Capítulo segundo

HUSABY

1

A primeros de año se recibieron en Husaby huéspedes inesperados. Eran estos Lavrans Bjoergulfssoen y el viejo Smid Gudleikssoen, de los Dofrines. Venían acompañados por dos hombres que Cristina no conocía. Pero Erlend se quedó sorprendido al ver a su suegro en aquella compañía: se trataba de Micer Erling Vidkunssoen, de Giske, y Bjarkoey y Haftor Graut, de Godoey; ignoraba que Lavrans les conociera. Micer Erling explicó que se habían encontrado en Lindesnaes; había formado parte junto con Lavrans y Smid del Tribunal de los Seis que había arbitrado finalmente el litigio entre los herederos de Jon Haukssoen. Lavrans y él se habían puesto a hablar de Erlend, y Erling, que tenía asuntos pendientes en Nidaros, dijo que le gustaría ir de visita a Husaby si Lavrans quería unírsele para navegar a vela hacia el norte. Smid Gudleikssoen añadió sonriendo que se había ofrecido espontáneamente para formar parte del grupo.

—Quería de este modo volver a ver a nuestra Cristina, la más bella rosa de Norddal. Y luego me dije que nuestra pariente Ragnfrid me agradecería el que no perdiera de vista a su marido ni los grandes proyectos que está urdiendo con todos estos hombres sabios y poderosos. Sabes de sobra, pequeña Cristina, que tu padre tiene cosas más importantes que hacer que andar de una granja a otra con nosotros celebrando las Navidades hasta que empiece la Cuaresma. Durante todos estos años nos hemos quedado en casa cuidando nuestros intereses. Pero resulta que Lavrans en lo más crudo del invierno se propone reunir un grupo de fieles habitantes del valle para ir a caballo con él hasta Oslo. Quiere que vayamos a exponer nuestro punto de vista al consejo de los grandes señores y vigilar los intereses del rey. Gobiernan tan mal en nombre de la pobre criatura, según Lavrans…

Micer Erling parecía un poco embarazado. Erlend levantó las cejas, inquisitivo:

—¿Formáis parte de dichos consejos, suegro… para la gran asamblea de la guardia del rey?

—No, no —contestó Lavrans—. Yo voy a la reunión, lo mismo que los demás súbditos del rey y habitantes de nuestro valle, porque hemos sido convocados…

Pero Smid Gudleikssoen volvió a la carga. Era Lavrans el que le había convencido, lo mismo que a Herstein de Kruke y Trond Gjesling, y Guttorm Sneis y tantos otros que no habrían querido ponerse en marcha…

—¿No es costumbre en esta granja invitar a pasar a los forasteros? —preguntó Lavrans—. Vamos a ver si Cristina sabe preparar tan bien la cerveza como su madre…

Seguidamente entraron en la casa.

Erlend parecía de mal humor y Cristina se sentía intrigada.

—¿Qué ocurre, padre? —preguntó un poco más tarde cuando se reunió con él en la pequeña estancia donde había llevado al niño por deferencia a los visitantes.

Lavrans mecía a su nieto sobre sus rodillas. Naakkve tenía ahora diez meses; era grande y hermoso. Por Navidad ya le habían regalado un traje y golosinas.

—Yo no recuerdo, padre, que hubiérais tomado parte antes en semejantes deliberaciones —insistió Cristina—. Siempre habéis dicho que para el país, para la guerra, para el bien de los súbditos, lo mejor era dejar la decisión al rey y a los hombres que él llamaba junto a sí. Erlend dice que esta empresa es obra de los grandes del sur del país. Querían apartar del gobierno a Dama Ingebjoerg y a los hombres que su padre le dio como consejeros y volver a hacerse dueños del poder que había sido suyo cuando el rey Haakon y su hermano eran niños. Pero según vos mismo dijisteis hace tiempo, todo esto iba en perjuicio del país…

Lavrans rogó a Cristina en voz baja que alejara a la sirvienta y al niño. Cuando estuvieron solos preguntó:

—¿Cómo ha sabido Erlend todo eso? ¿Acaso por Munan?

Cristina le dijo entonces que Orm había traído una carta de Micer Munan cuando vino a Husaby en otoño. No dijo que había sido ella la que la leyó porque Erlend era poco hábil en descifrar escrituras… pero en aquella carta Munan se quejaba amargamente de que ahora todo hombre de Noruega que poseyera un blasón se creía más capaz que los hombres que aconsejaron al rey Haakon en vida, y que además estaba persuadido de que sabría mejor proporcionar la felicidad al joven rey que la muy noble Dama, su propia madre. Había advertido a Erlend que si se daba el caso de que los señores quisieran, imitando lo que los suecos habían hecho el verano anterior en Skara, urdir un complot contra Dama Ingebjoerg y sus viejos y expertos consejeros, sus parientes debe rían estar preparados, y Erlend ponerse en camino para reunirse con Munan en Hamar.

—¿No hablaba para nada —dijo Lavrans hundiendo el dedo bajo la barbilla regordeta de Naakkve— de que yo fui uno de los hombres que se opusieron a las levas ilegales de impuestos que Munan ha exigido en nombre de nuestro rey, valle arriba?

—¿Vos? —exclamó Cristina—. ¿Habéis visto a Munan Baardssoen el otoño pasado?

—Sí —dijo Lavrans—. Y no estuvimos en absoluto de acuerdo.

—¿Habéis hablado de mí?

—No, pequeña —contestó el padre sonriendo—. No recuerdo que se hablara de ti… ¿Sabes si tu marido piensa verdaderamente ir hacia el sur y encontrarse con Munan Baardssoen?

—Creo que sí. Sira Eiliv redactó una carta recientemente para Erlend, y Erlend comentaba que pronto tendría que emprender un viaje hacia el sur.

Lavrans contempló un instante al niño que jugaba con la empuñadura de su daga e intentaba morder el cristal de roca engarzado en el puño.

—¿Es verdad que os proponéis retirar el poder a Dama Ingebjoerg?

—Dama Ingebjoerg tiene aproximadamente tu edad —contestó el padre sin abandonar la sonrisa—. Nadie quiere despojar a la madre del rey del honor y el poder que le pertenecen. Pero el arzobispo y algunos amigos parientes de nuestro difunto rey han decidido que tenga lugar una asamblea para estudiar de qué modo pueden defenderse mejor el poder y el honor de Dama Ingebjoerg y el interés de nuestro pueblo.

Cristina observó con dulzura:

—Ahora comprendo, padre, que esta vez no habéis venido a Husaby sólo para vernos a Naakkve y a mí.

—No, no sólo para eso.

Luego sonrió:

—Y yo también comprendo, hija, que todo esto sólo te guste a medias.

Pasó una mano por el rostro de Cristina y le acarició la mejilla. Era un ademán que acostumbraba a hacer desde que era pequeña después que la había reñido o hecho rabiar.

Mientras tanto, Micer Erling y Erlend estaban sentados en la sala de los caballeros… como se llamaba el gran pabellón que se encontraba al noroeste del patio, junto a la valla de la granja. El edificio era elevado como una torre, con tres pisos; en el más alto había una habitación con aspilleras y en ella se guardaban todas las armas que no eran de uso cotidiano en la granja. El propio rey Skule había construido aquella casa.

Micer Erling y Erlend iban envueltos en pieles porque en la estancia reinaba un frío glacial. El invitado de Erlend contemplaba una tras otra las innumerables y magníficas armas y armaduras que Erlend había heredado de su antepasado materno, Gaute Erlendssoen.

Erling Vidkunssoen era un hombre bastante pequeño, flaco y canijo, pero que poseía gracia y desenvoltura. Su rostro no era hermoso pese a sus rasgos regulares, y su cabello tenía un color rubio rojizo con las pestañas y las cejas blancas; sus ojos eran de un azul clarísimo. No obstante, si la gente consideraba a Micer Erling un hombre de buena presencia se debía sin duda a que todo el mundo sabía que era el caballero más rico de Noruega. Claro que tenía también una dulzura extremadamente atractiva; era muy inteligente, culto y lleno de experiencia, pero como nunca buscaba poner de manifiesto su talento y parecía siempre dispuesto a escuchar a los demás, había adquirido la reputación de ser uno de los hombres más prudentes del país. Tenía la misma edad que Erlend Nikulaussoen y tenían parentesco por parte de la familia Stovreim, aunque muy lejano. Se habían tratado siempre, aunque jamás hubo intimidad entre ellos.

Erlend, sentado sobre un arcón, hablaba de la barca que había mandado que le construyeran el verano anterior: una barca de dieciséis plazas que, en su opinión, sería extraordinariamente rápida y manejable. Había empleado a dos carpinteros de la ribera del norte y él mismo había dirigido el trabajo.

—Los barcos son una de las cosas que mejor conozco, Erling —dijo—, y verás qué magnífico espectáculo será el de La sirena surcando el mar.

La sirena es un nombre demasiado pagano para ponérselo a tu barco, primo. ¿Tienes intención de embarcar en él para ir hacia el sur?

—¿Acaso eres tan piadoso como mi mujer? También ella dice que es un nombre pagano. Además, no le gusta el barco, quizá porque es de tierra adentro… No soporta el mar.

—En efecto, parece piadosa, encantadora y delicada tu es posa —observó Micer Erling—, como era de esperar si se tiene en cuenta la familia de que desciende.

—Sí… No deja pasar un día sin oír misa. Y Sira Eiliv, nuestro capellán a quien ya conoces, nos lee las Santas Escrituras; es lo que prefiere después de la cerveza y las bandejas de pasteles. Los pobres vienen a casa a pedir ayuda y consejo a Cristina; les gusta besar sus ropas y yo ya no los distingo de mis hombres. Se parece a esas mujeres de las leyendas santas que el buen rey Haakon nos hacía leer por el sacerdote, ¿te acuerdas la época en que ambos éramos porta-antorchas? Ahora Husaby es totalmente distinto a la última vez que viniste a verme, Erling. Por lo demás, me sorprende que hayas querido venir esta vez.

—Tú mismo acabas de recordar la época en que ambos éramos porta-antorchas en la Corte —dijo Erling Vidkunssoen con una sonrisa que le favorecía—. ¿No éramos amigos entonces? Todos esperábamos que hicieras una magnífica carrera en nuestro país…

Erlend se limitó a reír, diciendo:

—También yo lo esperaba.

—¿No puedes hacerte a la mar hacia el sur, en mi compañía, Erlend?

—Pensaba hacer el viaje por tierra.

—Será agotador para ti traspasar la montaña en invierno. Me gustaría que te unieras a Haftor y a mí.

—Tengo otros compromisos —contestó Erlend.

—¡Ah! ¿Te marchas con tu suegro? Es lo más natural.

—¡Oh!, no. Conozco muy poco a esa gente del valle con quienes va a ir de camino… No, he prometido ir a buscar a Munan a su casa de Stange —terminó.

—Puedes evitarte ir a buscar allí a Munan. Se ha ido a sus granjas de Hising y tardará aún mucho tiempo en regresar al norte. ¿Hace mucho que no has tenido noticias suyas?

—Recibí una carta por San Miguel; me escribía desde Ringabu.

—¿Estás al corriente de lo que ocurrió en el valle, en otoño? ¿No? Sin embargo, sabes que ha hecho un viaje junto a los jueces de la región de Mjoes y del alto valle enseñando unas credenciales según las cuales los campesinos debían pagar toda la contribución en víveres y caballos, cada seis campesinos un caballo, y los escuderos debían mandar caballos. Pero quedaban autorizados para permanecer en sus casas. ¿No te has enterado de esto? ¿Y tampoco de que los montañeses del norte se negaron a pagar esta contribución cuando Munan acompañó a Eirik Topp a la asamblea de Vaage? Bueno, el que se levantó contra este proyecto fue Lavrans Bjoergulfssoen, pidiendo a Eirik que procediera en forma legal si se debía alguna contribución atrasada, pero que era un atentado contra el pueblo el reclutar aldeanos para ayudar a un danés a que hiciera la guerra al rey de Dinamarca; si nuestro rey llamaba a sus súbditos a filas se daría cuenta de que estaban dispuestos a comparecer con buenas armas, caballos y escuderos armados… pero él, Lavrans, no mandaría de Joerungaard ni un solo macho cabrío, ni una hebra de cáñamo, a menos que el rey pidiera que lo llevara él, en persona, a la reunión del ejército. ¿De veras, no lo sabías? Smid Gudleikssoen dice que Lavrans prometió a los campesinos pagar la multa por ellos si fuera necesario…

Erlend estaba estupefacto.

—¿Lavrans hizo eso? Jamás había oído decir que mi suegro se mezclara en otra cosa que en los asuntos relativos a sus propiedades y sus amigos.

—Es cierto que no lo hace con frecuencia. Pero me he enterado lo bastante desde que entré en Lindesnaes para saber que cuando Lavrans Bjoergulfssoen interviene en un asunto lo sigue hasta el fin, porque jamás habla de una cosa sin conocerla a fondo; de modo que resulta difícil contradecirle. Respecto a estos acontecimientos, ha debido escribirse con sus parientes de Suecia… Dama Ramborg, su abuela paterna, y el abuelo paterno de Micer Erngisle eran primos hermanos, así que cuentan con numerosa familia. Por pacífico que sea tu suegro, no por ello deja de tener una gran influencia en las aldeas donde la gente lo conoce y lo aprecia… sólo que no acostumbra a hacer uso de ella.

—Eso me da a entender que te llevas bien con él. Me sorprende veros tan buenos amigos…

—¿Cómo puede sorprenderte? —contestó gravemente Erling—. Habría que ser un hombre anormal para no sentirse contento de llamar amigo a Lavrans de Joerungaard. Para ti, primo, sería muy ventajoso que le escucharas, mejor que a Munan…

—Munan ha sido para mí como un hermano mayor desde el día en que abandoné Husaby por primera vez —dijo Erlend exaltándose—. Nunca me engañó cuando me encontré en apuros. Y es él, ahora, el que está en dificultades…

—Munan sabrá salir de ellas —dijo Erling en el mismo tono tranquilo de antes—. Las cartas que llevaba consigo iban ilegalmente revestidas con el sello del reino de Noruega, aunque él no es responsable de ello. Lo más grave es que ha sido testigo y que puso su sello en el acta de compromiso de Dama Eufemia, pero esto es difícil revelarlo sin poner en evidencia a alguien que no nos… En verdad, Erlend, creo que Munan se salvará sin tu ayuda, pero que tú, en cambio, puedes pillarte los dedos…

—Ahora comprendo que a quien se la tenéis jurada es a Dama Ingebjoerg… Pero yo juré servir a nuestra pariente lo mismo en el país que fuera de él… —dijo Erlend.

—También lo hice yo. Y tengo la intención de mantener mi promesa; así lo hará sin duda todo buen noruego que haya servido y amado a nuestro señor y pariente el rey Haakon. Y el mejor servicio que puede hacerse a una mujer tan joven es precisamente separarla de los consejeros que la dirigen, para mayor desgracia suya y de su hijo…

—¿Creéis poder hacerlo?

—Sí —contestó Erling Vidkunssoen con voz firme—. Así lo creo, como también —añadió encogiéndose de hombros— todos aquellos que no quieren escuchar al demonio y los chismes. Y somos nosotros, los parientes de la señora, los que debemos desconfiar más que nadie.

Una sirvienta levantó el escotillón del pavimento y preguntó si la señora de la casa iba a mandar servir la comida en la sala grande…

Mientras estaban en la mesa la conversación recayó de pronto en las grandes noticias del momento. Cristina observó que su padre y Micer Erling no se mezclaban en ella; hablaban de bodas y defunciones, pleitos de sucesión y compras de granjas ocurridos a parientes y amigos. Una gran inquietud se apoderó de ella sin que comprendiera la causa. Sin querer confesárselo, conocía suficientemente bien a su marido para saber que, por obstinado que fuera, podía fácilmente hacérsele cambiar de opinión, esto es, podía hacerlo alguien que, como suele decirse, tuviera una mano de hierro en un guante de terciopelo.

Después de la comida los hombres fueron a sentarse junto al fuego para beber. Cristina se sentó en el banco y sosteniendo su bastidor sobre las rodillas, se puso a tejer un galón. Inmediatamente se le acercó Haftor Graut; puso un almohadón en el suelo y se sentó a los pies de la señora de la casa. Habiendo encontrado el strengelek de Erlend, se lo apoyó en las piernas y fue tocando mientras hablaba. Haftor era un hombre muy joven, de cabello rubio y rizado y las facciones finas, aunque muy pecoso. Cristina se dio en seguida cuenta de que era muy hablador. Acababa de hacer una boda de dinero, pero se aburría soberanamente en sus granjas; por esta razón quería asistir a la reunión de la Corte.

—Pero es probable que Erlend Nikulaussoen prefiera quedarse en casa —dijo, apoyando la cabeza en las rodillas de Cristina. Esta se apartó un poco, sonrió y dijo, con expresión inocente, que lo único que sabía era que su marido tenía la intención de viajar al sur, por un motivo que desconocía—. Hay tal agitación hoy día en el país, que no está bien que una mujer se mezcle en estas cosas.

—No obstante, es la estupidez de una mujer la causa de todo —contestó Haftor, sonriendo y acercándose—. Así opinan Erlend y Lavrans Bjoergulfssoen. Me gustaría saber lo que quieren decir con eso. Vos, Cristina ¿qué creéis? Dama Ingebjoerg es una mujer buena y sencilla… tal vez esté, como vos en este instante, tejiendo seda con sus dedos blancos como la nieve; quizás sea que hay que tener un corazón duro como la piedra para negar a un fiel capitán de su difunto esposo un poco de ayuda para mejorar su situación.

Erlend vino a sentarse al lado de su mujer, lo que obligó a Haftor a apartarse un poco.

—Las mujeres se dejan arrastrar a charlas en las hospederías, si los hombres cometen la tontería de llevarlas consigo a las asambleas.

—En mi tierra —observó Haftor— se dice que por el humo se sabe dónde está el fuego.

—Este refrán lo tenemos también nosotros —dijo Lavrans, que acababa de llegar con Erling—. Sin embargo, este invierno me equivoqué, Haftor… al buscar dónde calentarme. —Se sentó al borde de la mesa. Micer Erling fue a buscarle su vaso y se lo entregó con una reverencia; luego, el caballero se sentó a su lado.

—Es poco probable, Haftor —comentó Erlend—, que vosotros, los del norte, en el Haalogaland, podáis saber lo que Dama Ingebjoerg y sus consejeros hayan podido averiguar sobre los proyectos y empresas de los daneses. No sé aún si no habéis sido algo cortos de vista al oponeros a la llamada del rey. Micer Knut… creo que podemos pronunciar este nombre, ya que todos lo tenemos presente… no me parece hombre capaz de dejarse sorprender dormido en su rama. Estáis todos demasiado lejos de las grandes marmitas para poder oler lo que se cuece dentro. Mi opinión es que es mejor prever que proveer.

—Sí —dijo Erling—, casi podría asegurarse que nuestra cocina se hace en casa del vecino. Es casi como decir que nosotros, los noruegos, recibimos una pensión alimenticia. Nos mandan por la puerta las gachas que se cuecen en Suecia. Comed si tenéis hambre. Yo creo que fue un fallo de nuestro señor y rey Haakon, instalar la cocina en un extremo de la propiedad, transformando a Oslo en la mayor ciudad del país. Antes, siguiendo con la misma imagen, la cocina estaba en medio del gran patio, era Bergen o Nidaros, pero de todo ello ya no quedan más que el arzobispo y el Capítulo. ¿Cuál es tu opinión, Erlend, tú que eres del Trondhjem, donde radican tus bienes y tu poder?

—¡Válgame Dios, Erling! ¿Acaso lo que quieres es traer la marmita a casa y colgarla sobre el verdadero hogar?

—Sí —contestó Haftor—. Durante demasiado tiempo hemos debido soportar, en el norte, el olor a quemado y, en cambio, comer las berzas frías.

Lavrans intervino, diciendo:

—Así es, Erlend; yo no hubiera cargado con la responsabilidad de hacerme el portavoz de nuestra gente si no hubiera guardado las cartas de mi pariente Micer Erngisle. Así es como sabía que ninguno de los dos hombres que dan justos consejos, tanto en la corte del rey de Dinamarca como en la de nuestro rey, ha pensado en romper la paz y el acuerdo existentes entre los dos países.

—Si sabéis quién es el actual consejero de Dinamarca, suegro, sabéis mucho más que la mayoría de los hombres.

—Hay una cosa que sé. Es que hay un hombre al que nadie, aquí, ni en Suecia, ni en Dinamarca, quiere verle mandar. Tal ha sido el objeto de la asamblea de los suecos en Skara, este verano, como va a ser igualmente el motivo de la reunión que tendremos en Oslo. Poner en claro, para aquellos que aún no lo han comprendido, que sobre este punto todos los hombres de sentido común están de acuerdo.

Había llegado el momento en que cada cual había bebido lo suficiente para que su conversación fuera ruidosa… a excepción del viejo Smid Gudleikssoen, que dormitaba sobre su sillón junto al fuego. Erlend ironizó:

—Sí, tenéis tanto sentido común que ni el diablo podría engañaros. Es probable que Knut Porse os dé miedo. ¿Es que no comprendéis, amigos míos, que no es hombre que se conforme con mirar pasar plácidamente los días y ver cómo crece la hierba por la voluntad de Dios? Me gustaría volver a encontrarme con ese caballero; le conocí cuando estaba en Halland. Y creed que no me disgustaría estar en el lugar de Knut Porse.

—Yo no me habría atrevido a decir eso delante de mi esposa —exclamó Haftor Graut.

Erling Vidkunssoen también había bebido lo suyo. Intentó conservar sus modales corteses, pero no supo dominarse.

—¡Primo! —gritó, echándose a reír a carcajadas—. ¡Pero primo… Erlend! —y le golpeaba los hombros, riendo como un loco.

—Erlend —cortó Lavrans sin contemplaciones—, se trata de algo más importante que el hecho de seducir mujeres. Si el papel de Knut Porse fuera sólo el hacer de zorra en el gallinero, nosotros, los señores de Noruega, tendríamos demasiada pereza para decidirnos a salir de casa y echarlo… aunque la gallina fuera la madre de nuestro rey. Pero sea quien sea la persona a la que Knut Porse pueda arrastrar a hacer tonterías, no comete ninguna locura que no tenga un objetivo escondido. Se ha propuesto un fin, y podéis estar seguros de que no lo pierde de vista…

Se hizo un silencio que rompió Erlend con una mirada ardiente:

—Entonces, me gustaría que Knut Porse fuera noruego.

Durante unos instantes nadie se movió. Luego, Micer Erling tragó un sorbo y dijo:

—¡Líbrenos Dios! Si tuviéramos semejante hombre entre nosotros, en Noruega, temería que la paz de nuestro país no tardara en desaparecer.

—¡La paz de nuestro país! —remedó Erlend socarrón.

—Sí, la paz de nuestro país —repitió Erling Vidkunssoen—. Acuérdate, Erlend, que nosotros, los caballeros, no somos los únicos que formamos este país. Quizás fuera una alegría para ti que surgiera un hombre ambicioso y sediento de aventuras como Knut Porse. Las cosas ocurrían así antiguamente; cuando un hombre del país reunía una banda de rebeldes, le resultaba siempre fácil encontrar señores que le siguieran. O bien salían adelante y obtenían títulos y celebraciones, o bien eran sus parientes los que se llevaban el botín y conseguían así garantías para sus vidas y sus bienes… Evidentemente hay que tener en cuenta a los que perdían su vida, pero en general la mayor parte salían bien parados. Y así ocurría en tiempos de nuestros padres. Pero los campesinos y los burgueses, Erlend, la gente que trabajaba y a la que se le exigía contribución para dos señores a la vez, varias veces al año, y que debían además mostrarse contentos cada vez que una de estas bandas pasaba por las aldeas sin quemar las granjas ni degollar al ganado; los aldeanos que tenían que soportar una tiranía tan intolerable, estos, creo, dan gracias a Dios y a san Olav de que el viejo rey Haakon y el conde Magnus y sus hijos reformaran las leyes y garantizaran la paz…

—Sí, creo que esa es tu opinión. —Erlend echó la cabeza atrás. Lavrans lo miraba. Erlend estaba completamente despejado, su rostro, moreno y expresivo, centelleaba; su cuello, esbelto y moreno, se tensaba como un arco. Lavrans miró a su hija. Cristina había dejado su trabajo y seguía atentamente la conversación de los hombres.

—¿Tan seguro estás de que los campesinos y gente del pueblo piensan así y aprecian el nuevo orden? Es cierto que los tiempos eran en general duros para ellos, antes, cuando los reyes y sus adversarios llevaban la guerra por todo el país. Sé que recuerdan aún el tiempo en que debían refugiarse en la montaña con sus animales, sus mujeres y sus hijos, mientras sus granjas ardían en las aldeas. Se lo he oído contar. Pero sé que también recuerdan otra cosa: que sus padres formaban parte de esas bandas; ¡no éramos los únicos que participábamos en la lucha por el poder, Erling! Los hijos del pueblo también jugaban a lo mismo… y llegaron incluso a conquistar nuestros bienes alodiales. No fue durante la época en que la ley gobernaba el país cuando el hijo de una prostituta de Skidan, que ni siquiera conocía el nombre de su padre, obtuvo la viuda de un vasallo y los bienes de esta como le ocurrió a Reidar Darre; su descendiente era un buen partido para tu hija, Lavrans, y ahora tiene por esposa a la sobrina de tu mujer, Erling. En este momento gobiernan la ley y el derecho; no sé cómo se hace eso, pero lo que sí sé es que la tierra de los campesinos viene a nuestras manos y esto con arreglo a la ley; y cuanto más reina el derecho, más pronto pierden ellos el poder y la capacidad de tomar parte en la dirección de los asuntos del reino y de los suyos propios. Y esto, Erling, los campesinos lo saben también. ¡Oh, no, no estéis tan seguros todos vosotros de que los campesinos no echan en falta los tiempos en que corrían el riesgo de perder sus granjas por el fuego y la violencia, pero cuando también podían ganar, por las armas, más de lo que ahora puedan ganar por el derecho!

Lavrans hizo un gesto de aprobación.

—Es cierto que en eso Erlend tiene razón —dijo en voz baja.

Pero Erling Vidkunssoen se puso en pie:

—Ya lo creo, los campesinos recuerdan más a los pocos hombres que salieron de la nada con las armas en la mano y son ahora señores, que la innumerable masa de gente que ha naufragado en la más negra pobreza y miseria. Sin embargo, ningún señor fue tan duro con los campesinos como estos que salieron de la nada; creo que ellos dieron origen al refrán: no hay nada peor que un pariente. El que no ha nacido señor, se vuelve déspota, pero aquel que ha crecido entre criados y sirvientas comprende más fácilmente que sin los humildes somos tan poca cosa como un niño; también comprende que por el amor de Dios, aunque también por propio interés, debemos en cambio servirles y ayudarles con nuestro saber y nuestra condición de caballeros. Jamás hasta hoy se ha sostenido un reino sin que hubiera señores con el poder y la voluntad de servirse de su fuerza para defender el derecho de los débiles…

—Podrías rivalizar con mi hermano, Erling —interrumpió Erlend riendo—. Pero creo que los habitantes de las costas trondhjemesas nos querían más antes, a nosotros los señores, cuando nos llevábamos a sus hijos a la guerra, mezclábamos su sangre a la nuestra en los puentes de navíos, rompíamos sus cadenas a hachazos y compartíamos el botín con nuestros servidores. Sí, ya oyes a Cristina, a veces sólo duermo a medias cuando Sira Eiliv nos lee en los grandes libros.

—Bienes mal adquiridos —declaró Lavrans Bjoergulfssoen—, no llegan jamás a la tercera generación. ¿Habías oído decir esto alguna vez, Erlend?

—Sí, lo he oído decir… pero no lo he visto nunca —exclamó Erlend.

Erling Vidkunssoen dijo entonces:

—La verdad, Erlend, es que muy pocos nacen grandes señores, pero que todos nacemos para servir; la verdadera aristocracia es la de ser servidor de los servidores…

Erlend cruzó las manos sobre la nuca y se desperezó, sonriendo:

—Esa no ha sido nunca mi idea. Y no creo que mis granjeros tengan que agradecerme ningún servicio. Sin embargo, por raro que parezca, creo que me quieren.

Frotó la mejilla contra el gatito negro de Cristina que había saltado sobre su hombro y daba vueltas alrededor de su cuello ronroneando y arqueando el lomo.

—En cambio mi mujer —prosiguió—, aquí presente, es la más servicial de las mujeres… aunque no tengáis motivos para creerlo porque jarras y vasos están vacíos, ¡Cristina mía!

Orm, que había guardado silencio mientras seguía la conversación de los hombres, se levantó un momento y salió.

—Nuestra anfitriona está tan aburrida que se ha dormido —observó Haftor sonriendo—. Y vosotros sois los culpables… Debíais haberme dejado hablar tranquilamente con ella. Yo sé cómo hay que hablar a las mujeres.

—Sí, la charla ha durado demasiado para vos, señora —empezó a decir Erling deseando excusarse, pero Cristina contestó:

—La verdad, señores, es que no he comprendido bien todo lo que se ha dicho esta noche, pero como lo recuerdo, luego me quedará tiempo para pensar en ello…

Orm regresó con algunas sirvientas que traían bebidas. El joven las sirvió. Lavrans miraba con tristeza al hermoso muchachito. Había tratado de entablar conversación con Orm Erlendssoen, pero el chico era poco hablador, a pesar de sus modales amables y educados.

Una de las sirvientas murmuró al oído de Cristina que Naakkve se había despertado, en la pequeña estancia, y que gritaba de un modo terrible. La anfitriona deseó entonces las buenas noches a todos y se retiró seguida de las sirvientas.

Los hombres se pusieron de nuevo a beber. Micer Erling y Lavrans cambiaban miradas de vez en cuando. Luego aquel dijo:

—Hay una cosa, Erlend, de la que tenía intención de hablarte. Corren rumores de un acuerdo o compromiso entre la región de Moere y nuestro fiordo. La gente tiene miedo, en el norte, de que este verano vuelvan los rusos en mayor número, y de que si eso ocurre no puedan asegurar, solos, la defensa del país. Esta es la primera ventaja que tenemos que agradecer a la monarquía común a Suecia y Noruega; no es justo que la gente del Haalogaland, en el norte, sean los únicos que se aprovechen de ello. Pero la verdad es que Arne Gjavvaldssoen es demasiado viejo y achacoso, de modo que se ha hablado de nombrarte jefe de los barcos de los campesinos de este lado del fiordo. ¿Qué te parece?

Erlend cruzó las manos; su rostro resplandecía.

—¿Qué me parece…?

—No es, por supuesto, un nombramiento importante —observó Erling en voz baja—. Pero no estaría de más que fueras a que los jueces cantonales te informaran. Eres conocido en la región. Entre los señores del consejo se ha dicho que tú podías ser el hombre capaz de actuar en esta cuestión. Recordarán que ganaste honores cuando estabas en el ejército con el conde Jacob… Yo mismo recuerdo haber oído decir al rey Haakon que había obrado mal mostrándose tan duro con un escudero joven y bien dotado como tú: decía que estabas destinado a ser uno de los pilares de tu rey…

—Pero tú no llegarás nunca a ser nuestro rey, Erling Vidkunssoen. ¿Es este el motivo de tus reflexiones —exclamó, echándose a reír—, hacer de Erlend un rey?

Erling cortó, impaciente:

—Vamos, Erlend, ¿no comprendes que ahora hablo en serio?

—¡Que Dios me asista! ¿Acaso hablabas en broma hace un rato? Creí que habías hablado en serio toda la noche… Bueno, bueno, hablemos, pues, seriamente. Cuéntame todo lo referente a este asunto, primo…

Cristina estaba acostada y dormía con el niño sobre su pecho, cuando Erlend llegó a la pequeña estancia. Metió un pedazo de madera resinosa en las brasas del hogar e iluminó a los dos durmientes por espacio de unos instantes.

¡Qué hermosa era! ¡Y qué precioso era su hijo! Ahora, Cristina tenía siempre sueño por la noche. Apenas se acostaba con su hijo en brazos, se quedaban ambos dormidos. Erlend sonrió y tiró la rama encendida al hogar. Luego, se desnudó despacio.

Poder ir hacia el norte en primavera, en La sirena y tres o cuatro barcos de guerra. Haftor Graut con tres barcos de Haalogaland; pero Haftor no tenía la menor experiencia; por supuesto le ayudaría a tomar decisiones; sí, comprendía que él sería el que decidiría. Haftor no parecía ni remolón ni asustadizo. Erlend se acostó y se quedó sonriendo en la oscuridad. Había pensado tomar la tripulación para La sirena fuera de Moere. Pero en su misma tierra había, lo mismo que en Birgsi, infinidad de muchachos aguerridos y atrevidos. Podía reunir una magnífica tripulación.

Hacía poco más de un año que estaba casado. Nacimiento del niño, penitencia y ayuno; ahora, de día y de noche, niño por aquí y niño por allá. Y no obstante, Cristina seguía siendo siempre la misma, dulce y joven, cuando podía hacerle olvidar un instante las charlas del sacerdote y el arrapiezo que la chupaba golosamente.

La besó en el hombro pero ella no se dio cuenta. ¡Pobrecilla, había que dejarla dormir; tenía tantas cosas en qué pensar esta noche! Le volvió la espalda y fijó la mirada en el tizón ardiente que brillaba débilmente en el hogar. Hubiera debido levantarse y cubrirlo de ceniza, pero no se sintió con ánimos.

Poco a poco, acudieron a su espíritu los recuerdos de su juventud. Una vibrante roda de barco deteniéndose un instante fugaz sobre la cresta de una ola que se le echaba luego encima; el agua barriendo el puente. El rugido tremendo de la tormenta y del mar. El barco entero gemía bajo la presión del agua; la punta del palo describía un arco furioso sobre las nubes desencadenadas. Ocurría por alguna parte de la costa de Halland. Abatido, Erlend sintió que las lágrimas le llenaban los ojos. No se había dado cuenta de lo dolorosos que habían sido aquellos años de ocio.

A la mañana siguiente, Lavrans Bjoergulfssoen y Erling Vidkunssoen se hallaban en el extremo del gran patio viendo correr los caballos de Erlend al otro lado de la valla.

—En mi opinión —dijo Lavrans— si Erlend asiste a esa asamblea, por su posición y nacimiento, como pariente del rey y de su madre, está destinado a ocupar un puesto entre los jefes. Me pregunto, Micer Erling, si podéis estar seguro de que sus opiniones no le inclinarán hacia el otro bando. Si Ivar Ogmundssoen quiere intentar una contraofensiva, Erlend está igualmente ligado a los hombres que seguirán a Micer Ivar…

—Yo no creo que Micer Ivar quiera intentar nada —contestó Erling—. En cuanto a Munan —y apretó los labios al decirlo— es lo bastante listo como para mantenerse al margen; sabe que de otro modo todo el mundo vería el caso, grande o pequeño, que hay que hacerle a Munan Baardssoen —ambos sonrieron—. Vos, Lavrans, sabéis tal vez mejor que yo, por ser hijo de juez y tener aún tantos parientes en Suecia, que los grandes señores de aquel país no quieren considerar a nuestros caballeros iguales a los suyos. Podríamos necesitar a los hombres más ricos y de mayor alcurnia. Y sería un error dejar que un hombre como Erlend se quedara en su casa departiendo con su esposa y administrando sus granjas… sea cual sea la forma en que las administre —añadió al ver la expresión de Lavrans. Este tuvo una sonrisa fugaz—. Pero si creéis que sería una torpeza insistir a Erlend para que nos acompañe, desistiré.

—Pienso, mi querido señor, que Erlend puede sernos más útil en nuestras aldeas. Como todos decíais, hay que temer que la llamada a filas sea mal acogida en las aldeas del sur del istmo de Nandal, donde la gente cree que no tiene por qué recelar de los rusos. Podría ser que en este aspecto Erlend fuera capaz de modificar, en cierto modo, la opinión popular…

—Es terriblemente fanfarrón —dejó escapar Micer Erling.

Y Lavrans contestó:

—Mucha gente comprende tal vez mejor ese modo de hablar que el de los hombres razonables… —de nuevo se miraron riendo—. En todo caso, puede hacer más daño en la asamblea, donde su palabra pesaría demasiado…

—Sí, si no podéis obligarle…

—No puedo, en todo caso sólo lo podría hasta el momento en que se encuentre con pájaros en cuya compañía esté acostumbrado a volar. Mi yerno y yo somos muy distintos.

Erlend se les acercó:

—¿La misa os ha alimentado tanto que os permite prescindir del desayuno?

—No he oído que nos llamaran. ¡Tengo un hambre de lobo… y una sed! —Lavrans acarició un caballo de un blanco sucio al que estaba observando—. Si el hombre que se ocupa de tus caballos de labor estuviera a mi servicio, yerno, querría… querría echarlo de mi granja antes de sentarme a la mesa.

—No me atrevo a hacerlo por Cristina —contestó Erlend—. Ha hecho un hijo a una de sus sirvientas.

—Vaya, vaya, aquí consideráis esto una gran hazaña, por lo que veo —comentó Lavrans enarcando las cejas—. ¿Y juzgáis indispensable a un hombre así?

—No, pero Cristina y el sacerdote quieren casarlos, ¿comprendéis?, y cuentan conmigo para hacer que este hombre se decida a vivir con ella. La muchacha no quiere, su padrino tampoco y el propio Tore se resigna a regañadientes… pero no me permiten despedirlo por temor a que desaparezca. Ahora está bajo la férula de Ulf Haldorssoen, cuando está en casa…

Erling Vidkunssoen se reunió con Smid Gudleikssoen; Lavrans dijo a su yerno:

—Cristina me parece un poco pálida hoy.

—Sí —comentó vivamente Erlend—. ¿No podríais hablarla? Este chiquillo la está chupando hasta los huesos. Creo que quiere darle el pecho hasta la tercera Cuaresma, como una campesina vulgar…

—Ama a su hijo apasionadamente —observó Lavrans sonriendo.

—Es cierto. Ella y Sira Eiliv se pasan horas hablando de rojeces o de los dientes que le salen como si se tratara de milagros. He visto a muchos niños echando los dientes y lo que sería sorprendente es que a Naakkve no le salieran.