8

Aquel año fue extraordinariamente bueno en todo el Norddal. Hubo mucho heno y pudo guardarse seco; la gente volvió de las cabañas con abundantes cosechas y el ganado gordo; no habían sufrido tampoco de alimañas. El grano estaba tan hermoso que poca gente recordaba haberlo visto mejor; maduró, lleno y con fuerza, y el tiempo fue excelente. Entre San Bartolomé y la Natividad de la Virgen, en el período en que son más de temer las heladas nocturnas, llovió un poco y el tiempo fue templado y cubierto, pero luego llegaron los meses de otoño llenos de sol, de viento y de noches tibias y brumosas. La semana después de San Miguel, casi todo el grano de la aldea estaba guardado.

En Joerungaard se afanaban, se hacían preparativos para la gran fiesta de bodas. En los dos últimos meses, Cristina estuvo tan ocupada todos los días, de la mañana a la noche, que dispuso de poco tiempo para preocuparse de algo más que del trabajo. Veía que su vientre había engordado; sus pequeños pezones rosados se habían vuelto oscuros y eran sensibles como una herida todas las mañanas cuando tenía que levantarse con frío, pero se le pasaba tan pronto se había calentado trabajando y no pensaba más que en la tarea que tenía que haber terminado al llegar la noche. Cuando tenía que enderezar la espalda de vez en cuando y descansar un poco, sentía que lo que llevaba en las entrañas empezaba a pesar, pero quien la viera la encontraría igual de delgada y esbelta. Se pasaba las manos sobre sus caderas alargadas y finas; no, por el momento no tenía por qué inquietarse. A veces incluso llegaba a pensar, y no sin un deseo un poco enervante, que dentro de un mes aproximadamente sentiría la vida en su cuerpo. En esa época ya estaría en Husaby. Puede que Erlend fuera feliz. Cerraba los ojos y mordía su anillo de prometida y recordaba, como si se le apareciera, el rostro de Erlend, pálido de emoción, de pie en el primer piso pronunciando las palabras de esponsales en voz alta y firme:

—¡Pongo a Dios por testigo y también a los hombres que están aquí de que yo, Erlend Nikulaussoen, me prometo a Cristina Lavransdatter según la ley de Dios y de los hombres, en las condiciones convenidas ante los testigos presentes! ¡Qué te tendré por esposa y tú a mí por marido mientras duren nuestras vidas, viviendo juntos según la ley conyugal y según la ley de Dios y del país aceptadas y reconocidas por todas las comunidades!

Por cosas del trabajo tenía que cruzar el patio, corriendo de un edificio a otro y se detuvo un instante. El serbal tenía muchos frutos aquel año; sería un invierno de nieve. Y el sol brillaba sobre los pálidos barbechos, donde el grano estaba colgado de estacas. ¡Con tal de que aquel tiempo se mantuviera así para la boda!

Lavrans persistió en querer casar a su hija en la iglesia. Así, que se decidió hacerlo en la capilla de Sundbu. El sábado, la comitiva cruzaría la montaña, a caballo, hasta Vaage. Pasarían la noche en Sundbu y en las granjas de los alrededores y regresarían el domingo después de la misa de velaciones. Aquella misma noche, después de vísperas, cuando la ceremonia religiosa hubiera terminado, se celebraría la boda y Lavrans entregaría su hija a Erlend. Y, después de medianoche, acompañarían al novio y a la novia a su cámara nupcial.

El viernes por la tarde, Cristina, desde la galería del primer piso, miraba el grupo de jinetes que venía del norte y pasaba por la colina delante de la iglesia incendiada. Eran Erlend y sus acompañantes de honor. Fijaba la mirada para distinguirlo de los demás. Uno y otra no debían verse; ningún hombre debía verla antes de que fuera presentada al día siguiente con su traje de bodas.

Allí donde el camino se bifurca hacia Joerungaard, algunas mujeres se separaron del grupo. Los hombres continuaron hacia Laugarbru; era el lugar donde debían pasar la noche.

Cristina bajó para dar la bienvenida a las recién llegadas. Se sentía muy cansada después del baño, tenía el cuero cabelludo dolorido… su madre le había friccionado el cabello con un agua alcalina muy fuerte para que al día siguiente tuviera un precioso brillo.

Dama Aashild Gautesdatter se dejó caer de la silla en brazos de Lavrans.

«¡Qué ligera y qué joven parece aún!», se dijo Cristina.

La esposa de Micer Munan, Catalina, parecía casi vieja; era alta y corpulenta, descolorida de tez y de ojos.

«Es raro —pensaba Cristina—, es fea y él es infiel y, no obstante, la gente dice que viven bien».

Luego venían las dos hijas de Micer Baard Peterssoen, una casada y la otra no. No eran ni feas ni guapas, parecían sinceras y buenas, pero se mostraban un poco distantes con los desconocidos. Lavrans les agradeció el haber querido hacerle el honor de asistir a la boda y de haber emprendido aquel largo viaje tan entrado el otoño.

—Cuando Erlend era un adolescente, fue educado por nuestro padre —dijo la mayor acercándose para saludar a Cristina.

Dos muchachos llegaron ahora a galope hasta el patio. Echaron pie a tierra y persiguieron riendo a Cristina que entró a esconderse en la casa. Eran los hijos menores de Trond Gjesling, muchachos guapos y llenos de promesas. Traían en un cofrecillo, desde Sundbu, la corona de la novia. Trond y su mujer no se reunirían con ellos en Joerungaard hasta el domingo, después de la misa.

Cristina había ido a refugiarse a la sala del hogar; Dama Aashild la siguió, apoyó sus manos sobre los hombros de la joven y acercó su rostro para besarla.

—Soy feliz viendo este día —dijo Dama Aashild. Observó que las manos de Cristina se habían vuelto frágiles. Vio que la novia había adelgazado, pero que tenía el pecho más alto. Todos sus rasgos se habían afinado, las sienes parecían un poco hundidas a la sombra de los cabellos pesados y húmedos. Las mejillas habían perdido su redondez y los colores se habían marchitado. Pero los ojos de Cristina se habían agrandado y oscurecido.

Dama Aashild volvió a besarla.

—Veo que tienes mucho trabajo, Cristina. Esta noche te traeré una bebida que te dará descanso y frescura para mañana.

Un estremecimiento pasó por los labios de Cristina.

—¡Chist! —dijo Dama Aashild acariciándole la mano—. Me alegro de estar aquí mañana para vestirte. Jamás nadie habrá visto una novia más bella que tú.

Lavrans se fue a caballo a Laugarbru para comer con los huéspedes que se alojaban allí.

Los hombres no encontraban palabras para elogiar la comida; semejantes manjares no podían ser mejores ni en el mejor convento. Había gachas de harina de centeno, judías verdes al natural, pan blanco y, como pescado, nada menos que truchas frescas y saladas y grandes lonjas de rodaballo seco.

A medida que los hombres iban bebiendo cerveza iban alegrándose más y bromeaban más crudamente con el novio. Todos los caballeros de honor de Erlend eran más jóvenes que él, porque los hombres de su edad estaban todos casados desde hacía tiempo. Se burlaron de él porque a sus años tuviera que pasar aún la primera noche de bodas. Uno de los parientes de Erlend, de más edad y que se mantenía sobrio, temía a cada palabra que se pronunciaba que la conversación derivara hacia temas que era mejor no tocar. Micer Baard de Hestnaes vigilaba con la mirada a Lavrans. Este bebía mucho, pero no parecía que la cerveza le alegrara, en el extremo apartado de la mesa en que se encontraba. Su rostro se contraía a medida que sus ojos se adormilaban. Pero Erlend, sentado a la derecha de su suegro, contestaba con malicia a las bromas y se reía mucho. Tenía el rostro colorado y los ojos brillantes.

De pronto, Lavrans dijo violentamente:

—Ahora que recuerdo, yerno, ¿dónde está el carro que me pediste prestado este verano?

—¿El carro? —repitió Erlend.

—¿No recuerdas que te llevaste un carro el verano pasado? Dios sabe que era un carro tan bueno que dudo volver a ver otro como aquel o mejor, porque yo mismo vigilé el trabajo cuando lo forjaron en mi granja. Me prometiste y juraste, Dios es testigo y mis hombres lo saben, prometiste devolvérmelo, pero es una palabra que no has cumplido…

Uno de los invitados gritó que aquel no era tema de conversación, pero Lavrans golpeó la mesa con el puño y juró que quería saber qué había hecho Erlend con su carro.

—Yo qué sé, debe de estar en la granja cerca del cabo donde atracó el barco que vino a buscarnos para conducirnos a Veoey —contestó Erlend tranquilamente—. No creía que corriera tanta prisa. La verdad, sabéis, suegro, es que el trayecto con la carga se hizo largo y difícil pasados los valles, así que cuando llegamos al fiordo ninguno de mis hombres tuvo ganas de emprender el camino de regreso hasta aquí con el carro para volver a ir hacia el Norte, a Trondhjem, por la montaña. Entonces pensé que podía, hasta nueva orden…

—¡Que el diablo se me lleve de aquí si había oído nunca a un hombre hablar así! —gritó Lavrans—. ¿Qué clase de costumbres tienes en tu casa? ¿Eres tú o tus criados los que deciden lo que quieren o no quieren hacer?

Erlend se encogió de hombros:

—Es cierto que muchas cosas no están como debieran en mi casa. Ese carro os lo mandaré al sur cuando Cristina y yo nos vayamos. Mi querido suegro —dijo sonriendo y tendiéndole la mano—, sabed que las costumbres de mi casa van a cambiar radicalmente, lo mismo que yo, ahora que voy a tener a Cristina de ama de casa. He obrado mal en esto del carro, pero os prometo que será la última vez que os daré motivo para quejaros de mí.

—Querido Lavrans —suplicó Baard Peterssoen—, haced las paces con él por esta tontería.

—Tontería o cosa grave… —empezó a decir Lavrans, pero en seguida aceptó estrechar la mano de Erlend.

Poco después se despidió y los huéspedes de Laugarbru buscaron sus sitios para dormir.

El sábado antes del gran día, mujeres y muchachas trabajaron en el granero viejo. Algunas prepararon la cama nupcial, mientras otras terminaban el tocado de la novia.

Ragnfrid había elegido aquel edificio para albergar a los recién casados porque era el más pequeño: gran número de invitados podían ser alojados así en el nuevo piso del edificio donde se guardaban las provisiones. Ella y su marido lo habían elegido como dormitorio de verano cuando Cristina era pequeña, antes de que Lavrans edificara la casa grande donde vivían ahora, verano e invierno. Además el viejo granero era tal vez la más bonita de las casas de la granja, desde que Lavrans la había restaurado, ya que cuando llegaron a Joerungaard estaba a punto de caer en ruinas. Estaba adornada con preciosas tallas de madera, lo mismo dentro que fuera, y aunque el interior no era grande resultaba más fácil de alegrar con tapices y pieles.

La cama nupcial estaba preparada con almohadones de seda abullonada, y preciosos tapices colgaban alrededor como una tienda; sobre las pieles y mantas de lana estaba tendida una cubierta de seda bordada. Ragnfrid y algunas de las mujeres colgaban tapices sobre las paredes y disponían almohadones encima de los bancos.

Cristina se sentaba en un sillón que se había subido. Vestía su traje de bodas de seda escarlata. Grandes broches de filigrana sujetaban el traje por debajo del pecho y cerraban, en el nacimiento del cuello, la camisa de seda amarilla. Brazaletes de oro brillaban sobre las mangas. Un cinturón de plata dorada rodeaba tres veces su cintura; de su cuello y sobre el pecho colgaban cadenas y más cadenas; la más larga era la antigua cadena dorada de su padre, con la gran cruz de las reliquias. Sus manos, abandonadas sobre el regazo, estaban cargadas de sortijas.

Dama Aashild, detrás del sillón, cepillaba la tupida cabellera de oro oscuro.

—Mañana la soltarás por última vez —le dijo sonriendo y enrollando las cintas de seda roja y verde que debían sostener la corona de Cristina sobre su cabeza. Luego todas las mujeres se afanaron junto a Cristina.

Ragnfrid y Gyrid de Skog tomaron de la mesa la gran corona nupcial de los Gjesling. Era toda de oro; las puntas terminaban alternativamente en cruz o en hoja de trébol, y el anillo estaba incrustado de cristal de roca.

Colocaron la corona sobre la cabeza de la prometida. Ragnfrid estaba pálida y las manos le temblaban.

Cristina se puso lentamente en pie. ¡Jesús!, ¡cuánto pesaba todo aquel oro y plata! Entonces Dama Aashild la tomó de la mano y la acercó a una gran cuba de agua, mientras que las damas de honor abrían la puerta para que el sol, entrando, iluminara la estancia.

—Mírate, Cristina —dijo Aashild. Y Cristina se inclinó sobre el agua. Vio su rostro que emergía, blanco, del fondo del agua, y que se le acercó tanto que incluso pudo distinguir la corona de oro. Alrededor de su cara, en el espejo, se movían sombras oscuras y claras… algunas casi podía recordarlas; luego le pareció que iba a desmayarse y se agarró al borde de la cuba. Pero entonces Dama Aashild apoyó su mano sobre las suyas y le clavó las uñas en la carne con tal fuerza que la hizo recobrarse.

Cerca del puente se oyeron sonar las trompas. De la casa gritaron que se acercaba el novio con su cortejo. Las mujeres condujeron entonces a Cristina a la galería.

En el patio había gran movimiento y piafar de caballos con gualdrapas de fiesta y hombres en traje de gala. Todo brillaba y relucía al sol. Cristina miró hacia el valle. Clara y tranquila, su aldea natal se bañaba en una bruma leve y azulada que las montañas dominaban, grises de piedras y negras de bosques, y desde el cielo sin nubes, el sol vertía su luz sobre el fondo del valle.

Aún no se había dado cuenta, pero los árboles ya habían perdido sus hojas, y los boscajes eran de un gris plateado y desnudo. Sólo los grupos de alisos, a lo largo del río, conservaban en la cima un penacho de un verde descolorido, y aquí y allá alguna hoja de un blanco amarillento se había mantenido en la rama de un abedul. Pero casi todos los árboles estaban desnudos, excepto el serbal cuyas hojas color castaño amparaban aún los frutos sangrientos. Un aroma de otoño se elevaba de la alfombra gris ceniza que las hojas caídas habían tendido por todas partes y perfumaba aquel día tranquilo y tibio.

Sin los serbales, se diría que se hallaban en el principio de la primavera. También la calma era primaveral, pero excesiva y más propia del otoño. Cada vez que dejaban de oírse las trompas sólo llegaba hasta allí, desde la aldea, el tintineo de campanillas y cencerros de los cobertizos o prados donde los animales comían y andaban.

El río tenía poco caudal; murmuraba dulcemente. Sólo hilillos de agua corrían entre montones de arena y enormes superficies de piedras blancas pulidas. Ningún arroyo bajaba saltando por la ladera, tan seco había sido el otoño. No obstante, las tierras tenían todas un aspecto húmedo, pero sólo era la humedad que suda la tierra en otoño, por calurosos y claros y soleados que fueran los días.

En el patio, la gente se apartó para dejar paso al cortejo del novio. Los caballeros de honor que iban con él venían a caballo; entre las mujeres de la galería se produjo cierta algarabía.

Dama Aashild seguía al lado de la novia:

—Pórtate bien ahora, Cristina —le advirtió—. Ya te falta poco para que te cubra el velo de esposa.

Cristina hizo un gesto de desesperación. Se daba cuenta de la extrema palidez de su rostro.

—Soy una novia demasiado pálida —replicó en voz baja.

—Eres la novia más bonita —contestó Aashild—. Y ya está aquí Erlend a caballo. Es inútil buscar a dos novios más hermosos que vosotros.

Erlend avanzó solo, a caballo, bajo la galería. Echó pie a tierra, ligero pese a las ropas pesadas que vestía. Cristina le encontró tan hermoso que le hizo físicamente daño en todo el cuerpo.

Vestía una túnica de seda oscura, abierta, que le llegaba hasta los pies; el color era un tono castaño apagado, entretejido de negro y blanco. Alrededor de la cintura llevaba un cinto con motivos de oro, y sobre la cadera izquierda una espada con oro en la empuñadura y la vaina. Sobre su espalda caía un pesado manto de terciopelo azul oscuro y encasquetado sobre su cabello negro un bonete francés de seda negra que en los lados tenía frunces como alas que terminaban en dos largas caídas; una de estas estaba echada a través de su pecho, a partir del hombro izquierdo, cayéndole luego por atrás.

Erlend hizo una reverencia a su novia, se acercó al caballo de esta y esperó con la mano en el montante de la silla, mientras Lavrans subía la escalera. Cristina estaba deslumbrada, al borde del vértigo, por toda esta pompa. Su padre le parecía raro con su traje de ceremonia de terciopelo verde, abierto por el lado y arrastrando por el suelo. Pero su madre tenía una palidez enfermiza bajo su cofia, con su traje de seda roja. Ragnfrid cubrió a su hija con el manto.

Luego Lavrans tomó la mano de la prometida y la acompañó junto a Erlend. Este la levantó hasta la silla de su caballo y montó a su vez. Permanecieron de lado ante la casa de los novios mientras el cortejo a caballo empezaba a franquear los límites de la propiedad. Los sacerdotes iban en cabeza: Sira Erik, Sira Tormod de Ulfsvold y un hermano cruzado de Hamar que era amigo del padre. Luego seguían los caballeros y doncellas de honor, una pareja tras otra. Inmediatamente después de estos iban Erlend y Cristina. Detrás del padre y la madre de la novia, los parientes, amigos e invitados bajaron en larga procesión, entre las vallas, hasta el camino de la aldea. Sobre un largo trecho de camino habían tapizado el suelo de frutos de serbal, ramas de abeto y las últimas flores de manzanilla blancas del otoño. A lo largo del camino que el cortejo tenía que recorrer, la gente les saludaba con aclamaciones.

El domingo, después de la puesta del sol, el cortejo de jinetes regresó a Joerungaard. A través de las primeras sombras del crepúsculo brillaban las hogueras en el patio de la casa nupcial. Juglares y trovadores cantaban y tocaban el violín, y redoblaban los tambores mientras el cortejo subía hacia el cálido resplandor rojo.

Cristina estuvo a punto de caerse cuando Erlend la bajó del caballo delante de la galería de la vieja casa.

—¡He tenido tanto frío en la montaña! —murmuró—. ¡Y estoy tan cansada!

Descansó un poco, pero al subir la escalera, lo hizo tambaleándose en cada escalón.

Arriba, en la sala, los invitados a la boda, helados, no tardaron en calentar sus cuerpos. Empezaban a sentir los efectos del calor de todas las luces encendidas en la estancia. Se sirvieron las viandas calientes, despidieron humo, y el vino, el hidromiel y una cerveza fuerte empezaron a circular. El tumulto de voces y el ruido de la gente que comía hacía zumbar los oídos de Cristina.

No podía llegar a calentarse de verdad. Al cabo de un instante el fuego empezó a subirle a las mejillas, pero sus pies continuaban igualmente helados y estremecimientos de frío le sacudían la espalda. El peso de todo aquel oro la inclinaba hacia delante, en el extremo donde presidía la mesa al lado de Erlend.

Todas las veces que su marido bebía a su salud, observaba las manchas rojas de las quemaduras destacándose claramente de su rostro ahora que empezaba a calentarse después del viaje a caballo bajo el aire glacial. Eran las cicatrices de las quemaduras del verano pasado.

La víspera, estando sentada en la mesa en Sundbu, un espantoso terror se había apoderado de ella. Allí se había encontrado con la mirada opaca de Bjoern Gunnarssoen fija en ella y Erlend; unos ojos que no parpadeaban, que no se apartaban. Habían puesto a Micer Bjoern un traje de caballero, pero tenía todo el aspecto de un muerto resucitado por artes de magia.

Por la noche había dormido con Aashild, que era la pariente más cercana del marido.

—¿Qué tienes, Cristina? —preguntó Dama Aashild con cierta impaciencia—. Ahora debes resistir hasta el final y no abandonarte de este modo.

—Pienso —contestó Cristina temblando— en todos aquellos que hemos perjudicado para poder llegar a un día como este.

—Tampoco vosotros habéis tenido únicamente horas felices. Me refiero a Erlend, y creo que respecto a ti ha sido mucho peor.

—Pienso en sus hijos indefensos —prosiguió Cristina en el mismo tono—. Me pregunto si saben que su padre se casa hoy.

—¡Piensa, pues, en tu propio hijo! Siéntete feliz por celebrar tu boda con el que es su padre.

Cristina sintió un momento de felicidad. Era maravilloso oírle mencionar a aquel que iba llenando su alma día a día, desde hacía tres meses y más, sin que hubiera podido hablar de él con nadie. Pero aquello le sirvió de alivio momentáneo.

—Pienso en aquella que pagó con la vida su amor por Erlend —murmuró estremeciéndose.

—Quizá tú también tengas que pagarlo con la vida antes de que pase medio año —declaró brutalmente Dama Aashild—. Alégrate mientras puedas… ¿Qué decirte, Cristina? —prosiguió la anciana—. ¿Es que has perdido todo el valor? No tardará en llegar la hora en que se os pedirán cuentas por todo lo que os habéis permitido. No te forjes otros temores.

Pero Cristina sentía la evolución que se producía lentamente en su alma; todo lo que había reconstruido desde aquel célebre día de terror en Haugen estaba minado. En los primeros tiempos, cuando con tenacidad y a ciegas había pensado que tenía que hacer frente a todo, se había hecho fuerte un día tras otro. Y había resistido hasta que todo se simplificó, siendo tan fácil al final que había podido desterrar cualquier otro pensamiento que no fuera este: que ahora, por fin, iba a tener lugar su matrimonio, es decir, la boda con Erlend.

Erlend y ella estaban arrodillados, juntos, en la misa de velaciones. Pero todo esto era como el efecto de un sortilegio: las luces, los cuadros, los cálices deslumbrantes, los sacerdotes con sus albas de lino y sus casullas. Toda la gente que la había conocido, donde ella había vivido hasta entonces, parecían seres de ensueño que llenaban la iglesia con sus extrañas ropas de fiesta. Pero Micer Bjoern estaba de pie, apoyado en una columna, y les miraba con sus ojos muertos. Y le parecía a Cristina que la otra, la muerta, había vuelto con él, de su brazo.

Se esforzó por alzar la mirada hacia la imagen de San Olav. Allí estaba, de rojo y blanco, apoyado en su hacha, y bajo sus pies su propia humanidad culpable… Pero el que la atraía era Micer Bjoern, y a su lado veía el rostro muerto de Eline Ormsdatter que les miraba con indiferencia. La había pisoteado para llegar a donde estaban… y este éxito la muerta no se lo envidiaba.

Se había levantado de nuevo, apartando todas las piedras que Cristina había amontonado trabajosamente sobre la muerta. La juventud disipada de Erlend, su honor y su bienestar, el afecto de sus amigos, la salvación de su alma… La muerta lo había apartado todo: «Me quería y yo le quería. Tú le quisiste y él te quiso —decía Eline—. Yo he pagado y él tendrá que pagar y tú también tendrás que pagar cuando te llegue la hora. Cuando se ha consumado el pecado, nace la muerte…».

Cristina creía estar arrodillada con Erlend sobre una losa fría. Él estaba de rodillas, con su rostro pálido en el que destacaban las manchas oscuras de las quemaduras; ella estaba arrodillada bajo la pesada corona nupcial y sentía en sus entrañas el peso agotador…, el peso del pecado que llevaba en ella. Había jugueteado y tomado a broma su pecado, lo había juzgado a la medida de un juego infantil. ¡Virgen Santa!, se acercaba el tiempo en que, llegado a término el embarazo, otro ser la miraría con ojos vivos, en que le recordaría la marca del pecado, la odiosa impotencia del pecado, en que golpearía con manos furiosas el pecho de su madre. Cuando su hijo hubiera venido al mundo, cuando ella hubiera descubierto en él el estigma de su pecado y le amara como había amado su pecado, entonces, sólo entonces, se habría jugado la última partida.

Cristina temía que se le escapara un grito que, dominando el cántico y las voces profundas de los hombres que cantaban la misa, haría que su desesperación se extendiera entre la multitud. ¿Desaparecería así el espectro de Eline? ¿Se animarían los ojos del hombre muerto? Le castañeteaban los dientes.

—¡San Olav, rey! A ti imploro. A ti recurro entre todos los santos del cielo porque sé que has amado la justicia de Dios por encima de todas las cosas. Te suplico que guardes al inocente que está en mis entrañas de madre. Aparta del inocente la cólera divina dirigida contra mí. Amén, en el nombre del Gran Rey…

«Mis hijos —decía Eline— son inocentes y no hay lugar para ellos en la tierra donde viven los cristianos. Tu hijo ha sido concebido tan ilegalmente como los míos. No puedes pedir justicia para él en el país de donde has salido, como tampoco yo puedo pedirla para los míos…».

—San Olav, imploro tu misericordia. Suplica el perdón para mi hijo, tómalo bajo tu protección de modo que yo pueda llevarlo por mi propio pie a tu iglesia; si me ayudas, llevaré a tus pies mi aderezo de oro y lo depositaré en tu altar… Amén.

Sus rasgos eran duros como la piedra, por el esfuerzo que hacía para mantenerse tranquila, pero temblaba y se estremecía violentamente cuando el sacerdote la unió a Erlend.

Y ahora estaba a su lado, en su casa, en la vieja casona, y tenía la impresión de que todo, a su alrededor, no era sino un espejismo producto de la fiebre.

Había trovadores que tocaban el arpa y el violín en el granero; tañían y cantaban en la gran sala de abajo y en el patio. Cuando alguien entraba o salía, por la puerta se veía el resplandor de una gran hoguera en el exterior.

Todos estaban de pie al lado de la mesa; ella se encontraba entre su padre y Erlend. El padre declaraba en voz alta que acababa de entregarla por esposa a Erlend Nikulaussoen, y Erlend daba las gracias a su suegro y también daba las gracias a todos los que se habían reunido para honrarles a él y a su esposa.

Luego le dijeron que tenía que sentarse y entonces Erlend le puso sobre las rodillas sus regalos de boda. Sira Erik y Micer Munan desplegaron papeles y leyeron los contratos. Entre tanto, los acompañantes de Erlend estaban alineados con la lanza en la mano golpeando el suelo con sus bastones, a intervalos, durante la lectura y cuando los regalos y bolsas de dinero fueron puestos sobre la mesa.

Las mesas provisionales que habían traído fueron retiradas, Erlend la condujo por la sala y se bailó. Cristina iba pensando:

«Nuestros caballeros y doncellas de honor son demasiado jóvenes para nosotros; todos aquellos que fueron jóvenes al mismo tiempo que nosotros han desaparecido de estos parajes; ¿cómo puede ser que hayamos vuelto aquí?».

—¡Qué rara estás, Cristina! —murmuró Erlend mientras bailaban—. Me das miedo, Cristina…; ¿es que no eres feliz?

Fueron de pabellón en pabellón a saludar a sus invitados. En todas las salas brillaban muchas luces; la gente bebía, cantaba y bailaba. Cristina tenía la sensación de no estar en su casa y había perdido la noción del tiempo. Las horas y las imágenes flotaban a su alrededor en extraña confusión.

La noche de otoño era tibia. También había trovadores en el patio y gente que bailaba rodeando una hoguera. Gritaron que el novio y la novia tenían que hacerles honor y bailaron ella y Erlend en el patio frío y húmedo de rocío. Aquello pareció despejarla un poco y sus ideas se hicieron más claras.

A lo lejos, en la oscuridad, flotaba un jirón de niebla sobre el río rumoroso. La montaña se erguía, negra como el carbón, hacia un cielo acribillado de estrellas.

Erlend la llevó lejos y, bajo un alero, la estrechó contra su pecho, amparado en la oscuridad.

—Aún no he tenido un momento para decírtelo: ¡eres preciosa, tan preciosa y tan buena! Tus mejillas son rojas como la llama —y apoyando su mejilla en la de ella, preguntó—: ¿Qué tienes, Cristina?

—¡Estoy tan cansada, tan cansada! —murmuró.

—Pronto nos acostaremos —contestó Erlend levantando los ojos al cielo. La Vía Láctea había variado y se dirigía ahora exactamente de norte a sur—. ¿Te acuerdas de que no hemos dormido el uno junto al otro desde la única noche que subí a tu cuarto de Skog?

Un momento después, Sira Erik gritó a través del patio que ya estaban a lunes. Las mujeres se acercaron para acostar a la novia. Cristina estaba tan cansada que no se sintió con valor para resistirse, como hubiera debido hacer por respeto a las conveniencias. Se dejó llevar y acompañar a la sala por Dama Aashild y Gyrid de Skog. Los caballeros de honor estaban al pie de la escalera con antorchas y la espada desnuda. Rodearon al grupo de mujeres y acompañaron a Cristina a través del patio hasta la vieja casa.

Prenda tras prenda las mujeres fueron despojando a Cristina de sus ropas de novia, que se llevaron. Cristina vio que al pie de la cama estaba dispuesto el traje de terciopelo azul violeta que debía vestir al día siguiente y que por encima había una larga tira de lino de un blanco de nieve finamente plisada. Era el velo de esposa que Erlend había traído para ella; por la mañana recogería su cabello en un moño y sujetaría el velo encima. Tenía un aspecto fresco, suave y sedante.

Por fin se encontró ante la cama nupcial, descalza, con los brazos desnudos, vestida sólo con la camisa de seda dorada abierta por un lado. Habían vuelto a poner la corona sobre su cabeza: el novio debía quitársela cuando estuvieran solos.

Ragnfrid apoyó las manos en los hombros de su hija y la besó en las mejillas. El rostro y las manos de su madre estaban helados y parecía que estuviera tragando las lágrimas que pugnaban por salir. Luego abrió la cama e invitó a la novia a acostarse. Cristina obedeció y se apoyó en los almohadones de seda amontonados en la cabecera; sólo tuvo que inclinar un poco la cabeza para que la corona se mantuviera. Dama Aashild la cubrió hasta la cintura, colocó las manos de Cristina sobre el embozo de seda y cogiendo la cabellera de la novia a manos llenas la extendió sobre su pecho y los hombros.

Los hombres acompañaron al novio hasta el dormitorio. Munan Baardsoen soltó el cinturón de oro con la espada. Al colocarla sobre la cama murmuró algo a la novia. Cristina no comprendió lo que le decía, pero le sonrió lo mejor que supo.

Los acompañantes de Erlend desabrocharon su túnica de seda y le quitaron el pesado manto de seda por encima de la cabeza. Entonces se sentó en el sillón y le quitaron las espuelas y las botas.

Una sola vez la novia se atrevió a levantar la vista hacia él y a mirarle a los ojos.

Después empezaron los deseos de una buena noche. El cuarto se vació de invitados. El último en salir fue Lavrans Bjoergulfssoen, que cerró la puerta de la casa nupcial.

Erlend se levantó, se quitó la ropa interior y la echó sobre un banco. Se acercó a la cama, quitó la corona y las cintas de seda que la sujetaban a la cabellera de Cristina, y fue a dejarla sobre la mesa. Luego volvió y subió a la cama. Arrodillándose al lado de ella le tomó la cabeza entre las manos y la estrechó contra su pecho desnudo y ardiente, mientras le besaba la frente, sobre todo la marca roja que la pesada corona le había dejado.

Ella echó los brazos al cuello de Erlend y sollozó en voz alta…; sentía como una impresión dulce y a la vez tremenda que ahora lo alejaba todo, su terror, sus visiones de espectros…; ahora, ahora mismo, sólo estaban él y ella. Levantó Erlend el rostro de Cristina, hundió sus ojos en los de su mujer, y pasó la mano sobre su rostro y su cuerpo con un gesto terriblemente rápido y brusco, como si desgarrara un velo:

—Olvida —murmuró con fervor—, olvídalo todo, Cristina mía, excepto esto: que eres mi esposa y que yo soy tu marido…

De un manotazo apagó la última luz y se echó a su lado sollozando también.

—No creí jamás, jamás, a lo largo de tantos años, que pudiéramos vivir este día…

Fuera, en el patio, los ruidos fueron acabando paulatinamente. Cansados por el camino recorrido a caballo el día anterior y atontados por la bebida, los invitados se movieron aún de un lado para otro, por amor propio, pero cada vez en mayor número fueron eclipsándose y buscando sus sitios para dormir.

Ragnfrid acompañó a sus camas a aquellos que había que honrar mejor y les deseó una buena noche. Su marido hubiera debido ayudarla, pero no le vio por ninguna parte.

En el patio, a oscuras, sólo quedaban pequeños grupos de jóvenes, sobre todo servidumbre, cuando por fin pudo salir en busca de su marido y hacer que entrara con ella para acostarse. Lavrans había bebido mucho aquella noche, ya se había dado cuenta.

Por fin tropezó con él al salir a buscarle fuera de la cerca. Estaba tendido boca abajo en la hierba, detrás de la casa de baños.

Poco a poco, en las tinieblas, lo palpó. Sí, era él. Creía que dormía; lo cogió por los hombros e intentó levantarle de la tierra fría como el hielo. Pero no dormía; en todo caso, no del todo.

—¿Qué quieres? —preguntó con voz pastosa.

—No puedes dormir aquí —dijo su mujer. Lo sostuvo porque se tambaleaba. Con la mano sacudió su túnica de terciopelo—. Ya es hora de que nos acostemos también nosotros, marido mío.

Le sostuvo por debajo del brazo y lo llevó hasta la casa, sin dejar de dar traspiés; pasaron por detrás de los edificios del cercado.

—Tú no levantaste la vista, Ragnfrid, cuando estabas bajo tu corona en la cama nupcial —dijo con la misma voz—. Nuestra hija ha sido menos tímida; sus ojos no estaban intimidados cuando miraba a su marido.

—Ella lo ha esperado durante siete semestres —contestó la madre con dulzura—. Al fin podía mirarlo…

—¡Que el diablo me lleve si han esperado tanto! —gritó el padre, y su mujer, asustada, le hizo callar.

Estaban ahora en el estrecho pasaje entre los retretes y una valla. Lavrans golpeó con el puño cerrado una de las vigas inferiores de los retretes.

—Aquí te he puesto para tu vergüenza, viga. Te he puesto aquí para que la basura te coma. Te he puesto aquí para castigarte por haber aplastado a mi hijita bajo tu peso. Hubiera debido ponerte sobre la puerta de mi cuarto y honrarte y darte las gracias y llenarte de adornos porque le has evitado vergüenza y dolor y porque has sido la causa de que mi Ulvhild fuera una niña inocente cuando murió.

Dio la vuelta, se tambaleó hacia la valla y cayó contra ella; luego, con la cabeza hundida entre los brazos, derramó lágrimas frenéticas entrecortadas de profundos gemidos:

Su mujer le cogió por los hombros:

—¡Lavrans, Lavrans! —pero no podía sostenerle—. ¡Lavrans!

—¡Ah! ¡Jamás, jamás, jamás debí habérsela dado a este hombre! ¡Que Dios me perdone! ¡Claro que lo he sabido todo el tiempo, que había destrozado su juventud y su honor! Pero yo no quería creerlo, no, no habría podido creerlo de Cristina; pero lo sabía. Es demasiado buena para este cobarde que se ha destruido a sí mismo y a ella también. Aunque la hubiera seducido diez veces, no debí dársela para que continúe arruinando su vida y su felicidad.

—¿Qué otra cosa podías hacer? —murmuró la madre—. Tú también comprendes que ya era suya.

—Sí, no tenía necesidad de tanto bombo para dar a Erlend lo que ya había cogido él. ¡Mi pobre Cristina, vaya marido que ha recibido!

Sacudió la valla y volvió a echarse a llorar. Ragnfrid le creyó un poco más sereno, pero la borrachera volvió a dominarle.

Mareado y desmoralizado como estaba su marido, Ragnfrid no creía poder hacerlo subir a la sala del hogar donde debían dormir y que estaba llena de invitados. Ragnfrid miró a su alrededor.

A pocos pasos había un pequeño establo donde guardaban heno bueno para los caballos de la cosecha de primavera. Entonces cogió a su marido, le acompañó hasta allí y cerró la puerta tras ellos.

Ragnfrid cogió heno, que amontonó debajo de ellos, y se cubrieron con los abrigos. Lavrans lloraba de vez en cuando y decía algunas palabras, pero tan confusas que era imposible encontrarles significado. Poco después Ragnfrid atrajo la cabeza de Lavrans y la apoyó sobre su pecho.

—Mi querido esposo, puesto que se aman tanto, puede que todo vaya mejor de lo que creemos.

Lavrans contestó a borbotones; pero ahora parecía tener la cabeza más despejada:

—¿No comprendes que ahora tiene autoridad absoluta sobre ella, él que jamás ha sabido gobernarse? ¿Y no ves que a ella le será difícil hallar el valor suficiente para oponerse a nada de lo que quiera su marido…? Y si tuviera que hacerlo un día, sufriría amargamente mi pobrecilla pequeña.

»Pero lo que no llego a comprender es por qué Dios me manda tan duras pruebas y tantos pesares. He intentado cumplir con fidelidad su santa voluntad. ¿Por qué se nos llevó a nuestros hijos, Ragnfrid, uno tras otro, primero los niños y luego a Ulvhild? Y ahora a la que más amaba la he entregado, sin honor, a un hombre sin fe ni juicio. Ya sólo nos queda la pequeña y no me parece prudente sentirme alegre hasta saber qué va a ser de ella.

Ragnfrid temblaba como una hoja. Entonces su marido la cogió por los hombros y le suplicó:

—Acuéstate y durmamos.

Y permaneció un rato con la cabeza apoyada en el brazo de su mujer. Suspiraba de vez en cuando, pero terminó por quedarse dormido.

Era aún de noche en el henil cuando Ragnfrid se desperezó. Se preguntó si se habría dormido. Tanteó: Lavrans estaba sentado con las manos cruzadas sobre las rodillas.

—¿Ya estás despierto? —preguntó Ragnfrid—. ¿Tienes frío, acaso?

—No —contestó con voz ronca—. Pero no puedo volverme a dormir.

—¿Piensas en Cristina? —preguntó la madre—. Puede que les vaya mejor de lo que creemos, Lavrans.

—Sí, estoy pensando en eso. Evidentemente, virgen o mujer, ha encontrado en la cama nupcial al hombre al que había dado su amor. Eso es algo que ni tú ni yo hicimos, mi pobre Ragnfrid.

Ragnfrid lanzó un profundo gemido y se dejó caer de lado sobre el heno. Lavrans alargó la mano y le tocó la espalda:

—Pero es que yo no pude —dijo vivamente, con voz dolida—. No, no podía ser… como tú deseabas… cuando éramos jóvenes. Yo no soy así.

Al cabo de un rato, Ragnfrid dijo llorando:

—No por ello hemos tenido mala vida juntos, Lavrans, durante todos estos años.

—Eso es lo que yo también he creído —murmuró sombrío.

Los pensamientos rodaban y se agolpaban en su mente. La única mirada que novio y novia cambiaron, con sus rostros jóvenes arrebolados por un fuego interior, le parecía una falta de pudor. Le había dolido que su hija fuera así. Pero no podía dejar de ver sus ojos… y tenazmente, ciegamente, luchaba por evitar que el velo que cubría su propio corazón se alzara y dejara ver algo que jamás había querido reconocer, porque de aquel pecado se había defendido incluso de su esposa cuando esta se lo pedía como quien pide una limosna.

No había podido; era a esto a lo que se aferraba con tanta energía. ¡En nombre del diablo! Se había casado muy joven, no le habían dejado elegir, ella tenía más años que él… y no la había deseado; no era con ella con quien había querido aprender a amar. Le sofocaba y se sentía avergonzado todavía cuando recordaba que ella había deseado que le diera un amor que él no había querido obtener de ella; que ella le hubiera ofrecido todo aquello que él jamás le había pedido.

Había sido un buen marido; era lo que él mismo creía. Le había mostrado toda la deferencia que podía, la había colocado a su lado en un plano de igualdad, había siempre requerido su consejo en todo, le había sido fiel y habían tenido seis hijos. Sólo que él había exigido siempre el derecho de vivir con ella sin que ella pudiera sorprender jamás en su corazón lo que él no quería descubrirle.

No había sentido amor por ninguna otra. ¿Ingunn, la esposa de Karl de Bru? Lavrans se sonrojó en la oscuridad del henil. Cuando bajaba al valle vivía siempre en su casa. Ni una sola vez había hablado en un cuarto aparte con la señora de la casa. Pero cuando la veía, cuando pensaba simplemente en ella, respiraba algo parecido al primer perfume de la tierra en primavera, tan pronto se ha ido la nieve. Ahora lo sabía: aquello podía haberle ocurrido a él… también hubiera podido enamorarse.

Pero le habían casado muy joven y se había vuelto salvaje. También había ocurrido que le gustaba estar al aire libre, en el bosque desierto, en las grandes soledades donde todos los que viven quieren rodearse de vastos espacios, inmensos espacios para poder huir… Estos vigilan con el alma en tensión todos los forasteros que intentan dominarlos…

Había una época del año en que los animales del bosque y de la montaña olvidaban su desconfianza. Mugían entonces yendo tras la hembra. Pero a él ya le habían dado la suya. Y ella le había ofrecido todo lo que él no le había pedido.

¿Pero los pequeños en el nido…? Habían sido la diminuta nota de fantasía en el desierto, el sentimiento más íntimo y dulce de su vida. Las cabecitas claras de sus hijas bajo su mano…

Se encontró casado casi sin habérsele consultado. Tenía muchos amigos aunque ninguno de verdad. La guerra había sido su alegría, pero ya no había más guerra; su equipo estaba colgado arriba en el desván y ya no servía. Se había transformado en un aldeano. Pero había tenido a sus hijas. Todo lo que había hecho en su vida era un motivo de afecto porque era un medio de proteger aquellos cuerpecitos tiernos y finos que había sostenido en sus manos. Recordaba a Cristina a los dos años, sentadita sobre su hombro, con los cabellos suaves y pálidos como el lino, acariciando su mejilla. Las manitas que se sujetaban a su cinturón mientras la frente de la niña, dura y redonda, golpeaba al padre entre los omoplatos cuando la llevaba sentada detrás de él en la grupa.

Ahora tenía los mismos ojos ardientes y además todo lo preciso… y estaba allí, en la penumbra, apoyada en los almohadones de seda de la cama. A la luz de las antorchas parecía toda dorada… corona de oro, camisa de seda dorada, cabellera dorada sobre sus brazos desnudos y dorados. Pero sus ojos no eran tímidos.

El padre se sentía avergonzado.

No obstante, su corazón estaba lleno de ternura… por lo que no le cupo a él en suerte. Y por su esposa que estaba a su lado y a la que no había podido amar con amor.

Lleno de piedad, tomó en la oscuridad la mano de Ragnfrid:

—Sí, creí que nuestra vida en común había sido buena; he creído que sufrías por la pérdida de nuestros hijos. También creí que eras de naturaleza melancólica. Jamás se me ocurrió pensar que pude haber sido un mal marido para ti.

Ragnfrid pareció sacudida como por un espasmo:

—Siempre has sido un buen marido, Lavrans.

—¡Hum! —Lavrans apoyó la barbilla en sus rodillas—. Sin embargo, hubiera sido mejor para ti casarte como nuestra hija se ha casado hoy.

Ragnfrid se irguió. Lanzó un grito sofocado, pero intenso.

—¿Lo sabes? ¿Cómo lo has sabido? ¿Desde cuándo lo sabes?

—No sé qué quieres decir —murmuró Lavrans al cabo de un instante, con voz ahogada.

—Quiero decir que no era virgen cuando me hiciste tu esposa —contestó Ragnfrid con voz clara pero que vibraba de desesperación.

Luego, Lavrans dijo en el mismo tono:

—No lo he sabido hasta ahora.

Ragnfrid estaba echada en el heno sacudida por el llanto. Pasó un momento y levantó un poco la cabeza. Una lucecilla gris empezaba a filtrarse por el ventanuco de la pared. Pudo distinguir a su marido, sentado con los brazos cruzados sobre las rodillas, inmóvil como si fuera de piedra.

—Lavrans, ¡háblame! —gimió.

—¿Qué quieres que te diga? —preguntó impasible.

—¡Ah, no lo sé! Si pudieras maldecirme… pegarme…

—Ahora sería un poco tarde —dijo Lavrans, y en su voz se notaba como la sombra de una sonrisa irónica.

Ragnfrid volvió a echarse a llorar.

—Sí, no me di cuenta de que te engañaba. ¡Me pareció que yo había sido tan engañada y herida, que nadie había tenido piedad de mí! Y entonces te trajeron… creo que sólo te vi tres veces antes de que nos casaran… tú me dabas la sensación de ser un adolescente, blando y rosado, tan joven y tan niño…

—Y es lo que era —dijo Lavrans con voz muerta—. Y por eso hubiera creído que tú, que eras ya una mujer, no habrías tenido valor para… engañar a alguien tan joven que no podía comprender nada…

—Sí, lo pensé más tarde —dijo Ragnfrid llorando—. Cuando te conocí. Y no tardó en llegar el tiempo en que hubiera vendido veinte veces mi alma por haber sido inocente para ti.

Lavrans se callaba, no hacía el menor movimiento; su mujer prosiguió:

—¿No me haces preguntas?

—¿Para qué? Era el que… ¿Vimos pasar su entierro en Feginsbrekka, cuando llevamos a Ulvhild a Nidaros?

—Sí. Tuvimos que hacernos a un lado del camino… meternos en el prado. Vi pasar su ataúd ante mí… con sacerdotes y frailes y hombres de armas. Supe que había tenido una buena muerte… que se había reconciliado con Dios. Y allí donde nos detuvimos, con la camilla de Ulvhild entre los dos, recé para que mi pecado y mi arrepentimiento fueran puestos a sus pies el día del Juicio Final…

—En eso hiciste bien —dijo Lavrans con la misma ironía.

—No lo sabes todo —siguió Ragnfrid con voz fríamente desesperada—. ¿Te acuerdas de que vino a vernos a Skog en nuestro primer invierno de casados?

—Sí.

—Fue por aquella época cuando la muerte nos arrebató al pequeño Bjoergulv… No, nadie se había apiadado de mí. Estaba borracho cuando me ultrajó. Luego anduvo diciendo que jamás me había amado, que no me quería… y me rogó que olvidara aquello… Mi padre no sabía nada; no te engaño, no pienses lo contrario. Pero Trond… éramos entonces grandes amigos; fui a quejarme a él. Quiso obligar al otro a casarse conmigo con amenazas, pero no era más que un niño y tuvo miedo. Luego me aconsejó que me callara… y que te aceptara…

Calló un instante.

—Cuando vino a Skog, había transcurrido un año. Ya casi ni me acordaba. Pero vino; y me dijo que lo lamentaba; que hubiera querido tomarme entonces si no me hubiera casado ya; que me quería. Así lo dijo. Sólo Dios puede juzgar si decía la verdad. Después de que se fue no me atrevía a ir al fiordo; por culpa de mi pecado, y con el niño menos aún. Y luego había… ¡había empezado a quererte tanto! —lanzó un grito de dolor salvaje, Lavrans volvió la cabeza hacia ella—. Después de que nació Bjoergulv… me figuré que le amaría más que a mi vida. Cuando la muerte se lo llevó me dije: «Si muere, yo también moriré». Pero no pedí a Dios que conservara la vida del pequeño.

Lavrans dejó pasar un buen momento antes de preguntar con voz muerta, agotada:

—¿Era porque yo no era su padre?

—No sabía si lo eras —se esforzó por decir Ragnfrid.

Un silencio de muerte pesó mucho rato sobre ellos. Luego, Lavrans preguntó con vivacidad, súbitamente:

—¡Señor Jesús! Ragnfrid, ¿por qué me dices todo esto… ahora?

—No lo sé… —se retorció las manos hasta que sus articulaciones crujieron—. Para que puedas vengarte de mí. Échame de tu casa…

—¿Y crees que eso podría ayudarme? —La voz de Lavrans temblaba de desprecio—. Tenemos a nuestras hijas —añadió tranquilo—, Cristina… y la pequeña.

—Me acuerdo cómo juzgaste a Erlend Nikulaussoen —murmuró—. ¿Cómo me juzgas a mí?

Un estremecimiento de frío sacudió a Lavrans y le hizo salir un poco de su rigidez:

—Tú… hemos vivido juntos desde hace casi veintisiete años. No es lo mismo que juzgar a un desconocido. Comprendo que has tenido una vida más que mala.

Ragnfrid se derrumbó al oír aquellas palabras. Intentó coger una de las manos de Lavrans. No se movió, ni habló, lo mismo que un muerto. Entonces se echó a llorar cada vez más fuerte, pero su marido permaneció impasible, con los ojos fijos en la luz gris que se filtraba por la puerta. Por fin pareció como si se hubieran terminado todas las lágrimas de su cuerpo. Sin embargo, cuando él le hizo una leve caricia en un brazo, rompió de nuevo a llorar.

—¿Recuerdas —preguntó Ragnfrid entre lágrimas— aquel hombre que vino a vernos un día cuando estábamos en Skog? ¿Aquel que conocía los cantares antiguos? ¿Te acuerdas de uno de ellos sobre un hombre muerto que había regresado del mundo de los suplicios y que contaba a su hijo lo que había visto allí? Se oía un estruendo que se elevaba desde los abismos del infierno; mujeres adúlteras moldeaban tierra a modo de alimentos para sus maridos; las piedras que arrastraban estaban ensangrentadas y sus corazones colgaban fuera de sus pechos chorreando sangre…

Lavrans no decía nada.

—Durante todos estos años pensé en aquellas palabras —continuó Ragnfrid—. Todos los días me parecía que mi corazón sangraba, todos los días tenía la impresión de amasar tierra en lugar de pan…

Ni el propio Lavrans supo por qué contestó como lo hizo. Tenía la impresión de tener un hueco, un vacío en el pecho como un torturado al que se le habían abierto las costillas para arrancarle las entrañas. Pero apoyó pesadamente, y con gesto cansado, la mano sobre la cabeza de su esposa y dijo:

—Es preciso trabajar la tierra, Ragnfrid mía, antes de que podamos sacar de ella los alimentos.

Al querer ella cogerle la mano para besársela, Lavrans la retiró vivamente. Luego miró a su mujer, le cogió una mano, que colocó sobre sus rodillas, y sobre ella apoyó su rostro frío y entumecido. Y así se quedaron sin moverse, sin decirse nada más.