3

Haugen estaba en lo más alto, en la vertiente occidental del valle. En aquella noche de claro de luna todo lo que se veía estaba blanco. Una encima de otra las curvas de la montaña blanca se hinchaban bajo un cielo de un azul claro, pobre de estrellas. Incluso las nubes que las cumbres y las lomas habían empujado fuera de los campos de nieve, parecían sorprendentemente ligeras y claras, porque la luna cabalgaba muy alta.

Abajo, hacia el valle, el bosque mostraba su cabellera blanca de nieve y de hielo alrededor de las blancas llanuras habitadas que puntuaban los pequeños arabescos de las cercas y vallados de las casas. Pero más abajo, en el fondo del valle, las nubes se espesaban hasta formar tinieblas.

Dama Aashild salió del establo, cerró la puerta tras ella y se detuvo un poco en la nieve. Toda la naturaleza estaba inmaculada y, no obstante, faltaban aún tres semanas para el Adviento. El frío de San Clemente significa que el invierno ha llegado definitivamente. ¡Ah, sí, aquello completaba el mal año…!

La anciana suspiró profundamente en la soledad. Otra vez el invierno, el frío, el aislamiento. En fin. Volvió a levantar su cubo de leche y su linterna y se dirigió hacia la casa. Una vez más miró hacia fuera.

Cuatro puntos negros llegaban del bosque, a mitad de camino de la ladera. Cuatro hombres a caballo… La lanza de uno de ellos brillaba a la luz de la luna. Les costaba subir. Nadie había venido desde que empezó a nevar. ¡Ojalá vinieran para acá!…

Cuatro hombres armados… Ningún hombre al que ella hubiera encargado un mensaje legítimo hubiera querido viajar con semejante escolta. Pensó en el arca que contenía su fortuna y la de Bjoern. ¿No sería mejor esconderse en las dependencias?

Miró hacia fuera el invierno y la soledad que la rodeaban. Después entró en la casa. Los dos perros viejos echados ante la estufa golpearon el suelo con sus rabos. En cuanto a los perros jóvenes, Bjoern se los había llevado consigo a la montaña.

Sopló sobre las brasas de la estufa, puso leña encima, llenó la marmita de hierro con nieve y la puso en el fuego. Pasó la leche por un colador y la llevó a una alacena, detrás de la antesala.

Aashild se quitó el traje de estameña sucio y descolorido que apestaba a establo y sudor, se puso una prenda azul oscuro y cambió el pañuelo de cabeza de hilo azul por un fino tejido de lino blanco que colocó sobre su cabeza y cuello. Se quitó también las botas de cuero velludo y las cambió por zapatos abrochados con hebillas de plata.

Sólo entonces se dispuso a ordenar su habitación, ahuecó almohadones y pieles sobre los que se había acostado Bjoern durante el día, limpió la larga mesa y dispuso las almohadas de los bancos.

Dama Aashild en cuclillas ante el fuego estaba preparando las gachas de la noche cuando ladraron los perros. Oyó caballos en el patio, hombres que caminaban por la galería y a uno de ellos golpeando con la lanza en la puerta. Dama Aashild retiró la marmita del fuego, ordenó su ropa y acompañada de los perros fue a abrir.

Fuera, a la luz de la luna, en el patio tres hombres jóvenes sujetaban a los caballos cubiertos de escarcha. El que había subido a la galería gritó alegremente:

—Tía Aashild, ¿tú misma vienes a abrirme? ¡Eso sí que es tener suerte!

—¿Cómo? ¿Eres tú, sobrino? Entonces pienso lo mismo que tú. Entra en la sala mientras enseño la cuadra a tus hombres.

—¿Acaso estás sola en la granja? —preguntó Erlend. Y la acompañó mientras daba las indicaciones a los hombres.

—Sí. Micer Bjoern y nuestros trabajadores han subido en el trineo para traer a la granja lo que hemos podido salvar de forrajes en la montaña —explicó Aashild—. Y no tengo servicio —añadió sonriendo.

Poco después los cuatro jóvenes estaban sentados en el último banco, de espaldas a la mesa, mirando a la anciana que sin decir palabra les estaba preparando la comida. Puso un mantel en la mesa y encima un candelabro con una vela encendida, trajo mantequilla, queso, jamón de oso y una montaña de galletas finas y ligeras. Fue a buscar cerveza e hidromiel a la bodega, debajo de la sala, luego llenó de gachas un gran cuenco de madera y rogó a sus invitados que se sentaran a la mesa y empezaran.

—Es poco para vosotros, hijos míos —dijo sonriendo—. Será mejor que os prepare otra marmita de gachas. Mañana comeréis mejor, pero en invierno cierro el horno y la bodega, excepto los días en que no tengo más remedio que amasar o preparar la cerveza. Somos poca gente en la granja y yo me hago vieja, amigos.

Erlend sacudió la cabeza riendo. Observó que sus compañeros se mostraban correctos y respetuosos hacia la anciana, a la que jamás habían visto.

—Eres una mujer rara, tía. Mi madre tenía diez años menos que tú y, la última vez que estuvimos en su casa, parecía más vieja de lo que pareces tú esta noche.

—Sí, Magnhild perdió pronto la juventud —contestó con dulzura Dama Aashild—. ¿De dónde vienes ahora? —preguntó, poco después.

—He estado un tiempo en una granja del Norte, en Lesja. Alquilé una cabaña. No sé si adivinas los asuntos que me traen a esta región…

—¿Quieres decir si sé que hiciste pedir la mano de la hija de Lavrans Bjoergulfssoen, de Joerungaard, al sur de aquí?

—Sí. La hice pedir según las reglas de las conveniencias y del honor y Lavrans Bjoergulfssoen contestó con una negativa categórica. Ahora no se me ocurre nada más, ya que Cristina y yo no queremos aceptar que se nos separe, que raptarla. Tengo… he tenido un espía en la aldea. He sabido que su madre iría a Sundbu por algún tiempo a partir de San Clemente y que Lavrans ha ido a la costa con los hombres que deben transportar a Sil las provisiones para el invierno.

Dama Aashild se sentó un instante y dijo:

—Es mejor que renuncies a esa idea, Erlend. De todos modos no creo que la muchacha te siga de buen grado y sin duda no querrás emplear la fuerza.

—Sí, me seguirá. Hemos hablado de esto muchas veces… incluso me ha rogado repetidamente que me la llevara.

—¡Cristina…! —murmuró Dama Aashild. Luego sonrió—. Esa es una razón para estar convencido ahora de que la muchacha te seguirá cuando vayas a buscarla.

—Sí —repitió Erlend—. Y además yo había pensado, tía, que tú mandaras un mensajero a Joerungaard preguntando si Cristina querría venir a tu casa… para una semana aproximadamente, durante la ausencia de sus padres. Podríamos llegar a Hamar antes de que nadie se diera cuenta de su marcha —declaró.

Dama Aashild, siempre sonriente, prosiguió:

—¿Has pensado en lo que tendríamos que contestar Micer Bjoern y yo, cuando Lavrans venga a pedir que rindamos cuentas sobre su hija?

—Sí. Que éramos cuatro hombres armados y que la muchacha consintió.

—No te ayudaré en este asunto. Durante años Lavrans ha sido leal con nosotros. Él y su esposa son gente honorable y yo no quiero ayudar a engañarlos y a deshonrar a su hija. Deja en paz a esta chiquilla, Erlend. Ya sería hora de que tus parientes obtuvieran de ti otras hazañas que andar por el país con mujeres robadas.

—Continuemos esta conversación en privado —cortó Erlend.

Dama Aashild tomó una luz, entró en una pequeña estancia y cerró la puerta. Se sentó sobre un tronco; Erlend con las manos pasadas por el cinto se quedó de pie, mirándola.

—Puedes decir también a Lavrans Bjoergulfssoen que Sira Jon de Gerdarud nos habrá casado antes de que vayamos a Suecia a reunirnos con Dama Ingebjoerg Haakonsdatter.

—Bien —contestó Dama Aashild—. ¿Sabes tú si Dama Ingebjoerg os recibirá bien cuando lleguéis?

—Hablé con ella en Tunsberg. Me trató de querido primo y agradeció el que le ofreciera mis servicios, lo mismo aquí que en Suecia. Y Munan me ha prometido su recomendación.

—Entonces evidentemente sabes que si puedes encontrar a un sacerdote que os case, Cristina perderá todos sus derechos a la herencia de su padre. Y sus hijos no serán herederos legales. Tampoco es seguro que se la considere como tu esposa.

—Puede que no en este país. También por eso hablo de Suecia. Su antepasado, Lavrans el Juez, no estuvo casado de otra manera con la joven Bengta… cuyo hermano jamás dio el consentimiento. Y no obstante, se la consideró su esposa.

—No hubo hijos. ¿Crees que mis hijos dejarían de echar mano a tu herencia si Cristina enviudara con hijos y se pudiera poner en duda su legitimidad?

—Haces una injusticia a Munan —dijo Erlend—. A tus otros hijos los conozco poco; no tienes motivos para mostrarte tierna hacia ellos, lo sé; pero Munan ha sido siempre un primo fiel; estaría encantado de verme casado; fue él quien pidió la mano a Lavrans de mi parte. Por lo demás, puedo reconocer como hijos legítimos a los que podamos tener…

—Entonces será como tachar a la madre de concubina. Pero no comprendo que un hombre tranquilo como Jon Helgessoen se arriesgue a una represión de su obispo para casaros contra la ley.

—Le escribí este verano —dijo Erlend con voz sorda— y me prometió casarnos si todos los demás medios fracasaban.

—¿De verdad? Entonces has cargado con un gran pecado, Erlend. Cristina estaba bien en su casa, con su padre y su madre. Un buen matrimonio con un muchacho guapo y honrado de buena familia estaba previsto para ella…

—La propia Cristina me dijo que, según tus palabras, ella y yo podíamos entendernos bien. Y que Simón no era marido para ella.

—¡Oh! ¡He dicho esto y aquello y tantas cosas…! —interrumpió la tía—. En mis tiempos también dije muchas cosas. Pero lo que no comprendo es que te hayas entendido tan bien con Cristina. No habéis podido encontraros con frecuencia. Y nunca hubiera dicho que esta chiquilla fuera tan fácil de conquistar…

—Nos conocimos en Oslo. Luego fue a casa de su tío, a Gerdarud. Salí y nos encontrábamos en el bosque —bajó los ojos y añadió en voz baja—: Allí fue mía, sólo mía…

Dama Aashild se levantó. Erlend bajó aún más la cabeza.

—¿Y después de eso siguió siendo complaciente contigo? —preguntó Dama Aashild incrédula.

—Sí —contestó Erlend sonriendo, con voz temblorosa—. Hemos seguido siendo muy buenos amigos. Ella no puso ninguna dificultad, aunque debo decir que no tiene la menor culpa. Fue entonces cuando quería que la llevara lejos… No quería volver junto a sus padres…

—¿Y no era eso lo que tú querías?

—No, yo quería intentar hacerla mi esposa con el consentimiento de su padre.

—¿Hace tiempo de esto?

—Hará un año por San Lavrans.

—No te has apresurado para pedir su mano.

—No estaba aún libre del otro compromiso.

—¿Y después, no has vuelto a verla?

—Nos las hemos arreglado para vernos de vez en cuando… —y de nuevo una sonrisa temblorosa iluminó el rostro de Erlend— en una casa, en la ciudad.

—¡En nombre de Dios! —exclamó Dama Aashild—. Bueno, os ayudaré a ti y a ella todo lo que pueda. Comprendo que sea muy duro para Cristina el vivir en casa de sus padres con semejante peso en la conciencia. ¿No hay nada más?

—No, que yo sepa —contestó Erlend.

—¿Has pensado bien —dijo Aashild pasado un momento— en que Cristina tiene amigos y parientes en la parte baja del valle?

—Viajaremos en secreto, siempre que sea posible. Por eso se trata de alejarnos rápidamente y de haber adelantado camino antes que su padre haya regresado. Tú nos prestarás tu trineo, tía.

Aashild se encogió de hombros.

—También está su tío en Skog. ¿Y si se entera de que celebras tu matrimonio con su sobrina en Gerdarud?

—Aasmund habló bien de mí a Lavrans —dijo Erlend—. Por supuesto, no puede ser cómplice, pero sabrá cerrar los ojos; iremos de noche a encontrar al sacerdote y de noche nos alejaremos. Me figuro que Aasmund explicará luego a Lavrans que no es conveniente que un hombre que teme a Dios como él nos separe una vez casados por un sacerdote; que sería mejor dar su consentimiento para que así fuéramos una pareja legal. Tú puedes decirle lo mismo a Lavrans. Pondrá condiciones; pues bien, que ponga las que quiera para llegar a un arreglo y que reclame la indemnización que crea conveniente.

—No creo que Lavrans Bjoergulfssoen acepte fácilmente consejos en este asunto —declaró Dama Aashild—. Dios y san Olav saben que el procedimiento no me gusta nada, sobrino. Pero comprendo que es el último medio a que puedes acudir, si quieres reparar el daño hecho a Cristina. Yo misma iré mañana a caballo a Joerungaard, si me prestas a uno de tus escuderos y puedo pedir a Ingrid, que vive más al Norte, en nuestra misma colina, que cuide de mis animales.

Dama Aashild llegó a Joerungaard a la noche siguiente, en el momento en que el claro de luna luchaba con las últimas luces del día. Vio a Cristina mucho más pálida y con el rostro demacrado, cuando salió al patio a recibir a su invitada.

Dama Aashild se sentó al lado de la estufa y jugó con las dos pequeñas. Disimuladamente observaba a Cristina, que ponía la mesa. Seguía esbelta y parecía serena. Siempre lo había sido, pero era una nueva serenidad la que manaba ahora de ella. Dama Aashild adivinaba toda la tensión y el orgullo tenaz que había detrás de su actitud.

—Sin duda os habréis enterado —dijo Cristina acercándosele— de lo que ha ocurrido aquí este otoño…

—Sí; ¿qué mi sobrino pidió tu mano?

—¿Os acordáis haber dicho un día que él y yo podríamos entendernos bien, pero que era demasiado rico y de un linaje excesivo para mí?

—Me he enterado de que Lavrans piensa de modo distinto —contestó secamente Aashild.

Una luz brilló en los ojos de Cristina y sonrió. «Es una buena muchacha —se dijo Dama Aashild—. Aunque tal vez no le haya proporcionado ningún placer, se ha rendido a Erlend y ha aceptado todo lo que él le pidió».

Cristina preparó para la visitante la cama de sus padres y Dama Aashild pidió a la joven que durmiera con ella. Cuando estuvieron acostadas y todo fue silencio en la estancia, Dama Aashild expuso su misión.

Le resultó extremadamente doloroso ver que aquella niña no parecía pensar, ni por un instante, en la pena que causaría a sus padres. «Sin embargo, yo he conocido lo que es la angustia y el sufrimiento durante más de veinte años, en casa de Baar —pensaba Aashild—. Así es como ocurre con todos nosotros. Cristina tampoco parece ver lo mucho que ha perdido Ulvhild este otoño. No es probable que vea viva a su hermana por mucho tiempo». Pero no dijo nada. Cuanto más tiempo conservara Cristina aquella alegría intensa y su orgullo, mejor sería.

Cristina se levantó y en la oscuridad recogió sus joyas en un estuche que se llevó a la cama. Aashild le dijo entonces:

—De todos modos a mí me parece que sería mejor que Erlend viniera aquí cuando tu padre esté de regreso, Cristina; que explicara sinceramente el gran daño que te ha hecho y que dejara la decisión en manos de Lavrans.

—Entonces creo que mi padre mataría a Erlend.

—Lavrans no lo hará si Erlend se niega a sacar la espada contra su suegro —contestó Aashild.

—No quiero que se humille a Erlend de ese modo —dijo Cristina—. No quiero tampoco que mi padre sepa que Erlend me había tocado antes de haberme pedido según las reglas del honor.

—¿Crees acaso que Lavrans estará menos indignado cuando sepa que has abandonado su casa con Erlend, y crees que le será más fácil de soportar? Según la ley serás simplemente la concubina de Erlend mientras vivas con él sin que tu padre haya consentido en entregarte a él.

—Es distinto a que sea la amante de Erlend porque este no haya podido tomarme como esposa legítima.

Dama Aashild calló. Pensaba que tendría que ver a Lavrans Bjoergulfssoen tan pronto regresara, una vez se enterara de que su hija había sido raptada.

Entonces dijo Cristina:

—Comprendo, Dama Aashild, que le parezco una mala muchacha. Pero desde que mi padre regresó de la asamblea, las cosas han ido tan mal en casa que cada día ha sido un sufrimiento para él, lo mismo que para mí. Es mejor, para todo el mundo, que el asunto termine de una vez.

Se fueron de Joerungaard, a caballo, a la mañana siguiente y llegaron a Haugen poco después de las tres de la tarde. Erlend salió a recibirlas al patio y Cristina se echó en sus brazos sin preocuparse del escudero que las había acompañado a Dama Aashild y a ella.

En la sala saludó a Bjoern Gunaarsoen, y a los otros dos escuderos de Erlend, como si les conociera ya. Dama Aashild no descubrió en ella la menor señal de timidez o miedo. Después, cuando estuvieron en la mesa y Erlend expuso su plan, Cristina intervino discutiendo el camino a seguir: saldrían de Haugen a la noche siguiente, bastante tarde para llegar a Rosten después de la puesta de la luna, y así atravesar Sil en plena oscuridad al pasar delante de Loptsgaard; desde allí remontarían el curso del Otta hasta el puente, luego seguirían la costa oeste del Otta y del Laag por caminos desiertos mientras los caballos tuvieran fuerzas para ello. Pasarían el día siguiente en una de las cabañas de primavera que se encuentran en el flanco de la montaña, «porque mientras dure la asamblea de Holledis, podemos tropezar con gente que me conoce».

—¿Has pensado en el pienso de los caballos? —preguntó Dama Aashild—. No podéis robar forraje de las cabañas de primavera en un año como este, suponiendo que encontrarais, y sabes que en nuestro valle nadie tiene sobrante que vender este año.

—Ya lo he pensado —interrumpió Cristina—. Nos daréis forraje y víveres para tres días. También es una razón para que no viajemos en grupos numerosos… Erlend tiene, pues, que mandar regresar a Jon a Husaby. El año ha sido mejor en el Troendelag y antes de Navidad será inútil intentar transportar nada por la montaña. Al sur de la aldea hay unos pobres que me gustaría socorrer con una limosna en nombre de Erlend y mío, Dama Aashild.

Bjoern se echó a reír con una risa extraña y triste. Dama Aashild bajó la cabeza. Pero el escudero Ulf levantó su rostro curtido y miró a Cristina con una extraña expresión de descaro:

—Jamás ha habido sobrantes en Husaby, Cristina Lavransdatter, lo mismo si los años han sido buenos, como si han sido malos. Pero puede que cambie la cosa cuando vos toméis las riendas. Se comprende por vuestras palabras que sois la mujer que Erlend necesita.

Cristina, sin turbarse, hizo una inclinación al hombre y prosiguió. Deberían mantenerse alejados de la carretera principal lo más que pudieran. Y le parecía imprudente pasar por Hamar. Erlend adujo que Munan estaba allí… y había que pensar en la carta para la duquesa.

—Entonces Ulf nos dejará en Fagaberg y se encontrará con Micer Munan; mientras, nosotros nos mantendremos al oeste de Mjoes y pasaremos por Land y por los caminos de atrás que atraviesan Hadeland para bajar a Hakedal. Desde allí debe de haber un camino desierto que conduce al mar, hacia Margretadal, por lo que he oído decir a mi tío. Sería imprudente que pasáramos por Raumarike en la época en que debe de tener lugar la gran fiesta de bodas de Dyfrin —terminó riendo.

Erlend fue a cogerla por los hombros y ella se dejó caer hacia atrás sin preocuparse lo más mínimo de los que estaban allí sentados. Dama Aashild la increpó:

—Nadie creería que huyes de tu casa por primera vez.

Y Micer Bjoern se echó a reír como antes.

Poco después Dama Aashild se levantó para ir a preparar la cena. Había encendido fuego en el horno de la tahona porque era allí donde iban a dormir los hombres de Erlend. Rogó a Cristina que la acompañara «porque quiero poder jurar a Lavrans que ni un solo momento habéis estado solos en mi casa», dijo enfadada.

Cristina sonrió y salió con ella. Inmediatamente después Erlend se reunió con ambas, remoloneando, luego acercó un escabel de tres patas al fuego y se sentó en medio del paso. Todas las veces que Cristina pasaba a su lado la cogía y esta se soltaba y atendía su trabajo. Al final la sentó sobre sus rodillas.

—Es cierto lo que dice Ulf: eres la mujer que necesito.

—Sí, sí —asintió Dama Aashild con sonrisa disgustada—. No te llevas un mal lote. Pero es ella la que lo pone todo en esta aventura… tú, tú no arriesgas nada.

—Es verdad —reconoció Erlend—. Pero he demostrado mi voluntad de llegar hasta ella por el camino recto. No te enfades, tía Aashild.

—¿Cómo no voy a enfadarme? Apenas puestos en orden tus asuntos, vuelves a abandonarlo todo por una mujer.

—Acuérdate, tía. Las cosas han ocurrido siempre así: no son los hombres peores los que se dejan llevar al desorden por una mujer… Todas las leyendas lo dicen.

—¡Ah!, ¡que Dios nos asista, Erlend! —suspiró Aashild. Su rostro se hizo más joven y tierno—. Esas palabras ya las he oído antes —le cogió la cabeza y le tiró de los cabellos.

En el mismo momento Ulf abrió la puerta bruscamente y volvió a cerrarla rápidamente a su espalda:

—Acaba de llegar un huésped, Erlend… y creo que es el que más te repugna ver.

—¿Se trata de Lavrans Bjoergulfssoen? —preguntó Erlend sobresaltado.

—Sería demasiado bonito… No, es Eline Ormsdatter.

La puerta se abrió empujada desde fuera; la mujer que entraba apartó a Ulf a un lado y se adelantó a la luz. Cristina miraba a Erlend. Primero pareció como si palideciera y se derrumbara al mismo tiempo; luego se irguió, congestionado:

—¿De dónde diablos vienes? ¿Qué buscas aquí?

Dama Aashild se adelantó y dijo:

—Venid conmigo a la sala, Eline Ormsdatter. En casa tenemos de todos modos en cuenta las conveniencias para no recibir a nuestros huéspedes en la tahona.

—Yo no espero, Dama Aashild, que los parientes de Erlend me traten como a un huésped. ¿No preguntabas de dónde venía? Vengo de Husaby, si es que te interesa. Te traigo recuerdos de Orm y de Margret; están bien.

Erlend no contestó.

—Cuando me enteré de que habías encargado a Gissur Arnfinsoen recogerte dinero y de que te ibas hacia el Sur —prosiguió— pensé que esta vez, sin duda, te detendrías en casa de tus parientes de Gudbrandsdal. Sabía que habías hecho pedir la mano de la hija de su vecino.

Miró a Cristina por primera vez y se encontró con los ojos de la joven. Cristina estaba muy pálida, pero miraba a la recién llegada con calma y atención.

Cristina estaba inerte como una piedra. Desde el primer instante había sabido quién era el nuevo huésped, y no se había equivocado… Era este el pensamiento que había evitado constantemente, que había querido ahogar por orgullo, inquietud e impaciencia; todo este tiempo se había negado a preguntarse si Erlend había podido librarse definitivamente de su antigua amante. Ahora la tenía delante; era inútil resistirse más. Pero tampoco imploraría.

Veía que Eline Ormsdatter era bonita. Ya no era joven, pero seguía siendo bonita y debió haber sido espléndida. Echó su capucha hacia atrás; su cabeza era redonda y dura como una bala, los pómulos ligeramente salientes, pero era fácil ver que había sido muy bella. Un pañuelo le cubría la cabeza en la parte de atrás; mientras hablaba, sus manos recogían el cabello que le caía sobre la frente, debajo del lienzo; era un cabello dorado y ondulado. Cristina no había visto nunca a una mujer con unos ojos tan grandes; eran de un color castaño oscuro, redondos y fijos, pero bajo las cejas negras y finas y bajo sus largas pestañas formaban un contraste admirable con la cabellera dorada. La carrera a caballo en pleno frío había endurecido su piel y sus labios pero no la afeaba: era demasiado bella para ello. Un pesado abrigo de viaje la envolvía por completo, pero sabía llevarlo y tenía el aire tranquilo de la mujer que anda orgullosa de su esplendor corporal. Era casi tan alta como Cristina, pero su porte era tal que parecía mucho más alta que la esbelta joven de miembros frágiles.

—¿Has estado todo este tiempo en tu casa de Husaby? —preguntó Cristina.

—Yo no he estado en Husaby —contestó Erlend volviendo a ruborizarse—. Estuve en Hestnaes la mayor parte este verano.

—Esa es la noticia que quería darte, Erlend —dijo Eline—. Ya no tienes necesidad de vivir en casa de tu familia y de poner a prueba su hospitalidad porque yo vivo en tu casa. Soy viuda desde el otoño.

Erlend no se movió.

—No fui yo quien te rogó que te instalaras en Husaby y dirigieras mi casa desde el año pasado —dijo.

—Me enteré de que todo iba mal allí. Siempre he sentido tal ternura hacia ti, Erlend, que he creído que debía ocuparme de tu bienestar aunque, ¡Dios lo sabe…!, no te hayas portado bien con nuestros hijos ni conmigo.

—Por los niños he hecho lo que he podido. Y sabes muy bien que es por ellos por lo que he aceptado tu presencia en Husaby. Pero ni tú misma te crees que nos hayas hecho un favor a ellos o a mí viviendo allí —añadió con sonrisa irónica—. Gissur sabe muy bien llevar la casa sin tu ayuda.

—Sí, siempre has tenido plena confianza en Gissur —contestó Eline—. Pero lo que ocurre hoy, Erlend, es que soy libre. Si quieres puedes cumplir la promesa que me hiciste tiempo atrás.

Erlend se pasó la mano por el cabello empapado de sudor.

—¿No te acuerdas? La noche en que di a luz a tu hijo me prometiste que te casarías conmigo en caso de que Sigurd muriese.

—Sí, me acuerdo.

—¿Quieres ahora cumplir tu promesa?

—No.

Eline Ormsdatter miró a Cristina, sonrió ligeramente e inclinó la cabeza. Luego volvió a mirar a Erlend.

—De eso hace diez años —dijo al fin Erlend. Desde entonces hemos vivido juntos, año tras año, como dos condenados del infierno.

—Puede que haya habido algo más —insistió Eline con la misma sonrisa.

—En todos estos años no ha habido nada más —sentenció Erlend perdida la paciencia—. Los niños no pueden remediarlo. Y sabes… sabes que no soy capaz de volver a vivir contigo bajo el mismo techo.

Hablaba casi a gritos.

—No me di cuenta de ello cuando estuviste en casa este verano —la sonrisa de Eline se hizo significativa—. Entonces no éramos enemigos… siempre.

—Si crees que aquello era ser amigos, gracias por mi parte.

—¿Pensáis quedaros aquí? —intervino Dama Aashild. Vació la marmita en dos grandes cuencos de madera y entregó uno a Cristina. La joven lo tomó—. Llévate este. Y tú, Ulf, coge el otro. Ponedlos sobre la mesa. Pase lo que pase, tenemos que cenar.

Cristina y el escudero salieron con los platos. Aashild dijo a los otros dos:

—Venid también vosotros. Es inútil que os quedéis aquí ladrando uno contra otro.

—Es mejor que Eline y yo terminemos ahora nuestra discusión.

Dama Aashild no contestó; salió.

En la sala, Cristina había puesto la mesa y subido cerveza de la bodega. Estaba sentada al extremo del banco, tiesa como un cirio y con el rostro tranquilo, pero no comía. Ni Bjoern ni los escuderos de Erlend tenían tampoco gran apetito. Sólo comían el hombre que había acompañado a Eline y el equipo de jornaleros de Bjoern. Dama Aashild se sentó y cogió un poco de gachas. Nadie hablaba.

Por fin, Eline Ormsdatter, entró; sola. Dama Aashild la invitó a sentarse entre ella y Cristina; Eline aceptó y comió ligeramente. De vez en cuando una sonrisa furtiva iluminaba su rostro y miraba de soslayo a Cristina.

Al cabo de un rato, Aashild salió para ir al horno. El fuego estaba casi consumido del todo. Erlend seguía sentado sobre el escabel delante de las brasas, inclinado hacia delante con la cabeza en los brazos.

Dama Aashild se le acercó, le puso las manos sobre sus hombros y dijo:

—¡Que Dios te perdone lo que has hecho…!

Erlend levantó la mirada. Su rostro estaba descompuesto por la desesperación.

—Tiene hijos —dijo cerrando los ojos.

Una llamarada pasó por el rostro de Dama Aashild. Cogió brutalmente a Erlend por el hombro.

—¿Y de quién son? —preguntó ruda e irónicamente.

—Míos no —dijo Erlend con la misma voz apagada—. Pero sin duda no me creerás… nadie va a creerme —y volvió a doblegarse.

Dama Aashild se sentó delante de él, sobre el borde del hogar.

—Hay que intentar hacer acopio de valor, Erlend. No es fácil creerte en este asunto. ¿Juras que no son tuyos?

Erlend levantó el rostro descompuesto.

—Tan cierto como necesito de la misericordia divina… Tan cierto como creo que… que Dios consoló a su Madre en el Paraíso por todo lo que tuvo que soportar en la tierra… ¡Juro que no he tocado a Eline desde la primera vez que vi a Cristina!

Dijo estas palabras gritando y Dama Aashild tuvo que imponerle silencio.

—Entonces no me parece que sea tan gran desgracia. Sólo tienes que descubrir quién es el padre y pagarle para que se case con ella.

—Creo que Gissur Arnfinsoen… mi hombre de confianza en Husaby —contestó Erlend cansado—. Hablamos de esto el otoño pasado… y también después. La muerte de Sigurd se ha hecho esperar. Gissur consentía en casarse con ella una vez enviudara si yo consentía en darle una buena dote.

—Bien —dijo Dama Aashild. Erlend continuó:

—Eline jura que no le quiere. Declarará que el padre soy yo. Si juro que no… ¿no crees que todo el mundo creerá que juro en falso?

—Tendrías que hacerla cambiar de opinión. Lo único que puedes hacer es ir con ella mañana a Husaby. Entonces muéstrate duro y firme y arregla de una vez el matrimonio entre tu hombre de confianza y Eline.

—Sí… ¿Pero no comprendes, tía…? ¿Qué pensará Cristina de todo esto? —y se echó a llorar con fuertes sollozos.

Aquella noche Erlend durmió en la tahona con sus escuderos. En la sala, Cristina durmió con Dama Aashild en su cama y Eline en la otra. Bjoern se fue a la cuadra.

A la mañana siguiente, Cristina acompañó a Dama Aashild al establo. Mientras Aashild iba al horno para preparar el desayuno, Cristina trajo la leche a la sala.

Una vela ardía sobre la mesa. Eline, vestida, estaba sentada al borde de su cama. Cristina la saludó tranquilamente, fue a recoger una jarra y vertió en ella la leche.

—¿Quieres darme un poco? —pidió Eline. Cristina tomó un vaso de madera y se lo tendió. Esta bebió ávidamente mirando a la joven por encima del borde.

—¿Conque tú eres Cristina Lavransdatter, la que me ha robado a Erlend? —dijo al devolverle el vaso.

—Vos sabréis mejor que yo si había algo que robaros —contestó la joven.

Eline se mordió los labios.

—¿Y qué vas a hacer si Erlend se cansa un día de ti y te ofrece casarte con un criado suyo? ¿También se lo concederás?

Cristina no contestó, por lo que Eline prosiguió:

—Ahora te sometes a él en todo, me figuro. Dame tu opinión, Cristina… ¿vamos a jugarnos a nuestro hombre a los dados entre las dos, nosotras, las amantes de Erlend Nikulaussoen? —al no obtener respuesta, sonrió y dijo aún—: ¿Eres tan ingenua que confiesas que eres una concubina?

—A ti no tengo que mentirte —contestó Cristina.

—Tampoco te servirá de nada —volvió a decir Eline en el mismo tono de antes—. Conozco bien al muchacho. Ha debido de inflamarse la segunda vez que os visteis, me figuro. Lo siento por ti, pareces buena chica.

Las mejillas de Cristina palidecieron. Asqueada, dijo en voz baja:

—No quiero hablarte…

—¿Crees que se portará mejor contigo que conmigo?

Pero Cristina contestó con sequedad:

—Yo no me rebajaré a quejarme a Erlend, haga lo que haga después. Yo misma elegí un camino salvaje y ni gemiré ni me lamentaré si ello me hace caer en el precipicio.

Eline se calló unos segundos. Luego, roja y turbada, confesó:

—Yo también era virgen cuando Erlend me tomó, Cristina. Sólo que durante siete años me había llamado esposa de mi viejo marido. ¡Pero puedes imaginarte la vida que era!

Cristina se estremeció. Eline la miró y entonces sacó de su cofre de viaje, que estaba a su lado en el estribo de la cama, un cornezuelo. Rompió el sello y dijo con dulzura:

—Tú eres joven y yo soy vieja, Cristina. Sé que es inútil luchar contra ti. Es tu hora. ¿Quieres beber conmigo, Cristina?

Cristina no se movía. Entonces acercó el cornezuelo a su boca, pero la joven observó que no bebía. Eline insistió:

—Ya podrías hacerme el honor de beber a mi salud… y prometerme que no serás una madrastra cruel para con mis hijos.

Cristina tomó el cuerno. En aquel momento Erlend abrió la puerta. Se detuvo y su mirada asombrada fue de una a otra de las mujeres:

—¿Qué es esto? —preguntó.

Entonces Cristina contestó… con voz cortante, desgarrada:

—Nosotras, tus dos amantes, bebemos a nuestra salud…

La cogió de la mano y le quitó el cuerno.

—Basta —dijo—. No beberás con ella.

—¿Por qué no? La querías tanto como a mí, cuando la sedujiste…

—Lo ha dicho tantas veces que ha llegado a creer que era verdad —observó Erlend—. ¿Te acuerdas del día en que me llevaste a presencia de Sigurd contándome las mismas historias y que Sigurd demostró, ante testigos, que ya te había sorprendido con otro hombre?

Pálida de asco, Cristina se apartó. Eline, por el contrario, estaba roja, pero aún dijo con orgullo:

—No se volverá leprosa, me figuro, por beber conmigo.

Erlend se volvió a Eline, furioso. Parecía como si de pronto su rostro se alargara y se endureciera. Jadeaba de horror:

—¡Jesús! —dijo casi sin voz y agarrando a Eline por el brazo ordenó en tono duro—: Bien, bebe a su salud. Pero bebe tú primero. Ella beberá luego, contigo.

Eline se soltó, retorciéndose y gimiendo. Huyó, retrocediendo a través de la sala. Erlend la siguió.

—Bebe —sacó el puñal de la vaina y continuó avanzando hacia ella—. Bebe el brebaje que has preparado para Cristina —y cogiendo el brazo de Eline la arrastró hasta la mesa obligándola a doblegarse sobre el cuerno.

Eline lanzó un grito y se cubrió la cara con las manos. Erlend la soltó pero permaneció vigilante a su lado.

—Mi vida era un infierno con Sigurd —gritó Eline—. Tú me prometiste… Pero tú has sido aún peor para mí, Erlend.

Entonces Cristina se adelantó y apoderándose del cuerno afirmó:

—Una de las dos debe beber… No puedes quedarte con las dos…

Erlend le arrancó el recipiente y le dio a Cristina un empujón tan fuerte a través de la sala que fue a dar contra la cama de Aashild. Con gesto amenazador acercó la bebida a la boca de Eline Ormsdatter. Estaba a su lado, con una rodilla apoyada en el banco y sujetándole la cabeza intentaba hacerla beber a la fuerza. Pero ella se soltó, cogió el puñal que estaba sobre la mesa y lo hundió en Erlend. El golpe no hizo más que desgarrarle las ropas. Entonces lo volvió hacia sí y un instante después caía de lado entre los brazos de Erlend.

Cristina se puso en pie y se acercó. Erlend sostenía a Eline cuya cabeza colgaba sobre su brazo. Casi en seguida empezó el estertor de la agonía; tenía la garganta llena de sangre que le salía de la boca. Entre una bocanada balbució:

—Era a ti a quien destinaba el brebaje… por todas las veces… que me traicionaste…

—Ve a buscar a tía Aashild —dijo Erlend en voz baja. Cristina no se movió.

—Se muere —añadió Erlend en el mismo tono.

—Tiene más suerte que nosotros —dijo Cristina.

Erlend la miró con tal expresión de angustia en los ojos que ella se enterneció. Salió de la sala.

—¿Qué pasa? —preguntó Dama Aashild, al ver que Cristina la llamaba desde la tahona.

—Hemos matado a Eline Ormsdatter. Se está muriendo…

Dama Aashild dio un salto. Pero Eline había entregado el alma cuando pasó el umbral.

Dama Aashild colocó a la muerta sobre el banco y lavó la sangre de su rostro, que cubrió con su pañoleta. Erlend estaba de pie, apoyado en la pared, detrás del cadáver.

—¿No comprendes —dijo Dama Aashild— que esto era lo peor que podía ocurrir?

Había cargado el fuego de astillas y ramas. Colocó el cornezuelo en medio y aventó el fuego.

—¿Puedes fiarte de tus escuderos? —preguntó.

—De Ulf y Haftor, creo que sí. En cuanto a Jon y al hombre que acompañó a Eline, les conozco poco.

—Compréndeme —prosiguió Aashild—. Si corre el rumor de que tú y Cristina estabais juntos aquí y solos con ella cuando ocurrió la muerte, hubiera sido preferible dejarle beber el brebaje de Eline… Y si se habla de veneno la gente recordará lo que se me achacó años atrás… ¿Tenía parientes o amigos?

—No —contestó Erlend—. No tenía a nadie más que a mí.

—Sin embargo, va a ser difícil callar el hecho y sacar el cadáver sin atraer sobre ti las peores sospechas.

—Hay que llevarla a la tierra sagrada —insistió Erlend— aunque esto me cueste Husaby. ¿Qué opinas tú, Cristina?

Cristina asintió.

Dama Aashild guardaba silencio. Cuanto más reflexionaba más imposible le parecía encontrar una buena solución. En la tahona había cuatro escuderos… ¿Podía Erlend comprar el silencio de todos? ¿Alguno, el que acompañó a Eline, por ejemplo, aceptaría dinero para abandonar el país? En todo caso, no era seguro. Y en Joerungaard sabían que Cristina estaba allí. Si Lavrans se enteraba, Dios sabe lo que sería capaz de hacer. De todos modos tenían que llevarse el cadáver. En este momento no había que pensar en el camino de montaña, al oeste… era el que llevaba a Raumsdal y, por encima de la montaña, a Trondhjem o hacia el sur siguiendo el valle. Y si un día se sabía la verdad, nadie querría creerla aunque pareciera plausible.

—Voy a hablar con Bjoern —dijo levantándose.

Bjoern Gunnarssoen escuchó el relato de su mujer sin mover un solo músculo y sin apartar la vista de Erlend.

—Bjoern —dijo Aashild—, hay que jurar que la hemos visto herirse por su mano.

Los ojos de Bjoern se hicieron poco a poco más oscuros y vacíos. Miraba a su mujer y su boca se torcía en un rictus oblicuo.

—¿Según tú, «hemos» quiere decir yo?

Dama Aashild cruzó las manos y levantó los ojos hacia él:

—Bjoern, no te das cuenta de lo que está en juego para ellos…

—Y sin embargo, ¿crees que yo no soy nada? ¿O me crees aún igual al hombre que fui tiempo atrás, capaz de jurar en falso para evitar que se hunda el muchacho? ¡Yo… precisamente yo que me hundí… hace tantos años! Hundido, he dicho. Hundido —insistió.

—Dices eso porque ahora soy vieja —murmuró Aashild.

Cristina rompió a llorar con sollozos que llenaron la sala. Hasta entonces había permanecido acurrucada contra la cama de Aashild, rígida e inmóvil. Siguió llorando en voz alta, sin contenerse, como si la voz de Aashild le hubiera desgarrado y abierto el corazón. Aquella voz estaba cargada de los recuerdos de la dulzura de amar. Parecía llevar a Cristina a comprender por primera vez todo lo que había sido el amor de ella y Erlend. El recuerdo de una felicidad ardiente y fuerte arrastraba todo lo demás… limpiaba el odio y la agria desesperanza de aquella última noche. Sólo reconocía su amor y su voluntad de mantenerse firme.

Los tres la miraron. Entonces Micer Bjoern se le acercó, le levantó la barbilla y la miró a los ojos:

—Dime, Cristina, ¿lo ha hecho ella sola?

—Todas las palabras que habéis oído son ciertas —contestó Cristina con firmeza—. Con nuestras amenazas la hemos obligado a obrar así.

—Había preparado a Cristina una suerte peor —declaró Aashild.

Bjoern dejó a la joven. Fue a buscar el cadáver y lo llevó a la cama donde había dormido la noche anterior y lo arregló de modo que estuviera bien cubierto por los tapices del muro.

—Enviarás a Jon y al otro escudero a Husaby para advertir que Eline se ha marchado hacia el sur. Haz que salgan a mediodía. Di que las mujeres duermen en la sala; comerán en la tahona. Luego hablarás con Ulf y Haftor. ¿Había dicho alguna vez que haría esto? ¿Puedes encontrar testigos si son necesarios?

—Todos los que han estado en Husaby en los últimos años que vivimos juntos —dijo Erlend cansado— pueden declarar que había amenazado matarse… y matarme a mí… cuando a veces hablaba de separarme de ella.

Bjoern sonrió inesperadamente.

—Es lo que me figuraba. Esta misma noche la vestiremos con un abrigo de viaje y la pondremos en el trineo. Tú te sentarás a su lado…

Erlend se tambaleó:

—No podré hacerlo.

—Sólo Dios sabe lo que quedará de ti, del hombre que eres ahora, cuando se te interrogue durante veinte años. ¿Puedes por lo menos conducir un trineo? Entonces me sentaré yo a su lado. Viajaremos de noche y por caminos desiertos hasta que lleguemos a Fron. Con este frío nadie puede saber cuánto tiempo lleva muerta. Iremos a la hospedería de los frailes, en Roaldstad. Allí, tú y yo declararemos que habéis tenido una disputa en la parte de atrás del trineo. Es sabido que no has querido vivir con ella desde que te levantaron la excomunión y que has pedido la mano de una joven que es de tu clase. Ulv y Haftor nos seguirán a distancia durante todo el camino de modo que pueden jurar, si es preciso, que vivía la última vez que la vieron. ¿Podrás obtener esto de ellos, no? En el convento podrás hacerla meter en un ataúd… y luego pagarás a los sacerdotes para que tenga sepultura inviolable y para ti el descanso del alma.

»¡Oh, ya sé que no es hermoso! Pero no has arreglado las cosas de modo que haya otra solución. No te quedes aquí como una mujer que va a dar a luz y se siente mal. ¡Que Dios te ayude, muchacho! Sin duda desconoces aún lo que es sentir la hoja de un puñal apoyada en la primera vértebra cervical.

Un aire cortante soplaba de la montaña cuando salieron, y un humo fino y plateado se levantaba de los montones de nieve en el aire azul lunar.

Habían enganchado dos caballos, uno delante del otro. Erlend estaba en el pescante. Cristina se le acercó:

—Esta vez, Erlend, trata de mandarme un mensaje para decirme cómo va el viaje y lo que es de ti.

El hombre le estrechó la mano con tal fuerza que le pareció que la sangre iba a manarle por las raíces de las uñas.

—¿Tienes valor para seguir queriéndome a pesar de todo, Cristina?

—¡Sí, a pesar de todo! —Poco después añadió—: En este mundo los dos somos culpables. Te he provocado porque quería su muerte.

Dama Aashild y Cristina asistieron a su marcha. El trineo saltaba y se hundía por entre los montones de nieve. Desapareció en un recodo, para reaparecer más lejos en una cuesta blanca. Pero los viajeros se hundieron en seguida en la sombra de una loma y desaparecieron del todo.

Las dos mujeres se sentaron ante la estufa, de espaldas a la cama vacía de la que Aashild había sacado mantas y paja. Ambas sentían que estaba detrás de ellas, desnuda y vacía.

—¿Quieres que esta noche durmamos en el horno? —preguntó de pronto Dama Aashild.

—¿Qué más da el lugar donde durmamos? —contestó Cristina.

Dama Aashild salió y examinó el tiempo.

—Que haga viento o que empiece el deshielo, poco camino habrán hecho antes de que amanezca —dijo Cristina.

—Aquí, en Haugen, hace siempre mucho viento —contestó Dama Aashild—. No hay indicios de que el tiempo quiera cambiar.

Volvieron a sentarse.

—No debes olvidar la suerte que os tenía destinada —le recordó Aashild.

Cristina observó con dulzura:

—En su lugar tal vez habría deseado lo mismo.

—Jamás hubieras querido que otra persona fuera leprosa por tu causa.

—¿Recuerdas, tía, que me dijiste un día que está bien no atreverse a hacer lo que a uno no le parece bien? Pero que no está tan bien pensar que algo está mal porque uno no se atreve a hacerlo.

—Jamás harías semejante acción, por temor al pecado —declaró Dama Aashild.

—No, no lo creo. En realidad he hecho muchas cosas que en otro tiempo creí que no me atrevería a hacer por temor al pecado. Pero no me daba cuenta de que el pecado viene después, cuando alguien debe pisotear a otra persona.

—Erlend quería poner fin a su vida de desorden mucho antes de que te conociera. Entre ellos todo había terminado antes.

—Lo sé —repuso Cristina—. Pero no debía de tener motivos suficientes para creer que la decisión de Erlend fuera tan firme que no pudiera ella quebrantarla.

—Cristina —rogó Dama Aashild con ansiedad—, no irás a abandonar a Erlend ahora, ¿verdad? Sólo podéis salvaros uno por el otro.

—Un sacerdote no querría dar semejante consejo —dijo Cristina con fría sonrisa—. Pero sé que no abandonaré a Erlend… aunque deba pisotear a mi propio padre.

Dama Aashild se puso en pie.

—Creo que sería mejor que empezáramos a hacer algo en lugar de quedarnos así, sentadas. Intentar descansar sería, sin duda, inútil.

Fue a buscar la vasija de madera donde batían la leche, trajo las jarras, llenó la vasija y empezó a trabajar.

—Deja que haga yo esto —pidió Cristina—. Mi espalda es más joven.

Trabajaron en silencio. Cristina estaba cerca de la puerta de la estancia pequeña, con la vasija, y Aashild peinaba lana delante del fuego. Sólo cuando Cristina terminó de filtrar la leche y empezó a trabajar la mantequilla, preguntó:

—Tía Aashild, ¿no has tenido nunca miedo pensando en el día en que te encontrarás ante el tribunal de Dios?

Dama Aashild se levantó y se quedó ante Cristina, a plena luz:

—Tal vez tenga el valor de pedir al que me ha creado como soy que tenga piedad de mí cuando llegue mi hora. Porque jamás he implorado su piedad cuando obraba contra sus mandamientos. Y nunca he rogado a Dios ni a los hombres que me devolvieran nada a cambio de lo que he sufrido como expiación en este mundo.

Un poco después dijo en voz baja:

—Munan, mi hijo mayor, tenía veinte años. No era tal como sé que es ahora. Antes, mis hijos no eran así…

Cristina contestó con calma:

—Sin embargo, has tenido a Micer Bjoern a tu lado, de día y de noche durante todos estos años…

—Sí. Es cierto que lo he tenido.

La mantequilla de Cristina estuvo lista al momento. Dama Aashild propuso entonces que se acostaran un rato.

En la cama pasó el brazo por los hombros de Cristina y atrajo hacia sí su cabecita joven. No tuvo que esperar mucho para notar por la respiración igual y tranquila que Cristina se había dormido.