4
La helada era espantosa. En cada establo de la aldea mugían y gemían los animales hambrientos, ateridos de frío. Pero la gente economizaba el forraje lo más posible.
Aquel año hubo pocas invitaciones para Navidad. Todo el mundo se quedaba en casa con los suyos.
Al llegar las Navidades aumentó el frío. Parecía como si cada día fuera más frío que el anterior. La gente no recordaba un invierno tan duro. Cayó poca nieve, incluso en la alta montaña, pero la que había caído por San Clemente se heló y endureció como piedra. El sol brillaba en un cielo claro ahora que se alargaban los días. Durante las noches, la aurora boreal crepitaba y se balanceaba hacia el norte, por encima de las crestas de las montañas; vacilaba en mitad del cielo, pero no traía ningún cambio de tiempo; un día u otro llegarían las nubes, caería un poco de nieve y volverían al tiempo claro y al frío cortante. El río atronaba y gemía atormentado bajo los bloques de hielo.
Todas las mañanas, Cristina pensaba que no podría resistir más, que no soportaría aquel día hasta el final. Todos los días, sentía como si entre ella y su padre se entablara un duelo. ¿Debían enfrentarse así, en aquella época en que todo lo vivo, hombres y animales, en las aldeas, sufrían las mismas penalidades? Pero llegaba la noche, y ella había resistido.
Y no porque su padre no fuera afectuoso con ella. Nunca hablaban de lo que los separaba, pero ella percibía, detrás de todo lo que había quedado sin decir, que estaba firme e inflexiblemente decidido a perseverar en su negativa.
Y le dolía el estar privada de su amistad. Tanto más duramente cuanto sabía la cantidad de cosas que su padre tenía que soportar… y que habría comentado con ella si entre ellos todo hubiera sido como antes. En realidad las cosas iban mejor en Joerungaard que en la mayoría de las otras granjas, pero también allí se dejaba sentir el mal año cada día y en cada momento. En invierno, Lavrans tenía por costumbre reunir a los potrillos para domar, pero este año los había vendido todos en otoño al sur del país. Su hija echaba en falta oír su voz en el patio, no verle disfrutar con los potros de dos años, esbeltos, de pelo largo, en el juego que tanto había amado. Después del otoño del año pasado nada había sido brillante en la granja ni en las bodegas, graneros de provisiones y artesas, pero hay que decir que acudía mucha gente a Joerungaard implorando ayuda, para comprar o como limosna, y que nadie imploraba en vano.
Una noche, muy tarde, llegó un viejo vestido de pieles. Lavrans habló con él en el patio y Halvdan le dio de comer en la sala del hogar. Nadie de los de la granja lo había visto nunca ni sabía quién era… sin duda uno de esos que viven en las montañas; a lo mejor allí lo había conocido Lavrans. Pero el padre no mencionó la visita, ni Halvdan tampoco.
Otra noche llegó un hombre con el que Lavrans había estado peleado durante largos años. Lavrans fue con él a la despensa. Pero cuando volvió a la sala, observó:
—Todos buscan mi ayuda. Pero aquí, en mi casa, todos estáis contra mí. Tú también, mujer —dijo irritado a Ragnfrid.
Entonces la madre se enfadó con Cristina.
—¿Oyes lo que me dice tu padre? Yo no estoy contra ti, Lavrans. Tú sabes bien, Cristina, lo que ocurrió en Roaldstad, en el sur, el otoño pasado, cuando bajaba al valle en compañía del otro caballero, su amigo de Haugen… ella misma se mató, aquella mujer maldita, que él había arrebatado a su familia.
Erguida y dura, Cristina contestó:
—Ya veo que le acusáis tanto por los años en que ha intentado liberarse del pecado como por los años que vivió en él.
—¡Jesús, María! —exclamó Ragnfrid juntando las manos—. ¿Cómo te has vuelto? ¿Es que ni esto te ha hecho cambiar de idea?
—No. No he cambiado de idea.
Entonces Lavrans levantó los ojos hacia ella, desde donde estaba sentado al lado de Ulvhild:
—Yo tampoco, Cristina —declaró con voz sorda.
Pero en su corazón, Cristina sabía que en cierto modo, había cambiado, no ya de idea, pero sí de manera de ver las cosas. Había recibido un mensaje diciéndole cómo había ido aquel viaje siniestro. Fue más fácil de lo que esperaba nadie. Ya fuera porque el frío agravara la herida, o por otro motivo cualquiera, la puñalada que Erlend había recibido en el pecho había tenido consecuencias; Erlend tuvo que estar en cama, enfermo, durante algún tiempo, en la posada de Roaldstad. Micer Bjoern se había quedado a cuidarlo. Pero por estar Erlend herido, había sido más fácil explicar el otro accidente y ser creído.
Cuando pudo volver a marcharse, había llevado a la muerta consigo hasta Oslo, en un ataúd. Por intervención de Sira Jon, obtuvo para ella una sepultura en el cementerio de la derruida iglesia de San Nicolás; luego se había confesado con el obispo de Oslo y este le había puesto como penitencia una peregrinación a la Santa Sangre de Schwerin. Ahora ya no estaba en el país.
En cambio, ella no podía ir en peregrinación a ninguna parte, ni obtener la absolución. Tenía que quedarse aquí, esperar, pensar, intentar mantenerse firme en su oposición a sus padres. Una luz de invierno extraña y glacial caía sobre todos los recuerdos de sus encuentros con Erlend. Pensaba en la pasión de aquel hombre… en el amor y en el dolor… y le parecía que si ella hubiera podido tomarse las cosas con la misma pasión, lanzándose a ellas inmediatamente, tal vez con el tiempo le habrían parecido menos graves y más fáciles de soportar. También pensaba: «Puede que Erlend me abandone». Y reparaba en que siempre había tenido el vago temor de que, si se encontraban ante demasiadas dificultades, la abandonaría. Pero ella no le abandonaría sin que él la desligara de todas sus promesas.
Transcurría el verano. Cristina podía equivocarse, pero tuvo que reconocer que era ahora cuando les esperaba a todos la mayor prueba, porque a Ulvhild le quedaba muy poca vida. Y en medio del amargo pesar que le causaba su hermana, veía horrorizada que su alma estaba realmente desamparada y asolada por el pecado. En la hora en que tenía ante sus ojos a la niña moribunda y el indecible dolor de sus padres, no tenía otro pensamiento que «Si muere Ulvhild, ¿cómo podré soportar mirar a mi padre sin echarme a sus pies y confesárselo todo y rogarle que haga conmigo como le parezca y me perdone?».
Ya estaban en plena Cuaresma. Para evitarles una muerte natural, la gente había sacrificado los animalitos a los que se pensó en un principio poder salvar la vida. La gente, además, enfermaba de comer sólo pescado y de no tener apenas harina y aún de mala calidad. Sira Erik dispensó a toda la aldea de la prohibición de tomar alimentos lácteos. Pero la gente casi no tenía leche.
Ulvhild no se movía de la cama. Estaba echada, sola, en el lecho de su hermana y cada noche se quedaba alguien a velarla. De vez en cuando, Cristina y su padre se encontraban sentados a su cabecera. Una de las noches, Lavrans dijo a su hija:
—¿Te acuerdas de lo que fray Edvin decía sobre el destino de Ulvhild? Ya entonces barrunté lo que pensaba, pero apartaba de mí semejante idea.
Durante estas noches, solía hablar de tal o cual incidente de la época en que los niños eran pequeños. Cristina estaba allí, pálida, desesperada, comprendiendo que tras aquellas palabras su padre mendigaba algo de ella.
Un día, Lavrans había ido hacia el norte con Kolbein para descubrir la guarida de un oso en el bosque de la montaña. Volvieron con una osa sobre un trineo y Lavrans llevaba un osezno en su zurrón. Ulvhild se distrajo un poco cuando se lo enseñó. Pero Ragnfrid dijo que no era el momento de criar al animal. ¿Qué iban a hacer con él?
—Lo criaré para atarlo delante de la casa de mis hijas —dijo Lavrans riendo.
Pero no pudieron conseguir leche cremosa para darle al animal, de modo que Lavrans tuvo que matarlo unos días después.
El sol brilló con suficiente fuerza para que empezaran a gotear los tejados a mediodía. Los herrerillos se apretujaban y se encaramaban a las paredes de troncos expuestos al sol. Se les oía picotear las moscas atontadas en las juntas de los troncos. En los prados, brillaba la nieve, dura y reluciente como la plata.
Una noche, por fin, las nubes empezaron a cubrir la luna. Por la mañana la gente de Joerungaard despertó en medio de una nevada que no dejaba ver nada a dos pasos.
Aquel día, comprendieron que Ulvhild iba a morir.
Todos los rumores de la casa parecieron desvanecerse de golpe cuando llegó Sira Erik. En la sala grande había mucha luz. Al caer la tarde, Ulvhild se apagó dulcemente, sin casi sentirlo, en brazos de su madre.
Ragnfrid soportó la prueba mejor de lo que se esperaba. Los padres estaban abrazados llorando en medio de un gran silencio. Todo el mundo lloraba. Cuando Cristina se acercó a su padre, él le rodeó los hombros con el brazo; notó que se estremecía y temblaba y la estrechó más contra sí. Pero incluso ella se daba cuenta de que él tenía la sensación de tenerla más lejos de sí que a la pequeña tendida en la cama.
No comprendía cómo podía contenerse. Luego le costó recordar cómo pudo tener aquella fuerza, pero atontada y muda de dolor, se contuvo y no se echó a los pies de su padre.
Más tarde levantaron unas maderas del piso de la iglesia, delante del altar de Santo Tomás, y, en la tierra dura como la piedra, abrieron una fosa para Ulvhild Lavransdatter.
Nevó seguido y blandamente durante todos los días en que la niña estuvo de cuerpo presente; nevaba cuando la condujeron a la fosa y continuó nevando casi sin parar durante un mes entero.
Para los que esperaban la llegada de la primavera, parecía como si no fuera a llegar nunca. Los días se hacían largos y claros y el valle seguía envuelto en un vapor de nieve que se fundía bajo el sol. Pero el frío seguía en el aire y el calor no tenía fuerza. Durante las noches helaba fuerte; lo que se había fundido se volvía hielo; el trueno retumbaba en las montañas; los lobos aullaban y las zorras venían a ladrar hasta la misma aldea, como en invierno. Los aldeanos rascaban las cortezas para dárselas a los animales, pero estos morían en masa en los establos. Nadie podía decir cómo acabaría aquello.
Uno de esos días, Cristina salió; el agua llenaba las roderas de los caminos y la nieve brillaba como la plata sobre las tierras. Donde daba el sol, los montones de nieve habían disminuido, tanto que la fina capa de hielo se rompía con un ruido argentino cuando Cristina le daba con el pie. Pero, en todas partes, por poca sombra que hubiera, persistía el frío cortante del aire y la nieve endurecida.
Subió hacia la iglesia. No sabía a qué iba allí, pero la atraía. Su padre estaba en ella… y unos campesinos pertenecientes a una misma cofradía tenían una reunión en la galería.
En lo alto de la cuesta, encontró al grupo de campesinos que regresaba. Sira Erik iba con ellos. Iban todos a pie; caminaban en grupo oscuro y taciturno, con la cabeza gacha, sin hablarse. Cuando pasó a su lado contestaron con rudeza a su saludo.
Cristina reflexionó en lo lejos que estaba la época en que todos los de la aldea eran amigos suyos. Sin duda, todos la tenían ahora por una mala hija. Tal vez sabían muchas cosas sobre ella. Quizás todos creían también que había habido algo de verdad en los chismes que propagaron sobre ella Arne y Bentein. Tal vez tenía una espantosa reputación. Levantó la cabeza y continuó hacia la iglesia.
La puerta estaba entornada. Dentro hacía frío para su alma, sintió el calor de aquella nave oscura y sombría con sus columnas de troncos de árboles que se elevaban hacia arriba y levantaban las tinieblas hacia los costillares del techo. No había luces en los altares, pero por la rendija de la puerta entraba un poco de sol que despertaba tenues reflejos en los cuadros y los jarrones.
Ante el altar de Santo Tomás vio a su padre de rodillas, con la cabeza inclinada sobre las manos unidas que apretaban su casquete de piel sobre su pecho.
Temerosa y desolada, Cristina volvió a salir y esperó en la galería. Encuadrada por el arco que formaban dos columnas, que rodeó con sus brazos, miró ante ella Joerungaard y, detrás de la casa, la bruma gris pálido flotando sobre el valle. Bajo el sol, más allá de la aldea veía el río blanco de hielo y nieve. Pero los matorrales de alisos que bordeaban su curso estaban ocres bajo las flores, el bosque de abetos en la cuesta de la iglesia lucía también su verde primaveral y en las cercanías cantaban, piaban y silbaban los pajarillos. ¡Dios mío, si todas las noches después de la puesta del sol se oyeran los mismos cantos de pájaros!
Volvía a sentir un deseo que había creído muerto en ella, un deseo que salía de su sangre y de su carne. Renacía ahora dulce y débil, como si despertara de la modorra del invierno.
Lavrans Bjoergulfssoen salió y cerró con llave la puerta de la iglesia. Se acercó a su hija y miró a lo lejos por el arco vecino. Cristina comprobó lo que aquel invierno había hecho en él. No creía que fuera el momento de abordar nuevamente la cuestión, pero las palabras se le escaparon:
—¿Es cierto lo que me dijo mi madre hace días, que si se hubiera tratado de Arne Gyrdsoen, me habrías entregado?
—Sí —contestó Lavrans sin mirarla.
—No decías eso cuando Arne vivía —insistió Cristina.
—Nunca llegó a plantearse la cuestión. Veía que el muchacho sentía cariño por ti… pero no decía nada… era muy joven… y nunca observé que sintieras lo mismo hacia él. De todos modos, no podías pensar que fuera a entregar a mi hija a un hombre que no tenía nada —sonrió vagamente y prosiguió con voz más baja—: Pero me gustaba el muchacho. Y si te hubiera visto sufrir de amor por él…
Siguieron mirando hacia afuera. Cristina sentía que su padre la miraba y se esforzaba por conservar un rostro tranquilo, pero se daba cuenta de que palidecía. Entonces su padre se le acercó, la abrazó y la estrechó contra su pecho. Inclinó hacia atrás la cabeza de Cristina, hundió su mirada en la de su hija y de nuevo la estrechó contra sí.
—En nombre de Jesucristo, pequeña mía, ¿tan desgraciada eres?
—Creo que no sobreviviré a ello, padre —murmuró.
Y se echó a llorar. Pero lloraba porque había notado en sus caricias y visto en sus ojos que su padre había llegado al límite de sufrimientos y que ya no se sentía con valor para mantener la oposición. Había triunfado sobre su padre.
Muy entrada la noche, su padre la despertó tocándole en el hombro, en la oscuridad.
—Levántate —le dijo en voz baja—. ¿Oyes?
Entonces oyó como un cántico en las esquinas de la casa… era el sonido lleno y profundo del viento del sur saturado de humedad. Los tejados goteaban a chorros, la lluvia arreciaba y caía sobre la nieve blanda por el deshielo.
Cristina se echó una bata y siguió a su padre a la puerta exterior. Se quedaron mirando hacia fuera en la clara noche de mayo… Una lluvia y un viento tibio les azotaba el rostro. El cielo era un amasijo de nubes lluviosas que corrían en grandes masas; de los bosques venían mugidos, entre las casas silbaba el aire y allá arriba, en la montaña, empezaba el sordo atronar de los aludes.
Cristina buscó la mano de su padre y la retuvo. La había llamado, había querido hacerle ver este espectáculo. Sí, en sus relaciones de otros tiempos, hubiera hecho lo mismo. Pues bien, volvían a estar como antes.
Cuando entraron para volverse a acostar, Lavrans dijo:
—El forastero que estuvo aquí esta semana me trajo una carta de Munan Baardsoen. Tiene la intención de subir hasta aquí, este verano, para visitar a su madre y me ha rogado que lo reciba para que podamos hablar.
—¿Y qué le contestaréis, padre? —murmuró Cristina.
—No puedo decírtelo aún. Pero hablaré con él y tomaré una decisión tal que me permita responder de ella ante Dios, hija mía.
Cristina volvió a acostarse al lado de Ramborg; y Lavrans al lado de su mujer dormida.
Pensaba que si la inundación se extendía de sopetón, pocas granjas del país estarían tan expuestas como Joerungaard. Podía ser el indicio de que algún día serían arrastrados por el río.