5
Diez días después del nacimiento del niño, Gunnulf dijo a su hermano en un momento en que estaban solos en la gran sala:
—Creo que va siendo hora, Erlend, de que mandes un emisario a los padres de tu mujer para decirles cómo se encuentra.
—No creo que sea tan urgente. En Joerungaard no estarán demasiado satisfechos de saber que ya tenemos un hijo en nuestra granja.
—¿Crees tú que la madre de Cristina no se dio cuenta en otoño de que su hija no estaba bien? Sin duda estará angustiada…
Erlend no contestó.
Pero entrado el día, mientras Gunnulf, sentado en la pequeña estancia, charlaba con Cristina, Erlend entró. Llevaba un gorro de piel, un tabardo de gruesa estameña, un pantalón largo y botas de piel. Se inclinó sobre su mujer y le acarició la mejilla:
—Cristina, ¿tienes algo que decir a los de Joerungaard? Voy hacia el sur para anunciarles el nacimiento de nuestro hijo…
Cristina se sonrojó. Parecía, a la vez, contenta y asustada.
—Tu padre no puede pedirme más al ver que voy yo en persona a darle la noticia…
Cristina reflexionó.
—Diles —dijo con dulzura— que todos los días, desde que les dejé, he deseado con toda mi alma postrarme a los pies de mi madre y de mi padre para implorar perdón.
Erlend se fue poco después. Cristina no pensó en preguntarle cómo iba a hacer el viaje. Pero Gunnulf siguió a su hermano hasta el patio. Los esquíes de Erlend estaban apoyados en la puerta junto a los bastones de hierro.
—¿Te vas en esquíes? —preguntó Gunnulf—. ¿Quién te acompaña?
—Voy solo —contestó Erlend riendo—. Tú sabes mejor que nadie, Gunnulf, que no es fácil seguirme esquiando.
—Me parece imprudente —insistió el sacerdote—. Dicen que hay muchos lobos este año en el bosque de Hoeiland…
Erlend se limitó a reír mientras se calzaba los esquíes.
—Pienso llegar arriba, a las cabañas de Gjeitskar, antes de que caiga la noche. Los días son más largos ya. Puedo llegar a Joerungaard al anochecer del tercer día…
—A partir de Gjeitskar las pistas son confusas hasta la carretera principal. También encontrarás nubes de niebla. Y sabes de sobra que en las cabañas el tiempo en invierno no es seguro.
—Préstame tu sable por si tuviera que perder el mío contra alguna elfina que me pidiera favores incompatibles con mi calidad de hombre casado. Óyeme, hermano, hago lo que me has dicho; voy a ver al padre de Cristina para obtener su perdón al precio que estime conveniente. Deja, pues, que decida yo cómo hacerlo.
Maese Gunnulf tuvo que conformarse con aquellas palabras. Pero ordenó a los criados que no dijeran a Cristina que Erlend se había ido completamente solo.
El cielo aparecía dorado hacia el sur, sobre la nieve brillante de las montañas, la noche en que Erlend bajó a tal velocidad la cuesta de la iglesia en ruinas que hizo chirriar y silbar la nieve helada. La luna estaba alta y brillaba, blanca y ligeramente velada de bruma, en el crepúsculo.
En Joerungaard un humo oscuro se arremolinaba por los ventanillos hacia un cielo claro y pálido. En el silencio resonaban los hachazos secos y cadenciosos.
En la cerca de la granja una manada de perros ladró contra el forastero. En el patio un grupo de pastores de barba y cabello hirsutos, oscuramente en aquel claro crepúsculo, se alejaban con paso menudo; iban barriendo el patio con ramas de abeto formando un montón en el centro. Tres niños con ropas de invierno correteaban entre ellos.
La paz familiar de aquel lugar causó una fuerte impresión en Erlend. Se detuvo, turbado, aguardando a Lavrans que venía a su encuentro… El suegro de Erlend había ido al cobertizo de la leña para hablar con un hombre que partía los troncos de árbol. Se paró en seco al reconocer a su yerno y plantó fuertemente en la nieve la lanza que llevaba en la mano.
—¿Eres tú? —preguntó en voz baja—. ¿Solo…? ¿Es que ocurre algo…? ¿Qué ha pasado para que vengas así?
—Voy a deciros lo que pasa —Erlend se recobró y miró a su suegro en los ojos—. He creído que lo menos que podía hacer era venir yo mismo a anunciaros esta noticia: en la mañana del día de la Virgen, Cristina dio a luz un niño. Ahora ya se encuentra bien…
Lavrans permaneció inmóvil. Se mordía con fuerza el labio inferior; su barbilla temblaba.
—¡Estas sí que son noticias! —comentó, pasado un momento.
La pequeña Ramborg se había acercado y estaba al lado de su padre. Levantó los ojos con la carita arrebolada.
—Cállate —dijo Lavrans brutalmente, aunque la pequeña no había dicho nada, tan sólo se había sonrojado—. ¡No te quedes aquí, vete!
No añadió nada más. Erlend seguía en el mismo sitio, de pie, inclinado hacia delante, apretando el bastón con la mano izquierda. Miraba la nieve del suelo con la mano derecha metida dentro de las ropas, sobre el pecho.
—¿Te has hecho daño?
—Un poco —confesó Erlend—. Ayer me caí en una pendiente, por la noche.
Lavrans le cogió la mano y tanteó la muñeca con precaución:
—Creo que el hueso no está roto. Ve tú mismo a dar la noticia a su madre. —Cuando se dirigía a la casa, Ragnfrid salió al patio, miró sorprendida a su marido; luego reconoció a Erlend y se dirigió hacia él.
Escuchó sin decir palabra el mensaje que Erlend repetía. Pero sus ojos se humedecieron y se hicieron brillantes cuando Erlend dijo al fin:
—Pensé que pudiste haber intuido algo antes de su marcha, el pasado otoño, y que tal vez estuvieras inquieta por ella.
—Es muy amable de tu parte, Erlend, haberlo adivinado —dijo con voz temblorosa—. Sí, he estado inquieta todos los días desde aquel en que te la llevaste lejos de nosotros.
Lavrans regresó.
—Aquí tienes grasa de zorro. Veo que se te han helado las mejillas, yerno. Aguarda un poco en la antesala a que Ragnfrid se ocupe de ti y te deshiele. Y los pies, ¿cómo los tienes? Sácate las botas para que los veamos.
Cuando la gente entró para la cena, Lavrans les comunicó la noticia y mandó servir cerveza para que lo celebraran. Pero no hubo verdadera alegría durante la fiesta. El amo de la casa tenía un vaso de agua ante sí. Rogó a Erlend que le excusara, pero desde su infancia había hecho la promesa de no beber más que agua durante los períodos de ayuno. Todos estaban bastante silenciosos y la conversación languidecía a pesar de la buena cerveza. No obstante, los niños se acercaron a Lavrans. Los rodeó con sus brazos cuando se arrimaron a sus rodillas pero contestaba distraídamente a sus preguntas. Ramborg hablaba secamente, en tono despectivo, a Erlend cuando intentaba bromear con ella, demostrando así que su cuñado no le gustaba. Bonita e inteligente, había cumplido ocho años y no se parecía en nada a sus hermanas.
Erlend preguntó el nombre de los otros niños. Lavrans contestó que el chico era Haavard Trondssoen, el benjamín de Sundbu. Se aburría tanto allí entre sus hermanos y hermanas mayores que había suplicado venir por Navidad a casa de sus tíos. La niña era Helga Rovsdatter. Los parientes más cercanos tuvieron que llevarse a los niños de Blakarsarv cuando regresaron a su casa después de los funerales: era una pena que vieran a su padre en aquel estado. Para Ramborg fue también una suerte disponer de aquellos hermanos adoptivos.
—Ragnfrid y yo nos hacemos viejos —explicó Lavrans— y Ramborg es más juguetona y bulliciosa de lo que era Cristina —y acarició los cabellos rizados de su hija.
Erlend se sentó al lado de su suegra, que le preguntó sobre el parto de Cristina. Erlend vio que Lavrans escuchaba también; luego, este se levantó y fue a coger su sombrero y su abrigo. Tenía la intención de acercarse hasta el presbiterio para invitar a Sira Erik a beber con ellos.
Lavrans tomó el camino trillado a través de los campos hasta Romundgaard. La luna iba a ocultarse tras la montaña, pero millares de estrellas brillaban sobre las cimas inmaculadas. Esperaba encontrar al sacerdote en su casa; no podía aguantar más tiempo solo sin el apoyo del sacerdote.
Pero cuando llegó a la cerca, no lejos del patio, vio una lucecilla que venía hacia él. Era el viejo Audun que sonó su campanilla de plata al ver a alguien en el camino. Lavrans Bjoergulfssoen se arrodilló en la nieve, al borde del camino.
Audun pasó, con su cirio y su campanilla de tenue y suave sonido. Detrás venía Sira Erik a caballo. Al pasar ante el hombre arrodillado levantó en sus manos el Santo Copón. No miró hacia el lado, sino que pasó tranquilamente sobre su caballo mientras Lavrans se inclinaba y tendía los brazos a su Señor.
El que acompañaba al sacerdote era el hijo de Einar Hnufa; el viejo, pues, se acercaba a su fin. ¡Sí! Lavrans recitó las oraciones de los agonizantes antes de levantarse y regresar a su casa. Este encuentro con Dios, en la noche, le había consolado y animado muchísimo.
Cuando estuvieron acostados, Lavrans preguntó a su esposa:
—¿Sospechabas acaso que semejante cosa hubiera ocurrido a Cristina?
—¿Y tú? —preguntó Ragnfrid a su vez.
—No —contestó Lavrans en un tono seco y cortante que delataba que alguna vez esta idea le había rondado.
—Hubo un momento en que tuve mucho miedo este verano —dijo la madre, titubeando—. Veía que la comida no le apetecía. Pero luego, al correr el tiempo, pensé que sin duda estaba equivocada. Parecía tan contenta durante todos los preparativos de la boda…
—Sí, sus buenas razones tenía —dijo el padre con ironía—. Pero que no te dijera nada a ti, su madre…
—No está mal que me lo digas ahora, después de su falta —se quejó Ragnfrid con amargura—. Sabes de sobra que Cristina jamás tuvo la costumbre de confiarse a mí…
Lavrans se calló. Poco después dio las buenas noches a su mujer y guardó silencio. Sabía de sobra que tardaría en conciliar el sueño.
Cristina… Cristina, su pequeña…
Jamás había hecho la menor alusión a lo que Ragnfrid acababa de confesarle. Realmente no podía decir que no le hubiera dado pie para creer que él también lo había pensado. No había cambiado de actitud para con su esposo, por el contrario, se había esforzado por demostrarle más ternura y amabilidad. Pero no era la primera vez, aquel invierno, que notaba aquella amargura en Ragnfrid; veía intenciones ofensivas en inocentes palabras. No se lo explicaba y no podía hallar remedio para ello…
—Padre Nuestro que estás en los cielos… —rezó por Cristina y por su hijo. Luego por su esposa y por él. Por fin imploró al cielo la fuerza para soportar con ánimo indulgente a Erlend Nikulaussoen durante todo el tiempo que iba a permanecer en su granja.
Lavrans no quiso permitir a Erlend que emprendiera el regreso antes de ver cómo iba su muñeca, ni que volviera solo.
—¡Qué alegría tendría Cristina si me acompañarais! —dijo Erlend un día.
Lavrans guardó silencio. Luego opuso algunas objeciones. A Ragnfrid no le gustaría quedarse sola en la granja. Y si se iba tan lejos, hacia el norte, no estaría de vuelta a tiempo para las labores de primavera. Por fin fue con Erlend. No se llevó a ningún escudero: volvería en barco hasta Raumsdal y allí alquilaría caballos para descender al valle; tenía amigos a lo largo del camino.
Durante el trayecto que hicieron en esquí hablaron poco, pero se llevaron muy bien. Lavrans tenía que esforzarse para seguir a Erlend; no quería confesar que su yerno iba demasiado de prisa para él. Pero Erlend se dio cuenta y al momento adaptó su marcha a la de su suegro. Se esforzaba por mostrarse agradable con el padre de su mujer con aquellos modales dulces y tranquilos que adoptaba cuando quería ganarse la amistad de alguien. La tercera noche se guarecieron en una choza de piedra. Habían tenido niebla y mal tiempo, pero Erlend encontraba su camino sin la menor vacilación. Lavrans había observado que su yerno poseía un conocimiento asombroso y seguro de todos los signos y fenómenos de la naturaleza, terrestres o atmosféricos, así como de las costumbres de los animales; sabía siempre dónde se hallaba. Todo lo que él, pese a estar acostumbrado a la montaña, había aprendido a fuerza de ver, de fijarse, de memoria, el otro parecía saberlo a ciegas. Erlend no le daba ninguna importancia, todo era puro instinto.
Encontraron la cabaña en la oscuridad y en el momento preciso, como Erlend había previsto. Lavrans recordaba que en una noche como aquella se había hundido en la nieve a tiro de arco de su propia cuadra. Había tal cantidad de nieve alrededor de la cabaña que tuvieron que abrirse camino y entrar en ella por el ventanillo del humo. Erlend cubrió la abertura con una piel de caballo que encontró en la cabaña y que sujetó con los esquíes apoyados contra las vigas. Con un esquí echó fuera la nieve que había penetrado y encendió fuego en el hogar con la leña helada que encontró allí. De debajo del banco sacó tres o cuatro perdices de las nieves que había dejado allí en su viaje hacia el sur. Las envolvió en arcilla que había cerca del hogar y puso las gruesas bolas sobre las brasas.
Lavrans se acostó sobre el banco de tierra, donde Erlend le instaló lo mejor que pudo con sus sacos y sus abrigos.
—Así proceden los guerreros con las gallinas que han robado —dijo Lavrans riendo.
—La verdad es —contestó Erlend del mismo modo— que aprendí más de una receta cuando estuve al servicio del conde.
Se mostraba ahora tan vivaz y animado como nunca le había visto su suegro que, en general, lo encontraba moderado y un tanto indolente. Sentado en el suelo, empezó a contar a Lavrans cosas sobre los años que había servido al conde Jacob, en Halland. Había sido jefe de una mesnada en el castillo y se le había encargado la vigilancia de la costa con tres pequeños barcos. Erlend tenía el mirar ingenuo; no era fanfarrón, sólo dejaba que su pensamiento volara. Lavrans le contemplaba.
Había rogado a Dios que le diera paciencia para soportar al marido de su hija; ahora estaba casi furioso consigo mismo porque quería más a Erlend de lo que hubiera deseado. Recordaba que la noche en que ardió la iglesia había empezado a sentir afecto por su yerno. A pesar de su cuerpo esbelto, Erlend carecía de virilidad. Una pena atenazaba el corazón del padre. ¡Qué lástima! Erlend podía haber hecho algo mucho mejor que seducir mujeres. Por otra parte, sólo había cometido travesuras. En otros tiempos, un jefe hubiera podido hacerse cargo de aquel hombre y sacarle partido. Pero tal como estaba el mundo, cada hombre sólo podía, la mayor parte del tiempo, confiarse a su propio juicio; y un hombre en las condiciones de Erlend debía asegurar, personalmente, y a la vez, su propia felicidad y la de otros muchos… Y aquel era el marido de Cristina.
Erlend levantó la mirada hacia su suegro. Se puso serio y dijo:
—Sólo quiero pediros una cosa, Lavrans, antes de que lleguemos a mi casa, y es que me digáis todo cuanto tengáis contra mí.
Lavrans se calló.
—Ya sabéis que estoy dispuesto a echarme a vuestros pies si así lo deseáis; que sufriré el castigo que os parezca justo por mi conducta…
Lavrans miró fijamente al joven y luego sonrió de manera singular.
—Sería muy difícil para ambos, Erlend. Manda un regalo a la iglesia de Sundbu y a los sacerdotes de quienes os habéis burlado —dijo con viveza—. No quiero volver a hablar de esto. Tampoco puedes hipotecar así tu juventud. Hubiera sido más honrado, Erlend, haber implorado mi perdón antes de que os casara…
—Sí, pero yo ignoraba entonces la realidad y que llegaría el día en que os daríais cuenta de que os había ofendido.
Lavrans se incorporó:
—Cuando te casaste, ¿no sabías que Cristina…?
—No —contestó Erlend, que parecía abatido—. Llevábamos más de dos meses casados cuando lo comprendí.
Lavrans le miró sorprendido pero no dijo nada. Entonces Erlend, con voz débil e indecisa, prosiguió:
—Soy feliz teniéndoos conmigo, suegro. ¡Cristina ha estado de un pésimo humor todo el invierno! Le costaba decidirse a decir una palabra. Con frecuencia tenía la impresión de que estaba a disgusto en Husaby y conmigo.
Lavrans contestó en tono frío y distante:
—Siempre ocurre lo mismo con todas las jóvenes. Pero ahora que ya está bien volveréis a ser de nuevo tan buenos amigos como lo fuisteis antes —y al decir estas palabras sonreía irónicamente.
Pero Erlend tenía la vista fija en las brasas. Ahora estaba seguro, aunque se dio cuenta desde el momento en que vio la carita roja del pequeño sobre el hombro blanco de Cristina: nunca más volvería a ser como antes entre ellos.
Cuando el padre de Cristina se le acercó a través de la pequeña estancia, ella se incorporó en la cama y se tendió hacia él. Le echó los brazos al cuello y lloró, tanto que Lavrans terminó por asustarse. Se había levantado durante algún tiempo, pero al enterarse de que Erlend se había ido solo hacia el valle y al ver que tardaba en volver, fue presa de tal inquietud que la fiebre se apoderó de ella. Había tenido que volver a acostarse.
Era fácil darse cuenta de que aún estaba muy débil; por cualquier motivo se le llenaban los ojos de lágrimas. El nuevo capellán de la propiedad, Sira Eliv Serkssoen, había llegado a la granja en ausencia de Erlend. De vez en cuando venía a visitar a la señora y leía para ella, pero esta se echaba a llorar por cosas tan francamente absurdas que pronto no supo ya qué lecturas elegir.
Un día en que Lavrans estaba al lado de su hija, quiso vestir ella sola al pequeño para que pudiera ver lo bien formado y hermoso que era su nieto. El niño, completamente desnudo sobre sus pañales, se movía y jugaba sobre la manta de lana, delante de su madre.
—¿Qué marca tiene en el pecho? —preguntó Lavrans. Por debajo del corazón se veían unas manchitas como de sangre, parecía como si una mano ensangrentada hubiera tocado al niño en aquel sitio. La propia Cristina había sufrido una mala impresión al ver aquella señal por primera vez. Pero al fin se había consolado, y contestó:
—Es, sin duda, una señal de fuego. Cuando vi arder la iglesia crispé la mano sobre mi pecho.
El padre recibió como un golpe al oír aquella respuesta. ¿Cuánto tiempo… y hasta qué punto había disimulado? No lo sabía. Y no comprendía cómo pudo… ella, su pequeña…, y precisamente a él…
—No creo que quieras de veras a mi hijo —insistió varias veces Cristina a su padre, y Lavrans contestaba sonriendo que lo quería de verdad. Había traído muchos regalos que depositó en la cuna y sobre la cama de su hija. Pero Cristina creía que nadie amaba lo bastante a su hijo… sobre todo Erlend.
—Míralo, padre —solía decir—. ¿Lo has visto? Acaba de reírse. ¿Has visto a un niño tan hermoso como Naakkve, padre?
Siempre hacía y repetía la misma pregunta. Una vez Lavrans dijo con nostalgia:
—Haavard, tu hermano, nuestro segundo hijo… era un niño precioso.
Poco después Cristina preguntó:
—¿Fue él el hermano que vivió más tiempo?
—Sí. Vivió dos inviernos…, pero no vayas a echarte a llorar otra vez, Cristina mía —observó plácidamente.
Ni a Lavrans ni a Gunnulf Nikulaussoen les gustaba el nombre de Naakkve para el niño; se le había puesto el de Nicolás al bautizarlo. Erlend sostenía que era el mismo nombre, pero Gunnulf opinaba lo contrario; en las sagas había habido hombres que se llamaban Naakkve en los tiempos del paganismo. Sin embargo, Erlend no quería llamarlo por el nombre que había llevado su padre. Y Cristina llamaba siempre al niño por el nombre con que Erlend había saludado a su hijo a poco de nacer.
En opinión de Cristina, sólo ella y otra persona comprendían hasta qué punto Naakkve era una criatura magnífica y pletórica de esperanzas. Esta persona era Sira Eiliv, el nuevo capellán. Tenía a ese respecto una comprensión casi igual a la de la madre.
Sira Eiliv era un hombre bajo, flaco, con una barriga redonda que le hacía parecer algo ridículo. Era un hombre insignificante. La gente que había hablado con él varias veces le reconocía con dificultad, tan vulgar era su rostro. Tenía el cabello y la piel del mismo color, como de arena anaranjada, y unos ojos redondos, azules como el agua, sin relieve. Era, por naturaleza, pacífico y temeroso, y, según Maese Gunnulf, tan instruido que hubiera conseguido los más altos puestos si hubiera tenido más facilidad de palabra. Pero aún más que la ciencia, le adornaba la pureza de su vida, su humildad y su profundo amor a Cristo y su Iglesia.
Era de familia humilde, y, aunque contaba pocos años más que Gunnulf, parecía ya viejo. Gunnulf Nikulaussoen le conocía desde la época en que iban juntos a la escuela de Nidaros y hablaba siempre con afecto de Eiliv Serkssoen. A Erlend le parecía poca cosa como capellán de Husaby, pero Cristina sintió inmediatamente confianza y afecto hacia él.
Incluso después de su purificación, Cristina siguió haciendo su vida en la pequeña estancia. Fue aquel un día doloroso para ella. Sira Eiliv la acompañó hasta la puerta de la capilla y de allí al interior, pero no se atrevió a darle la comunión. Se había confesado con él, pero debía ir a pedir la absolución al arzobispo por el pecado cometido al hacerse cómplice de la muerte impía de otra persona. Aquella mañana, Gunnulf se había unido a su desolación, y le recomendó insistentemente que tan pronto estuviera libre de peligro de muerte buscara rápidamente la salvación de su alma. Tan pronto hubiera recobrado la salud, debía cumplir su promesa a san Olav. Ya que su intercesión le había conservado al hijo sano y vivo hasta el nacimiento y había podido recibir las aguas bautismales, debía ir descalza hasta su tumba y dejar en ella la corona de oro, prueba del honor de una joven y que ella había defendido tan mal y lucido injustamente. Gunnulf le aconsejó también que se preparara para este viaje mediante una vida retirada: oraciones, lecturas y meditación, así como con el ayuno moderado, porque criaba a su hijo.
Aquella noche, hallándose entristecida después de su visita a la iglesia, Gunnulf fue a verla y le regaló un rosario. Le explicó que en los países extranjeros no eran sólo los religiosos y los sacerdotes los que se servían de los rosarios en sus ejercicios de devoción. Era un rosario precioso; las cuentas eran de una especie de madera amarilla procedente de la India y tenían un olor tan dulce y cálido que parecían poder dar idea de lo que era una oración ferviente, don del corazón y deseo ardiente de obtener ayuda para llevar una vida agradable a Dios. A intervalos regulares había cuentas de ámbar y de oro y la cruz era de esmaltes preciosos.
Erlend miraba con deseo a su joven esposa cuando se la encontraba por el patio. Jamás había estado tan hermosa: alta y esbelta en su traje de tela oscura, color de tierra. La burda pañoleta de lino que le cubría los cabellos, el cuello y los hombros, hacían resaltar aún más la blancura resplandeciente de su tez. Cuando el sol de primavera daba sobre su rostro, parecía como si la luz penetrara profundamente en su carne, tan blanca era; sus ojos y sus labios parecían diáfanos. Si iba a la pequeña estancia para ver a su hijo, tan pronto él la miraba bajaba sus largos párpados blancos. Parecía tan tímida y tan pura que apenas se atrevía a tocarle la mano. Si daba el pecho a Naakkve cubría con su pañoleta lo poco que podía apercibirse de su cuerpo blanco. Erlend tenía la impresión de que el niño estaba robándole a su mujer para consagrarla a Dios.
Lo comentaba bromeando, pero no sin cierta irritación, con su hermano y su suegro cuando se sentaban, entre hombres, por la noche en la gran sala. Husaby se había transformado en una capilla de convento. Estaban allí Gunnulf y Sira Eiliv; había que contar a su suegro como un medio sacerdote y pretendían hacer lo mismo con él. Tres sacerdotes en la granja. Pero los otros lo tomaban a broma.
Aquella primavera, Erlend Nikulaussoen se ocupó mucho de las cosas de su granja. En el transcurso del año, todas las cercas fueron reparadas y las vallas colocadas a su debido tiempo, las labores y los trabajos de primavera fueron terminados bien y en su momento; Erlend compró ganado excelente; por Año Nuevo había tenido que matar gran número de animales, aunque nada se había perdido con ello porque en sus rebaños los había viejos e inútiles. Contrató a gente para destilar la brea y arrancar las cortezas de abedul; los pabellones de la granja fueron reparados y los tejados, rehechos. No se había visto semejante orden en Husaby desde el tiempo en que el viejo señor Nikulaus se encontraba en la plenitud de sus facultades. Se sabía, claro, que Erlend pedía consejo al padre de su esposa. Erlend le llevaba consigo así como a su hermano, el sacerdote, y paraban en casas de amigos y parientes en las aldeas mientras iban de inspección. Ahora se le veía ir y venir honorablemente con dos o tres escuderos listos y amables. Antes, Erlend cabalgaba por la región rodeado de una pandilla de alocados e indisciplinados. Tanto, que las habladurías y la irritación que la conducta escandalosa de Erlend Nikulaussoen habían alimentado, por el desorden y la ruina de Husaby, se calmaban ahora transformándose en amable chanza. La gente sonreía y decía que la joven ama de Husaby había conseguido magníficos resultados en sólo seis meses.
Un poco antes del 17 de julio, fiesta de Botolf, Lavrans Bjoergulfssoen salió en dirección a Nidaros acompañado de Micer Gunnulf. Iba a ser huésped del sacerdote durante algunos días, durante los cuales visitaría el santuario de San Olav y las demás iglesias de la ciudad antes de regresar a su casa, hacia el sur. Se despidió de su hija y de su yerno animado de sentimientos afectuosos y llenos de simpatía.