3
Aquellas Navidades fue poca gente a Husaby. Erlend no quería ir a ninguna de las casas donde había sido invitado, y andaba de un lado para otro de su granja, de mal humor.
En realidad, aquel golpe del destino le había afectado más de lo que creía su mujer. Había anunciado a los cuatro vientos los méritos de su prometida desde el día en que sus parientes habían conseguido para él la mano de Cristina en Joerungaard. Por nada del mundo habría querido dar pie a la suposición que la consideraba, a ella y a los suyos, de condición inferior a la de su propia familia. No; todos tenían que saber que se sentía honrado y exaltado por el hecho de que Lavrans Bjoergulfssoen le concediera su hija. La gente debía decirse ahora que la había tratado del mismo modo que trataría a una campesina, puesto que se había atrevido a hacer al padre la injuria de acostarse con su hija antes de obtenerla legalmente. Durante las fiestas de la boda, Erlend había insistido a los padres de su mujer para que fueran en verano a Husaby y vieran cómo vivía. Aunque en esa visita no le hubiera disgustado hacerles saber que a su hija no le faltaría de nada, también sentía grandes deseos de dejarse ver por los alrededores acompañado de aquellos suegros de gran prestancia; comprendía que Lavrans y Ragnfrid eran personas altamente distinguidas, estuvieran donde estuvieran. Y desde el día en que había asistido al incendio de la iglesia de Joerungaard, tenía la clara impresión de que Lavrans, a pesar de todo, le tenía afecto. Ahora no era de esperar que un encuentro entre él y sus suegros resultara agradable para ambas partes.
Cristina se indignaba con Erlend porque manifestaba con demasiada frecuencia su mal humor ante Orm. Este, que no tenía ningún niño de su edad para entretenerse, estaba a veces un poco pesado, insoportable incluso, y en ocasiones hacía tonterías. Un día cogió sin autorización la ballesta francesa de su padre y desbarató algo el mecanismo. Erlend se indignó, abofeteó a Orm y juró que a partir de entonces el niño no tocaría ni un solo arco de Husaby.
—Orm no tiene la culpa —observó Cristina sin volverse. Estaba sentada cosiendo y les daba la espalda—. El resorte saltó en el momento de cogerlo y él intentó repararlo. No cometerás la tontería de prohibir a tu hijo mayor el utilizar alguno de los innumerables arcos que hay en la casa. Mejor sería que le dieras uno de los que hay en el desván de los caballeros.
—Dale tú misma un arco, si esto te satisface —dijo Erlend malhumorado.
—Lo haré de buen grado —repuso Cristina en el mismo tono—. Hablaré con Ulf la próxima vez que vaya a la ciudad.
—Está bien. Orm, acércate y da las gracias a tu buena madrastra —masculló Erlend con irritación e ironía.
Orm obedeció; luego, salió tan rápidamente como pudo. Transcurridos unos minutos de silencio, Erlend dijo:
—Eso lo has hecho sobre todo para irritarme, Cristina.
—Sí, ya sé que soy una bruja, ya me lo has dicho otras veces.
—También te acordarás, querida mía —murmuró Erlend melancólico—, de que cuando lo dije no hablaba en serio.
Cristina ni contestó ni levantó la vista de su trabajo. Erlend salió y ella se echó a llorar. Quería a Orm y pensaba que Erlend era muchas veces injusto con su hijo. Además, el humor taciturno y el aire aburrido de su marido la hacían sufrir tanto que una vez estuvo acostada lloró hasta bien entrada la noche. Luego tuvo dolor de cabeza durante todo el día siguiente. Se le habían adelgazado las manos; tuvo que ponerse pequeños anillos de plata que tenía de cuando era niña para sujetar su anillo de prometida y su alianza, evitando así perderlos mientras dormía.
El domingo antes de Cuaresma, al caer la tarde, llegaron inesperadamente a Husaby Micer Baard Peterssoen con su hija, viuda, y Micer Munan Baardssoen con su esposa. Erlend y Cristina salieron al patio para darles la bienvenida.
Tan pronto Micer Munan vio a Cristina, golpeó a Erlend en la espalda, diciendo:
—Ya veo, primo, que has sabido hacerlo tan bien que tu mujer se encuentra a gusto en tu granja. Ya no eres ni tan flaca ni tan poca cosa como cuando te casaste, Cristina, y además tienes buen color —terminó sonriendo, porque Cristina se había puesto roja como una manzana.
Erlend no dijo nada. Micer Munan estaba sombrío. En cuanto a las mujeres, parecían no ver ni oír nada; saludaron a sus anfitriones correcta y silenciosamente.
Cristina hizo servir cerveza e hidromiel cerca del fuego mientras esperaban la cena. Munan Baardssoen charlaba por los codos. Traía para Erlend una carta de la duquesa. Se interesaba por Erlend y su joven esposa. ¿La muchacha con la que se había casado era la misma que había querido llevarse a Suecia? Era terrible viajar en aquella época, en pleno invierno, subiendo a los valles y cogiendo luego el barco hasta Nidaros. Pero viajaba para servir al rey, de modo que el refunfuñar no le servía de nada. Había pasado por Haugen para ver a su madre y ella les mandaba recuerdos.
—¿Han ido también a Joerungaard? —preguntó tímidamente Cristina.
No, habían ido para una comida de funerales a Blakarsarv. Se trataba de algo espantoso: la dueña de la casa, Tor, prima hermana de Ragnfrid, se había partido la espina dorsal al caer desde la galería del depósito de las provisiones. Su marido la había empujado sin querer. Era uno de aquellos viejos desvanes sin verdadera galería; sólo había algunas maderas colocadas al extremo de los troncos de árbol que formaban el suelo del segundo piso. Habían tenido que atar a Rolf y vigilarle de día y de noche después de la horrenda desgracia porque quería matarse.
Todos permanecieron silenciosos, estremecidos. Cristina conocía poco a estos parientes, pero habían asistido a su boda. De pronto sintió que perdía el mundo de vista. Munan, que estaba sentado delante de ella, se precipitó. Inclinado sobre la joven, sujetándola por los hombros, parecía la imagen de la amabilidad. Cristina pensó que no era de extrañar que Erlend sintiera tal afecto por su primo hermano.
—Conocí a Rolf cuando éramos jóvenes —prosiguió—. La gente compadecía a Tora Guttormsdatter. Decían de él que era un salvaje, un hombre duro. Ahora se ve que la quería. ¡Sí!, ciertos maridos se pavonean y quieren dar la sensación de que desearían estar lejos de sus esposas, pero la mayoría saben que perder a su esposa es como perderlo todo…
Baard Peterssoen se levantó bruscamente y se dirigió al banco adosado a la pared.
—¡Qué me lleve el diablo, maldito charlatán! —masculló Munan en voz baja—. Ya veo que jamás seré capaz de callar.
Cristina no comprendía lo que estaba ocurriendo. Su mareo se había disipado, pero reinaba tal malestar, eran todos tan extraños… Sintió alivio al ver cómo los sirvientes traían la cena.
Munan miró hacia la mesa y se frotó las manos:
—Ya sabía yo que no perderíamos nada pasando por tu casa antes de empezar la Cuaresma, Cristina. ¿Cómo has podido preparar cosas tan buenas en tan poco tiempo? Parece como si mi madre te hubiera enseñado sus artes de magia. Veo que tienes habilidad para preparar lo que puede gustar a tu marido.
Se sentaron a la mesa. Para los invitados se había cubierto con almohadones de terciopelo el banco interior a ambos lados del sitio de honor. El servicio se sentaba en el banco exterior, con Ulf Haldorssoen en medio, exactamente delante del señor de la casa.
Cristina hablaba en voz baja y tranquila con las mujeres y se esforzaba por dominar aquel persistente malestar. De repente, Munan Baardssoen dijo unas palabras que querían ser divertidas respecto a la timidez de Cristina. Esta simuló no haberlas oído.
Munan era un hombre extremadamente corpulento. Sus orejas, pequeñas y bien formadas, se perdían entre la carne roja de su grueso cuello y su vientre le precedía cuando iba a alguna parte, sobre todo cuando se sentaba a la mesa.
—Hay algo que me he preguntado siempre respecto de la resurrección de la carne —dijo—. ¿Cuándo llegue el día del Juicio tendré que resucitar con toda esta grasa que se me ha ido juntando? Tú, Cristina, no tardarás en recobrar tu esbeltez; en cambio, yo no. Puede que no lo creas, pero cuando tenía veinte abriles era tan delgado como lo es hoy Erlend…
—Ya basta, Munan —observó Erlend en voz baja—. Estás cansando a Cristina.
—Me callaré, puesto que así lo deseas. Puedes mostrarte orgulloso. Hete aquí, sentado en tu propia mesa, con tu mujer legítima a tu lado en el puesto de honor. ¡Dios sabe que ya iba siendo hora… ya tenías edad, amigo! Claro que me callaré, porque así me lo pides. Pero nadie te ha dicho nunca si tenías que callarte o hablar…, quiero decir cuando te sentabas a mi mesa, cuando pasabas largas temporadas en mi casa, y no creo que nunca se te hiciera notar que no fueras bienvenido a ella…
»Y me pregunto si molesta tanto a Cristina el que bromee con ella, ¿eh? ¿Qué te parece, hermosa prima?, antes no eras tan sensible. He conocido a Erlend desde que era así de alto y siempre me preocupé de él desde la infancia. Eres hábil y listo, Erlend, con la espada en la mano, ya sea a pie o a caballo o a bordo de un barco. Pero que san Olav me parta por la mitad de un solo hachazo el día en que te vea bien plantado sobre tus largas piernas mirando abiertamente a los ojos de un hombre o de una mujer y cargar con la responsabilidad del mal que hayas causado con tu insensatez. No, amigo mío, eres como el pájaro atrapado esperando que Dios y tus parientes te ayuden a salir del mal paso.
»Tú que eres una mujer razonable, Cristina, me figuro que lo sabes y…, bueno, quiero decir que ahora puedes reírte de todo; durante el invierno habrás visto con seguridad demasiados rostros que te provocarían vergüenza, preocupación y angustia…
El rubor cubrió el rostro de Cristina. Sus manos temblaban y no se atrevía a mirar a Erlend. En su pecho hervía la indignación. ¡Decir todo aquello delante de aquellas desconocidas y de Orm y del servicio! ¿Era esta la cortesía de los nobles parientes de Erlend?
Entonces Micer Baard dijo en voz tan baja que solamente podían oírle los que se sentaban junto a él:
—No creo que esto sea un tema para bromear. Erlend podía casarse como quisiera. Yo, Erlend, te apoyé ante Lavrans Bjoergulfssoen.
—Sí, y puedo decir que fue una solemne tontería por tu parte, mi querido Baard —contestó Erlend en voz alta y vibrante—. No puedo comprender aún que fueras tan loco. Porque tú también me conoces sobradamente.
Pero Munan había perdido todo control y prosiguió:
—Pues bien, voy a deciros por qué me parece divertido. ¿Te acuerdas de lo que contestaste, Baard, cuando vine a verte para decirte que teníamos que ayudar a Erlend a casarse? Pues bien, voy a decírselo. Erlend debe saber lo que pensabas de mí. Yo te dije: «Hay esto y lo otro entre ellos, y si no consigue a Cristina, sólo Dios y la Virgen María saben la cantidad de locuras que pueden esperarse de ambos». Entonces tú me preguntaste si el motivo por el cual quería verle por fin casado con la joven en cuestión era porque yo la sospechara estéril, ya que durante tanto tiempo así lo parecía. Pero yo creo que vosotros me conocéis y sabéis que soy un pariente fiel con los míos…
Tal era su emoción que se le saltaron las lágrimas.
—Que Dios y todos los santos sean testigos de que jamás deseé tus bienes, querido primo; y, por lo demás, entre Husaby y yo está todavía Gunnulf. Y yo te contesté, Baard, y te consta, que al primer hijo que tuviera Cristina le regalaría mi puñal de mango de oro con su vaina de hueso de ballena. ¡Toma, aquí lo tienes! —exclamó llorando y tirando la espléndida arma a Cristina por encima de la mesa—. Si esta vez no es un hijo, lo será sin duda alguna el año próximo…
Lágrimas de vergüenza y de rabia resbalaron por las mejillas ardientes de Cristina y tuvo que hacer un esfuerzo para no sollozar. Sin embargo, las dos forasteras comían tranquilamente como mujeres acostumbradas a semejantes situaciones violentas. Erlend murmuró que debía aceptar el puñal… «si no, Munan no terminará en toda la noche».
—Después de todo, me encanta que haya ocurrido así por tu padre —prosiguió Munan—. Verá que se precipitó en responder de tu seriedad y decencia. ¡Vaya orgullo que tenía Lavrans…! No éramos bastante buenos para él, nosotros, y tú demasiado delicada y pura para poder soportar a un hombre como Erlend en tu cama. Al oírle, parecía como si tú no hicieras otra cosa durante la noche que cantar en un coro de religiosas. Y yo le dije: «Mi querido Lavrans, vuestra hija es una joven bella, y llena de vida, y las noches de invierno son largas y frías en vuestro país…».
Cristina escondió el rostro en su pañoleta; sollozaba en voz alta y quería levantarse, pero Erlend la obligó a permanecer sentada.
—Debes serenarte —dijo con viveza—. No te preocupes por Munan. ¿No ves que está completamente borracho?
Comprendía que era una pena que no pudiera reprimirse ante los ojos de Dama Catherina y de Dama Vilborg, pero no podía contener el llanto. Baard Peterssoen gritó irritado:
—¡Cierra tu boca podrida! Has sido un cerdo toda tu vida, pero por lo menos podías haber ahorrado a una pobre mujer enferma tus burdas palabras.
—¿Has dicho cerdo? Sí, tengo más bastardos que tú, es cierto. Pero hay una cosa que jamás he hecho, ni Erlend tampoco, y ha sido pagar a otro hombre para que se llame padre en mi lugar.
—¡Munan! —exclamó Erlend sobresaltado—. Bajo mi techo quiero tener paz.
—¡Guarda tu paz donde quieras! Se llama padre a aquel que ha procreado. Esto ocurre hasta en la vida de los cerdos, como tú dices —y Munan dio tal puñetazo en la mesa que los vasos y los platos saltaron y tintinearon—. Nuestros hijos no se colocan como criados en las casas de sus primos. Pero mira a tu hijo, en la misma mesa que tú, sentado en el banco de los criados. Me parece la peor de las afrentas…
Baard se puso en pie y tiró un jarro a la cabeza de Munan. Los dos hombres se enzarzaron de tal modo uno con otro, que la mesa se inclinó a un lado y las viandas y los platos y cuencos de madera rodaron sobre las rodillas de los que estaban sentados en el banco exterior.
Cristina, muy pálida, se quedó con la boca abierta. En un momento dado miró a Ulf. Este se reía abiertamente, con expresión grosera y llena de maldad. De pronto empujó la mesa hacia el otro lado y aprisionó a los dos hombres que peleaban.
Erlend saltó sobre la mesa. De rodillas en medio del desorden, agarró el brazo de Munan, lo cogió por los sobacos y tiró de él, congestionándose a su vez por el esfuerzo. Munan dio tal puntapié al viejo Baard que le hizo sangrar por la boca. Erlend, entonces, sacó a Munan por encima de la mesa y lo derribó sobre las losas, saltando tras él, resollando como el fuelle de una fragua.
Munan se levantó y quiso atacar a Erlend, que se le escapó dos veces por debajo del brazo. Luego, Erlend lo sujetó y lo mantuvo fuertemente apretado con sus largos y fuertes brazos. Erlend era ágil como un gato, pero Munan era macizo, fuerte y pesado; no se dejó derribar de nuevo. Dieron vueltas por la sala mientras las sirvientas lanzaban alaridos; ningún hombre se adelantó para separarles.
Entonces fue Dama Catherina la que se levantó a pesar de su gordura y falta de agilidad. Con gran esfuerzo salió por encima de la mesa, empalideciendo como si hubiera subido por la escalera de su despensa y con voz pastosa y fuerte dijo:
—Bueno, basta ya. Suéltalo, Erlend. Y tú, Munan, no debiste hablar así a un hombre anciano que es, además, tu pariente…
Ambos hombres obedecieron. Munan, calmado, dejó que su mujer le secara con su pañoleta la sangre que le manaba de la nariz. Ella le animó a acostarse y la siguió de buen grado cuando le llevó a una de las camas del lado sur. Entre su mujer y un escudero lo desnudaron y le empujaron dentro de la cama, cerrando los postigos después.
Erlend había vuelto a la mesa. Se inclinó hacia Ulf que seguía sentado como antes.
—¡Padre adoptivo! —dijo tristemente. Parecía haberse olvidado completamente de su mujer. Micer Baard estaba sentado, meneando la cabeza, mientras las lágrimas caían una a una por sus mejillas.
—Ulf no tenía necesidad de ponerse a servir —se le oyó decir en medio de sus lágrimas y sollozos—. Te hubieras quedado con la granja después de Haldor, como sabes que era mi intención…
—No es tan magnífica la granja que diste a Haldor; compraste barato un marido para la sirvienta de tu esposa. La desbrozó y ha sabido llevarla con habilidad; me parece justo que mis hermanos la tengan a la muerte de su padre. Lo que también es cierto es que no tenía la menor intención de establecerme como amo…, sobre todo allí, en la vertiente de la montaña, hipnotizado por la granja de Hestnes. No había día en que no hubiera creído oír los reproches que hasta mí llegaban de Pablo y Vilborg rabiosos porque hubieras hecho tan valioso regalo a tu bastardo…
—Te ofrecí mi ayuda, Ulf —dijo Baard lloriqueando—, cuando quisiste irte con Erlend. En el momento en que alcanzaste la edad de comprender las cosas te conté todo lo ocurrido. Te rogué, además, que te dirigieras a tu padre para…
—Llamo padre a aquel que me protegió cuando era niño, y ese es Haldor. Fue bueno con mi madre y conmigo. Me enseñó a montar a caballo y a manejar la espada al estilo de las mazas de los campesinos, como decía Pablo un día…
Ulf tiró el puñal que llevaba encima y que pasó silbando por encima de la mesa. Luego se levantó, lo recogió, lo limpió sobre su muslo y lo metió en la vaina; volviéndose a Erlend, dijo:
—Da por terminada esta comida y manda a tu gente a la cama. ¿No ves que tu mujer no está acostumbrada a nuestras reuniones de familia?
Y con estas palabras salió de la estancia.
Micer Baard le siguió con la mirada. Su aspecto era lamentable, caído sobre los almohadones de terciopelo. Su hija, Vilborg y uno de los hombres le levantaron y se lo llevaron.
Cristina se quedó sola, en su puesto de honor, llorando sin parar. Cuando Erlend se le acercó, lo rechazó vivamente con las manos. Al cruzar la sala tropezó dos o tres veces, pero contestó que no, secamente, todas las veces que su marido le preguntó si estaba enferma.
Aquellas camas cerradas no le gustaban. En su casa las aislaban sólo con unos tapices que colgaban de los lados, no resultando así, tan calurosas y sofocantes. Hoy era peor que otras veces ¡le costaba tanto respirar! La masa dura que la oprimía exactamente debajo de las costillas era, a su entender la cabeza del niño. Se imaginaba la cabecita negra metida entre las raíces de su corazón. La ahogaba como cuando Erlend apoyaba su cabeza de negro cabello sobre el seno de su mujer. Pero hoy no encontraba agradable recordarlo.
—Bueno, ¿cuándo vas a dejar de llorar? —preguntó Erlend rodeando con su brazo los hombros de Cristina.
Estaba perfectamente sereno. Soportaba la bebida y en general bebía muy poco. Cristina pensaba que aquello jamás hubiera ocurrido en su casa. Nunca había oído a nadie decirse palabras de odio y envidia y desenterrar cosas que más hubiera valido dejar enterradas. Había visto muchas veces a su padre andar tambaleándose bajo el efecto de una fuerte borrachera en su casa llena de gente ebria, pero nunca había llegado al extremo de tener que llamar al orden a nadie sino que, por el contrario, la paz y la amabilidad reinaban hasta que la gente se caía de los bancos y se quedaba dormida en medio de la alegría y la comprensión.
—Querida mía, no lo tomes tan a pecho —suplicó Erlend.
—Y Micer Baard… —exclamó Cristina volviendo a sollozar—. Portarse de este modo… él, que hablaba a mi padre como si con él viniera la palabra de Dios… sí, así me lo dijo Munan cuando los esponsales.
Y Erlend contestó en voz baja:
—Sí, Cristina, sé que tengo motivos para bajar la vista ante tu padre. Él es un hombre honrado, pero mi padre adoptivo no es malo tampoco. Inga, la madre de Pablo y Vilborg, estuvo paralizada y enferma durante seis años antes de morir. Esto ocurrió antes de que yo fuera a Hestnes, pero lo he oído contar. Jamás un marido cuidó a su mujer enferma con más fidelidad y afecto. Y fue en esta época cuando Ulf vino al mundo…
—La vergüenza es, pues, mucho mayor… ¡con la sirvienta de una mujer enferma!
—Eres tan infantil a veces que no se puede hablar contigo —murmuró Erlend desanimado—. Santo Dios, Cristina, cumplirás veinte años esta primavera y hace varios inviernos ya que se te puede considerar una verdadera mujer…
—Sí, es cierto, y tienes derecho a burlarte de mí en este sentido…
Erlend lanzó un gemido:
—Sabes de sobra que no era esta mi intención. Pero en Joerungaard sólo has escuchado a Lavrans; leal y viril como es, habla muchas veces como si hubiera sido un fraile y no un hombre…
—¿Has oído hablar alguna vez de un fraile que tuviera seis hijos? —respondió provocada.
—Se comenta que Skurda-Grim tuvo siete —contestó Erlend desesperado—. El antiguo capellán de Holm… No, Cristina, Cristina, no llores así. En nombre de Dios, ¡parece como si hubieras perdido la razón!
Munan estaba muy suave a la mañana siguiente.
—Nunca habría pensado que tomarías tan en serio mis palabras, pequeña —dijo seriamente y acariciándole la mejilla—, si lo hubiera pensado hubiera tenido más cuidado con lo que decía, Cristina.
Habló con Erlend del inconveniente que podía representar para Cristina la presencia continuada del chiquillo. Lo mejor sería alejar a Orm lo antes posible. Munan le ofreció quedárselo una temporada. A Erlend le pareció bien y Orm estuvo encantado de marcharse con Munan, pero Cristina sentía la separación, porque se había encariñado con su hijastro.
De nuevo pasó las veladas completamente sola con Erlend, y no resultaba una agradable compañía para ella. Se sentaba distanciado, junto al fuego, decía una palabra de vez en cuando, bebía un sorbo de cerveza y jugaba un poco con los perros. Luego iba a echarse sobre el banco, más tarde se acostaba. Preguntaba dos o tres veces si tardaría ella en ir a la cama y se quedaba dormido.
Cristina, sentada, se quedaba cosiendo. Oía la respiración de su marido, corta y pesada. Se acercaba el día; ya no recordaba lo que era tener el talle fino y el andar ligero, poder atarse los zapatos sin sufrimientos y jadeos.
Cuando Erlend dormía no intentaba contener sus lágrimas; no había otro ruido en la gran sala que el de los tizones resbalando en el hogar y el revolverse de los perros. A veces se preguntaba de qué hablaban antes Erlend y ella. Por supuesto hablaban poco… tenían otras cosas que hacer en los breves instantes que conseguían estar juntos.
Esta era la estación en que su madre y las sirvientas tenían por costumbre pasar las veladas en el pabellón de tejer; el padre y los hombres iban también y llevaban su trabajo: componían los arreos y las herramientas agrícolas, trabajaban la madera, etc. La casita rebosaba de gente que hablaba tranquilamente, con pocas palabras. Cuando uno de ellos iba a servirse cerveza, antes de coger el cazo de madera preguntaba siempre, según la costumbre, si alguien más quería.
Siempre había alguno que contaba una saga corta de los antiguos guerreros que luchaban contra los demonios subterráneos y las brujas. O bien su padre, mientras tallaba la madera, contaba aventuras de caballeros que había oído relatar en las salas del duque Haakon cuando era porta-antorcha, de jovencito. ¡Qué nombres tan raros y hermosos!: el rey Osantrix, el caballero Titurel… las reinas Sisibe, Guniver, Gloriana e Isodd. Pero otras noches eran cuentos fruto de la imaginación e historias pícaras que hacían reír a los hombres, mientras que las mujeres reían por lo bajo meneando la cabeza.
Ulvhild y Astrid cantaban. Su madre poseía una voz admirable, pero se hacía rogar mucho antes de que se consiguiera oírla cantar. El padre se hacía rogar menos, y tocaba deliciosamente el arpa…
Luego Ulvhild apartaba de sí rueca y huso y se echaba hacia atrás.
—¿Estás cansada, pequeña Ulvhild? —preguntaba el padre sentándola sobre sus rodillas. Alguien traía el tric-trac y el padre y Ulvhild jugaban hasta la hora de acostarse. Cristina veía aún los rubios rizos de su hermanita caídos sobre la manga gris oscuro de su padre. Este rodeaba el frágil cuerpecillo con infinita ternura.
Las manos de su padre: grandes, finas, con un pesado anillo de oro en cada meñique. Eran las sortijas de la madre de Lavrans.
El anillo de la piedra roja, su anillo de boda, Cristina lo tendría a su muerte, según le había dicho. Pero el que llevaba en la mano derecha con una piedra mitad blanca mitad azul, como su escudo de armas, la había mandado hacer Micer Bjoergulf para su mujer cuando estaba encinta; la recibiría cuando le diera un hijo. Cristina Sigurdsdatter había llevado la sortija tres noches, luego la colgó del cuello del niño y Lavrans decía que quería que le enterraran con ella.
¿Qué quería darle a entender su padre cuando le contaba esto? Todo el país lo comentaba ya y él debía saber que, fuera donde fuera, a la iglesia, a la asamblea o a una reunión, todos reían a sus espaldas porque se había dejado engañar de aquel modo. En Joerungaard habían vestido de novia, y colocado la corona de oro de Sundbu sobre su cabellera, a una concubina.
«La gente dice que no sé hacerme obedecer por mis hijas», y Cristina se acordaba de la cara de su padre al decir estas palabras. Hubiera debido mostrarse severo y serio, pero tenía una luz de alegría en los ojos. Debía haber cometido alguna falta sin importancia; tal vez había hablado sin que se le hubiera preguntado en presencia de forasteros o cualquier cosilla parecida. «Oh, tú, Cristina no le tienes miedo a tu padre». Y ambos desconocían lo que no estaba bien, ya fuera que ella no tuviera el justo temor a su padre o que él fuera tan incapaz de permanecer serio cuando, por el contrario, hubiera debido reñirla.
Los espantosos terrores de Cristina respecto a su hijo se desvanecían y se alejaban a medida que el sufrimiento de su carne aumentaba. Trataba de pensar en el porvenir. Dentro de un mes tendría ya a su hijo recién nacido. Pero aún no conseguía hacerse a la idea de aquello. Sólo suspiraba pensando en Joerungaard.
Una vez, Erlend le preguntó si quería que mandara un mensaje a su madre. Pero lo había rehusado; no creía que su madre se atreviera a emprender tan largo viaje en invierno. Ahora lo lamentaba. Lamentaba también haber dicho que no a Tordis de Laugarbru, que se había empeñado en seguirla hacia el norte para ayudarla durante su primer invierno como ama de casa. Pero sentía vergüenza ante Tordis, que había sido sirvienta de Ragnfrid en Sundbu y la había seguido a Skog y luego al valle. Cuando a su vez se casó, Lavrans tomó al marido como primer mozo de Joerungaard, porque Ragnfrid no sabía prescindir de su querida sirvienta. Cristina, por el contrario, no había querido llevarse a ningún sirviente de su casa.
Sin embargo, ahora le parecía horrible no ver ni una sola cara conocida inclinada sobre ella cuando llegara el momento de los grandes dolores. Tenía miedo; no sabía casi nada de las cosas relativas al parto. Su madre jamás lo había comentado con ella y nunca había querido que las jóvenes estuvieran presentes cuando alguna mujer iba a dar a luz: no servía más que para asustar a las jóvenes, decía. Debía ser espantoso, porque Cristina recordaba el nacimiento de Ulvhild. Pero Ragnfrid aseguraba que el parto había sido doloroso porque había cometido la imprudencia de arrastrarse por debajo de un seto; a los demás hijos los había traído al mundo con facilidad. Cristina se acordaba también de que en el barco también había cometido la imprudencia de pasar por debajo de unas cuerdas.
Claro que esto no ocurría siempre así; por lo menos eso era lo que había oído comentar entre su madre y las sirvientas. En su aldea, Ragnfrid tenía la reputación de ser la mejor comadrona y no se negaba nunca a ponerse en camino para ayudar, aunque se tratara de una mendiga o de la amante del hombre más miserable y aunque el tiempo fuera tan malo que tres hombres debieran acompañarla en esquíes y llevarla turnándose sobre sus espaldas. Pero no se podía imaginar que una mujer tan experimentada como su madre no hubiera comprendido el lamentable estado de su hija en aquel verano. Esto se le ocurrió de pronto a Cristina… y entonces… entonces era seguro que su madre iría, aunque no se mandara ningún mensaje. Ragnfrid no toleraría que una desconocida asistiera a su hija en aquella lucha. Su madre iría…, seguramente ya se había puesto en camino. ¡Ah, cómo le pediría perdón por la afrenta que le había hecho! Su propia madre la asistiría; ante las rodillas de su madre se arrodillaría ella cuando hubiera dado a luz a su hijo. ¡Madre, ven! ¡Madre…! Cristina se echó a llorar con la cabeza hundida en las manos: ¡Madre, madre, perdóname…!
La idea de que su madre se había puesto en camino para ir junto a ella arraigó con tal fuerza en el espíritu de Cristina que un día llegó al convencimiento de decir: mi madre llega hoy. Y por la mañana temprano cogió su abrigo y salió para ir a su encuentro por el camino que lleva del valle de Gaul a Skaun. Nadie se dio cuenta de que abandonaba la granja.
Erlend había hecho traer madera de construcción para reparar los pabellones, de modo que el camino estaba abierto, pero no por ello le resultaba menos dolorosa la marcha. No tardó en jadear, en tener palpitaciones y punzadas en el costado. Después de haber andado un trecho le pareció que sus carnes iban a desgarrarse. La mayor parte del camino se hacía a través de un espeso bosque. Sintió un poco de miedo; pero aquel invierno nadie había visto huellas de lobos en la región. Dios la protegería porque iba al encuentro de su madre para echarse a sus pies y pedirle perdón, por esta razón no podía retroceder.
Llegó a un pequeño lago cercano a varias granjas de poca importancia. En el lugar donde el camino se adentraba en el hielo se sentó en un tronco de árbol. Allí esperó horas y más horas unas veces descansando, y otras moviéndose cuando sentía frío. Al fin, tuvo que volver a Husaby.
Al día siguiente emprendió la misma ruta. Pero al cruzar el patio de una de las pequeñas granjas cercanas al lago, la mujer del granjero corrió tras ella.
—¡En nombre de Dios, ama, no puedes hacer eso! Al oír estas palabras, Cristina se asustó tanto que se quedó clavada en el suelo, temblando, mirando a la campesina con ojos llenos de horror.
—¡Atravesar el bosque…! ¡Piensa si el lobo te hubiera olido! ¡Cuántas desgracias más podrían ocurrirte! ¡Qué imprudencia marcharte así!
La campesina rodeó a la joven con sus brazos y la sostuvo; examinó el rostro flaco y pálido, amarillento, con manchas oscuras.
—Entra en nuestra casa —le dijo— y descansa un poco. Luego uno de los nuestros te acompañará a Husaby.
La cabaña era pequeña y pobre, y reinaba un gran desorden en su interior, donde jugaban muchos chiquillos. La madre los mandó al pabellón de la cocina, despojó del abrigo a su señora, la acompañó al asiento preparado en el banco y le quitó los zapatos cubiertos de nieve. Luego envolvió los pies de Cristina en una piel.
Aunque esta le suplicó que no se molestara tanto, la mujer le sirvió comida y cerveza del barril de Navidad. Entre tanto iba reflexionando: ¡qué organización la de Husaby! Ella no era más que la mujer de un pobre hombre; pocas veces recibían ayuda en la granja, pero jamás Oeistein hubiera consentido que se fuera sola más allá de la cerca del patio cuando esperaba algún hijo… aunque sólo fuera al establo al caer la noche, alguien iba tras ella vigilando. Sin embargo, la mujer más rica de la parroquia podía arriesgarse a la peor muerte sin que ningún cristiano velara por ella; entre tanto, el servicio de Husaby pasaba el tiempo discutiendo sin hacer nada. Era, pues, cierto lo que se decía: que Erlend Nikulaussoen estaba ya hastiado de su matrimonio e indiferente hacia su mujer.
No obstante, la mujer charlaba con Cristina, incansable, y la obligaba a comer y beber. Cristina estaba confusa, pero iba entrándole un apetito como no había sentido desde la primavera anterior; ¡la comida de aquella buena mujer era tan sabrosa! La campesina sonreía y decía que las esposas de los grandes estaban hechas exactamente igual que las otras. Aquella que en su casa no podía ni ver la comida, se mostraba generalmente golosa ante un plato desacostumbrado, por pobre y ordinario que fuera.
Se llamaba Audfinna Audunsdatter y procedía de Updal. Cuando vio que aquello interesaba a su señora se puso a hablar de su familia y de su parroquia, dando multitud de detalles sobre su casa, sus padres, su aldea natal. Audfinna comprendía que distraía y agradaba a Cristina con su historia y que el corazón de la joven estaba al borde de una crisis de nostalgia. Recalentada y reconfortada por aquella cerveza fuerte, Cristina empezó a hablar al extremo de llorar y reír a la vez. Todo lo que en vano había intentado arrancar de su pecho sacudido por los sollozos durante las veladas silenciosas de Husaby, lo decía ahora desahogándose poco a poco junto a la buena campesina…
Por encima del ventanillo del humo se veía el cielo ya oscuro, pero Audfinna quería que Cristina esperara a que Oeistein o sus hijos regresaran del bosque y pudieran acompañarla. Cristina calló al fin medio amodorrada, pero en sus ojos brillaba una pequeña luz y sonreía. Nunca se había sentido tan bien desde su llegada a Husaby.
Un hombre abrió bruscamente la puerta y preguntó gritando si habían visto a la señora de Husaby; al verla, se marchó. Al momento la alta silueta de Erlend apareció en la puerta. Dejó el hacha que llevaba, y retrocedió hasta el muro, donde tuvo que apoyarse, con las manos a la espalda. No podía articular palabra.
—¿Has temido por tu esposa? —preguntóle Audfinna yendo hacia él.
—Sí, y no me avergüenza decirlo —se pasó la mano por la cabeza—. Ningún hombre ha pasado tanto miedo como yo esta noche. Cuando he sabido que se había ido al bosque…
Audfinna contó cómo había llegado Cristina. Erlend tomó la mano de la campesina y le dijo:
—Esto no lo olvidaré jamás, ni por ti ni por tu marido.
Luego se acercó a Cristina, que seguía sentada, se quedó a su lado y le puso una mano en la nuca. No le dijo una sola palabra, pero permaneció así todo el tiempo que estuvieron aún en la cabaña.
Entonces entraron los escuderos de Erlend y los hombres de las granjas vecinas. Como todos parecían necesitados de algo tonificante, Audfinna les sirvió una ronda de cerveza.
Los hombres se fueron en esquíes, campo a través, pero Erlend entregó los suyos a un escudero; anduvo llevando a Cristina bajo su abrigo hasta el pie de la cuesta. Ahora era completamente de noche y el cielo estaba estrellado.
De pronto, detrás de ellos, les llegó desde el bosque un aullido confuso que fue poco a poco aumentando en la noche. Eran los lobos… y eran muchos. Erlend se detuvo, estremecido; soltó a Cristina y esta notó que se persignaba mientras agarraba el hacha con la otra mano.
—Es que habrías…, ¡oh, no! —y la estrechó contra él con tal fuerza que se sintió enternecida.
Los esquiadores, que estaban ya en el prado, dieron media vuelta y se apresuraron a reunirse con ellos. Cargaron los esquíes a la espalda y rodearon a Cristina con sus lanzas y hachas. Los lobos les siguieron durante todo el camino hasta Husaby… y a tan corta distancia que de vez en cuando se les veía en la oscuridad.
Cuando entraron en la gran sala de Husaby, varios hombres tenían el rostro gris de miedo.
—Ha sido una cosa espantosa —dijo uno de ellos que tuvo que acercarse a vomitar en el fuego. Las sirvientas, asustadas, se llevaron a su ama y la acostaron. No podían comer. Pero ahora la dolorosa y terrible angustia había pasado y Cristina experimentaba una sensación de bienestar al ver que todos habían sentido tanto miedo por ella.
Cuando se quedaron solos en la gran sala, Erlend fue a sentarse a los pies de la cama.
—¿Por qué lo has hecho? —murmuró, y al no obtener respuesta, añadió en voz más baja—: ¿Tan difícil te resulta vivir en mi granja?
Transcurrieron varios segundos antes de que ella comprendiera el significado de aquellas palabras:
—¡Jesús!, ¿cómo puedes tener semejante idea?
—¿Te acuerdas del día en que estuvimos en Medalby y yo me aparté de ti? ¿Qué pretendías cuando me gritaste que tendría que esperar mucho antes de que tú regresaras junto a mí, a Husaby?
—¡Oh!, estaba enfadada —murmuró Cristina en voz baja, tímidamente. Y contó entonces a Erlend las ideas que había tenido en los días precedentes. Erlend la escuchaba, tranquilo, pero luego, inclinándose sobre ella en la oscuridad, dijo:
—Quisiera saber cuándo llegará el día en que sentirás que Husaby, mi casa, es tu casa.
—¡Oh!, no debe de faltar mucho más de una semana —dijo Cristina con voz trémula.
Y al ver que se acercaba, le echó los brazos al cuello y le besó con violencia.
—Es la primera vez que me besas desde que te pegué; eres rencorosa, Cristina mía…
También observó que era la primera vez, desde la noche en que había comprendido que esperaba un hijo, que Cristina se había atrevido a acariciarle sin que él se lo pidiera.
Desde aquel día, Erlend estuvo tan cariñoso con ella, que Cristina lamentó y se arrepintió de toda la irritación y rencor que había sentido contra él.