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El año siguiente, al acabarse las fiestas de Navidad, Cristina Lavransdatter y Orm Erlendssoen llegaron inesperadamente a casa de Gunnulf, en la ciudad.
El viento, la nieve y la lluvia habían batido con fuerza hasta la hora de cenar y, al caer la tarde, aquello se transformó en una tormenta de nieve. Ambos estaban completamente blancos cuando entraron en la casa donde el sacerdote estaba cenando con sus comensales.
Gunnulf preguntó asustado si ocurría algo en Husaby. Cristina sacudió negativamente la cabeza. Contestó a las preguntas de su cuñado diciendo que Erlend había ido a un festín, a Gelmin, pero que ella se había sentido tan cansada que no se había decidido a acompañarle.
El sacerdote tuvo en cuenta que habían hecho a caballo todo el camino, hasta la ciudad, y que los animales de Orm y de Cristina estaban extenuados; hacia el final del trayecto se habían abierto camino a duras penas por entre los montones de nieve. Gunnulf mandó a sus dos sirvientas en busca de ropas secas para Cristina. Eran estas su nodriza y la hermana de la misma, no había otras mujeres en la casa del sacerdote. Él se ocupó personalmente de su sobrino. Orm le contó:
—Creo que Cristina está enferma. Se lo dije a mi padre, pero se enfadó.
»En estos últimos tiempos parecía estar fuera de sí —siguió el niño.
Ignoraba la razón. No podía recordar si fue a él o a ella a quien se le había ocurrido la idea de visitar a Gunnulf… ¡A ver! Ella había empezado a decir que tenía ganas de volver a ver la iglesia de Cristo, entonces él había contestado que la acompañaría gustoso. Aquella misma mañana, después de que su padre había salido a caballo, Cristina dijo que quería marcharse. Orm había obedecido aunque el tiempo le parecía amenazador; pero le resultaba imposible sostener la mirada de Cristina.
Gunnulf pensó que tampoco podía sostenerla él… cuando regresó Cristina. Estaba espantosamente delgada dentro del traje negro de Ingrid; su rostro estaba pálido como la cal y sus ojos hundidos cercados de azul oscuro; su mirada era extraña y negra.
Hacía más de tres meses que Gunnulf no la veía; es decir, desde que fue a Husaby para la fiesta del nacimiento del niño. Entonces, arreglada y sentada en la cama, tenía buen aspecto y le había asegurado que se encontraba bien. El parto había sido fácil. Se había opuesto cuando Ragnfrid Ivarsdatter y Erlend decidieron confiar al niño a una nodriza. Cristina lloró y suplicó que la dejaran criar a Bjoergulf. Este segundo hijo recibió, en efecto, el nombre del padre de Lavrans.
El sacerdote preguntó ante todo por Bjoergulf. Sabía que a Cristina no le gustaba la nodriza que habían buscado para el niño. Contestó que el pequeño estaba bien y que Frida le quería y le cuidaba mejor de lo que podía esperarse.
—¿Y Naakkve? —preguntó el tío—. ¿Sigue tan hermoso?
La madre esbozó una ligera sonrisa. Naakkve estaba cada día más guapo. No, aún no decía gran cosa, pero en todo estaba más adelantado que otros niños de su edad, y estaba además muy crecido; nadie hubiera dicho que tenía apenas dos años; lo mismo opinaba Dama Gunna…
Después Cristina volvió a enfrascarse en sus pensamientos. Gunnulf les miraba a los dos, cuñada y sobrino, sentados junto a él. Tenían un aspecto tan cansado y tan triste que sólo viéndolos se le encogía el corazón.
Orm, ahora, parecía estar siempre melancólico. Tenía quince años y habría sido un valioso escudero de no tener un aspecto tan frágil y tan débil. Era casi tan alto como su padre, aunque demasiado flaco, con los hombros estrechos. También su rostro era muy parecido al de Erlend, pero tenía los ojos de un azul más oscuro y la boca, sombreada por el primer vello de la barba, más pequeña y menos firme. La mantenía siempre cerrada, con un rictus de tristeza en las comisuras. Todo en su aspecto, hasta el cuello delgado y moreno bajo la cabellera negra y rizada, daba una impresión de dolor, mientras comía, ligeramente inclinado hacia delante.
Era la primera vez que Cristina se sentaba y comía acompañada por su cuñado en la casa de él. El año anterior había ido con Erlend a la ciudad para la asamblea de primavera y se habían alojado en esta casa que Gunnulf había heredado de su padre; sin embargo, en aquella época, el sacerdote vivía en casa de los Hermanos Cruzados como suplente de uno de los canónigos. Ahora el reverendo Gunnulf era capellán de la parroquia de Steine, pero había confiado ese trabajo a un ayudante y vigilaba, en cambio, el trabajo de copias de libros para las iglesias del arzobispo durante la enfermedad del chantre, Micer Eirik Finnssoen. Era así como podía vivir en su propia casa.
La gran sala era un poco distinta de las que Cristina conocía. La casa estaba construida en madera, pero en medio del muro de levante, cuya punta formaba el remate triangular que sostenía el tejado, había mandado construir una gran chimenea de ladrillos, como las que había visto en los países del sur. Sobre los morillos de hierro forjado ardían alegremente los troncos. La mesa estaba ante uno de los muros, y delante de la pared de enfrente había bancos y planchas para escribir. A los pies de una imagen de la Virgen ardía una lamparita de metal dorado y a su lado se alineaban anaqueles con libros.
La casa le parecía extraña; extraño también su cuñado ahora que le veía sentado en la mesa con el personal de su casa, pasantes o servidores, todos ellos con un aire ligeramente eclesiástico. Había también pobres: unos viejos y un muchacho de párpados enrojecidos, finos como una membrana, adheridos a unas órbitas vacías. En el banco de las mujeres, al lado de las dos sirvientas viejas, se sentaban una mujer joven con un niño de dos años sobre el regazo; tragaba la comida con glotonería y llenaba de tal modo la boca del niño que parecía que sus mejillas iban a estallar de un momento a otro.
En verdad todos los sacerdotes de la iglesia de Cristo daban a los pobres la comida de la noche, pero Cristina había oído decir que solían ir menos a casa de Gunnulf Nikulaussoen que a las de los demás, aunque les hiciera sentarse con él en la gran sala y los tratara como invitados de honor… o tal vez precisamente por esto. Comían lo mismo que él y bebían cerveza del mismo barril. Por ello iban a su casa cuando sentían la necesidad de comer carne, de lo contrario preferían ir a casa de los demás sacerdotes, donde se les servían las gachas habituales y una cerveza ligera en el pabellón de la cocina.
Tan pronto el pasante se disponía a dar comienzo a la lectura después de la comida, los pobres deseaban marcharse. Gunnulf habló con dureza a cada uno de ellos, preguntándoles si deseaban un cobijo en su casa para la noche o si necesitaban algo más, pero el muchacho ciego fue el único que se quedó. La joven del niño preguntó reservadamente al sacerdote si podía quedarse para evitar sacar al niño en plena noche, pero luego balbució unas palabras de excusa y se marchó. Gunnulf rogó a uno de sus servidores que procurara que Arnstein, el ciego, tuviera cerveza y una buena cama en la sala común. Luego se cubrió con un grueso abrigo con capucha.
—Estaréis cansados, Orm y Cristina, y querréis descansar. Audhild se ocupará de vosotros. Me figuro que a mi regreso de la iglesia estaréis dormidos.
Cristina le pidió permiso para acompañarle.
—Sólo he venido para eso —dijo dirigiendo a Gunnulf una mirada desesperada. Ingrid le prestó entonces un abrigo seco y Orm y ella se sumaron al pequeño grupo que salió de la casa del sacerdote.
Las campanas se oían como si estuvieran sobre sus cabezas, arriba, en el cielo negro; la distancia hasta la iglesia era corta. Caminaban con dificultad sobre la nieve recién caída, profunda y húmeda. La noche era tranquila; de vez en cuando un copo de nieve caía brillando débilmente en la oscuridad.
Cristina, mortalmente cansada, quiso apoyarse en una columna que vio cerca de ella, pero la frialdad de la piedra la heló. De pie en la iglesia en tinieblas miró fijamente las luces del coro. No podía ver a Gunnulf allá arriba, pero estaba sentado entre los sacerdotes, con su vela al lado del libro de oraciones. No, de todos modos no podría hablarle.
Le pareció que aquella noche no encontraría ayuda en ninguna parte. En casa, Sira Eiliv le reprochaba tomarse demasiado en serio sus pecados; decía que era una tendencia orgullosa, que se aplicara a la oración y a las obras buenas y le quedaría menos tiempo para pensar en sí misma.
—El demonio no es tan tonto que no se dé cuenta; dejará de ser dueño de tu alma; renunciará a tentarte…
Oyó cantar las letanías y le recordó la iglesia de las monjas de Oslo. También ella había unido su voz juvenil a los cánticos, mientras que Erlend esperaba al fondo de la nave, embozado hasta los ojos, al tiempo que ambos pensaban solamente en los placeres de una entrevista clandestina.
Había justificado aquel gran amor pagano pensando que no podía ser un pecado tan horrible. No tenían fuerzas contra aquello, y no estaban casados: era, sobre todo, una infracción de las leyes humanas. Él quería deshacerse precisamente de una vida de pecado y ella creía que encontraría más fuerza para liberarse de la antigua tara cuando pusiera su vida, su honor y su felicidad en manos de Erlend.
La última vez que se había arrodillado en aquella iglesia, había comprendido perfectamente que al decirse todas aquellas cosas no buscaba sino engañar a Dios con mentiras y artificios. Si había mandamientos que no habían infringido o pecados que no habían cometido, lo debían no a su voluntad sino a su buena suerte. Si cuando conoció a Erlend hubiera sido la esposa de otro, no hubiera pensado más en la salud moral y en el honor de su marido que la otra mujer a quien tan despiadadamente había condenado. No había nada, según creía, a lo que se habría resistido en su pasión frenética y en su desespero. El amor había templado su voluntad hasta hacerla cortante y dura como un puñal, dispuesta a cortar todos los lazos de parentesco, de fe cristiana, de honor. No había quedado en ella más que la sed ardiente de verlo, de estar junto a él, de abrir sus labios al contacto de su boca candente, y su pecho al placer delicioso y mortal que él le había hecho conocer.
¡Oh, no! El diablo no podía estar tan seguro de que su alma se le hubiera escapado. Pero cuando se encontró allí, abrumada de dolor por sus pecados, por la dureza de su corazón, por su vida impura y la ceguera de su alma, sintió cómo el santo rey la tomaba al cobijo protector de su capa. La había cogido con su mano firme y cálida, le había indicado la luz que es el manantial de toda fuerza y de toda santidad. Con san Olav había levantado la vista hasta el Dios crucificado.
—Mira, Cristina, el amor de Dios…
Sí, había empezado a comprender el amor y la paciencia de Dios. Pero luego había vuelto a apartarse de la luz, y había cerrado su corazón y ahora sólo quedaba en su alma impaciencia, ira y temor.
Era miserable, miserable. Como mujer que era, había comprendido que debería soportar duras pruebas antes de curar su sequedad de corazón. Y no obstante, era tan poco paciente que tenía la impresión de que su corazón se partiría bajo el peso de sus penas. Eran penas pequeñas, pero eran tantas… y tenía tan poca paciencia…
Veía la silueta alta y esbelta de su hijastro destacándose en la nave de los hombres.
No podía evitarlo. Quería a Orm como si hubiera sido su propio hijo, pero le resultaba imposible sentir afecto por Margret. Había hecho grandes esfuerzos para conseguir amar a aquella niña desde el día del invierno pasado en que Ulf Haldorssoen había llegado con ella a Husaby. Juzgaba espantoso sentir tal aversión y tal ira contra una niña de nueve años. Sabía que aquello se debía, en parte, a que la niña fuera tan sorprendentemente parecida a la madre. No comprendía a Erlend: sólo estaba orgulloso de que su hija de rizos rubios y ojos oscuros fuera tan bonita, pero la niña no parecía despertar en él sentimientos dolorosos. Era como si Erlend hubiera olvidado todo lo que se refería a la madre de aquellas criaturas. Pero no era sólo porque Margret se pareciera a la otra por lo que Cristina sentía aversión por su hijastra. Margret no soportaba que nadie intentara enseñarle algo, era orgullosa y mala con el servicio, con su padre era falsa, y fingía una dulzura exagerada. No le quería como le quería Orm; cuando se acercaba a Erlend con mimos y caricias era siempre con la intención de conseguir algo. Erlend la cubría de regalos y cedía siempre a sus caprichos. Cristina se dio cuenta de que Orm tampoco quería a su hermana.
Le dolía sentirse dura y mala hasta el extremo de no poder ver sin impaciencia e irritación todo cuanto hacía Margret. Pero le resultaba mucho más penoso ser testigo de las perpetuas discusiones entre Erlend y su hijo mayor. Sufría tanto más cuanto que comprendía que su marido, en el fondo, amaba infinitamente a Orm. Se mostraba injusto y violento para con el niño porque no sabía a qué santo encomendarse para que le iluminara sobre la forma de asegurar el porvenir de su hijo. Había dado granja y ganado a sus bastardos, pero la sola idea de que Orm tuviera que ser un campesino le parecía inconcebible. Erlend renunció a ello al darse cuenta de lo delicado y débil que era su hijo. Entonces se lo llevó consigo horas y horas para adiestrarlo en el manejo de pesadas armas que el chiquillo era incapaz de manejar, le obligó a beber, alguna noche, hasta enfermar, lo agotó con cacerías peligrosas y extenuantes. Y, entre tanto, Cristina veía a Erlend angustiado; a veces le notaba la desesperación al ver que su hijo, hermoso y elegante, habría debido ocupar el único lugar que su nacimiento le hacía imposible. También sabía Cristina de la falta de paciencia de Erlend cuando sentía inquietud o compasión hacia alguien que le era querido.
Vio que Orm también se daba cuenta y comprendió que el alma del niño se debatía entre el amor y el orgullo que le inspiraba su padre y el desprecio por el desequilibrio del hombre, cuando Erlend se vengaba en su hijo de unas preocupaciones de las que él sólo era responsable. Y Orm se refugiaba entonces en su joven madrastra; a su lado recobraba el aliento y sentía su alma más libre. Cuando estaba solo con ella podía reír y bromear… tranquilamente, a placer. Pero aquello no gustaba a Erlend… parecía como si sospechara que ambos fueran a juzgar su conducta.
En verdad todo era difícil para Erlend; no era, pues, extraño que tuviera el corazón destrozado respecto a sus hijos. Sin embargo…
Se estremeció dolorosamente al pensarlo.
La semana anterior habían tenido la casa llena de invitados. Erlend acababa de hacer habitable el desván que había sobre el cuarto y el vestíbulo cuando llegó Margret a Husaby. Iba a ser su cuarto de jovencita, dijo, y allí dormía acompañada de la doncella que su padre había nombrado para estar con ella y servirla; allí también dormía Frida con Bjoergulf. Pero como por Navidad tuvieron tantos invitados, Cristina había preparado aquel cuarto para los jóvenes; las dos sirvientas y el bebé dormían en el pabellón de las sirvientas. Pensando, con razón, que a Erlend no le gustaría que enviara a Margret a dormir con el servicio, había preparado para ella uno de los bancos del vestíbulo donde dormían las mujeres y las jóvenes. Margret protestaba siempre a la hora de levantarse. Aquella mañana Cristina la había despertado varias veces, pero siempre se había vuelto a acostar y dormía aún mucho después de que todas las demás se hubieran levantado. Cristina quería que el vestíbulo quedara vacío y en orden; había que servir allí el desayuno a los invitados; acabó, pues, perdiendo la paciencia y quitó de un tirón las almohadas y la cubierta de Margret. No obstante, al ver a la niña acostada completamente desnuda sobre la cubierta de piel le había echado encima el abrigo que llevaba sobre los hombros. Era una prenda sencilla de estameña sin teñir, que se ponía sólo para ir de un pabellón al otro y también después de terminar el trabajo de casa.
En aquel preciso instante llegó Erlend. Dormía en una bodega con algunos hombres porque Dama Gunna dormía con Cristina en la cama conyugal. Esto le puso furioso. Cogió a Cristina del brazo con tal violencia que las marcas de los dedos se le quedaron grabadas en la carne.
—¿Crees acaso que mi hija puede dormir entre la paja y la estameña? Claro, Margret es hija mía, no tuya. Lo que no consideras bueno para tus hijos lo es para ella. Pero como has ultrajado a esta niña inocente y débil en presencia de estas mujeres, hay que ofrecerle una reparación a la vista de las mismas mujeres. Extiende sobre Margret lo que le has arrebatado…
Es preciso decir que Erlend se había emborrachado la víspera y que en estos casos estaba siempre de mal humor a la mañana siguiente. Se figuraba que las mujeres murmuraban al ver a los hijos de Eline. Su opinión le hería dolorosamente. Aunque de todos modos…
Cristina había intentado hablar del asunto con Sira Eiliv, pero este no podía ayudarla. Gunnulf le había dicho que los pecados que había confesado y expiado antes de que Eiliv Serkssoen fuera sacerdote de su parroquia era innecesario repetirlos… a menos que considerara oportuno hacérselos conocer para que pudiera juzgar sus actos y aconsejarla. No había podido decidirse a contarle muchas de las cosas aunque comprendía que de aquel modo pasaba por una mujer mucho mejor de lo que era ante los ojos de Sira Eiliv. Pero era muy beneficiosa para ella la amistad de aquel hombre de corazón excelente y puro. Erlend le hacía bromas a este respecto, pero en verdad Sira Eiliv era para ella un manantial de consuelos. Con él podía hablar cuanto quisiera de sus hijos. Todas las pequeñas cosas que hacían huir a Erlend, el sacerdote las discutía de buen grado. Se llevaba muy bien con los niños y comprendía sus pequeños problemas y enfermedades.
Erlend se reía cuando la veía ir personalmente al pabellón de la cocina para preparar las golosinas que mandaba luego a la casa del sacerdote. Hay que decir que a Sira Eiliv le gustaba beber y comer bien. Cristina disfrutaba con aquella ocupación y le encantaba poner en práctica lo que había aprendido en casa con su madre o había visto hacer en el convento. A Erlend le dejaba indiferente lo que comía con tal de que dieran carne los días que no eran de abstinencia. Sira Eiliv, por el contrario, iba a hablar, a agradecer, a ensalzar la habilidad de Cristina, cuando esta le había mandado perdices de nieve envueltas en tocino dulce y bien asadas, o un plato de lenguas de reno cocidas con vino de Francia y miel. Luego le daba consejos para su jardín y le proporcionaba plantas de Tautra, donde su hermano era fraile del convento de San Olav, y cuyo prior era uno de sus amigos. Le leía y además sabía contar tan bien todas las bellas cosas que ocurrían por el mundo…
Pero precisamente porque era un hombre tan bueno y tan creyente, Cristina encontraba difícil hablarle del mal que veía en su propio corazón. Cuando le había confesado su amargura por la actitud de Erlend después de su riña con Margret, él le había recomendado que fuera paciente con su marido. Pero a su entender, el único culpable era Erlend al dirigir a su esposa palabras tan injustas —Cristina opinaba lo mismo— delante de gente extraña. No obstante, en el fondo de su corazón, experimentaba un sentimiento de complicidad que no podía explicarse y que le proporcionaba un profundo dolor.
Cristina levantó los ojos hacia la custodia cuyo oro mate brillaba en la semioscuridad del altar mayor. Volvía a aquella iglesia con la esperanza confiada de que ocurriría algo, de que la esperaba una redención. De nuevo un manantial vivo nacería en su corazón y arrastraría toda aquella inquietud, aquella angustia, aquella amargura, aquella turbación que la embargaba.
Pero no había nadie que se mostrara paciente con ella esta noche. ¿No se te ha enseñado ya, Cristina, a poner en claro tu propio sentimiento de justicia a la luz de la justicia de Dios, a elevar tu amor pagano y egoísta a la luz del amor divino? Entonces es que no quieres aprenderlo, Cristina.
La última vez que se había arrodillado allí, llevaba a Naakkve en brazos. ¡La boquita cogida a su pecho calentaba tan bien su corazón! Era como una cera blanda, fácil de modelar para el amor celestial. Tenía a Naakkve, en verdad; andaba por el zaguán de la casa, tan cariñoso, tan tierno, que el corazón le saltaba en el pecho por el solo hecho de pensar en él. La cabellera sedosa y rizada del niño empezaba a oscurecerse; sería moreno como su padre. Estaba lleno de vida y de inteligencia. Con viejas mantas de piel le hacían animales; los tiraba y corría tras ellos luchando con los perros jóvenes. El juego terminaba frecuentemente con la caída del oso de piel en el fuego del hogar donde ardía en medio de una humareda y de una peste espantosa. Naakkve se quedaba chillando, saltando, pataleando, escondiendo la cabeza en el regazo de su madre; así acababan casi siempre sus aventuras. Las sirvientas se disputaban sus amabilidades, los hombres lo cogían en brazos y lo echaban al aire cuando entraban en la casa de los amos. Si el chiquillo veía a Ulf Haldorssoen, corría tras él y se le colgaba de las piernas…; Ulf se lo había llevado alguna vez a los pabellones de la granja. Erlend tendía a su hijo sus manos enlazadas, y lo sentaba un momento sobre sus hombros; pero en Husaby era el padre el que menos caso hacía al niño. Sin embargo, amaba a Naakkve. Erlend era feliz ahora por tener dos hijos legítimos.
A la madre se le encogió el corazón: le habían quitado a Bjoergulf. Gemía cuando quería tomarlo en brazos, y Frida le daba inmediatamente el pecho; la nodriza velaba celosamente sobre el niño. ¡Ah, pero no abandonaría al próximo hijo, no! Su madre y Erlend habían dicho que había que cuidarla en adelante y le habían arrebatado a su hijo recién nacido para entregárselo a otra mujer. Sentía casi una alegría vindicativa al pensar que todo, o casi todo lo que habían obtenido, era poder esperar a su tercer hijo antes de que Bjoergulf cumpliera los once meses.
Cristina no se atrevía a tocar la cuestión ante Sira Eiliv. Creería, sin duda, que lo único que la irritaba era volver a lo mismo. Pero no era eso.
Había regresado de su peregrinación con el alma llena de un profundo horror. Jamás volvería a dejarse dominar por aquel estado de ánimo salvaje. Hasta el final de verano se había quedado sola con su hijo en la gran sala, ocupada en reflexionar sobre las palabras del arzobispo y las advertencias de Gunnulf, diligente en sus oraciones y penitencias, asidua en el trabajo de levantar aquella granja hasta entonces abandonada, ganarse a sus gentes con bondad y preocupación por el bienestar de todos, dispuesta con ardor a servir a cuantos la rodeaban hasta donde podían llegar sus manos y su autoridad. Una paz fresca y vivificante descendía hasta ella. En sus pensamientos encontraba un apoyo en su padre, un apoyo en sus oraciones a los santos varones y mujeres cuyas vidas le leía Sira Eiliv; meditaba también sobre su firmeza y su valor. Conmovida de felicidad y agradecimiento, recordaba a fray Edvin que se le había aparecido una noche a la luz de la luna. Sí, había entendido su mensaje al verle sonreír con dulzura mientras colgaba su guante en el rayo de luna. Si conseguía tener fe suficiente, llegaría a ser una mujer buena.
Una vez transcurrido el primer año de su matrimonio, tuvo que volver junto a su marido. Se consolaba cuando sentía incertidumbre; el propio arzobispo le había recomendado que buscara la felicidad en la vida en común con su marido. Y por ello se aplicaba celosamente en garantizar el bienestar y el honor de su esposo. Erlend le había dicho: «Una cosa es cierta, Cristina; has devuelto el honor a Husaby». La gente le demostraba bondad y consideración… todos parecían dispuestos a olvidar que su boda había sido algo precipitada. Cuando las mujeres se reunían le pedían consejo; alababan el orden de su casa, la llamaban para acompañar a las novias y ayudar a las mujeres enfermas o parturientas de las grandes granjas; nadie le hacía sentir que era joven, inexperta y recién llegada en las aldeas. El servicio permanecía hasta tarde en el zaguán, lo mismo que en su casa, en Joerungaard… Todos tenían algo que pedir a la madre de familia. Estaba como deslumbrada al notar que la gente le demostraba tanta cordialidad y que Erlend estaba orgulloso de ella.
Luego Erlend tuvo que ocuparse del reclutamiento de tripulaciones en los distritos del sur del fiordo. Hacía sus rondas a caballo y en barco, ocupado con la gente que venía a verle y las cartas que tenía que mandar. Era tan joven, tan guapo, tan alegre; la apatía, la tristeza, que había visto pesar sobre él con tanta frecuencia en otros tiempos, parecían haberse desvanecido. Tenía el brillo del amanecer. Ahora disponía de poco tiempo para dedicárselo a su mujer, pero ella se volvía maliciosa y traviesa cuando le veía acercarse con una sonrisa y la mirada ardiente de un conquistador de mujeres.
Se había conformado en su conducta con Erlend a la carta que había llegado de Munan Baardssoen. El caballero no había asistido personalmente a la asamblea de la guardia real, pero ridiculizaba todos los acuerdos tomados y, en particular, consideraba divertido que Erling Vidkunssoen hubiera sido nombrado teniente general del reino. Primeramente se había otorgado títulos él solo; ahora quería que también los demás le llamaran Gran Senescal. Munan hablaba asimismo del padre de Cristina: «El lobo de Sil se ha escondido bajo un peñasco y permanece tranquilo. Quiero decir con esto que tu suegro ha ido a casa de los Hermanos de San Lavrans y no ha dejado oír su voz en las reuniones donde se ha discutido. Tenía en su poder cartas que llevaban el sello de Micer Erngisle y de Micer Karl Turesson; si no están rotas aún es que el pergamino es más resistente que las suelas del diablo. Debes igualmente saber que Lavrans ha entregado ocho marcos al convento de las monjas. Habrá comprendido probablemente que Cristina se aburrió menos de lo que hubiera sido decente esperar…».
Al leer aquello, Cristina sintió una mordedura de dolor y de vergüenza, pero acabó riéndose de todo ello con Erlend. El invierno y la primavera habían transcurrido para ella en una embriaguez de alegría y felicidad a despecho de alguna tormenta respecto a Orm. Erlend no sabía si debía o no llevar al niño consigo hacia el norte. Todo terminó en una explosión por Pascua. Una noche Erlend se echó a llorar en los brazos de Cristina: no se atrevía a llevar al niño a bordo con él; temía que Orm fuera incapaz de comportarse debidamente en una expedición guerrera. Ella encontró las palabras justas para consolarle y consolarse… y respecto al niño, este crecería, sin duda, y se haría más fuerte con los años.
El día en que salió con Erlend hacia las arenas de Birgsi, no había experimentado ni temor ni aflicción. Iba como ensimismada con Erlend y con la alegría y el orgullo de Erlend.
Ignoraba por entonces que esperaba a su segundo hijo. Cuando se sintió enferma atribuyó su malestar al ruido que hacía Erlend y al desorden y francachelas con que había llenado la casa; también lo atribuyó a Naakkve, que mamaba hasta agotarla. Al sentir que una nueva vida se movía dentro de ella, se había puesto… ¡Había sido tan feliz durante el invierno! ¡Feliz al poder ir por las villas y aldeas con su guapo y arrogante marido, y al sentirse ella joven y guapa a su vez! Había pensado destetar a su hijo en otoño; resultaba pesadísimo llevarles a él y a su niñera a todas partes dondequiera que fueran. Estaba segura de que en aquella guerra contra los rusos Erlend demostraría que servía para algo más que para arruinar bienes y nombre. No, aquel embarazo no la alegraba y así se lo había dicho a Sira Eiliv. El sacerdote la había reprendido por sus sentimientos de mundanidad poco cristiana. Y durante todo el verano se había esforzado por estar contenta y dar gracias a Dios por el nuevo hijo que iba a traer al mundo y por las buenas noticias que recibía sobre la conducta valerosa de Erlend en el norte.
Erlend regresó a su hogar por San Miguel. Cristina comprendió que el próximo acontecimiento no le gustaba. Así se lo había dicho aquella misma noche:
—Cuando fuiste mía, creí que iba a ser como si celebráramos la Navidad todos los días. Pero esto está empezando a parecerme algo así como un ayuno prolongado.
Todas las veces que recordaba aquello, la sangre se le subía al rostro, tan ardiente como la noche en que se había separado de él, sombría y sin una lágrima. Erlend se había esforzado por borrar aquella mala impresión con su ternura y bondad. Pero era inútil. El fuego interior que todas sus lágrimas de arrepentimiento no habían podido apagar, ni su temor al pecado ahogar… Le parecía como si Erlend se ensañara en pisotearlo al pronunciar semejantes palabras.
Muy entrada la noche, Gunnulf, Cristina y Orm se sentaron cerca de la chimenea de la casa de aquel. Al borde del hogar se había dispuesto una jarra de vino y unos vasos. Micer Gunnulf había dado a entender repetidas veces que sus invitados debían irse a descansar. Pero Cristina pidió que la dejara quedarse.
—¿Recuerdas, cuñado —le preguntó—, que el sacerdote de mi casa me había aconsejado entrar en el convento si mi padre no consentía mi boda con Erlend?
Involuntariamente Gunnulf miró a Orm, pero Cristina dijo con una pálida sonrisa:
—¿Crees que este muchacho tan mayor ignora que soy una mujer débil y pecadora?
Gunnulf contestó con dulzura:
—¿Tenías entonces disposición para la vida conventual, Cristina?
—Dios me habría abierto sin duda los ojos tan pronto estuviera a su servicio…
—Tal vez pensaba que tus ojos tenían que estar abiertos antes de que te hiciera comprender que debes servirle estés donde estés. Tu marido, tus hijos, tus gentes de Husaby necesitan precisamente una sirvienta fiel y paciente que represente a Dios entre ellos para remediar sus necesidades. Por supuesto, la joven que hace la mejor boda es aquella que elige a Cristo por esposo y no se entrega al poder de un pecador. Pero la criatura que ya ha cometido el mal…
—«Hubiera querido que llegaras a Dios con tu corona, Cristina…» —murmuró Cristina—. Esto fue lo que me decía fray Edvin Rikardssoen, de quien tanto te he hablado. ¿Opinas lo mismo?
Gunnulf Nikulaussoen hizo un gesto afirmativo:
—No obstante, hubo mujeres que se arrancaron con tanta fuerza de una vida de pecado que hoy imploramos su intercesión. Pero esto ocurría con más frecuencia antes; cuando se las amenazaba con la tortura, la hoguera y el hierro candente, si se confesaban cristianas. He pensado muchas veces, Cristina, que entonces era más fácil deshacerse de los lazos del pecado, cuando se hacía de golpe, con violencia. Nosotros, pobres humanos, estamos muy pervertidos, aunque de todos modos, y por naturaleza, el valor pervive en el corazón de muchos, y es el valor generalmente lo que arrastra al alma a buscar a Dios. Así las torturas son para muchos un aguijón de constancia, y una incitación a la cobardía en las almas débiles. Pero una criatura descarriada, arrancada de las delicias del pecado antes de que pueda comprender la amenaza que se cierne sobre ella, pasa a ser la hermana de las jóvenes puras que se han consagrado a velar y rezar para aquellos que viven adormecidos en el mundo… ¡Si al menos llegara pronto el verano! —exclamó de repente, poniéndose en pie.
Cristina y Orm le miraban sorprendidos.
—Veréis… he recordado la estación en que canta el cuclillo a primera hora de la mañana en las colinas de Husaby. Oíamos siempre su primera llamada en la vertiente de levante detrás de los pabellones, y en seguida la contestaba un eco procedente del bosque que rodea By, que se repetía maravillosamente sobre el lago en la calma de la mañana. Cristina, ¿no te parece que Husaby es hermoso?
—Cuclillo de levante, cuclillo maleante —dijo Orm Erlendssoen en voz baja—. Para mí Husaby es la granja más hermosa que hay en el mundo.
El sacerdote apoyó un instante las manos sobre los hombros de su sobrino.
—Eso mismo pensaba yo, sobrino. Para mí era también la granja de mi padre. Los bienes alodiales están tan lejos del hijo menor como de ti, mi querido Orm.
—Cuando papá vivía con mi madre, tú eras el presunto heredero —observó el muchacho en voz muy baja.
—Pero ni yo ni mis hijos podemos evitarlo, Orm —dijo Cristina con tristeza.
—Te habrás dado cuenta de que no siento el menor resquemor contra vosotros —contestó Orm tranquilo.
—¡El país es tan grande y tan abierto! —acabó diciendo Cristina—. ¡Hay una perspectiva tan grande de Husaby… y el cielo es tan grande también! En mi región el cielo es como un techo apoyado en lo alto de los flancos de las montañas. El valle es redondo, tan verde y fresco allí abajo, abrigado. El mundo se muestra allí en sus justas proporciones, ni demasiado grande ni demasiado pequeño.
Suspiró y apoyó las manos sobre las rodillas.
—¿Es allí dónde vivía el hombre con quien tu padre quería casarte? —le preguntó el sacerdote.
Cristina contestó afirmativamente.
—¿Has lamentado alguna vez no haberlo hecho?
Ella denegó con la cabeza.
Gunnulf, tomando un libro de la estantería, fue a sentarse de nuevo cerca del fuego, abrió el cierre y hojeó sus páginas. No leía, si bien continuaba sentado, pensativo y absorto, con el libro sobre sus rodillas.
—«Cuando Adán y su mujer desafiaron la voluntad de Dios, sintieron en su carne una fuerza más poderosa que su voluntad. Dios los había criado, marido y mujer, jóvenes y hermosos, para que vivieran en matrimonio y engendraran herederos de los dones de su bondad: la belleza del jardín del Paraíso, los frutos del árbol de la vida y la eterna felicidad. No tenían que avergonzarse de sus cuerpos, porque mientras obedecieran a Dios, todos sus miembros estarían al servicio de su voluntad, como lo están manos y pies».
Con el rostro arrebolado, Cristina cruzó las manos sobre su pecho. El sacerdote se inclinó y ella sintió sobre su rostro humillado la intensa mirada de los ojos amarillos de Gunnulf.
—Eva se apoderó de lo que era de Dios y su marido aceptó que le diera lo que era propiedad de su Padre y Creador. A partir de entonces serían semejantes a Él. Pero pronto observaron que eran semejantes a Él sólo en esto: habiendo traicionado su autoridad en la inmensidad del mundo, la suya propia sobre el pequeño mundo de la casa de carne de su alma resultaba, a su vez, traicionada. Por haber engañado al Señor su Dios, el cuerpo engañaría ahora al alma, su señor.
»Y entonces estos cuerpos les parecieron tan malos y odiosos que se hicieron prendas para esconderlos. Primero fueron solamente breves faldellines de hojas de higuera. Pero como empezaban a conocer cada vez mejor la esencia de su naturaleza carnal, extendieron sus prendas hasta el corazón y sobre la espalda reacia a inclinarse. Y los hombres han llegado, en estos últimos tiempos, a cubrirse de acero hasta la última articulación de las manos y de sus pies y a esconderse la cara tras la visera de un casco. ¡Tan grandes han sido los progresos que han hecho la discordia y la impostura en este mundo!
—Ayúdame, Gunnulf —suplicó Cristina. Tenía los labios exangües—. Yo… ya ni siento mi propia voluntad.
—Entonces, di: «hágase tu voluntad» —contestó con dulzura el sacerdote—. Sabes que debes abrir tu corazón a su amor. Es, pues, necesario, que le ames con todas las fuerzas de tu alma.
Cristina se volvió vivamente hacia su cuñado:
—¡No sabes cuánto quiero a Erlend… y a mis hijos…!
—Hermana, cualquier otro amor no es más que un reflejo del cielo en los charcos de agua de un camino fangoso. Te mancharás si te mojas en ellos. Pero recuerda siempre que es un reflejo de la luz de la otra vida; entonces disfrutarás de su belleza, y teme su destrucción si revuelves el limo que está en el fondo…
—Sí, pero tú eres sacerdote, Gunnulf. Tú prometiste a Dios rehuir estas… dificultades…
—Tú también, Cristina, lo has prometido; cuando juraste renunciar a Satán, a sus seducciones y a sus obras. La obra del diablo empieza en la dulzura del placer y termina de tal modo que dos seres humanos más parecen una serpiente y un sapo que combaten. Esto fue lo que aprendió Eva. Queriendo dar a su marido y a su raza lo que pertenecía a Dios, no les proporcionó otra cosa que el destierro, el crimen y la muerte que aparecieron en este mundo cuando el hermano mató al hermano en aquel primer campo donde crecían hierbas y cardos entre las piedras que limitaban las pequeñas parcelas…
—Sí, pero tú, tú eres sacerdote —repitió Cristina—. No tienes que esforzarte cada día en llevarte bien con otra persona… —se echó a llorar—, ser paciente…
El sacerdote sonrió levemente:
—Respecto a eso, hay desavenencias entre el cuerpo y el alma en todas las criaturas nacidas de mujer. Por ello se han instituido la bendición y la misa nupcial, para que el hombre y la mujer encuentren una ayuda para vivir, esposas, padres, hijos y servidores, como compañeros fieles y compasivos durante el viaje que conduce a la morada de la paz…
Cristina interrumpió:
—Tengo la impresión de que debe ser más fácil velar y rogar por los que están dormidos en este mundo, que arrastrar el peso de los propios pecados.
—Es cierto —dijo secamente el sacerdote—. Pero seguramente no creerás, Cristina, que ningún hombre casado haya vivido sin tener que protegerse del demonio, del mismo modo que tendría que proteger del lobo los corderos.
Cristina, en voz baja y tímida, opuso:
—Yo pensaba…, los que viajan de un lugar santo a otro tienen a su disposición todas las santas palabras y las oraciones…
Gunnulf se agachó, arregló el fuego y luego permaneció sentado con los codos apoyados en las rodillas:
—En estos días se cumplen seis años de mi llegada a Roma con Eiliv y con otros dos sacerdotes escoceses que conocimos en Aviñón. Habíamos hecho todo el camino a pie.
»Llegamos a la ciudad poco antes de la Cuaresma. La gente de los países del sur celebran entonces grandes banquetes y festines. A eso lo llaman Carnaval. En este tiempo el vino, tinto y blanco, mana a ríos en las tabernas y la gente baila durante la noche, a la luz de las antorchas y blandones de cera en las plazas públicas. En Italia es primavera y las flores esmaltan los prados y crecen en los jardines; las mujeres se adornan con ellas y echan rosas y violetas sobre la gente que circula por las calles. Se sientan en las ventanas de las que cuelgan tapices de seda; en los muros ponen estandartes. Todos, en aquel país, tienen casas de piedra y los caballeros poseen sus castillos y sus casas fortificadas en el interior de la ciudad. No hay nada parecido a la ley de Bjarkoe sobre la paz pública de aquella ciudad, sino que los caballeros y sus criados luchan en plena calle y corre la sangre.
»Había un castillo de esta clase en la calle donde vivíamos, gobernado por un señor llamado Ermes Malavolti. Proyectaba su sombra sobre toda la estrecha calle donde se asentaba nuestra posada; y nuestra estancia era oscura y fría como la mazmorra de un castillo de piedra. A veces, cuando salíamos, teníamos que aplastarnos contra los muros mientras el señor pasaba a caballo, con cascabeles de plata cosidos en sus ropas, seguido de un tropel de hombres de armas y mientras basuras y excrementos caían sobre nuestras cabezas; porque en aquellos países todos arrojan ante las puertas las inmundicias. Las calles son frías, oscuras y estrechas como desfiladeros de montaña; se parecen poco a las calles verdes de nuestras ciudades. En aquellas calles organizan carreras durante el Carnaval y compiten en velocidad los caballos árabes y salvajes…
El sacerdote descansó un momento y prosiguió:
—Este señor, Ermes, tenía una pariente que vivía en su casa. Se llamaba Isota y podía haber sido la propia y rubia Isolda. Su tez y su cabello eran color de miel, pero sus ojos eran muy negros. Alguna vez la veía en la ventana…
»Fuera de la ciudad, el campo era más desierto que las planicies más desiertas de nuestro país, donde no pasa nadie, donde gritan el reno, el lobo y el águila. No obstante, hay castillos y villas en las montañas de los alrededores; sobre grandes extensiones verdes se encuentran diseminados vestigios de antiguas habitaciones; allí pacen los grandes rebaños de corderos y de bueyes blancos. Pastores armados de lanzas los siguen a caballo; para los viajeros, estos pastores son gente peligrosa, porque los atacan y desvalijan y echan sus cadáveres en pozos…
—En estas verdes llanuras están las iglesias de los peregrinos…
Gunnulf se calló un instante.
—Tal vez esta región parezca increíblemente desierta porque en ella se encuentra la ciudad que fue la reina de todo el mundo pagano y pasó a ser esposa de Cristo. Los guardianes de la villa la han abandonado; en la ruidosa petulancia de los festines tiene todo el aspecto de una mujer abandonada. Los rufianes cayeron sobre el castillo del que el señor estaba ausente; han reclamado la presencia de su mujer para celebrar el banquete con ellos en medio de sus placeres, de sus disputas sangrientas y de su turbulencia.
»Pero bajo la tierra hay esplendores mil veces más preciosos que los que alumbra el sol. Son las tumbas de los santos mártires cavadas bajo tierra en plena montaña; y son tan numerosas que sólo pensar en ello produce vértigo. Cuando uno piensa que todos estos mártires han sufrido la muerte por Cristo, parece como si todos los granos de polvo que levantan los caballos de los rufianes con sus cascos, debieran ser sagrados y hubiera que adorarlos.
El sacerdote sacó de debajo de sus ropas una cadenita fina y abrió la cruz de plata que pendía de ella. Contenía algo negruzco que parecía yesca y un hueso pequeño y verde.
—Una vez pasamos todo el día en aquellos subterráneos y recitamos nuestras oraciones en las grutas y oratorios donde los primeros discípulos de san Pedro y san Pablo se reunían para oír misa. Fue entonces cuando los frailes propietarios de la iglesia donde íbamos nos dieron estas santas reliquias. Esto es un poco de aquella tela con la que las vírgenes puras restañaban la sangre de los mártires para que no se derramara y la falange de un dedo de un santo cuyo nombre sólo Dios conoce. Entonces nos prometimos los cuatro invocar todos los días a este santo cuya gloria desconocen los hombres y recordar siempre que nada en el mundo merece ser deseado, excepto su misericordia…
Cristina besó la cruz con veneración y se la pasó a Orm, que hizo lo mismo. De pronto dijo Gunnulf:
—Quiero regalarte esta reliquia, sobrino.
Orm puso una rodilla en tierra y besó la mano de su tío. Gunnulf colgó la cruz del cuello del muchacho.
—¿No te gustaría visitar esos santos lugares, Orm?
El rostro del niño se iluminó.
—¡Oh, ahora estoy seguro de que algún día iré allí!
—¿No has tenido nunca deseos de hacerte sacerdote?
—Sí, cuando mi padre maldice mis brazos por su debilidad. Pero no sé si le gustaría que me hiciera sacerdote. Ya sabes cómo es.
—Podría obtenerse una dispensa por tu nacimiento. Tal vez podamos ir juntos algún día, Orm, hacia el sur, tú y yo…
—Cuéntanos más cosas, tío —suplicó Orm.
—Con mucho gusto.
Gunnulf se apoyó en el brazo del sillón y miró el fuego:
—Mientras recorría esos lugares, sin ver más que huellas de mártires y recordando las torturas abominables que habían soportado en nombre de Jesús, sentía una gran tentación. Pensé que Nuestro Señor había permanecido clavado en la cruz durante horas…, y que durante muchos días sus seguidores habían sufrido torturas indecibles, las mujeres habían visto a sus hijos morir ante sus propios ojos, niñas que eran apenas mujeres habían visto sus carnes rasgadas hasta los huesos por peines de hierro, muchachos habían sido echados a las fieras o a los toros furiosos; y tuve la impresión de que muchos de ellos habían sufrido más que el propio Cristo.
»Medité todo esto hasta el punto de creer que mi cerebro y mi corazón estallarían. Pero por fin se hizo la luz que tanto había implorado y suplicado. Comprendí que lo que habían sufrido ellos, debíamos tener valor para sufrirlo también nosotros. ¿Quién sería tan loco como para no aceptar de corazón los tormentos y las penas cuando este es el camino que conduce a un esposo fiel y constante que espera con los brazos abiertos y el pecho ensangrentado y ardiente de amor?
»Porque Él amaba a los pobres. Y por esto murió como mue re el esposo que se precipita para salvar a la esposa de manos de los bandidos. Es atado, torturado hasta la muerte; y ve a su mejor amigo sentado en la mesa con sus verdugos, riendo con ellos y burlándose de sus sufrimientos y de su amor fiel…
Gunnulf Nikulaussoen se cubrió el rostro con las manos:
—Entonces comprendí que es este amor poderoso el que todo lo mantiene en el universo…, incluso el fuego del infierno. Porque si Dios así lo quisiera, podría coger el alma a la fuerza… y nosotros seríamos absolutamente impotentes en sus manos. Pero, como nos ha amado como el esposo ama a la esposa, no quiere obligarla, y, si no consiente en recibirle, soportará que le huya y lo esquive. Pensé también que tal vez no se perderá ningún alma para la eternidad. Porque, a mi entender, las almas aspiran a este amor, aunque el precio parezca tan elevado cuando hay que renunciar a cualquier otro sustento. De todos modos, cuando el fuego ha destruido toda voluntad maligna, enemiga de Dios, aun cuando el deseo de ir hacia Él no fuera más considerable que un clavo en toda una casa, seguramente permanece en el alma como el hierro subsiste dentro de la casa incendiada…
—Gunnulf… —gimió Cristina irguiéndose— tengo miedo…
Gunnulf, pálido, elevó hacia ella una mirada ardiente:
—Yo también tuve miedo, porque comprendí que este tormento por el amor de Dios no tendrá fin mientras nazcan en la tierra hombres y mujeres y tema perder sus almas… mientras que todos los días y a cada hora da su cuerpo y su sangre en mil altares… aunque haya hombres que rechacen esta ofrenda…
»Y temía por mí que, impuro, había servido su altar, dicho la misa con labios impuros, y levantado la hostia con manos impuras. Y me hacía el efecto de un hombre que hubiera llevado a su amada a un burdel y la hubiera traicionado…
Cogió en sus brazos a Cristina, que se desvaneció, y entre él y Orm la llevaron sin sentido a la cama.
Poco después abrió los ojos… se incorporó y se cubrió el rostro con las manos. Se echó a llorar, desesperada, angustiada…
—No puedo, no puedo, Gunnulf… Cuando hablas así siento que jamás podré…
Gunnulf le tomó la mano, pero ella giró la cabeza ante la mirada severa del sacerdote:
—Cristina… No puedes conformarte con un amor inferior al que existe entre Dios y el alma… Cristina, mira lo que es el mundo que te rodea. Tú que has dado el ser a dos hijos, ¿has pensado alguna vez que cada niño que nace llega bautizado en sangre y que lo primero que respira el ser humano es el olor a sangre? ¿No piensas en que tú, que eres su madre, deberías emplear toda tu energía en conseguir que tus hijos no retrocedan al primer pacto con el mundo, sino que se conformen a este segundo pacto que concertaron con Dios en la pila bautismal?
Cristina sollozaba desesperadamente.
—Me das miedo, Gunnulf —repetía— y cuando hablas así comprendo que jamás tendré fuerzas para encontrar el camino de la paz.
—Dios te encontrará —dijo el sacerdote con dulzura—. Tranquilízate y no le huyas, piensa que él te ha buscado aún antes de que existieras en las entrañas de tu madre.
Permaneció un momento sentado en el borde de la cama. Luego preguntó con voz tranquila si quería que despertara a Ingrid y le rogara que la ayudara a desnudarse.
Cristina sacudió la cabeza.
Entonces Gunnulf hizo por tres veces la señal de la cruz sobre su cabeza. Después dio las buenas noches a Orm y se retiró a la estancia donde dormía.
Orm y Cristina se desnudaron. El niño parecía sumido en un mar de reflexiones. Cuando Cristina estuvo acostada fue junto a ella. Miró su rostro cubierto de lágrimas y le preguntó, lleno de afecto, si le permitía que se sentara a su lado hasta que se quedara dormida.
—Claro… pero no, Orm, debes de estar cansado, eres tan joven. Es muy tarde ya.
Sin embargo, Orm se quedó.
—¿No lo encuentras extraño? —le preguntó—. Papá y tío Gunnulf, aunque son tan distintos, se parecen en cierto modo…
Cristina reflexionó:
—Puede que sí. En todo caso, no se parecen a los demás hombres…
Poco después se quedó dormida. Orm se fue a su cama. Se quitó la ropa y se acostó. Las sábanas eran de hilo, lo mismo que las fundas de las almohadas. El muchacho encontró delicioso meterse en aquella cama lisa y fresca. Su corazón latía emocionado ante la idea de las nuevas aventuras que vislumbraba a través de las palabras de su tío. Las oraciones, los ayunos que había practicado porque se lo habían enseñado, adquirían nuevo aspecto: eran como armas para una nueva guerra por la que suspiraba. Tal vez se haría fraile, o sacerdote, si podía obtener dispensa, ya que había nacido fuera del matrimonio.
El lecho de Gunnulf era un banco de madera con una piel sobre un poco de paja y una almohada pequeña, tanto que tenía que ponerse en posición totalmente horizontal. El sacerdote se quitó la sotana y se acostó con la ropa interior cubriéndose con una ligera manta de estameña.
Dejó encendida la pequeña mecha que se enroscaba en un candelabro de hierro.
Sus propias palabras habían hecho nacer en él una angustia y una inquietud que le oprimían.
Se sentía abatido por el recuerdo de aquellos días lejanos. ¿Volvería a encontrar aquella felicidad nupcial que había llenado su corazón durante toda aquella primavera en Roma? En compañía de sus tres hermanos, andaba bajo el sol por los prados verdes cuajados de flores. Se sentía tembloroso y débil ante la belleza del mundo, sabiendo además que todo aquello no era nada en comparación con las riquezas de la otra vida. Sin embargo, el mundo les saludaba con mil pequeños recuerdos felices del esposo. Los lirios del suelo y los pájaros del cielo recordaban sus palabras; había hablado de asnos parecidos a los que veían, y de pozos parecidos a las cisternas de piedra junto a las que pasaban. Habían sido alimentados por los frailes que cuidaban de las iglesias que visitaban; y cuando bebían el vino tinto como la sangre y rompían el dorado pan de centeno, los cuatro sacerdotes del país de la cebada comprendían por qué Cristo había glorificado el pan y el vino, los alimentos más puros entregados por Dios a los hombres, y deseado manifestarse bajo su apariencia en el sacrificio de la misa.
Aquella primavera no había sentido ni temor, ni inquietud. Se había sentido tan desligado de las seducciones de este mundo que, cuando experimentó la tibieza del sol sobre su piel comprendió fácilmente lo que antes había sido para él objeto de angustiadas meditaciones: cómo su cuerpo podía transformarse por la purificación del fuego en el cuerpo de la glorificación. Ligero y liberado de las necesidades de la tierra, no tenía más necesidad de sueño que el cuclillo durante las noches de verano. Su corazón cantaba en su pecho; tenía la impresión de que su alma era como una esposa en brazos de su esposo.
Había comprendido que aquello no podía durar. Ningún hombre podía vivir tanto tiempo así en la tierra; y había aceptado cada hora de aquella primavera luminosa al igual que un hombre prudente y como una promesa que le debía fortalecer para soportar el momento en que las nubes se volverían negras sobre su cabeza y que su camino le conduciría a oscuros precipicios por encima de ríos alocados y glaciales masas de nieve.
Fue a su regreso a Noruega cuando la turbación hizo realmente presa en su espíritu.
¡Tenía allí tantas cosas! Allí estaban sus riquezas: la gran herencia de su padre y la rica parroquia. Allí estaba el camino que se abría ante él, su puesto en el capítulo de la Catedral; porque sabía que se lo habían reservado. A menos que se separara de todo cuanto poseía y entrara en el convento de los Hermanos Predicadores, y se hiciera fraile, sometiéndose a la disciplina. Era una vida que deseaba a medias.
Y luego, cuando fuera más viejo y más endurecido… Bajo la dominación noruega había hombres que vivían y morían bestialmente paganos o herejes, engañados por las falsas doctrinas que los rusos propagaban en nombre del cristianismo. Los lapones y otras comunidades medio salvajes en los que no había podido dejar de pensar. ¿No era Dios quién había despertado en él este deseo de ir a su país para predicarles el verbo y la luz?
Pero apartó estos pensamientos de su espíritu, diciéndose que debía obedecer al arzobispo. Micer Eiliv le disuadió de su proyecto después de haber hablado con él, de haberle escuchado y declarado claramente que sabía que hablaba al hijo de Micer Nikulaus de Husaby: «Vosotros, que sois de la raza de las hijas de Gaute de Skogheim, no podéis apreciar si lo que se os ha metido en la cabeza es bueno o malo». También pensaba en la salvación de los lapones, pero no era indispensable para ellos un padre de la Iglesia capaz de hablar y escribir latín tan bien como su lengua materna y sabiendo leyes tan bien como la aritmética y la algoritmia. Había recibido su instrucción para servirse de ella «pero no me parece evidente que hayas recibido el don de hablar con las tribus sencillas y pobres del norte».
¡Ah! En aquella tibia primavera, su ciencia le había parecido tan poco digna de respeto como la ciencia que cualquier chiquilla hereda de su madre: hilar, hacer cerveza, cocinar y ordeñar, todas ellas enseñanzas que precisa una niña para cumplir sus obligaciones en este mundo.
Se había quejado a su arzobispo de la inquietud y de la turbación que sentía cuando pensaba en sus riquezas y en el placer de sentirse rico. Se conformaba con poco para las necesidades de su cuerpo; vivía como un pobre fraile. Pero le gustaba ver a mucha gente rica sentada a su mesa; le gustaba prevenir con sus donativos las necesidades de los pobres. Y le gustaban sus caballos y sus libros.
Micer Eiliv habló seriamente de la gloria de la Iglesia. Algunos estaban llamados a honrarla con un tren de vida fastuoso y digno, así como otros debían demostrar al mundo, mediante una rigurosa pobreza, que la riqueza no es nada de por sí. Mencionó a aquellos arzobispos, prelados y sacerdotes que habían tenido que sufrir violencias, destierros y ultrajes por parte de los reyes porque en aquellos tiempos defendieron los derechos de la Iglesia. Infinidad de veces habían sabido demostrar que cuando las autoridades de la Iglesia noruega lo requerían, renunciaban a todo y acudían a la divina llamada. El propio Dios nos indicaba si exigiría aquello de nosotros: con tal de que siempre lo tuviéramos presente en nuestro espíritu, no teníamos que temer que las riquezas fueran un enemigo de nuestra alma.
Gunnulf había observado que al arzobispo le gustaba poco que pensara y meditara siempre sobre sí mismo. Creía que Micer Eiliv Kortin y sus sacerdotes eran como albañiles que trabajaban intensamente para levantar la casa. Honor de la Iglesia, poder de la Iglesia, derechos de la Iglesia; Dios sabía que estaba dispuesto a servir a los intereses de la Iglesia como cualquier otro sacerdote, que no rehuiría el esfuerzo de arrastrar la piedra y llevar la cal. Sin embargo, parecían temer entrar en la casa y descansar en ella, parecían tener miedo de perderse irremisiblemente si pensaban demasiado…
Y esto él no lo temía. El hombre que tuviera los ojos obstinadamente fijos en la cruz y se confiara continuamente a la protección de la Virgen no podía caer en la herejía. Para él no había ningún peligro.
El peligro residía en su alma, en su afán insaciable por conquistarse la bondad y la amistad de los hombres.
Él que había sentido en lo más profundo de su ser… Dios me ama, para Dios mi alma es tan preciosa y tan querida como cualquier otra alma de la tierra.
Pero después de su regreso, el recuerdo de todo cuanto había sufrido en su juventud invadió su espíritu. Su madre no había sentido por él el cariño que sentía por Erlend. A su padre no le gustaba ocuparse de él como lo hacía, infatigablemente, con Erlend. Luego, en casa de Baard, en Hestnes, Erlend era un prodigio y un bribonzuelo; él no hacía más que acompañar a su hermano. Erlend era el jefe para todos sus compañeros, y al que las sirvientas maldecían y quien, sin embargo, provocaba sus sonrisas. Y él mismo amaba a Erlend más que a todo en el mundo. Si Erlend quisiera sentir afecto por él… pero jamás se saciaría con las explosiones de afecto de Erlend. ¡Erlend era el único que le quería, pero Erlend quería a tanta gente!
Y ahora veía cómo Erlend disponía de todo lo que le había tocado en el reparto. Sólo Dios podía saber lo que ocurriría con las riquezas de Husaby; en Nidaros se comentaba la gestión imprudente de Erlend. ¿Por qué no agradecía mejor a Dios los cuatro hermosos hijos que le había dado? Porque eran hermosos los hijos que había engendrado en su vida desordenada y, sin embargo, no aceptaba aquello como una gracia, sino como algo que debía ser así…
Luego, por fin, se había ganado el amor de una joven encantadora y de buena familia. Respecto al comportamiento de Erlend para con ella, había hecho que Gunnulf perdiera la estima por su hermano. Causaba su exasperación el comprobar que tenían algunos rasgos del carácter en común. Incluso ahora, a sus años, Erlend palidecía y se ruborizaba como una jovencita y se ponía furioso al sentir que se le subía la sangre a la cara con tanta facilidad. Habían heredado esto de su madre, que por cualquier motivo cambiaba de color.
Erlend ya estaba convencido de que Cristina era una mujer excelente, modelo de amas de casa, después de haber intentado, año tras año, corromper a aquella criatura y llevarla a su pérdida. Pero a Erlend ni se le ocurría que podría haber sucedido de otro modo; ahora, que estaba casado con ella, que la había iniciado a la voluptuosidad, a la doblez y a la mentira, no creía que tuviera que hacerle honores por seguir siendo sincera, fiel, llena de dignidad y de bondad a despecho de estas circunstancias.
No obstante…, cuando en verano y en otoño llegaron las noticias de la expedición de Erlend hacia el norte, sólo había deseado una cosa: estar con su hermano Erlend, nombrado lugarteniente del rey en Haalogaland y representante de Dios en las regiones desiertas y semipaganas del mar Blanco…
Gunnulf se levantó. En uno de los lados de la estancia había un gran crucifijo y delante, en el suelo, una losa de piedra.
Se arrodilló en la losa y abrió los brazos. Había endurecido su cuerpo hasta que soportó aquella postura al extremo de poder conservarla horas enteras inmóvil como una estatua. Con los ojos fijos en el crucifijo esperaba el consuelo que llegaba cuando conseguía concentrarse absolutamente en la contemplación de la cruz.
Pero el primer pensamiento que vino a su espíritu fue: ¿Se separaría de aquella imagen? San Francisco y sus hermanos tenían cruces que se hacían ellos mismos con dos ramas. Debería entregar aquel hermoso crucifijo, podía hacer donación de él a la iglesia de Husaby. Campesinos, niños y mujeres que asistían a las misas se verían consolados por la presencia de aquella imagen y la amable dulzura del Salvador en medio de sus sufrimientos. Almas sencillas como Cristina. ¿Para qué iba a conservarlo inútilmente?
Noche tras noche se había arrodillado, con los sentidos anquilosados y los miembros insensibles, hasta tener una visión: El calvario con las tres cruces recortándose sobre el cielo. La cruz del centro, destinada a sostener al Rey del cielo y de la tierra, era sacudida y temblaba, se inclinaba como un árbol en medio de la tormenta como asustada por llevar aquella carga demasiado preciosa que se inmolaba para redimir los pecados del mundo. El Señor de las montañas y las tormentas la retenía como el jinete retiene a su caballo de batalla; el Jefe de los palacios del sol la llevaba al combate. Entonces ocurría el prodigio que era la clave de prodigios cada vez mayores. La sangre que caía de la cruz para la redención de todos los pecados y la curación de todos los dolores era el milagro visible. Ante aquel primer milagro, los ojos del alma se abrían a la contemplación de milagros aún más oscuros. Dios, que bajaba a la tierra, se hacía hijo de una Virgen y hermano de la familia humana; devastaba el infierno y corría con su botín de almas liberadas hacia el océano de luz deslumbrante de donde ha salido el mundo y que conserva el mundo. Los pensamientos de Gunnulf eran arrastrados hacia las profundidades insondables y eternas de aquella luz, se fundían con ella y desaparecían como un vuelo de pájaros en la gloria de un atardecer.
Gunnulf se puso en pie al oír tocar a maitines en la iglesia. Todo seguía en silencio cuando cruzó la gran sala. Cristina y Orm dormían.
En las húmedas tinieblas del patio esperó un momento. Pero ninguno de los de su gente salió para acompañarle a la iglesia. No les pedía que asistieran a más de dos funciones religiosas al día. Pero Ingrid, su nodriza, lo acompañaba casi siempre a maitines. Sin duda, aquella mañana también ella dormía. Claro, la víspera se había acostado muy tarde.
Durante el día, los tres parientes hablaron poco y aún sólo de cosas insignificantes. Gunnulf parecía cansado, pero bromeaba sin parar.
—Qué tontos fuimos anoche —dijo una vez—, estábamos tristes como niños huérfanos.
En Nidaros ocurrían diversos incidentes divertidos, historias de peregrinos y otra gente y los sacerdotes los comentaban entre ellos. Un viejo de Herjedal había llegado con encargos de todos los de su aldea; continuamente se confundía al transmitirlos. Qué divertido efecto causaría en la aldea si san Olav le escuchara al pie de la letra, pensó.
Entrada la noche llegó Erlend, empapado. Había regresado por mar y ahora el viento redoblaba su violencia. Estaba fuera de sí y abrumó a Orm con palabras furiosas. Gunnulf lo escuchó un momento, luego intervino:
—Cuando hablas así a Orm, te pareces a nuestro padre… tal como se mostraba generalmente cuando te hablaba a ti…
Erlend se calló en seco. Después dijo:
—Sólo sé que cuando era niño, no cometía idioteces tan grandes como la de abandonar la granja como habéis hecho tú, una mujer enferma, y él, un chiquillo, en plena tormenta de nieve. En cuanto al valor de Orm, no es como para vanagloriarse, pero lo que sí es fácil de ver es que no tiene miedo de su padre.
—Tú tampoco tenías miedo del tuyo —contestó Gunnulf sonriendo.
Orm se levantó, no abrió la boca y se esforzó por parecer indiferente.
—Sí, puedes marcharte —dijo Erlend—. Estoy asqueado de todo lo de Husaby. No obstante, sé que si Orm me acompaña este verano hacia el norte, este pajecillo de Cristina aprenderá a vivir. No creas que es torpe —explicó a Gunnulf—. Tira bien, sabes, y no es miedoso, pero está siempre melancólico y soñador y parece no tener tuétano en los huesos.
—Hombre, si siempre le tratas como acabas de hacerlo no es sorprendente que esté triste —declaró el sacerdote.
Erlend cambió de actitud, sonrió y dijo:
—Otras cosas peores tuve que soportar de mi padre, y Dios sabe que no por eso me he quedado triste. Pero dejemos esto; aquí estoy para celebrar la Navidad, puesto que es Navidad. ¿Dónde está Cristina? ¿Y qué le quedaba aún por decirte…?
—No creo que tuviera nada que decirme —murmuró el sacerdote—. Se le ocurrió venir a oír la misa de Navidad aquí…
—Me parece que podría conformarse con lo que tiene en casa. Pero es una lástima que destruya así toda su juventud —golpeó una mano contra la otra—. No comprendo que Nuestro Señor pueda considerar necesario que tengamos un hijo todos los años…
Gunnulf miró a su hermano:
—¡Hum…! No sé lo que Nuestro Señor considera necesario que tengáis. Pero Cristina necesita antes que nada, creo, que te muestres cariñoso con ella…
—Sí, es cierto… —dijo Erlend en voz baja.
A la mañana siguiente, Erlend fue con su esposa a la misa de nueve. Habían elegido la iglesia de San Gregorio; era allí donde Erlend oía siempre misa cuando estaba en la ciudad. Fueron a pie, solos, y al bajar por el callejón donde la nieve, pesada y húmeda, formaba grandes montones, Erlend, con gracia y ternura, condujo a su mujer de la mano. No le dijo ni una palabra de su escapada, y pasada la primera tormenta se mostró incluso amable con Orm.
Cristina iba pálida y silenciosa, con la cabeza inclinada; la gran capa negra con broches de plata parecía demasiado pesada para su cuerpo menudo y frágil.
—Si quieres volvemos a casa a caballo —dijo su marido—. Orm puede hacer el trayecto en el barco. Sé que preferirás no atravesar el fiordo…
—Sí, ya sabes que no me gusta ir en barco… Ahora el tiempo era bueno y había empezado el deshielo. Masas de nieve mojada y pesada caían de repente de los árboles. El cielo estaba denso, bajo y plomizo, sobre la ciudad blanca. En la nieve había una luz acuosa de color gris verdoso; los muros de troncos de las casas, las cercas, los árboles desnudos parecían negros en el aire húmedo. Cristina jamás había visto un mundo tan frío, tan pálido, tan descolorido…