2
El día de Nochebuena la lluvia y el viento arreciaban. Era imprudente viajar en trineo y Cristina tuvo que quedarse en casa mientras Erlend y el servicio iban a caballo a misa de medianoche en Birgsi.
De pie en la entrada de la sala grande, los vio marcharse. Las antorchas de resina que llevaban proyectaban luces rojas sobre la vieja casa oscura y se reflejaban en los charcos helados y resbaladizos del patio. Una ráfaga de viento dobló las llamas. Cristina permaneció en el mismo sitio hasta que dejó de oír el paso de los caballos en la noche.
En la sala ardían aún las velas sobre la mesa iluminando los restos de la cena; restos de gachas en un cuenco, una torta empezada y espinas de pescado mezcladas con salpicaduras de cerveza. Las sirvientas, que habían tenido que quedarse, descansaban echadas sobre la paja del suelo. Cristina se hallaba sola en la granja con ellas y un viejo llamado Aan. Este servía en Husaby desde tiempos del abuelo de Erlend; ahora vivía en una cabaña junto al lago, abajo, pero le gustaba subir a la granja durante el día, yendo de un sitio para otro, convencido de que trabajaba de verdad. Aquella noche Aan se había quedado dormido en la mesa; Ulf y Erlend lo habían trasladado, sonriendo, a un rincón y tendido un abrigo sobre él.
En Joerungaard, el suelo se cubría siempre de una capa de juncos porque en las noches de las festividades todos los ruidos domésticos debían apagarse. Tenían la costumbre, antes de ir a la iglesia, de limpiar los restos de los platos de ayuno; la madre y las sirvientas preparaban entonces la mesa lo mejor que podían, con mantequilla y queso, montañas de panecillos dorados, jamón reluciente y grandes piernas de cordero saladas. Había jarras de plata y brillantes cuernos llenos de hidromiel. Y su propio padre era quien colocaba el tonel de cerveza sobre el banco.
Cristina puso su silla de cara al hogar; no tenía valor para quedarse mirando la horrible mesa. Una de las sirvientas roncaba fuerte y con un ruido espantoso.
Precisamente, otra de las cosas que no le gustaban de Erlend era que en casa comía mal, sin gracia y suciamente, revolviendo en las fuentes en busca de los mejores trozos, olvidando lavarse las manos antes de sentarse a la mesa. Además, dejaba que sus perros se le subieran sobre las rodillas y robaran comida mientras la gente comía. Así no era sorprendente que el servicio se portara incorrectamente en la mesa. Cristina había sido acostumbrada, en su casa, a comer con elegancia… y despacio. No está bien, decía su madre, que los señores tengan que esperar a que el servicio termine, y, no obstante, los que trabajan y se afanan deben disponer de tiempo para comer según sus necesidades.
—¡Gunna! —dijo a media voz Cristina llamando a la perra amarilla que estaba acostada con toda la camada alrededor, sobre las losas del hogar. Era extremadamente irritable y por esta razón Erlend le había puesto el nombre de la vieja de Raasvold.
—¡Pobre perra! —murmuró Cristina acariciando al animal que se acercó a ponerle la cabeza sobre las rodillas. Tenía el lomo afilado como una hoz y sus tetas se arrastraban por el suelo. Los cachorros devoraban literalmente a su madre.
Cristina recostó la cabeza sobre el respaldo de su silla y miró, hacia arriba, las traviesas negras de hollín. Estaba cansada.
¡Oh, no!, la vida no había sido fácil para ella durante los meses que había pasado en Husaby. El día en que fueron a Medalby ella y Erlend hablaron un poco por la noche. Entonces comprendió que él la creía enfadada porque le hacía responsable de lo que le sucedía.
—Recuerdo perfectamente —le dijo él en voz muy baja— aquel día de la primavera pasada, cuando nos fuimos al bosque al norte de la iglesia. Recuerdo que me pediste que te dejara en paz…
Cristina al oírle hablar así se había sentido feliz. A veces se sorprendía de la cantidad de cosas que Erlend parecía haber olvidado. Pero añadió luego:
—No obstante, jamás habría imaginado, Cristina, que pudieras sentir tal rencor hacia mí y mostrarte, exteriormente, tan dulce y alegre. Porque debías conocer tu estado desde hacía tiempo. Yo te creía sincera y llena de luz, como el sol que nos ilumina.
—¡Ah, Erlend! —le interrumpió ella tristemente—, tú sabes mejor que nadie en el mundo que he seguido los caminos escondidos y que he sido falsa con todos aquellos que habían puesto en mí la mayor confianza.
Pero ella deseaba tanto que la comprendiera que insistió:
—No sé si recuerdas que antes te portaste conmigo de un modo que nadie podría aprobar. Dios y la Virgen María saben que no te guardo el menor rencor y que no te amo menos por ello.
El rostro de Erlend se iluminó:
—Era lo que yo pensaba. Pero tú sabes muy bien que durante todos estos años me he esforzado por reparar el mal cometido. Me consolaba pensando que llegaría un día en que podría recompensarte de haber sido tan fiel y tan paciente.
Ella entonces le dijo:
—¿Has oído hablar del hermano de mi abuelo y de la joven Bengta que huyeron de Suecia contra la voluntad de los padres de ella? Dios los castigó no dándoles hijos. ¿No has temido ni una sola vez en todos estos años que nosotros fuéramos castigados del mismo modo?
Estremecida, hablándole con dulzura, añadió:
—Debes comprender, Erlend de mi alma, que no me volví loca de alegría, este verano, cuando me di verdaderamente cuenta de lo que me ocurría. Pero pensaba… Pensaba que si la muerte te arrancaba de mí antes de que estuviéramos casados preferiría sobrevivirte con mi hijo que sola. Y pensaba también que si debía morir por ello, sería así mucho mejor que si no tuvieras un hijo legítimo que pudiera sentarse a tu lado en el puesto de honor cuando abandonaras este mundo…
Erlend dijo vivamente:
—Si este hijo debía costarte la vida lo consideraría adquirido a un precio demasiado alto. No digas esas cosas, Cristina… Tampoco tengo tanto apego por Husaby —añadió—. Sobre todo después del día en que comprendí que Orm no podría heredarlo a mi muerte.
—¿Quieres más a su hijo que al mío? —preguntó entonces Cristina.
—¡Tu hijo! —sonrió Erlend—. Lo único que sé de él hasta ahora es que va a nacer casi un año antes de lo que debiera. A Orm le quiero desde hace doce años.
Un rato más tarde, Cristina preguntó:
—¿Echas en falta a tus hijos?
—Sí. Antes iba a verlos con frecuencia al Oesterdal donde viven.
—Podrías ir a verlos durante este Adviento —sugirió Cristina.
—¿Y no te molestaría? —preguntó Erlend ilusionado.
Cristina contestó que le parecía razonable que fuera. Entonces él le preguntó si le disgustaría que trajera los niños a la granja por Navidad.
—Un día u otro tendrás que verlos… —y de nuevo respondió ella que también esto le parecía razonable.
Durante la ausencia de Erlend, Cristina se esforzó por prepararlo todo para Navidad. Sufría por tener que vivir entre gentes extrañas, mozos de granja y sirvientas. Se veía obligada además a hacer un gran esfuerzo para vestirse y desnudarse en presencia de las dos camareras que, siguiendo las instrucciones de Erlend, dormían junto a ella en la sala, lo que le obligaba a no olvidar que jamás se habría atrevido a dormir sola en aquella gran casa donde otra había dormido antes que ella junto a Erlend.
Las sirvientas de la granja valían poco. Los aldeanos que velaban por sus hijas no las mandaban a servir a una casa cuyo dueño había confiado la dirección de la misma a una concubina con la que vivía abiertamente. Las sirvientas que no tenían costumbre de obedecer a un ama de casa eran perezosas. Pero pronto algunas de ellas se sintieron satisfechas al ver a Cristina poniendo orden en la casa y tomando personalmente parte en sus ocupaciones. Se volvieron locuaces y alegres al darse cuenta de que la joven las escuchaba y las contestaba tranquilamente. Y cada día Cristina se mostraba ante el servicio con un rostro sereno y confiado. No reñía a nadie, pero si alguna sirvienta refunfuñaba, fingía creer que la muchacha era una ignorante y le enseñaba con minuciosidad cómo quería que se hiciera el trabajo. Era así como Cristina había visto obrar a su padre con los mozos nuevos que protestaban y nadie en Joerungaard se había permitido contradecir dos veces las órdenes de Lavrans.
Las cosas siguieron así durante el invierno. Luego buscó el medio de deshacerse de las mujeres que no le gustaban o las que no conseguía adiestrar.
Había un trabajo que no se atrevía a emprender a la vista de todos esos desconocidos. Pero por la mañana, cuando estaba sola en la sala, cosía las ropitas para el niño; pañales de suave estameña, mantillas de lana roja o verde, blancos lienzos bautismales. Mientras se ocupaba de esta labor su pensamiento se debatía entre la angustia y la confianza que había puesto en los santos a los que rezaba. En realidad el niño vivía y se movía en su interior de tal modo, que no conocía descanso ni de día ni de noche. Pero había oído hablar de niños que habían nacido con una superficie de piel lisa en lugar de cara, con la cabeza puesta al revés y los dedos de los pies donde debiera encontrarse el talón. Creía ver aún ante ella a Svein con medio rostro morado porque su madre había contemplado un incendio demasiado rato.
Entonces dejaba el trabajo e iba a postrarse a los pies de la Virgen María y rezaba siete Avemarías. Fray Edvin le había dicho que la madre de Dios sentía la misma alegría todas las ve ces que escuchaba la salutación angélica aunque procediera de la boca más miserable de entre los miserables. Y eran las palabras Dominus Tecum las que más alegraban el corazón de María; por esta razón Cristina las pronunciaba siempre tres veces.
La oración la consolaba un instante. Conocía infinidad de gentes que no habían honrado ni a Dios ni a su Madre ni observado los Mandamientos; no obstante, sus hijos no habían nacido deformes. Dios en su misericordia no hacía pagar a los inocentes las faltas de los padres; aunque a veces debía hacer ver a los hombres que no podía tolerar indefinidamente su perversidad. Pero ¿por qué Dios iba a castigar precisamente a su hijo?
Luego invocaba a san Olav desde el fondo de su corazón. Había oído contar tantas cosas de Él que le parecía haberlo conocido y tratado cuando vivía en el país. Se lo imaginaba pequeño, corpulento, pero hermoso y erguido, con una corona de oro y una aureola brillante alrededor de su cabello dorado y ondulado y una barba rojiza rizada alrededor de un rostro firme, tostado y un poco altivo. Su mirada profunda y ardiente penetraba en el corazón de todos los hombres; todo el que hubiera hecho el mal no podía sostenerla. Cristina tampoco podía; ante él bajaba la vista, pero no le tenía miedo. Era algo así como cuando de pequeña y después de cometer una falta debía bajar la mirada ante la de su padre. San Olav la miraba con severidad pero sin dureza; ¿no había acaso prometido enmendarse? ¡Cuánto deseaba ir a Nidaros y arrodillarse en su santuario! Erlend le había prometido que irían pronto cuando llegaron a Husaby. Pero el viaje se había ido aplazando. Y Cristina comprendía ahora que no deseaba ir con ella en su peregrinación; tenía vergüenza y temía los chismes.
Una noche que estaba en la mesa con sus sirvientas, una de ellas, una jovencita que ayudaba en la casa, declaró:
—Me pregunto, ama, si no sería mejor que empezáramos a preparar los pañales y juboncitos antes de ponernos a montar ese telar de que nos habla.
Cristina hizo como si no la hubiera oído y continuó hablando de tintes. La joven insistió:
—Pero tal vez ha traído de su casa la ropita del niño…
Cristina sonrió levemente y se volvió de nuevo hacia los demás. Cuando al cabo de un rato dirigió una mirada furtiva hacia la joven, esta tenía el rostro como la grana y miraba angustiada a la señora. Cristina volvió a sonreír y habló con Ulf a través de la mesa. Entonces la sirvienta se echó a llorar. Cristina continuó sonriendo y la otra llorando con más fuerza si cabe hasta que aquella dijo por fin con tranquila firmeza:
—¡Bueno, ya basta, Frida! Has entrado aquí como sirvienta, no irás a portarte como una niña…
La joven suspiró; no había tenido intención de ser impertinente y Cristina no parecía enfadada.
—No —repitió Cristina con la misma sonrisa—. Come y deja de llorar. Tampoco nosotros disponemos de más razón que la que nos da Dios.
Frida se levantó bruscamente y salió sollozando.
Luego, mientras Ulf Haldorssoen hablaba con Cristina de los trabajos que debían emprenderse al día siguiente, le dijo un poco burlón:
—Cristina, Erlend debió de haberse casado contigo hace diez años. Sus asuntos irían mejor hoy en todos los sentidos.
—¿Lo crees así? —contestó Cristina en el mismo tono—. Diez años atrás yo sólo tenía nueve. ¿Crees que hubiera sido una suerte para Erlend esperar durante tantos días y tantos años a una prometida tan niña?
Ulf sonrió y se fue.
Pero durante la noche Cristina lloró de humillación y desesperanza.
Luego, la semana antes de Navidad, Erlend llegó con su hijo Orm. Cristina experimentó un sobresalto cuando Erlend le llevó al niño y le ordenó saludar a su madrastra.
Era una criatura preciosa. Así imaginaba que iba a ser el hijo que llevaba en sus entrañas. A veces, cuando se atrevía a sentirse contenta y a creer que su hijo nacería sano y bien formado y que crecería feliz junto a ella, lo imaginaba así, igual a su padre.
Tal vez Orm fuera un poco pequeño y delicado para sus años, pero estaba bien constituido, con miembros finos y rostro hermoso, tez morena y cabello oscuro, grandes ojos azules y boca roja y tierna. Saludó gravemente a su madrastra, pero su expresión dura y fría no varió. Cristina apenas habló con él, pero sintió su mirada que la seguía donde fuera y tuvo la impresión de que su andar era más pesado y torpe cuando percibía los ojos del niño fijos en ella.
Descubrió que Erlend hablaba poco con su hijo y comprendió que el niño era el que guardaba cierta reserva. Dijo a su marido que creía que Orm era guapo e inteligente. En cuanto a la niña, Erlend no la había traído; sería demasiado pequeña para emprender con ella aquel largo viaje en invierno. Según Erlend, era aún más bonita que su hermano… y más viva. Hacía de sus padres adoptivos lo que quería. Tenía el cabello rubio y rizado y los ojos oscuros.
Sin duda se parecía a su madre, pensó Cristina. No podía evitar sentirse celosa. ¿Quería Erlend a su hija tanto como Lavrans había querido a la suya? ¡Al hablar de Margret su voz tenía unas inflexiones tan cálidas, tan llenas de ternura!
Cristina se puso en pie y se dirigió a la puerta exterior. Fuera, el tiempo estaba tan cubierto y lluvioso que no se veían ni la luna ni las estrellas. Pero calculó que faltaría poco para la medianoche. Tomó una linterna del zaguán y la encendió. Luego se echó un abrigo sobre los hombros y salió bajo la lluvia.
—¡Jesús mío! —murmuró, y se persignó tres veces mientras andaba en la noche.
En el otro extremo del patio se alzaba la casa del sacerdote. Ahora estaba vacía. Desde que a Erlend se le había levantado la excomunión no había vivido más capellán en Husaby; de vez en cuando uno de los vicarios de Orkedal acudía a decir misa, pero el nuevo sacerdote asignado a la capilla estaba en el extranjero con Maese Gunnulf; eran amigos desde que iban a la escuela. Durante el verano se había esperado su regreso, pero ahora Erlend suponía que no volverían hasta la primavera. Gunnulf había estado enfermo del pecho en su juventud y se resistía a viajar en invierno.
Cristina abrió la puerta, entró en la casa vacía y fría y buscó la llave de la capilla. Se entretuvo un instante. Hacía un tiempo espantoso, con viento y lluvia, y no se veía nada. Era atrevido salir en plena noche, especialmente en Nochebuena, cuando todos los demonios andan sueltos. Pero no podía renunciar… tenía que ir a la capilla.
—En nombre de Dios Todopoderoso, iré —murmuró en medio de la tormenta. Alumbrándose con la linterna, evitaba el hielo poniendo los pies sobre las piedras y hierbas entrelazadas. El trayecto se hizo largo en medio de aquellas tinieblas, pero terminó por llegar al umbral de la capilla.
Dentro, el frío era aún más penetrante que fuera, bajo la lluvia. Cristina se adelantó hasta el presbiterio y se arrodilló ante el crucifijo que adivinaba más arriba, en la oscuridad.
Cuando hubo terminado sus oraciones se levantó y esperó un poco. Parecía aguardar, como si fuera a ocurrir algo. Pero no sucedió nada. Tenía frío y miedo en aquella capilla sombría y desierta.
Se acercó al altar e iluminó los cuadros antiguos y severos y el sencillo altar de piedra desnuda. En cuanto a los manteles, libros y vasos sagrados, sabía que estaban bien guardados bajo llave en un arcón.
En la nave había un banco a lo largo de la pared. Cristina fue a sentarse y dejó la linterna en el suelo. Tenía el abrigo húmedo, estaba empapada y tenía los pies helados. Intentó sentarse sobre sus piernas dobladas para calentarse, pero lo único que consiguió fue estar incómoda. Entonces se arrebujó en el abrigo e intentó concentrar sus pensamientos: una vez más volvía a ser medianoche, la hora santa en que Jesús vino al mundo en Belén, nacido de la Virgen María.
Verbum caro factum est et habitavit in nobis.
Recordó la voz grave y profunda de Sira Erik y la de Audun, el viejo diácono que jamás pudo pasar de ahí. Recordó la iglesia de su aldea donde había oído la misa del gallo junto a su madre. Iba todos los años. Intentó evocar otras palabras del texto sagrado, pero sólo pudo pensar en la iglesia y en las caras conocidas. Arriba de todo, del lado de los hombres, veía a su padre, en pie, con la mirada fija en las luces deslumbrantes del coro.
¡Cómo convencerse de que su iglesia ya no existía! Había ardido. Al recordarlo, Cristina se echó a llorar. De hecho, se encontraba sola entre las tinieblas en la noche en que todos los cristianos se reúnen en medio de la mayor alegría en la casa de Dios. ¿Pero acaso no era justo que se la excluyera de una fiesta en que se celebraba la llegada al mundo de un hijo de Dios salido de las entrañas de una virgen sin tacha?
Sus padres habrían pasado indudablemente aquella Nochebuena en Sundbu. Pero la noche de Navidad no había misa en la capilla. Sabía que aquella noche la gente de Sundbu iba siempre a caballo a oír la misa a la parroquia de Ladalm.
Hasta donde podía recordar, no había faltado a una sola misa de medianoche. Debía ser muy pequeña la primera vez que sus padres la llevaron, porque recordaba que la habían envuelto en un saco de cuero forrado de piel y que su padre la llevaba en brazos. La noche era terriblemente fría, cabalgaron a través del bosque y las antorchas de resina iluminaban los abetos cargados de nieve. La luz enrojecía el rostro de su padre y la escarcha hacía parecer blanca como el yeso la tira de piel que bordeaba su capucha. De vez en cuando se inclinaba y le mordisqueaba la punta de la nariz, preguntándole si lo sentía, y entonces gritaba a la madre, riendo, que la nariz de Cristina aún no se había helado. Esto ocurría, sin duda alguna, en la época en que todavía vivían en Skog; debería, por tanto, contar entonces unos tres años. Sus padres eran muy jóvenes. Recordaba ahora la voz de su madre aquella noche: una voz vibrante, alegre, llena de risas cuando llamaba a su marido y le preguntaba por la niña. Sí, su madre había tenido la voz joven y fresca.
Belén significa en noruego la casa del pan. Porque allí recibieron los hombres el pan que les alimenta para obtener la vida eterna.
Fue en aquella misa cuando Sira Erik subió al púlpito e interpretó el evangelio del día en el dialecto de la región.
Entre las misas, la gente se sentaba en la sala de las cofradías, en la parte norte de la iglesia. Llevaban bebidas y las hacían circular entre ellos. Los hombres aprovechaban para salir y echar un vistazo a los caballos en las cuadras. En cambio, en las noches de verano, la gente esperaba en el patio de la iglesia y los criados jóvenes bailaban. Y la Bienaventurada Virgen María envolvió a su hijo en un pañal y lo acostó en la paja del establo, entre el asno y el buey.
Cristina se apretó el vientre con las manos. ¡Niño, hijo mío, mi hijo querido! ¡Que Dios se apiade de nosotros por la intercesión de su Santa Madre! Bienaventurada María, clara estrella de los mares, aurora de la vida eterna, Tú que diste a luz al sol del universo, ¡ayúdanos! Niño, chiquitín, ¿por qué te agitas así precisamente esta noche? ¿Acaso sientes, bajo mi corazón, que estoy yerta de frío?
En las pasadas Navidades, en el día de los Santos Inocentes, Sira Erik había leído un texto referente a los niños que los guerreros crueles degollaban en los brazos de sus madres. Dios había elegido a aquellos pequeños para que precedieran a los demás mártires en el paraíso. Y esto significaba que el Reino de los Cielos pertenece a sus semejantes. Nos había dado a un Niño colocándolo entre ellos. De no convertiros a Su imagen, hermanos míos, no podréis entrar en el Reino de los Cielos. Que esto sea un consuelo para todos los que, hombres o mujeres, lloran la muerte de sus chiquitines. Cristina había visto entonces las miradas de su padre y de su madre encontrarse a través de la iglesia y había apartado los ojos porque comprendía que aquello nada tenía que ver con ella.
¡Fue el año pasado! Las primeras Navidades después de la muerte de Ulvhild. ¡Sí… pero mi hijo no, Señor, Jesús, María! ¡Concededme la gracia de conservar a mi hijo!
El pasado año su padre no quiso participar en la carrera de caballos de san Esteban, pero sus hombres le suplicaron de tal modo que acabó consintiendo. La carrera iba de la cuesta de la iglesia a la confluencia de los arroyos de Loptsgaard; allí se reunían con los hombres de Ottadal. Recordaba que su padre pasaba al galope a lomos del semental de crines doradas; iba casi de pie en los estribos, inclinado hacia adelante, azuzando, excitando al caballo, mientras los otros le seguían en un confuso martilleo de cascos.
Había vuelto a casa temprano y no había bebido nada, mientras que generalmente, en tal día, los hombres volvían a casa tarde y se emborrachaban. En efecto, debían entrar en todas las granjas y beber en honor a Cristo y san Esteban que había sido el primero en ver la estrella de Oriente cuando conducía los potros del rey Herodes al abrevadero junto al río Jordán. Incluso los caballos bebían cerveza aquel día para que fueran más fogosos. Por San Esteban los hombres se divertían con sus caballos hasta la hora de vísperas y lo comentaban constantemente.
Cristina se acordaba de unas Navidades en que la gran celebración había tenido lugar en Joerungaard. Su padre había prometido a un sacerdote que se encontraba entre sus invitados que le regalaría un semental joven, de pelaje rojo, hijo de Guldsvein, si conseguía atraparlo y montarlo mientras galopaba sin enjaezar por el patio.
De esto hacía tiempo… mucho antes de que ocurriera la desgracia de Ulvhild. La madre, de pie en la puerta de la casa, llevaba a la pequeña en brazos y Cristina se cogía a su traje un poco asustada.
El sacerdote corría tras el caballo, cogiéndolo por la crin y dando tales brincos que su sotana flotante se le enredaba en el cuerpo y no tenía más remedio que soltar al fogoso animal que se encabritaba.
—¡Eh, muchacho, eh, calma! —le gritaba, saltando y dando vueltas como una cabra.
El padre de Cristina y un viejo aldeano lo miraban abrazados por los hombros, con los rostros desfigurados por la risa y la bebida.
El sacerdote había podido dominar a Rauden y Lavrans se lo había regalado porque Cristina recordaba que cuando se marchó de Joerungaard iba montado en él. Todos se habían serenado para entonces. Lavrans sostuvo respetuosamente el estribo para que el sacerdote montara y este los bendijo con los tres dedos en alto al despedirse. Por lo visto era un sacerdote importante.
En su casa, por Navidad, se divertían mucho. También se hacía el juego de los chivos en Navidad. Su padre se la sentaba en sus hombros; tenía el tabardo cubierto de hielo y los cabellos empapados. Para refrescarse la cabeza en espera de que tocaran a vísperas, los hombres se echaban agua helada de la fuente. Reían cuando las mujeres se enfadaban. El padre había cogido las frías manitas de Cristina y se las había apoyado en la frente, que tenía aún roja y ardiente. Aquello sucedía en el patio, al anochecer, una media luna blanca y nueva estaba suspendida sobre la cresta de los montes, en un cielo de color verde pálido. Al entrar en la gran sala con la niña sentada sobre sus hombros la hizo darse un golpe tan fuerte contra el montante de la puerta que le salió un enorme chichón en la frente. Luego, en la mesa, se la había sentado sobre las rodillas y había apoyado la hoja de su puñal sobre el bulto, le había elegido los trozos de comida y había hecho que bebiera hidromiel en su propio vaso. Y entonces ella ya no tuvo miedo a los chivos navideños que llenaban la sala de ruidos.
—¡Oh, padre…, padre, mi padrecito bueno…! —sacudida por los sollozos, Cristina se cubrió el rostro con las manos. ¡Era preciso que su padre se enterara de cómo había pasado aquella Nochebuena!
Al cruzar el patio, a su regreso, vio elevarse chispas por encima del tejado del horno. Las sirvientas preparaban la comida para la gente que volvería de la iglesia.
La sala estaba a oscuras también. Sobre la mesa las velas se habían consumido y el fuego del hogar era sólo un rescoldo medio muerto. Cristina añadió leña y sopló sobre las brasas. Vio entonces a Orm sentado en la silla en que ella solía hacerlo. Cuando el niño se dio cuenta de que su madrastra lo había visto se levantó.
—Pero, pequeño —le preguntó Cristina—, ¿no has ido a misa con tu padre y los demás?
Orm tragó saliva un par de veces antes de poder contestar:
—Mi padre ha olvidado, sin duda, que debía despertarme. Me había mandado a la cama a descansar; había dicho que me despertaría…
—Es una lástima, Orm —murmuró Cristina.
El niño no contestó. Poco después dijo:
—Creí que te habías ido con ellos; cuando me he despertado me he encontrado solo en esta sala…
—He ido un momento a la capilla —le contestó Cristina.
—¿Entonces tú te atreves a salir en Nochebuena? —preguntó el chiquillo—. ¿No sabes que la cacería infernal de los Ases pudo pasar y llevarte?
—No sólo andan sueltos los demonios esta noche. En Nochebuena salen todos los espíritus. Conocí a un fraile que ha muerto ya y que debe ver a Dios cara a cara porque era todo bondad. Pues bien, me contó que… Sabes, ¿has oído decir alguna vez que los animales del establo hablan entre ellos en Nochebuena? En aquel tiempo sabían latín. Así que el gallo cantaba: Christus natus est. Pero no me acuerdo de todo. Los otros animales preguntaban dónde había nacido y la cabra balaba: Belén, Belén… y el cordero decía: Eamus, eamus…
—¿De verdad crees que soy tan pequeño como para poder consolarme con cuentos? ¿Por qué no me sientas también sobre tus rodillas y me das de mamar?
—Lo he dicho sobre todo para consolarme yo, Orm —dijo Cristina plácidamente—. Yo también habría querido ir a misa…
Cristina no pudo soportar más ver la mesa sucia. Echó todos los restos dentro de un cuezo, que dejó en el suelo ante la perra. Luego cogió un trapo y limpió la mesa.
—Si quieres acompañarme a la bodega del oeste, Orm, para traer el pan y la salazón, prepararemos la mesa para la fiesta de mañana.
—¿Por qué no se lo mandas hacer a tus sirvientas? —respondió el niño.
—En mi casa, en casa de mis padres, me inculcaron que en Navidad no hay que pedir nada a nadie, sino que todo el mundo debe esforzarse por hacer lo más que pueda; el más feliz es aquel que mejor sirve al prójimo en estas fiestas santificadas.
—Sin embargo, tú me has pedido que te ayudara.
—Eso es distinto… Tú eres aquí el hijo de la casa.
Orm cogió la linterna y juntos cruzaron el patio. En la bodega, Cristina llenó dos fuentes de alimentos preparados especialmente para Navidad. Cogió también un gran paquete de velas. Mientras lo hacían, el niño observó:
—Debe de ser una costumbre aldeana, lo que me contabas del trago de despedida. Porque he oído decir que Lavrans Bjoergulfssoen no es sino un campesino vestido de estameña.
—¿A quién se lo has oído decir? —preguntó Cristina.
—A mamá. He oído cómo se lo repetía infinidad de veces a mi padre cuando vivíamos aquí, en Husaby, cuando decía que ni un burdo campesino le hubiera dado a su hija en matrimonio.
—La vida en aquella época debía de ser encantadora en Husaby —repuso Cristina secamente.
El niño no habló más. Sus labios temblaron ligeramente.
Cristina y Orm llevaron las fuentes a la sala y ella empezó a poner la mesa. Pero tuvo que volver a la bodega a buscar más comida. Orm le quitó el plato de las manos y dijo algo turbado:
—Iré yo, Cristina; el patio está muy resbaladizo.
Ella lo esperó en el umbral hasta que volvió. Luego fueron a sentarse ante el fuego, ella en el sillón y el niño a su lado, sobre un escabel de tres patas. Al poco rato, Orm Erlendssoen dijo con dulzura:
—Cuéntame algo más, mientras esperamos, madre.
—¿Contarte? —repitió Cristina en el mismo tono.
—Sí… cualquier historia de Navidad… parecida a la de antes —contestó el niño lleno de confusión.
Cristina se arrellanó en el sillón y agarró con las manos las cabezas talladas con que terminaban los brazos del asiento.
—El fraile de quien te hablaba también había estado en Inglaterra. Y me contaba que allí hay un lugar donde crecen matas de espinos que se cubren de flores blancas en Nochebuena. San José de Arimatea desembarcó en aquel punto cuando huía de los paganos; clavó su cayado en tierra y este echó raíces y floreció. Aquel santo fue el primero que predicó la doctrina de Cristo a los bretones. El lugar se llama Glastonborg, lo recuerdo bien. El propio fray Edvin había visto las matas. Fue allí mismo, en Glastonborg, donde el rey Arturo, del que seguramente habrás oído hablar, fue enterrado junto con su reina. A este rey se le considera uno de los siete héroes más gloriosos de la cristiandad.
»Se dice en Inglaterra que la cruz de Cristo está hecha con madera de abedul joven. Pero en casa, en las fiestas de Navidad, se quemaba fresno, porque esta era la madera con que san José, padre de Jesús, encendió el fuego para que se calentaran la Virgen María y el Divino Niño que acababa de nacer. También fue fray Edvin quien se lo contó a mi padre.
—Pero los fresnos no crecen mucho por aquí, en Nordenfjeld —objetó el niño—. Antiguamente ya sabes que se utilizaban para hacer las astas de las lanzas. Creo que el único fresno que hay en las tierras de Husaby es el que se encuentra al este de la cerca de la granja, y padre no lo derribará, porque en su copa vive el genio del campo. Pero en Roma poseen la Santa Cruz; ellos sí que podrán saber con exactitud si es verdad que está hecha de abedul.
—Sí —dijo Cristina—. No sé si es verdad, porque ya sabes que se dice que fue construida con un brote del árbol de la vida que Seth tuvo permiso de arrancar del jardín del Paraíso y entregárselo a Adán antes de su muerte…
—Lo sé, pero, de todos modos, cuéntamelo.
Más tarde, Cristina dijo al niño:
—Ahora, jovencito, deberías acostarte y dormir un poco. Los que están en la iglesia tardarán aún un buen rato en regresar.
Orm se levantó.
—Hasta ahora no nos hemos tratado como parientes, Cristina Lavransdatter. —Cogió un cuerno de encima de la mesa, bebió a la salud de su madrastra y se lo tendió. Cristina experimentó la impresión de que por su espalda resbalaba un chorro de agua helada. No pudo evitar recordar el momento en que la madre de Orm había querido beber con ella. Y su hijo, en sus entrañas, daba violentas sacudidas. «¿Qué tiene esta noche?», pensaba la madre. Parecía como si el niño, aún antes de haber nacido, experimentara, empezara a sentir lo que ella sentía, tuviera frío al mismo tiempo, y se retorciera angustiado cuando ella se estremecía del miedo. «No debo ser tan cobarde», se dijo Cristina. Cogió el cuerno y bebió a la salud de su hijastro.
Cuando devolvió el cuerno a Orm le acarició los rizos oscuros.
«No, no voy a ser una mala madrastra para ti —pensó—. Tú, tan guapo; tú, el hijo de Erlend…».
Se había quedado dormida en el sillón y así la encontró Erlend cuando regresó y tiró sobre la mesa sus guantes helados.
—¿Ya estás aquí? —exclamó Cristina sorprendida—. Creía que ibais a quedaros para la misa de día.
—¡Oh!, con dos misas estoy santificado para tiempo —contestó Erlend.
Cristina le ayudó a despojarse de su abrigo cubierto de hielo. «La noche es clara, hiela más…».
—No está bien que se te haya olvidado despertar a Orm —re convino Cristina.
—¿Se ha disgustado? —preguntó el padre—. No es que se me haya olvidado —añadió en voz baja—. ¡Es que estaba tan dormido! ¡No tienes idea de cómo me miraba la gente por no verme contigo! No tenía ganas tampoco de exhibirme yendo además con el niño…
Cristina no dijo nada. Pero le desagradó aquel comentario, porque le parecía que Erlend no había obrado bien.