5

La primavera llegó de golpe. Unos días después del deshielo toda la aldea relucía, oscura, bajo los chaparrones. El agua bajaba por las vertientes, el río subía y parecía un lago azulado en el fondo del valle con pequeños bosques que sobresalían de la sábana de agua y un pérfido hilo de corriente que se arremolinaba. En Joerungaard el agua avanzaba lejos sobre las tierras. No obstante, los daños fueron en todas partes menores de lo que se temía.

Se sembró tarde y los campesinos esparcieron sus pocos granos rezando a Dios que les guardara de la helada nocturna hasta el otoño. Parecía que Dios quisiera hacerles caso y aliviar sus desgracias. Junio se mostró propicio, el verano fue bueno y la gente se dejó llevar de la esperanza de que el tiempo borraría las huellas del mal año.

La siembra había terminado, cuando una noche llegaron cuatro hombres armados a Joerungaard. Eran dos caballeros con sus sirvientes, Micer Munan Baardsoen y Micer Baard Peterssoen, de Estnaes.

Ragnfrid y Lavrans hicieron poner la mesa en el primer piso y preparar camas para sus huéspedes en el cuarto de provisiones. Lavrans rogó a los dos caballeros que guardaran su mensaje para el día siguiente, cuando estuvieran descansados del viaje. Micer Munan tomó la palabra durante la comida, dirigiéndose frecuentemente a Cristina y hablándole como si fueran viejos conocidos. Vio que aquello disgustaba a su padre. Micer Munan era bajo, de rostro colorado, feo, hablador y un poco ridículo en sus ademanes. La gente le llamaba Munan el Rechoncho o Munan el Bailarín. Pero no por ello dejaba de ser el hijo de Dama Aashild, un hombre inteligente y hábil que había sido delegado del rey en diversos asuntos y que estaba bien situado entre aquellos que llevaban la dirección del reino. Vivía de los bienes de su madre en el cantón de Skogheim, era muy rico y había hecho un brillante matrimonio. Dama Catalina, su esposa, era muy mala y raras veces hablaba, pero su marido se refería siempre a ella como la mujer más inteligente del mundo, tanto, que en broma se la llamaba Dama Catalina la Astuta o la Bien Hablada. Parecían vivir en buena armonía, aunque Micer Munan fuera conocido por sus costumbres licenciosas, lo mismo antes que después del matrimonio.

Micer Baard Peterssoen era un anciano guapo y distinguido, aunque se hubiera vuelto corpulento y un poco pesado en sus gestos. Sus cabellos y la barba estaban ahora un poco descoloridos, pero de todas formas tan rubios como blancos. Desde la muerte del rey Magnus Haakonssoen había vivido descansando, dirigiendo sus grandes propiedades de Nordmoere. Era viudo de su segunda esposa y tenía muchos hijos que, según se decía, eran todos guapos, instruidos y ricos.

Al día siguiente Lavrans y sus invitados se dirigieron al granero para celebrar su reunión. Lavrans rogó a su mujer que asistiera, pero ella se negó, diciendo:

—Esto debe quedar completamente en tus manos. Tú sabes que si no se soluciona, será un disgusto mortal para nuestra hija, pero ya veo que no son pequeños los obstáculos que se oponen a este matrimonio.

Micer Munan sacó una carta de Erlend Nikulaussoen. Erlend pedía que el propio Lavrans decidiera en qué condiciones le daría a su hija Cristina. En cuanto a él, estaba dispuesto a hacer tasar sus propiedades y controlar sus rentas por hombres no afectos a su persona, y a entregar a Cristina un capital y un regalo de bodas que le permitiera tener derecho al tercio de su fortuna, además de la propia dote que trajera consigo y todas las herencias que recibiera de sus padres en el caso de que enviudara, sin hijos, y sobreviviera a su padre. También ofrecía dejar a Cristina la libre disposición de su parte personal de muebles, tanto los que trajera de su casa como los que recibiera de él. Pero si Lavrans deseaba otras condiciones de reparto de su fortuna, Erlend las atendería gustoso y las aceptaría. La única condición que los padres de Cristina debían aceptar a cambio era jurar que, si alguna vez eran tutores de los hijos de ambos, no tratarían de anular los dones hechos por él a los hijos habidos con Eline Ormsdatter, sino que los dejarían en vigor, ya que dichos bienes procedían de su herencia antes de que contrajera matrimonio con Cristina Lavransdatter. Para terminar, Erlend ofrecía celebrar el matrimonio con todo el esplendor requerido en su casa de Husaby.

Lavrans tomó la palabra:

—El ofrecimiento es hermoso. Veo que vuestro pariente tiene mucho empeño en ponerse de acuerdo conmigo. También lo veo por el hecho de haberos elegido a vos, Micer Munan, para venir a visitar por segunda vez a un hombre como yo, que no significa gran cosa fuera de esta aldea, y de que un hombre como vos, Micer Baard, se haya tomado la molestia de participar en este viaje para apoyar la demanda. Pero contestaré al ofrecimiento de Erlend, que mi hija no está acostumbrada a disponer por sí sola de bienes y riquezas, sino que he tenido siempre la intención de entregársela a un hombre que fuera tal que yo pudiera, con toda confianza, poner la felicidad de mi hija en sus manos. Yo no sé si mi hija merece que se le confíen tales derechos, pero dudo de que la hagan feliz. Tiene el carácter dulce y dócil y esta es una de las razones que me impulsaron a pensar —cuando me opuse a este matrimonio— que Erlend se había mostrado insensato desde diferentes puntos de vista. Si se hubiera tratado de una mujer resuelta, atrevida y combativa, la cosa habría tomado en seguida otro cariz.

Micer Munan se echó a reír y dijo:

—Querido Lavrans, ¿os quejáis de que vuestra hija sea poco combativa?

Y Micer Baard dijo con ligera sonrisa:

—Vuestra hija ha demostrado que no le falta voluntad… Durante dos años ha resistido a vuestra oposición, en favor de Erlend.

—Sí, no lo olvido. No obstante, sé lo que digo. Para ella ha sido una prueba dura plantarme cara, y no creo que le dure la felicidad con un marido que no pueda dirigirla.

—Esto me parece diabólico —observó Micer Munan—. Es preciso que vuestra hija sea muy distinta a las mujeres que he conocido, porque no he visto ni una sola que no estuviera dispuesta a mandar a todos y a su marido.

Lavrans se encogió de hombros sin contestar. Baard Peterssoen dijo entonces.

—Tengo la impresión, Lavrans Bjoergulfssoen, de que no os gusta este matrimonio entre vuestra hija y mi apadrinado, porque él abandonó, como todos sabemos, a la mujer que tenía en su casa. Pero debéis saber que esta pobre mujer se había dejado seducir por otro hombre, el intendente de Erlend, en Husaby. Erlend lo sabía cuando bajó al valle en aquel viaje con ella. Había ofrecido una dote decente si el otro quería casarse.

—¿Estáis seguros de que ocurrió así? —preguntó Lavrans—. Aunque no sé si es mejor. Debe ser muy duro para una mujer de buena familia entrar en la casa del brazo del amo, pero salir de ella del brazo del criado…

Munan Baardsoen interrumpió:

—Yo comprendo lo que reprocháis a mi primo. Que hubiera tenido aquella desgracia con la mujer de Sigurd Saksulvsoen. Y, en verdad, no estuvo bien. Pero ¡en nombre de Dios!, pensad… el joven llegó a la casa de aquella mujer joven y bella; tenía un marido viejo, frío y que no servía para nada; y allí arriba la noche dura medio año. No creo que se pudiera esperar otra cosa, a menos que Erlend hubiera sido un santo. Es incontestable que Erlend no ha sido nunca de la pasta con que se hacen los monjes, pero tampoco creo que vuestra bella hija os agradeciera que la dierais a un hombre-monje. La verdad es que Erlend se portó después del modo más tonto, y peor aún. Pero hay que terminar de una vez para siempre con esta historia. Nosotros, sus parientes, nos hemos esforzado por volver a encauzarle; la mujer ha muerto y Erlend se ha preocupado, en la medida de sus posibilidades, de su cuerpo y de su alma; el propio obispo de Oslo lo perdonó de su pecado y ha vuelto purificado por la Santa Sangre de Schwerin. ¿Queréis ser más severo que el obispo de Oslo o que el arzobispo o quien sea que gobierne allí la preciosa Sangre?

»Querido Lavrans, es cierto que la pureza de vida es una gran cosa, pero un muchacho adulto no puede tener el valor de mantenerla sin una gracia especial de Dios. Por san Olav… recordad que el propio rey santo no recibió esta gracia más que cuando llegaba al fin de su vida aquí abajo… sin duda era voluntad de Dios que engendrara antes a su valiente hijo, el rey Magnus, que aplastó los asaltos del paganismo en los países del norte. No fue con su reina con quien el rey Olav tuvo este hijo y, sin embargo, tiene su puesto entre los grandes santos en el reino de los cielos. Pero veo por vuestra expresión que mis palabras no os parecen decentes…

Micer Baard intervino:

—Lavrans Bjoergulfssoen, este asunto me ha gustado tan poco como a vos la primera vez que Erlend vino a decirme que había entregado su corazón a una joven prometida con otro. Pero he comprendido que hay un amor tan fuerte entre los dos que sería un gran pecado separarlos. Erlend estaba conmigo en el último banquete de Navidad que dio el rey Haakon a sus hombres. Allí se encontraron y tan pronto se vieron, vuestra hija cayó desvanecida y quedó como muerta durante un buen rato… y yo vi en la expresión de mi sobrino que prefería perder la vida antes que perderla a ella.

Lavrans se sentó antes de hablar.

—Sí, puede que estas historias sean bonitas cuando se oyen como una leyenda de caballerías de los países del sur. Pero aquí no estamos en Inglaterra. Sin duda querríais vos también exigir más a un hombre que vais a tomar por yerno, que el solo mérito de hacer que vuestra hija se desvanezca de amor delante de todo el mundo…

Los dos caballeros se callaban. Lavrans prosiguió:

—Yo creo, señores míos, que si Erlend Nikulaussoen no hubiera disminuido tanto sus bienes como su reputación, no habríais venido a suplicar tanto a un hombre de mi condición para que le entregase a mi hija. Pero no quiero que se diga que a Cristina Lavransdatter se le ha hecho un honor casándose en Husaby con un descendiente de una de las más ilustres familias del país… cuando este hombre se había deshonrado hasta el extremo de no poder esperar casarse mejor o sostener la fama de su linaje.

Se levantó, nervioso, y anduvo de un extremo a otro de la estancia.

Pero Micer Munan se revolvió airado:

—¡No, Lavrans! Si habláis de deshonor, ¡por Dios!, sabed que sois demasiado orgulloso…

Micer Baard le interrumpió y se dirigió a Lavrans:

—Sois orgulloso, Lavrans. Sois como aquellos aldeanos de que nos hablaban antes, que no querían aceptar títulos de nobleza de los reyes porque su orgullo no podía tolerar que el pueblo dijera que tenían que agradecérselo a alguien más que a sí mismos. Una cosa os digo: si Erlend hubiera adquirido todo el honor y riquezas con los que ha nacido, no habría considerado rebajarme el rogar a un hombre de buena familia y condición holgada que entregara a su hija a mi protegido, si hubiera comprendido que separándoles podía destrozarles el corazón a ambos —y apoyando la mano en el hombro de Lavrans añadió en voz baja— sobre todo si las cosas eran tales que más valiera para la salvación de su alma que estuvieran casados.

Lavrans se desprendió de la mano de Baard; su rostro se hizo hermético y glacial:

—No comprendo lo que queréis decirme, Micer…

Ambos se miraron fijamente, luego Micer Baard dijo:

—Pienso en lo que me dijo Erlend: los dos cambiaron un juramento solemne. Tal vez creáis que tenéis el derecho de relevar de él a vuestra hija porque juró sin vuestro consentimiento. Pero no podéis hacerlo con Erlend. Y me veo obligado a constatar que lo que obstruye el camino es vuestro orgullo… y vuestro odio al pecado. Pero en este aspecto me parece que sois más severo que el mismo Dios, Lavrans Bjoergulfssoen.

Lavrans respondió con cierto titubeo:

—Tal vez tengáis razón en lo que acabáis de decir, Micer Munan. Pero lo que más me hizo oponerme a esta boda fue que me parecía que Erlend era un hombre poco seguro para dejar a mi hija en sus manos.

—Creo que de ahora en adelante puedo responder de mi apadrinado —declaró Micer Baard—. Siente tal amor por Cristina que estoy seguro de que si se la entregáis se corregirá de modo que jamás tengáis motivos para quejaros de vuestro yerno.

Lavrans no contestó en seguida. Entonces Micer Baard insistió y extendió la mano.

—¡Lavrans Bjoergulfssoen, en nombre de Dios, dad vuestro consentimiento!

Lavrans puso su mano en la de Micer Baard.

—¡En nombre de Dios, sea!

Ragnfrid y Cristina fueron llamadas al granero y Lavrans les anunció su decisión. Micer Baard hizo una magnífica reverencia a ambas mujeres; Micer Munan estrechó la mano de Ragnfrid y habló con cortesía a la dueña de la casa; en cuanto a Cristina, le presentó sus respetos según la moda extranjera, besándola y haciéndolo además con toda calma. Cristina sintió que su padre la observaba.

—¿Qué te parece tu nuevo pariente, Micer Munan? —preguntó con ironía cuando estuvo a solas con ella, al final de la velada.

Cristina miró suplicante a su padre. Entonces este le acarició el rostro repetidas veces y no dijo nada más.

Cuando Micer Baard y Micer Munan se fueron a descansar, este observó:

—Me hubiera gustado ver la cara de ese Lavrans Bjoergulfssoen si se hubiera enterado de la verdad sobre su preciosa hija. Tú y yo hemos tenido que suplicarle casi de rodillas para que Erlend se case con una mujer que ha sido suya varias veces en casa de Brynhild.

—De esto ni una palabra —cortó Micer Baard enojado—. Eso es lo peor que ha hecho Erlend, llevar a esta criatura a semejante lugar… ¡Ah, que Lavrans no se entere nunca! Lo mejor, para todo el mundo, es que puedan llegar a ser amigos.

Se decidió que la comida de esponsales se celebraría aquel mismo otoño. Lavrans dijo que no podía dar demasiado esplendor a la fiesta porque el año anterior había sido muy malo para todos los del valle. En cambio, quería pagar él la boda y celebrarla en Joerungaard con pompa apropiada. De nuevo alegó las malas cosechas para exigir que el tiempo del compromiso fuera de un año de duración.