3

Cristina, con Gaute en los brazos, estaba sentada en la colina al norte de la granja y miraba a lo lejos. Era un atardecer muy hermoso. Abajo, el lago bruñido y tranquilo reflejaba las vertientes de las montañas, las granjas de By y las nubes doradas del cielo. El olor de las hojas y de la tierra ascendía, violento, después de la lluvia del día. La hierba en las praderas bajas debía llegar ya a la altura de la rodilla y los campos estaban cubiertos de incipiente verdor.

El aire era sonoro. Flautas, laúdes y tambores resonaban en los prados de Vinjar; y su concierto era muy bello desde allí arriba.

El cuclillo callaba durante varias horas, luego, de pronto, lanzaba unas notas desde el fondo del bosque del sur. También los pájaros trinaban por entre las frondas que rodeaban la granja…, pero a intervalos y débilmente porque el sol aún estaba alto.

Entre el tintineo de las campanillas, la masa ondulante de los rebaños volvía de los pastos de más allá de la granja.

—Será hora de comer para mi Gaute —murmuró al oído del niño, levantándolo. El pequeño, como tenía por costumbre, apoyó la cabecita en el hombro de su madre. De vez en cuando se apretaba contra ella y Cristina lo interpretaba como un signo de que comprendía sus palabras de cariño y sus caricias.

Bajó hacia los pabellones de la granja. Ante la puerta de la casa grande, Naakkve y Bjoergulf corrían intentando cazar al gato que se había encaramado al tejado para escapar de ellos. Luego, volvieron a coger el puñal en desuso que poseían a medias y continuaron haciendo el agujero que abrían en el suelo de la entrada.

Dagrum entró en el zaguán con la leche de cabra en un cubo y Cristina hizo que Gaute bebiera a cucharaditas el tibio brebaje. El niño protestó furioso cuando la sirvienta le habló, y le dio de puntapiés, amparándose en el pecho de su madre, cuando quiso llevárselo.

—Parece que está mejor —dijo la sirvienta encargada del establo.

Cristina levantó la carita; era de un blanco amarillento como sebo y sus ojos parecían siempre fatigados. Gaute tenía una cabeza grande y pesada y unos miembros flacos y sin fuerza. Había cumplido dos años poco después de san Lavrans, pero aún no se sostenía sobre sus piernas, sólo tenía cinco dientes y aún no hablaba.

Sira Eiliv decía que era raquitismo; ni casullas, ni rituales habían servido de nada. Dondequiera que fuera, el sacerdote preguntaba siempre y pedía consejo sobre la enfermedad que había hecho presa en Gaute. Cristina sabía que recordaba al niño en todas sus oraciones. Pero lo único que podía decirle a ella era que debía aceptar con resignación la voluntad de Dios… y también darle de beber leche de cabra, recién ordeñada.

—Pobre, pobrecito niño… —Cristina lo estrechó y lo besó cuando la sirvienta hubo salido. Era tan hermoso, tanto. Se parecía a la familia de su padre; sus ojos eran gris oscuro, la cabellera pálida como el lino, lisa y suave como seda.

Nuevamente se puso a llorar. Cristina se levantó y dio unos cuantos pasos. Por pequeño y débil que fuera, era demasiado pesado para ella. Gaute no quería estar en otro sitio que en los brazos de su madre. Entonces se puso a pasear por la sala grande con el niño en brazos, acunándole para calmarle.

Alguien entró por el patio montado a caballo. La voz de Ulf Haldorssoen se dejó oír en la casa. Cristina se llegó hasta la puerta del zaguán con el pequeño en brazos.

—Tendrás que desensillar tú mismo tu caballo esta noche, Ulf, todos los mozos están en el baile. Comprendo que es enojoso, perdónanos…

Ulf refunfuñó mientras desensillaba el caballo. Entretanto, Naakkve y Bjoergulf daban vueltas y saltaban a sus pies, porque querían que los montara a caballo y que los llevara a los pastos.

—No, quédate con Gaute, Naakkve mío, para jugar con tu hermano y evitar que llore mientras voy a las cocinas.

El niño hizo una mueca, pero inmediatamente se puso a gatas, dio saltos y se puso cuernos ante el chiquillo que Cristina había dejado sobre un almohadón cerca de la puerta del zaguán. La madre se inclinó y acarició la cabeza de Naakkve. Era muy bueno con sus hermanos.

Cuando Cristina regresó con una gran fuente en los brazos, Ulf Haldorssoen se había sentado en el banco y jugaba con los niños. Gaute estaba a gusto con Ulf mientras no veía a su madre; pero ahora lloriqueó, alargando los brazos hacia ella. Cristina dejó la fuente y cargó otra vez con Gaute.

Ulf sopló la espuma de la cerveza recién tirada, bebió y llenó las escudillas sirviendo de la fuente.

—¿Así que todas tus sirvientas han salido esta noche?

Cristina contestó:

—Hay violines, tambores y pífanos, un grupo de trovadores llegados de Orkdal después de la boda. Puedes suponer que todas me han pedido ir… son tan jóvenes… y hay tan pocas ocasiones aquí para divertirse…

—Las dejas que anden sueltas y se te escapen, Cristina. Creo más que nada que temes que te sea difícil encontrar aquí una nodriza para otoño…

Involuntariamente, Cristina alisó su traje sobre su fina cintura. Las palabras de Ulf la habían hecho ruborizarse. Ulf esbozó una sonrisa breve y dura:

—Si continúas ocupándote así de Gaute, te pasará como el año pasado. Ven junto a tu «nodrizo», pequeño; comerás del plato, conmigo…

Cristina no contestó. Colocó a sus tres pequeños en fila sobre el banco, apoyados en la pared, fue a buscar un plato de gachas con leche y se acercó un escabel de madera. Entonces se sentó para darles la comida, pero Naakkve y Bjoergulf protestaron; querían cucharas y comer solos. El mayor tenía ahora cuatro años y el otro no tardaría en cumplir tres.

—¿Dónde está Erlend? —preguntó Ulf.

—Margret quería bailar, y se ha ido con ella.

—Bueno, no está mal que sepa ocuparse de acompañar a su hija.

Tampoco esta vez contestó Cristina. Desnudó a los niños y los acostó. A Gaute en su cuna y a los otros dos en la cama matrimonial. Erlend había decidido tenerlos allí después que Cristina se restableció de la grave enfermedad del año anterior.

Cuando Ulf estuvo saciado, se echó sobre el banco. Cristina acercó la silla de madera maciza a la cuna, fue a buscar su cesta de lanas y empezó a preparar ovillos para tejer mientras con el pie movía suavemente y sin ruido la cuna.

—¿No vas a acostarte? —preguntó sin volver la cabeza—. ¿No estás cansado, Ulf?

El hombre se levantó, arregló un poco el fuego y se acercó a Cristina. Se sentó en el banco frente a ella. Cristina vio que no estaba tan descompuesto como de costumbre, al regresar después de unos días en Nidaros.

—Ni una sola vez me has pedido noticias de la ciudad, Cristina —dijo mirándola con los codos apoyados en las rodillas.

El corazón de Cristina se puso a latir asustado. Comprendía por la expresión y comportamiento de Ulf que de nuevo traía noticias que no eran buenas. Sin embargo, contestó con una sonrisa dulce:

—Dime, Ulf. ¿Te has enterado de algo nuevo?

—¡Oh… sí! —pero antes sacó su otra bolsa y de ella las cosas que había traído de la ciudad por encargo de Cristina. Esta le dio las gracias:

—Si no me equivoco, te has enterado de algo en la ciudad… —insistió.

Ulf miró a la joven ama de casa; luego volvió los ojos hacia el niño pálido que dormía en la cuna.

—¿Siempre le suda así la cabeza? —preguntó en voz baja tocando con cuidado la cabellera suave y empapada en sudor—. Cristina… el documento que se firmó cuando te casaste con Erlend ¿no precisaba que tú dispondrías de su dote de marido y de sus regalos desde el día siguiente de la boda?

El corazón de Cristina latió con más fuerza, pero contestó tranquila:

—En verdad, Ulf, Erlend me pidió siempre mi consentimiento en todo lo que tenía relación con estos bienes. ¿Se trata de aquellas partes de la granja de Verdal que Erlend vendió a Vigleik de Lyng?

—Sí. Ahora ha comprado Hugrekken a Vigleik. Y mantendrá dos barcos… ¿Qué es lo tuyo, Cristina?

—La parte de Erlend en Skjervastad, dos lotes en Ulfkelstad y sus propiedades en Aarhammar. ¿No pensarás, verdad, que Erlend hubiera vendido todos estos bienes sin mi consentimiento y sin entregarme una compensación?

—¡Hum! —Ulf hizo una pausa—. Sin embargo, tus rentas han disminuido, Cristina. Fue en Skjervastad donde Erlend encontró forraje este invierno a cambio de abandonar por tres años el alquiler de las tierras…

—No podía hacerlo de otro modo, porque no teníamos heno seco del año anterior. Ya sé, Ulf, que has hecho cuanto has podido, pero con toda esta miseria y además el verano del año pasado…

—Vendió más de la mitad de Aarhammar a las Hermanas de Rein, en la época en que se disponía a abandonar el país contigo… —Ulf sonrió levemente—… o bien lo entregó como garantía, lo que viene a ser lo mismo, tratándose de Erlend. Deducida la contribución de guerra, todo el impuesto descansa sobre Audun, que vive en aquella tierra que es ahora tuya.

—¿No puede alquilar la tierra que se encuentra más abajo del convento? —preguntó Cristina.

—El jornalero de las hermanas de la granja vecina la ha alquilado. Es difícil para los inquilinos salir de apuros cuando las propiedades se parcelan tanto como está haciendo Erlend.

Cristina calló. Demasiado lo sabía.

—Erlend aumenta de prisa la familia y de prisa pierde sus bienes —observó Ulf.

Al ver que la joven no contestaba, Ulf prosiguió:

—Pronto tendrás muchos hijos, Cristina Lavransdatter.

—No me sobra ninguno —contestó Cristina con voz temblorosa.

—No temas por Gaute; verás cómo se fortalecerá pronto.

—Estas cosas son como Dios quiere que sean…, pero la espera se hace larga.

Ulf notó el callado sufrimiento de Cristina y un sentimiento de dolor conmovió a aquel hombre fuerte y moreno.

—Eso sirve de poco, Cristina. Has hecho mucho aquí, en Husaby, pero si Erlend va a estar siempre lejos con sus dos barcos… Yo no creo en la paz en el norte, y tu marido es tan poco astuto que no sabrá sacar provecho de lo que ha ganado en estos dos años. Han sido años malos para la propiedad… y tú estás constantemente delicada. Si esto sigue así, acabarás por enfermar de verdad aunque seas una mujer joven. Te he ayudado todo lo que he podido en la granja, pero esto… las extravagancias de Erlend…

—Sí, Dios lo sabe —interrumpió Cristina—. Tú has… tú has sido para nosotros el mejor de los parientes, amigo Ulf, y jamás podré agradecértelo bastante o recompensarte… como, sin duda alguna, mereces.

Ulf se puso en pie, encendió una vela en el fuego del hogar, la colocó en el candelabro de encima de la mesa y se quedó en pie, de espaldas a la dueña de la casa. Cristina, que había dejado caer las manos en su regazo, volvió a hacer ovillos y a mover la cuna con el pie.

—¿No puedes mandar aviso a tu casa —preguntó Ulf— para que este otoño Lavrans acompañe aquí a tu madre cuando venga a verte?

—No pensaba molestar a mi madre este otoño. Empieza a tener años y mis partos son tan frecuentes que no es posible llamarla todas las veces… —y Cristina sonrió forzadamente.

—Hazlo esta vez —insistió Ulf—. Y ruega a tu padre que venga también; así podrás pedirle consejo sobre estas cosas…

—No quiero pedir consejo a mi padre sobre esto —declaró Cristina con firmeza.

—¿Y a Gunnulf? —volvió a decir Ulf al cabo de un rato—. ¿No puedes hablar con él?

—No me parece bien importunarle ahora y menos con este asunto.

—¿Quieres decir porque ha entrado en el convento? —comentó Ulf con sonrisa irónica—. Nunca observé que los frailes desconocieran el modo de administrar bienes.

—Si no quieres consultar a nadie, Cristina, háblale tú misma a Erlend —insistió Ulf al ver que Cristina no contestaba—. Piensa en tus hijos, Cristina.

Cristina permaneció largo rato en silencio.

—Eres tan bueno con nuestros hijos, Ulf —murmuró por fin—. Me parecería más justo que te casaras y velaras por tus propios bienes en lugar de quedarte aquí preocupado por las dificultades de Erlend… y las mías.

Ulf se volvió hacia la joven. Estaba de pie, con las manos detrás de él y apoyadas en el borde de la mesa, mirando a Cristina. La veía hermosa, erguida y esbelta, allí sentada delante de él. Llevaba un traje de lana oscura, teñida en casa; un lienzo de lino suave enmarcaba su pálido rostro. Su cinturón, del que pendían la llaves, estaba formado por pequeñas rosas de plata. Sobre su pecho brillaban las dos cadenas con una cruz. La mayor, hecha de anillas doradas, le llegaba casi hasta la cintura; su padre se la había dado. La otra era una cadena fina de plata con la pequeña cruz que Orm había pedido que se diera a su madrastra rogándole que la llevara siempre.

Se había vuelto a levantar después de todos sus partos igualmente bella, solamente con algo más de serenidad, con una responsabilidad más sobre sus jóvenes espaldas. Las mejillas enflaquecidas, los ojos un poco más hundidos y más graves bajo su frente blanca y despejada; la boca un poco menos roja y carnosa. Su gracia se perdería, sin duda, antes de que fuera mucho más vieja si continuaba de aquel modo…

—¿No crees, Ulf, que estarías mejor en tu propia granja? Has comprado otras tres parcelas a Skjoldvirkstad, me dijo Erlend. Pronto poseerás la mitad de aquella granja. Isak sólo tiene una hija: Aase; es, a la vez, bonita y buena… una mujer perfecta… parece quererte…

—Pero no poseeré la granja aunque me case con ella —dijo el hombre con una mueca y una sonrisa—. Por otra parte, Aase Isaksdatter es demasiado para… —cambió de voz—. Jamás conocí a otro padre que a mi padre adoptivo, Cristina, y creo que mi sino es no tener más que hijos adoptivos.

—Rogaré a la Virgen para que tengas más felicidad, Ulf. Toda la felicidad que mereces.

—Ya no soy joven. Tengo treinta y cinco inviernos, Cris tina —sonrió—. Casi podría ser tu padre.

—Hubieras tenido que pecar muy joven para ello —contestó Cristina esforzándose por mostrarse desenvuelta y alegre.

—¿Es que no piensas acostarte aún? —preguntó Ulf poco después.

—Sí, en seguida; pero tú, Ulf, ¿no estás cansado? Deberías irte a la cama.

Silenciosamente y después de darle las buenas noches, el hombre se fue.

Cristina cogió el candelabro de la mesa y alumbró a los dos niños dormidos en la alcoba donde estaba la cama. Bjoergulf no tenía aún las pestañas pegadas, ¡loado fuera Dios! Hacía buen tiempo desde unos días. Cuando el viento era vivo o el tiempo tan malo que los niños tenían que quedarse dentro, al lado del fuego, Bjoergulf se quejaba de la vista. Se quedó un buen rato contemplándolos. Luego se inclinó sobre la cuna de Gaute.

Sus tres hijos estuvieron sanos como pajarillos hasta que aquella epidemia invadió las aldeas el verano anterior. Fue la escarlatina la que arrebató niños de sus hogares en todo el fiordo y fue un gran dolor. Ella consiguió conservarlos a los tres… a sus propios hijos.

Durante cinco días permaneció junto a la cama del lado sur donde estaban acostados los tres, cubiertos con manchas rojas y con los ojos enfermos, temiendo a la luz…, con sus cuerpecillos ardiendo. Con la mano extendida bajo las sábanas, acariciaba la planta de los pies de Bjoergulf, sin dejar de cantar hasta que su canto suave no era más que rumor:

Hierra, hierra el caballo del gentilhombre del rey.

¿Cómo debemos herrarlo?

Una herradura de hierro bastará al caballo del gentilhombre.

Hierra, hierra el caballo del caballero.

¿Cómo debemos herrarlo?

Con una herradura de plata como corresponde al caballo del caballero.

Hierra, hierra el caballo del rey.

¿Cómo debemos herrarlo?

Una herradura de oro es lo que conviene al caballo del rey.

Bjoergulf era el menos enfermo, pero el más inquieto. Si dejaba de cantar un solo instante, intentaba apartar la cubierta. Gaute sólo contaba diez meses. Era tan poca cosa que no creía que viviera. Permanecía acurrucado sobre su pecho, envuelto en mantas y pieles sin siquiera fuerzas para mamar. Lo sostenía con un brazo y con el otro daba palmaditas en la planta de los pies de Bjoergulf.

No obstante, cuando los tres se quedaban dormidos un instante, ella se echaba en la cama, a su lado, sin desnudarse. Erlend andaba de un lado a otro, contemplando a sus tres hijos con perplejidad. Intentaba cantarles, pero la bella voz de su padre no les gustaba; era su madre la que debía cantar, aunque no tuviera voz.

Las sirvientas pasaban y aconsejaban a su ama que se cuidara; los hombres le preguntaban. Orm trataba de jugar con sus hermanitos. Siguiendo los consejos de Cristina, Erlend había enviado a Margret a Oesterdal; pero Orm había querido quedarse… ahora ya era mayor. Sira Eiliv permanecía sentado junto a la cama de los niños cuando no iba a visitar a otros enfermos. El sacerdote perdía, a causa de la pena, toda la gordura que había ganado en Husaby; le afectaba profundamente el ver morir a tantas criaturas jóvenes y hermosas. También fallecieron algunos adultos.

A la sexta noche, los niños estaban tan mejorados que Cristina prometió a su marido desnudarse y acostarse de verdad aquella noche. Erlend le ofreció velar con las sirvientas, asegurando que la llamaría si fuera preciso. Pero durante la cena se dio cuenta de que Orm tenía la cabeza ardiendo y los ojos brillantes de fiebre. El chiquillo dijo que no era nada; pero de pronto se levantó y salió.

Cuando, a su vez, salieron Erlend y Cristina, lo encontraron en el patio vomitando. Erlend rodeó al muchacho con sus brazos.

—¡Orm, hijo mío! ¿Estás enfermo?

—¡Tengo tanto dolor de cabeza! —murmuró el muchacho apoyándola en el hombro de su padre.

Pasaron la noche velándolo. En su delirio no hacía sino murmurar, gritar con fuerza y agitar sus brazos en todas direcciones como si tuviera visiones espantosas. No se podía entender lo que decía.

Por la mañana, Cristina perdió el conocimiento. Se dieron cuenta de que volvía a estar encinta; estuvo gravísima y luego quedó como sumida en un letargo; después tuvo altas temperaturas. Orm llevaba ya más de quince días enterrado cuando ella se enteró de la muerte de su hijastro.

Cristina no tenía la impresión de estar verdaderamente apenada, tal era su debilidad, agotamiento y apatía; nada hacía mella en ella. Sólo se encontraba bien vegetando en su cama. Hubo un período espantoso, durante el cual sus criadas apenas podían tocarla, cuidarla o lavarla; pero desapareció de repente junto con el delirio y la temperatura. Luego fue delicioso sentirse mimada. Alrededor de su cama habían colgado gran cantidad de coronas de flores silvestres para alejar las moscas. La gente de las cabañas se las había enviado y exhalaban un aroma delicioso, sobre todo cuando el tiempo era lluvioso.

Un día Erlend le trajo a sus hijos. Vio que la epidemia los había afectado y que Gaute no la reconocía; pero ni esto la afligió. Lo único en que reparaba era en que Erlend parecía estar siempre a su lado.

Este iba todos los días a misa y rezaba sobre la tumba de Orm. El cementerio estaba muy cerca de la iglesia parroquial de Vinjar; pero algunos niños tenían su sepultura en la capilla de Husaby: dos hermanos de Erlend y una hija de Munan Biskopssoen. Cristina había pensado muchas veces con nostalgia en aquellas criaturas que yacían allí solas bajo las losas de piedra. Ahora Orm había ido a dormir su último sueño a su lado.

Durante la época en que se temía por su vida, los grupos de mendigos que iban a Nidaros para san Olav (el 29 de julio) atravesaron la aldea. Casi todos eran los mismos mendigos y mendigas que pasaban cada año; los peregrinos eran siempre generosos para con los pobres, cuyas oraciones poseían una virtud especial. También habían aprendido a dejarse ver en Skaun desde que Cristina vivía en Husaby. Sabían que ahora encontrarían en la granja albergue para la noche, alimentos abundantes y una limosna antes de emprender la marcha. Esta vez el servicio quiso despedirlos porque el ama estaba enferma. Pero cuando Erlend, que había pasado en el norte los dos veranos precedentes, se enteró de que su mujer tenía por costumbre recibir tan bien a los pobres, dio orden de que los albergaran y trataran como ella misma lo hubiera hecho. Y por la mañana fue en persona junto a los mendigos, ayudó a servirles la bebida y la comida y les distribuyó limosnas, pidiéndoles con dulzura que rezaran por su mujer. Muchos mendigos lloraron al enterarse de que la bondadosa y joven ama estaba a las puertas de la muerte.

Sira Eiliv se lo contó cuando se sintió mejor. Fue sólo poco antes de Navidad cuando pudo volver a hacerse cargo de sus llaves.

Erlend había enviado un mensajero a los padres de Cristina tan pronto cayó enferma; pero se encontraban por entonces en el sur del país para asistir a una boda en Skog. Vinieron en seguida a Husaby; entonces se encontraba mejor, pero estaba tan cansada que apenas tuvo fuerzas para hablar con ellos. Sólo deseaba una cosa: la presencia de Erlend al lado de su cama.

Débil, friolera, anémica, se acurrucaba al amparo de la fuerza de Erlend. El antiguo ardor de su sangre había desaparecido de tal forma que ya no podía recordar qué era amar de aquel modo, aunque al mismo tiempo habían desaparecido la inquietud y la amargura de aquellos últimos años. Ahora encontraba que la vida era amable, a pesar de que el dolor de la pérdida de Orm pesara con fuerza sobre los dos y de que Erlend no comprendiera su angustia por el pequeño Gaute. ¡Se sentía tan feliz con su marido! Veía que había tenido un miedo atroz de perderla.

Resultaba difícil y hasta perjudicial hablarle ahora, tocar algún punto que pudiera romper la paz y la alegría que nuevamente reinaban entre ellos.

Cuando la gente de la granja regresó del baile, Cristina estaba ante la puerta de la casa grande. Margret venía colgada del brazo de su padre, vestida y adornada más para un festín de bodas que para un baile en la pradera en medio de toda clase de gente. Pero la madrastra había renunciado a intervenir en la educación de la jovencita. Erlend tomaba las decisiones que quería respecto a su hija.

Tenían sed y Cristina fue a buscarles cerveza. La jovencita se sentó y se puso a hablar; ella y su madrastra eran buenas amigas desde que esta ya no intentaba educar a Margret. Erlend se reía de todo lo que su hija decía del baile. Al fin Margret y sus sirvientas subieron a acostarse.

El marido remoloneó aún por la sala. Se estiró, bostezó; pero aseguró que no estaba cansado. Se pasaba los dedos por su negra y larga cabellera.

—No tuve tiempo cuando regresamos de la casa de baños, antes del baile; pero creo que deberías cortarme el pelo, Cristina. No podría ir así a la fiesta.

Cristina objetó que había demasiada oscuridad; pero Erlend le mostró, sonriendo, la luz que caía del ventanillo del humo: amanecía un nuevo día. Entonces dejó entrar más luz, le rogó que se sentara y extendió un trapo sobre su espalda. Mientras ella iba cortando, Erlend se movía como si le hiciera cosquillas y se reía cuando las tijeras se acercaban a su cuello.

Cristina recogió cuidadosamente el cabello cortado y lo echó al fuego. También sacudió el trapo sobre las llamas. Luego, con un peine, alisó los cabellos de Erlend desde la punta de la cabeza hasta abajo y con las tijeras perfiló los puntos del contorno que no habían quedado igualados.

Erlend le tomó las manos mientras Cristina estaba detrás de él, las cruzó sobre su garganta y echando la cabeza atrás la miró sonriendo. Dijo:

—¡Estás cansada!

La soltó y se puso en pie con un ligero suspiro.

Erlend zarpó para Bjoergvin inmediatamente después de San Juan. Estaba contrariado porque, de nuevo, su esposa no podía acompañarle. Ella sonreía cansada. De todos modos, no habría podido abandonar a Gaute.

Así fue como, también aquel verano, Cristina se quedó sola en Husaby. Por lo menos, este año no esperaba al niño antes de San Matías (24 de febrero); era tan molesto para ella como para las mujeres que tenían que asistirla cuando el parto tenía lugar en la época de las grandes faenas.

Se preguntaba si continuaría así siempre; ahora los tiempos eran distintos de los de su infancia. Había oído hablar a su padre de la guerra danesa, y recordaba el tiempo que estuvo ausente durante la expedición del duque Eirik. De allí trajo las grandes heridas visibles en su cuerpo. Pero en su casa, en los valles, ¡se sentía uno tan alejado de las guerras…! En opinión de todos, jamás llegaría hasta allí. Todo manifestaba paz, especialmente el hecho de que el padre se quedara en su casa administrando sus bienes, pensando en los suyos y velando por ellos.

Ahora reinaba una inquietud perpetua. Todos hablaban de guerra, de contribución de guerra, de gobierno del reino. En el espíritu de Cristina esto evocaba la imagen del mar y de la costa tal como lo había visto una sola vez, cuando vino del norte. A lo largo de la costa llegaban hombres con la cabeza llena de consejos, de planes, contraplanes, argumentos; clérigos y laicos. Erlend era alguien entre ellos por su nacimiento y su riqueza. Pero Cristina percibía que no estaba del todo en su círculo.

¿Qué impulsaba a su marido a ser de aquel modo? Meditaba y reflexionaba sobre el caso que le hacían sus iguales.

Mientras sólo fue el hombre que ella amaba, jamás se hizo esta pregunta. Ya sabía que era impulsivo, violento, imprudente, con un don especial para comportarse de un modo irrazonable. Pero entonces había sabido disculparle sin preocuparse nunca de prever lo que el carácter de Erlend podía acarrearles a los dos. Cuando estuvieran autorizados para casarse, todo iría de otro modo, se había dicho para consolarse. No obstante, percibía vagamente que a partir del instante en que había comprendido que un niño se interponía entre ambos, había empezado a pensar y a decirse que Erlend era lo que la gente llamaba un espíritu ligero, un hombre en el que nadie podía tener confianza.

Ella, ella sí había confiado en él. Recordaba el granero de Brynhild; recordaba cómo el lazo existente entre él y la otra mujer había acabado rompiéndose. Recordaba la actitud de Erlend después de que ya fue su esposa legal. Pero, a pesar de todas las humillaciones y disgustos, lo tenía; y ahora se había dado cuenta de que no quería perderlo ni por todo el oro del mundo.

No pudo evitar pensar en Haftor de Godoey. Siempre se le acercaba para decirle tonterías o halagos cuando se encontraban; pero ella jamás le había hecho el menor caso. Aquella era su forma de bromear, sin duda. Aún hoy no tenía de él otra opinión; le había gustado aquel hombre guapo y lleno de empuje; todavía le gustaba. Pero no comprendía que se pudiera tomar esas libertades.

Había vuelto a encontrar a Haftor Graut en los festines reales en Nidaros, y allí también se le acercó como de costumbre. Una noche habían subido a una estancia del piso y se había echado con él en una cama que se encontraba allí. En su tierra, en el valle, no hubiera podido comportarse de aquel modo: la hospitalidad no comportaba los apartados entre hombre y mujer. Pero allí todos hacían lo mismo y nadie parecía tener nada que objetar, tales debían ser las costumbres de los caballeros en el extranjero. Cuando entraron en la estancia, Dama Eline, esposa de Micer Erling, estaba echada en otra cama con un caballero sueco. El sueco pareció contento cuando Dama Eline quiso levantarse y volver a la sala grande.

Cuando, en medio de su conversación, comprendió que Haftor le pedía sencillamente que cediera a sus deseos, se quedó tan sorprendida que no llegó a sentir ni miedo, ni verdadera indignación. Ambos estaban casados, ambos tenían hijos y cónyuge legítimo. Jamás había creído que aquello pudiera ocurrir realmente. Claro que, después de todo, lo que ella había hecho… Pero no, en verdad no creyó que aquello llegara a ocurrir. Haftor se había mostrado risueño, divertido, tierno; no podía decidirse a calificar su intento de seducción; no debía tomarlo demasiado en serio. Aunque había querido inducirla a cometer el peor de los pecados.

Se levantó de la cama tan pronto ella le dijo que se fuera. Se había vuelto sumiso; pero parecía más sorprendido que avergonzado. Preguntó a Cristina, en un tono de lo más incrédulo, si creía verdaderamente que los casados no eran jamás infieles. Debía saber, no obstante, que había pocos hombres de quienes pudiera decirse que no tenían amantes. ¡Tal vez las mujeres eran algo mejores, y aún…!

—¿Habéis creído todo lo que los sacerdotes os dijeron sobre el pecado cuando aún erais soltera? —le preguntó—. Entonces no comprendo, Cristina Lavransdatter, cómo pudo conseguiros Erlend.

La había mirado de frente y los ojos de Cristina debieron ser muy elocuentes aunque no hubiera querido hablar, ni a precio de oro, de algo así con Haftor. Su voz se hizo, en efecto, clara y sorprendida cuando le dijo:

—Creía que eso sólo ocurría… en las canciones.

Cristina no había contado lo sucedido a nadie, ni siquiera a Erlend. Él lo apreciaba. Y era una lástima, en verdad, que los hombres fueran tan ligeros como Haftor Graut; pero, en todo caso, no comprendía que esto pudiera afectarla. Después de aquello no había vuelto a insistir. Sólo la miraba abriendo los ojos de un azul líquido y reflejando una profunda extrañeza cuando se encontraban.

Erlend tenía tal vez el espíritu ligero, pero no de aquel modo. ¿Era realmente tan frívolo? Veía cómo la gente se quedaba pasmada ante lo que decía y lo comentaban entre ellos después. En lo que decía Erlend Nikulaussoen podía haber mucho bueno y justo; pero la verdad era que jamás tenía en cuenta lo que los demás nunca perdían de vista: aquella cauta prudencia con que se trataban. Erlend decía que aquello eran artificios y se reía de ello con una risa orgullosa que molestaba un poco a la gente, pero que, a la larga, los desarmaba. Se echaban a reír también, le golpeaban la espalda y decían que tenía el espíritu vivo, pero corto.

Luego deshacía él mismo el efecto de sus palabras con una broma maliciosa e insolente. La gente le soportaba muchas cosas a Erlend. Su mujer sospechaba vagamente el motivo y se sentía humillada. Erlend se dejaba intimidar tan pronto encontraba un hombre firmemente convencido de su opinión, aunque considerara esta opinión una tontería; abandonaba su punto de vista por menos de nada; pero al momento cubría su retirada con palabras despectivas sobre dicho hombre. Y la gente toleraba a Erlend esta cobardía de carácter, porque era imprudente y se jugaba el bienestar, y era aventurero, temerariamente enamorado de todos los peligros que podían afrontarse con la fuerza de las armas. En fin, no tenían por qué preocuparse de Erlend Nikulaussoen.

El año anterior, a finales de invierno, el gran senescal había ido a Nidaros acompañado del niño rey. Cristina había asistido al gran festín en la casa real. Había permanecido silenciosa y digna, vestida de seda, luciendo sus joyas más hermosas sobre un traje de boda rojo, en medio de las mujeres de más alcurnia de la asamblea. Con mirada vigilante había seguido la conducta de su marido entre los hombres, observando, escuchando y reflexionando, como escuchaba, observaba y reflexionaba adondequiera que fuese Erlend y le viera hablar con la gente.

Había comprendido ciertas cosas. Micer Erling Vidkunssoen no quería escatimar recursos para hacer que se respetara el poderío noruego en el norte hasta el mar Blanco, para proteger y defender el Haalogaland. Pero el consejo y los caballeros se le mostraban contrarios y sólo a duras penas consentían en aprobar una empresa que podía ser útil. El propio arzobispo y el clero de la diócesis estaban dispuestos a participar con una ayuda pecuniaria, esto lo sabía Cristina por Gunnulf; pero en el resto del país la gente de iglesia se oponía al proyecto, aún tratándose de una guerra contra los enemigos de Dios, herejes y paganos. Y la gente influyente utilizaba su prestigio contra el gran senescal, por lo menos aquí en el Trondhjem. Se habían acostumbrado a prescindir un poco de los libros de leyes y del derecho de la corona, y no les gustaba nada que Micer Erling defendiera con tanto tesón, en estos asuntos, las ideas del difunto rey Haakon, su pariente. Pero no era por esa razón por lo que Erlend se negaba a dejarse utilizar como el senescal había querido. Cristina lo comprendía ahora. El único motivo de Erlend era que la naturaleza seria y digna de Micer Erling le aburría, y se vengaba burlándose un tanto de su poderoso pariente.

Cristina creía comprender la postura actual de Micer Erling hacia Erlend. Era seguro que, desde su infancia, había sentido una predilección por Erlend; luego se había dicho que si podía ganar para su causa al señor de Husaby, grande por su cuna y valiente por sus hechos de armas, y que además poseía cierta experiencia en el arte militar desde la época en que había servido al conde Jacob (en todo caso, tenía más que los demás, personas sedentarias), aquello sería tan útil para sus planes como para el bien del propio Erlend. Pero no había ocurrido así.

Durante dos veranos, Erlend había estado lejos, ausente hasta fines de otoño, bañándose en los lagos que bordean la larga costa septentrional y persiguiendo barcos piratas con los cuatro barquitos que seguían su estandarte. Había llegado un día para buscar provisiones a una nueva aldea noruega del extremo norte, en el fiordo de Tana, en el momento mismo en que los carelianos estaban desvalijándola; con un puñado de hombres que había traído a tierra consigo había aprisionado a dieciocho bandidos y los había ahorcado en la viga maestra de una granja medio quemada. Había destruido una banda de rusos que intentaba ganar las montañas, había aniquilado y quemado cierto número de barcas enemigas en unos escollos situados en alta mar. En el norte sólo se comentaba la prontitud y la audacia de sus actos; sus trondhjemeses del mar y de la costa de Moere amaban a su jefe por su resistencia y por su voluntad en compartir todas las fatigas y todas las pruebas con sus hombres. Tenía amigos entre los humildes y entre los hijos de los granjeros del norte del Haalogaland, donde la población estaba acostumbrada a defender sus propias costas.

No obstante, Erlend no fue útil al gran senescal en su proyecto de una gran cruzada hacia el norte. En la provincia de Trondhjem la gente alababa sus hazañas contra los rusos, y si se hablaba de ello, recordaban que Erlend era compatriota suyo. Los jóvenes ribereños del fiordo habían demostrado que eran de la misma madera que los hombres de otros tiempos. Pero en lo que decía o hacía Erlend de Husaby no había nada que retuviera la atención de hombres maduros y sensatos.

Cristina veía que seguía contándose a Erlend entre los jóvenes; no obstante, tenía un año más que el gran senescal. Comprendía que convenía a muchos que así fuera para que sus palabras y sus actos pudieran ser minimizados y tomados como ideas y actos de un hombre joven temerario. Erlend fue, pues, amado, mimado y alabado; pero no tomado por un hombre hecho y derecho. Y Cristina se daba cuenta del empeño que ponía Erlend en ser tal como sus iguales que rían que fuese.

Hablaba en favor de la guerra contra Rusia. Hablaba de los suecos que compartían el rey con nosotros. Pero los suecos no querían reconocer a los escuderos y caballeros noruegos como nobles y como iguales. Desde que el mundo era mundo, ¿se había oído decir acaso que en algún país se hubiera exigido a los nobles el servicio de las armas de otro modo que montando sus propios caballos y enarbolando sus propios escudos en campaña? Cristina sabía que esto era, poco más o menos, lo que su padre había dicho en la asamblea de Vaage, y que lo había hecho por Erlend, que parecía poco dispuesto a desoír los consejos de Munan Baardssoen. No, decía ahora Erlend, mencionando a la ilustre familia de su suegro, sabía de sobra el caso que los señores suecos hacían de nosotros. Si no les demostramos lo que valemos, ya sólo nos queda empezar a considerarnos como pupilos de los suecos.

¡Caramba, decía la gente, hay algo de verdad en todo esto! Pero al momento se ponían a hablar del gran senescal. Erlend tenía sus ocupaciones allí arriba, en el norte; un año los carelianos habían quemado y saqueado Bjarkoe a pesar de su hombre de confianza, llevándose los bienes de sus campesinos. Entonces Erlend cambiaba de tema con bromas. Tenía la certidumbre de que Erling Vidkunssoen no pensaba en su propio provecho. ¡Era un caballero tan noble, tan fino, tan elegante! Desde luego, no podía encontrarse hombre más perfecto a la cabeza de aquella organización. ¡Vive Dios!, Erling era tan honorable y respetable como la más elegante e historiada letra dorada del libro de las leyes. La gente reía y pensaban menos en los elogios de Erlend sobre la equidad del gran senescal, que en su comparación del mismo con una inicial dorada.

No, no tomaban a Erlend en serio… ni siquiera en aquel momento en que, por decirlo así, estaba en su apogeo. Pero en la época en que, joven insolente y desesperado, vivía con su amante y se negaba a despedirla a despecho de la orden del rey y de la amonestación de la Iglesia, lo habían tomado en serio y se apartaban de él con un sentimiento de irritación agresiva contra su vida impía e infamante. Ahora todo aquello estaba olvidado y perdonado, y Cristina comprendía que había algo de agradecimiento en su empeño de ser tal como la gente deseaba que fuera. Había sufrido muy amargamente en la época en que se le había excluido en su país del cuerpo de los pares. No era nada más; no podía evitar pensar en su madre cuando perdonaba a hombres ineptos sus faltas y anulaba sus deudas con un leve encogimiento de hombros. Se conformaba al deber cristiano de ser indulgente con aquellos que no saben cómo comportarse. Era así como Erlend había conseguido el perdón de sus pecados de juventud.

Pero Erlend sabía perfectamente lo que hacía cuando vivía con Eline. Había asumido su pecado hasta que la encontró a ella, Cristina, y esta le siguió dócilmente a un nuevo pecado. ¿Sería acaso ella?

No. Ahora sus propios pensamientos la asustaban. Trató de cerrar su espíritu a toda preocupación sobre aquello a lo que no encontraba solución. No quería pensar más que en las cosas respecto a las que su solicitud le permitía obtener resultados; el resto lo ponía en manos de Dios. Dios la había ayudado en todos los casos en que sus propias fuerzas podían ayudarla. Husaby, nuevamente en pie, iba ahora camino de convertirse en una buena granja, como fue antes, a pesar de los malos años. Dios le había dado tres hijos hermosos y sanos; todos los años le había devuelto la vida cuando, en realidad, debía haber encontrado la muerte en el parto; le había permitido levantarse completamente sana después de cada nacimiento. El año anterior, cuando la enfermedad se llevaba a tantos niños de las aldeas, había recibido la gracia de conservar a sus tres pequeños. Y Gaute se iba fortaleciendo, estaba convencida de ello.

Las cosas irían, sin duda, como decía Erlend; sin duda, también, debía comportarse así y gastar de aquel modo. Si no, no podría conservar su puesto heredado de sus padres ni obtener del rey los derechos y rentas que le confería su nacimiento. Cristina tenía el convencimiento de que él entendía todo esto mejor que ella.

No podía imaginarse que su situación fuera mejor cuando vivía en pecado con la otra que con ella. Poco a poco, en una serie de imágenes, volvía a ver el rostro de Erlend en aquella época, torturado por las preocupaciones, por la pasión. No, no, todo estaba bien así, ahora. Sólo que Erlend era un poco despreocupado e impulsivo.

Erlend regresó a su hogar por san Miguel. Pensaba encontrar a Cristina en la cama, pero todavía se levantaba. Fue a esperarlo al pie del camino. Esta vez tenía los pies terriblemente hinchados; pero, como siempre, llevaba a Gaute en brazos. Los dos mayores corrían delante de ella.

Erlend echó pie a tierra y montó a los niños a caballo. Luego tomó en brazos al más pequeño y quiso llevarlo. El rostro pálido, agotado, de Cristina, se iluminó al ver que Gaute no tenía miedo a su padre; sin duda lo reconocía. No hizo ninguna pregunta sobre el viaje de su marido; sólo habló de los cuatro dientes más que tenía Gaute ahora y que le habían hecho estar enfermo.

De pronto el niño lanzó un grito; se había arañado la mejilla con el peto que su padre llevaba. Quiso volver a los brazos de su madre, y esta lo volvió a coger a pesar de las protestas de Erlend.

Por la noche, cuando los niños estuvieron dormidos y se encontraron solos, Cristina preguntó a su marido sobre su viaje a Bjoergvin, como si acabara de pensar en ello en aquel instante.

Erlend dirigió una mirada furtiva a su mujer. ¡Pobrecita! Tenía un aspecto lamentable. Primero contó todas las pequeñas novedades. Erling le mandaba recuerdos y le había rogado que le entregara aquello: un puñal de bronce verde comido por el cardenillo. Lo habían encontrado en Giske entre un montón de piedras. Sería útil en la cuna, si lo que tenía Gaute era raquitismo.

Cristina envolvió de nuevo el puñal, se levantó con dificultad de su silla y se dirigió a la cuna. Dejó caer el puñal sobre los demás objetos que había bajo las ropas: un hacha de piedra encontrada en la tierra, castóreo, una cruz de madera, plata de la familia, yesca, raíces de orquídea manchadas y de helecho cornudo.

—Acuéstate, Cristina mía —dijo Erlend con ternura. Se acercó a ella y le quitó los zapatos y los calcetines mientras le iba contando que Haakon Ogmundssoen había vuelto y acababa de concertarse y sellarse la paz con los rusos y los carelianos. Él iría de nuevo al norte en otoño, porque no tenían la seguridad de que renaciera la calma en seguida. También era preciso que en Vargoey hubiera un hombre que conociera bien la región. Había recibido plenos poderes como lugarteniente del rey para mandar el fuerte de allí, que debía ser reforzado para asegurar la paz en aquella región de nuevas fronteras.

Erlend miraba atentamente a su esposa. Parecía un poco asustada; pero no preguntaba. Por lo visto, no comprendía gran cosa de todas estas noticias. Vio lo fatigada que estaba, de modo que no dijo nada más, sino que se quedó un momento a su lado, sentado al borde de la cama.

Él sabía de lo que se había hecho cargo. Sonreía tranquilamente mientras se desnudaba con calma. No se trataba de quedarse sentado con el cinturón de plata sobre la barriga, de organizar festines para sus amigos y parientes, de pulirse las uñas, mandando de un lado para otro a sus vasallos y jefes de tropa, como lo hacían los hombres de confianza del rey en sus castillos del sur del país. El castillo de Vargoey era una fortaleza de un tipo muy especial.

Lapones, rusos, carelianos y una mezcla de toda clase de maleantes: brujos, magos, perros paganos, verdaderos engendros del diablo a los que había que enseñar a pagar nuevamente los impuestos a las autoridades noruegas y a dejar en paz los hogares noruegos diseminados a intervalos tan grandes como la distancia de Husaby a Moere. La paz, tal vez, quedaría restablecida algún día allí arriba; pero para la generación de Erlend sólo habría tranquilidad el día que el demonio fuera a misa. Además, entre sus hombres había tipos exaltados que había que retener, sobre todo al acercarse la primavera, cuando la oscuridad, la tormenta, el ruido infernal del mar y el frío dejaban sus almas enfermas. Entonces escaseaba la harina, la mantequilla, la bebida, se pegaban por las mujeres y no había modo de soportar la vida en la isla. Había tenido una vaga idea de todo esto cuando, de jovencito, había estado allí con Gissur Galle. ¡Oh, no!, no quedaba tiempo para hacer el perezoso.

Ingolf Peit, que mandaba en el norte, era un hombre cabal, por supuesto. Pero Erlend tenía razón: era preciso que un caballero se hiciera cargo de aquello. Nadie comprendería hasta entonces que la firme voluntad del rey de Noruega era la de mantener su autoridad en aquella región. ¡Ah, ah, ah! En aquella región se encontraría perdido como una aguja en un pajar. Para conseguir una vivienda noruega había que ir hasta el mismo infierno, hasta Malang. Ingolf era un hombre capaz cuando tenía a alguien a quien mandar. Le haría dirigir Hugrekken. Se había dado cuenta de que La sirena era el barco más perfecto de todos. Erlend sonrió feliz. Se lo había dicho repetidas veces a Cristina; debía, por lo menos, permitirle aquella amante.

Un niño llorando en la oscuridad le despertó. Al otro lado de la cama oyó moverse a Cristina y murmurar, en voz baja, palabras de ternura: era Bjoergulf quien se quejaba. A veces, el niño se despertaba durante la noche con las pestañas pegadas; no podía abrir los ojos; la madre entonces se los humedecía con la lengua. A Erlend le había parecido siempre que aquello era desagradable.

Cristina tarareaba en voz baja, desde su rincón, para dormir al niño. Aquella sencilla melodía importunaba a Erlend.

Recordaba un sueño: andaba por una ribera. La marea era baja y saltaba de piedra en piedra. El mar, pálido y brillante, lamía las algas en una gran extensión; no había sol; parecía una noche de verano tranquila y nublada. Hacia la boca de plata clara del fiordo veía su barca anclada, negra, fina, mecida ligeramente por el agua. En el aire flotaba un fuerte olor a mar y algas.

Su corazón se llenó de nostalgia. En las tinieblas de la noche estaba acostado allí, en la cama de los invitados, escuchando las notas monótonas de la canción de cuna destrozándole los oídos. Medía ahora la fuerza de su deseo. Huir de este hogar, de estos niños que llenaban la casa, escapar de las conversaciones sobre el gobierno de la granja, los criados, los terratenientes, los pequeños. Huir de aquella inquietud respecto de Cristina eternamente enferma a quien había de compadecer.

Erlend cruzó las manos sobre el pecho. Parecía como si el corazón hubiera dejado de latirle y sólo se estremeciera en su pecho. Tenía un deseo violento de abandonarla. Pensando en los sufrimientos que, con el parto, esperaban a Cristina en el estado de debilidad y agotamiento en que se encontraba, y el acontecimiento podía llegar de un momento a otro, se sentía ahogado por la angustia. Y si perdía a su mujer, no sabía cómo podría tener fuerzas para seguir viviendo. Pero tampoco las tenía para vivir con ella, por lo menos ahora. Quería huir de todo aquello; su propia vida estaba en juego.

¡Jesús, mi Salvador…! Pero ¿qué clase de hombre era? Lo veía aquella noche. ¡Cristina mía, mi amada! Sólo había sentido una alegría realmente profunda a su lado durante la época en que la había seducido.

Había estado convencido de que el día en que Cristina fuera su legítima esposa, ante Dios y ante los hombres, todo el mal se borraría por completo de su vida y ya no se acordaría de que jamás hubiera existido.

Estaba hecho de tal manera, que no podía soportar a su lado nada que fuera verdaderamente bueno y puro; porque después que Cristina se había librado del pecado y de la impureza a que la había arrastrado, había sido como un ángel del reino de Dios. Tierna y fiel, dulce, capaz, digna de todo respeto. Había devuelto el honor a Husaby. Se había vuelto la doncella de sangre joven y pura que, una noche de verano, en el jardín del convento, se guarecía bajo la capa de Erlend, mientras que él pensaba, al sentir junto a sí aquel cuerpo tierno y delicado, que ni el propio diablo tendría valor para hacer daño a aquella niña o causarle un dolor.

Las lágrimas inundaron el rostro de Erlend.

Sin duda, era cierto lo que le habían dicho los sacerdotes, que el pecado roía el alma del hombre como el óxido, porque no tenía descanso ni paz viviendo al lado de su amada; sólo aspiraba a huir lejos de ella y de todo lo que a ella concernía.

A fuerza de llorar se había quedado medio dormido, cuando tuvo de pronto la impresión de que Cristina se había levantado y andaba por la estancia meciendo a un niño y cantando.

Erlend saltó de la cama, tropezó en la oscuridad con un zapato de niño, alcanzó a su mujer y le quitó a Gaute de los brazos. El niño empezó a gritar y Cristina le dijo enfadada:

—¡Ahora que casi había conseguido dormirlo!

El padre sacudió al niño, le dio unas palmadas en el trasero y al ver que el niño gritaba con más fuerza, le amenazó con tanta rabia que Gaute, asustado, calló de repente. Semejante cosa no había ocurrido nunca hasta entonces.

—Ahora es cuando tienes que demostrar tu sensatez, Cristina.

La violencia le había hecho perder todo control sobre sí mismo. Estaba de pie, enfurecido, desnudo, tembloroso, en la estancia oscura, con un niño que hipaba en sus brazos.

—¡Basta, te he dicho! No sé por qué tenemos criadas para los niños. Los pequeños deben dormir con ellas. No podrás resistir esto.

—¿No me puedes conceder el tener a mis hijos conmigo durante el tiempo que me queda de vida? —preguntó Cristina con voz quejumbrosa.

Erlend no quiso comprender a qué hacía alusión.

—El tiempo que te queda debes dedicarlo al descanso. Acuéstate, Cristina —añadió con voz más dulce.

Llevó a Gaute a su cama, tarareó para que se durmiera y encontró en la oscuridad su cinturón al pie de la cama. Las plaquitas de plata tintinearon unas contra otras cuando el niño empezó a jugar con ellas.

—¿Has quitado, por lo menos, el puñal? —preguntó Cristina desde su cama con voz angustiada, y Gaute lanzó un grito largo y penetrante al oír la voz de su madre. Erlend le amenazó y sacudió el cinturón. Por fin, el niño se quedó tranquilo.

¿Quién podía desear que viviera aquel desgraciado? No era seguro siquiera que Gaute fuera normal.

¡Cielos, no, no! ¡Bienaventurada Virgen María, no quería haber dicho eso! ¡Cómo podía desear la muerte de su propio hijo! No, no. Erlend cogió al niño en brazos y apoyó el rostro sobre su cabello corto, tibio y sedoso.

¡Qué hermosos hijos! Pero estaba harto de oír hablar de ellos de la mañana a la noche; de tropezarse con ellos por toda la casa. Que tres niños estuvieran en todas partes a la vez en una granja grande era algo incomprensible para él. Se acordó de su furiosa irritación con Eline porque no se ocupaba de sus hijos. Tenía que ser un hombre poco razonable, puesto que se indignaba igualmente al ver a Cristina siempre rodeada de los suyos.

Cuando cogía en brazos a sus hijos legítimos, no sentía nunca nada parecido a lo que experimentó la primera vez que había estrechado a Orm contra su pecho. ¡Orm, Orm, Orm, hijo mío! Por aquella época ya estaba cansado de Eline, asqueado de su egoísmo, de su violencia, de su excesivo amor. Había visto que era demasiado vieja para él. Y había empezado a comprender lo que le costaría aquella locura. Pero opinaba que no podía abandonarla; ella, que lo había perdido todo por amor hacia él. El nacimiento del niño le había proporcionado un motivo para tolerar a la madre. Cuando fue padre de Orm era tan joven que no había llegado a comprender del todo la situación de un niño cuya madre era la esposa legítima de otro hombre.

Volvió a llorar y estrechó más fuertemente a Gaute. Orm… No había amado a ninguno de sus hijos como a él; ¡le echaba tanto de menos y tenía tan gran remordimiento de las palabras duras que le había dirigido! Orm no había podido saber cuánto le amaba su padre. La amargura y la desesperación le habían abrumado a medida que iba comprendiendo de un modo evidente que Orm no podría jamás ser considerado como un hijo legítimo y no podría, por tanto, heredar jamás el blasón de su padre. También sentía celos al ver que su hijo se encariñaba más con su madrastra que con él y, de hecho, la bondad invariable y suave de Cristina hacia el muchacho era como un reproche silencioso para Erlend.

Luego vinieron unos días de los que no tenía valor de acordarse. Orm yaciendo en una estancia sobre su cama fúnebre y las mujeres viniendo y comentando que, en su opinión, Cristina no sobreviviría a aquella desgracia. Se había cavado una fosa para Orm en la iglesia y le preguntaban si enterraría a Cristina allí, o bien en la iglesia de San Gregorio, donde estaban sus padres.

¡Ah! Durante su angustia perdía el aliento. Detrás de él se extendía una vida de recuerdos que esquivaba por cobardía. Esta noche volvían a aparecérsele. En la rutina cotidiana, podía, en cierto modo, olvidar; pero lo que no podía evitar era que reapareciese en los momentos en que su valor parecía haberle sido robado por arte de magia.

Los días de Haugen… Había tenido la suerte de olvidarlos casi completamente en la vida habitual. No había regresado a Haugen desde la noche en que se había marchado, y no había vuelto a ver a Bjoern, a quien temía encontrar. Y ahora recordaba lo que Munan le había contado: que regresaban. Había tan mal concepto de Haugen que los pabellones quedaban desiertos porque la gente se negaba a vivir en ellos aunque les dieran la granja por nada.

Bjoern Gunnarssoen tenía una clase de valor del que Erlend se sentía incapaz. Su mano no había temblado cuando había matado a su esposa de una puñalada en pleno corazón, según Munan.

En invierno se cumplirían dos años de la muerte de Bjoern y de Dama Aashild. Durante una semana la gente no había visto salir humo de los pabellones Haugen; entonces alguien había hecho acopio de valor para ir hasta allí. Micer Bjoern yacía en su lecho degollado; en sus brazos el cadáver de su esposa. En el suelo, delante de la cama, se veía el puñal ensangrentado.

Todo el mundo había comprendido lo ocurrido; pero Munan Baardssoen y su hermano le habían hecho enterrar en tierra sagrada; el crimen podía ser obra de algún bandido, se había dicho. No obstante, el arca que contenía la fortuna de Bjoern y Aashild estaba intacta. Los ratones y las ratas no habían tocado los cadáveres; claro que no había tales bichos en Haugen, pero la gente vio en ello una clara señal de la brujería de Dama Aashild.

Munan Baardssoen había sentido mucho la muerte de su madre. Inmediatamente después salió en peregrinación hacia Santiago de Compostela.

Erlend recordaba la mañana de la muerte de su propia madre. Estaban anclados en el estrecho de Moldoey; pero la niebla era tan densa y blanca, que sólo veían a intervalos la muralla de montañas que se alzaban ante ellos. Cuando la barca regresó a tierra con el sacerdote, el ruido sordo repercutió como un eco semiahogado. Estaba en la proa de su barco y les veía alejarse a remo. Todo cuanto tocaba estaba húmedo de la niebla; la humedad caía de su cabello y de sus ropas; el sacerdote que había mandado llamar y su compañero estaban sentados en un extremo de la barca con los hombros inclinados sobre los vasos sagrados que sostenían sobre sus rodillas. Parecían milanos bajo la lluvia. El chapoteo del remo, el roce de los estribos y los ecos que devolvía la montaña continuaban su ruido sordo mucho después de que la barca fuera tragada por la niebla.

Entonces también él había prometido ir en peregrinación. Sólo había tenido una idea: quería volver a ver el rostro dulce y encantador de su madre tal como había sido antes, con su tez delicada de color dorado. Ahora estaba muerta allí, con el rostro desfigurado por terribles heridas, de las que escapaban gotas de supuración, como si tratara de sonreírle.

No fue culpa suya la forma en que su padre le había tratado, ni que se hubiera visto obligado a reunirse con un desterrado como él. Luego había apartado la idea de la peregrinación de su cabeza y no había vuelto a pensar más en su madre. Había sufrido mucho en esta tierra; pero, sin duda, estaba ahora en un lugar donde disfrutaba de paz, mientras que él no había tenido paz precisamente cuando volvió a vivir con Eline.

¡Paz! Una sola vez la había encontrado en esta tierra, y fue la noche en que estaba sentado detrás de la cerca de piedra, en el lindero del bosque, en Hofvin, con Cristina en brazos dormida con un sueño infantil, tranquilo, plácido, ininterrumpido. No había esperado mucho para violentarla. Y después ya no fue paz lo que sintió a su lado; tampoco era paz lo que sentía ahora. Y, no obstante, veía que todos los demás encontraban paz en su hogar al lado de su joven esposa.

Ya sólo aspiraba a marcharse en pos de aventuras. Aspiraba furiosamente, desesperadamente, a vivir en medio de los arrecifes, sobre aquel mar embravecido que baña las tierras del norte, en aquella costa interminable y en aquellos fiordos imponentes que podrían encubrir todas las emboscadas y fraudes del universo, en medio de aquellas poblaciones de las que sólo conocía un poco la lengua, los hechizos, su inconstancia y su astucia en la guerra y en el mar, inmerso en el ruido de sus propias armas y de las armas de sus hombres.

Erlend terminó por dormirse. Luego despertó. ¿Qué había soñado? ¡Ah, sí! Se encontraba en una cama con dos laponas morenas, una a cada lado. Aquella aventura medio olvidada le había ocurrido estando en el norte con Gissur, una noche alocada en que ambos estaban borrachos e inconscientes. De la aventura sólo recordaba el acre olor a bestia salvaje de aquellas mujeres.

Y ahora estaba con su hijo enfermo en brazos y soñando esas cosas. Tuvo tanto miedo de sí mismo, que no se atrevió a echarse por temor de volverse a dormir. Tampoco tenía valor para acostarse sin dormir. Decididamente su sino era de lo más miserable. Aterrorizado, angustiado, permanecía tendido sin hacer ningún movimiento, oyendo los latidos de su corazón en el pecho, esperando que, con el nacimiento del día, se desvanecieran sus pesadillas.

Persuadió a Cristina para que el día siguiente lo pasara en la cama. Le parecía que no soportaría ver cómo se arrastraba a su lado, acariciándole la mano. Sus brazos habían sido preciosos, esbeltos, pero tan redondeados que sus huesos finos no se percibían. Ahora sobresalían como nudos en los brazos enflaquecidos y en el interior del brazo la piel era de un blanco enfermizo.

Fuera silbaba el viento y la lluvia arreciaba de tal modo que se oía como un crepitar en la vertiente de la montaña. Al regresar Erlend, a la caída del día, del cuarto de los caballeros, oyó gritar y llorar a Gaute en el patio. En el estrecho callejón que había entre dos pabellones encontró a sus tres hijos sentados de lleno bajo la gotera del tejado. Naakkve sujetaba con ambas manos al más pequeño, mientras que Bjoergulf intentaba, con amenazas, hacerle tragar un gusano… tenía la mano llena de gusanos de un color rosado, que se retorcían y entrelazaban.

Los niños adoptaron aires de arrepentimiento durante el sermón del padre. Dijeron que Aan, el viejo, les había contado que Gaute pondría mejor los dientes si conseguían hacerle morder un gusano vivo.

Los tres estaban mojados de pies a cabeza. Erlend llamó iracundo a las criadas de los niños…, llegaron en tropel, una del cuarto del servicio y otra del establo. Su amo las cubrió de injurias, cogió a Gaute del brazo como si fuera un cerdito y mandó a los otros por delante hacia la sala grande.

Poco después, los niños estaban secos y contentos vestidos con sus ropas de fiesta, colocados en fila sobre un banquillo delante de la cama de su madre. El padre había enviado a rodar un taburete de un puntapié, había gritado y protestado, acabando por estrechar contra sí y sonreír a los pequeños para calmar lo que podía quedar en él de la pesadilla de la noche. La madre también sonreía feliz al ver a Erlend jugando con los niños. Había, les contó, una bruja lapona que contaba doscientos años y estaba tan delgada que no abultaba más «que así». La guardaba en una bolsa de cuero, en el gran cofre que se encontraba en la despensa de sus barcos. Y ya lo creo que comía. Todas las Nochebuenas un muslo de cristiano… aquello le bastaba para un año. Y si no se portaban bien y no se estaban quietos, si no dejaban de atormentar a su madre que estaba enferma, también ellos irían a parar al saco de cuero.

—Mamá está enferma porque espera a nuestra hermanita —aseguró Naakkve como aquel que sabe de qué se trata.

Erlend tiró al niño de las orejas y lo sentó sobre sus rodillas.

—Sí…, y cuando haya nacido vuestra hermana, diré a mi preciosa bruja que os hechice a los tres y entonces os volveréis osos blancos y andaréis por el bosque, pero mi hija, en cambio, heredará todo cuanto poseo.

Los niños gritaron y se encaramaron sobre la cama de su madre. Gaute, que no había entendido nada, gritaba igualmente fuerte y también él se encaramaba para no ser menos que sus hermanos. Cristina se quejaba… no debía hacerles aquellas bromas crueles. Pero Naakkve volvió dando traspiés; con risas y gritos corrió hacia su padre, se colgó de su cinturón y mordió, exaltado, las manos de Erlend.

Tampoco esta vez tuvo Erlend la hija que tanto deseaba. Cristina le dio dos hijos magníficos, que casi le costaron la vida.

Erlend los mandó bautizar, uno en recuerdo de Ivar Gjesling, otro en memoria del rey Skule. El nombre de este no se había repetido aún en la familia. Dama Ragnfrid había dicho que su padre era un mal hombre y que por esta razón su nombre no debía reaparecer. Pero Erlend juró que ninguno de sus hijos llevaba un nombre tan arrogante como el de su benjamín.

El otoño estaba ya muy avanzado cuando Erlend se puso en camino hacia el norte, tan pronto como Cristina salió de peligro. En el fondo de su corazón se decía que era mejor irse antes de que Cristina se levantara nuevamente de la cama. Cinco hijos en cinco años era tal vez suficiente, y no tenía por qué temer que muriera de parto mientras estuviera allá lejos, en Vargoey.

Comprendía que Cristina pensaba casi lo mismo. Ya no protestaba de que volviera a dejarla. Había aceptado a cada uno de sus hijos como un don de Dios, y sus sufrimientos como una prueba que debía soportar sin quejarse. Pero esta vez había padecido de tal modo, que Erlend comprendía que todo su valor la había abandonado. Estaba acostada, con el rostro amarillo como la cera, mirando a los dos paquetes de pañales que tenía al lado, y esta vez su mirada no parecía tan feliz como las otras veces.

Erlend, sentado a su lado, repasaba mentalmente su viaje hacia el norte. La travesía sería dura, sin duda, en aquella época, y sería magnífico estar allí arriba cuando la larga noche del invierno. Lo deseaba de modo indecible. Esta última angustia respecto a su mujer había destrozado todo el temple de su alma: se abandonaba pasivamente al deseo que lo arrastraba lejos de su hogar.