco estaba viejo y achacoso, tanto que había tenido que tomar un vicario. Primero había hablado al obispo de su sobrino Bentein Jonssoen; pero Lavrans también había hablado con el obispo, que era un antiguo amigo suyo. La gente creía que no tenía razón.
Claro que el joven sacerdote se había mostrado cierta noche demasiado atrevido con Cristina y tal vez la había asustado, pero era preferible no indagar si no fue ella la que provocó al muchacho. Tiempo después se había comprobado que no era tan tímida como parecía. Pero Lavrans había creído siempre en la perfección de su hija, considerándola exactamente como si fuera una custodia llena de reliquias.
Después de aquello, se enfriaron las relaciones entre Sira Eirik y Lavrans durante cierto tiempo. Pero luego llegó Sira Solmund, quien inició inmediatamente un pleito con el párroco sobre una parcela de tierra, por si pertenecía a la parroquia o a Eirik. Lavrans era la primera autoridad de la aldea en cuestiones de terrenos y esto había sido así siempre; su declaración fue la decisiva. Después de aquello Sira Solmund y él fueron poco amigos, y en cambio, ahora, Sira Eirik y Audun, su sacristán, puede decirse que vivían en Joerungaard, porque iban todos los días a ver a Lavrans para quejarse de las tribulaciones y disgustos que les proporcionaba el nuevo sacerdote, y en casa de Lavrans se les trataba como a obispos.
Todo esto, más o menos, había llegado a oídos de Cristina, a través de Borgar Trondssoen en Sundbu, quien se había casado con una mujer de Trondhjem y había sido invitado varias veces a Husaby. Trond Gjesling había muerto hacía unos años; nadie lo consideraba una gran pérdida porque no había tenido ningún valor en la vida de la familia; ávido, obstinado y enfermizo. Sólo Lavrans había seguido visitando a Trond por compasión hacia su cuñado y sobre todo por Gudrid, su esposa. Ahora, ambos habían muerto y sus cuatro hijos vivían en la granja juntos; eran unos hombres magníficos, llenos de ímpetu y con un buen porvenir, así que la gente los tenía por buenos partidos. Había gran amistad entre ellos y su tío materno de Joerungaard; este iba a caballo hasta Sundbu dos veces al año y los acompañaba a cazar a las montañas del oeste. Pero Borgar consideraba absurdas las penitencias y devociones que Lavrans y Ragnfrid se imponían ahora.
—Sigue bebiendo la misma agua durante los ayunos, pero ya no hace tanto caso a la cerveza como en sus buenos tiempos —decía refiriéndose a Lavrans.
Nadie comprendía nada; no podían imaginar que Lavrans tuviera pecados secretos que expiar y todos sabían, por haberlo visto, que su vida había sido más cristiana que la de cualquier otro hijo de Adán, excepto los santos.
En el fondo de su corazón, Cristina sospechaba por qué su padre intentaba acercarse cada día más a Dios. Pero no se atrevía a admitirlo.
No quería reconocer que se había dado cuenta de que su padre había cambiado mucho. No era tan viejo. Esbelto aún, se mantenía erguido y elegante. Su cabello había encanecido, pero no se notaba mucho porque siempre había sido rubio. Sin embargo, la memoria de Cristina guardaba la imagen de un Lavrans joven, brillante, guapo, con la tez clara tostada por el sol, con mejillas llenas en un rostro delgado y alargado, y una boca carnosa y roja de profundas comisuras. Ahora su cuerpo musculoso estaba flaco; era un amasijo de huesos y tendones; su rostro moreno y anguloso parecía tallado en madera, sus mejillas lisas y secas tenían como un nudo de nervios junto a la boca. No, ya no era un joven, aunque tuviera pocos años.
Siempre había sido pacífico, reflexivo, pensativo y ella sabía que, desde su más tierna infancia, había observado con celo extremado los preceptos del cristianismo, seguido las misas y las oraciones en latín y frecuentado la iglesia como lugar donde encontraba el mejor refugio. Pero todo el mundo intuía que una valiente libertad y una alegría de vivir palpitaban amplia y tranquilamente en el alma de aquel hombre sereno. Ahora, daba la sensación de que algo había huido de él.
Sólo lo había visto borracho una vez desde su regreso a Joerungaard; fue una noche durante las fiestas de la boda, en Formo.
Vacilaba un poco sobre sus piernas y tenía la voz pastosa, pero no se había mostrado muy alegre. Recordó las grandes juergas de su infancia, la cerveza que se bebía en las fiestas y banquetes, cuando su padre reía a mandíbula batiente y se golpeaba los muslos a cada nueva broma, retaba a todos los que tenían fama de fuertes, domaba caballos o se lanzaba al baile, pero era el primero en reírse si sus piernas no se sostenían, prodigaba los regalos y desbordaba de amabilidad y cariño hacia todos. Cristina comprendía que su padre necesitaba emborracharse alguna vez a consecuencia de su constante trabajar, de los ayunos severísimos que observaba y de la tranquila vida de familia con los suyos, que veían en él su mejor amigo y sostén.
Comprendía también que su marido no tuviera nunca esta necesidad de beber hasta embriagarse, porque no sabía contenerse si pasaba del límite de la sobriedad; entonces seguía sus impulsos hasta el fin, sin tener en cuenta lo que estaba bien o mal, ni lo que la gente pensaría, ni lo que se consideraban costumbres de gentes honradas. En lo que se refería a bebidas fuertes, Erlend era el hombre más moderado que Cristina había conocido. Bebía para apagar su sed y para hacer compañía a alguien en sociedad, pero sin darle la menor importancia.
Ahora, Lavrans Bjoergulfssoen había perdido su antigua afición a los vasos de cerveza. Ya no llevaba en él lo que necesitaba disipar. Jamás se le hubiera ocurrido, antes, ahogar sus preocupaciones en la bebida; ahora, tampoco. En su opinión, un hombre debe acercarse siempre a beber con alegría.
Había buscado otra salida a sus preocupaciones. En el alma de su hija, había una imagen que persistía siempre a media luz: la de su padre la noche en que ardía la iglesia. Estaba de pie, debajo del crucifijo que había salvado, llevando la cruz y apoyándose en ella. Sin que supiera explicarse la razón, Cristina sospechaba que la inquietud por su futuro y el de sus hijos junto al hombre que había elegido, así como el sentimiento de su impotencia para intervenir en aquel asunto, era lo que en gran parte había producido aquel cambio en Lavrans.
Esta idea le roía secretamente el corazón. Había llegado a casa de sus padres cansada de las preocupaciones del invierno anterior, de la ligereza con que había querido tranquilizarse respecto a la irresponsabilidad de Erlend. Sabía que era y seguiría siendo pródigo, incapaz de administrar sus bienes, que disminuían lenta e inevitablemente bajo su dirección. Había conseguido que, según sus consejos y los de Sira Eiliv, vigilara una o dos cosas, pero no se atrevía a hablarle continuamente de lo mismo; además, era muy tentador dejarse llevar por la felicidad a su lado como ahora. Estaba harta de luchar y discutir por todo, dentro y fuera de ella. Pero estaba hecha de tal modo que incluso la despreocupación la angustiaba y desgastaba.
Esperaba encontrar en la casa de sus padres la paz de su infancia bajo la mirada de su progenitor.
No, no estaba tranquila. Erlend sacaba ahora un buen provecho de sus cargos, pero también se veía arrastrado a mayores gastos, y al mantenimiento de un cortejo digno de un jefe. Además, había empezado a excluirla de todo lo que no estaba relacionado con su vida en comunidad. No quería que los ojos de su esposa se fijaran vigilantes en su conducta. Con los hombres hablaba a gusto de todo lo que había visto y vivido en el norte; a ella jamás le decía ni una sola palabra. Aún había algo más. En distintas ocasiones, se había encontrado durante aquellos años con Dama Ingebjoerg, madre del rey, y con Micer Knut Porse; pero nunca estando ella. Ahora Micer Knut era duque de Dinamarca y la hija del rey Haakon se había unido a él en matrimonio. Esto había provocado una amarga indignación entre muchos noruegos. Y el obispo de Bjoergvin había mandado secretamente varias cajas a Husaby; ahora estaban a bordo de La sirena, y el barco en Lindesnaes. Erlend había recibido encargos y tenía que hacerse a la mar con dirección a Dinamarca, a fines del verano. Al cabo, quiso llevarse a Cristina con él, pero ella se negó. Comprendió que Erlend se movería entre los poderosos como uno de ellos y tuvo miedo; un hombre tan poco circunspecto como Erlend era temible. No se atrevía a ir con él; allí no podría ayudarle en nada y tampoco quería exponerse a verse mezclada con gente de tal linaje que una simple mujer de su casa, como era ella, no pudiera colocarse al mismo nivel. Tenía miedo del mar; para ella el mareo era mucho peor que el peor de sus partos.
Se quedó, pues, en Joerungaard en casa de sus padres, inquieta y temerosa.
Un día había ido a Skjenne con su padre y había visto el sorprendente objeto precioso que poseían allí los de la granja. Era una espuela de oro purísimo, maciza, de forma anticuada, con maravillosos adornos. Como todos los hijos de la comarca, conocía su origen.
Poco tiempo después de que san Olav hubiera convertido el valle al cristianismo, Audhild, la Bella de Skjenne, fue secuestrada en la montaña por los trolls. Subieron allí arriba la campana de la iglesia y la hicieron sonar para llamar a la joven. Al tercer día llegó por encima de la cerca, tan cubierta de oro que brillaba como una estrella. Entonces la cuerda se rompió, la campana rodó por la pendiente y Audhild tuvo que regresar a la montaña.
Pero una noche, muchos años después, doce guerreros llegaron a la casa del sacerdote, que fue el primer sacerdote de Sil. Llevaban cascos de oro y estribos de plata y cabalgaban grandes caballos alazanes. Eran los hijos de Audhild y del rey de la montaña y pedían que su madre fuera enterrada como cristiana en tierra consagrada. En la montaña había intentado conservar su fe y celebrado las fiestas de precepto; aquella era una gracia que pedía. El sacerdote se la negó. La gente decía que a causa de aquello él no tenía ningún descanso en su tumba, que en las noches de otoño le oían andar por el bosque, al norte de la iglesia, llorando de arrepentimiento por su dureza de corazón. La misma noche, los hijos de Audhild fueron a Skjenne llevando recuerdos de su madre a sus viejos padres. A la mañana siguiente encontraron la espuela de oro en su patio. Y el pueblo de los trolls continúa teniendo a los de Skjenne por parientes; de ahí su extraordinaria suerte en la montaña.
Cuando regresaban a casa cabalgando, en la noche de verano, Lavrans dijo a su hija:
—Los hijos de Audhild recitaban las oraciones cristianas que habían aprendido de su madre. No sabían pronunciar el nombre de Dios y el nombre de Jesús, pero recitaban el Padre Nuestro y el Credo así: «Creo en el Todopoderoso, creo en su Único Hijo, creo en el Espíritu Santo». Y también de cían: «Salve bendita mujer entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tus entrañas, consuelo del mundo».
Cristina miró tímidamente el flaco semblante moreno de su padre. En la clara noche de verano parecía más torturado que nunca por las preocupaciones y las meditaciones.
—Nunca me habíais contado esto, padre —dijo con dulzura.
—¿No lo hice? No. Supondría sin duda, que no obtendrías de ello otra cosa que pensamientos demasiado graves para tu edad. Sira Eirik dijo que estaba escrito por el apóstol san Pablo que no sólo la raza de los hombres gime en el dolor…
Un día, Cristina cosía sentada en el último peldaño de la escalera del granero de heno, cuando entró Simón en el patio a caballo. Se detuvo delante de ella, pero sin verla. Sus padres salieron. No, Simón no quería descabalgar. Ramborg le había rogado solamente que pidiera, si pasaba por su casa, su cordero favorito; sin duda, no lo habrían mandado aún a la montaña; quería tenerlo consigo.
Cristina vio cómo su padre se rascaba la cabeza. El cordero de Ramborg, sí… Y rio, pero enfadado. ¡Qué mala suerte!; tenía la esperanza de que no se acordaría de él. Porque había regalado una pequeña hacha a cada uno de los hijos mayores de Cristina y en lo primero que la emplearon fue en matar el cordero de Ramborg.
Simón rio ligeramente.
—Sí, estos muchachos de Husaby son unos pequeños bandidos.
Cristina bajó corriendo la escalera del granero y sacó las tijeras de plata de la cadena de su cinturón:
—Dáselas a Ramborg en compensación, puesto que mis hijos han matado su cordero…, sé que las deseaba desde que era pequeña. Nadie debe decir que mis hijos…
Había hablado con exaltación y calló bruscamente. Había visto los rostros de sus padres; parecían descontentos y extrañados por lo que hacía.
Simón no tomó las tijeras; parecía turbado. Luego vio a Bjoergulf, dirigió su caballo hacia él, se inclinó y subió el pequeño a la silla consigo.
—¡Conque desvalijando el país! Te hago prisionero y mañana tus padres pueden venir a verme y discutiremos el precio de tu rescate.
Al decir estas palabras saludó hacia atrás y se fue con el niño, encantado y riendo, en sus brazos. Simón se había hecho muy amigo de los hijos de Erlend. Cristina recordaba que atraía el afecto de los niños; sus dos hermanitas le habían querido mucho. Le producía un extraño pesar el ver que estaba tan a gusto con los niños y disfrutara tanto jugando con ellos, mientras que su marido soportaba difícilmente oírlos.
Al día siguiente, en Formo, comprendió que Simón no había sido precisamente felicitado por su mujer por haberle traído aquel invitado a casa.
—Nadie puede esperar que Ramborg se ocupe de un niño —dijo Ragnfrid—. Apenas acaba de salir de la infancia. Todo cambiará cuando sea mayor…
—Probablemente —Simón y su suegra se miraron sonriendo.
«Vaya, se dijo Cristina, pronto va a hacer dos meses que están casados…».
Aunque sintiera su alma inquieta y torturada, Cristina no se lo dejó ver a Erlend. Este se tomaba la estancia en la casa de los padres de su mujer tranquilamente, sin darle más importancia que la que tenía. Ragnfrid y él eran buenos amigos, y en verdad sentía un profundo afecto por su suegra. Lavrans parecía también contento de su yerno. Pero Cristina se había vuelto tan susceptible y estaba siempre tan pendiente de los detalles que notaba en la bondad de su padre con Erlend, aquella ternura indulgente que siempre había guardado para todo ser que le parecía incapaz de gobernarse solo. Su afecto por el otro yerno era distinto; en Simón encontraba un amigo y un hermano de armas. Y aunque Erlend, por la edad, estuviera más cerca de Lavrans que Simón, Simón y Lavrans se tuteaban mientras que, desde que Erlend había pasado a ser prometido de Cristina, Lavrans le había tuteado, pero Erlend siguió tratándolo de vos. Lavrans no había propuesto nunca cambiar.
Simón y Erlend eran también buenos amigos cuando se encontraban, pero no buscaban estar juntos. Cristina continuaba experimentando una secreta aversión hacia Simón Darre; de una parte, por lo que este sabía de ella, pero sobre todo, porque comprendía que el honor había estado del lado de Simón y la vergüenza del de Erlend. Le desesperaba pensar que Erlend parecía incluso haber olvidado esto. Por ello Simón siempre mostraba buen carácter con su marido. Si Erlend estaba de humor capaz de soportar su irritabilidad con bondad y dulzura, a Cristina también le molestaba el hecho de que sus palabras no parecieran herirle. Podía ocurrir que otro día Erlend estuviera nervioso; en este caso se enfurecía y era entonces ella la que replicaba en forma airada, amargada y glacial.
Una noche estaban en el pabellón del hogar, en Joerungaard. Lavrans seguía prefiriendo aquella vivienda, sobre todo en tiempo de lluvia y de atmósfera cargada como aquel día, porque en la sala grande, bajo el techo plano del granero de heno, el humo era molesto; mientras que en la casa del hogar el humo subía hasta la bóveda, incluso cuando era preciso, por el mal tiempo, cerrar el ventanillo.
Cristina cosía sentada cerca del fuego; estaba de mal humor y se aburría. Frente a ella, Margret, medio dormida sobre su costura, bostezaba frecuentemente. Los niños de Cristina alborotaban en la estancia. Ragnfrid se hallaba en Formo y la mayoría del servicio estaba fuera. Lavrans, sentado en un asiento elevado, y Erlend, en un extremo del banco exterior, tenían el tablero de ajedrez entre los dos y movían sus piezas en silencio y con mucha reflexión. En cierto momento Ivar y Skule se distraían tirando cada cual hacia su lado de un perrito; Lavrans se levantó y cogió el animalito, que se quejaba; no dijo nada, pero continuó jugando con el perro sobre las rodillas.
Cristina se les acercó, apoyó una mano en el hombro de su marido y los contempló mientras jugaban. Erlend sabía menos que su suegro; Lavrans solía ganar cuando jugaban por la noche, pero Erlend no perdía por ello su placidez ni su ecuanimidad. Aquella noche jugaba al ajedrez particularmente mal. Cristina se lo reprochó en términos agresivos. Por fin Lavrans dijo secamente:
—Está claro que Erlend no puede estar atento a su juego si tú estás aquí molestándole. ¿Qué vienes a hacer aquí, Cristina? Jamás supiste jugar al ajedrez.
—Y según vos, nunca he sabido nada…
—En todo caso hay una cosa que no sabes —dijo el padre en tono tajante— y es el modo en que una esposa debe hablar a su marido. Sería preferible que fueras a calmar a tus chicos, que son tan mal educados como los duendes navideños.
Cristina fue a sentar a sus hijos en fila sobre el banco y se acomodó entre ellos.
—A ver si hay tranquilidad ahora, niños —les dijo—. El abuelo no quiere que juguéis y os divirtáis en esta habitación.
Lavrans miró a su hija, pero no dijo nada. Poco después, entraron las nodrizas, y Cristina, las sirvientas y Margret se fueron con los niños para acostarlos.
Cuando él y su suegro se hubieron quedado solos, Erlend dijo:
—Hubiera preferido, padre, que no riñerais así a Cristina. Si encuentra alivio atacándome cuando está de mal humor, es inútil decirle nada, y no puede soportar que se diga algo desagradable respecto a sus hijos…
—¿Así que también tú toleras que tus hijos crezcan tan mal educados? ¿Dónde están las sirvientas que deben cuidar y educar a los niños?
—Supongo que en el pabellón de vuestros servidores —observó Erlend riendo y desesperezándose—. Pero tampoco me atrevo a hablar a Cristina de sus sirvientas, porque se pone de mal humor y me dice que ni yo ni ella hemos sido buenos modelos para nuestra gente…
Al día siguiente, Cristina fue a recoger fresas a uno de los prados, al sur de la granja. Su padre la llamó desde la puerta de la forja, rogándole que se acercara.
Cristina se le acercó sin prisas. Sin duda iba a hablarle de nuevo de Naakkve. Precisamente aquella mañana había abierto una cerca y las vacas de la granja se habían metido en un campo de centeno.
El padre sacó un hierro incandescente de la forja y lo colocó sobre el yunque. Su hija esperaba y durante mucho rato no hubo más ruido que los martillazos sobre el hierro que Lavrans estaba forjando y que desprendía chispas, y el eco del golpe sobre el yunque. Al cabo, Cristina preguntó qué quería de ella.
Por fin el hierro estaba frío. Lavrans apartó las tenazas y el martillo y se le acercó. Con el rostro y el cabello cubiertos de hollín, las ropas y las manos negras, el gran mandil de cuero cubriéndole de la cabeza a los pies, tenía un aspecto mucho más severo que de costumbre.
—Te he llamado, hija, porque quiero decirte esto: aquí, en mi granja, es preciso que muestres a tu marido el respeto que conviene a una mujer. No quiero oír a mi hija contestando a su marido como tú contestaste y le hablaste ayer a Erlend.
—Es nuevo, padre, que consideréis a Erlend un hombre merecedor de respeto.
—Es tu marido. Y no hice la menor presión para que te casaras con él. No lo olvides.
—Sois muy buenos amigos. Si le hubierais conocido antes como le conocéis ahora, con seguridad lo habríais hecho.
El padre la miró severo y tristemente.
—Hablas demasiado a la ligera, Cristina, y sabes de sobra que no dices la verdad. No te presioné cuando quisiste deshacerte de tu prometido legal; sin embargo, sabías el afecto que sentía hacia Simón…
—No, pero Simón tampoco me habría aceptado en aquellas condiciones…
—Es cierto. Simón era demasiado orgulloso para defender sus derechos contra tu voluntad. Pero no sé, si en el fondo de su corazón habría puesto tantas objeciones si yo hubiera obrado como quería André Darre…, si no hubiéramos tenido en cuenta lo que vosotros dos, los jóvenes, pensabais. Y no sé aún si el caballero no estaría en lo cierto, cuando veo que no sabes vivir como conviene con el marido que reclamaste con tanta insistencia.
Cristina rio en voz alta y tono desagradable:
—Simón. Jamás hubiérais conseguido que Simón se casara con una mujer a la que había encontrado con otro hombre en semejante casa…
Lavrans perdió el aliento:
—¿… semejante casa? —repitió.
—Sí, de esas que vosotros los hombres llamáis burdeles. La propietaria era la amante de Munan; ella misma me aconsejó que no fuera. Le dije que iba a encontrarme con un pariente… no sabía que fuera pariente de ella… —y volvió a reír con expresión salvaje e insensata.
—¡Cállate! —rogó el padre.
Se contuvo. Un estremecimiento atravesó su rostro… una sonrisa que era como un desvanecimiento. Cristina tuvo la impresión de que veía una vertiente cubierta de follaje toda blanca, cuando la tormenta revuelve todas las hojas y las rodea de una luz deslumbrante y pálida.
—Hay que saber muchas cosas para no preguntar…
Cristina se derrumbó en el banco donde se había sentado, apoyándose sobre un codo y cubriéndose los ojos con la otra mano. Por primera vez en su vida tenía miedo a su padre, un miedo mortal.
Lavrans se apartó de ella, recogió el martillo y lo puso en su sitio, entre los demás. Luego recogió las limas y demás pequeñas herramientas y las ordenó sobre la viga transversal. Daba la espalda a Cristina; las manos le temblaban violentamente.
—¿No pensaste jamás, Cristina…? Erlend nunca me habló de ello —estaba de pie ante ella, con la mirada fija en el rostro blanco, descompuesto por el miedo—. Le contesté que no, secamente, cuando vino a mi encuentro en Tunsberg con sus ricos parientes y me pidió tu mano… yo ignoraba entonces que era yo el que debía darle las gracias por querer limpiar el honor de mi hija… Muchos hombres hubieran podido ponerme al corriente…
»Volvió a pedirme tu mano con todo honor. No todos los hombres habrían tenido esa tenacidad por hacer su esposa a una mujer que ya era… que ya era, entonces…, lo que tú eras.
—Me figuro que ningún hombre se habría atrevido a deciros…
—No es el frío del acero lo que ha temido Erlend en su vida…
El rostro de Lavrans reflejó pronto un cansancio indecible y su voz se apagó, moribunda, imperceptible. Pero al momento, con voz fuerte y tranquila, añadió:
—Por mal que esté lo que hizo, Cristina, es aún mucho peor que lo digas tú, ahora que es tu marido y el padre de tus hijos… Aunque las cosas sean así, ya sabías lo peor de Erlend antes de decidirte a ser su esposa legítima. Sin embargo, él estaba dispuesto a adquirirte tan cara como si fueras una joven honesta. Te ha dejado mucha libertad… así que debes expiar tu falta llevando con inteligencia la dirección de vuestras vidas y hacienda y poniendo en ello la prudencia que falta a Erlend. Se lo debes a Dios y a tus hijos.
»Yo mismo, igual que muchos otros, dijimos que Erlend no servía más que para seducir mujeres. De esta acusación también tienes tú parte de culpa; acabas de confesarlo tú misma. Desde entonces ha demostrado que servía para algo más; tu marido se ha ganado buena fama por su valor y por sus brillantes cualidades militares. No es una pequeña ventaja para tus hijos el que su padre se haya ganado una reputación de valentía y habilidad con las armas. Si ha sido… poco razonable, debes saberlo tú mejor que todos nosotros. El mejor modo de borrar tu vergüenza es honrando y ayudando al marido que tú misma elegiste…
Cristina se echó hacia delante, con la cabeza en las manos. Levantó los ojos pálida y desesperada:
—Ha sido una crueldad por mi parte haberos dicho eso. ¡Ah! Simón me había suplicado que no lo hiciera… fue lo único que me pidió… que os ahorrara el conocimiento de lo más horrible…
—Simón te había rogado que me lo ahorraras… —Cristina notó la angustia que vibraba en la voz de Lavrans, y se dio cuenta de que era una crueldad más haberle dicho que un hombre ajeno a la familia había comprendido que llegaría el día en que ella tendría que acordarse de ahorrarle esta pena a su padre.
Entonces Lavrans se sentó a su lado, cogió una de las manos de su hija entre las suyas y la apoyó sobre sus rodillas.
—¡Sí, es cruel, Cristina mía! —murmuró con tristeza—. Eres buena con todos, pequeña, pero ya me había dado cuenta de que puedes ser cruel con aquellos a quienes amas demasiado. Por el amor de Dios, Cristina, ahórrame el tener que temer por ti. Que tu genio intratable no atraiga más penas sobre ti y sobre los tuyos. Como un potro sujeto por primera vez en el establo, arrancas cuanto te retiene por las fibras de tu corazón.
Cristina se dejó caer sobre él sollozando y su padre la estrechó con fuerza sobre su pecho. Así permanecieron un buen rato, pero Lavrans no volvió a hablar. Por fin, levantó el rostro de Cristina y sonrió diciendo:
—Estás tiznada. Hay un trapo por aquí, pero no te serviría más que para mancharte aún más. Vuelve a casa… todo el mundo puede ver que te has sentado sobre las rodillas del herrero…
La empujó hacia fuera sin violencia, cerró la puerta y esperó un instante. Luego, anduvo vacilante hacia el banco y se dejó caer sentado con la nuca apoyada en los troncos del muro y el rostro levantado y contraído. Con todas sus fuerzas apoyó una mano sobre su corazón.
Aquella opresión jamás duraba mucho tiempo. La sofocación, el oscuro vértigo, el dolor que, desde el corazón estremecido, palpitante, se extendía hasta los miembros lo asaltaba con fuerza brutal y luego iba calmándose poco a poco en tranquilas vibraciones. La sangre le golpeaba en las arterias del cuello.
Se le pasó al cabo de un momento. Pasaba siempre después de que se sentaba un poco. Pero volvía… cada vez con más frecuencia.
Erlend había convocado su tripulación en Veoey la noche de San Jaime, pero se quedó un poco más en Joerungaard para acompañar a Simón a la caza de un oso que hacía destrozos entre el ganado de las cabañas. Cuando regresó de esta expedición encontró un mensaje: algunos de sus hombres se habían batido con ciudadanos y debía marcharse apresuradamente al norte para despedir a los delincuentes. Lavrans tenía que hacer allí y se fue con su yerno.
La fiesta de San Olav había terminado apenas cuando des embarcaron en la isla. El barco de Erling Vidkunssoen estaba allí, y a la hora de vísperas en la iglesia de San Pedro se encontraron con el gran senescal. Este les acompañó a la casa de los frailes, donde se hospedaba Lavrans, comió con ellos y envió a sus hombres al barco en busca de unas botellas de un excelente vino francés del que había hecho provisión en Nidaros.
La conversación languidecía mientras bebían. Erlend, sumido en sus pensamientos, tenía los ojos brillantes y alegres como siempre que se encaminaba hacia algo nuevo, pero no atendía a lo que los otros decían. Lavrans sólo probaba el vino y Micer Erling guardaba silencio.
—Pareces cansado, primo —observó Erlend.
Sí. Habían tenido mala mar la noche anterior ante el golfo de Hustad. Se había visto obligado a permanecer levantado…
—Y deberás espolear tu caballo si quieres estar en Tunsberg por San Lavrans. No disfrutarás ni de mucho descanso ni de muchos placeres allí.
—¿Micer Paul está ahora con el rey?
—Sí. ¿No entrarás en Tunsberg?
—Sólo para preguntar al rey si quiere mandar recuerdos afectuosos a su madre —dijo Erlend—. O si el obispo Audfinna quiere darnos algún mensaje para la señora…
—Muchos se sorprenden de que te marches a Dinamarca precisamente en el momento en que los jefes van a la reunión de Tunsberg —observó Micer Erling.
—Sí, ¿no es extraño que la gente se sorprenda siempre por lo que yo hago? Puedo tener ganas de volver a disfrutar de las costumbres que conocí y no he vuelto a encontrar desde la última vez que estuve en Dinamarca, de asistir otra vez a un torneo…, y sobre todo cuando nos invita nuestra pariente. Ningún otro miembro de tu familia Noruega la reconocerá ahora, excepto Munan y yo.
—Munan… —murmuró Erling frunciendo el ceño. Luego sonrió—. ¿Tiene aún tanta vida el viejo jabalí que puede, todavía, si me atrevo a decirlo, transportar su grasa? ¿De modo que el duque Knut quiere organizar un torneo? ¿Tomará Munan parte en la liza?
—Sí…, es una pena que tú, Erling, no puedas ser de los nuestros y ver este espectáculo. —Erlend también reía—. Comprendo, ¿tienes miedo de que Dama Ingebjoerg nos haya invitado a su fiesta infantil para que nosotros preparemos otra y la invitemos a ella? Tú sabes mejor que nadie que tengo la mano demasiado pesada y el corazón demasiado ligero para ser útil en un consejo secreto. En cuanto a Munan, le habéis arrancado todos los dientes…
—¡Oh, no! Tampoco tenemos miedo de un consejo secreto. Ingebjoerg Haakonsdatter debe darse cuenta de que ha perdido todos sus derechos en su país al casarse con Porsen. Sería una desgracia para ella que pusiera el pie aquí después de casarse con un hombre del que no queremos ver ni el dedo meñique posado en nuestro territorio.
—Sí, tuvisteis razón separando al hijo de su madre —dijo Erlend sombrío—. No es más que un niño aún, y desde ahora, nosotros, noruegos, tenemos derecho a llevar la cabeza erguida cuando pensamos en el rey al que hemos jurado fidelidad.
—¡Cállate! —interrumpió Erling Vidkunssoen en voz baja y desesperada—. Estoy convencido de que no es cierto…
Los demás comprendieron que sabía que era cierto. A pesar de sus pocos años, el conde Magnus Eirikssoen estaba infectado por un vicio que no se debe mencionar entre cristianos. Un clérigo sueco, al que se había encomendado su educación durante la estancia del niño en Suecia, le había descarriado de manera inmencionable.
Erlend dijo:
—En todas las granjas y en todos los hogares de nuestra región en el norte, la gente murmura que la Iglesia de Cristo ha ardido porque nuestro rey no era digno de sentarse en el trono de san Olav.
—En nombre de Dios, Erlend, te digo que no se sabe si es cierto. Y este niño, el rey Magnus, hemos de suponer que a los ojos de Dios es inocente. Puede purificarse. ¿Dices que lo hemos separado de su madre? Yo digo: ¡que Dios castigue a la madre que traiciona a su hijo como Ingebjoerg ha traicionado al suyo! Y tú, Erlend, no pongas tu confianza en alguien semejante… acuérdate de que a quienes vas a ver son personas pérfidas.
—Tengo la convicción de que fueron bastante leales unos con otros. Pero tú hablas como si recibieras personalmente todos los días mensajes del cielo. Tal vez es por esta razón por lo que te atreves a ofrecerte para pelear con los hombres de la Iglesia.
—Basta, Erlend. Habla de lo que sepas, muchacho. Si no, cállate… —Micer Erling se había erguido. Él y Erlend estaban de pie furiosos, con el rostro enrojecido.
Erlend torcía la boca, asqueado.
—El animal con el que han pecado los hombres, nosotros lo matamos y echamos su cuerpo a la cloaca…
—¡Erlend! —el gran senescal cogió con ambas manos el borde de la mesa—: Tú también has tenido hijos… —le recordó en voz baja—. ¿Cómo puedes hablar así…? Vigila tus palabras, Erlend. Antes de hablar piensa en lo que te comprometes. Y reflexiona veinte veces antes de pasar a los hechos…
—Si actuáis así vosotros, los que lleváis los asuntos del reino, no me sorprende que todo vaya tan mal. Pero no tengas miedo… —hizo una mueca—, no… no haré nada. ¡Sin embargo, vivir en este país es una delicia!
»Ahora que lo pienso, tienes que levantarte muy temprano para marcharte mañana. Y mi suegro está cansado —dijo Erlend al marcharse.
Los otros dos permanecieron sentados sin hablar después de que él les hubo dado las buenas noches. Erlend durmió a bordo de su barco. Erling Vidkunssoen daba vueltas al vaso entre los dedos.
—¿Toséis? —preguntó por decir algo.
—Los viejos se resfrían con mucha facilidad. Tenemos tantos achaques de los que vosotros, jóvenes, no tenéis ni idea, mi querido señor —contestó Lavrans sonriendo.
Después, nuevo silencio. Entonces Erling Vidkunssoen dijo, como hablando para sí:
—Sí, todos piensan igual… que las cosas van mal en este reino. Hace seis años en Oslo creí ver claramente el firme propósito de sostener el poder real entre los hombres de las familias nacidas para desempeñar este papel. Conté… contaba con ello.
—Creo que acertáis, señor. Pero vos mismo decíais que estamos dispuestos a agruparnos alrededor del rey. Ahora es un niño… que pasa la mitad del tiempo en otro país.
—Sí. Sin embargo, en ciertos momentos pienso que hasta de las cosas más absurdas puede salir algún bien. Antes, cuando nuestros reyes saltaban como caballos, no faltaban excelentes potros donde elegir; el país no tenía más que escoger al que se defendiera mejor.
—Sí, sí —asintió Lavrans sonriendo.
—Hace tres años hablábamos de lo mismo, Lavrans…, cuando regresabais de vuestra peregrinación a Skoevde y fuisteis a saludar a vuestros parientes de Gautland…
—Me acuerdo, señor. Me hicisteis el honor de venir a mi encuentro…
—No, no, Lavrans, no es necesario ser tan cortés.
Micer Erling hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—Ocurrió como he dicho —añadió con voz entristecida—. Ahora no hay nadie que pueda agrupar a sus vasallos en este país. Los que más hambre tienen son los que más corren… aún queda algo en la marmita. Pero los que podrían aspirar a conseguir poder y riquezas honorablemente, como antes, en la época de nuestros antepasados, estos no hacen nada.
—En efecto. Sinceramente, el honor sigue la bandera del jefe.
—Entonces la gente debería darse cuenta de cuán poco honor sigue a mi bandera —interrumpió Erling secamente—. Os habéis apartado de todo lo que podía dar a conocer vuestro nombre, Lavrans, Hijo de Juez.
—Lo he hecho así desde mi matrimonio, señor. Me casé muy joven; mi esposa era enfermiza y soportaba mal la compañía de la gente. Y parece que nuestra raza se aclimata mal en Noruega. Mis hijos murieron jóvenes y sólo uno de mis sobrinos ha llegado a la edad adulta.
Lamentó haber dicho esto. Erling Vidkunssoen había tenido muchas penas del mismo tipo en su propio hogar. Sus hijas estaban sanas y bien desarrolladas, pero tampoco él había podido conservar con vida más que a uno de sus hijos, que tenía una salud precaria. Micer Erling se limitó a preguntar:
—Tampoco tenéis parientes próximos por parte de madre, si no recuerdo mal.
—No, los más cercanos son los hijos de la hermana de mi abuelo materno. Sigurd Londinsoen sólo tenía dos hijas, y ambas murieron al dar a luz su primer hijo; mi tía materna se llevó el suyo con ella a la tumba.
Guardaron silencio un momento.
—Lo mismo que Erlend —dijo el senescal en voz baja—. Son los más peligrosos. Son gente que piensa un poco más allá de sí mismos. Pero creen que es lo bastante lejos. En verdad, Erlend, ¿no es acaso como un niño perezoso…? —Llevado de su mal humor iba haciendo redondeles en la mesa con su vaso de vino—. Está bien dotado y ¡qué linaje el suyo! Pero jamás ha tenido valor para escuchar lo relativo a un asunto hasta comprenderlo… Y si ha hecho el esfuerzo de escuchar a alguien hasta el final, se puede tener la seguridad de que antes de llegar a él se ha olvidado del principio.
Lavrans contempló a su interlocutor. Micer Erling había envejecido mucho desde la última vez que lo había visto. Parecía gastado y cansado… estaba más flaco. Los rasgos seguían siendo finos y claros, pero demasiado pequeños. Tenía la tez como descolorida y siempre había sido lo mismo. Lavrans percibía que a aquel hombre, aunque fuera un caballero leal, inteligente, resuelto a servir sin flaquear y sin egoísmos… le había faltado talla en todos los aspectos para llegar a ser un hombre de gran importancia. Si tan sólo hubiera medido una cabeza de más, sin duda habría arrastrado fácilmente a numerosos grupos de partidarios.
Lavrans dijo:
—Micer Knut es también un hombre lo bastante inteligente para darse cuenta de que, si quieren emprender algo allí, no pueden sacar gran partido de Erlend en un consejo secreto…
—En cierto modo amáis a vuestro yerno, Lavrans —comentó el otro con cierta irritación—. Y a decir verdad, tenéis pocos motivos para amarle…
Lavrans, con la punta del dedo, iba haciendo dibujos con una mancha de vino. Micer Erling se fijó en que las sortijas parecían demasiado grandes para aquellos dedos.
—Y vos, ¿los tenéis? —preguntó Lavrans mirándole con picardía—. Sin embargo, me parece que también vos le amáis…
—Sí, sí, bien sabe que… Pero, Lavrans, podéis jurar que Micer Knut tiene la cabeza llena de proyectos. Es padre de un niño que por su madre es nieto del rey Haakon…
—El propio Erlend debe comprender que el padre del niño tiene las espaldas suficientemente fuertes como para que en cualquier momento pueda decidirse a ayudar al jovenzuelo. Y la madre tiene a todo el país en contra a causa de su matrimonio.
Un poco más tarde, Erling Vidkunssoen se levantó y ciñó su espada. Lavrans, cortésmente, había descolgado el manto de su invitado y lo sostenía en sus manos cuando de pronto vaciló y faltó poco para que se cayera. Pero Micer Erling lo sostuvo. Con dificultad consiguió llevar a Lavrans, que era alto y robusto, hacia la cama. No era un ataque. Tenía los labios exangües y los miembros inertes y blandos. Micer Erling cruzó el patio corriendo y despertó al fraile que cuidaba de los enfermos, para que hiciera lo preciso para auxiliar a Lavrans.
Al recobrar el sentido, Lavrans parecía confuso… Aquella debilidad reaparecía de vez en cuando… desde una cacería de alce, hacía dos inviernos, en la que se perdió durante una tormenta de nieve.
—Sin duda, será una advertencia de que la juventud ha terminado —dijo excusándose.
Micer Erling esperó que el fraile hubiera sangrado al enfermo, aunque Lavrans le rogó que no se preocupara y tuviera en cuenta que tenía que salir al amanecer.
La luna brillaba muy alta por encima de las montañas del lado de tierra firme y el agua se extendía negra a sus pies, pero más allá del fiordo las olas brillaban como si fueran de plata. No salía humo por ningún ventanillo; sobre los tejados de las casas las gotas de rocío de las hierbas brillaban a la luz de la luna. En las callejuelas de la ciudad no se veía ningún ser humano cuando Micer Erling cubrió rápidamente los pocos pasos que le separaban de la casa real a donde iba a dormir. Parecía muy frágil y pequeño a la luz de la luna, temblando de frío, bien envuelto en su gran manto. Algunos jóvenes adormilados que lo habían estado esperando salieron corriendo al patio con una linterna. El senescal tomó la linterna, mandó a los hombres a la cama y volvió a estremecerse de frío al subir al granero del pabellón de provisiones donde dormía.