6

Cristina debía ir a Nidaros pasados tres días de la fiesta de los Mártires de Selja, el 8 de julio; antes el arzobispo no estaría, y después la ciudad se ocuparía en los preparativos de San Olav.

La víspera por la noche Gunnulf había llegado temprano a Husaby; acompañado de Sira Eiliv, se dirigió a la capilla para cantar maitines. El rocío se extendía sobre la hierba como una manta cuando Cristina se dirigió a la capilla, pero el sol doraba los bosques en la cima de las montañas y el cuco cantaba en las vertientes. Parecía que iba a tener buen tiempo para su peregrinación.

En la capilla no había nadie excepto Erlend y su esposa, y en el coro, iluminado, los sacerdotes. Erlend contempló los pies desnudos de Cristina. Estar así sobre las losas debía de ser glacial para ella.

Debía caminar durante tres millas sin más compañía que sus oraciones. Se esforzó por elevar su corazón a Dios como no lo había hecho en muchos años.

Cristina iba vestida con un traje gris ceniza y llevaba una cuerda alrededor de su cintura. Por debajo, sabía que llevaba una camisa de grueso tejido de estopa. Un pañuelo de estameña fuertemente atado cubría sus cabellos.

Cuando salieron de la capilla, al sol de la mañana, una sirvienta se les acercó con el niño. Cristina se sentó sobre un montón de maderos. De espaldas a su marido, dio de mamar a su hijo antes de emprender el camino. Erlend permanecía de pie, inmóvil a cierta distancia. Tenía las mejillas blancas y heladas de angustia.

Los sacerdotes salieron algo más tarde; habían dejado las vestiduras en la sacristía. Se detuvieron junto a Cristina. Sira Eiliv se marchó en seguida hacia su granja, pero Gunnulf ayudó a Cris tina a colocar al niño, fuertemente sujeto, sobre su espalda. En un saco que colgaba de su cuello llevaba la corona de oro, plata y un poco de pan y de sal. Cogió el bastón en una mano, se inclinó profundamente ante el sacerdote y emprendió silenciosamente el camino que subía hacia el norte, a través del bosque.

Erlend se quedó atrás con el rostro mortalmente pálido. De repente echó a correr. Al norte de la capilla había pequeños montículos con escasa hierba y matas de enebro y alisos medio comidos por los animales; los pastores tenían predilección por aquel lugar. Erlend corrió hacia allí; desde arriba podía ver un rato más a Cristina antes de que se la tragara el bosque.

Gunnulf subía despacio detrás de su hermano. El sacerdote parecía más alto y ceñudo a la luz de la mañana. También él estaba pálido.

Erlend continuaba inmóvil, con la boca entreabierta; las lágrimas resbalaban por sus mejillas pálidas. De pronto se echó hacia adelante, se arrodilló y por fin se dejó caer de cabeza sobre la hierba rasa, sollozando y arrancando brotes de las matas con sus largos dedos morenos.

Gunnulf siguió de pie, inmóvil también. Miraba hacia el suelo al hombre deshecho en lágrimas; luego, a lo lejos, al bosque por donde había desaparecido la mujer.

Erlend levantó la cabeza.

—Gunnulf… ¿era necesario imponerle esta prueba?

—¿Era necesario? —repitió—. ¿No podías haberla absuelto tú?

Gunnulf no contestó. Entonces Erlend volvió a decir:

—Yo me había confesado y había pagado la multa. Por ella pagué treinta misas y rezos de aniversario y una tumba en tierra bendita. Confesé mi pecado al obispo Helge y emprendí la peregrinación de la Santa Sangre a Schwerin. ¿No podía haber servido todo esto para Cristina?

—Aunque hicieras eso —contestó el sacerdote—, si ofreciste a Dios un corazón arrepentido y conseguiste un arreglo con Él, has de comprender que aún debes esforzarte durante días y durante años en borrar las huellas de tu pecado. De lo que ocurre a la que ahora es tu esposa, has sido tú la causa cuando la arrastraste primero a una vida impura y luego al homicidio; de esto no puedes absolverla, sólo Dios puede. Rézale para que extienda la mano sobre ella durante este viaje, ya que tú no puedes acompañarla y protegerla. Y no olvides, hermano, mientras dure vuestra vida, que has visto a tu mujer abandonar la granja en este estado más por causa de tus pecados que por los de ella.

—Yo había jurado, en nombre de Dios y de mi fe de cristiano —dijo Erlend al cabo de un momento—, y antes de robarle su honor, que no tendría más esposa que a ella, y a su vez ella había prometido que jamás aceptaría a otro hombre mientras viviéramos. Tú mismo dijiste, Gunnulf, que así estábamos unidos ante Dios; cualquiera que contrajera matrimonio con otra persona viviría a Sus ojos en concubinato. Cristina no pudo, pues, cometer una impureza entregándose a mí…

—El pecado no fue el hecho de vivir con ella, si hubieras podido hacerlo sin menoscabo de los derechos de otro. Pero la arrastraste a una rebeldía culpable hacia todos aquellos que Dios había situado por encima de ella y por fin la hiciste cómplice de un crimen de homicidio. Te lo dije el día en que hablamos de ello. Por esta razón la Iglesia regula el matrimonio y ha querido que se hiciera público y que nosotros, sacerdotes, no podamos unir a un hombre y a una mujer contra la voluntad de la familia.

Se sentó, cruzó las manos sobre sus rodillas y fijó su mirada en la aldea soleada donde el pequeño lago brillaba azul al fondo de la hondonada.

—Sin embargo, debiste pensarlo, Erlend… Tú, que habías sembrado matas de espinos y ortigas a tu alrededor, ¿cómo podías atraer a una joven sin que se arañara hasta verse cubierta de sangre y heridas?

—Tú me ayudaste más de una vez, hermano, cuando vivía con Eline —observó Erlend con dulzura—. Eso no podré olvidarlo.

—Me parece que no lo hubiera hecho —contestó Gunnulf con voz temblorosa— si hubiera podido imaginar que tendrías el valor de portarte así con una chiquilla pura y buena; una niña, comparada contigo.

Erlend no contestó y Gunnulf prosiguió:

—En aquella época, en Oslo, ¿no pensaste jamás en lo que ocurriría si Cristina tenía un hijo durante su estancia en el convento? Además, estaba prometida a otro; su padre era un hombre orgulloso y delicado en cuestiones de honor; todos sus parientes, gente de gran familia, estaban poco dispuestos a tolerar la vergüenza.

Erlend había vuelto la cabeza:

—Claro que lo pensé… Munan había prometido ocuparse de ella. Y yo le había dicho a Cristina…

—¡Munan! ¿Te atreviste a hablar del honor de Cristina a un hombre como Munan?

—No es como tú crees —contestó Erlend con sequedad—. Además, Dama Catherina es pariente nuestra. Porque no era cosa de llevarla a ninguna de las granjas de Munan, donde tiene a sus amantes…

Erlend golpeó el suelo con la mano, con tal fuerza que le sangraron los nudillos:

—En verdad es el diablo el que se mezcla en nuestros asuntos cuando nuestra mujer se confiesa con nuestro hermano…

—No se ha confesado conmigo —dijo el sacerdote— y yo no soy tampoco el capellán de su parroquia. Se confió a mí en la amargura de su angustia y de su desgracia y traté de ayudarla, de darle el consuelo y los consejos que me parecieron mejores.

—Bien —Erlend echó la cabeza hacia atrás y miró a su hermano—. Sé que yo no hubiera debido hacerla ir a casa de Brynhild…

El sacerdote se le quedó mirando un momento en silencio:

—¿A casa de Brynhild Fluga?

—Sí. ¿Es que no te lo dijo, puesto que te dijo lo demás…?

—Desde luego debió de ser bastante duro para Cristina hacer tal confesión sobre su marido, en el confesionario. Creo que hubiera preferido morir que confesar esto en otro lugar… —se calló un momento y luego añadió con dureza, tajante:

—Si te considerabas su marido ante Dios, Erlend, o sea el que tenía que defenderla y protegerla, tu conducta me parece aún peor. La arrastraste al bosque y a las granjas, le has hecho pisar el umbral de un prostíbulo. Y como colofón la llevaste a casa de Bjoern Gunnarssoen y Dama Aashild.

—No deberías hablar así de tía Aashild —dijo Erlend en voz baja.

—Tú mismo dijiste antes que, en tu opinión, Dama Aashild había causado la muerte de nuestro tío; ella y ese hombre, Bjoern…

—No me importa —contestó Erlend vivamente—. Quiero a tía Aashild…

—Lo he comprendido —observó el sacerdote con media sonrisa irónica—. Luego no viste inconveniente alguno en la posibilidad de que se encontrara con Lavrans Bjoergulfssoen después de que tú te hubieras ido con su hija. Me parece, Erlend, que crees que tu amistad es algo que vale la pena pagar caro…

—¡Jesús! —exclamó Erlend cubriéndose la cara con las manos.

Pero el sacerdote prosiguió:

—Si hubieras sido testigo de la desesperación de tu mujer, estremecida de horror ante sus pecados, sin confesión y sin ayuda… Iba a dar a luz un hijo y la muerte estaba en la puerta. ¡Y es tan niña aún y tan desgraciada…!

—¡Lo sé, lo sé! —murmuró Erlend—. ¡Sé que pensaba en todo esto en medio de sus sufrimientos! ¡En nombre de Dios, Gunnulf, no me digas más! ¡Soy tu hermano!

Pero Gunnulf sin tener en cuenta estas palabras, continuó:

—Si yo hubiera sido un hombre como tú y no un sacerdote, y hubiera seducido a una criatura tan buena y tan joven, me habría desprendido antes de la otra… ¡que Dios me perdone!, pero creo que habría hecho lo que hizo tía Aashild a su marido y aceptado la idea de ir al infierno para siempre jamás, antes que permitir que mi esposa sufriera lo que tú has hecho caer sobre la inocente cabeza de la tuya…

Erlend permaneció un instante silencioso y estremecido; después murmuró:

—Dices que eres sacerdote. ¿Eres tan bueno que no hayas pecado nunca… con una mujer?

Gunnulf no miró hacia su hermano. Enrojeció:

—No tienes derecho a hacerme semejante pregunta; sin embargo, te contestaré. Aquel que murió en la Cruz por nosotros sabe cuánto necesito de Su misericordia. Pero te digo, Erlend: aunque en toda la redondez de la tierra no hubiera un solo hombre puro y sin pecado, aunque en toda Su Santa Iglesia no hubiera un solo sacerdote más fiel y más digno que yo, miserable traidor a mi Rey, son de todas maneras los Mandamientos y la Ley del Maestro lo que nos enseña la Iglesia. Su palabra no puede ser mancillada por la boca de un sacerdote impuro, porque en ese caso quemaría y consumiría sus labios. Puede que no comprendas esto, pero lo que sí sabes igual que yo o que cualquier otro esclavo del demonio redimido por Su sangre, es que la ley de Dios no puede ser escarnecida ni Su gloria menguada, lo mismo que el sol es poderoso y brilla igual sobre el mar dorado, o las montañas desnudas, que sobre estas preciosas aldeas…

Erlend había escondido la cara entre las manos. Permaneció así un buen rato, pero, cuando habló, su voz era seca y dura:

—Sacerdote o no, puesto que no eres puro entre los puros, ¿es que no puedes comprender…? ¿Habrías tratado a una mujer que hubiera dormido en tus brazos, que te hubiera dado dos hijos, la habrías tratado, digo, como tía Aashild a su marido?

El sacerdote se calló un momento. Luego dijo con cierta ironía:

—¿No irás a juzgar tan duramente a tía Aashild?

—El caso no sería el mismo para un hombre que para una mujer. Recuerdo perfectamente la última vez que vinieron a Husaby; Micer Bjoern les acompañaba. Estábamos sentados con nuestra madre y la tía junto al fuego; Micer Bjoern tocaba el arpa y cantaba para ellas; yo estaba a sus pies. El tío Baard llamó entonces a tía Aashild; estaba acostado y quería que ella fuera también a descansar; pero empleó palabras ofensivas y terribles. La tía se levantó; Micer Bjoern también y salió de la sala, pero antes se miraron. Pensé mucho más tarde, cuando ya fui lo suficiente hombre para comprender: tal vez sea cierto… Había pedido que me dejaran alumbrar a Micer Bjoern hasta la bodega donde debía dormir; pero no me atreví y tampoco me atreví a acostarme en la gran sala. Fui, pues, a reunirme con los escuderos en la sala de los hombres. En nombre de Dios, Gunnulf, a un hombre no le puede ocurrir lo que aquella noche ocurrió a tía Aashild. No, Gunnulf, matar a una mujer… a menos que se la hubiera sorprendido con otro…

En todo caso, Gunnulf sí lo habría hecho. Aunque era algo que no se atrevía a decir a su hermano. Entonces el sacerdote preguntó fríamente:

—¿No era, pues, tampoco cierto, que Eline te había sido infiel…?

—¿Infiel? —Erlend se volvió a su hermano con un movimiento brusco, ardiente—. ¿Te parece que debía reprocharle como un crimen el que se dejara atraer por Gissur después de que yo le había dicho mil veces que entre nosotros todo había terminado?

Gunnulf bajó la cabeza.

—No. Tienes razón —dijo en voz baja y cansada.

Pero Erlend, enardecido por esta afirmación, se creció. Echó la cabeza hacia atrás y miró al sacerdote:

—¡Tienes tantas atenciones con Cristina, Gunnulf! Durante toda la primavera has estado solamente pendiente de ella… tal vez más de lo que conviene a un hermano y a un sacerdote. Parece como si me la envidiaras. ¿Era por causa del estado en que se encontraba cuando la viste por primera vez? Podría parecer…

Gunnulf le miró. Exasperado por la mirada de su hermano, Erlend se puso bruscamente en pie. Gunnulf se levantó igualmente. Como seguía mirándole, Erlend levantó el puño pero el sacerdote le cogió la mano en el aire. Erlend quiso echarse sobre su hermano, pero Gunnulf era inconmovible. De pronto Erlend cedió:

—Debí acordarme de que eres un sacerdote.

—Ya ves que no tienes por qué arrepentirte —dijo Gunnulf con una ligera sonrisa. Erlend se frotó la muñeca.

—Es verdad… siempre has tenido una fuerza de diablo en las manos…

—Es como cuando éramos niños —la voz de Gunnulf se hizo infinitamente dulce y cariñosa—. Durante los años en que he estado fuera he pensado en nuestra infancia. Solíamos pelearnos, pero nunca duraba mucho, Erlend…

—Pero ahora, Gunnulf —observó Erlend tristemente—, ya no puede volver a ser como cuando éramos niños.

—No —contestó el sacerdote—. Creo que eso ya no puede volver a ser.

Hubo un largo silencio y finalmente Gunnulf dijo:

—Voy a marcharme, Erlend. Iré a despedirme de Eiliv y luego me iré. Viviré en casa del sacerdote de Orkedal; no iré a Nidaros mientras esté ella allí —dijo mientras sonreía con dulzura.

—¡Gunnulf! No pensaba lo que decía… No me dejes así…

Gunnulf no se movió. Respiró profundamente dos o tres veces antes de empezar:

—Hay una cosa que debes saber sobre mí, Erlend, puesto que te he dicho todo lo que sé sobre ti. Siéntate.

El sacerdote se sentó como antes. Erlend se echó a sus pies, con la barbilla apoyada en la mano y contempló el rostro extrañamente tenso y torturado de su hermano. Sonriendo levemente preguntó:

—Gunnulf, ¿qué quieres confesarme?

—Verás —dijo Gunnulf en voz baja. Se encogió un momento y Erlend le vio mover los labios y apretar las manos sobre su rodilla.

—¿De qué se trata? No puedo creer que alguna vez… que una mujer hermosa de las tierras del sur…

—No —la voz del sacerdote se había vuelto áspera—. No se trata de amor… ¿Sabes, Erlend, por qué me consagré al sacerdocio?

—Sí, nuestros hermanos habían muerto y nuestros padres temieron que también nos perderían a nosotros…

—No. Munan pensaba que nuestros hermanos tenían buena salud; Gaute no estaba enfermo y murió al invierno siguiente. Pero tú sí estabas enfermo, en cama, y nuestra madre prometió consagrarme a san Olav si te salvaba…

—¿Quién te lo dijo?

—Ingrid, mi madre adoptiva.

—Sí… Realmente yo habría sido un pésimo regalo para san Olav. Conmigo habría ido mal servido. Pero tú has dicho, Gunnulf, que estabas contento de haber sido destinado al sacerdocio desde la infancia.

—Sí. Pero no siempre fue así. Recuerdo el día en que te fuiste de Husaby, a caballo, en compañía de Munan Baardssoen para ir con el rey, nuestro pariente, y ponerte a su disposición. Tu caballo caracoleaba y tus armas, nuevas, relucían. Yo jamás llevaré armas. Eras hermoso, hermano; no tenías más que dieciséis años pero desde hacía tiempo yo había comprendido que las mujeres y las jóvenes te querían.

—Pero aquella deliciosa etapa duró poco —dijo Erlend—. Aprendí a recortarme las uñas, a jurar en nombre de Jesús a cada dos palabras y a recurrir eventualmente a la daga cuando me entretenía con la espada. Luego me mandaron al norte, donde la conocí… y fui vergonzosamente despedido de la guardia del rey y nuestro padre me cerró la puerta.

—Y abandonaste el país con una mujer hermosa —observó Gunnulf con calma—. Y llegó hasta nuestros oídos que te habían hecho capitán del castillo del conde Jacob.

—¡Oh!, la realidad no era tan brillante como creíais.

—Padre y tú no erais demasiado amigos; pero tampoco hacía tanto caso de mí como para que pudiese surgir animosidad entre nosotros. Madre sé que me quería, pero ¡qué poco contaba para ella comparado contigo! Me di cuenta cuando abandonaste el país. Tú, hermano, fuiste el único que me quiso de verdad. Y Dios sabe que tú fuiste para mí el único amigo, el más querido de esta tierra. Pero en la época en que yo era joven e inexperto llegué a creer que tú te habías llevado la mejor parte. Ahora ya he hecho mi confesión, Erlend.

Erlend siguió tendido con la cara en el suelo.

—No te vayas, Gunnulf —suplicó.

—¡Sí! ¡Nos hemos dicho demasiadas cosas! ¡Que Dios y la Virgen María nos concedan volvernos a encontrar en mejor ocasión! Hasta la vista, Erlend.

—Hasta la vista —contestó Erlend sin levantar los ojos.

Cuando Gunnulf, unas horas más tarde, salió en ropas de viaje de la casa del sacerdote, vio a un jinete que cabalgaba campo a través hacia el sur, en dirección al bosque. Llevaba un arco colgado del hombro. Tres perros saltaban al lado del caballo. Era Erlend.

Cristina andaba rápidamente por el sendero del bosque, cruzando la montaña. El sol estaba alto y las cimas de los abetos brillaban bajo el sol estival, pero los sotos conservaban aún el frescor de la mañana. El aire estaba cargado de un perfume de resina, de la tierra húmeda y de los brezos en flor cuyas campanillas, de un rojo claro, salían de todas partes por entre las matas; el sendero, cubierto de hierba, se notaba húmedo y blando bajo los pies. Cristina, al andar, iba recitando sus oraciones y, de vez en cuando, levantaba los ojos a las blancas nubecillas precursoras del buen tiempo, que flotaban en el azul del cielo por encima de las copas de los árboles. No dejaba de pensar en fray Edvin. También él había caminado así durante todo un año, desde el principio de la primavera hasta el final del otoño. Había seguido los senderos de la montaña, a través de oscuras hondonadas y de blancas masas de nieve. Había dormido en las cabañas, bebido en los arroyos, comido el pan que le tendían las vaqueras y los guardianes de caballos, y luego, en el momento de decirse adiós, había pedido la paz y la bendición divinas para personas y animales.

Por las vertientes rumorosas de las montañas, el fraile bajaba al valle; alto y encorvado, con la cabeza inclinada, seguía los caminos de pastoreo, pasaba ante las granjas y viviendas… y en todas partes dejaba tras él, como don de despedida, sus caritativas oraciones para todos los hombres.

No encontró a ningún ser viviente excepto alguna vaca de vez en cuando; en las laderas de la montaña había cabañas, pero el sendero era duro y cruzaba los marjales sobre puentes de madera. Cristina no tenía miedo; le parecía que el fraile caminaba, invisible, a su lado.

«¡Fray Edvin, si de veras eres un santo y estás siempre ante la faz de Dios, reza por mí!». «Señor Jesús, santa María, san Olav…».

Deseaba ardientemente llegar al término de su viaje, descargarse del peso de sus pecados ocultos durante años, del peso de las misas y oficios que había robado sin confesión ni penitencia; aspiraba a liberarse, a purificarse, mucho más de lo que había deseado librarse de su carga en primavera, cuando aún llevaba a su hijo en las entrañas.

¡Dormía tan bien y tan confiado sobre la espalda de su madre! No se despertó hasta después de que esta hubo salido del bosque y bajado a las granjas de Snefulg, desde donde veía Budvik y el brazo del fiordo que baña Saltnes. Se sentó, apartada, en un campo, depositó sobre sus rodillas el paquete que contenía a su hijo y desató su traje sobre el pecho. ¡Qué agradable era estrecharlo contra ella, qué bueno era estar sentada, qué sensación divina en todo su cuerpo, la de sentir vaciarse sus pechos duros como la piedra y cargados de leche, mientras el niño mamaba!

A sus pies veía la aldea tranquila, soleada, con sus tierras verdeantes y los campos dorados entre el bosque oscuro. Aquí y allí una tenue columna de humo subía de los tejados. En algunos lugares habían empezado a cortar el heno.

Iría en barca desde la playa de Saltnes hasta Steine. Las aldeas le resultaban ahora totalmente desconocidas. Más arriba de la punta de By el camino pasó un trecho por entre granjas, luego otra vez el bosque, pero ahora las distancias no eran tan largas entre las zonas habitadas. Se sentía muy cansada. Sin embargo, pensó en sus padres: ellos habían recorrido, descalzos, todo este camino desde Joerungaard, en el Sil, pasando los Dofrines hasta Nidaros, llevando a Ulvhild sobre una camilla. Por lo tanto, ella no tenía derecho a encontrar pesado a Naakkve sobre su espalda.

Sólo tenía una terrible comezón en la cabeza porque sudaba bajo la gruesa pañoleta de estameña. Y alrededor de su cintura, donde la cuerda sujetaba sus ropas contra su cuerpo, la camisa se había desgastado sobre su carne al extremo de haberse desgarrado.

La circulación por el camino se hizo más intensa. De vez en cuando, en un sentido o en otro, pasaban gentes a caballo. Alcanzó una carreta de campesinos cargada de mercancías para la ciudad. Las pesadas ruedas macizas saltaban por encima de raíces y pedruscos, chirriaban y gemían. Dos hombres llevaban a un animal al matadero. Miraron a la joven peregrina porque era hermosa; por lo demás, en aquellas regiones, la gente estaba acostumbrada a este tipo de caminantes. En alguna parte, unos hombres construían una casa de madera, algo apartada del camino; la llamaron y un anciano se acercó a ella para darle de beber cerveza. Cristina la aceptó y le dio las gracias con las mismas palabras con las que siempre había oído hacerlo a los pobres cuando ella les daba limosnas.

Más tarde tuvo que volver a descansar. Junto al camino vio un talud verdeante al pie del cual corría un arroyuelo. Cristina dejó al niño sobre la hierba; este se despertó y gritó de tal manera que ella se limitó a recitar de cualquier manera las oraciones que hubiera debido rezar. Puso a Naakkve sobre sus rodillas y le quitó los pañales. El niño se había ensuciado y, como tenía poca ropa para cambiarlo, lavó y aclaró la ropita en el arroyo y la puso a secar sobre una roca inclinada caliente por el sol. Envolvió al niño en un pañal. A la criatura le encantaba juguetear mientras mamaba. Cristina contemplaba arrobada sus miembros finos, de un blanco rosado, y apretaba una de sus manitas sobre su pecho mientras le daba de mamar.

Dos jinetes pasaron al galope. Cristina los miró furtivamente: eran un hombre de categoría y su escudero. Pero, de pronto, el hombre contuvo su caballo, echó pie a tierra de un salto y se dirigió hacia ella. Era Simón Andressoen.

—¿No te molestará que te dé los buenos días? —preguntó. Permanecía de pie, con las riendas del caballo en la mano, mirándola. Iba en ropas de viaje, justillo de cuero y tabardo de lino color azul claro; sobre la cabeza llevaba un gorrito de seda; su rostro estaba rojo y cubierto de sudor.

—Es extraño volverte a ver, pero…, ¿quizás no deseas hablar conmigo?

—Lo sabes de sobra… ¿Qué es de tu vida, Simón? —Cristina estiró el traje sobre sus pies desnudos y trató de retirar el pecho a su hijo. Pero la criatura abrió la boca y se puso a gritar y patalear de tal modo que tuvo que volver a dárselo. Cubrió entonces su pecho como pudo y bajó la vista.

—¿Es tuyo? —preguntó Simón señalando al niño—. ¡Mi pregunta es estúpida! —añadió riendo—. ¿Sin duda un varón? ¡Qué suerte tiene Erlend Nikulaussoen!

Ató su caballo a un árbol y se sentó luego sobre una piedra a pocos pasos de Cristina. Dejó la espada entre sus rodillas, apoyó las manos en la empuñadura y hurgó en la tierra con la contera de la vaina.

—Es algo inesperado encontrarnos al norte de los Dofrines, Simón —dijo Cristina por hablar.

—Sí. Antes no tenía nada que hacer en esta parte del país.

Cristina recordó haber oído, en la fiesta dada para celebrar su llegada, que el hijo menor de Arne Gjavvaldssoen, de Ranheim, iba a casarse con la hija menor de André Darre. Por dicha razón le preguntó si había estado en su casa.

—¿Lo sabes? —preguntó Simón—. Evidentemente la noticia ha debido extenderse por estas aldeas…

—Entonces, ¿es verdad —dijo Cristina— que Gjavvald obtendrá la mano de Sigrid?

Simón levantó bruscamente los ojos y apretó los labios.

—Ya veo que no estás al corriente.

—No he salido de Husaby en todo el invierno. Y he visto poca gente. He oído decir que se trataba de este enlace.

—Bueno, más vale que te enteres por mí: el rumor llegará de todos modos… Gjavvald murió tres días antes de mediados de octubre; una caída de caballo que le partió la espina dorsal. ¿Te acuerdas de aquel lugar, poco antes de llegar a Dyfrin, donde el camino pasa al este del río y la margen desciende en pico? No, claro que no te acuerdas. Íbamos a la fiesta de sus esponsales; Arne y sus hijos habían venido en barco a Oslo.

Simón calló.

—¿Se sentía feliz Sigrid casándose con Gjavvald? —preguntó Cristina con timidez.

—Sí —contestó Simón—. Ha tenido un hijo de él… el día de los Apóstoles, esta primavera.

—¡Oh, Simón!

Sigrid Andresdatter tenía un rostro redondo enmarcado por rizos oscuros. Cuando reía se le hacían unos hoyuelos en las mejillas. Simón también había tenido los mismos hoyuelos y pequeños dientes blancos, de niño. Cristina recordaba que en la época en que sus sentimientos hacia su prometido se habían enfriado, aquello le había parecido poco viril, y aún más después de haber conocido a Erlend. Sigrid y Simón se parecían, sólo que era bonito en ella el que tuviera hoyuelos y sonriera. Entonces tenía catorce años. Cristina no había oído jamás una risa más feliz que la de Sigrid. Simón hacía rabiar a su hermana menor y jugaba con ella. Cristina comprendía que era la preferida entre todos sus hermanos y hermanas.

—Ya sabes que Sigrid era la preferida de nuestro padre —murmuró Simón—. Quiso que Gjavvald y ella tuvieran tiempo de conocerse y darse cuenta de si se convenían, antes de cerrar el trato con Arne. Y eso fue lo que hicieron… llevando las cosas demasiado lejos, en mi opinión. Sus encuentros no eran más que bromas y juegos y risas; ocurrió el verano pasado en los Dofrines. ¡Pero eran tan jóvenes!, nadie hubiera imaginado algo así. Y Astrid, ¿recuerdas que ya estaba prometida cuando lo nuestro…? Ella no formulaba ninguna objeción; por lo demás, Torgrim es muy rico y hasta simpático, a su manera; pero ahora no se conforma con nada ni le gusta nadie y se cree víctima, además, de todas las enfermedades que tienen un nombre en nuestro idioma. Así que todos estábamos contentos de ver a Sigrid tan feliz con su próxima boda…

»Luego llevamos a Gjavvald a la granja. Halfrid, mi mujer, hizo lo necesario para que Sigrid viniera con nosotros a nuestra casa de Mandvik. Luego nos dimos cuenta de que no se había quedado sola después de Gjavvald…

Callaron un instante. Cristina dulcemente observó:

—¡No es un viaje de placer el que estás haciendo ahora, Simón!

—¡Oh, no! Pero empiezo a acostumbrarme a recorrer los caminos por motivos dolorosos, Cristina. Además, era el más indicado para ello; nuestro padre no se sentía con fuerzas; ahora, Sigrid y el pequeño están en mi casa, en Mandvik. Él ocupará ahora el puesto de su padre en la familia y al verlos a todos reunidos allí he comprendido que no considerarán al chiquitín, cuando llegue, como a un indeseable…

—¿Y tu hermana? —preguntó Cristina angustiada—. ¿Dónde vivirá?

Simón bajó la cabeza.

—Padre quiere que vaya a vivir con él a Dyfrin —contestó en voz baja.

—Simón, ¿tendrás el valor de aceptar todo esto?

—Debes comprender —añadió sin levantar los ojos— la ventaja enorme que es para el niño entrar desde ahora en la familia de su padre. Halfrid y yo hubiéramos querido quedárnoslos a los dos. Ninguna hermana puede ser más abnegada y afectuosa con otra hermana como lo fue Halfrid para con Sigrid. No creas que alguno de nosotros se mostró duro con ella; ni siquiera nuestro padre, pero el hecho lo aplastó. Como puedes suponer, habría sido injusto que alguno de nosotros se opusiera a que la inocente criatura heredara los bienes y los derechos sucesorios de su padre.

El niño soltó el pecho de su madre. Cristina se cubrió rápidamente con su ropa y estrechó al pequeño enternecida. Este eructó dos o tres veces de satisfacción y vomitó al fin sobre las ropas y las manos de su madre.

Simón les dirigió una mirada de soslayo y dijo con leve sonrisa:

—Tú, Cristina, tuviste más suerte que mi hermana.

—Sí, estás en tu derecho pensando que por un injusto destino estoy casada y que mi hijo es legítimo. Tal vez hubiera merecido quedarme sola con mi bastardo.

—Esa habría sido la peor noticia que hubieran podido darme —dijo Simón—. Me alegro sinceramente de todo lo bueno que te ocurra, Cristina —añadió en voz más baja.

Un instante después ella le preguntó por su camino. Había venido en barco hacia el norte, desde Tunsberg.

—Ahora continuaré a caballo y me reuniré con mi escudero…

—¿Viene Finn contigo?

—No. Finn se casó; ya no está conmigo, ¿de modo que lo recuerdas? —preguntó Simón con alegría en su voz.

—¿Es hermoso el niño de Sigrid? —quiso saber Cristina mirando a Naakkve.

—He oído decir que sí. Para mí todos los niños de pañales son iguales.

—Eso es porque tú no tienes ningún hijo.

—No —dijo secamente. Luego le dijo adiós y se alejó a caballo.

Cuando Cristina reemprendió el camino, no cargó el niño a su espalda. Lo llevó en brazos estrechando la carita contra el hueco de su pecho. No podía alejar el pensamiento de Sigrid Andresdatter.

Su padre no habría procedido así con ella. ¿Lavrans Bjoergulfssoen ir mendigando un lugar entre la familia del padre para el bastardo de su hija? Jamás habría sido capaz de semejante acción. Y jamás, jamás habría tenido el valor de separarla de su hijito, de arrancar el niño del pecho de su madre, de separarlo de ella cuando aún tenía sus inocentes labios húmedos de la leche materna.

—No, no, Naakkve mío, no habría tenido valor para hacerlo aunque hubiera sido diez veces justo, mi padre no lo habría hecho…

Pero no podía alejar una imagen de su pensamiento: un grupo de jinetes desaparecieron en dirección norte hacia la granja de Rosten allí donde el valle se estrecha y donde las montañas se aprietan unas contra otras, erizadas de bosques. Un hálito frío sube del río que corre rugiendo sobre las piedras planas grises como el hielo, burbujeante, salpicado de vez en cuando de agujeros negros.

El que se tira ahí es inmediatamente destrozado contra los peñascos… ¡Jesús! ¡Virgen María…!

Veía luego las tierras de su casa, Joerungaard, en una noche clara de verano. Se veía a sí misma, bajando la cuesta hasta el lugar umbroso y verde bajo los alisos, junto al río, donde acostumbraba a lavar las ropas. El agua corría con un rumor fuerte y monótono sobre un lecho de grandes piedras planas. ¡Señor Jesús!, ¡es más fuerte que yo…!

¡No obstante, mi padre no habría tenido valor para obrar así! Aunque hubiera sido justo, no habría llegado hasta este extremo. Yo habría llorado, suplicado, arrastrándome de rodillas:

—¡Padre, no me separes de mi hijo…!

Cristina se hallaba en la colina de Feginsbrekka y veía a sus pies Trondhjem, que relucía a la luz dorada del ocaso. Más allá de los anchos arabescos brillantes del río, se divisaban las granjas oscuras, techadas de hierba verde, las cúpulas verde oscuro de los jardines, las blancas casas de piedra almenadas, las iglesias que alzaban su erizado lomo negro y otras cuyos tejados de plomo tenían un brillo mate. Pero, por encima de la verde campiña, por encima de aquella magnífica ciudad, se alzaba la iglesia de Cristo, tan luminosa con su fuerza y esplendor que todo parecía prosternado a sus pies. Con el sol del atardecer que daba en su fachada y en sus vidrieras polícromas, con sus torres, sus flechas vertiginosas y sus veletas doradas, se erguía en el deslumbrante cielo de verano.

A su alrededor se extendían las aldeas en el verdor estival, con sus bellas y grandes granjas en las vertientes. En frente se abría el fiordo amplio y claro, con las sombras movedizas de las grandes nubes que pasaban sobre las brillantes montañas azules de la otra orilla. El islote del convento, parecido a una verde corona con flores blancas y con sus casas de piedra, emergía a ras del agua. ¡Cuántos palos de barcos allá en los bancos de arena; qué hermosas casas…!

Impresionada, lleno su pecho de contenidos sollozos, la joven se dejó caer al pie de la última cruz, allí donde millares de peregrinos habían dado gracias a Dios de que caritativas manos se hubieran tendido hacia ellos durante su viaje a través del mundo bello, pero lleno de peligros.

Las campanas tocaban a vísperas en las iglesias y los conventos cuando Cristina entró en el cementerio que rodea la catedral. Por un instante se atrevió a alzar la mirada al pórtico occidental e inmediatamente bajó los ojos deslumbrada.

No fue sólo con sus propias fuerzas como los hombres llevaron a cabo aquella obra. El espíritu de Dios había descendido sobre san Oeistein y, después de él, sobre el alma de los hombres que habían construido aquella morada. «Que tu Reino venga a nosotros, que tu voluntad se haga en la tierra como en el Cielo…». Ahora comprendía estas palabras. Un destello del esplendor de Dios atestiguaba en piedra que su voluntad se manifestaba en todo lo bello. Cristina temblaba. Sí, Dios debía apartar su rostro, indignado, de toda fealdad, del pecado, de la vergüenza y de la impureza.

En las galerías del palacio celeste había santos y santas, tan hermosos que no se atrevía a mirarlos. Las simbólicas vidas de eterna juventud se elevaban tranquilas y graciosas hacia las alturas; se lanzaban sobre las torres y las flechas; florecían en los viriles de piedra. Sobre el pórtico central se alzaba el Cristo en la cruz, con María y Juan Evangelista a su lado; eran blancos, como amasados en nieve, y el oro brillaba sobre el blanco.

Dio tres vueltas a la iglesia, rezando. Las moles poderosas de los muros, las inmensas riquezas de los pilares, de los arcos, de las vidrieras, brillaban bajo la gran pendiente de los techos, la torre, el oro de la flecha que señalaba los espacios celestes; frente a todo esto Cristina se sentía aplastada bajo el peso de sus pecados.

Se estremeció al besar la piedra tallada del pórtico. Como en un relámpago, vio las oscuras figuras de madera que adornaban la puerta de la iglesia de su tierra y que había besado con sus labios de niña después de su padre y su madre.

Roció al niño, y se roció a sí misma con agua bendita, recordando el tiempo en que su madre lo hacía con ella de pequeña. Con el niño estrechamente abrazado sobre su pecho se adentró en la iglesia.

Avanzaba como en un bosque. Las columnas estaban talladas al igual que viejos árboles y en el interior del bosque penetraba la luz, clara y multicolor como un cántico y a través de las historiadas vidrieras. Arriba del todo, por encima de su cabeza, animales y hombres se agitaban entre el follaje de piedra y los ángeles hacían sonar sus instrumentos. Bóvedas lanzadas a alturas vertiginosas elevaban la iglesia hacia Dios. En una nave lateral y en uno de los altares se celebraba una ceremonia. Cristina se arrodilló junto a una columna. El cántico penetraba en su interior como una luz demasiado fuerte. Ahora iba dándose cuenta de cuánto se había hundido en el fango…

Pater noster. Credo in unum Deum. Ave Maria gratia plena. Había aprendido sus oraciones al recitarlas con sus padres antes de poder comprender una sola palabra; esto se remontaba a épocas que no podía siquiera recordar. ¡Señor Jesús! ¿Existiría otra pecadora como ella?

Bajo el arco triunfal, en lo más alto, elevado por encima de los hombres, se alzaba el Cristo clavado en la cruz. Su madre, aquella Virgen toda pureza, estaba de pie con una angustia mortal contemplando a su hijo inocente que había sido martirizado hasta la muerte como un malhechor.

Y Cristina, arrodillada, llevaba en sus brazos el fruto de su pecado. Estrechaba al niño contra ella; lozano como una manzana, rosa y blanco como una flor: acababa de despertar y la miraba con sus ojos claros y dulces.

Concebido en el pecado. Llevado bajo su corazón duro y malo. ¡Sacado de sus entrañas manchadas por el pecado, tan blanco, tan sano, tan indeciblemente tierno, fresco y puro! Su corazón se desgarraba al pensar en aquella inmerecida gracia; el arrepentimiento la abatía y el llanto nacía en su alma como la sangre mana de una herida mortal.

¡Naakkve, Naakkve, hijo mío…! Dios castiga en los hijos la maldad de los padres. ¿Acaso lo había olvidado? No, lo sabía. «Pero no tuve la menor compasión de la vida inocente que podía nacer de mi carne, y verse maldecida y martirizada a causa de mi pecado…».

«¿Acaso me arrepentí de mi pecado cuando te llevé en mis entrañas, hijo amado? No. No era arrepentimiento. El dolor y los malos pensamientos endurecían mi corazón en el momento en que sentí por primera vez que te movías, tan pequeño e indefenso… Magnificat anima mea Dominum. Et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo… Así era como hablaba la dulce Reina de las mujeres cuando fue elegida para concebir al que debía morir por nuestros pecados. No me acordé del Redentor, de mi pecado y del pecado de mi hijo. ¡Oh, no! No estaba arrepentida, pero me empequeñecía miserable y suplicaba a Dios que revocara su orden de justicia, porque si mantenía su ley y me castigaba según la palabra que había oído todos los días de mi vida no podría soportarlo».

Ahora estaba segura. Siempre había mirado a Dios y a san Olav como miraba a su propio padre. Siempre, en lo más profundo de su corazón había confiado en que en el momento en que el castigo se hiciera intolerable no encontraría justicia, sino piedad…

Lloraba de tal modo que no tenía valor para levantarse al mismo tiempo que lo hacían los asistentes al oficio; permanecía postrada, replegada sobre su hijo. Junto a ella había otras personas arrodilladas que tampoco se levantaban: dos aldeanas bien vestidas con un muchachito entre ellas.

Levantó los ojos hacia el altar mayor. Detrás de las verjas doradas que lo encerraban, brillaba la reliquia de san Olav colocada en lo alto, detrás del altar. Sintió un frío glacial resbalar por su espalda. Allí estaba el cuerpo del santo, en espera del día de la Resurrección. La tapa saltaría entonces y Olav se levantaría. Con el hacha en la mano cruzaría la nave. Y de las tumbas de piedra, de la tierra del cementerio vecino y de todos los cementerios de Noruega los esqueletos amarillentos de los muertos saldrían, se revestirían con su carne y rodea rían a su rey. Los que habían hecho el esfuerzo de seguir las huellas sangrientas y los que sólo habían recurrido a él para que aliviara el peso de sus pecados, las penas y enfermedades que habían sufrido en vida ellos y sus hijos. Todos rodean ahora a su rey y le ruegan que interceda por ellos, que recuerde a Dios su miseria. «¡Señor, oíd lo que os imploro para este pueblo que tanto he amado, por el que he preferido sufrir el destierro, la desesperación, el odio y la muerte antes que ver crecer en Noruega hombre o mujer ignorantes de que vuestra muerte fue para la salvación de los pecadores! ¡Señor, Vos que nos habéis pedido que fuéramos por el mundo y que hiciéramos de todos los pueblos vuestros discípulos, es con mi sangre como yo, Olav Haraldssoen, he escrito vuestro mensaje en lengua noruega para mis pobres súbditos que veis aquí!».

Cristina cerró los ojos, mareada, sintiendo vértigos. La figura del rey estaba ante ella; sus ojos brillantes penetraban en ella hasta el fondo de su alma; ahora temblaba bajo la mirada de san Olav.

—En tu aldea del norte, Cristina, donde descansé cuando mis propios compatriotas me echaron de mis tierras y bienes porque no querían aceptar la ley de Dios, ¿no se construyó una iglesia? ¿No llegaron hasta allí hombres sabios para enseñaros los mandamientos divinos?

«Honrarás a tu padre y a tu madre. No matarás. Dios castiga en los hijos la maldad de los padres. He muerto para enseñaros esos preceptos. ¿No te los enseñaron a ti, Cristina Lavransdatter?».

—¡Sí, sí, mi señor y rey!

¡La iglesia de San Olav de su tierra! Veía la nave acogedora, de vigas oscuras. El techo no estaba a tal altura que la asustara. Era una obra sincera, levantada para mayor gloria de Dios con la misma madera oscura y embreada con que las gentes construían sus moradas, sus pabellones de provisiones y sus establos. Pero los troncos estaban tallados con elegancia y los habían levantado y reunido para formar la casa de Dios. Así repetía Sira Erik, todos los años en el aniversario de la consagración de la iglesia: debemos tallar y trabajar con los instrumentos de la fe nuestro ser humano inclinado, por naturaleza, al pecado, para transformarlo en un miembro fiel de la iglesia de Cristo…

«¿Te has olvidado de esto, Cristina? ¿Dónde están los actos que dirán, en el día del Juicio Final, que has sido miembro de la Iglesia de Dios, las buenas acciones que darán fe de que Dios está contigo?».

¡Señor Jesús, sus buenas acciones! Había dicho las oraciones que le habían enseñado. Había entregado las limosnas que su padre había puesto en sus manos; había ayudado a su madre cuando esta visitaba a los pobres, daba de comer a los hambrientos y curaba las llagas de los enfermos…

Las malas acciones, en cambio, eran bien suyas y suyas solamente. Se había acercado a todos aquellos que le ofrecían ayuda y amparo. Las afectuosas recomendaciones de fray Edvin, el dolor que le causaba su pecado, sus cariñosas súplicas, tan sólo las había aceptado para abandonarse aún más a los goces ardientes del pecado tan pronto estaba fuera del alcance de la mirada del anciano. Se había acostado en los establos, y en los barracones, y no había sentido la menor vergüenza al engañar a la digna y bondadosa Dama Groa; había aceptado los cuidados afectuosos de las hermanas, incapaz incluso de sonrojarse cuando estas alababan ante su padre su dulzura y su excelente conducta.

¡Su padre…! Aquel pensamiento era el más doloroso… ¡Su padre, que no le había dicho una sola palabra severa cuando estuvo en primavera en Husaby…!

Simón había guardado el secreto cuando sorprendió a su prometida con un hombre en una posada de marineros de permiso. Le había dejado asumir, ante su padre, la responsabilidad de su propia falta de palabra.

Sí, había hecho todo aquello, pero fue con su padre con quien peor se portó. Pero, no, había obrado mucho peor aún con su madre. ¿Sería posible que su Naakkve, al crecer, le demostrara tan poco cariño como ella había demostrado a su madre? No podría soportarlo. Su madre, que la había traído al mundo, que la había alimentado con su leche, que la había velado durante sus enfermedades, que había lavado y peinado su cabellera, feliz al verla tan hermosa. Desde el momento en que había creído necesitar ayuda y consuelo de su madre, había esperado que esta, olvidándolo todo, iría en su busca.

—Puedes estar segura —le había dicho su padre— que tu madre se habría puesto en camino hacia el norte y corrido en tu ayuda si hubiera creído que su presencia podía ser un consuelo para ti.

—¡Ah, madre, madre, madre…!

Se acordaba del agua de la fuente de su casa. Parecía clara y pura cuando estaba en los vasos de madera. Pero su madre tenía un vaso de cristal y cuando lo llenaba y lo miraba al trasluz se la veía fangosa y llena de impurezas.

—¡Ah, mi señor y mi rey, ahora me veo tal cual soy!

Había aceptado la bondad y el cariño de todos como si le fuera debido. Era infinita toda la bondad y toda la ternura con que se había encontrado al correr de los días. Pero la primera vez que alguien se le había resistido, se había erguido como se yergue una víbora antes de morder. Su voluntad había sido dura y tajante como una daga cuando precipitó a Eline Ormsdatter a la muerte…

Se hubiera erguido del mismo modo contra el propio Dios si hubiera puesto sobre su nuca Su mano justa. ¿Cómo pudieron soportar sus padres todo aquello? Habían perdido tres hijos, casi recién nacidos. Habían visto enfermar a Ulvhild y morir poco después de esforzarse, durante años dolorosos e interminables, en devolverle la salud. Pero habían soportado todas estas pruebas con paciencia, sin dudar jamás de que Dios lo arreglaría todo para mayor bien de sus hijos. Y ahora era ella la que les causaba todo este pesar y esa vergüenza…

¿Y si hubiera sido castigada en su hijo, si se lo hubieran quitado tal como se lo habían quitado a Sigrid Andresdatter? «No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal…».

Había caminado derecha al abismo del Infierno. Si hubiera perdido a su hijo, se habría echado al precipicio lleno de llamas, se habría apartado para siempre de la esperanza de verse un día reunida con los seres buenos y afectuosos que la amaban; se habría puesto, por la muerte, a merced del diablo.

No era extraño que Naakkve llevara sobre el pecho la marca de una mano ensangrentada.

—¡San Olav, tú me escuchaste cuando te pedí que ayudaras a mi hijo! ¡Te rogué para atraer sobre mí el castigo y librar de él al inocente! Sí, señor, yo sé cuál es mi parte en este pacto.

Como un animal salvaje y fogoso se había encabritado ante el primer castigo. Erlend… Ni por un momento pensó que se hubiera cansado de ella, porque si lo hubiera creído no habría tenido valor para continuar viviendo. No; había pensado en el fondo de su corazón que cuando volviera a estar bella, fresca y alegre, se podría volver a permitir que él mendigara sus favores. Y no era porque no le hubiera demostrado amor el invierno anterior. Pero ella, que desde pequeña había oído decir que el diablo está siempre cerca de las mujeres embarazadas para tentarlas mientras son débiles, había prestado oído a sus mentiras. Había simulado creer que Erlend se desentendía de ella, porque estaba fea y enferma; cuando se dio cuenta de que él sufría, había dejado que su matrimonio fuera objeto de la maledicencia de la gente. Había rechazado sus palabras tiernas y tímidas antes de ser pronunciadas y, cuando ella le provocaba hasta hacerle decir cosas fuertes y desconsideradas, se las echaba en cara poniéndolas en evidencia y reprochándoselas; Señor, ¿era, pues, una mala mujer…? Por lo menos, había sido una mala esposa.

«¿Comprendes ahora, Cristina, por qué necesitas ayuda?».

—Sí, señor y rey, ahora lo comprendo. Tengo gran necesidad de que me apoyes, de que me sostengas para que no vuelva a apartarme más de Dios. Acompáñame, oh, jefe de mi pueblo, en mi camino de oración, intercede por mi salvación. San Olav, ruega por mí.

Cor mundum crea in me, Deus,

et spiritum rectum innova in visceribus meis.

Ne projicias me a facie tua.

Libera me de sanguinibus, Deus salus mea.

El oficio había terminado. La gente salió de la iglesia. Las dos aldeanas arrodilladas al lado de Cristina se levantaron. Pero el niño que estaba entre ellas, no se levantó; se arrastró sobre el suelo apoyando los dedos en las losas como un pájaro pequeño incapaz de volar. Tenía unas piernas diminutas cruzadas sobre el vientre. Las mujeres andaban de modo que lo disimulaban lo mejor posible.

Cuando Cristina las perdió de vista, se echó al suelo y besó la piedra en el lugar por donde habían pasado ante ella.

Un poco desamparada e indecisa, esperó a un lado del coro, cuando un joven sacerdote salió por una de las puertas. Se detuvo delante de la joven llorosa y Cristina le expuso su caso del mejor modo que supo. Primero no la entendió. Entonces ella sacó su corona de oro y se la entregó.

—¡Oh! ¿Sois Cristina Lavransdatter, esposa de Erlend de Husaby? —la miraba sorprendido; el rostro de Cristina estaba tumefacto de tanto llorar—. Sí, sí, vuestro cuñado, Micer Gunnulf, nos ha contado la historia…

La acompañó a la sacristía, cogió la corona, la sacó del lienzo que la envolvía y la examinó. Luego sonrió ligeramente:

—¡Hum…! Ya comprenderéis… necesitamos testigos y de más. No se puede entregar un objeto de tanto valor como si fuera una hogaza de pan, señora… Pero puedo guardárosla porque, sin duda, no querréis llevarla con vos por la ciudad. Decid a Sira Arne que venga —dijo al sacristán.

»Creo que también se precisa la presencia de vuestro marido para que todo esté en regla. Pero tal vez Gunnulf tenga una carta de él.

»Debéis ser recibida por el propio arzobispo, ¿verdad? Si no, será Hauk Tomassoen quien os impondrá la penitencia. No sé si Gunnulf ha hablado con Micer Eiliv. Pero venid mañana a maitines; preguntad por mí después de las oraciones, mi nombre es Paul Aslakssoen. Y a él —añadió señalando al niño— llevadlo a la posada, creo que vuestro cuñado ha decidido alojarse en el convento de monjas de Bakke.

Entró otro sacerdote y ambos hablaron un momento. El primero abrió un armario, cogió una balanza y pesó la corona, mientras el otro escribía en un libro. Luego guardaron la corona en la alacena, que cerraron con llave.

Antes de abrirle la puerta, Micer Paul le preguntó si quería que levantara a su hijo hasta la reliquia de san Olav.

Cogió al niño en brazos con ademán seguro y un poco indiferente, como de un sacerdote acostumbrado a sostener niños sobre las fuentes bautismales. Cristina le siguió a la iglesia; entonces él le preguntó si ella no deseaba también besar la reliquia.

«No me atrevo», se decía Cristina, pero subió tras el sacerdote los peldaños del estrado sobre el que se levantaba el relicario. Una especie de gran resplandor, blanco como el yeso, la deslumbró cuando acercó sus labios al relicario de oro.

El sacerdote la vigilaba temiendo que sufriera algún desvanecimiento. Pero ella conservó el equilibrio. Luego Micer Paul acercó la frente del niño hasta tocar las reliquias.

El sacerdote la acompañó hasta la puerta de la iglesia y le preguntó si estaba segura de poder hallar el camino del embarcadero. Luego le deseó buenas noches. Hablaba en un tono igual, seco, como si se tratase de un joven cortesano simplemente correcto.

Había empezado a lloviznar y una niebla perfumada ascendía blandamente de los prados y de la calle, que era fresca y verde como un patio a ambos lados de las roderas profundas trazadas por los carros. Cristina cubría lo mejor que podía a su hijo para defenderlo de la lluvia. Pesaba, pesaba tanto ahora, que los brazos se le habían quedado como muertos a fuerza de llevarlo. Y no cesaba de lloriquear y quejarse; volvía a tener hambre.

La madre estaba agotada de cansancio, tanto a causa de la larga caminata como por el llanto y la intensa emoción experimentada en la iglesia. Tenía frío, la lluvia aumentaba su malestar, las gotas sacudían los árboles, cuyas hojas temblaban brillantes. Anduvo por callejones y llegó a una plaza desde donde se veía el río, que corría ancho y gris como una criba atravesada por el chaparrón.

No había ninguna barcaza. Cristina habló con dos hombres acurrucados bajo un barracón hecho con troncos de árbol a ras del agua. Le aconsejaron que fuera a los bancos de arena, donde las religiosas poseían una casa y donde encontraría quien la pasara.

Cristina cruzó la plaza arrastrándose, empapada, agotada. Llegó ante una pequeña iglesia de piedra gris; detrás se veían algunas casas rodeadas por una valla. Naakkve gritaba con tal fuerza que no podía entrar en la iglesia de aquel modo. Pero los cánticos llegaban hasta ella por las vidrieras de las ventanas y reconoció la antífona Laetare Regina Coeli… Regocíjate, Reina del Cielo, porque Aquel para el que fuiste elegida como madre ha resucitado según había dicho. ¡Aleluya!

Era la oración de la noche que cantaban los Hermanos Menores después del completorium; fray Edvin le había enseñado aquel himno a la Madre de Dios durante las noches que lo velaba cuando estuvo mortalmente enfermo, en su casa de Joerungaard. Se deslizó hasta el cementerio, y de pie contra el muro, con su hijo en brazos, lo recitó para sí en voz baja.

—Hagas lo que hagas, Cristina, nada cambiará los sentimientos de tu padre por ti. No debes darle más disgustos…

«Tus manos también, oh muy amado Rey del Cielo, estaban abiertas, llenas de llagas, atravesadas por los clavos de la Cruz… Por mucho que un alma se apartara del camino derecho, tus manos abiertas, taladradas, la esperaban…». Bastaba a un alma pecadora volverse hacia ese pecho que se le ofrecía, confiada como la criatura que va hacia su padre, y no amargada como la esclava a quien se obliga a ir hasta la casa de su amo inflexible. Ahora comprendía lo horrible que era el pecado. Este dolor inundaba nuevamente su pecho como si su corazón reventara de arrepentimiento y vergüenza por la gracia inmerecida.

A lo largo del muro de la iglesia podía guarecerse un poco de la lluvia. Se sentó sobre una losa sepulcral y se dedicó a calmar el hambre de su hijo. De vez en cuando se inclinaba para besar la cabecita infantil cubierta de pelusilla.

Debió haberse dormido. Alguien la sacudía por el hombro. Un fraile y un lego viejo con la pala de enterrador al hombro estaban de pie ante ella. El hermano descalzo le preguntó si buscaba cobijo para la noche.

Tuvo una idea. Sí, cuánto le gustaría pasar la noche aquí, con los frailes, los hermanos de fray Edvin. El camino hasta Bakke era muy largo y estaba cansada hasta el punto de no tenerse de pie. Entonces el fraile le ofreció la compañía del lego hasta la hospedería de las mujeres «y que se le dé un poco de infusión de cálamo para los pies; he visto que está agotada…».

En la hospedería de las mujeres hacía calor y reinaba la oscuridad. El edificio estaba situado fuera del cercado, en una callejuela. El lego le trajo agua para lavarse y algo de comida. Se sentó al lado del fuego y trató de calmar a su niño. Naakkve notaba al mamar que su madre estaba extenuada y que aquel día había ayunado; hacía muecas, gemía y de vez en cuando soltaba el pecho vacío. Cristina bebió unos sorbos de leche que le trajo el lego. Intentó hacerlos pasar de su boca a la del niño, pero este protestó enérgicamente por este modo de alimentarle y el anciano sonrió meneando la cabeza. Tuvo que beberse la leche ella; el niño se aprovecharía lo mismo de ella…

Por fin el lego la dejó. Cristina subió hasta una de las literas colocadas arriba del todo bajo la viga del techo. Desde allí podía abrir una lumbrera. En la hospedería había un hedor espantoso; una de las mujeres acostadas sufría de una enfermedad de estómago. Cristina abrió. La noche de verano era clara y fresca; el aire limpio, lavado por la lluvia, penetró. Permaneció sentada sobre la litera, algo corta, con la nuca apoyada en los troncos de madera de la pared. ¡Había tan poco sitio en aquella cama para ella y su hijo! El pequeño dormía sobre su pecho. Tenía la intención de cerrar la ventana al poco rato; pero se quedó dormida sin haberlo hecho.

Despertó avanzada la noche. La luna brillaba sobre su cabeza y la del niño con aquel fulgir amarillo de miel y aquella palidez que tiene siempre en verano, iluminando la pared frente a Cristina. Entonces vislumbró a un hombre de pie en el centro del haz de luz de luna, suspendido entre el suelo y las vigas del techo.

Llevaba un hábito gris ceniza, era alto y encorvado. Volvió hacia ella un rostro muy viejo y arrugado: era fray Edvin. Sonreía con indecible ternura y una punta de malicia, lo mismo que en la época en que vivía en la tierra.

A Cristina no la sorprendió aquello en absoluto. Humilde, feliz, llena de esperanza, le miró aguardando lo que fuera a decirle o hacer.

El fraile le sonrió y tendió hacia ella un guante viejo y pesado; luego se lo quitó y lo colgó en el rayo de luna. Su sonrisa se hizo más amplia, saludó a Cristina y desapareció.