Capítulo primero

EL FRUTO DEL PECADO

1

Al atardecer de la víspera de san Simón, la barca de Baard Peterssoen había anclado en el banco de arena de Birgsi. El abate Olav de Nidarholm fue en persona a caballo hasta la playa para saludar a su pariente Erlend Nikulaussoen y dar la bienvenida a su joven esposa. Los recién casados iban a ser sus invitados y a pasar la noche en Vigg.

Erlend ayudó a desembarcar a la desventurada joven, que mostraba una palidez mortal. El abate bromeó sobre las penalidades de los viajes por mar; Erlend, riendo, dijo que su mujer estaba deseando acostarse en una cama sólidamente empotrada en la pared de una casa. Cristina intentó sonreír, pero pensaba que en su vida volvería a bordo de un barco. Bastaba que Erlend se le acercara para que volviera a sentir mareo, tan impregnado estaba del olor del barco y del mar; sus cabellos habían quedado pegajosos y cargados de agua salada. Durante toda la travesía estuvo loco de alegría, y Micer Baard llevó el timón; en Moere, donde había sido criado, los muchachos se ejercitaban de la mañana a la noche en remar y navegar a vela. Claro que lo mismo Erlend que Micer Baard la habían compadecido un poco, pero no tanto como su triste estado merecía, iba diciéndose Cristina. Se obstinaron en asegurar que el mareo desaparecería cuando se acostumbrara al barco. No obstante, había estado enferma hasta el final.

Durante la mañana siguiente, al cabalgar a través de las aldeas, le parecía que seguía navegando. No hacían más que subir y bajar y cuando intentaba mirar a lo lejos, era como si todo el país cabeceara, levantándose en oleadas hacia el cielo despejado de un blanco azulado, de aquella mañana invernal.

Toda una comitiva de amigos y vecinos de Erlend había ido a Vigg aquella mañana para acompañar, igual que una gran escolta, a los recién casados a su casa. El suelo resonaba bajo los cascos de los caballos porque la tierra helada era dura como el hierro. Una neblina envolvía gente y caballos; y se veía escarcha sobre los cuerpos de los animales, así como sobre las pieles y las cabelleras de los hombres.

Erlend parecía tener el cabello tan blanco como el abate. El alcohol que había bebido por la mañana y la mordedura del frío le encendían el rostro. Lucía las mismas ropas que el día de su boda; era joven, alegre y brillante; y la felicidad y la malicia vibraban en su hermosa voz mientras interpelaba a sus invitados y reía con ellos.

El corazón de Cristina se puso a latir de un modo raro…, de preocupación, de ternura y de angustia. Aún estaba mareada del viaje; al comer o beber sentía ardores en el pecho; el frío la atormentaba cruelmente y en el fondo de su alma sentía cierta sorda y muda irritación contra Erlend, tan despreocupado. No obstante, viendo con qué confiado orgullo y radiante felicidad la llevaba a su casa como esposa, le embargaba un amargo remordimiento, aunque en su corazón experimentaba hacia él una dolorosa compasión. Lamentaba ahora haberse obstinado en no confesar a Erlend su situación cuando estuvo en casa de sus padres en verano; la fiesta de la boda, demasiado fastuosa, había sido inconveniente. Pero en realidad estaba satisfecha, ya que él hubiera podido darse cuenta de que su conducta les costaría humillaciones que no podría evitar.

También había tenido miedo a su padre. Pensó que una vez hubiera terminado todo se irían muy lejos; sin duda, tardarían mucho en volver a su aldea natal…, por lo menos, no antes de que los chismorreos se hubieran acallado.

Ahora, sólo ahora, comprendía que esto iba de mal en peor. Erlend había hablado del gran festín de regreso que pensaba dar en Husaby, pero Cristina no había imaginado que pudiera ser una nueva fiesta nupcial. Además, los invitados de aquí —entre los que Erlend y ella vivirían— cuya estima y amistad debían ganar, durante todos aquellos años habían sido testigos de las locuras y desgracias de Erlend. Ahora, él mismo pensaba que se había rehabilitado a sus ojos y que iba a ocupar entre ellos, sus iguales, el puesto que por nacimiento y fortuna le correspondía. Sin duda, sería motivo de risa en las aldeas circundantes cuando se descubriera que en su boda era también culpable.

El abate se dirigió a Cristina y le dijo

—¡Qué seria estás, Cristina Lavransdatter! ¿Dura aún el mareo? ¿O es tal vez el recuerdo de vuestra madre?

—Sí, Micer —contestó con dulzura—, sí. Pensaba en mi madre.

Habían llegado a Skaun. Subieron la cuesta. Debajo de ellos, en el fondo del valle, se extendía el bosque de árboles de hoja caduca, completamente blanco bajo el manto de escarcha resplandeciente al sol, un pequeño lago azul lanzaba sus destellos un poco más lejos. Salieron de un bosquecillo de abetos. Erlend, al tiempo que hacía un ademán, anunció con voz cálida:

—¡Esto es Husaby, Cristina! Que Dios te conceda muchos días felices aquí, querida esposa.

Ante ellos se extendían inmensos campos, blancos de escarcha. La granja se alzaba sobre una amplia terraza en mitad de la vertiente; muy cerca había una pequeña iglesia de piedra clara contra la que se agrupaban los pabellones, numerosos y grandes; por encima de los ventanillos de humo flotaba una neblina. Las campanas de la capilla fueron lanzadas al vuelo y la gente salió de la granja gritando saludos de bienvenida. Los jóvenes del cortejo nupcial entrechocaron sus armas y con gran estruendo, en alegre tumulto, la comitiva se dirigió hacia la granja del recién casado.

Se detuvieron ante la capilla; Erlend bajó de la silla a su joven esposa y la acompañó hasta la puerta donde un grupo de sacerdotes y acólitos les recibió. Dentro, el frío era penetrante; la luz del día entraba en la nave por pequeñas ventanas de medio punto, haciendo palidecer, en el coro, el resplandor de los cirios.

Cristina se sintió abandonada y asustada cuando Erlend le soltó la mano y se pasó al lado de los hombres, mientras que ella se mezclaba con el grupo de mujeres desconocidas, vestidas de fiesta. La ceremonia fue muy hermosa, pero Cristina tenía frío y le parecía que sus plegarias volvían a ella cuando intentaba elevarlas al cielo para aliviar así de algún modo su corazón. Tal vez no era de buen augurio que ese día fuera el de san Simón, patrón del hombre con el que se había comportado mal.

Desde la iglesia el cortejo se dirigió a la granja, los sacerdotes delante, luego Cristina y Erlend dándose la mano; después venían los invitados, de dos en dos. Cristina no pudo recobrarse lo bastante para ver gran cosa de la granja. El patio era largo y estrecho; los pabellones estaban dispuestos en dos filas al norte y al sur. Eran numerosos, muy cerca unos de otros, pero parecían viejos y destartalados.

El cortejo se detuvo ante la puerta de la gran sala, y los sacerdotes la rociaron con agua bendita. Erlend entonces condujo a Cristina a través de una oscura antesala. A su derecha se abrió una puerta sobre una habitación resplandeciente de luces. Bajó la cabeza al pasar bajo el marco de la puerta y se encontró con Erlend en el estrado de su casa.

Era la mayor sala que había visto. En el suelo, en el centro de la estancia, había un hogar tan largo que ardía fuego en ambos extremos. Las proporciones de la sala eran tan vastas que las vigas transversales se apoyaban sobre pilares esculpidos. A Cristina se le antojó más parecida a una nave de iglesia o a un salón real que a la sala grande de una granja.

Empotradas en la pared del este, entre los pilares, las camas cerradas dominaban el banco en medio del cual se levantaba el puesto de honor.

Toda la sala estaba llena de luces: sobre las mesas que se doblaban bajo el peso de vasos y platos preciosos, y en argollas fijas en las paredes. Según la moda de entonces, armas y escudos se veían colgados entre los tapices. Detrás del puesto de honor y sobre el muro tapizado de terciopelo, un hombre estaba colgando la espada incrustada en oro de Erlend y su escudo blanco con un león rojo en actitud de saltar.

Criados y criadas habían despojado a los invitados de sus mantos y abrigos. Erlend tomó a su mujer de la mano y la condujo hacia el fuego; los invitados formaban un semicírculo detrás de ellos. Una mujer gruesa de dulce rostro se adelantó y desató el pañuelo de cabeza de Cristina, que se había arrugado algo bajo el abrigo. Mientras volvía a su puesto, hizo una inclinación sonriente a los dos jóvenes; Erlend se la devolvió, sonriendo también y mirando a su mujer. ¡Qué hermosa era! Y Cristina volvía a sentir que su corazón desfallecía…, sentía compasión por su esposo. Sabía lo que pensaba ahora, al verla allí, en su casa, con su largo velo blanco de dueña del lugar destacando sobre su traje de boda escarlata. Por la mañana había tenido que apretarse fuertemente la cintura y el vientre con una faja de tela para que el traje le estuviera bien, y se había teñido las mejillas con un color rojo que Dama Aashild le había dado. Haciendo acopio de valor se había dicho que tal vez Erlend se fijaba poco en ella, ahora que ya era suya, puesto que aún no se había dado cuenta. Y volvió a lamentar amargamente no haberle dicho nada.

Mientras las parejas esperaban cogidas de la mano, los sacerdotes daban la vuelta a la sala bendiciendo el hogar, la casa, la cama y la mesa. Luego una sirvienta entregó a Erlend las llaves de la casa; él colgó el pesado manojo de la cintura de Cristina y al verle parecía como si quisiera también besarla. Un hombre trajo un gran cuerno ceñido por argollas de oro. Erlend se lo llevó a los labios y bebió a la salud de Cristina:

—¡Salud y felicidad en tu granja, mujer!

Y entre las aclamaciones y las risas de los invitados ella bebió con su marido; luego tiró el resto del vino al fuego del hogar.

Los trovadores empezaron entonces a tocar. Erlend Nikulaussoen condujo a su esposa al puesto de honor y los demás se sentaron a la mesa.

Al tercer día los invitados empezaron a retirarse y al quinto se fueron los últimos a las tres de la tarde. Entonces Cristina se quedó sola con su marido en Husaby.

Ante todo, rogó a la servidumbre que deshiciera la cama, lavara la ropa en una colada de ceniza, así como las paredes que rodeaban la cama, y que se llevara la paja y la quemara. Se colocó después paja fresca y se preparó la cama con lo que ella había traído a la granja. Este trabajo se prolongó hasta bien entrada la noche. Pero Cristina pidió que se hiciera lo mismo en todas las camas de la granja y que desinfectaran todas la pieles…, las criadas debían empezar al día siguiente, y hacer lo posible para terminar antes de la próxima fiesta. Erlend rio, meneando la cabeza:

—¡Qué mujer!

Pero al mismo tiempo se sentía avergonzado.

Cristina había dormido poco la primera noche, aunque los sacerdotes hubieran bendecido su cama. Estaba llena de almohadones de seda estampada, sábanas de lino, tapices y pieles maravillosas, pero la paja estaba mohosa y sucia, y había piojos en las mantas y en la magnífica piel de oso negro que la cubría.

En el transcurso de aquellos días había observado mil y una cosas. Bajo los preciosos tapices que revestían las paredes, la grasa y el hollín cubrían los troncos de árboles, que tampoco habían sido lavados. Para la fiesta se habían preparado infinidad de alimentos, pero la mayoría estaban estropeados o mal condimentados. Se había empleado para el fuego madera verde y húmeda que daba poco calor y en cambio llenaba la sala de humo.

Por todas partes encontró huellas de abandono cuando, al segundo día, dio la vuelta a la granja acompañada de Erlend. Las despensas de provisiones quedarían vacías al día siguiente de la fiesta; los depósitos de harina estaban casi exhaustos. No llegaba a imaginar cómo pensaba Erlend dar de comer a todos los caballos y al ganado con tan poco heno y paja; apenas quedaba suficiente follaje para los corderos.

Sin embargo, uno de los graneros estaba a medio llenar de lino que no se había utilizado; debía de ser la mayor parte de la cosecha de varios años. Una bodega estaba repleta de lana vieja, sin lavar y apestosa, parte guardada en sacas y parte desparramada por el suelo. Cuando Cristina recogió un puñado, la vio llena de pequeños huevos oscuros de polilla y alimañas.

El ganado era ruin, flaco, enfermo, lleno de heridas. Jamás había visto reunidos tantos animales viejos. Tan sólo los caballos eran hermosos y estaban bien cuidados. Pero ninguno podía compararse a Guldsvein o a Ringdrotten, el semental de su padre. Sloengvanbauge, el que le había regalado al marcharse, era el caballo más hermoso de toda la cuadra de Husaby. Cuando llegó a su lado no pudo evitar cogérsele al cuello y acercar su rostro a la mejilla del animal. Y aquellos Trondhjemeses de calidad examinaban a Sloengvanbauge, elogiando sus fuertes y robustas patas, su amplio pecho y su cuello alargado, su cabeza pequeña y sus anchos flancos. Grimsar, el viejo aldeano, juraba por Dios y por el diablo que era una lástima haber castrado aquel animal que hubiera podido servir también para caballo de batalla. Entonces Cristina habló un poco del padre de Sloengvanbauge, Ringdrotten. Mucho mayor y más fuerte, no había semental capaz de ganarle; su padre lo había enfrentado con los caballos más reputados, incluso con los de Sogn. Si Lavrans les había puesto aquellos nombres raros como eran Ringdrotten y Sloengvanbauge, era porque uno tenía el pelaje dorado como el oro amarillo, y el otro lo tenía ensortijado con anillos como de oro rojizo. La madre de Ringdrotten había abandonado el rebaño de yeguas en el transcurso de un verano, en las cimas de Raanekampene, y se creyó que algún oso la habría devorado; pero hacia el final del otoño regresó a la granja. Y el potro que había nacido al año siguiente no era, desde luego, hijo de ningún semental perteneciente a la granja. Habían pues, ahumado al potrillo con azufre y pan y Lavrans había regalado la yegua a la iglesia para mayor seguridad. Pero el potro se comportó tan bien que Lavrans, según dijo, hubiera preferido perder antes la mitad de su granja que a Ringdrotten.

Erlend sonrió y dijo:

—Generalmente eres parca en palabras, Cristina, pero cuando hablas de tu padre te vuelves elocuente.

Cristina calló bruscamente; recordaba el rostro de su padre cuando la ayudó a montar en el momento en que se fue a caballo con Erlend. Aparentó alegría porque estaban rodeados de mucha gente, pero había visto sus ojos. Le había acariciado el brazo de arriba abajo estrechando su mano en señal de adiós. Entonces se sintió feliz marchándose, pero ahora estaba segura de que mientras viviera, su corazón sangraría por el recuerdo de los ojos de su padre en aquel instante.

Inmediatamente, Cristina Lavransdatter se puso a dirigir y ordenar su casa. Se levantaba todas las mañanas con el alba, aunque Erlend protestara y simulara querer retenerla por la fuerza en la cama; nadie esperaba que una recién casada se afanara de pabellón en pabellón hasta bien entrado el día.

Habiéndose dado cuenta de todo lo que iba mal y de todo lo que tendría que enderezar, se le apareció la verdad limpia y cruda; había cargado con el enorme peso de su culpa para venir aquí y debía aceptarlo resignada; además, era pecado malgastar los dones de Dios como se había hecho allí. Era una vergüenza para los que habían dirigido la granja hasta entonces y para todos los que habían permitido que se despreciara así el patrimonio de Erlend. En los últimos años no había habido ningún jefe realmente capaz en Husaby; el propio Erlend solía estar ausente con frecuencia; tampoco tenía disposición para administrar la granja. Por ello, los colonos de las aldeas lejanas le engañaban, como pudo ver Cristina, y los criados de Husaby trabajaban mal y en completa indisciplina. No le resultó fácil volver a restablecer el orden en todo ello.

Habló un día de esto con Ulf Haldorssoen, criado personal de Erlend. El trigo hubiera debido estar trillado antes de que empezara la matanza. Ulf contestó:

—Bien sabes, Cristina, que no soy un mozo de granja. Hatford y yo tendríamos que ser los compañeros de armas de Erlend, y yo ya no me acuerdo de las ocupaciones campesinas.

—Lo sé —contestó el ama—. Pero hay una cosa segura, Ulf: no será fácil para mí mandar aquí este invierno, recién llegada al norte de las montañas y desconocida de nuestra gente. Te agradecería que quisieras ayudarme y aconsejarme.

—Me doy cuenta, Cristina, de que no va a ser tarea fácil para ti durante el invierno —contestó el hombre mirándola con una sonrisita… aquella sonrisita rara que no perdía cuando hablaba con ella o con Erlend. Era insolente y sarcástico y, no obstante, poseía a la vez bondad y un cierto respeto hacia ella que se traslucía en toda su actitud. Tampoco creyó que debiera sentirse herida por el hecho de que Ulf se permitiera con ella ciertas familiaridades fuera de lugar. Habían consentido que este servidor fuera el confidente de sus faltas antes de la boda, y ahora Cristina se daba cuenta de que él sabía en qué situación se encontraba. Había, pues, que tolerarlo. Por lo demás, Erlend aceptaba todo lo que Ulf decía o hacía y el escudero no demostraba gran respeto a su señor. Pero eran amigos de la infancia; Ulf era de Moere, hijo de un campesino que vivía al lado de la granja de Baard Peterssoen. Tuteaba a Erlend y también a Cristina, pero hay que decir que aquella era una costumbre muy extendida allí, al norte de los Dofrines.

Ulf Haldorssoen era un hombre muy guapo, alto y bronceado, de bellos ojos, pero con una boca dura y cruel. Cristina había oído hablar mal de él a las sirvientas de la granja; cuando estaba en la ciudad bebía copiosamente, comía con glotonería y daba grandes escándalos en las casas de prostitución; pero en Husaby era un hombre seguro, trabajador y listo. Cristina le tenía en mucha estima.

—No será fácil para ninguna mujer vivir en esta granja… después de todo lo que ha pasado aquí —prosiguió—. Creo, no obstante, Dama Cristina, que te arreglarás mejor que las otras. Tú no eres mujer para dejarte aplastar, quejarte y sollozar, sino que, al contrario, eres capaz de salvaguardar el patrimonio de tu propia descendencia, ya que nadie más se preocupará de ello. Y sabes muy bien que puedes contar conmigo, que te ayudaré en la medida de mis fuerzas. Recuerda que desconozco el oficio de campesino. Pero si quieres consultarme y seguir mis consejos, el invierno transcurrirá bien.

Cristina le dio las gracias y entró en la casa.

Tenía el corazón oprimido por la inquietud y la angustia, pero intentó liberarse de esa obsesión. No llegaba a comprender a Erlend, que parecía no sospechar nada. Pero lo peor era que no sentía vivir al hijo que llevaba dentro. Al cabo de veinte semanas hubiera debido dar señales de vida, lo sabía… y hacía más de tres semanas que esta fecha había quedado atrás. Durante las noches sentía que el bulto crecía, se hacía más pesado, pero seguía mudo e inerte. Se acordaba de todo lo que había oído contar sobre niños nacidos paralíticos, con raquitismos, sobre fetos salidos a la luz sin miembros, teniendo apenas forma humana. Ante sus ojos cerrados desfilaban imágenes de frágiles criaturas con horribles deformidades; una visión de espanto sucedía a otra. Al sur de su casa, en el valle, en Lidstal, había un niño así —ahora debía de ser ya mayor—. Su padre nunca quiso contar cómo era. Observó que cuando aludía a él se enfadaba. ¿Por qué…? ¡Oh, no san Olav, rogad por mí…! Necesitaba una gran fe en la compasión del santo rey; había puesto al niño bajo su protección; sufriría con paciencia sus pecados; se consolaría poniendo toda su esperanza en la ayuda y en la gracia que quería obtener para su hijo. El diablo en persona había debido probarla con aquellas espantosas visiones para empujarla a la desesperación. Las noches, sobre todo, eran terribles. Si un niño no tenía miembros, si tenía que nacer paralítico, era probable que la madre no lo sintiera vivir… Erlend medio dormido, notaba que su mujer estaba inquieta; entonces la abrazaba fuertemente y escondía el rostro en el regazo de Cristina.

Pero durante el día él parecía haberlo olvidado todo. Cristina, todas las mañanas se vestía cuidadosamente para disimular, por algún tiempo aún, a los sirvientes, que su talle se había ensanchado.

Era costumbre en Husaby que los criados, después de la cena, se fueran a los pabellones donde dormían. Erlend y ella se quedaban entonces solos en la sala. En general, las costumbres de la granja seguían siendo las antiguas, como cuando había esclavos de ambos sexos para el trabajo de la casa. En la sala, no había ninguna mesa fija en el suelo, sino que por la mañana y por la noche se ponía el cubierto sobre una gran tabla, colocada sobre caballetes a guisa de mesa, que después se colgaba del muro. Para la comida de las demás personas de la casa se llevaba sus escudillas hasta los bancos donde se sentaban para comer. Cristina sabía que esta era la antigua costumbre. Pero ahora, que era difícil encontrar hombres para servir a la mesa y que había que conformarse con sirvientas para los trabajos del interior, aquel sistema no servía. La madre de Cristina le había contado que en Sundbu, cuando ella tenía ocho inviernos, había una mesa fija en la sala grande y las sirvientas pensaban que aquello representaba una gran ventaja desde todos los puntos de vista; así no tenían que salir fuera, al planchador, para el trabajo de costura: podían quedarse en la sala, cortar y coser, y además, era bonito ver siempre sobre la mesa candelabros o una bonita copa. Cristina se dijo que para el verano pediría a Erlend que mandara poner una mesa a lo largo de la pared del lado norte.

Así estaba en su casa y su padre tenía el puesto de honor en el extremo de la mesa. Pero aquí las camas estaban adosadas a los muros de la antesala. En su casa, su madre se sentaba en el borde del banco exterior para poder ir y venir y vigilar la llegada de los manjares. Pero cuando había invitados Ragnfrid se sentaba al lado de su marido. En la granja el puesto de honor estaba en el centro del muro este y Erlend quería que ella se sentara siempre a su lado. En su casa su padre ofrecía siempre el puesto de honor a los servidores de Dios cuando iban a Joerungaard, y entonces él y Ragnfrid les servían mientras comían y bebían. Pero de esto Erlend no quería ni oír hablar a menos que fueran de alto rango. No le gustaban demasiado los sacerdotes y frailes que, en su opinión, resultaban amigos costosos. Cristina pensaba en lo que su padre y Sira Erik decían siempre cuando la gente se quejaba de la avidez de la iglesia: cuando hay que pagar el rescate cada cual olvida sus propios pecados.

Preguntó a Erlend sobre cómo era la vida anterior en Husaby. Pero sin embargo él, cosa rara, sabía poco. Había oído hablar de esto y de aquello, pero sus recuerdos eran imprecisos. El rey Skule había sido propietario de la granja y había hecho algunas construcciones, pensando probablemente conservar Husaby como casa de campo después de haber hecho donación de Rein a un convento de monjas. Erlend estaba muy orgulloso de ser un descendiente del duque, como llamaba siempre al rey, y del obispo Nikolaus, que había sido el padre de su abuelo, Munan Biskopssoen. Pero Cristina notaba que apenas sabía nada de estos hombres, no más que ella misma, que los había conocido por lo que su padre le había contado de ellos. En su casa, todo era distinto. Ni su padre si su madre estaban orgullosos del poderío y la fama de sus antepasados, pero hablaban frecuentemente de ellos, citando sus cualidades como ejemplo, y comentando el bien que habían hecho, así como sus defectos. Conocían pequeñas anécdotas… sobre el viejo Ivar Gjesling y su enemistad con el rey Sverre, sobre las respuestas rápidas y maliciosas de Ivar Provst, sobre la monstruosa obesidad de Haavard Gjesling y sobre las fantásticas proezas del joven Ivar Gjesling en las cacerías. Lavrans hablaba del hermano de su abuelo, que había sacado del convento de Vreta a la hija de los Folkung; de su abuelo Micer Kertil, un sueco, y de su abuela paterna, Ramborg Sunnesdatter, que había conservado siempre la nostalgia de su Vestergötland y que cruzó en trineo el lago Vener, helado, un día que fue invitada a casa de su hermano, en Solberga. Citaba la valentía de su padre en los combates y su indecible dolor por la pérdida de su primera esposa, Cristina Sigurdsdatter, muerta al dar a luz a Lavrans. Leía en voz alta un libro de narraciones sobre la fundadora de la familia, la santa Dama Eline de Skoevde, que tuvo la suerte de ser mártir de Dios. Su padre le había dicho frecuentemente que harían una peregrinación a la tumba de la bienaventurada viuda, pero no fue nunca posible.

En su congoja y ansiedad, Cristina trató de invocar a la santa, con quien estaba emparentada. Pedía por su hijo a santa Eline y besaba la cruz regalo de su padre, que contenía un pedacito del sudario de la santa. Pero Cristina, que había sido la vergüenza de su familia, temía a santa Eline. Cuando pedía la intercesión de los santos Olav y Tomás, tenía siempre la impresión de que sus quejas llegaban a oídos de seres vivos y hasta corazones compasivos. Su padre amaba por encima de todos los demás santos a aquellos dos mártires de la justicia, más que al propio san Lavrans, cuyo nombre llevaba y del que se celebraba la fiesta a fines de verano, con un gran festín y ricas limosnas. Lavrans incluso había visto en sueños a santo Tomás una noche en que yacía herido delante de Bohus. Nadie hubiera podido expresar cuán bueno y venerable era aquel santo, y Lavrans sólo había podido balbucir: «Señor, Señor». Pero el obispo nimbado de gloria había tocado levemente su herida prometiéndole vida y salud: volvería a ver a su esposa y a su hija tal como le había suplicado. Sin embargo, nadie hubiera creído entonces que Lavrans Bjoergulfssoen pudiera pasar de aquella noche.

—Sí —decía Erlend—, estas son historias que uno oye, pero a mí jamás me ha ocurrido nada así. Es cierto también que nunca he sido un hombre tan piadoso como Lavrans.

Luego Cristina empezó a preguntarle sobre la gente que había asistido a su festín de llegada. Tampoco tenía gran cosa que decir de ellos. Lo que más asombraba a Cristina era que su marido no se pareciera en nada a la gente de la comarca. Había muchos hombres guapos entre ellos, con la tez clara o roja, cabezas redondas y duras, altos y fuertes. Muchos, entre los viejos, estaban demasiado gordos. Erlend parecía un gallo en corral ajeno entre sus invitados. Les sacaba la cabeza en estatura, era esbelto y delgado, de miembros ágiles y finos. Tenía el cabello negro y sedoso, la piel ligeramente tostada, con ojos azules, claros, sombreados por cejas y pestañas negras como el carbón. Su frente era alta y estrecha, sus sienes hundidas, su nariz algo grande y su boca demasiado pequeña y suave para un hombre. No obstante, era hermoso; Cristina no había visto jamás un hombre tan hermoso como Erlend. Su voz, matizada y tranquila, no podía compararse con el rudo hablar de los demás.

Erlend contestó, sonriendo, que su familia, en efecto, no era de la región… excepto la madre de su abuelo paterno, Ragnfrid Skulesdatter. Solían decir de él que se parecía mucho al padre de su madre, Gaute Erlendssoen de Skogheim. Cristina le preguntó lo que sabía de su abuelo, pero no sabía casi nada.

Una noche, Erlend y Cristina se estaban desnudando. Erlend, que no conseguía desatar el cordón de uno de sus zapatos, lo cortó y al hacerlo se pinchó con el cuchillo. Sangraba mucho, aunque se apretaba con fuerza la mano. Cristina fue a buscar un pedazo de lienzo en su cofre. Llevaba solo puesta la camisa. Erlend le rodeó el talle con el brazo, mientras ella le vendaba la mano.

De pronto miró, asustado y turbado, el rostro de Cristina… y enrojeció. Cristina bajó la cabeza.

Erlend retiró el brazo. Al ver que no le decía nada, Cristina se apartó en silencio y se metió en la cama. Su corazón latía con fuerza, golpeando sordamente en su pecho. De vez en cuando miraba a su marido. Este le había vuelto la espalda y lentamente iba despojándose de sus prendas, una a una. Luego se acostó también.

Cristina esperó a que le hablara. Era tan intensa su espera que a veces su corazón parecía dejar de latir.

Pero Erlend no dijo una palabra ni la tomó en sus brazos.

Por fin apoyó, incierto, la mano sobre el pecho de Cristina, y la barbilla contra su hombro donde ella notaba su barba hirsuta. Como continuaba sin decir nada, Cristina se volvió de cara a la pared.

Le parecía que se hundía más y más en la desesperación. No había tenido ni una sola palabra para ella al enterarse de que llevaba un hijo suyo desde hacía tanto tiempo. En la oscuridad apretó los dientes, no quería pedirle nada; si él se callaba, ella callaría también, aunque tuvieran que continuar así hasta el día del nacimiento del niño. La indignación se apoderó de ella, pero seguía apoyada en la pared, en un silencio absoluto. Erlend, en las tinieblas, estaba también silencioso. Durante varias horas permanecieron así, y cada uno sabía que el otro no dormía. Por fin, ella comprendió, por su respiración regular, que él se había dormido. Entonces el dolor, la humillación y la vergüenza pudieron más y dio rienda suelta a sus lágrimas. Creyó que jamás olvidaría lo que acababa de hacerle Erlend.

Pasaron tres días para Erlend y Cristina. La joven le encontraba aire de perro apaleado. La cólera la había endurecido, estaba amargada y cuando él la miraba adoptaba una expresión huraña; no obstante, Erlend giraba rápidamente la cabeza tan pronto ella volvía sus ojos hacia él.

El cuarto día, por la mañana, se hallaba sentada en la gran sala cuando Erlend se presentó vestido para montar a caballo. Dijo que iba hacia el oeste, a Medalby… ¿no querría acompañarle para visitar la granja? Esta era parte de los bienes que había recibido de Erlend el día siguiente de su boda. Cristina aceptó y Erlend la ayudó a calzarse las botas de piel y a ponerse el abrigo negro, con mangas, cerrado por broches de plata.

En el patio había cuatro caballos ensillados, pero Erlend dijo a Hatford y Egil que podían quedarse en casa y ayudar a trillar el trigo. Luego ayudó a su mujer a montar. Cristina creía que Erlend tenía la intención de hablar de todo lo que había quedado silenciado entre ellos. No obstante, no dijo nada mientras cabalgaban lentamente hacia el sur del bosque.

El mes de noviembre estaba muy avanzado, pero no había nevado aún en la región; hacía fresco, a pesar de lo cual el tiempo era magnífico, el sol acababa de levantarse y en todas partes la escarcha centelleaba como oro sobre el suelo y los árboles. Atravesaban las tierras de Husaby. Cristina vio que había poca tierra de trigo y rastrojera, y en cambio muchos pastos y viejos prados cubiertos de mala hierba e invadidos de brotes de alisos. Se lo hizo observar a su marido. Este contestó, desdeñoso:

—¿Y tú no sabes, Cristina, tú que conoces tan bien la economía de las cosas de la tierra, que no vale la pena cultivar el trigo tan cerca de la ciudad? Se gana más cambiando mantequilla y lana por grano y harina con los comerciantes extranjeros…

—Entonces —objetó Cristina— hubieras debido cambiar todo lo que queda en tus graneros y está estropeado desde hace tiempo. Además, conozco bien la ley: todo aquel que alquila un terreno debe sembrar tres cuartas partes de trigo y guardar el otro cuarto para pasto. Y la propiedad del amo no debe, me figuro, estar peor administrada que la granja del colono. Esto es lo que decía siempre mi padre.

—Respecto a eso nunca he tenido en cuenta la ley —sonrió Erlend—. Con tal de que cobre lo que se me debe, mis gentes pueden administrar sus granjas como quieran, y yo dirijo Husaby como me parece más conveniente y mejor.

—Entonces, ¿pretendes ser más inteligente que nuestros antepasados, san Olav y el rey Magnus, que establecieron estas leyes?

Erlend volvió a sonreír:

—No era esa mi intención. Pero, diablo, ¡qué al corriente estás de las leyes y del derecho de la tierra, Cristina!

—Estoy un poco al tanto porque mi padre rogaba frecuentemente a Sigurd de Loptsgaard que nos explicara la ley, cuando venía a casa por la noche. Mi padre consideraba que era útil para el servicio y para los jóvenes estar al corriente de esas cosas; por ello Sigurd nos recitaba algún capítulo.

—¿Sigurd…? ¡Ah, sí! Ahora recuerdo haberlo visto en nuestra boda. Era aquel viejo desdentado, de nariz torcida, que lloraba y te golpeaba el pecho… Estaba aún completamente sucio por la mañana cuando llegaron las gentes para verme poner sobre tus hombros el velo de desposada.

—Me conoce desde hace tanto tiempo… —contestó Cris tina, enfadada—. Tenía la costumbre de sentarme sobre sus rodillas y jugar conmigo cuando era pequeña…

—¡Qué raro placer oír a aquel hombre recitaros la ley, capítulo a capítulo! ¡A fe mía que Lavrans es totalmente distinto a los demás! Por otra parte, como dice el refrán, si el campesino conociera la ley de la tierra y el caballo su fuerza, el diablo sería caballero…

Cristina dejó escapar un grito y espoleó su caballo. Irritado y sorprendido, Erlend miró cómo su mujer se alejaba de él a galope.

Bruscamente, clavándole las espuelas al suyo, salió tras ella. ¡Jesús! El vado… era imposible pensar en pasarlo en aquella época; en otoño habían tenido lugar corrimientos de arcilla.

Sloengvanbauge iba mucho más de prisa cuando se sabía perseguido por otro caballo. Erlend sintió un miedo mortal al ver a su mujer bajando veloz las abruptas pendientes. Se le adelantó a galope atravesando un bosquecillo; dio una vuelta en el camino en el lugar donde este llegaba a la llanura y obligó así a Cristina a detenerse. Cuando estuvo a su lado, vio que ella también había sentido miedo.

Erlend se inclinó hacia su esposa y le dio una bofetada en plena mejilla. Sloengvanbauge hizo un extraño quite y se encabritó, asustado.

—Lo merecías —dijo Erlend con voz estremecida, cuando sus caballos, calmados, anduvieron al paso, de lado—. Arrancarte así, como una loca… me has asustado.

Cristina no dijo nada; pero Erlend la notó menos enfadada que un momento antes cuando se había burlado de Joerungaard. Le sorprendió, pero era cierto.

Llegaron a Medalby y el colono de Erlend salió para invitarles a entrar en su casa. Pero Erlend quiso visitar primero los edificios de la granja. Cristina les acompañaría:

—La granja le pertenece ahora a ella Stein, y entiende de esto mucho más que yo —explicó riendo. Había algunos aldeanos que servirían de testigos. Algunos de ellos eran también colonos de Erlend.

Stein había llegado a la granja en los últimos tiempos y desde entonces no había dejado de pedir al amo que fuera a examinar el estado de los edificios o que enviara a un intendente. Los testigos aseguraban que no había un solo edificio intacto; los techos estaban ya medio derrumbados a la llegada de Stein. Cristina se dio cuenta de que se trataba de una buena granja, mal cuidada, por cierto, y de que Stein era un holgazán. Pero Erlend, condescendiente, prometió a Stein ciertos descuentos sobre las rentas señoriales hasta que los edificios fueran reparados.

Entonces entraron en la casa donde se había preparado la mesa con buenas viandas y cerveza fuerte. La mujer del colono rogó a Cristina que la perdonara por no haber ido a darle la bienvenida, pero su marido no la dejaba salir fuera antes de que hubiese ido a la iglesia a purificarse después de su parto. Cristina dirigió un amable cumplido a la mujer y luego quiso ver al niño en su cuna. Era el primer hijo del matrimonio, un varón, de doce días, grande y fuerte.

Acompañaron a Erlend y a Cristina al sitio de honor y todo el mundo se sentó, bebió y comió durante un buen rato. Fue Cristina la que más habló en el transcurso de la comida; Erlend dijo poco; los aldeanos lo mismo, pero Cristina observó, no obstante, que parecían sentir afecto por ella.

Luego el niño despertó, lloriqueando, y se puso a gritar tan desaforadamente al poco rato, que la madre fue en su busca y le dio el pecho para que se callara. Cristina se levantó varias veces para contemplarlos a los dos, y cuando el niño estuvo saciado lo cogió y lo tuvo en brazos.

—Mira, esposo —dijo—, ¿no te parece que es un hermoso y agradable compañero?

—Sí, es cierto —contestó Erlend sin mirarlos.

Cristina sostuvo un rato al niño sobre sus rodillas antes de devolvérselo a la madre.

—Mandaré un regalo a tu hijo, Arndis —anunció—, porque es el primer niño que he tenido en mis brazos desde que vivo al norte de los Dofrines.

Ardiente y orgullosa, con una sonrisita, Cristina miró a su marido y luego a los aldeanos sentados en el banco. Una sonrisa apenas perceptible se esbozó en algunos labios, pero los rostros permanecieron serios. Entonces un viejo que había bebido lo suyo se levantó; cogió el cucharón del bol de cerveza, lo dejó en la mesa, y levantando la pesada copa dijo:

—Vamos a beber a tu salud, ama; ¡que el próximo niño que tengas en tus brazos pueda ser el nuevo señor de Husaby!

Cristina se levantó y a su vez tomó la pesada copa. Invitó a su marido a beber el primero. Erlend mojó los labios, pero Cristina bebió un buen trago.

—Gracias por tus deseos, Jon de Skog —dijo feliz y risueña haciendo una reverencia. Y devolvió el bol.

Erlend estaba sofocado y furioso, pero Cristina tenía unas ganas tremendas de reír y estar contenta. Poco después Erlend se despidió, y emprendieron el camino de regreso a Husaby.

Habían recorrido la mitad del trayecto sin hablar, cuando Erlend dijo, de sopetón y con violencia:

—¿Crees que es necesario que digas tú misma a nuestros campesinos que ibas a tener un niño cuando te casaste…? Que el diablo te lleve si los chismes sobre nosotros no andan ya por todas las aldeas del fiordo…

En el primer momento Cristina no contestó. Miraba fija ante sí por encima de la cabeza de su caballo y su rostro se había puesto tan blanco que Erlend se asustó.

—Jamás podré olvidar —dijo finalmente sin mirarle— que estas han sido las primeras palabras con que has saludado al niño que llevo dentro y que es tu hijo.

—¡Cristina! —suplicó Erlend.

—¡Cristina mía! —repitió al ver que ella no le contestaba ni le miraba—. ¡Cristina!

—¿Señor? —contestó fría y correcta, sin volver la cabeza.

Erlend masculló un juramento, espoleó su caballo y se fue. Pero al poco rato regresó junto a ella.

—Estaba tan enfadado que me iba a marchar sin ti.

—Entonces —contestó tranquila su esposa— habrías tenido que esperar mucho tiempo antes de verme volver a Husaby.

—¡Es lo único que se te ocurre decir! —exclamó Erlend, desesperado.

Cabalgaron de nuevo sin hablarse. Al cabo de un momento llegaron a un lugar donde un pequeño sendero subía por una cuesta. Erlend dijo a su mujer:

—Había pensado regresar por arriba. Es algo más largo, pero tenía ganas de seguir este camino contigo algún día.

Cristina hizo un gesto con la cabeza, indiferente. Poco después Erlend comentó que sería mejor que continuaran a pie. Ató los caballos a un árbol y dijo:

—Gunnulf y yo teníamos un castillo en la parte alta de la cuesta. Me gustaría ver si queda algo de nuestra fortaleza.

La tomó de la mano. Ella se dejó conducir, pero caminaba mirando dónde ponía los pies. No tardaron en llegar arriba. Por encima del bosque de árboles de hoja caduca, espolvoreado de escarcha, a una vuelta del pequeño río, se veía en la ladera de enfrente Husaby, enorme y soberbio, con la capilla de piedra y los innumerables y pesados pabellones, los inmensos campos circundantes y al fondo la loma oscura del bosque.

—Con frecuencia, nuestra madre subía con nosotros. Pero miraba siempre hacia el sur, allá, en dirección a los Dofrines. Noche y día sus pensamientos se alejaban de Husaby. Luego se volvía hacia el norte y contemplaba aquel hueco azulado que se ve allí: es una montaña del otro lado del fiordo. Jamás miraba hacia la granja…

Su voz era dulce y tierna. Pero Cristina callaba y no lo miraba. Entonces se puso a andar dando puntapiés a los brezos helados.

—No, ya no queda nada aquí de nuestro castillo. Bien es verdad que ha pasado mucho tiempo desde que Gunnulf y yo jugábamos en este lugar.

No obtuvo respuesta. Más abajo había un pequeño estanque helado. Erlend tomó una piedra y la tiró; el hielo era grueso y la huella que dejó la piedra fue como una estrella blanca sobre el azogue oscuro. Erlend cogió otra piedra y la tiró con más fuerza, luego otra y otra; se había empeñado en romper el hielo. Fue entonces cuando se fijó en el rostro de su esposa; tenía una mirada de sombrío desprecio y sonreía irónicamente con su gesto infantil.

Erlend se volvió bruscamente, pero Cristina se puso en aquel momento mortalmente pálida y sus párpados se cerraron. Tendió las manos, tanteando, vaciló como si fuera a desplomarse, pero pudo sostenerse en el tronco de un árbol.

—¿Qué te pasa, Cristina? —preguntó asustado.

Ella no le contestó, pero parecía estar escuchando algo. Su mirada era vaga, lejana.

Por segunda vez sintió claramente en el fondo de sus entrañas como si un pescado la golpeara con la cola. Le volvió a parecer que toda la tierra giraba a su alrededor y se sintió presa del vértigo y de debilidad.

—¿Qué te ocurre? —insistió Erlend.

¡Había esperado tanto aquello…! ¿Cómo atreverse a confesar su inmensa angustia? Después de aquel día de discordia le resultaba imposible decírselo. Sin embargo, fue él quien preguntó:

—¿Es que el niño se ha movido? —y la cogió por los hombros, al hacerle la pregunta, con dulzura.

Entonces toda la ira que sentía hacia él se disipó, buscó un refugio junto al padre y apoyó dulcemente la cabeza en el hombro de Erlend.

Un instante después, bajaron hacia el lugar donde habían dejado los caballos. El breve día tocaba a su fin. Detrás de ellos, hacia el sudoeste, el sol se iba hundiendo por entre las cimas de los álamos, rojo y sin brillo en la niebla helada.

Erlend repasó cuidadosamente las hebillas y las correas de la silla antes de ayudar a subir a su mujer. Luego desató su caballo. Buscó en el cinturón los guantes que había creído dejar sujetos allí, pero sólo encontró uno. Buscó el otro con la mirada hacia la cuesta, y entonces Cristina no pudo evitar decir:

—No te canses buscando el guante; aquí lo tienes, Erlend.

—Podías haberme dicho que lo habías visto caer… a menos que entonces estuvieras muy enfadada conmigo.

Se trataba de los guantes que Cristina había cosido para él y le había dado junto con los regalos de boda.

—Se te cayó del cinturón cuando me pegaste —murmuró dulcemente Cristina con la vista baja.

Erlend estaba al lado de su caballo con la mano en el arzón de la silla. Su expresión era temerosa y angustiada. Pero al momento se echó a reír:

—Jamás hubiera creído, Cristina, que fueras tan lista… cuando te cortejaba y suplicaba humildemente a todos mis parientes que intervinieran en mi favor.

Cristina también sonrió:

—No… porque habrías abandonado tu propósito, y sin duda habría sido un gran bien para ti.

Erlend se acercó a ella y apoyó la mano en su rodilla:

—¡Que Dios me guarde, Cristina, si alguna vez me pides que haga lo que sea para mi mayor bien…!

Se apoyó en Cristina, y levantó hacia su mujer un rostro radiante. Ruborizada y feliz, esta inclinó la cabeza y trató de esconder a Erlend su sonrisa y sus ojos.

Llevando el caballo de su esposa del bocado dejó que el suyo le siguiera; así la condujo hasta llegar al pie de la cuesta. Todas las veces que se miraban se sonreían, aunque Cristina volvía la cara al otro lado.

—Ahora —dijo en tono tiernamente burlón cuando se hallaron de nuevo en la carretera— galoparemos hasta Husaby, Cristina mía, y nos sentiremos felices como un par de ladrones.