7
—Me parece —dijo Ragnfrid, palpando la masa tibia de las cubas— que está demasiado fría para que se pueda mezclar la levadura.
Cristina estaba sentada hilando a la puerta de la cervecería esperando a que la mezcla se enfriara. Dejó el huso en el paso de la puerta, desplegó el tapiz que cubría el cubo de levadura preparada y calculó.
—Cierra la puerta primero —aconsejó la madre—, para que no haya corriente. Pareces dormir de pie, Cristina —añadió, impaciente.
Cristina filtró el líquido en las cubas de masa mientras la madre lo revolvía.
«Geirhild Drivsdatter llamó a Hatt, pero vino Oden. Entonces la ayudó a revolver la cerveza; como sueldo pidió lo que había entre ella y la cuba»… Esta era una leyenda que un día Lavrans había contado a Cristina, cuando era pequeña.
«Lo que había entre ella y la cuba».
Cristina se sentía enferma y atontada por el calor y el vapor dulzón de los aromas en la estancia oscura y cerrada.
Fuera, en el patio, Ramborg y un grupo de niños bailaban una ronda cantando:
El águila está subida en lo alto de la sala
Y aprieta su garra dorada.
Cristina salió con su padre por la pequeña antesala donde había barriles vacíos y toda clase de utensilios. Desde allá, una puerta daba a una franja de terreno entre el muro, detrás de la cervecería, y la valla del campo de cebada. Una piara de cerditos llegaron empujándose, mordiendo y chillando, peleando por la malta tibia que les echaban.
Cristina se protegió los ojos de la luz deslumbrante del sol de mediodía con la mano. La madre miraba al rebaño de cerditos y comentó:
—No podremos arreglarnos con menos de dieciocho renos.
—¿Crees que necesitaremos tantos? —preguntó la joven, distraída.
—Sí, habrá que servir caza todos los días —contestó la madre—. Y en cuanto a aves y liebres, nos costará trabajo conseguir las suficientes para la sala del primer piso. Recuerda que tendremos a más de doscientas personas, contando el servicio y los niños, y los pobres a los que haya que saciar. Y aunque tú y Erlend os vayáis el quinto día, siempre habrá ciertos invitados que se quedarán una semana… por lo menos.
—Quédate vigilando la cerveza, Cristina —añadió Ragnfrid—. Yo tengo que ir a preparar la comida de tu padre y los segadores.
Cristina fue a buscar sus husos y se sentó en la puerta de atrás. Sujetó en el hueco de su brazo el bastón con el ovillo de lana, pero las manos y el huso cayeron inertes sobre su regazo.
Detrás de la valla, las espigas de cebada brillaban al sol como si fueran de plata y seda. Dominando el rumor del río, oía de vez en cuando el ruido de las hoces en los prados de la isla; porque a veces el hierro rozaba una piedra. Su padre y los criados se afanaban por terminar la siega. ¡Había tanto que preparar para la boda!
El olor a malta tibia y el acre hedor de los cerdos le produjeron mareo. El calor de mediodía hacía que sintiera vértigos y una extraña dejadez. Pálida y con la espalda envarada, esperó que se le pasara. No quería volver a encontrarse mal.
Nunca se había sentido así hasta entonces. Nada podía consolarla. No, no era seguro, podía haberse equivocado… «¡Lo que había entre la cuba y ella!».
¡Dieciocho renos! ¡Más de doscientos invitados a la boda! La gente tendría motivo para reír cuando se enteraran de que todo este jaleo había sido sólo por una mujer encinta que se había casado antes de tiempo.
Pues no. Apartó la rueca y se puso bruscamente en pie. Con la frente apoyada en el muro de la caseta vomitó entre las ortigas que crecían allí en abundancia. Sobre las ortigas se arrastraban larvas oscuras… y al verlas se sintió aún más enferma.
Cristina se pasó las manos por las sienes húmedas de sudor. Desgraciadamente, era más que seguro…
Debían casarse el segundo domingo después de San Miguel y la fiesta de bodas duraría cinco días. Aún faltaba más de dos meses. Por su aspecto, bien lo verían todas… su madre y las otras mujeres de la aldea. En esta cuestión eran siempre listísimas; cuando una mujer iba a tener un hijo, lo sabían siempre meses antes de que Cristina comprendiera cómo se enteraban. ¡Pobres desgraciadas, que perdían los colores! Cristina se frotó impaciente las mejillas porque las sentía pálidas, exangües.
Tiempo atrás había creído que aquello podía ocurrirle cualquier día. Y no se había asustado demasiado. Pero no era lo mismo cuando no podían ser uno de otro legalmente. La cosa se hubiera considerado una vergüenza y también como un pecado, pero al tratarse de dos enamorados que no querían separarse, la gente lo tenía en cuenta y hablaba de ellos con cierta indulgencia. Ella por lo menos no habría sentido ninguna vergüenza. Pero cuando una cosa así ocurría entre prometidos, sólo daba lugar a bromas groseras y a risas de mal gusto. En efecto, comprendía que fuera risible: se preparaba cerveza, vino, se mataban animales, se encendían los hornos y se hacían preparativos para una boda de la que se hablaría… y ella, la novia, tenía mareo sólo al oler la comida, y escondía sus mareos y sudores detrás de los muros y vallas…
¡Erlend! Apretaba los dientes de cólera. Él hubiera debido evitarle aquello. Porque ella no lo había querido. Hubiera debido recordar que antes, cuando todo era tan incierto, cuando ella no podía contar con nada más que con su amor, siempre y siempre con la misma alegría había obedecido a su voluntad. Hubiera debido abstenerse ahora, cuando ella se negaba porque pensaba que no estaba bien hacerlo a escondidas después de que su padre hubiera unido sus manos en presencia de los parientes de ambas partes. Pero la había hecho suya medio forzándola, con risas y caricias, y no había tenido fuerzas para hacerle ver que estaba seriamente dispuesta a oponerse a ello.
Vigilaba la cerveza, y volvía a inclinarse por encima de la valla. Las espigas brillaban y ondulaban blandamente bajo una brisa leve. No recordaba haber visto los campos tan esplendorosos como aquel año. El río serpenteaba a lo lejos y oía la voz de su padre que gritaba. No podía distinguir las palabras, pero notaba que allá en la isla se reían.
¿Y si fuera a ver a su padre y se lo contara todo?
Mejor sería que dejaran de hacer preparativos y les permitieran casarse modestamente, Erlend y ella, sin bendición en la iglesia, sin gran festín… con tal de que pudiera llamarse esposa antes de que todos se dieran cuenta de que llevaba ya en sus extrañas un hijo de Erlend.
También él sería objeto de burlas, tanto como ella, o tal vez más; ya no era un mozalbete. Pero era él quien había querido aquella boda. Había querido verla vestida de novia, con sedas y terciopelos y una alta corona de oro. Había querido esto y había querido tenerla también en las horas de sus placeres secretos. Cristina había cedido en todo. Una vez más, haría su voluntad.
Al final tendría que darse cuenta de que uno no puede tenerlo todo. ¡Él había hablado del gran festín que daría en Husaby por Navidad el primer año en que tuviera a su esposa en casa…! ¡Entonces mostraría a todos, parientes y amigos y a los de las aldeas circundantes, la belleza que había recibido por esposa…! Cristina sonreía irónicamente. ¡Sería difícil llevar aquel proyecto a cabo en la Navidad de aquel año!
El final ocurriría aproximadamente por San Gregorio. Los pensamientos se apretujaban en su cabeza al repetirse que por San Gregorio daría a luz a un hijo. También tenía un poco de miedo… recordaba los gritos de su madre rasgando el aire durante dos días, cuando nació Ulvhild. Arriba, en Ulsvold, habían muerto dos mujeres de parto, una tras otra… y también las dos primeras esposas de Sigurd de Loptsgaard. Y su propia abuela, cuyo nombre le habían puesto a ella.
Pero no era sólo miedo lo que sentía. Con frecuencia, en estos últimos años, cuando había comprobado una vez más que no estaba embarazada, había creído que tal vez fuera este el castigo para ella y Erlend. Que continuaría siendo estéril… Esperarían y esperarían en vano lo que hasta entonces habían temido. Esperarían tan inútilmente, como innecesariamente habían temido. Al fin sabrían que un día se les echaría de sus propiedades y desaparecerían… El hermano de Erlend era sacerdote y los hijos que pudiera tener jamás heredarían de él. Munan y sus dos hijos se instalarían en su lugar y Erlend quedaría borrado de la familia.
Apretó con rabia la mano sobre su seno. Estaba allí, entre la valla y ella, «entre la cuba y ella». Allí estaba entre ella y el resto del mundo… el auténtico hijo de Erlend. Había ya hecho la prueba de que había oído hablar un día a Dama Aashild, con sangre del brazo derecho y del brazo izquierdo. Llevaba un hijo varón. ¿Qué le traería? Recordaba a sus dos hermanitos muertos, los rostros afligidos de sus padres cuando se hablaba de ellos; recordaba todas las ocasiones en que había visto su desesperación por Ulvhild… y la noche de la muerte de Ulvhild. Pensaba en todos los disgustos que ella les había causado, en la expresión abatida de su padre… No obstante, aún no había terminado de amontonar disgustos sobre las cabezas de su padre y su madre…
¡Y sin embargo! Cristina apoyó la cabeza sobre el brazo por encima de la valla; la otra mano la mantenía sobre el pecho. Si el acontecimiento le fuera a traer nuevas penas, si a causa de este perdiera la vida, preferiría morir para dar un hijo a Erlend antes que desaparecer un día, ella y él, dejando sus casas vacías tras ellos, y los campos con las cosechas ondulando para gente extraña…
Alguien entró en la estancia. «La cerveza —pensó Cristina—. Hace tiempo que hubiera debido vigilarla». Puso en orden sus ropas, pero entonces en el marco de la puerta apareció Erlend, que se adelantó bajo el sol, irradiando alegría.
—¿Cómo? ¿Estás aquí? —dijo—. ¿Y ni siquiera das un paso hacia mí? —y acercándose a ella la estrechó entre sus brazos.
—Pero mi amor, ¿has llegado ya? —observó asombrada.
Acababa de saltar del caballo, llevaba aún la espada al cinto y el manto sobre los hombros. No se había afeitado, iba sucio y cubierto de polvo. Vestía un ropón rojo que le caía desde un collar y se abría a los lados casi hasta la axila. Mientras salían de la casa y cruzaban el patio, la prenda se abrió dejando ver sus muslos hasta la cintura. Cosa curiosa: no se había dado cuenta nunca de que al andar cojeaba un poco. Hasta entonces sólo había visto que tenía las piernas largas y esbeltas, los tobillos finos y los pies pequeños y bien hechos.
Erlend había venido con escolta: cinco escuderos y cuatro caballos fogosos. Explicó a Ragnfrid que había venido a recoger las cosas de Cristina; ¿no sería más agradable para ella encontrárselo ya todo instalado al llegar a Husaby? Y la boda tendría lugar tan tarde, en el otoño, que la travesía sería más difícil… Podía decirse en broma que el barco embarcaría paquetes de agua. El abate de Nidarholm acababa de comunicarle que podía asegurar el transporte en el velero Laurentius. Se esperaba que zarparan desde Veoey, alrededor del día de la Asunción. He aquí por qué había venido con la intención de transportar los cofres del equipaje a través del Raumsdal hasta el mismo punto de embarque.
Erlend se quedó sentado en la puerta de la panadería, bebiendo cerveza y charlando mientras Ragnfrid y Cristina desplumaban los patos salvajes que Lavrans había cazado la víspera. La madre y la hija se habían quedado solas en las dependencias del servicio porque las mujeres estaban en el prado cortando heno. Erlend parecía muy contento. Le alegraba saber que había venido a cumplir una misión tan sensata.
La madre salió y Cristina se quedó pinchando los pájaros con el espeto. Por la puerta entreabierta veía en contraluz claroscuro el grupo de escuderos que, echados a la sombra, al otro lado del patio, se pasaban de uno a otro la jarra de cerveza. Erlend estaba sentado en el umbral, charlando y riendo; el sol brillaba en su cabello negro como la pez; le vio alguna hebra de plata. Iba a cumplir treinta y dos años, cierto, pero tenía el aspecto de un adolescente lleno de vida y malicia. Estaba segura de que no se decidiría a comunicarle su preocupación… Tiempo tendría de saberlo cuando él mismo se diera cuenta. Una risueña ternura inundaba su alma cubriendo su enfado endurecido, como agua que brilla por encima de las piedras.
Amaba a Erlend por encima de todo… Este sentimiento seguía llenando su alma aunque viera y recordara incesantemente todo lo demás. ¡Qué poco armonizaba aquel cortesano de túnica roja, espuelas de plata y cinturón incrustado de oro con todo el trabajo de la cosecha de Joerungaard! También observó que su padre no venía a casa, aunque la madre hubiera enviado a Ramborg al río para anunciar la llegada de aquel huésped.
Erlend, de pie ante ella, la cogió por los hombros.
—¿Te das cuenta? —le dijo—. ¿Es que no te asombra que todo este trabajo, todos estos afanes, sean para nuestra boda?
Cristina le dio un beso y lo apartó… estaba echando grasa sobre los pájaros y le rogó que no la molestara. No, no era precisamente aquello lo que quería decirle…
Lavrans sólo subió a la casa para la cena… al mismo tiempo que los segadores. Iba vestido con la misma humildad que sus jornaleros: un saco de estameña que le llegaba a las rodillas y unos pantalones del mismo tejido que le caían hasta los tobillos. Iba descalzo y llevaba la hoz en el hombro. El único detalle que distinguía su ropa de la de los demás era que tenía un cuello de cuero porque el halcón iba sobre su hombro izquierdo. Ramborg se cogió de su mano.
Lavrans saludó cordialmente a su yerno y le rogó que le perdonara por no haber llegado antes… había que dirigir el trabajo con la máxima energía porque él mismo estaba en la obligación de hacer un viaje a la ciudad entre la siega del heno y la recolección de las cosechas. Pero cuando Erlend, después de la comida, expuso su intención, Lavrans adoptó una expresión de fastidio.
Le era imposible prescindir de caballos y vehículos, por el momento. Erlend contestó que había traído consigo cuatro buenos caballos de tiro. Lavrans suponía que habría lo menos tres cargas. Además, era preciso que Cristina se quedara, por lo menos, con sus ropas de diario; en cuanto a las ropas de cama que iba a llevarse, cubiertas y pieles sobre todo, se necesitarían en la granja durante las fiestas de la boda en vista de la cantidad de gente que habrían de alojar.
Perfectamente, aceptó Erlend. Tratarían de aplazarlo hasta otoño. Lo había aceptado de buen humor y le pareció que se habían fijado en el ofrecimiento del abate de utilizar la barca del convento. Este le había recordado su parentesco: «Se acordarán todos», había dicho Erlend sonriendo. El enfado inexplicable de su suegro no parecía afectarle en absoluto.
De todos modos, se llegó a la determinación de que Erlend pediría prestado un vehículo para llevarse una carga con los objetos que Cristina más pudiera necesitar cuando se instalara en su nueva casa.
Al día siguiente empezaron a embalar. El bastidor grande y el pequeño podían llevarse ahora, dijo la madre, porque Cristina ya no tendría tiempo de tejer antes de la boda. Ragnfrid y su hija cortaron la pieza que estaba montada. Era un tejido liso de una lana fina y suave salpicada de flecos, procedentes de los corderos negros, que formaban manchas regulares. Cristina y su madre la enrollaron y la guardaron en un saco de cuero. Cristina se dijo que serviría para pañales… y que además sería bonita cuando hubiera encima chaquetillas rojas o azules.
El bastidor de bordar que Arne había forjado para ella años atrás, podía ir también en la expedición. Cristina retiró de su arca todo lo que había recibido de Erlend desde que se conocían. Enseñó a su madre el abrigo de raso azul con dibujos rojos que debía llevar para la boda. La madre lo miró por todos lados, acarició el tejido y la piel.
—Es un abrigo caro —dijo Ragnfrid—. ¿Cuándo te lo regaló Erlend?
—Me lo dio cuando estaba en Nonneseter —contestó la joven.
El arca de novia de Cristina, la misma que su madre había ido llenando desde que era pequeña, fue rehecha. Estaba claveteada, adornada de animales que saltaban y de un pájaro entre las hojas, en cada departamento. Ragnfrid guardó el traje de novia en una de sus arcas personales. No estaba totalmente terminado; todo el invierno habían trabajado en él. Era de seda escarlata y cortado de modo que ciñera perfectamente el cuerpo. Cristina pensó que ahora le estaría estrecho debajo del pecho.
Hacia la noche se había terminado de cargar y amontonar el equipaje bajo la cubierta del vehículo. Erlend debía salir a primera hora de la mañana siguiente.
Apoyado con Cristina en la valla de la granja miraba hacia el norte, donde se cernían unas amenazadoras nubes de tormenta de un color negro azulado que cubrían el valle. El trueno retumbaba en la montaña, pero hacia el sur los prados y el río centelleaban bajo un sol de oro.
—¿Te acuerdas de la tormenta el día en que nos encontrábamos en el bosque de Gerdarud? —preguntó a media voz jugueteando con los dedos de Cristina.
Esta asintió con la cabeza y trató de sonreír. ¡El aire era tan pesado, tan sofocante! Cada vez que respiraba le dolía la cabeza.
Lavrans se le acercó y habló del tiempo. Era raro que la tormenta causara estragos abajo, en la aldea, pero Dios sabe si no se enterarían de que arriba, en la montaña, su ganado o sus caballos habían sufrido accidentes.
En la cuesta, encima de la iglesia, estaba negro como en plena noche. Un relámpago dejó ver un grupo de caballos amontonados e inquietos en el prado, delante de la cerca de la iglesia. Lavrans no creía que pertenecieran a la aldea; no, más bien serían caballos de Dovre que habían ido a la montaña, por debajo de Jetta; de todos modos tenía ganas de ir a verlos; entre trueno y trueno los llamó… tal vez entre ellos se encontrara alguno de los suyos…
Un rayo formidable rasgó las tinieblas; el trueno estalló con tal estruendo que no se oían al hablar. El grupo de caballos salió galopando pasados los prados, detrás de la loma. Los tres se persignaron…
Otro relámpago; parecía como si el cielo se les viniera encima; una espantosa llamarada, blanca como la nieve, los envolvió; los tres fueron proyectados uno contra otro; estaban ciegos, atontados y creían oler a piedra quemada; el trueno les había dejado sordos.
—¡San Olav, ayúdanos! —dijo Lavrans.
—¡Mirad el abedul!, ¡mirad el abedul! —gritó Erlend. En efecto, el gran abedul parecía vacilar sobre su base; luego, una gruesa rama se desprendió y cayó en la colina, desgarrando el tronco.
—¡Va a encenderse…! ¡Jesús Nuestro Señor! El techo de la iglesia empieza a arder —exclamó Lavrans.
Miraban con ojos desorbitados. ¡No! ¡Sí! Lenguas rojas asomaban por entre los maderos, bajo la armadura del tejado.
Los dos hombres atravesaron corriendo el patio posterior. Lavrans abrió bruscamente todas las puertas de la casa y gritó hacia el interior. Los hombres salieron en tropel.
—¡Coged las hachas… llevad las hachas…!, ¡las hachas de leñador! —gritaba— ¡y los picos!
Luego fue a la cuadra. Volvió al instante llevando a Guldsvein de las riendas. Saltó a caballo sin entretenerse en ensillarlo y desapareció hacia el norte llevando el hacha grande en la mano. Erlend salió a caballo tras él; le siguieron todos los hombres. Algunos iban a caballo, pero los hubo que no pudieron dominar a los animales asustados y se fueron a pie. Detrás seguían Ragnfrid y las mujeres con cubos y baldes.
Nadie parecía pensar en la tormenta. A la luz de los relámpagos veían a la gente salir precipitadamente de sus casas, en la parte baja de la aldea. Sira Erik subía ya la cuesta corriendo, seguido de todos los suyos. Por el lado del puente se oían cascos de caballos. Algunos jóvenes pasaron corriendo también; todos miraban con rostros pálidos y aterrorizados hacia su iglesia en llamas.
Soplaba una ligera brisa de sudeste. El fuego mordía bien en el muro del norte. Al oeste, la puerta de entrada estaba ya inutilizada, pero las llamas no habían atacado aún el lado sur ni el ábside.
Cristina y las mujeres de Joerungaard entraron en el cementerio, al sur de la iglesia, por un lugar donde se había caído la valla.
El tremendo resplandor rojo iluminaba el bosquecillo al norte de la iglesia y la plaza con las barras donde se ataban los caballos. Nadie podía acercarse allí debido al inmenso calor. Sólo la cruz se alzaba bañada por la luz de las llamas. Parecía como si viviera y se moviera.
A través de los rugidos y del crepitar del fuego se oían los hachazos contra las vigas del muro sur. En la galería había hombres que cortaban y golpeaban, mientras otros intentaban derribar el exterior de la galería. Alguien gritó a las mujeres de Joerungaard que Lavrans y algunos hombres habían entrado en la iglesia detrás de Sira Erik. Querían intentar abrir una brecha en el muro. Allí también empezaban a aparecer las lengüetas rojas por entre las maderas, debajo del techo. Lo mismo si el viento aumentaba como si se calmaba, el fuego consumiría toda la iglesia.
Era inútil contar con apagarlo; tampoco estaban a tiempo de hacer una cadena hasta el río; pero por orden de Ragnfrid las mujeres se pusieron en fila para hacer subir el agua del pequeño arroyo que bajaba al oeste junto al camino; aunque era poco para echar sobre el muro del sur, se hizo llegar a los hombres que trabajaban en aquel lado. Muchas de ellas lloraban de nerviosismo, de inquietud por los que habían entrado en la iglesia en llamas, y de dolor por la iglesia en sí.
Cristina estaba en cabeza de la fila de mujeres y pasaba los cubos. Sin casi poder respirar, miraba la iglesia con insistencia porque en su interior estaban su padre y Erlend…
Las columnas de la galería se habían derrumbado en una masa confusa de madera y de restos de viguetas procedentes del techo. Los hombres empujaban con todas sus fuerzas contra el muro de madera. Todo un equipo había logrado levantar una viga y se servían de ella como ariete.
Erlend y uno de los hombres salieron por una puertecilla, más abajo del coro; entre los dos traían la caja de la sacristía, sobre la que solía sentarse Sira Erik para oír las confesiones. La dejaron en el cementerio.
Cristina no oyó lo que gritó; volvió a subir a la galería. Cuando saltaba tenía la agilidad de un gato. Se había quitado las ropas exteriores y corría de un lado a otro con la camisa, los pantalones y las medias.
Los demás oyeron sus llamadas: el fuego atacaba la sacristía y el coro; nadie podía salir ya por la nave ni llegar a la puertecilla del sur; el fuego cubría ahora ambas salidas. Se habían hecho saltar a pedazos algunas maderas del muro. Erlend, armado de un gancho, tiraba y arrancaba trozos de vigas. Consiguieron hacer un agujero en el muro de la iglesia, mientras los demás les gritaban que tuvieran cuidado, pues el techo podía hundirse de un momento a otro y cerrar así toda salida a los que se encontraban en el interior; también por este lado los soportes del techo habían empezado a arder y el calor empezaba a hacerse intolerable.
Erlend saltó por el agujero al interior y ayudó a salir a Sira Erik. Apareció al fin el sacerdote con el faldón de su túnica lleno de cálices y vasos sagrados.
Un hombre joven le seguía, cubriéndose el rostro con la mano y moviendo ante él la gran cruz de las procesiones. Lavrans iba detrás con los ojos cerrados a causa del humo. Vacilaba bajo el peso del gran crucifijo que apoyaba sobre su pecho y que era mayor que él.
La gente se acercó y les ayudó a bajar al cementerio. Sira Erik tropezó, cayó de rodillas y los cálices rodaron por el talud. La paloma de plata se rompió y la hostia resbaló al suelo. El sacerdote la recogió, la limpió y la besó sollozando con fuerza. Besó también el relicario dorado en forma de cabeza humana que había presidido el altar y guardaba cabellos y uñas de san Olav.
Lavrans Bjoergulfssoen besaba el crucifijo; su brazo descansaba en el brazo de la cruz y apoyaba su cabeza sobre el hombro del Cristo… Parecía como si el Salvador inclinara hacia él su hermoso rostro afligido y consolador.
El techo había empezado a hundirse, poco a poco, por el lado norte. Un extremo de viga ardiendo fue lanzada lejos y vino a dar contra el badajo de la gran campana de la verja del cementerio. La campana resonó con un grito profundo como un sollozo que murió en un largo gemido y se perdió en el crepitar del incendio.
Nadie, en todo este tiempo, se había preocupado de la tormenta; había durado poco, pero tampoco se habían dado cuenta. Ahora se dejaba sentir en la parte sur del valle, tronaba y relampagueaba; la lluvia que caía desde hacía un rato aumentó y cesó el viento.
Y de repente fue como si una gran vela de fuego se izara sobre las vigas de sostén. En un abrir y cerrar de ojos, con un rugido, el incendio prendió de un extremo a otro la iglesia.
Ante el calor devorador la gente se dispersó. De pronto Erlend se encontró al lado de Cristina y la arrastró. Olía a chamuscado. Al acariciar el rostro y la cabeza de su prometido, ella se quedó con la mano llena de pelo.
El fragor del incendio impedía que pudieran oírse sus voces, pero vio que las cejas de Erlend estaban quemadas hasta la raíz, que tenía quemaduras en el rostro y que la camisa estaba negra en varios sitios. Rio cuando la llevaba con él siguiendo a todos los demás.
La gente iba detrás del sacerdote, deshecho en lágrimas, y de Lavrans Bjoergulfssoen llevando el crucifijo.
Al final del cementerio Lavrans colocó el crucifijo de pie, apoyado en un árbol, y se dejó caer sobre los restos de la valla. Sira Erik ya estaba sentado allí; tendió los brazos hacia la iglesia ardiendo y dijo:
—¡Adiós, iglesia de San Olav! ¡Dios te bendiga, oh iglesia mía de San Olav! ¡Dios te bendiga por cada hora en que he celebrado la misa entre tus muros… iglesia de San Olav, adiós, adiós!
Lavrans se cubría el rostro con una mano, el otro brazo le pendía inerte a lo largo del pecho y Cristina vio que llevaba la manga manchada de sangre desde el hombro; la sangre le goteaba por entre los dedos. Se le acercó y le tomó la mano.
—No es grave. Me ha caído algo sobre el hombro —dijo levantando los ojos. En un tono doloroso, con los labios muy pálidos, murmuró—: ¡Ulvhild!
Sira Erik le oyó y le apoyó la mano en la espalda:
—Esto no despertará a la niña allí donde está, Lavrans. Duerme lo mismo aunque haya fuego sobre su morada. Ella por lo menos no ha perdido su hogar espiritual como nosotros esta noche.
Cristina escondió su rostro en el pecho de Erlend y permaneció así sintiendo que el brazo de él la sostenía. Entonces oyó a Lavrans preguntar por su mujer.
Alguien contestó que una mujer había empezado a sentir dolores, provocados por el susto; la habían llevado al presbiterio y Ragnfrid había ido también.
Cristina recordó lo que había olvidado del todo desde que se dieron cuenta de que la iglesia ardía. No hubiera debido presenciar aquel espectáculo. Había un hombre al otro extremo de la aldea que tenía una mancha roja en mitad del rostro; decían que lo debía a que su madre había visto un incendio estando encinta.
—¡Amada Virgen María —rezó interiormente—, haced que no le ocurra nada a mi hijo!
Al día siguiente se celebró un consejo municipal en la explanada de la iglesia. El pueblo debía decidir la reconstrucción de la misma.
Cristina fue a ver a Sira Erik, a Romundgaard, antes de que se fuera al consejo. Preguntó al sacerdote si creía que debía tomar lo ocurrido como un presagio. Tal vez la voluntad de Dios era que dijera a su padre que era indigna de la corona de novia; era más decente que la diera como esposa a Erlend Nikulaussoen sin hacer fiestas en su honor. Pero Sira Erik se enfureció contra ella, sus ojos relampaguearon de ira:
—¿Crees acaso que Dios se ocupa tanto del modo en que vosotras, perras, malgastáis vuestra vida, como para dejar quemar por tu causa una hermosa y gloriosa iglesia? Olvida tu orgullo; no causes a tu padre y a tu madre un dolor del que les costaría mucho sobreponerse. Si en tu día de honor no luces tu corona dignamente, peor para ti, pero Erlend y tú necesitáis muchas bendiciones aun después de unidos. Cada uno debe responder de sus pecados, por eso esta desgracia nos ha afectado a todos. Procura seguir una vida mejor y ayudad a la reconstrucción de nuestra iglesia, Erlend y tú.
Cristina advirtió que aún no había dicho lo que le había ocurrido últimamente, pero descansó en la respuesta de Sira Erik.
Fue a la reunión con los hombres. Lavrans llevaba el brazo vendado y Erlend tenía la cara llena de quemaduras que le afeaban, pero se reía de ello. Ninguna de sus quemaduras era grave, pero dijo que confiaba en que no le desfiguraran para toda la vida. Se levantó después de Lavrans y prometió entregar cuatro marcos de plata para la iglesia y, en nombre de su prometida, y con el asentimiento de Lavrans, una pequeña granja elegida entre los bienes de Cristina en la parroquia.
Erlend tuvo que quedarse una semana en Joerungaard para curarse las heridas. Cristina observó que Lavrans parecía estar en mejores relaciones con su yerno desde la noche del incendio; ahora los dos hombres parecían excelentes amigos. Se dijo entonces que quizás su padre llegaría a cogerle el suficiente afecto a su yerno como para juzgarlo con indulgencia y no tomarse la cosa tan mal cuando llegara el momento en que se diera cuenta de que los dos le habían faltado.