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La comida de esponsales fue retrasada por diversas razones: no pudo celebrarse hasta el año nuevo, pero Lavrans accedió a que no se aplazara la boda; esta tendría lugar después de San Miguel, como se había convenido en un principio.

Cristina era, pues, en Joerungaard la prometida oficial de Erlend. Junto con su madre, preparaba todo el ajuar que se le daba y trabajaba para aumentar los montones de ropa de casa y prendas personales porque Lavrans no quería que economizaran desde el momento en que había consentido en dar a su hija al señor de Husaby.

Cristina se sorprendía por no sentirse más feliz; a pesar de todo no se respiraba alegría en Joerungaard.

Los padres lloraban aún a Ulvhild y ella lo comprendía. Pero también comprendía que no era sólo por aquel motivo por lo que estaban tan silenciosos y poco contentos. Se mostraban afectuosos con ella, pero cuando le hablaban de su prometido se daba cuenta de que les costaba trabajo y de que lo hacían sólo para hacerla feliz y demostrarle su cariño, no porque tuvieran ganas de hablar de Erlend. Tampoco al conocerlo se mostraron más contentos de aquella boda; el propio Erlend había estado silencioso y se había mantenido algo distante el poco tiempo que había pasado en Joerungaard con motivo de los esponsales… y no podía ser de otro modo, se decía Cristina; sabía perfectamente que su padre no había dado su consentimiento de buen grado.

Erlend y ella habían cambiado escasamente una docena de palabras, a solas. Y había sido para ellos algo nuevo y extraordinario verse así reunidos en presencia de todo el mundo. Encontraron poco que decirse porque entre los dos había demasiados secretos. Un temor impreciso iba creciendo en ella, extraño, vago, pero siempre presente; tal vez, de un modo u otro, iba a ser una dificultad para ellos cuando estuvieran casados haber empezado estando tan unidos para luego vivir separados tanto tiempo.

Trató, no obstante, de librarse de él. Se había decidido que Erlend estaría como invitado por Pentecostés en Joerungaard; había preguntado a Lavrans y a Ragnfrid si veían inconveniente a su presencia; Lavrans contestó sonriendo que su yerno sería bien recibido, de ello podía tener seguridad.

En Pentecostés pudieron salir juntos, hablar como en tiempos pasados y entonces desapareció aquella sombra que había puesto entre ellos la separación cuando uno y otro debieron seguir su camino y soportar solos su secreto.

En Pascua, Simón Andressoen y su mujer fueron a Formo. Cristina los vio en la iglesia. La mujer de Simón no estaba lejos de ella.

Debía de tener muchos más años que él, se dijo Cristina… alrededor de treinta años. Dama Halfrid era menuda, bajita y flaca, pero su rostro era encantador. Incluso el tono castaño de su cabello, que se rizaba bajo la toca de lienzo, era suave, y sus dulces ojos grandes y grises sembrados de puntitas doradas. Cada rasgo de su cara era delicado y puro, pero tenía la tez gris y cuando abría la boca se veía que tenía mala dentadura. No parecía fuerte, y, en efecto, debía de ser de naturaleza enfermiza porque Cristina había oído decir que ninguno de sus embarazos había llegado a buen término. Esta se preguntaba también cómo se llevaría Simón con su mujer.

La gente de Joerungaard y los de Formo se habían saludado a través de la explanada de la iglesia, aunque sin hablarse. Al tercer día, Simón fue a la iglesia solo.

Entonces se acercó a Lavrans y hablaron juntos un instante. Cristina oyó mencionar entre ellos el nombre de Ulvhild. Luego habló con Ragnfrid. Ramborg que estaba al lado de su madre, dijo en voz alta:

—Yo me acuerdo mucho de ti… ya sé quién eres.

Simón levantó a la chiquilla y la hizo dar unas vueltas:

—Cuánto me alegro, Ramborg, de que no me hayas olvidado.

Respecto a Cristina, se limitó a saludarla desde lejos. No habló con los padres de aquel encuentro.

Pero Cristina pensó en él mucho tiempo. Era extraño ver a Simón Darre casado. Aquello le hacía revivir una serie de recuerdos: recordaba su amor de entonces, ciego y sumiso, por Erlend. Ahora era algo más. Se preguntó si Simón habría contado a su mujer cómo se habían separado… aunque estaba segura de que no lo habría hecho «por respeto a su padre», pensó con ironía. Era una pena que estuviera aún en casa de sus padres y sin casar. Pero al fin estaban prometidos; Simón podría darse cuenta de que su obstinación había triunfado. Por más que Erlend hubiera hecho, le había sido fiel y ella tampoco había sido ligera ni frívola.

Una noche, a principios de primavera, Ragnfrid tuvo que mandar un mensaje hacia el sur, a casa de la vieja Gunhild, la viuda que cosía las pieles. La noche era tan hermosa que Cristina pidió permiso para ir ella; por fin, y como todos los hombres estaban ocupados, se le permitió.

Era la hora de la puesta del sol y un fino hálito blanco subía hacia el cielo opaco y dorado. A cada pisada de su caballo Cristina oía el ruido seco del hielo que se rompía y deshacía tintineando. Pero, de los setos que bordeaban el camino subía al crepúsculo la canción alegre de los pájaros, una canción dulce y primaveral.

Cristina cabalgaba de prisa. No pensaba en nada, sólo sabía que era delicioso estar sola una vez más en pleno campo. Avanzaba con la vista fija en la luna creciente que iba a desaparecer detrás de la montaña, al otro lado del valle. Así, por poco se cayó del caballo cuando este hizo un brusco movimiento de lado y se detuvo en seco.

Vio que había un cuerpo oscuro y encogido a un lado del camino. Al principio sintió miedo. La horrible angustia que la oprimía cuando, yendo sola, encontraba a gente en los caminos, no la abandonaba. Pero pensó que tal vez se tratara de un viajero enfermo, caído allí, de modo que cuando hubo calmado a su caballo le hizo retroceder, mientras gritaba:

—¿Quién sois?

El cuerpo se movió y una voz contestó:

—Diría que eres tú, Cristina Lavransdatter.

—Fray Edvin —murmuró. Estaba convencida de que se trataba de una visión o de una imagen diabólica. Pero se le acercó; se trataba verdaderamente del anciano y no podía levantarse sin ayuda.

—Pero, padre, ¿cómo andáis por la comarca en esta época del año? —le dijo asombrada.

—¡Alabado sea Dios que esta noche te ha enviado por este camino! —exclamó el fraile. Cristina se dio cuenta de que temblaba—. Iba hacia el norte, a vuestra casa, pero las fuerzas no han querido llevarme más lejos esta noche. He llegado a creer que Dios quería que muriera en el camino, donde he dormido y andado toda mi vida. Pero me habría gustado confesarme y recibir los últimos sacramentos. Y quería verte, también, por última vez, hija mía…

Cristina ayudó al fraile a subir a caballo. Ella lo llevó de la brida, sosteniendo a Edvin. Lamentando que ella se mojara los pies en los charcos helados, iba gimiendo de dolor.

Contó que había estado en Eybau, después de Navidad; unos campesinos ricos de aquella aldea habían prometido embellecer la iglesia con nuevos ornamentos. Pero el trabajo no había ido bien; todo el invierno lo había pasado enfermo. Algo no andaba bien en su estómago porque vomitaba sangre y no podía soportar los alimentos. Él mismo estaba convencido de que le quedaba poco tiempo de vida y suspiraba por estar en su convento; deseaba morir allí entre los hermanos. Pero se le había ocurrido la idea de subir por última vez al valle; cuando salió de Hamar encontró compañía porque el monje-sacerdote que iba a ser el nuevo prior de la hospedería de peregrinos, se dirigía también hacia el norte, a Roalstad. Desde Fron había continuado solo.

—He sabido que te habías prometido con ese hombre. Entonces sentí deseos de verte. Me dolía que la última vez que nos viéramos hubiera sido aquel encuentro, en nuestra iglesia. Era un peso en el corazón, Cristina, que hubieras elegido el camino torcido…

Cristina besó la mano del fraile y dijo:

—No comprendo lo que he hecho, padre, para merecer vuestras muestras de afecto…

El fraile contestó con dulzura:

—He pensado muchas veces, Cristina, que si las cosas hubieran sido propicias para que tú y yo nos viéramos con frecuencia, podías haber sido mi hija espiritual.

—¿Queréis decir que hubierais encauzado mi alma hacia la vida del claustro? —preguntó Cristina. Y poco después, dijo—: Sira Erik me mandó que, si no podía obtener el consentimiento de mi padre y casarme con Erlend, entrara en una orden religiosa y expiara mis pecados.

—He rezado mucho para que aspiraras a la vida del claustro —observó fray Edvin—. Pero ya no desde que me contaste lo que bien sabes. Me habría gustado que te acercaras a Dios con tu corona, Cristina.

Cuando llegaron a Joerungaard fue preciso llevar a fray Edvin dentro y acostarlo. Lo instalaron en la sala de invierno y Sira Erik vino a traerle los remedios del alma y del cuerpo. Pero el sacerdote dijo que era un cáncer lo que se comía al anciano y que le quedaba poco tiempo de vida.

En cuanto a fray Edvin, tenía la intención de marcharse hacia el Sur y tratar de llegar a su convento cuando hubiera recuperado las fuerzas. Sira Erik dijo a los demás que, en su opinión, era inútil pensar en ello.

En Joerungaard todo el mundo sentía que con la llegada del fraile había llegado una gran paz y alegría. La gente iba y venía por la sala donde estaba este, y jamás faltaba alguien para velar al enfermo durante la noche. Los que disponían de tiempo se reunían para escuchar a Sira Erik leyendo al moribundo los pasajes de los libros santos y hablando con fray Edvin de cosas del espíritu. Y aunque mucho de lo que decía resultaba poco claro, dada su habitual manera de hablar, la gente pensaba que daba a sus almas fuerza y consuelo porque todos estimaban que fray Edvin rebosaba amor de Dios.

El fraile disfrutaba enterándose de cuantas más cosas mejor, pedía noticias de las aldeas, y hacía hablar a Lavrans del mal año. Había gente que se había dejado llevar de los malos pensamientos, en aquella época de desolación, y que había recurrido a auxilios que todo cristiano debía censurar. En la vertiente, al oeste del valle, había grandes piedras blancas representando partes secretas del cuerpo humano, y cierta gente se había rebajado hasta el extremo de sacrificar jabalíes y gatos a esas horribles piedras. Una noche, Sira Erik había llevado consigo hasta allí a algunos aldeanos elegidos entre los más piadosos y valientes y habían roto las piedras. Lavrans iba con ellos y podía declarar que habían quedado manchados de sangre y que alrededor estaba lleno de huesos y restos. Allí arriba, en el Heidal, la gente, al parecer, había sentado a una vieja sobre una piedra clavada en el suelo y le habían hecho recitar las viejas cantinelas mágicas durante tres noches de jueves.

Una noche Cristina velaba, sola, a fray Edvin. Alrededor de medianoche se despertó con el aspecto de sufrir mucho. Entonces rogó a Cristina que cogiera el libro de los milagros de la Virgen María que Sira Erik le había prestado, y que le leyera.

Cristina no tenía costumbre de leer en voz alta, pero se sentó en el estribo de la cama y puso la luz a su lado; apoyó el libro sobre sus rodillas y se esforzó en leer lo mejor que pudo.

Al cabo de un rato, vio que el enfermo apretaba los dientes y cruzaba las manos con fuerza, por efecto de sus sufrimientos.

—¿Sufrís mucho, padre? —preguntó Cristina entristecida.

—Así me lo parece. Pero sé que es Dios que me hace volver a ser niño y juega conmigo. Recuerdo que una vez, cuando era muy pequeño, tendría cuatro años, huí de casa hacia el bosque. Anduve al azar durante días y noches. Mi madre iba con la gente que me encontró y cuando me cogió en sus brazos me dio un mordisco en la nuca; no lo he olvidado. Creí que era porque estaba enfadada conmigo, pero luego he comprendido mejor.

»Ahora, aspiro a salir de este bosque para ir a mi casa. Está escrito: Deja todas las cosas y sígueme, ¡pero hay tantas cosas en este mundo que me cuesta abandonar!

—¿Vos, padre? —dijo Cristina—. Siempre he oído decir a todos que habéis sido un modelo de pureza, pobreza y humildad…

El fraile sonrió:

—Tú, criatura, crees que en el mundo no hay nada más que nos atraiga que los sentidos, las riquezas y el poder. Pero yo te digo que todo eso son nimiedades que se encuentran en el borde del camino y a mí me han gustado los caminos; no, no son las pequeñeces de este mundo lo que yo he amado, sino el mundo en sí. Dios me concedió la gracia de amar a Dama Pobreza y Dama Castidad desde la infancia y, porque tal era mi fe, me fui gustoso con estas dos compañeras de juego; he andado vagabundeando y deseé poder seguir todos los caminos de la tierra. Y mi corazón y mis pensamientos también viajaron; temo que muchas veces he dejado divagar mi pensamiento en cosas oscuras. Pero ahora ya se ha terminado, pequeña; ahora ya puedo volver a casa y alejar de mí todos estos pensamientos particulares, y escuchar las palabras del prior sobre lo que debo creer y pensar de mis pecados y de la gracia de Dios.

Poco después se quedó dormido. Cristina fue a sentarse junto al fuego para cuidar de que no se apagara. Pero por la mañana, cuando ella estaba casi vencida por el sueño, fray Edvin le dijo de pronto, desde la cama:

—Me alegro, Cristina, de que el asunto entre tú y Erlend Nikulaussoen haya llegado a buen término.

Y Cristina se echó a llorar.

—¡Nos hemos portado tan mal antes de llegar a esto! Y lo que me roe el corazón es el haber causado tanta pena a mi padre. Ni siquiera ahora es feliz. No obstante, no sabe… si lo supiera estoy segura de que me retiraría todo su afecto.

—Cristina —dijo fray Edvin con dulzura—, ¿no comprendes, hija mía, que precisamente por eso debes callar lo ocurrido y no darle más disgustos? Porque nunca te pedirá una penitencia. Nada de lo que puedas hacer cambiará los sentimientos de tu padre por ti.

Unos días más tarde, fray Edvin se sintió tan bien que quiso marcharse hacia el sur. Como este deseo estaba tan arraigado en él, Lavrans mandó hacer una especie de litera que suspendieron entre dos caballos y en esta forma llevaron al enfermo hasta Lidstal. Allá, fray Edvin encontró otros caballos y otra escolta y así llegó a Hamar. Murió en el convento de los Frailes Predicadores y fue enterrado en su iglesia. Más tarde, los Frailes Descalzos reclamaron su cadáver porque la gente de las aldeas lo tenían por un santo y hablaban de él llamándole san Even; los campesinos de todas las comarcas, de más allá de Opland y de Dalene y lejos al norte, hasta Trondhjem, le rezaban. De ahí nació una larga polémica entre los dos conventos respecto al cadáver.

Cristina supo esto mucho más tarde. Cuando se separó del fraile tuvo un gran disgusto. Le parecía que sólo él conocía completamente su vida; había conocido a la niña inocente acompañada de su padre y había conocido la vida secreta de ella y Erlend, y por ello le consideraba como un eslabón que la unía a todo lo que había amado y a lo que ahora llenaba su alma. A partir de este momento iba a quedar separada de todo lo que ella había sido en su vida de adolescente.