4
Llegó San Gregorio y pasó sin novedad. Cristina estaba convencida de que aquel era el límite máximo. Pero luego vino el día de la Anunciación y aún pudo levantarse.
Erlend tuvo que ir a Nidaros para la Asamblea de antes de Pascua; creyó estar de vuelta el lunes por la noche, pero el miércoles por la mañana aún no había vuelto. Cristina, sentada en la gran sala, no sabía en qué ocuparse; parecía como si le faltara el valor para emprender lo que fuera.
La luz del sol entraba a raudales por el ventanillo del humo. Se dijo que debía de hacer un tiempo primaveral, y se decidió a levantarse y cubrirse con un abrigo.
Una de las sirvientas le había dicho que si una mujer tarda demasiado en dar a luz es prudente que vaya junto al caballo que la llevó el día de su boda y le dé a comer cebada en su falda. Cristina se detuvo un poco en el umbral; bajo el deslumbrante sol el patio aparecía oscuro, con una especie de brillante espejo de agua corriente en su centro, que arrastraba pedazos de hielo mezclados con estiércol de caballo. El cielo, como seda azul, resplandecía sobre las viejas casas y un resto de oro viejo brillaba sobre las dos figuras de proa que remataban el alero de entrada de la bodega de levante. El agua caía goteando de los tejados; el humo subía en espirales y se mecía sacudido por el aire tibio.
Cristina se dirigió a la cuadra. Entró y sacó unos puñados de cebada con los que llenó el hueco de su falda. El olor de la cuadra y el ruido de los caballos inquietos en la oscuridad la reanimaron. Pero en la cuadra había gente y ante ellos no se atrevió a llevar a cabo su propósito.
Salió y echó el grano a las gallinas que corrían y se revolcaban en el patio, bajo el sol. Distraída contempló a Tore, el mozo de cuadra, que limpiaba y cepillaba al potro tordo que perdía tanto pelo. Luego cerró los ojos y levantó al sol su rostro marchito y pálido por el largo encierro.
Así estaba cuando tres hombres llegaron a caballo hasta el patio. El primero era un sacerdote joven que ella no conocía. Tan pronto la vio echó pie a tierra y se le acercó con la mano extendida.
—No me habíais dicho, señora, que me concederíais el honor de esperarme en el patio de vuestra casa —dijo sonriendo—. Pero dejadme que os dé las gracias igualmente, porque, sin duda alguna, sois mi cuñada, ¿Cristina Lavransdatter?
—Entonces vos sois Gunnulf, mi cuñado… —contestó con el rostro cubierto de rubor—. Feliz encuentro, señor. Sed bienvenido en nuestra casa, en Husaby.
—Gracias por vuestros deseos —y al decirlo se inclinó y besó a Cristina en la mejilla. Esta sabía que aquella era una costumbre extranjera cuando unos parientes se encuentran—. Ha sido una suerte para mí toparme con la mujer de Erlend.
Ulf Haldorssoen salió y ordenó a un mozo que se hiciera cargo de los caballos de los forasteros. Gunnulf saludó a Ulf cordialmente.
—¡Ah!, ¿estás aquí, primo? Yo que esperaba encontrarte ya casado y establecido por tu cuenta.
—Eso no, no me casaré más que en el caso de que se me dé a elegir entre una mujer o la horca —contestó Ulf riendo, y el sacerdote rio también—. Prometí al diablo quedarme soltero y se lo he prometido con la misma firmeza con que tú se lo prometiste a Dios.
—Entonces te salvarás, sea cual sea tu camino, Ulf —exclamó Maese Gunnulf riendo—, porque también harás el bien el día en que rompas la promesa que has hecho al diablo. Aunque, claro se dice que un hombre debe mantener siempre su palabra, incluso la que ha dado al diablo… ¿No está aquí Erlend? —preguntó extrañado. Dio la mano a Cristina cuando se volvieron para entrar en la casa.
Para disimular su confusión, Cristina fue a mezclarse con las sirvientas para vigilar mejor la disposición de la mesa. Rogó al erudito hermano de Erlend que ocupara el puesto de honor, pero como ella se negó a sentarse a su lado, él fue a sentarse en el banco.
Ahora que estaba sentado a su lado, Cristina observó que Gunnulf era media cabeza más bajo que Erlend y más gordo, más fuerte y un poco achaparrado; sus hombros, muy anchos, eran rectos, mientras que Erlend los tenía un poco caídos. Gunnulf iba vestido de color oscuro, como debe ir un sacerdote, pero la sotana que le caía hasta los pies y le subía casi hasta su cuello de lino blanco estaba cerrada con botones de esmalte; de su cinturón trenzado pendía el cubierto de mesa en una vaina de plata.
Miró al sacerdote de soslayo. Tenía la cabeza redonda y dura, un rostro flaco y alargado, la frente estrecha, los pómulos salientes y una barbilla firmemente redondeada. La nariz era recta, las orejas pequeñas y bien formadas, pero la boca era larga y estrecha y el labio superior, al avanzar de manera pronunciada, disimulaba la mancha roja de su labio inferior. Sólo el cabello era como el de Erlend: la espesa corona que rodeaba la tonsura del sacerdote era negra, tenía el brillo seco del hollín y parecía tan sedosa como la cabellera de Erlend. Por lo demás, a quien realmente se parecía era a Munan Baardssoen, su primo hermano; ahora comprendía Cristina por qué se decía que Munan había sido guapo en su juventud. No. A quien se parecía de verdad era a su tía Aashild. Cristina se fijó en que tenía los mismos ojos de Dama Aashild, amarillos como el ámbar y brillantes bajo las cejas negras, finas y rectas.
En un principio, Cristina estuvo bastante intimidada por aquel cuñado que había estudiado tanta ciencia en París y en Occidente. Pero, poco a poco, olvidó su turbación. Era fácil hablar con Gunnulf. Nunca hablaba de sí mismo y evitaba, sobre todo, hacer alarde de su ciencia. Pero después de que Cristina se hubo tranquilizado un poco, pensó, dada la cantidad de cosas que le había contado, que jamás hasta entonces había sospechado lo grande que era el mundo fuera de Noruega. Se olvidaba de ella y de todo lo que la concernía cuando alzaba la mirada hacia el rostro de facciones firmes del sacerdote, con su sonrisa rápida y maliciosa. Tenía las piernas cruzadas bajo la sotana y con sus manos fuertes y blancas se sujetaba el tobillo.
Cuando hacia la caída de la tarde se acercó a ella desde el otro extremo de la sala y le preguntó si quería jugar a las tablas, Cristina contestó que no creía que tuvieran tal juego en la casa.
—¿De verdad? —dijo el sacerdote asombrado. Y dirigiéndose a Ulf preguntó:
—Ulf, ¿sabes qué ha hecho Erlend con el juego de tablas de oro que tenía nuestra madre? ¿Supongo que no habrá regalado a nadie los juegos que nos dejó?
—Están arriba en un cofre, en el cuarto de los caballeros. Erlend no quería que fueran a parar a manos de alguien que vivió un tiempo en esta granja —terminó Ulf en voz baja—. ¿Quieres, Gunnulf, que vaya a buscar el cofre?
—Sí, eso no le molestará ahora —accedió el sacerdote.
Poco después regresaban los dos con un gran cofre tallado. La llave estaba en la cerradura y Gunnulf lo abrió. Encima de todo había un langleik y otro instrumento de cuerda que Cristina no había visto nunca. Gunnulf lo llamó salterio, deslizó los dedos sobre las cuerdas, pero el instrumento estaba totalmente desafinado. Había también rollos de cintas, ovillos de seda, guantes bordados y tres libros con cierre. Al fin, el sacerdote encontró el juego; los cuadros eran de blanco y oro; los peones, de hueso de ballena, eran también blancos y dorados.
Solamente entonces se dio cuenta Cristina de que no había visto nunca objetos destinados a distraer a las personas desde su llegada a Husaby.
Tuvo que confesar a su cuñado que ignoraba el juego de tablas y que tampoco sabía tocar ningún instrumento. Pero los libros le interesaron.
—Por supuesto que habrás estudiado y aprendido en los libros, Cristina —quiso saber el sacerdote, y esta vez pudo contestar con cierto orgullo que había estudiado desde niña. En el convento la habían felicitado por su habilidad en la lectura y escritura.
El sacerdote estaba de pie a su lado mientras hojeaba los libros. Uno era una novela de caballería sobre Tristán e Isolda, otro era una vida de santos; la abrió en la página de la leyenda de san Martín. El tercer libro estaba escrito en latín y especialmente editado, con dibujos en los principios de capítulo y con las mayúsculas coloreadas.
—Este pertenecía a nuestro antepasado, el obispo Nicolás —explicó Gunnulf.
Cristina leyó a media voz:
Averte faciem tuam a peccatis meis et omnes iniquitates meas dele.
Cor mundum crea in me, Deus, et spiritum rectum innova in visceribus meis.
Ne projicias me a facie tua et Spiritum Sanctum tuum ne auferas a me[3].
—¿Lo entiendes? —preguntó Gunnulf.
Cristina hizo un movimiento de cabeza y dijo que lo entendía un poco. Conocía lo bastante bien las palabras como para sentirse profundamente conmovida al verlas bajo sus ojos en aquel preciso momento. Su rostro se nubló y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces Gunnulf tomó el langleik, lo apoyó en su pecho y dijo que intentaría afinarlo.
Mientras se ocupaba de ello oyeron caballos en el patio y no tardó en aparecer Erlend en la sala, entrando con paso vivo y resplandeciente de alegría; sabía quién había llegado. Ambos hermanos apoyaron las manos en el hombro del otro. Erlend hacía preguntas sin esperar respuesta. Gunnulf había pasado dos días en Nidaros, así que era pura casualidad que no se hubieran visto.
—Sí, es extraño —dijo Erlend—. Yo creía que todo el clero de la iglesia de Cristo iría a esperarte en procesión a tu regreso al país, para honrar la sabiduría y la ciencia extraordinaria que te habrán enseñado…
—¿Y cómo puedes saber si no lo han hecho así? —preguntó su hermano riendo—. He oído decir que vas poco a la iglesia de Cristo, cuando estás en la ciudad.
—No, pequeño…, no ando rondando a mi señor el arzobispo cuando puedo evitarlo; un día me acerqué tanto que me quemé —contestó Erlend con una risotada orgullosa—. ¿Qué te parece tu hermano, querida…? —Ya veo que os habéis hecho amigos tú y Cristina, Gunnulf. Nuestros otros parientes le gustan poco…
En el momento de sentarse para la cena, Erlend se dio cuenta de que llevaba aún su gorro de piel, el abrigo y la espada al cinto.
Fue la velada más alegre que Cristina había pasado en Husaby. Erlend obligó a su hermano a sentarse en el sitio de honor con Cristina; él mismo trinchó la carne para servirle y escanció la bebida en su vaso. La primera vez que bebió a la salud de Gunnulf, dobló la rodilla y quiso besarle la mano.
—¡Salud y felicidad, Monseñor! Tenemos que aprender, Cristina, a tratar al arzobispo con los honores que le son debidos…, porque no me cabe la menor duda de que serás arzobispo algún día, Gunnulf.
Los criados abandonaron tarde la gran sala, pero Cristina y los dos hermanos se quedaron todavía bebiendo. Erlend estaba sentado sobre la mesa, con el rostro vuelto hacia su hermano. Señalando el cofre de su madre, dijo:
—Cuando me casé decidí que fuera para Cristina. Pero tengo poca memoria y tú, hermano, no olvidas nada; sin embargo, el anillo de nuestra madre está en una bonita mano, ¿verdad?
Cogió la mano de Cristina, la apoyó en su rodilla y dio vueltas a la sortija de prometida.
Gunnulf asintió con la cabeza y puso el salterio entre las manos de Erlend.
—Canta, Erlend. Tocabas y cantabas muy bien años atrás…
—Sí, pero ¡cuántos años hace…! —dijo gravemente Erlend. Luego dejó resbalar los dedos sobre las cuerdas.
El rey Olav, hijo de Harold,
cabalgaba por el oscuro bosque.
En el barro vio una pequeña huella
y tuvo un gran alegría.
Y dijo Finn Arnessoen,
que encabezaba la tropa:
«¡Qué bonito un pie tan chiquitín
calzado con escarpines rojos!».
Erlend sonreía al cantar y Cristina levantó hacia el sacerdote su mirada temerosa. La canción de san Olav y de Alvhild tal vez le disgustaría. Pero Gunnulf sonreía… y súbitamente se dio cuenta de que no era por la canción sino por Erlend.
—Cristina está dispensada de cantar; no debes cansar tu pecho, ¿verdad, querida mía? —murmuró acariciándole la mejilla—. Pero tú sí puedes hacerlo ahora —y alargó el salterio a su hermano.
Al oír tocar y cantar al sacerdote se comprendía que había estudiado música.
El rey cabalgaba hacia las montañas, al Norte.
Oyó quejarse a la paloma y se dijo:
«El halcón me ha robado a mi amada».
Luego anduvo un buen trecho;
el halcón huyó volando más allá de la salvaje meseta.
El halcón voló hasta un jardín
que aún florece.
En el jardín hay un gran sala
donde los bancos están cubiertos de púrpura.
En una yace un caballero que se desangra.
Es el rey bueno y leal.
Yace, azul, bajo la seda escarlata
con la inscripción Corpus Domini encima.
—¿Dónde aprendiste esa canción? —preguntó Erlend con interés.
—Pues verás. Unos niños la cantaban delante de la posada donde yo vivía en Canterbury —contestó Gunnulf—. Entonces tuve ganas de traducirla al noruego. Pero no queda muy bien… —añadió tocando la melodía.
—Eh, hermano…, hace tiempo que ha pasado la medianoche y Cristina necesita acostarse. ¿Estás cansada, mujer?
Cristina miró tímidamente a los dos hombres. Estaba extraordinariamente pálida.
—No sé… en todo caso no me acostaré en la cama de aquí…
—¿Estás enferma? —preguntaron a una ambos hermanos inclinándose sobre ella.
—No lo sé —contestó en el mismo tono, y apoyó las manos en los riñones.
Erlend se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Gunnulf le siguió:
—No está bien que no hayas mandado llamar con anticipación a las madres de familia que tienen que ayudarla —observó—. ¿Acaso llega esto mucho antes de lo que ella esperaba?
—Cristina decía que no necesitaría más mujeres que sus sirvientas. Algunas de ellas han tenido hijos… —y esbozó una sonrisa.
—No habrás perdido la cabeza hasta ese punto —insistió Gunnulf mirándole—. La campesina más pobre tiene a su lado sirvientas y vecinas cuando va a dar a luz. ¿Acaso tu mujer se arrastrará hacia un rincón y se esconderá como una gata que va a tener gatitos? No, hermano, debes mostrarte hombre y llevar junto a Cristina a las mejores madres de familia de la región.
Erlend inclinó su rostro avergonzado:
—Tienes razón, hermano. Iré yo mismo a caballo a Raasvold y mandaré a los hombres a las demás granjas. Tú quédate con Cristina.
—¿Te vas? —preguntó Cristina asustada cuando vio a Erlend coger el abrigo.
Se acercó a ella y la estrechó en sus brazos.
—Voy a buscar para ti a las mejores mujeres, Cristina. Gunnulf se quedará contigo mientras las sirvientas preparan el cuarto pequeño para ti —dijo besándola.
—¿No podrían mandar un mensaje a casa de Audfinna Audunsdatter? —suplicó—. Pero no antes de la mañana; no quiero que la despierten por mi causa; tiene mucho trabajo…
Gunnulf preguntó a su hermano quién era Audfinna.
—Pues no me parece muy indicado —observó el sacerdote—, es la mujer de uno de tus colonos…
—Hay que hacer lo que desee Cristina —contestó Erlend. Y, mientras el sacerdote le acompañaba al patio en busca del caballo, le contó de qué modo había conocido Cristina a la mujer.
Gunnulf se mordía los labios con expresión pensativa.
A partir de aquel momento hubo gran revuelo en la granja. Los hombres salían a caballo, las sirvientas llegaban corriendo y preguntaban cómo seguía el ama. Cristina decía que no debían temer por ella, pero se preparó todo en el dormitorio pequeño. Les mandaría avisar cuando quisiera que la acompañaran.
Y se quedó sola con el sacerdote. Se esforzó por hablarle en tono natural y animado como antes, y este le dijo sonriendo:
—Veo que tú no tienes miedo.
—Sí tengo —y cuando le miró a los ojos vio que los suyos estaban oscurecidos por el miedo—. ¿Sabes, hermano,… si los otros hijos de Erlend han nacido en Husaby?
—No. El chico nació en Hunehals y la niña en Strind, en una granja que poseía por allí en aquella época. ¿Es cierto —preguntó poco después— que has sufrido pensando que aquella mujer ha vivido aquí con Erlend?
—Sí —contestó Cristina.
—Es difícil para ti comprender la conducta de Erlend hacia Eline —dijo gravemente el sacerdote—. Para Erlend no era fácil tomar una decisión… Erlend no ha sabido nunca lo que está bien o no. En nuestra infancia ya ocurría así: mi madre encontraba perfecto todo lo que hacía Erlend; mi padre, en cambio, lo encontraba estúpido. Pero, bueno, ha debido hablarte lo bastante de nuestra madre como para que estés enterada de todo.
—Sólo puedo recordar que haya hablado de su madre dos o tres veces. Pero me he dado cuenta de que debía quererla mucho…
Gunnulf asintió en voz baja.
—Nunca se vio cariño semejante entre una madre y un hijo. Madre era mucho más joven que mi padre, luego ocurrió todo el asunto de tía Aashild… la madre de tío Baard y lo que se dijo… Pero ya lo sabes, ¿verdad? Padre pensaba lo peor y así se lo hizo saber a nuestra madre… Un día, cuando Erlend era todavía un muchacho, tiró su daga contra padre; por amor a su madre se echó más de una vez contra su padre durante su adolescencia.
»Cuando nuestra madre enfermó, se separó de Eline Ormsdatter. Madre tenía unas llagas tremendas en el costado y padre decía que era lepra. La alejó de él y quiso obligarla con amenazas a recluirse con las monjas en el hospital. Entonces, Erlend fue en busca de su madre y la llevó a Oslo; fueron a ver a Aashild, que es buen médico, y también al médico francés del rey; ambos declararon que no era leprosa. El rey Haakon acogió afectuosamente a Erlend y le aconsejó que fuera a la tumba del santo rey Erik Valdemarssoen, su abuelo materno. Infinidad de gente había logrado allí la curación de enfermedades de piel.
»Erlend emprendió el viaje a Dinamarca con nuestra madre, pero esta murió a bordo, al sur de Stad. Cuando trajeron su cuerpo (debes recordar que padre era un anciano y Erlend había sido siempre un hijo poco dócil), padre se encontraba en Nidaros en la casa que teníamos en la ciudad. Cuando llegó Erlend con el cadáver no quiso dar cobijo a su hijo hasta estar seguro de que no se había contagiado. Este montó a caballo y se fue, no parando hasta llegar a la granja donde Eline le esperaba con su hijo. Luego siguió teniéndole afecto a pesar de todo, aunque se hubiera cansado de ella, y así continuó hasta el día que la trajo aquí, a Husaby, y le confió el gobierno de la granja tan pronto fue su dueño. Eline tenía gran influencia sobre él y decía que si después de todo él la traicionaba, merecería morir víctima de la lepra…
»Pero ya es hora de que tus mujeres se ocupen de ti, Cristina… —miró el rostro juvenil, pálido, tenso por el miedo y el sufrimiento. Cuando se dirigía hacia la puerta, ella le llamó con un grito:
—No, no, no me dejes…
—Puesto que sufres ya tanto —le dijo el sacerdote para consolarla—, todo irá más de prisa…
—No, no es eso —y cogiéndole del brazo suplicó—: ¡Gunnulf!
Él no recordaba haber visto jamás, semejante pánico en un rostro humano.
—Cristina, debes convencerte de que no va a ser más grave para ti que para las demás mujeres…
—Sí, sí —escondió la cabeza en el brazo de su cuñado—, porque ahora sé que Eline y sus hijos deberían estar aquí. Él le había prometido casarse con ella antes de que yo fuera su amante…
—¿Lo sabías? —preguntó con voz tranquila Gunnulf—. Erlend no podía hacer otra cosa. Debes comprender que no podía cumplir aquella promesa. El arzobispo no hubiera consentido jamás en que se casaran. No te obstines en creer que tu matrimonio no es válido… Tú eres la esposa legítima de Erlend…
—¡Ah! Antes de verme así yo había ya perdido el derecho a andar por la tierra. Y, sin embargo, todo ha sido aún peor de lo que pensaba… ¡Ah! ¿Por qué no puedo morir y que este hijo no nazca jamás? No tendré valor para mirar al hijo que nazca de mí.
—Que Dios te perdone, Cristina, porque no sabes lo que dices… ¿Desearías que tu hijo muriera en tus entrañas antes de que pudiera ser bautizado?
—Verdaderamente. ¡Que el diablo se lleve al que tengo bajo mi corazón! Es imposible salvarlo…, ¿por qué no habré bebido el brebaje que me ofrecía Eline? Quizás habría servido como expiación de todos los pecados que Erlend y yo habíamos cometido. Por lo menos, este hijo no habría sido concebido. ¡Ah!, Gunnulf, esto es lo que pienso incesantemente desde el día en que lo sentí vivir en mí; hubiera debido comprender que era mejor beber el vino envenenado que me ofreció Eline antes que empujar a la muerte a la mujer que Erlend había amado antes que a mí…
—Cristina —interrumpió el sacerdote—, estás perdiendo la razón. No fuiste tú la que empujaste a esa pobre mujer a la muerte. Erlend no podía mantener la palabra dada cuando era joven y desconocía la ley y el derecho. Jamás habría podido vivir con ella sin pecar. Además, ella se había dejado seducir por otro, con quien Erlend quiso casarla cuando se enteró. No sois, ni uno ni otro, responsables de su suicidio…
—¿Quieres saber en qué condiciones se dio la muerte?
Cristina era presa de tal desesperación, que hablaba con una calma impresionante:
—Erlend y yo estábamos juntos en Haugen cuando ella llegó. Llevaba un cuerno en la mano; quería que bebiera con ella. Sin duda destinaba el contenido del cuerno a Erlend, ahora lo comprendo; pero como me encontró con él quiso que fuera yo la víctima… Adiviné que era una trampa. Vi que cuando se llevó el cuerno a los labios no bebía nada, pero yo sí quería beber. Me era indiferente morir o vivir, porque sabía que siempre la había tenido consigo aquí, en Husaby. En aquel momento entró Erlend. La amenazó con su daga: «Bebe tú primero», le dijo. Ella suplicaba, suplicaba, y vi que él iba a flaquear. Entonces el demonio se apoderó de mí, cogí el cuerno y grité: «Una de tus dos amantes…» esto era, en realidad, excitar a Erlend para que hiciera algo… «No puedes quedarte con las dos». Y lo cierto es que ella se dio la muerte con la daga de Erlend; pero Bjoern y Aashild creyeron oportuno callar el modo como había ocurrido…
—De manera que fue tía Aashild la que dio el consejo —dijo Gunnulf secamente—. Comprendo… Te abandonaba en manos de Erlend…
—¡No! —gritó Cristina con violencia—. Dama Aashild nos rogó, rogó a Erlend y me rogó a mí de tal forma que no podía negarme, que nos portáramos lo más honradamente que fuera aún posible, que nos echáramos a los pies de mi padre y le pidiéramos perdón. Pero yo no me atreví. Di como pretexto que temía que mi padre matara a Erlend. ¡Oh! Sabía perfectamente que mi padre no se comportaría de modo que pudiera quedar en manos de Erlend. Alegué también mi temor a que después de semejante disgusto, mi padre no pudiera volver a levantar la cabeza. ¡Oh! He demostrado sobradamente desde entonces que a mí no me contuvo el temor de dar un disgusto a mi padre. No puedes imaginarte, Gunnulf, lo bueno que es mi padre; nadie sabrá jamás lo cariñoso que fue siempre conmigo. Siempre me quiso igual. Yo no quería que supiera que me había portado tan vergonzosamente cuando él me creía resguardada en el convento de las monjas de Oslo, instruyéndome en lo que es justo y bueno… Sí, Gunnulf, vestía el hábito de novicia cuando iba a reunirme con Erlend en la ciudad, en la cuadra, en el granero…
Levantó los ojos hacia Gunnulf. El rostro de este estaba blanco y duro como la piedra.
—¿Comprendes ahora por qué tengo miedo? Esa mujer que le abrió los brazos cuando volvió contaminado por la peste…
—¿No habrías hecho tú lo mismo? —preguntó lentamente el sacerdote.
—Sí, sí, sí —una sonrisa vaga, dulce y salvaje a un tiempo, como las de tiempos pasados, iluminó fugazmente el rostro contraído de la joven.
—De todos modos, Erlend no estaba contaminado —dijo Gunnulf—. Nadie, excepto mi padre, creyó nunca que mi madre muriera de la peste.
—Pero yo, sin duda, soy una leprosa ante los ojos de Dios —murmuró Cristina, y apoyó la cara en el brazo de Gunnulf, agarrándoselo convulsivamente—. Llena, como estoy, de pecados…
—Hermanita —dijo con dulzura el sacerdote, apoyando la mano sobre la pañoleta de Cristina—. No eres tan gran pecadora como tú crees, hija mía. No habrás olvidado que del mismo modo que Dios puede limpiar el cuerpo de la peste, también puede purificar tu alma de todo pecado…
—¡Oh! Ya no lo sé… —sollozaba con el rostro escondido aún en el brazo de Gunnulf—. No lo sé… y tampoco siento re mordimientos, Gunnulf. Tengo miedo y, sin embargo… Sentí miedo en la puerta de la iglesia cuando el sacerdote nos unió a Erlend y a mí. Tuve miedo cuando entré con él para la misa de velaciones con la corona de oro sobre mi cabellera suelta, porque no me atrevía a confesar mi vergüenza a mi padre, y con todos mis pecados sin absolver; ni siquiera me atrevía a confesar la verdad al sacerdote de mi parroquia. Pero en invierno, asustada al verme cada día más fea y más asustada aún porque Erlend no se portaba conmigo como antes, pensaba en la época en que por la noche nos reuníamos en el granero de Skog.
—¡Cristina… —el sacerdote intentaba levantar aquel rostro escondido—, no debes pensar en esto ahora! Piensa en que Dios ve tu desesperación y tu angustia. Vuélvete hacia la dulce Virgen María, tan compasiva con los afligidos…
—¿Pero no comprendes que he empujado a otra mujer a la muerte…?
—Cristina —cortó el sacerdote con severidad—, ¿cómo puedes ser tan orgullosa? ¿Te crees capaz de pecar tanto que la misericordia de Dios no llegue hasta ti…?
Su mano acariciaba la cabeza de la joven. Prosiguió:
—¿Recuerdas, pequeña, la respuesta de san Martín cuando el demonio fue a tentarlo? El diablo preguntó a san Martín si creía lo que decía cuando prometía la misericordia de Dios a todos los pecadores que confesaba. El obispo contestó: «Incluso me atrevo a prometerte el perdón de Dios en el momento en que se lo pidas… si depones tu orgullo y quieres creer que su amor es mayor que tu odio…».
Gunnulf seguía acariciando la cabeza de la joven, que sollozaba. Sin embargo, se decía: «¿Es así como Erlend se portó con esta criatura?». Y al pensarlo palidecía y apretaba los labios con gesto duro.
Audfinna Audunsdatter fue la primera mujer que llegó. Encontró a Cristina en la pequeña estancia. Gunnulf estaba sentado a su lado mientras dos o tres sirvientas andaban de un lado para otro.
Audfinna saludó respetuosamente al sacerdote, pero Cristina se levantó y se acercó a ella con la mano tendida.
—Gracias por haber venido, Audfinna. Ya sé que no es fácil para los tuyos prescindir de ti…
Gunnulf había examinado a la mujer. También se puso en pie diciendo:
—Has sido muy amable al venir tan pronto. Es necesario que mi cuñada tenga a su lado a alguien en quien pueda confiar. Es forastera en la región, joven e inexperta…
—¡Jesús, si está blanca como un pañuelo! —murmuró Audfinna—. ¿Os parece bien, señor, que le dé una bebida para que duerma? Es preciso que haya descansado antes de que vengan los grandes dolores.
Puso manos a la obra silenciosamente, activa; tanteó la cama que las sirvientas le habían preparado en el suelo y les rogó que trajeran más almohadas y más paja. Luego se puso a calentar pequeñas marmitas de tierra en las que maceraban hierbas. Después empezó a desatar todos los nudos y lazos que sujetaban las ropas de Cristina y quitó por fin las horquillas que mantenían el peinado de la joven.
—Jamás había visto nada tan hermoso —dijo cuando la cascada castaño dorada de la sedosa cabellera cayó enmarcando el pálido rostro. No pudo evitar reír.
—Este cabello no ha perdido nada de su fuerza y brillo, aunque lo hayas llevado sobre los hombros más de lo que te correspondía…
Hizo acostarse a Cristina sobre las almohadas del suelo, y la arropó cuidadosamente.
—Bebe esto; sentirás menos los dolores. Intenta dormir un poco.
Gunnulf debía retirarse, pero antes se inclinó sobre Cristina.
—Reza por mí, Gunnulf —suplicó.
—Rezaré por ti hasta que te vea con tu hijo en brazos… y luego también —dijo, y colocó la mano de Cristina debajo del embozo.
Cristina se adormeció. Casi se encontraba bien. Las sacudidas dolorosas venían y desaparecían… pero era tan distinto de todo lo que había sentido hasta entonces, que después de cada crisis se preguntaba si lo habría soñado. Después del terrible sufrimiento de las primeras horas de la mañana creía que había superado afortunadamente las peores angustias y torturas. Audfinna, sin hacer el menor ruido, colgaba cerca del fuego lienzos que había que calentar para el niño, tapices y pieles; revolvía un poco el contenido de las marmitas y esto perfumaba la estancia. Al fin, Cristina se durmió entre los dolores; se creía en su casa, en el pabellón donde se preparaba la cerveza en Joerungaard, y ayudaba a su madre a teñir un gran lienzo… Sin duda, se debía a los vapores de las ortigas y de la corteza de fresno.
Luego fueron llegando las vecinas una a una, todas ellas dueñas de las granjas de los alrededores de Birgsi. Audfinna se retiró entre las sirvientas. Por la tarde, Cristina tuvo la impresión de que todo iba muy mal. Las mujeres le dijeron que debía levantarse y quedarse de pie todo lo que le fuera posible. Esta idea era como un suplicio… La estancia estaba ahora llena de mujeres y debía quedarse entre ellas como una yegua que se pone en venta. Sin embargo, tuvo que dejar que esas desconocidas la tocaran y manosearan por turno, sin que dejaran de hablar entre ellas. Por fin, Dama Gunna de Raasvold, que parecía dirigirlas, dijo que podía volver a acostarse. Dividió a las mujeres en dos grupos; unas dormirían mientras las otras velaban.
—No va a ser rápido, pero grita cuando te sientas peor y no te preocupes por las que duermen. Estamos todas aquí para ayudarte, pobrecita —dijo dulce y bondadosamente, dándole un golpe cariñoso en la mejilla.
Pero Cristina se mordía los labios y apretaba la ropa con sus manos sudorosas. Hacía un calor agobiante; las mujeres aseguraban que tenía que ser así. Después de cada crisis, Cristina quedaba empapada en sudor.
No obstante, no dejaba de pensar en la comida para todas estas mujeres. Tenía empeño en demostrarles que su casa estaba bien dirigida. Había ordenado a Torbjoerg, la cocinera, que echara leche cuajada espesa en agua hirviendo para el pescado fresco. Esperaba que Gunnulf no lo considerara como un atentado al ayuno. Sobre este punto, Sira Erik la había tranquilizado, porque, según él, el cuajo no es alimenticio y porque, además, se separa el caldo del pescado. En cuanto a la pesca salada que Erlend había traído en otoño, no podrían comerla, porque se había estropeado y estaba llena de gusanos.
—¡Bienaventurada Virgen María!, ¿tardarás aún mucho en ayudarme? ¡Sufro tanto, tanto, tanto…!
Intentó dominarse antes de dejarse llevar por el dolor y lanzar un grito interminable…
Audfinna estaba sentada ante el fuego, vigilando sus marmitas. Cristina hubiera querido rogarle que le cogiera la mano. ¡Qué no habría dado en aquel momento por estrechar una mano amiga y conocida! Pero no se atrevió a pedirlo.
Antes del mediodía siguiente, una especie de embotamiento se apoderó de Husaby. Era la víspera del día de la Virgen María y todo el trabajo debía estar terminado a las tres de la tarde; pero los hombres estaban distraídos y preocupados y las sirvientas, alarmadas, no ponían el menor ardor en el trabajo. La gente de la granja quería a su joven ama y comprendían que las cosas no se presentaban demasiado bien para ella.
Erlend había salido al patio y hablaba con el herrero. Se esforzaba por fijarse en lo que el hombre le decía. En aquel momento Dama Gunna corrió hacia él:
—No se avanza, Erlend. Puede que si la tomas sobre tus rodillas adelantemos algo. Ve a ponerte un tabardo corto; la pobrecilla está pasando un momento durísimo.
Erlend se sonrojó. Recordó haber oído decir que si una mujer no podía dar a luz un hijo concebido en secreto, podía ser útil el que su marido la tomara sobre sus rodillas.
Cristina yacía echada en el suelo sobre los tapices; dos mujeres estaban sentadas a su lado. Tan pronto entró, Erlend vio que estaba hecha un ovillo y movía la cabeza de derecha a izquierda con el rostro escondido en el regazo de una de las mujeres; pero no dejaba escapar ni un solo gemido.
Cuando hubo pasado la crisis, abrió unos ojos de mirada salvaje y asustados; sus labios agrietados aspiraban el aire a borbotones. Toda huella de gracia y juventud se había borrado de su rostro, hinchado y rojo como una llama. Su cabellera estaba enmarañada y mezclada con pajas y hebras de lana arrancada de las pieles. Miró a Erlend como si no le reconociera, pero cuando comprendió por qué le habían llamado las mujeres, sacudió con fuerza la cabeza protestando:
—En mi tierra no tenemos por costumbre que los hombres estén presentes durante el parto…
—Al norte de los Dofrines hay casos en que suelen hacerlo —dijo Erlend con dulzura—, y si esto puede abreviar tus dolores, Cristina mía, deja que…
—Bueno…
Cuando Erlend se hubo arrodillado a su lado le rodeó con sus brazos y se acurrucó junto a él. Encogida, sacudida por estremecimientos, luchaba contra la crisis sin articular palabra.
—¿Podría hablar unas palabras a solas con mi marido? —preguntó de pronto, jadeante, en un momento en que pudo respirar.
Las mujeres se retiraron.
—¿Estaba con los dolores del parto cuando le prometiste casarte con ella si enviudaba… la noche en que Orm vino al mundo? —murmuró Cristina.
Erlend perdió la respiración al oírla como si le hubieran dado un golpe en el corazón. Luego sacudió enérgicamente la cabeza.
—Aquella noche la pasé de guardia en el castillo. Mis hombres estaban de servicio. Fue cuando volví a la posada, de madrugada, y me pusieron al niño en los brazos… Pero ¿has podido pensar en eso en un momento como este, Cristina?
—Sí… —otra vez se agarró desesperadamente a él porque un nuevo dolor la sacudía. Erlend secó el sudor que corría por su rostro.
—Ahora ya lo sabes —dijo cuando la vio más tranquila—. ¿De verdad no quieres que te siente sobre mis rodillas como dice Gunna?
Pero Cristina sacudió negativamente la cabeza. Al final las mujeres hicieron salir a Erlend.
Pareció como si aquella conversación hubiera destrozado la resistencia de Cristina. Con un terror salvaje por la crisis que sentía llegar, gritó y suplicó gimiendo que la ayudaran. Sin embargo, cuando las mujeres volvieron a hablar de ir en busca de su marido, les gritó que no quería…; prefería sufrir hasta la muerte…
Gunnulf y su acólito fueron a la capilla para cantar vísperas. Toda la gente de la granja que no estaba junto a Cristina les acompañó. Pero Erlend desapareció antes de que terminara y se fue hacia los pabellones del sur.
Al oeste, más allá de las montañas, al otro lado del valle, el cielo era de un rojo dorado…; la noche de primavera extendía su crepúsculo claro, luminoso y tibio. En la atmósfera dorada aparecieron algunas estrellas blancas. Una ligera capa de niebla se iba posando sobre el bosque de árboles de hoja caduca, abajo, cerca del lago…, y sobre la vertiente expuesta al sol se veían manchas de terreno desnudo; en el aire flotaba un olor de estiércol y de nieve fundida.
La pequeña estancia estaba al oeste, en el patio, y sobre la vertiente del valle. Erlend pasó y se detuvo detrás del muro. Las vigas estaban aún tibias del sol, cuando se apoyó en ellas. ¡Ah!, Cristina gritaba… Una vez había oído gemir una ternera atacada por un oso. Ocurrió cerca de su cabaña, arriba, en tiempo de su adolescencia. Arnbjoern, el pastor, y él corrieron hacia el sur del bosque. Recordaba la masa velluda que al alzarse resultó ser un oso, con las fauces abiertas rojas y ardientes. La lanza de Arnbjoern se rompió bajo los manotazos del oso; entonces el pastor cogió la lanza del joven que miraba petrificado de horror. La ternera vivía, pero tenía los muslos y las ubres devoradas.
—¡Cristina, Cristina mía…! ¡Señor, en nombre de vuestra bienaventurada Madre, tened piedad…!
Regresó a la capilla.
Las sirvientas entraron en la sala grande con la cena; no pusieron la mesa, sino que dejaron los platos junto al fuego. Los hombres se llevaron cada uno su pan y su pescado a los bancos, ocuparon sus puestos habituales en silencio y comieron un poco, pero ninguno parecía tener apetito. Después de comer, nadie se levantó para salir ni para irse a descansar. Permanecieron allí, sentados, sin hablar, contemplando el fuego del hogar.
Erlend se había escondido en un rincón, cerca de la cama. No tenía valor para dejarse ver por nadie.
Maese Gunnulf había encendido una pequeña lámpara de aceite de pescado y la había dejado sobre el brazo del sillón de honor. Luego se sentó al lado, en el banco, con un libro en las manos. Sin ruido, sin parar, sus labios se movían ligeramente.
De pronto Ulf Haldorssoen se levantó, fue al fuego y cogió un pedazo de pan tierno; luego revolvió entre las brasas y eligió una de ellas. Al momento volvió a su rincón cerca de la puerta de entrada, donde estaba también sentado el viejo Aan. Ambos, tras el abrigo de Ulf, desmigaban el pan. Aan golpeaba y cortaba la brasa. Los demás hombres echaban de vez en cuando una mirada hacia ellos. Al cabo de un rato, Ulf y Aan se levantaron y salieron de la sala.
Gunnulf les vio salir, pero no dijo nada. Continuó rezando.
Un muchachito muerto de sueño cayó del banco al suelo, de cabeza. Se levantó y miró a su alrededor, asustado. Después suspiró levemente y volvió a sentarse.
Ulf y Aan entraron nuevamente en silencio, y ocuparon los asientos de antes. Los hombres volvieron a mirarles, pero ninguno dijo nada.
Súbitamente Erlend se puso en pie. Cruzó la estancia y fue junto a sus hombres. Tenía el rostro gris como la ceniza y los ojos rodeados de grandes ojeras.
—¿Ninguno de vosotros conoce alguna solución? ¿Tú, Aan? —murmuró.
—No ha dado resultado —contestó Ulf en voz igualmente baja.
—Debe de estar escrito que no va a tener este hijo —observó Aan secándose la nariz—, y en este caso ni sacrificios ni hechizos servirán de nada. Es una lástima, Erlend, que debas perder tan pronto a esta dulce mujercita…
—¡Ah!, no me hables como si ya estuviera muerta —gimió Erlend con voz desgarrada y desesperada.
Volvió a su rincón y se echó de cabeza a los pies de la cama.
En aquel momento un hombre salió y volvió a entrar.
—Ha salido la luna. No tardará en amanecer.
Poco después, llegó Gunna a la gran sala. Se dejó caer en el banco de los mendigos, junto a la entrada. Los mechones grises de su cabello caían sobre sus hombros y el pañuelo de cabeza había resbalado hacia la espalda.
Los hombres se levantaron y fueron despacio hacia ella.
—Es preciso que uno de vosotros venga a sujetarla —decía, lloriqueando—. Ya no podemos más. Ven a asistirla, Gunnulf… no sabemos cómo va a terminar esto.
Gunnulf se levantó, guardó el libro de oraciones en el cinturón y la siguió.
—Tú también debes venir, Erlend —dijo la mujer.
Los alaridos salvajes y entrecortados que le recibieron al cruzar la puerta detuvieron y estremecieron a Erlend. En medio de las mujeres llorosas distinguió el rostro convulso y desconocido de Cristina. Estaba de rodillas y las mujeres la sostenían.
Junto a la puerta estaban las criadas de rodillas, con las cabezas reclinadas sobre los bancos. Rezaban en voz alta y sin parar. Se echó al suelo junto a ellas y se cubrió el rostro con los brazos. Cristina gritaba y gritaba; la desesperación y el terror le helaban. Era imposible que aquello pudiera durar así…
Se atrevió a echar una mirada hacia ella. Gunnulf se había sentado en un banco delante de ella y la sujetaba por debajo de los brazos. Dama Gunna estaba de rodillas, con los brazos alrededor del talle de Cristina, pero esta, con angustia mortal, se resistía y quería apartarla.
—¡No, no; soltadme…! ¡No puedo más…! ¡Dios mío, ayúdame…!
—Dios te ayudará pronto, Cristina —repetía el sacerdote.
Una sirvienta sostenía una palangana de agua; después de cada crisis Gunnulf cogía un paño y lo pasaba húmedo por el rostro de la paciente… por la raíz del cabello y por entre los labios, de los que escapaba como una baba.
Durante un momento hundió la cabeza entre los brazos del sacerdote y se adormeció, pero los sufrimientos volvieron a arrancarla nuevamente del descanso. Y el sacerdote volvió a repetir:
—No tardarás en recibir ayuda, Cristina…
Nadie sabía ya qué hora de la noche podía ser. A través del ventanillo del humo se filtraba la luz gris del amanecer.
Entonces, después de un grito espantoso, siguió una calma absoluta. Erlend notó que las mujeres se agitaban. Iba a mirar cuando oyó que alguien lloraba ruidosamente. Se acurrucó de nuevo… no se atrevía a preguntar.
Y Cristina volvió a gritar… un grito de dolor, estridente, salvaje, que no se parecía en nada a los alaridos inhumanos y dementes de antes. Erlend se acercó.
Gunnulf estaba inclinado y seguía sosteniendo a Cristina aún de rodillas. Con los ojos llenos de un horror mortal miraba fijamente a una cosa que Dama Gunna sostenía en una piel de cordero. El paquete informe, de un rojo oscuro, se parecía a las vísceras de un animal recién sacrificado.
El sacerdote lo estrechó contra sí y le murmuró:
—¡Pequeña Cristina, has puesto en el mundo el hijo más hermoso del que jamás madre alguna haya podido enorgullecerse y por el que haya dado gracias al cielo… y respira! —dijo Gunnulf a las mujeres llorosas—. Respira… Dios no ha sido tan cruel que no haya querido escucharnos…
El sacerdote hablaba todavía cuando ocurrió esto: la mente agotada y turbada de la joven madre se vio invadida por el recuerdo impreciso de un capullo que había visto una vez en el jardín del convento; de aquel capullo escapaban fragmentos de seda roja y rizada que terminaban formando una flor.
El embrión informe se movía y gemía; fue alargándose y se transformó en un niño que tenía el color del vino y apariencia humana. Poseía brazos y piernas, manos y pies sin que le faltara un solo dedo. Se debatía y jadeaba un poco.
—¡Es tan pequeño, tan pequeño, tan pequeño! —gritó Cristina con voz débil y quebradiza, y se echó a reír con una risa mezclada con lágrimas. Las mujeres la rodearon riendo y secaron sus lágrimas. Gunnulf la dejó en sus manos.
—Envolved bien al pequeño para que pueda gritar más —aconsejó el sacerdote acompañando a las mujeres que se llevaban junto al fuego al recién nacido.
Cuando Cristina despertó después de un largo descanso, se encontró acostada en su cama. Le habían quitado las horribles ropas empapadas de sudor, y el calor y la salud invadían su cuerpo junto con la agradable sensación de la vuelta a la vida; le habían puesto encima pequeños saquitos de pasta de ortigas y estaba envuelta en mantas y pieles calientes.
Cuando quiso hablar la hicieron callarse. Un gran silencio reinaba en la amplia sala. Y una voz que le costó reconocer llegó hasta ella:
—Nicolás, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…
Y un rumor de agua.
Cristina se incorporó, sosteniéndose sobre el codo, y miró. Junto al fuego había un sacerdote revestido de blanco. Ulf Haldorssoen sostenía por encima de la gran palangana de cobre a un niño desnudo, rojo, que se revolvía, lo entregaba a la madrina y recibía un cirio encendido.
Había tenido un hijo… Gritaba tan fuerte que casi ahogaba por completo las palabras del sacerdote. ¡Qué cansada se encontraba! Se sentía indiferente a todo y quería dormir.
Entonces oyó la voz de Erlend que decía rápidamente y en tono alarmado:
—¡Su cabeza…! ¡Qué cabeza tan rara tiene!
—¡Está hinchado! —contestó rápidamente una de las mujeres—. No es extraño. Ha luchado valientemente por su vida, el muchacho…
Cristina gritó. Le pareció que se despertaban en ella las fibras más íntimas de su corazón. Era su hijo y había luchado por vivir lo mismo que ella…
Gunnulf se volvió al instante y, sonriendo, tomó el paquete envuelto en blancos pañales que Gunna sostenía sobre sus rodillas y lo llevó a la cama. Dejó al niño en brazos de su madre.
Rebosante de ternura y felicidad, apoyó su rostro contra la carita luminosa, roja y sedosa, envuelta en lienzos.
Luego levantó la mirada hasta Erlend. Otra vez le había visto aquel rostro gris y descompuesto… no podía recordar en qué momento, tal era la extraña mezcla de sensaciones que experimentaba, pero sabía que era una bendición el no poder recordar cuándo. También era una bendición verle al lado de su hermano. El sacerdote había apoyado una mano en el hombro de Erlend. La invadía poco a poco una paz y una seguridad indecibles, mientras contemplaba la elevada estatura del hombre del alba y la estola; el rostro grande y flaco bajo la corona de cabellos irradiaba fuerza, pero sonreía con dulzura y bondad.
Erlend clavó profundamente su puñal en la viga de la pared, detrás de la madre y el hijo.
—Ya no es necesario —observó sonriendo el sacerdote—. El recién nacido está bautizado…
Cristina recordó una cosa que fray Edvin había dicho una vez. Un niño recién bautizado es tan santo como los santos del cielo. El pecado de los padres queda lavado por él, y él está aún sin pecado. Con temor y circunspección besó su carita.
Dama Gunna se les acercó. Estaba agotada, cansada e irritada contra el padre que no había pensado en decir unas palabras de agradecimiento a las mujeres. Luego, el sacerdote le había quitado el niño para llevárselo a la madre… cuando era ella la que debía hacerlo, ella, que había ayudado a la madre y que sería la madrina del niño.
—Aún no has saludado a tu hijo, Erlend; todavía no lo has tomado en brazos —dijo enfadada.
Erlend cogió al niño envuelto en pañales de brazos de su madre y apoyó un instante su cara contra la del niño.
—Aún no puedo quererte de verdad, no puedo hacerlo hasta haber olvidado que has hecho sufrir tanto a tu madre —murmuró y volvió a dejar el niño al lado de Cristina.
—Eso es… hazle ahora responsable a él —masculló la vieja, irritada. Micer Gunnulf sonrió, y entonces Dama Gunna tuvo que sonreír también. Quería coger al niño y acostarlo en la cuna, pero Cristina pidió que lo dejaran un poco más a su lado. Al instante se quedó dormida junto al niño. Sólo notó que Erlend la tocaba con precaución, como si temiera hacerle daño, y volvió a dormirse.