4

Durante cerca de dos años, Erlend Nikulaussoen fue el jefe de la guarnición real en la fortaleza de Vargoey. Durante todo aquel período no había llegado más lejos de Bjarkoey, en el sur, cuando Micer Erling Vidkunssoen y él concertaron una entrevista. Dos veranos después de la marcha de Erlend, Henning Alvsoen murió por fin y Erlend se hizo cargo de su puesto en la provincia de Orkdoela. Haftor Graut salió hacia el norte para reemplazarlo en Vargoey.

Se sentía feliz cuando se hizo a la vela hacia el sur pocos días después de la Natividad (8 de septiembre). Todos aquellos años había esperado obtener los cargos que su padre había desempeñado en otro tiempo. No porque de un modo u otro se hubiera esforzado en conseguirlo, pero siempre le había parecido que era precisamente aquello lo que necesitaba para estar en el sitio que le correspondía… a sus propios ojos y a los de su padre. Ahora no tenía importancia que se le considerara algo distinto de los demás holgazanes… en su situación ya no había nada que llamara la atención.

Tenía nostalgia de su hogar. Había encontrado la región de Finnmark más tranquila de lo que esperaba. El primer invierno ya le había aburrido; permaneció inactivo en el fuerte y no pudo hacer nada para mejorar la construcción. Todo había sido remozado diecisiete años antes, pero en la actualidad era una ruina.

Llegaron después la primavera y el verano, con su vida y su agitación: las entrevistas de un lado a otro de los fiordos con los recaudadores de impuestos noruegos y semi-noruegos y con los portavoces de los habitantes de las regiones desérticas. Erlend vagabundeaba con sus dos barcos y se divertía muchísimo. En la isla, se repararon las casas y se reforzó el fuerte. Pero al año siguiente todo volvió a estar tranquilo.

Haftor hubiera debido arreglárselas para que comenzara nuevamente un período agitado. Erlend reía… Habían navegado juntos hasta cerca de Trjanema, donde Haftor había conquistado una lapona que se trajo consigo. Erlend le hizo unas observaciones respecto a esto. Debía recordar que lo importante era hacer comprender a los paganos que ellos eran los gobernantes. Por lo tanto, había que procurar no provocar inútilmente a nadie, teniendo en cuenta las pocas fuerzas de que disponían: no intervenir en su juego, si los lapones luchaban y se mataban entre ellos, sino dejarlos disfrutar en paz de esa diversión; estar, por el contrario, ojo avizor, como un gavilán, contra los rusos, los bandidos y demás ralea, se llamaran como se llamaran… y dejar en paz a sus mujeres. En verdad, todas ellas eran unas brujas y además se presentaban bastantes ocasiones. Pero el señor de Godoey podía obrar como quisiera hasta que comprendiera todo esto.

Haftor quería deshacerse de sus granjas y de su esposa. Erlend, en cambio, quería regresar a su hogar, a todo lo que le pertenecía. Sentía un deseo irresistible de volver a ver a Cristina, Husaby, su aldea y a todos sus hijos… todo lo que allí rodeaba a Cristina.

En el fiordo de Lyng se acercó a un barco donde iban frailes; debían de ser frailes dominicos de Nidaros que se iban al norte a intentar implantar la verdadera fe entre los paganos y los herejes de las regiones fronterizas.

Erlend estaba convencido de que Gunnulf estaba entre ellos. Y así fue como tres noches más tarde se hallaba a solas con su hermano, en una cabaña de tierra que dependía de una pequeña granja noruega cercana a la orilla donde había conseguido volverle a ver.

Erlend estaba conmovido. Había oído misa y comulgado… era la única vez allí, en el norte, excepto cuando estuvo en Bjarkoey. La iglesia de Vargoey no tenía capellán; un sacristán, cuando regresó al fuerte, había intentado hacerles observar las fiestas de precepto, pero desde luego, y para los noruegos aventurados en el norte, había habido poco interés en procurarles asistencia espiritual. Debían consolarse pensando que formaban parte de una especie de cruzada, de modo que no habían de tomarse demasiado en cuenta sus pecados.

Erlend iba contándole todo esto a Gunnulf, y su hermano le escuchaba con una sonrisa ausente y rara en su boca de labios finos. Parecía chupar sin parar su labio inferior, como lo hace el hombre que piensa intensamente en algo que parece comprender, pero no ha conseguido esclarecer del todo.

La noche estaba ya muy avanzada. Los demás habitantes de la granja dormían en el cobertizo; los dos hermanos sabían que eran los dos únicos seres despiertos. Y ambos estaban impresionados por lo extraño de saberse solos los dos…

El rumor del mar y de la tormenta llegaba hasta ellos, sordo y apagado, a través de las paredes de turba. De vez en cuando, una bocanada de aire entraba, soplaba las brasas del hogar y agitaba levemente la llama de la lámpara de aceite. No había muebles en la choza; los dos hermanos estaban sentados en el banco de tierra que corría por tres lados de la estancia, y tenían entre ellos la plancha de escribir de Gunnulf, un tintero, una pluma de ganso y un rollo de pergamino.

Gunnulf había retenido varias de las cosas que su hermano le había dicho, a medida que se le iban ocurriendo, sobre las asambleas, las casas de los aldeanos, sobre las señales de navegación, visiones meteorológicas y palabras de la lengua lapona. Gunnulf gobernaba él mismo su barco, que llevaba el nombre de Sunnivasuden, porque los frailes predicadores habían elegido a santa Sunniva como protectora de su empresa.

—¡Con tal de que no tengáis la misma suerte que los hombres de Selje! —dijo Erlend, lo que volvió a provocar la sonrisa de Gunnulf.

—Dices que soy inquieto, Gunnulf —prosiguió Erlend—. ¿Cómo tendría que llamarte a ti? Empezaste por vagabundear de un lado a otro por los países del sur durante años, y tan pronto regresas a tu patria, abandonas tus funciones eclesiásticas y todas tus prebendas para ir a predicar contra el diablo y sus hijos en Velliaa, en el norte. Desconoces su lengua y ellos la tuya… me parece que eres aún peor que yo.

—Yo no tengo ni bienes ni parientes de qué responder —con testó el fraile—. Me he desligado de todo, mientras que tú, hermano, estás atado.

—Es verdad. Verdaderamente libre es aquel que no tiene nada.

—Todo lo que un hombre posee le domina más que él a su propiedad.

—¡Hum! Pero no, ¡caramba! Pongamos que Cristina me retenga… pero hasta nueva orden no quiero ni que mis hijos ni mis bienes lo hagan.

—No pienses de ese modo —observó Gunnulf—, o puede ocurrirte fácilmente que lo pierdas todo.

—No, no quiero parecerme a los demás viejos… enterrados en sus tierras hasta las orejas.

—Nunca vi niños más hermosos que Ivar y Skule —dijo Gunnulf—. Supongo que tú eras como ellos a sus años; por lo mismo, no me sorprende que nuestra madre te quisiera tanto.

Los dos hermanos habían apoyado sendas manos sobre la plancha de escribir que les separaba. Incluso a la débil luz de la lámpara de aceite podía verse la enorme diferencia de sus manos. La del fraile, desnuda, desprovista de anillos, blanca y musculosa, más pequeña y gordezuela que la de su hermano, parecía, no obstante, mucho más fuerte, aunque la palma de Erlend fuera ahora dura como el cuero y una cicatriz de un blanco azulado, provocada por una flecha, marcara la piel bronceada desde la muñeca y desapareciera bajo la manga. Pero los dedos de la mano delgada y morena de Erlend eran secos y nudosos en las articulaciones, como las ramas de un árbol, y cubiertos de anillos de oro y pedrería.

Erlend tenía ganas de coger la mano de su hermano aunque no se atrevió. Se conformó con beber a su salud, haciendo una mueca a causa de la mala calidad de la cerveza.

—¿Te pareció que Cristina estaba bien cuando la viste? —preguntó.

—Sí, estaba fresca como una rosa cuando la vi este verano en Husaby —contestó el fraile, sonriendo. Se calló un instante y luego dijo, con gravedad—: Voy a pedirte una cosa, hermano: piensa un poco más de lo que lo has hecho hasta ahora en la felicidad de Cristina y de tus hijos. Y luego, déjate aconsejar por ella y termina los asuntos que ella y Eiliv han dejado encauzados; sólo falta tu aprobación para que entren en vigor.

—Es que precisamente no me gustan los proyectos de Cristina de que me hablas —titubeó Erlend—. Además, desde ahora mi situación va a cambiar…

—Tus propiedades tendrán más valor si las agrupas. Las ideas de Cristina me parecieron juiciosas cuando me las expuso.

—No hay en toda Noruega una mujer que sea más libre para poner en práctica sus iniciativas que ella.

—Pero, al fin y a la postre, eres tú el que dispones. Y dispones de la misma Cristina como quieres —murmuró Gunnulf en voz muy baja.

Erlend rio entre dientes, se desperezó y bostezó. Luego declaró, con gravedad:

—Tú también la has aconsejado, hermano. Y a veces ha ocurrido que tus consejos han enfriado nuestra amistad.

—¿Hablas de la amistad entre tu mujer y tú, o de la amistad entre nosotros dos, los hermanos?

—Hablo de las dos —contestó Erlend, como si aquello se le ocurriera por primera vez—. Una laica no tiene por qué ser tan piadosa —rezongó.

—Le aconsejé lo que consideraba mejor. Lo que es mejor —rectificó.

Erlend contempló al fraile con su hábito burdo de un blanco grisáceo, de hermano predicador, con la capa negra recogida hacia atrás y cayéndole en gruesos pliegues alrededor del cuello y sobre la espalda. Su cráneo estaba tan bien afeitado que sólo quedaba una estrecha corona de cabello enmarcándole el rostro, grande, seco y pálido, pero el cabello seguía siendo tan espeso y negro como en la juventud.

—Ahora eres tan hermano mío como de cualquier otro —observó Erlend, sorprendido él mismo de la amargura de la observación.

—No es así… aunque así debiera ser.

—¡Que Dios me valga! ¡Creo que es por esto por lo que quieres irte con los lapones!

Gunnulf inclinó la cabeza. Una luz pasó por sus ojos castaño dorados. En voz baja y rápida dijo:

—En cierto modo, así es.

Extendieron las mantas y cubiertas de pieles que habían traído consigo. El interior estaba demasiado frío y húmedo para que pudieran desnudarse. Después se desearon buenas noches y se echaron sobre el banco de tierra, cerca del suelo a causa del humo.

Erlend pensaba en lo que había sabido de su casa. En estos últimos años no había tenido muchas noticias: le habían llegado dos cartas de su mujer, pero ya eran antiguas. Sira Eiliv las había escrito en su nombre. Cristina sabía escribir bien y con buena letra, pero no lo hacía gustosa, considerándolo atrevido por parte de una mujer sin instrucción.

Ahora seguramente se volvería aún más devota, desde que en la parroquia vecina habían recibido unas reliquias pertenecientes a un hombre que ella conoció en vida… Gaute acababa de curarse gracias a ellas y la propia Cristina se había repuesto después de la anemia contraída al nacer los gemelos. Gunnulf contó que los dominicos de Hamar habían tenido que entregar, finalmente, el cuerpo de Edvin Rikardssoen a sus hermanos de Oslo y que estos hacían escribir todo cuanto se relacionara con la vida de fray Edvin y con los milagros por él conseguidos, lo mismo en vida que después de muerto. Tenían la intención de enviar aquel resumen al Papa y tratar de conseguir la beatificación del fraile.

Algunos campesinos de Gaudal y de Medaldal habían emprendido viaje hacia el sur para declarar sobre los milagros que el hermano Edvin había hecho atendiendo a sus oraciones en sus parroquias, por mediación de un crucifijo tallado por él que se encontraba actualmente en Medalhus. Habían prometido edificar una pequeña iglesia en la montaña de Vat, donde había vivido como ermitaño durante muchos años y donde, después de su marcha, brotó un manantial milagroso. Se entregó a esta iglesia una mano de Edvin para conservarla allí.

Cristina había hecho donación de dos copas de plata y del gran broche para capa, engarzado de piedras azules que había heredado de su abuela Ulvhild Haaverdsdatter y había encargado a Tiedeken Paus, de Trondhjem, que hiciera con todo ello una mano de plata para cubrir la de Edvin. También había ido con Sira Eiliv, los niños y una gran escolta, a la montaña de Vat, cuando el arzobispo consagró la iglesia por San Juan, un año después de la marcha de Erlend al norte.

Después de aquello, Gaute mejoró rápidamente y había aprendido a andar y hablar, siendo ahora igual que los demás niños de su edad. Erlend se desperezó… esta curación de Gaute era con seguridad la mayor felicidad que podían haber recibido. Quería dar algo de tierra a esa iglesia. Según Gunnulf, Gaute era rubio y con el rostro hermoso como el de su madre. ¡Si hubiera sido una niña! La habrían llamado Magnhild. Sí… también deseaba estar con sus hermosos hijos.

Gunnulf, por su parte, pensaba en aquel día primaveral, tres años atrás, cuando se dirigía a Husaby, a caballo. Por el camino había encontrado a un hombre de la granja; el ama no estaba; estaba en la casa de una mujer enferma.

Iba por un camino estrecho, cubierto de hierba, bordeando las viejas cercas. Había un bosque de árboles de hoja caduca en las vertientes arcillosas, lo mismo hacia arriba que abajo, hacia el río, cuyo fragor primaveral se oía al fondo de la garganta. Avanzaba cara al sol, y las tiernas hojas verdes brillaban como llamaradas de oro en las ramas, pero en el seno del bosque una fría sombra se extendía ya sobre el suelo musgoso.

Avanzando siempre, distinguió el brillo de un lago que reflejaba el verde oscuro de otra pendiente, bajo un cielo azul, y la imagen de grandes nubarrones de verano, que se fundían y dividían por el movimiento de las olas. Abajo de todo, pasado el camino utilizado por los caballos, había una pequeña granja en medio de verdes prados esmaltados de flores. Un grupo de mujeres, con sus blancas tocas, se hallaba en el patio, pero Cristina no estaba entre ellas.

Un poco más lejos vio el caballo de Cristina dentro de la cerca con todos los demás. El camino se hundía ante él en un túnel de sombra verde y, en el lugar donde aparecía la primera ondulación de la pendiente, vio a Cristina de pie, bajo el follaje, apoyada en la cerca, escuchando el canto de los pájaros; distinguía perfectamente la mancha blanca de la toca y del brazo. Pero cuando estuvo más cerca, descubrió que allí no había otra cosa que un tronco de árbol… La imagen se había desvanecido…

A la noche siguiente, cuando sus hombres le llevaron en barco a la ciudad, el sacerdote se puso también a remar. Sentía su corazón firme y renovado. Ya nada podría quebrantar su decisión.

Ahora sabía que era este deseo ardiente e inexplicable que llevaba consigo desde la infancia lo que le había hecho rezagarse en el mundo. Quería conquistar el afecto de los hombres. Para ser amado había sido bondadoso, dulce y alegre con los humildes; no había hecho brillar su ciencia más que con discreción y modestia entre los demás sacerdotes de la ciudad, para no molestarles; se había mostrado deferente con Micer Eiliv Kortin porque había sido amigo de su padre y sabía cómo le gustaba que se acudiera a Micer Eiliv. Se había mostrado tierno y amable con Orm para ganarse el afecto del muchacho, siempre blanco del caprichoso humor de su padre. Y había sido severo y exigente con Cristina porque comprendía que necesitaba encontrar algo que no cediera cuando buscaba un apoyo, algo que no la decepcionara cuando se ofrecía dócilmente.

Pero ahora lo comprendía: había tratado de ganarse la confianza de Cristina para sí mismo mucho más que para fortificar en ella la confianza en Dios…

Erlend había encontrado la expresión justa aquella noche: «Ahora eres tan hermano mío como de todos los hombres». Era la dirección que debía tomar antes de que su amor hacia el prójimo se concentrara en alguien.

Dos semanas después, había repartido sus bienes entre sus parientes y la Iglesia y vestido el hábito de novicio en el convento de los dominicos. Y aquella primavera, cuando todas las almas estaban trastornadas por la terrible desgracia que se había abatido sobre el país, al haber incendiado un rayo la iglesia de Cristo en Nidaros y casi destruido la casa de San Olav, Gunnulf había conseguido el apoyo del arzobispo para poner en práctica su viejo proyecto. En compañía del hermano Olav Jonssoen, que se había ordenado sacerdote como él, y otros tres frailes jóvenes, uno de Nidaros y dos dominicos de Bjoergvin, se dirigía al norte para llevar la luz del Verbo a los desgraciados que vivían y morían en las tinieblas, dentro de las fronteras de un país cristiano.

¡Cristo, que fuiste crucificado! Ahora he vendido todo lo que podía retenerme. Me he puesto en tus manos para que te dignes pagar con mi vida la liberación de los compañeros de Satanás. Tómame; haz que me sienta tu esclavo, porque entonces también te poseeré. Así, sin duda, llegaría el día en que su corazón cantaría y exultaría de nuevo en su pecho como había cantado y latido cuando iba, por las verdes llanuras vecinas de la villa de Roma, de una iglesia a otra, en peregrinación… «soy de mi bien amado y a Él se encaminan mis deseos…».

Tendidos cada uno en su banco, en la choza, ambos hermanos meditaban en sueños. Un débil fuego ardía en el hogar, entre los dos. Se veían alejándose cada vez más uno del otro. Y al día siguiente, uno marchó hacia el norte y el otro hacia el sur.

Erlend había prometido a Haftor Graut que pasaría por Godoey y recogería a su hermana para acompañarla hacia el sur. Estaba casada con Baard Aasulfssoen en Lensvik, pariente de Erlend, aunque lejano.

La primera mañana, La sirena entró en el puerto de Godoey, con la vela hinchada por la brisa, destacándose sobre las montañas azules; Erlend iba de pie en la popa, en el puente de mando. Ulf Haldorssoen iba al timón. Entonces apareció Sunniva. Había echado su capucha hacia atrás y el viento agitaba su cofia descubriendo el cabello rizado que el sol doraba. Tenía los mismos ojos que su hermano, brillantes y de un color azul líquido, y como él, un rostro regular y hermoso y también las manos gordezuelas y cubiertas de pecas.

Desde la primera noche que la vio en Godoey, sus ojos se habían encontrado; se miraron y sonrieron insidiosamente, comprendiendo que se conocían. Sunniva Olavsdatter. No tenía más que cogerla de la mano…

Allí estaba, pues, con la mano de la joven en la suya para ayudarla a subir. Sus ojos tropezaron con el rostro rudo y sombrío de Ulf. Ulf también se había dado cuenta. Bajo la mirada de aquel hombre le entró una extraña confusión. En un instante recordó todo lo que por él había hecho aquel pariente que era también su escudero…, todas las tonterías en que se había visto mezclado desde la primera juventud. Ulf no tenía por qué mirarle con tanta ironía…, no había tenido la menor intención de acercarse a esa mujer más de lo que el honor o la virtud permitían, se decía para consolarse. Hoy tenía demasiados años y experiencia como para dejarse arrastrar a cometer una tontería con la esposa de otro hombre, aunque él se encontrara allí, en el norte, en Haalogaland. También él tenía ahora una esposa; desde la primera vez que vio a Cristina, hasta aquel día, le había sido fiel; ningún hombre sensato le tomaría en cuenta esta u otra historia que ocurriera en el norte. Por tanto, no había puesto los ojos en ninguna mujer… como esta vez. Él mismo lo sabía. Con una mujer noruega, aun siendo de su condición… no, su alma no conocería un instante de paz si engañaba a Cristina. Pero este viaje hacia el sur con ella a bordo… era tal vez arriesgado.

Lo que ayudó un poco fue que tuvieron muy mal tiempo, de modo que Erlend tuvo otra cosa que hacer que coquetear con Sunniva. Se vio obligado incluso a refugiarse en el puerto de Dynoey y esperar allí unos días. Mientras estaban allí ocurrió algo que fue causa de que Dama Sunniva le pareciera menos atractiva.

Erlend, Ulf y algunos hombres dormían en la misma bodega que Sunniva y sus sirvientas. Una mañana se encontró solo allí estando ella en cama todavía. Sunniva le llamó y le dijo que había perdido una sortija de oro en la cama. Tuvo que ayudar a buscarla. Ella, de rodillas, se arrastraba por la cama en camisa, sin nada más. Más de una vez se hallaron frente a frente, y cada vez una sonrisa más libertina brillaba en sus ojos. Luego le cogió con ambas manos. Claro que él no se había mostrado especialmente respetuoso en sus maneras…, ni el tiempo ni el lugar se prestaban a ello, pero Sunniva hacía gala de tal descaro e impudicia que experimentó una súbita frialdad. Rojo de vergüenza se apartó de aquel rostro abandonado a la risa y la lujuria, se soltó de ella y salió sin decir palabra. Luego envió a las sirvientas de Sunniva junto a su ama.

¡Qué demonio! Tampoco era un ratón joven que se dejara cazar en la paja del lecho. Una cosa era seducir, otra dejarse seducir. Era para morirse de risa: acababa de escapar de una mujer bonita como aquel hebreo de José. Lo mismo en el mar que en la tierra, siempre ocurre algo.

No, Dama Sunniva… Y el recuerdo de una mujer se le imponía, de una mujer que conocía. Había ido a reunirse con él en una posada de marineros con permiso…, tan casta y digna en su porte como camina una doncella de sangre real dirigiéndose a misa. Se había entregado a él en los bosques y en las granjas. Que Dios le perdonara el haber olvidado el nacimiento y el honor de aquella mujer; también ella había olvidado todo esto por amor, por él, Erlend, pero no lo había arrojado de su alma. Su sangre era digna incluso cuando no pensaba en el honor.

¡Dios te bendiga, Cristina mía, y que Él me ayude! La fidelidad que te juré secretamente y luego, en la puerta de la iglesia, la conservaré o dejaría de ser un hombre.

Después de aquello, desembarcó a Dama Sunniva en Yrjar, donde tenía parientes. Lo mejor de todo fue que no parecía demasiado enfadada cuando se separaron. No tuvo necesidad de inclinar la cabeza y aparentar tristeza como un fraile. Se habían echado mutuamente por la borda, como suele decirse. Como regalo de despedida le dio algunas pieles de precio para hacerse un abrigo y ella le prometió que la vería con el abrigo hecho. Volvieron a verse una o dos veces. ¡Pobrecilla! Su marido ya no era joven y tenía aspecto enfermizo.

Erlend, por su parte, estaba encantado de regresar al hogar sin tener nada que ocultar a su mujer y se sentía fuerte por haber puesto su firmeza a prueba. ¡Estaba loco de deseo de ver a Cristina, exultaba… la más dulce, la más amada entre las rosas y los lirios, y era suya!

Cuando Erlend llegó a Birgsi, Cristina salió a su encuentro en la playa. Los pescadores le habían traído la noticia de haber avistado La sirena a lo lejos en Yrjar. Con ella venían sus dos hijos mayores y Margret, y en casa, en Husaby había preparado un banquete para los amigos y parientes que iban a celebrar el regreso de Erlend.

Cristina se había puesto tan hermosa que, al verla, Erlend perdió el aliento. Pero estaba bastante cambiada. Aquel aspecto de jovencita que había conservado después de cada parto, aquella apariencia tierna y frágil que la hacía parecer una novicia bajo sus ropas de mujer casada, todo esto había desaparecido. Era una mujer y una madre joven y espléndida. Sus mejillas eran redondas y de color rosado entre las blancas puntas de su pañuelo de cabeza, tenía el pecho alto y firme bajo las cadenas y broches resplandecientes. Sus caderas se redondeaban con más suavidad bajo el cinturón que sujetaba las llaves y el estuche dorado destinado a las tijeras y el cuchillo. Sí, estaba ahora mucho más bonita y tal como era no sería fácil que se la quitaran así como así para llevársela al cielo. Incluso sus manos largas y finas se habían vuelto algo más llenas y más blancas.

Pasaron la noche en Vigg en casa del sacerdote. Y fue una Cristina joven, rosa y alegre, dulce y rendida por la felicidad la que cabalgó esta vez a su lado hacia el festín de Husaby cuando a la mañana siguiente emprendieron la marcha.

Al llegar a casa, hubiera tenido infinidad de cosas serias que contar a su marido; mil cosas sobre sus hijos, sus preocupaciones respecto a Margret, sus planes para levantar la propiedad. Pero todo lo olvidó en la alegría de la fiesta.

Fueron de festín en festín y ella acompañó al juez cantonal en sus desplazamientos. Erlend conservaba aún algunos hombres en Husaby; mensajes y cartas circularon entre él y sus granjeros o representantes. Seguía siendo malicioso y alegre; ¿cómo no podía ser un buen juez él, que se había topado con casi todos los capítulos de la ley noruega y del derecho cristiano? Este tipo de cosas las había aprendido bien y las olvidaría con dificultad. Erlend tenía el espíritu vivo y despierto y en su juventud había recibido una buena educación. Todo esto volvía ahora a salir a flote. Se acostumbró a leer las cartas él mismo, y había tomado a un islandés como secretario. Antes, Erlend ponía su sello en todo lo que los demás leían por él porque le repugnaba leer una sola línea. Cristina lo había comprobado en aquellos dos años; se había familiarizado con todo lo que contenían los cofres de correspondencia de Erlend.

Ahora ella tenía una viveza de espíritu que jamás se le había conocido. Se volvió más brillante y menos silenciosa en sociedad porque se sentía hermosa y, por primera vez después de su matrimonio, se encontraba bien. Y por la noche, cuando ella y Erlend estaban acostados juntos en casa de desconocidos, en una granja o en una vivienda de campesinos, reían, charlaban y hacían comentarios sobre la gente que habían visto y las noticias que habían llegado a sus oídos. Erlend tenía la lengua más suelta que nunca y la gente parecía quererle aún más que antes.

Se lo hizo observar a propósito de sus propios hijos; estos demostraban un entusiasmo delirante cuando su padre se ocupaba de ellos. Naakkve y Bjoergulf sólo se interesaban ahora por los caballos, arcos, jabalinas y hachas. Así ocurría que el padre se detenía al cruzar el patio, los miraba y corregía convenientemente su manera de usarlos.

—Así no, hijo… es así como debes hacerlo…

Y modificaba la mala postura de la mano y colocaba los dedos en posición correcta. Entonces el entusiasmo de los niños era indescriptible.

Los dos mayores eran inseparables. Bjoergulf, el más alto y más fuerte de sus hijos, era de la misma talla que Naakkve, que contaba un año y medio más que él, y también era más grueso. Sus cabellos, de un negro de ala de cuervo, se rizaban rabiosamente; tenía el rostro ancho, pero con ojos de un hermoso azul oscuro. Un día, Erlend preguntó preocupado a la madre si se había dado cuenta de que Bjoergulf veía mal con un ojo; también bizqueaba un poco. A Cristina le pareció imposible y dijo que, al crecer, seguramente le desaparecería. En verdad, Cristina se interesaba menos por él que por los otros; cuando nació estaba agotada por los cuidados que dio a Naakkve y Gaute llegó en seguida. Era el más fuerte y con seguridad el más inteligente de los niños, pero no era hablador. Era el que Erlend amaba más.

Aunque él mismo no se diera cuenta, Erlend reprochaba a Naakkve el haber nacido en un momento inoportuno y el que hubiera debido llevar el nombre de su padre. Gaute no era como había esperado. El niño tenía la cabeza muy grande, lo que era hasta cierto punto natural, porque durante dos años sólo la cabeza parecía haberle crecido, aunque ahora los miembros se le desarrollaban normalmente. Su inteligencia era normal pero hablaba despacio, porque cuando hablaba de prisa se le trababa la lengua o tartamudeaba y Margret se burlaba de él. Cristina tenía una debilidad por aquel niño, aunque Erlend veía que en ciertas cosas prefería al mayor, pero Gaute había estado muy delicado y se parecía a su abuelo materno, con su cabello de lino y sus ojos de un gris oscuro. Sentía verdadera pasión por su madre. Estaba como aislado entre los dos mayores, que no se separaban, y los gemelos, tan pequeños que aún estaban a cargo de las nodrizas.

Cristina disponía ahora de menos tiempo para ocuparse de los niños y tenía, como las demás mujeres, que dejarlos al cuidado de las sirvientas, pero los dos mayores preferían andar por el patio con los hombres. Ya no los mimaba con el cariño enfermizo de antes, pero en cambio jugaba y reía más con ellos cuando tenía un momento para reunirlos a su alrededor.

A primeros de año recibieron una carta que llevaba el sello de Lavrans Bjoergulfssoen. Estaba escrita de su puño y letra y había sido confiada al sacerdote de Orkedal que iba hacia el sur, de modo que hacía dos meses que fue escrita. La noticia principal era la de los esponsales de Ramborg con Simón Andressoen de Formo. La boda tendría lugar el día de la Invención de la Santa Cruz.

Cristina se quedó extraordinariamente sorprendida. Pero Erlend dijo que ya se lo esperaba desde que supo que Simón Darre, viudo, se había instalado en su granja de Sil después de la muerte del viejo señor Andrés Gudmundssoen.