5
Simón Darre había encontrado natural que, en su juventud, su padre hubiera arreglado su matrimonio con la hija de Lavrans Bjoergulfssoen. Era una vieja costumbre de su familia que los padres decidieran. Le había gustado que su prometida fuera bonita y simpática. Siempre había dado por supuesto que entre él y la mujer elegida por su padre reinaría la armonía. Cristina y él se convenían por la edad, la fortuna y el linaje. Si el origen de Lavrans era algo más elevado, el padre de Simón era caballero y había sido uno de los familiares del rey Haakon, mientras que Lavrans había vivido tranquilamente en sus tierras. Simón había observado siempre que la gente casada se llevaba mejor si se convenían en todo.
Recordaba aquella terrible noche del granero de Finnsbrekken, cuando la gente quiso acusar a aquella criatura tierna e inocente. A partir de aquel momento, comprendió que amaba a su prometida más de lo que hubiera sido deseable. No pensaba mucho en ello. Era feliz; veía que su prometida era tímida y pudorosa, pero tampoco pensaba demasiado en esto. Luego vinieron los días de Oslo, cuando se vio obligado a reflexionar sobre los hechos… y después aquella noche del granero de Fluga.
Le había ocurrido una cosa que no creía posible… entre personas honradas y de buena familia, especialmente en aquel tiempo. Sus esponsales inesperadamente truncados le dejaron trastornado, ciego de dolor, pero por naturaleza fue siempre algo frío y tranquilo, y se mostró impasible cuando habló de lo acontecido con su padre y el padre de Cristina.
Luego, apartándose de las costumbres de su raza, había hecho una cosa que era también inaudita en su familia: sin pedir consejo a su padre, había pedido en matrimonio a la joven y rica viuda de Mandvik. Se quedó deslumbrado al darse cuenta de que Dama Halfrid le amaba. Era mucho más rica y de un linaje superior al de Cristina por ser nieta del barón Tore Haakonssoen, de Tunsberg, y viuda del caballero Finn Aslakssoen; era hermosa y tenía un carácter tan distinguido y tan noble que a su lado las mujeres de su misma clase pare cían campesinas. ¡Qué demonio! Él les demostraría a todos que podía conseguir a la más elegante de las mujeres, que con su riqueza y todo lo demás sobrepasaba desde luego al trondhjemés que no traía más que vergüenza a Cristina. Y una viuda, ya se sabía lo que era… al diablo las vírgenes.
Se dio cuenta de que no era tan fácil vivir en el mundo como lo había creído estando en su casa, en los Dofrines. Allí, su padre decidía todo y su humor era la ley. Cierto que Simón había vivido en la Corte y durante algún tiempo había sido porta-antorchas del rey; también había recibido cierta instrucción en su casa, de labios del capellán de su padre. Por todo ello, encontraba a veces anticuadas ciertas opiniones de su padre y le contradecía, pero era por simple diversión y así lo tomaba su padre.
—¡Este Simón! —decía riendo el padre—. ¡Qué cabeza tan loca lleva sobre sus hombros!
Y todos reían con él: la madre, los hermanos y hermanas, que jamás se atrevían a decir nada contra Micer Andrés. A pesar de ello, todo giraba alrededor de la voluntad del padre, y el propio Simón encontraba aquello natural.
Los años que vivió en Mandvik, casado con la hija de Halfrid Erling, le sirvieron para ir aprendiendo, día tras día, que la vida puede ser peor y más complicada de lo que Andrés Gudmundssoen había imaginado.
Nunca se había planteado si se hallaría a gusto con una mujer como la que había obtenido. En el fondo de su alma experimentaba una dolorosa sorpresa viendo cómo su mujer se dedicaba a sus ocupaciones domésticas durante todo el día, tan bonita, con sus ojos dulces y su boquita deliciosa cuando estaba cerrada; jamás había visto a una mujer llevar con más gracia ropas y joyas. Y en las tinieblas de la noche le asqueaba, hasta el extremo de hacerle perder toda su juventud y todo su ardor; era enfermiza, su aliento apestaba y sus caricias le importunaban. Pero era tan buena que todo esto le avergonzaba y le hacía desesperarse; es más, ahora le resultaba antipática.
No llevaban mucho tiempo casados cuando comprendió que jamás le daría un hijo vivo y llegado a término. Vio que a ella aún le apenaba más que a él; sintió una punzada en el corazón al pensar en la triste situación de su mujer a este respecto. Ciertos rumores habían llegado a sus oídos, según los cuales Micer Finn la había maltratado a patadas y golpes, hasta el punto de que varias veces había abortado mientras fue su mujer. Había sido un hombre torturado por unos celos absurdos de su joven y bonita esposa. Los padres de su mujer quisieron quitársela, pero Halfrid opinaba que el deber de una esposa cristiana era quedarse al lado de su marido fuera este como fuera.
Pero si bien ella no le daba hijos, no tardaría en notar día a día que vivía en la propiedad de su mujer, y que eran sus riquezas las que él administraba. Las administraba con celo e inteligencia. Pero durante aquellos años creció en su alma un ansia loca de volver a Formo, la granja familiar heredada de su abuela paterna y que a la muerte de su padre pasaría a ser suya, como había sido decidido desde siempre. En Gudbrandsdal le parecía encontrarse más en su tierra que en Romerike.
La gente seguía llamando a su mujer Dama Halfrid, igual que en tiempos del caballero, su primer marido. Y esto servía para darle aún más la impresión de ser en Mandvik el simple consejero de su esposa.
Luego, llegó el día en que estando él y su esposa solos en la sala grande, una de las sirvientas entró para hacer algo. Halfrid la observó.
—Qué extraño —dijo—. Me temo que Jorunn va a tener un niño este verano…
Simón, sentado, tenía sobre las rodillas una ballesta cuyo mecanismo estaba componiendo. Cambiaba un tornillo, repasaba el resorte; y, sin levantar la cabeza, declaró:
—Sí, y es mío.
Su mujer no dijo nada. Cuando por fin levantó la mirada hacia ella, la vio cosiendo tan absorta en su trabajo como él lo había estado en el suyo.
Simón se arrepintió de haber lastimado a su mujer, de haber sostenido relaciones con la sirvienta y, también, de haber aceptado aquella paternidad. Estaba lejos de estar convencido…, Jorunn era una mujer ligera. En realidad nunca la quiso; era fea, pero tenía una lengua viva, lo que hacía la conversación picante y siempre era ella la que le había esperado cuando, durante el invierno precedente, llegaba tarde a casa. Había contestado precipitadamente a su mujer porque suponía que le censuraría y se quejaría. Era una idea estúpida, debía de haber supuesto que Halfrid era incapaz de ello. Pero ya estaba hecho. No quería desmentir sus palabras. Era preciso que aceptara la responsabilidad de ser considerado como el padre de la criatura de la sirvienta, fuera o no cierto.
Halfrid no aludió a este incidente hasta un año después. Un día preguntó a Simón si sabía que Jorunn iba a casarse en Borg. Lo sabía de sobra porque le había entregado una dote.
—¿A dónde irá la criatura? —preguntó su esposa.
—A casa de los padres de su madre, donde está ahora —contestó Simón.
—Me parece que sería mejor que tu hija creciera en tu granja —observó.
—¿Querrás decir en la tuya?
Un estremecimiento pasó por el rostro de la mujer:
—Ya sabes, Simón, que mientras vivamos ambos, sólo tú serás el amo aquí, en Mandvik.
Simón se adelantó y puso las manos sobre los hombros de su mujer:
—Si quieres decir realmente, Halfrid, que eres capaz de soportar el ver a esta niña aquí, en nuestra casa, quiero darte las gracias por tu grandeza de alma.
No le gustaba la niña. La había visto alguna vez. Era una chiquilla fea y no le encontraba ningún parecido ni con él ni con ninguno de los suyos. Estaba más convencido que nunca de que no era su padre. Había experimentado una profunda irritación cuando supo que Jorunn, sin pedirle permiso, le había puesto Arngjerd, el nombre de su madre. Pero dejó a Halfrid que decidiera. Esta mandó traer la niña a Mandvik, le buscó una nodriza y se preocupó de que no le faltara de nada. Solía tomarla sobre sus rodillas y la cuidaba con ternura. A medida que Simón fue viendo a la pequeña, se encariñó con ella; le gustaban los niños. Acabó por encontrarle cierto parecido con su padre. Era posible que Jorunn se hubiera portado bien después de que su amo se le acercó… Era indudable que Arngjerd era su hija y Halfrid le había hecho tomar la decisión mejor y más honrada.
A los cinco años de matrimonio, Halfrid dio a luz un niño que llegó a su tiempo. La felicidad la transfiguró, pero poco después del parto enfermó de tal modo que todo el mundo se dio cuenta de que iba a morir. No obstante, se mostró valiente la última vez que, por un momento, tuvo conocimiento.
—Te quedarás en Mandvik, Simón, y te ocuparás de la propiedad para mí y mi descendencia —dijo a su marido.
Después de aquellas palabras, la fiebre aumentó tanto que no volvió a recobrar el conocimiento, y así no tuvo el dolor de saber, mientras aún estuvo en este mundo, que la criatura había muerto un día antes que ella. Y, allí, en el otro mundo, pensaba Simón, en lugar de estar apenada se sentiría feliz por estar junto a Erling.
Simón se acordó también de que la noche en que los dos cadáveres estaban arriba, en el granero, fue a apoyarse en la valla de un campo, cerca del mar. Era la víspera de San Juan y la noche era tan clara que la luna llena apenas se destacaba. El agua tenía un reflejo pálido; ondulaba y chapoteaba suavemente al retirarse con la marea. Después del nacimiento del niño, Simón había dormido apenas una sola hora. Todo le parecía ya muy lejano y estaba tan cansado que casi no tenía noción de su dolor. En aquella época tenía veintisiete años.
A fines de verano, cuando la herencia estuvo repartida, Simón entregó Mandvik a Sitg Haakonssoen, sobrino de Halfrid. Y se fue a Dyfrin, donde pasó el invierno.
El viejo señor Andrés estaba en cama, víctima de toda clase de males y achaques; se acercaba su fin y se quejaba continuamente. Tampoco había sido amable la vida para él en los últimos tiempos. Las cosas no fueron bien para sus hijos, tan hermosos y prometedores, como había esperado. Junto a su padre, Simón hacía enormes esfuerzos para aparentar el humor bueno e invariable de otro tiempo, pero el viejo no cesaba de lamentarse. Helga Saksesdatter, esposa de Gyrd, estaba tan delicada que no sabía qué necedades inventar; ¡Gyrd no podía quedarse en su propia casa sin permiso de su esposa! Y aquel Torgrim, que sólo pensaba en su estómago; no habría obtenido a su hija si hubiera podido enterarse de que era un hombre harto de todo, que no tenía valor ni para morir ni para seguir viviendo. Astrid no sacaría el menor partido ni de su juventud ni de su condición mientras viviera su marido. Sigrid se marchitaba de pena; había perdido completamente su sonrisa y alegría, pobrecilla. ¡Pensar que ella había tenido un hijo y que Simón no lo había conseguido! Micer Andrés, viejo, enfermo y desgraciado, sólo sabía llorar. Gunmund había puesto reparos a todos los matrimonios que se le habían propuesto, y el padre estaba tan viejo que había dejado que su hijo… hiciera lo que quisiera.
Pero la desgracia había empezado cuando Simón y aquella joven hipócrita se habían rebelado contra sus padres. Desde luego, la culpa la tenía Lavrans. Aunque fuera el mejor de los hombres, perdía la voluntad cuando se trataba de sus mujeres. Cuatro suspiros y cuatro gritos de la doncella y no había tardado en claudicar, mandando llamar a aquel juerguista trondhjemés que no había sabido esperar siquiera a que él y su prometida estuvieran unidos en matrimonio. Pero si Lavrans se hubiera mostrado dueño de su casa, él, Andrés Darre, hubiera demostrado que sabía enseñar a vivir a un jovenzuelo imberbe. Cristina Lavransdatter había tenido hijos, uno cada once meses…, así lo había oído contar.
—Pero eso se paga caro, padre —dijo Simón riendo—. La herencia estará muy repartida.
Sentó a Arngjerd sobre las rodillas; precisamente entraba en aquel momento, de puntillas.
—En efecto, no será ella la causa de que la herencia se reparta después de ti… sea quien sea la persona que la comparta con ella —refunfuñó Micer Andrés furioso. Era feliz con su nieta, pero estaba descontento de que Simón tuviera sólo una hija ilegítima—. ¿Has pensado en volverte a casar, Simón?
—Deja por lo menos que el cuerpo de Halfrid se enfríe en su tumba —contestó Simón acariciando la cabeza rubia de la niña—. Volveré sin duda a casarme, pero no hay prisa.
Después tomó su arco y sus esquíes y se dirigió hacia el bosque para respirar un poco. Con sus perros, persiguió al alce sobre la nieve endurecida y disparó sobre el urogallo; por las noches dormía en las chozas de los guardabosques de los Dofrines y disfrutaba de la soledad.
Unos esquíes crujieron en el patio. Los perros salieron al exterior y otros perros contestaron. Simón abrió la puerta a la noche iluminada por la luna y entró Gyrd, esbelto, alto, guapo, tranquilo. Parecía más joven que Simón, que siempre había sido algo gordo y aún había engordado más durante los años pasados en Mandvik.
Los hermanos se sentaron separados por el saco de provisiones, comieron y bebieron y luego contemplaron el fuego del hogar.
—Seguramente te habrás enterado —comenzó Gyrd— de que Torgrim quiere armar jaleo cuando padre ya no exista; y de que Gudmund hará coro con él, Helga también. No quieren que Sigrid tenga la misma parte que nosotros.
—Ya lo sé. Pero tendrá su parte. Tú y yo nos ocuparemos de ello, hermano.
—Sin duda, lo mejor sería que nuestro padre lo dejara arreglado antes de morir.
—No. Deja que padre muera en paz. Tú y yo conseguiremos proteger a nuestra hermana y evitar que la despojen por el solo hecho de que haya tenido una desgracia…
Los herederos de Micer Andrés Darre se separaron amargados y enemistados. Gyrd fue el único en despedirse de Simón cuando este se marchó de la casa, y sabía que Gyrd no tendría mucha paz al lado de su esposa. Llevó a Sigrid a Formo consigo: ella cuidaría de la casa y él administraría las fincas de Sigrid.
Un día gris azulado, en pleno deshielo, cuando el bosque de alisos que bordea el Laug estaba lleno de flores oscuras, Simón entró a caballo en su granja. Al ir a trasponer la puerta de la casa principal, llevando a Arngjerd en brazos, Sigrid Andresdatter le preguntó:
—¿Por qué has sonreído así, Simón?
—¿He sonreído?
Aquel regreso era distinto al que había esperado antaño…, cuando pensaba en el día en que se instalaría en la granja de su abuela. Una hermana deshonrada y un bastardo, esto era cuanto tenía ahora.
El primer verano fue pocas veces a Joerungaard; por el contrario, procuró evitar cuidadosamente el encontrar a nadie.
Pero el domingo después de la Natividad se encontró en la iglesia al lado de Lavrans Bjoergulfssoen y no tuvieron más remedio que darse el beso de ritual cuando Sira Eirik hubo ordenado «que la paz de la Santa Iglesia llene nuestra alma». Y cuando sintió los labios finos y secos del anciano sobre su mejilla y le oyó murmurar la oración de paz, se sintió extrañamente conmovido. Comprendió que Lavrans pensaba de corazón lo que decía, en lugar de pronunciar un rito de la Iglesia.
Salió apresuradamente cuando terminó la misa, pero fuera, junto a los caballos, se encontró a Lavrans, quien le rogó que le acompañara a Joerungaard y comiera con ellos. Simón contestó que su hija estaba enferma y que su hermana estaba con ella. Entonces Lavrans pidió a Dios que mejorase la salud de la niña y estrechó la mano de Simón.
Días más tarde, trabajaban duramente en Formo para guardar el heno porque el tiempo parecía inseguro. Ya se había entrado la mayor parte del grano cuando, por la noche, cayó el primer chaparrón. Simón atravesó el patio corriendo bajo la lluvia y la luz brillante de la puesta del sol que se filtraba por entre las nubes iluminando la gran casa y el flanco de la montaña, cuando vio a una niña ante la puerta de entrada bajo el agua y el sol. Llevaba consigo el perro preferido de Simón, que corrió hacia su amo arrastrando tras de sí un cinturón de mujer, trenzado, sujeto a su collar.
Vio que la niña era de buena familia; sin abrigo, con la cabeza descubierta, llevaba un traje rojo oscuro de paño comprado en la ciudad, bordado y sujeto en el pecho por un broche dorado. Una cinta de seda sujetaba el cabello rizado y húmedo de lluvia. La niña tenía un rostro inteligente, la frente despejada, la barbilla puntiaguda, grandes ojos brillantes y sus mejillas estaban teñidas de un rojo vivo como si hubiera estado corriendo.
Simón adivinó quién era y la llamó por su nombre, Ramborg.
—¿A qué debo el honor que nos haces viniendo a vernos?
Era por el perro, contestó, siguiéndole al interior de la casa para guarecerse de la lluvia. Había cogido la costumbre de escaparse a Joerungaard y ella se lo venía a devolver. Sabía que era su perro porque lo había visto correr detrás de él cuando pasaba a caballo.
Simón la riñó un poco por haber venido sola. Dijo que mandaría ensillar los caballos y él mismo la acompañaría a casa, pero antes tenía que comer algo. Ramborg se acercó en seguida a la cama donde estaba Arngjerd acostada, enferma. Lo mismo Arngjerd que Sigrid parecieron encantadas con la visita, porque Ramborg era alegre y viva. Simón pensó que no se parecía a sus hermanas.
La acompañó a caballo hasta cerca de la granja, luego quiso regresar pero se encontró con Lavrans, quien acababa precisamente de enterarse de que la niña no estaba con sus compañeras de juego, en Laugarbru; había salido con algunos hombres para ir en su busca y estaba muy asustado. Simón tuvo que entrar con él y, una vez instalado en su sillón de la gran sala, perdió la timidez y no tardó en encontrarse a sus anchas con Ragnfrid y Lavrans. Se quedaron bebiendo hasta muy tarde y como el tiempo era por entonces malísimo, Simón aceptó agradecido la invitación de pasar la noche en Joerungaard.
Había dos camas en la casa principal. Ragnfrid preparó una con sumo cuidado para el invitado y entonces se discutió dónde dormiría Ramborg: con sus padres o en otro pabellón.
—Yo quiero quedarme en mi cama —declaró la niña—. ¿No puedo dormir contigo, Simón?
Lavrans dijo que no se podía importunar a su invitado haciéndole dormir con niños, pero Ramborg insistió en querer dormir con Simón. Por fin Lavrans cortó en tono severo diciendo que era demasiado mayor para compartir la cama con un desconocido.
—Que no, padre —repitió con testarudez—. ¿Verdad, Simón, que no soy demasiado mayor?
—Eres demasiado pequeña —contestó Simón riendo—. Ofréceme dormir contigo dentro de cinco años y te aseguro que no diré que no. Pero, entonces, preferirás sin duda por marido a otro hombre que no sea gordo, viejo y viudo, pequeña Ramborg.
La broma no pareció gustar a Lavrans. Dijo secamente que lo que debía hacer era callarse y acostarse en la cama de sus padres.
Pero Ramborg aún protestó:
—Me has pedido, Simón Darre, y lo has hecho delante de mi padre.
—En efecto —contestó Simón—, pero me temo que me digan que no.
A partir de aquel día, la gente de Formo y los de Joerungaard estuvieron constantemente juntos. Ramborg iba a la granja vecina siempre que podía, trataba a Arngjerd como si la niña fuera una muñeca, corría con Sigrid y ayudaba en los quehaceres domésticos y, cuando estaban en la gran sala, se sentaba sobre las rodillas de Simón. Simón se acostumbró a acariciar a la pequeña y a hablar con ella como había hecho en otros tiempos, cuando ella y Ulvhild iban a ser sus hermanas.
Hacía dos años que Simón vivía en Formo cuando Geirmund Hersteinssoen, de Kruke, pidió en matrimonio a Sigrid Andresdatter. La familia de Kruke era de antigua extracción campesina pero, aunque algunos de sus hombres hubieran servido en la corte del rey, jamás se habían distinguido fuera de su país. No obstante, era un matrimonio mejor de lo que podía esperar Sigrid y ella estaba totalmente de acuerdo en casarse con Geirmund. Sus hermanos cerraron aquel trato y Simón celebró en su casa la boda de su hermana.
Una noche, poco antes de la boda, cuando todos se afanaban en los preparativos del festín, Simón dijo en broma que no sabía cómo andaría su casa cuando se fuera Sigrid. Entonces Ramborg declaró:
—Arréglate como puedas durante dos años, Simón. A los catorce años, una chiquilla está ya en edad de casarse y podrás llevarme contigo entonces.
—No, no te quiero —dijo Simón riendo—. No me siento con fuerzas para dominar a una chica salvaje como tú.
—Mi padre asegura que las jóvenes más tranquilas son las más traidoras —repuso Ramborg—. Yo soy una salvaje. Mi hermana era en cambio dulce y tranquila. ¿Te has olvidado de Cristina, Simón Andressoen?
Simón saltó de su banco, cogió a la niña en sus brazos y la besó en el cuello, con tal fuerza, que le dejó una marca colorada. Asustado y sorprendido de sí mismo por su arranque, la soltó y cogió a Arngjerd, la levantó y la zarandeó del mismo modo para disimular. Hizo tantas locuras con las niñas, con la mayorcita y la chiquitina, que acabaron saltando sobre la mesa y sobre los bancos. Por fin las subió a la viga transversal cercana a la puerta y salió corriendo.
Casi nunca se hablaba de Cristina en Joerungaard de modo que Simón pudiera oírlo.
Ramborg Lavransdatter creció y se hizo hermosa. Los comadreos de la aldea la dieron como casadera. En un momento hablaron de Eindride Haakonssoen, de los Gjesling de Valder. Eran parientes en cuarto grado, pero Lavrans y Haakon eran tan ricos ambos que podían arreglárselas para mandar una carta al Papa y obtener una dispensa. Con esto podían poner término al viejo pleito que duraba desde que los viejos Gjesling se habían unido al duque Skule y el rey Haakon les había quitado la propiedad de Vaage para dársela a Sigurd Eldjarn. El joven Ivar Gjesling había recuperado Sundbu, gracias a un trueque, al casarse, pero todo ello había provocado muchas rencillas y desuniones. A Lavrans el asunto le hacía reír; la parte que podía reclamar en nombre de su esposa no valía el pergamino y la cera que habría gastado en la querella, por no hablar de preocupaciones y viajes. Pero estaba en el valle de arriba desde su boda y allí se quedó.
No obstante, Eindride Gjesling se casó con otra joven y la gente de Joerungaard no pareció lamentarlo. Asistieron al festín y, de regreso a casa, Ramborg contaba abiertamente que cuatro hombres la habían pedido en matrimonio en presencia de sus padres y de ella misma. Lavrans contestó que no quería concertar ninguna unión para su hija antes de que estuviera en edad de dar su opinión sobre el asunto.
Así fue todo hasta la primavera del año en que Ramborg cumplió catorce inviernos. Se hallaba una noche en el establo de Formo con Simón y contemplaban un ternero recién nacido. Era blanco con una mancha parda y Ramborg decía que la mancha parecía una iglesia. Simón estaba sentado al borde de una artesa con la niña apoyada en sus rodillas. Él le acariciaba las trenzas.
—Eso quiere decir, sin duda, que tu caballo de boda no tardará en llevarte a la iglesia, Ramborg.
—Ya sabes que mi padre no te contestará que no el día que me pidas. Ahora ya tengo edad suficiente para poder casarme este año.
Simón se estremeció ligeramente, pero intentó sonreír:
—¿Otra vez la misma tontería?
—Sabes de sobra que no es una tontería —contestó la chiquilla mirándole con sus ojazos—. Sabes que es aquí, en Formo, donde quiero vivir desde hace tiempo. ¿Por qué me has besado y sentado sobre tus rodillas tantas veces en estos últimos tiempos, si no me querías para ti?
—Sí que querría tenerte, Ramborg. Pero nunca pude imaginar que una jovencita encantadora como tú me fuera destinada. Tengo diecisiete años más que tú; seguramente no has pensado que, cuando tú seas una mujer en los mejores años y en plena belleza, yo seré ya un marido viejo, barrigudo y achacoso.
—Mis mejores años son los de ahora —declaró feliz— y no eres precisamente decrépito, Simón.
—Soy feo y pronto te cansarás de besarme…
—No tienes motivos para pensar así —contestó riendo; y le ofreció sus labios. Pero Simón no la besó.
—No quiero aprovecharme de que has perdido la razón, querida mía. Lavrans quiere llevarte hacia el sur este verano. Si tus intenciones no han variado cuando regreses, daré gracias a Dios y a Nuestra Señora por darme una felicidad mayor de lo que había esperado…, pero no quiero comprometerte ahora, bella Ramborg.
Cogió sus perros, su jabalina y su arco y aquella misma noche se fue a la montaña.
Había mucha nieve aún en las grandes extensiones; fue hasta la cabaña, cogió los esquíes, se instaló durante una semana. Pero la noche en que descendió nuevamente a su comarca, volvió a sentir inquietud y miedo. Era fácil que Ramborg se hubiera atrevido a hablar con su padre. Estando sentado en el extremo del prado delante de la cabaña de Joerungaard, vio humo y chispas que salían por el tejado. Pensó que el propio Lavrans podría estar allí y subió hasta la cabaña.
Por la actitud de Lavrans comprendió que no se había equivocado. Sin embargo, hablaron de las desgracias del verano anterior, del momento en que convendría llevar, este año, el ganado a la montaña, del nuevo halcón de Lavrans que estaba en el suelo agitando las alas sobre las entrañas de los pájaros que se estaban asando sobre las brasas. Lavrans sólo había subido con la intención de ver su cercado para los caballos del Illmanndal; alguien de Alvdal que había pasado cerca de allí últimamente le había dicho que el cobertizo se había derrumbado. Estuvieron hablando así durante la mayor parte de la velada. Entonces Simón acabó diciendo:
—Hay una cosa que me inquieta… ¿acaso Ramborg te ha contado que estuvimos hablando aquí una noche?
Lavrans murmuró:
—Creo que hubieras debido hablarme a mí primero, Simón… Ya puedes imaginar la respuesta que habrías recibido. Sí…, sí…, comprendo que las circunstancias han podido llevarte a hablar primero con mi hija y… bueno, eso no cambiará para nada las cosas.
Así no había más que decir, pensaba Simón. Pero era raro. Él, que jamás había pensado en cortejar a una joven honesta, se encontraba con un compromiso de honor para casarse con una a la que hubiera preferido evitar.
Insistió:
—En verdad, Lavrans, no he enamorado a tu hija a espaldas tuyas. Mi edad me obliga a suponer que el hecho de hablar mucho con ella lo atribuía a nuestras antiguas relaciones fraternales. Y si estimas que soy demasiado viejo para ella, ni me sorprenderá ni se entibiará para nada nuestra amistad.
—He encontrado pocos hombres a quienes me gustara tanto poder llamar hijo como a ti, Simón. Y te entregaré gustoso a Ramborg. ¿Pero sabes quién deberá guiarla en su matrimonio cuando yo ya no esté aquí? —esta era la primera vez que entre ellos se aludía a Erlend Nikulaussoen—. Desde muchos puntos de vista, mi yerno vale más de lo que me había imaginado en un principio, cuando lo conocí. Lo que no sé es si es hombre capaz de dar buenos consejos a una joven que se va a casar. En cuanto a Ramborg, veo que está espontáneamente dispuesta a casarse contigo.
—Por lo menos, eso cree ahora. Pero acaba de salir de la infancia, por ello no pienso insistir si crees que es mejor dejar las cosas tal como están durante cierto tiempo…
—Y yo —dijo Lavrans frunciendo el ceño— no tengo intención de amenazar a mi hija para que sea tuya, créeme.
—Y tú, ten la seguridad de que en toda Noruega no hay una mujer que me guste más que Ramborg. En verdad, Lavrans, me parece demasiada felicidad para mí el obtener una esposa tan bonita, tan joven, rica y buena a la vez, descendiente de una de la más nobles familias… así como tenerte por suegro —terminó un poco azorado.
—Ya conoces mi opinión. Te portarás con mi hija y su hacienda de modo que ni su madre ni yo podamos lamentar este acuerdo.
—Con la ayuda de Dios y de todos los santos, puedo prometértelo.
Entonces, se estrecharon la mano. Simón recordó la primera vez que habían sellado un trato de esta índole estrechándose las manos. Se le encogió dolorosamente el corazón.
Esta vez, no obstante, era una boda mucho mejor de lo que podía haber deseado. Las dos hijas de Lavrans eran las únicas herederas y él ocuparía el lugar de hijo de aquel hombre que siempre había honrado y amado por encima de todos los demás conocidos. Ramborg era joven, alegre, sana…
Ya era hora de que empezara a pensar como un hombre maduro. Si por un momento había pensado que algún día, ya viuda, llegaría a ser suya la que no pudo conseguir de soltera, —puesto que era otro el que había disfrutado de su juventud—, compitiendo con otra media docena de pretendientes de la misma clase, de verdad que merecía que sus hermanos le incapacitaran y le declararan inepto para llevar sus asuntos. Erlend se haría tan viejo como una roca: así ocurría siempre con la gente de su calaña.
Serían cuñados. No se habían vuelto a ver desde la noche del granero en la casa de Oslo. Pero aquel recuerdo sería más molesto para Erlend que para él.
Sería un buen marido para Ramborg; no desfallecería. Sin embargo, parecía como si aquella niña le hubiera tendido una trampa…
—¿Ríes? —preguntó Lavrans.
—¿He reído…? Se me ocurrió una idea.
—Cuéntamela, Simón…, para que pueda reír contigo.
Simón Andressoen fijó en Lavrans sus ojillos penetrantes.
—Pensaba en las mujeres. Me pregunto si una mujer tendría tan en cuenta el honor de un hombre como hacemos entre nosotros, si pudiera zafarse de ello. Halfrid, mi primera esposa… Jamás he contado esto a nadie, excepto hoy, a ti, y no volveré a contarlo. Era una mujer tan buena, tan piadosa, tan recta, que dudo que haya existido otra igual en el mundo; ya te he contado cómo se tomó la venida al mundo de Arngjerd. Cuando comprendimos lo que le había ocurrido a Sigrid, quiso que escondiéramos a mi hermana en alguna parte; mientras, ella simularía estar embarazada y daría como suyo al niño de Sigrid. Así tendríamos un heredero, la criatura sería bien atendida y Sigrid podría quedarse en casa sin tener que separarse de él. No creo que llegase a entender que aquello hubiera sido un fraude con respecto a sus propios parientes…
Lavrans observó:
—Y tú hubieras podido quedarte en Mandvik, Simón…
—Sí —Simón Darre lanzó una carcajada—. Y quizás con la misma legitimidad que muchos de los que viven en tierras que llaman la herencia de sus antepasados. Puesto que en cuestión de descendencia estamos obligados a confiar en el honor de las mujeres…
Lavrans ajustó la caperuza de su halcón y lo colocó sobre su muñeca.
—Es un extraño comentario en boca de un hombre que piensa casarse —observó en voz baja. En su voz se notaba un tono de cólera contenida.
—Nadie duda de tus hijas —contestó Simón.
Lavrans contempló su halcón y le rascó la espalda con un palito.
—¿Tampoco de Cristina? —preguntó.
—No —respondió Simón con firmeza—. No se portó bien conmigo, pero jamás creí que hubiera faltado a la sinceridad. Me dijo honrada y francamente que había encontrado un hombre al que amaba más que a mí.
—Al dejarla libre tan fácilmente —quiso saber el padre— ¿no fue porque hubieras oído ciertos comentarios… sobre ella?
—No. Jamás oí decir nada de Cristina.
Se convino que el festín de esponsales tendría lugar aquel mismo verano y la boda por Pascua del año siguiente, cuando Ramborg hubiera cumplido los quince años.
Cristina no había vuelto a ver su casa desde el día en que se marchó a caballo, como recién casada. Hacía ya ocho años de aquello. Ahora volvía con un gran cortejo, con su marido, Margret, sus cinco hijos, las niñeras, sirvientas, escuderos y los caballos que transportaban el equipaje. Lavrans se había adelantado a recibirlos a caballo; se encontraron en los Dofrines. Cristina tenía las lágrimas menos fáciles que en su juventud, pero cuando vio acercarse a su padre, se puso a llorar. Detuvo su caballo, se deslizó de su silla y corrió hacia él y, cuando estuvo a su lado, le cogió la mano y se la besó con cariño. Lavrans puso inmediatamente pie a tierra y levantó a su hija. Luego él y Erlend se saludaron con la mano; Erlend había hecho como los demás y venía a pie al encuentro de su suegro, saludándole respetuosamente.
A la mañana siguiente, Simón fue a Joerungaard para saludar a sus nuevos parientes. Gyrd Darre y Geirmund de Kruke iban con él, pero sus esposas se habían quedado en Formo. Simón quería que la boda se celebrara en su casa, así que las mujeres estaban muy ocupadas.
El encuentro tuvo lugar de tal modo que Simón y Erlend se saludaron cordialmente y sin el menor embarazo. Simón era dueño de sí y, al ver a Erlend tan dispuesto y alegre, pensó que debía haber olvidado el lugar donde se vieron por última vez. Luego Simón estrechó la mano a Cristina. Tenían menos aplomo ahora y en un momento dado sus ojos se encontraron.
A Cristina le pareció que se había vuelto muy feo. En su juventud había sido, a pesar de todo, bastante guapo, aunque ya entonces estaba demasiado gordo y tenía el cuello muy corto. Sus ojos, de un gris de acero, parecían ya pequeños bajo los gruesos párpados, la boca demasiado pequeña y los hoyuelos demasiado grandes en su rostro redondo como el de un niño. Sin embargo, tenía la tez clara, la frente despejada y blanca como la leche y el cabello castaño claro y rizado. Seguía teniendo aún el cabello rizado del mismo color e igualmente abundante, pero su rostro era rojo oscuro, con arrugas bajo los párpados, mejillas caídas y sotabarba. Todos sus miembros habían engordado y empezaba a tener barriga. Hoy no parecía un hombre que pudiera permitirse el charlar de noche echado sobre la cama de su prometida. Cristina consideraba que era una lástima para su hermana; era joven y graciosa; casarse le producía una felicidad infantil. Desde el primer día había enseñado a Cristina las arcas que contenían su dote, los regalos de boda de Simón y le contó lo que había oído decir a Sigrid Andresdatter sobre un estuche dorado que estaba en Formo, en la cámara nupcial; encerraba doce velos preciosos que su marido le regalaría a la mañana siguiente de su matrimonio. Pobrecita, no sabía lo que era el matrimonio. ¡Qué lástima que conociera tan poco a su hermanita…! Ramborg había estado dos veces en Husaby, pero se había mostrado siempre arisca y desagradable… no le gustaban ni Erlend ni Margret, que era de su misma edad.
Simón se dio cuenta de que había estado esperando, tal vez deseando, que Cristina estuviera algo envejecida después de haber tenido tantos hijos. Pero, por el contrario, resplandecía de juventud y de salud; la cabeza erguida y el porte altivo, andaba con la misma gracia de siempre, aunque su paso se había hecho más firme. Entre sus cinco hermosos hijos, la madre era aún más hermosa. Iba vestida con un traje de lana tejido en su casa, de color de óxido con grandes pájaros azul oscuro recamados en la tela. Simón recordó haber tenido aquella prenda en sus manos cuando ella trabajaba en su telar.
Hubo cierta agitación cuando se sentaron a la mesa en el granero del heno. Skule e Ivar empezaron a gritar: querían, como de costumbre, sentarse entre su madre y sus nodrizas. Lavrans no podía admitir que Ramborg tuviera que estar sentada más lejos que una de las mujeres del servicio de Cristina y que sus niños. Así que rogó a su hija que se sentara en el sitio de honor, a su lado, puesto que no tardaría en abandonar la casa paterna.
Los niños de Husaby eran traviesos y no sabían comportarse bien en la mesa. La comida no había aún terminado cuando el chiquillo rubio se deslizó debajo de la mesa reapareciendo poco después entre las rodillas de Simón.
—Enséñame ese estuche que llevas en el cinturón, tío Simón —dijo con voz grave y pausada. Sus ojos estaban fijos en la gran vaina incrustada de plata que contenía una cuchara y dos cuchillos.
—Aquí lo tienes, pequeño. ¿Cómo te llamas, sobrino?
—Me llamo Gaute Erlendssoen.
El niño dejó el trozo de tocino que llevaba en la mano sobre el vestido de paño flamenco de color gris plata de Simón, sacó un cuchillo de la vaina y lo examinó cuidadosamente. Luego cogió el cuchillo y la cuchara con los que comía el novio y lo colocó todo en el estuche para ver qué efecto hacía lleno. Estaba serio, con los dedos y la carita relucientes de grasa. Simón miraba sonriendo aquella cabecita viva y hermosa.
Poco después, los dos mayores también se hallaban sentados en el banco de los hombres; los gemelos alborotaban debajo de la mesa y corrían por entre las piernas de los comensales; después se fueron con los perros al lado de la estufa. Se había acabado la tranquilidad para los invitados. La madre y el padre amonestaban a los niños diciéndoles que se estuvieran quietos, pero no les hacían el menor caso. Por lo demás, los padres se reían continuamente y no parecían tomarse en serio aquel estruendo ni siquiera cuando Lavrans, en tono violento, ordenó a uno de sus hombres que se llevara a los perros a la estancia de abajo para que los que estaban reunidos pudieran entenderse. La gente de Husaby tenía que dormir en el granero del heno y, después de la comida, cuando volvió a servirse bebida a los hombres, Cristina y sus sirvientas se llevaron a los niños a un rincón para desnudarlos. Estaban tan sucios que la madre quiso lavarlos, pero los más pequeños no se dejaban y los mayores tiraban el agua en todas direcciones, y todos juntos se paseaban por la estancia entre prenda y prenda que les fuera quitando. Por fin consiguieron meterlos a todos en una cama, pero allí continuó el mismo desbarajuste, revolcándose, empujándose, riendo y chillando; almohadas, mantas, sábanas volaron hasta que toda la estancia se llenó de polvo y olor a heno. Cristina reía y aseguraba tranquilamente que estaban alborotados porque se encontraban en una casa extraña.
Ramborg siguió a su prometido afuera y paseó con él bajo la noche primaveral. Gyrd y Geirmund se habían ido ya a caballo. Algo después Simón dejó de pasear y le deseó buenas noches. Ya tenía el pie en el estribo cuando se volvió hacia la jovencita y la estrechó con tal fuerza entre sus brazos que la hizo exhalar un ligero gemido de felicidad.
—Dios te bendiga, mi Ramborg bonita…; demasiado fina y demasiado bonita para mí —murmuró con los labios entre sus rizos alborotados.
Ramborg, de pie, le siguió con la mirada hasta que desapareció bajo el claro de luna tamizado de niebla.
Loca de alegría, se decía que dentro de tres días estaría casada con él.
Lavrans estaba con Cristina ante la cama de los niños viéndola ocuparse de los pequeños. Los mayores eran unos muchachos altos, con cuerpos delgados y miembros esbeltos y secos, pero los pequeños estaban gorditos y rosados, llenos de pliegues y de hoyuelos por todas partes. El espectáculo de aquellos niños sofocados, empapados de sudor bajo sus cabelleras enmarañadas, acostados y respirando tranquilos en sus sueños, le gustaba; sus nietos eran sanos, hermosos, pero nunca había visto criaturas tan mal educadas como aquellas. Por fortuna, ni la hermana ni la cuñada de Simón estuvieron allí aquella noche. ¡Claro que tal vez era preferible que no hablara de la educación de los hijos, precisamente él! Lavrans suspiró ligeramente e hizo la señal de la cruz sobre sus cabecitas.
Simón Andressoen dio su banquete de bodas, que fue precioso y magnífico en todos los conceptos. El novio y la novia tenían un aspecto feliz y muchas personas encontraron a Ramborg mucho más encantadora en su día glorioso que a su hermana; su belleza tal vez no fuera tan brillante, pero sí más feliz y más dulce; todos podían leer en los ojos claros e inocentes de aquella joven esposa que lucía, con todo honor, la corona de oro de la familia de los Gjesling.
Alegre y orgullosa, estaba sentada, con el cabello recogido, a los pies de su cama nupcial, cuando los invitados subieron a ver a la pareja la mañana después del matrimonio. En medio de risas y de bromas maliciosas contemplaron cómo Simón ponía la toca de ama de casa sobre la cabeza de su joven esposa. Los vivas y el entrechocar de armas ensordecieron el ambiente cuando Ramborg se levantó y dio la mano a su marido, erguida y con las mejillas arreboladas bajo la blanca toca.
No ocurría con frecuencia que dos hijos del lugar y de alto linaje contrajeran matrimonio; cuando se examinaba la familia en todas sus ramas solía hallarse un parentesco demasiado próximo. Por eso mismo todos consideraron aquella boda como una fiesta grande y llena de alegría.