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El día veinticuatro de agosto, día de San Bartolomé, se prestó acatamiento al sobrino del difunto rey Haakon, en la asamblea de Hauga. Entre los hombres enviados en representación del Gudbrandsdal septentrional estaba Lavrans Bjoergulfssoen. Era gentilhombre del rey desde su juventud, pero en todos aquellos años apenas había formado parte de la guardia, y la fama que había ganado en la campaña con el duque Erik no la había utilizado para sacar partido de ella. Tampoco estaba impaciente por asistir a esta ceremonia de homenaje, pero no podía excusarse. Los delegados de Norddal tenían también por misión comprar trigo en el sur del país y mandarlo por barco al Raumsdal.

La gente de las aldeas estaba desanimada e inquieta ante la inminencia del invierno. También desagradaba a los campesinos que les dieran de nuevo un niño como rey de Noruega. Los viejos recordaban la época en que murió el rey Magnus, dejando a sus hijos niños, y Sira Erik decía:

Vae terrae ubi puer rex est. —Lo que los noruegos traducían así: zafarrancho nocturno para las ratas en la granja donde el gato es joven…

Ragnfrid Ivarsdatter dirigió la granja en ausencia de su marido, y lo mismo para Cristina que para ella fue una suerte que tuvieran la cabeza llena de preocupaciones y las manos de trabajo. En toda la aldea la gente se dedicaba a la cosecha de musgos de montaña y a rascar las cortezas, porque apenas había habido heno y casi nada de paja, e incluso las hojas que se habían recogido por San Juan se habían estropeado. En la fiesta de la Exaltación de la Cruz, cuando Sira Erik llevó el crucifijo campo a traviesa, mucha gente lloraba en la procesión y rogaba a Dios en voz alta que se apiadara del pueblo y de los animales.

Una semana después de la Exaltación de la Cruz regresó Lavrans de la asamblea.

Llegó pasada la hora de acostarse en la granja, pero Ragnfrid estaba aún en el pabellón de los telares. Tenía tantas cosas que vigilar ahora durante el día que trabajaba hasta entrada la noche tejiendo y cosiendo. A Ragnfrid le gustaba aquella casa. Era la más vieja de la granja; también la llamaban la casa de las mujeres y la gente aseguraba que existía desde el tiempo del paganismo. Cristina y una sirvienta llamada Astrid estaban con ella e hilaban junto al fuego.

Estaban silenciosas y soñolientas desde hacía un rato cuando oyeron el ruido de los cascos de un solo caballo… Un hombre entraba a galope tendido en el patio dormido y húmedo. Astrid se acercó al zaguán y miró. Volvió al momento seguida de Lavrans Bjoergulfssoen.

Su mujer y su hija vieron inmediatamente que venía borracho. Titubeaba y tuvo que agarrarse a la pértiga del ventanillo del humo mientras Ragnfrid le quitaba el abrigo empapado, el sombrero y el cinturón con la espada.

—¿Qué has hecho de Halvdan y de Kolbein? —preguntó asustada—. ¿Los has dejado en el camino?

—No, los he dejado en Loptsgaard —dijo sonriendo—. Tuve ganas de volver a casa… sólo aquí puedo descansar… Ellos se han quedado a dormir allí, pero yo he montado a Guldsvein y he venido… Búscame algo de comer, Astrid —dijo a la sirvienta—. Tráelo aquí y así evitarás ir tan lejos bajo la lluvia. Pero de prisa. No he comido nada desde esta mañana a primera hora…

—¿No has comido nada en Loptsgaard? —exclamó su mujer, sorprendida.

Lavrans se dejó caer en el banco, y sonrió:

—Había mucha comida, ya lo sabes. Pero mientras estaba allí no tenía ninguna gana de comer. Bebí un poco con Sigurd, pero luego he pensado que era preferible venir directamente a casa en lugar de esperar a mañana…

Astrid volvió con cerveza y comida. También traía zapatos secos para su amo.

—Ven, Cristina, y ayuda a tu padre. Sé que hoy vas a hacerlo de buen grado, de buen grado, sí… hoy sí.

Cristina obedeció y se arrodilló. Entonces él le cogió la cabeza entre las manos y la hizo levantarse.

—Deberías saberlo, hija mía. Sólo quiero tu bien. No querría causarte la menor pena, a menos que me dé cuenta de que te evito infinidad de disgustos en el futuro. Eres aún muy joven, Cristina; acabas de cumplir diecisiete años…, tres días después de San Halvard… tienes diecisiete años…

Cristina había terminado su trabajo. Se levantó un poco pálida y volvió a sentarse en el banco junto al fuego.

La borrachera de Lavrans parecía disiparse ligeramente a medida que comía. Contestaba a las preguntas de su esposa y de la sirvienta sobre la ceremonia. Sí, todo había ido bien. Habían podido comprar trigo y un poco de harina y malta, lo mismo en Oslo que en Tunsberg; eran provisiones extranjeras, podían haber sido mejores, pero, claro, también podían ser peores. Había encontrado a muchos amigos y conocidos y traía muchos recuerdos. Iba dando las noticias gota a gota.

—Hablé con Micer André Gudmundssoen —dijo cuando Astrid salió—. Simón ha celebrado sus esponsales con la joven viuda de Mandvik. La boda tendrá lugar en Dyfrin por San Andrés. Esta vez el muchacho ha obrado sin pedir consejo. Me abstuve de felicitar a Micer André en Tunsberg, pero se me acercó; quería decirme que sabía con toda certeza que Simón había visto por primera vez a Dama Halfrid en el verano de aquel año. Tenía miedo de que yo creyera que Simón había tenido en cuenta este rico matrimonio cuando rompió con nosotros. —Lavrans sonrió con tristeza—. Debéis de comprender que este hombre de bien estaba asustado al pensar que nosotros podíamos tener mala opinión de su hijo.

Cristina respiró aliviada. Se decía que tal vez esto había sido la causa de la irritación de su padre. Tal vez había esperado, a pesar de todo, que con el tiempo el matrimonio entre Simón Andressoen y su hija tuviera lugar. En un primer momento tuvo miedo de que hubiera sabido algo de su conducta en Oslo.

Se levantó y dio las buenas noches. Entonces su padre le rogó que esperara un poco.

—Tengo todavía una noticia —dijo Lavrans—. Hubiera podido no hablarte de ello, Cristina, pero es mejor que lo sepas. Es preciso que trates de olvidar al hombre por el que suspiras.

Cristina estaba de pie, con los brazos colgando y la cabeza inclinada. La levantó para mirar de lleno a su padre; movió los labios, pero no pronunció ni una palabra. Lavrans evitó mirar a su hija; hizo un gesto con la mano:

—Sabes de sobra que no me opondría si estuviera convencido de que vas a ser feliz.

—¿De qué cosas os habéis enterado en este viaje, padre? —preguntó Cristina con voz clara.

—Erlend Nikulaussoen y su pariente Munan Baardsoen han venido a encontrarme en Tunsberg —contestó Lavrans—. Micer Munan te ha pedido para Erlend y le he contestado que no.

Cristina esperó un poco y respiró profundamente:

—¿Por qué no queréis darme a Erlend Nikulaussoen?

—Ignoro lo que sabes del hombre que quieres por marido. Si no puedes comprender tú misma las razones, no te resultará agradable enterarte por mi boca.

—¿Es acaso porque fue excomulgado por la Iglesia y declarado fuera de la ley?

—¿Sabes por qué el rey Haakon echó de la granja a su propio pariente? ¿Sabes que este fue finalmente excomulgado por haber resistido a la orden del arzobispo? ¿Y sabes que no se marchó sólo del país?

—Sí —contestó Cristina. Su voz temblaba—. Sé también que tenía dieciocho años cuando la conoció… a su amante…

—La misma edad que yo tenía cuando me casé. Cuando yo era joven, opinábamos que a los dieciocho años un hombre puede responder de sí y asegurar su propia salvación y la de los demás.

Cristina guardó silencio.

—Has llamado amante a la mujer con la que vivió diez años y de la que tuvo hijos. Tendría mucho pesar el día que dejara marchar a mi hija con un hombre que había vivido en flagrante concubinato durante años antes de casarse. Pero tú sabes que no se trataba de concubinato.

—No juzgabais tan severamente a Dama Aashild y Micer Bjoern —observó Cristina dulcemente.

—Pero no puedo decirte que me gustara una alianza con ellos.

—Padre, ¿habéis estado tan limpio de pecado toda vuestra vida que tengáis el valor de juzgar tan severamente a Erlend…?

—Dios sabe que no juzgo a ningún hombre mayor pecador que yo. Pero no hay que esperar que dé a mi hija a cualquier hombre so pretexto de que todos necesitamos la misericordia divina.

—Sabéis de sobra que ese no era mi pensamiento —dijo Cristina vivamente—. ¡Padre, madre, habéis sido jóvenes! ¿Es que no recordáis que no es fácil guardarse del pecado al que arrastra el amor?

Lavrans enrojeció violentamente.

—No —contestó tajante.

—Entonces no sabéis lo que hacéis —gritó Cristina desesperada—, si nos separáis a Erlend y a mí.

Lavrans volvió a sentarse en el banco.

—Sólo tienes diecisiete años, Cristina. Es posible que tú y él… que os améis más de lo que yo creía. Pero tiene edad suficiente para haber comprendido… Si fuera un hombre honrado no habría ido con palabras de amor a una niña joven, y todavía menor, como tú. No ha tenido siquiera en cuenta el que estuvieras prometida a otro. Pero yo no casaré a mi hija con un hombre que tiene dos hijas de la mujer legítima de otro. ¿Sabías que tenía hijos?

»Eres demasiado joven para comprender que esta falta engendra disputas y discordias sin fin en el seno de una familia. El hombre no puede traicionar a su propia descendencia ni darle tampoco bienestar; le es difícil encontrar un medio para que acepten a su hijo en alguna parte o casar a su hija con alguien que no sea un criado o un humilde campesino. Estos niños no serían de carne y hueso si no os odiaran a ti y a tus hijos…

»¿No comprendes, Cristina, que estos pecados Dios los perdona tal vez antes que otros, pero que arruinan a una familia para siempre y sin remedio? También yo he pensado en Bjoern y Aashild… He visto a ese Munan, hijo de Aashild; estaba forrado de oro; forma parte del consejo del rey y entre él y sus hermanos poseen la herencia de su madre; pues bien, no ha visitado a su madre en su pobreza en todos estos años. Ahí tienes al hombre que tu amigo había elegido como abogado.

»No. He dicho que no. No entrará en esta familia mientras yo viva.

Cristina se cubrió la cabeza con las manos y rompió a llorar.

—Entonces voy a rezar día y noche a Dios para que si no vais a cambiar de idea se me lleve pronto de aquí abajo.

—Es inútil hablar más de todo esto por hoy —murmuró el padre, atormentado—. Quizá no me creas, pero debo disponer de ti de un modo que pueda responder de ello. Vete a descansar ahora, hija mía.

Le tendió la mano, pero ella no quiso verlo y salió sollozando de la sala.

Los padres permanecieron un rato sentados. Luego Lavrans dijo a su mujer:

—¿Querrías ir a buscarme un poco de cerveza…? No, prefiero que me traigas vino. Estoy cansado…

Ragnfrid hizo lo que le pedía. Cuando volvió con un gran vaso, su marido estaba sentado con la cabeza en las manos. La miró, tocó su cofia y sus brazos:

—Pobrecita mía. Estás empapada. Bebe un poco, Ragnfrid —y ella acercó los labios al vaso.

—No, bebe conmigo —dijo, y trató de atraer a su mujer sobre su pecho. Ella cedió de mala gana—. ¿Estarás de mi parte en este asunto, esposa mía? Esto es lo mejor para Cristina, y hay que hacerle comprender desde el principio que tiene que alejar a ese hombre de su pensamiento.

—Será duro para la criatura.

—Lo comprendo —asintió Lavrans.

—¿Cómo es Erlend de Husaby? —preguntó por fin Ragnfrid.

—Hum. Es guapo a su modo. Pero no da la sensación de servir para nada más que para enamorar a las mujeres.

Volvió a reinar el silencio. Lavrans prosiguió:

—La gran herencia que recibió de Micer Nikulaus ha disminuido mucho en sus manos. No es para tener un yerno así por lo que he trabajado hasta asegurar la dote de mis hijas.

La madre paseaba, inquieta. Lavrans siguió hablando:

—Lo que me ha gustado menos es que trató de sobornar a Kolbein, con dinero, para que entregara una carta de su parte a Cristina.

—¿Has visto lo que decía esa carta?

—No he tenido valor para ello. Mandé a Micer Munan que se la devolviera diciéndole lo que pensaba de aquella manera de proceder. También había puesto en ella su sello. No sé qué decir de semejantes tonterías. Micer Munan me hizo prestar atención al sello: parece ser que es el del rey Skule, que Erlend heredó de su padre. Tal vez se figuraba que yo pensaría que se me hace un gran honor al pedirme a mi hija. Pero creo que Micer Munan hubiera planteado este asunto con menos calor si no fuera porque comprende que con este hombre se hunde el poderío y la gloria de la casa de Husaby, adquirida en tiempos de Micer Nikulaus y Micer Baard. Erlend ya no puede esperar hacer una boda como la que por su nacimiento podía haber merecido.

Ragnfrid se irguió ante su marido:

—No sé si tienes o no razón en este asunto, Lavrans. Hay que decir, en primer lugar, que en los tiempos en que vivimos muchos hombres de grandes propiedades cercanas han tenido que conformarse con menos poder y honores que los que tuvieron sus padres antes que ellos. Tú mismo lo sabes mejor que nadie, que ahora es menos fácil para un hombre adquirir riquezas, ya sean en la tierra o por el comercio, que antes…

—Lo sé, lo sé —cortó impaciente el marido—. Hay por tanto que tomar más en consideración lo que cada uno hereda…

Pero la mujer continuó:

—Además hay que decir también esto: no me parece que una unión con Cristina pueda ser para Erlend un matrimonio desigual.

»En Suecia tu familia se considera una de las mejores; tu abuelo y tu padre trajeron a este país el título de caballero. Mis antepasados eran señores feudales, y esa posición pasó de padre a hijo durante centenares de años hasta Ivar, el Viejo; mi padre y mi abuelo fueron jueces cantonales. Es verdad que ni tú ni Trond habéis recibido títulos de nobleza ni tierras de la corona. Entonces creo que puede decirse que Erlend Nikulaussoen es como vosotros.

—No es lo mismo —dijo Lavrans—. Erlend tenía a su favor la autoridad y el título de caballero y los perdió por adulterio. Pero veo que tú también estás contra mí. Tal vez piensas, lo mismo que Aasmund y Trond, que para mí es un honor el que estos poderosos quieran a mi hija para que sea de los suyos…

—Te he dicho —replicó Ragnfrid con cierta violencia— que en mi opinión no tienes derecho a mostrarte disgustado hasta el extremo de que los parientes de Erlend se sientan rebajados en esta ocasión. ¿Pero es que no comprendes, por múltiples indicios… que esta niña dulce y dócil ha tenido el valor de plantarnos cara y de rechazar a Simón Darre…? ¿No te has dado cuenta de que Cristina es distinta desde que ha regresado de Oslo? ¿No ves que anda como si hubiera salido de la montaña? ¿No comprendes que ama de tal modo a este hombre que si tú no cedes puede venirnos una gran desgracia?

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el padre mirándola con severidad.

—Muchos hombres saludan a sus yernos sin saberlo —dijo Ragnfrid.

Lavrans parecía clavado en el suelo; su rostro palideció. Con voz enronquecida preguntó:

—¿Tú que eres su madre… es que… es que has visto indicios tan seguros de… que te atrevas a insinuar semejante acusación contra tu propia hija?

—No, no… Yo no pensaba en lo que a ti se te ha ocurrido. Pero nadie sabe lo que ha pasado ni lo que puede pasar. Sólo tiene una idea, y es el amor que tiene a este hombre… esto sí lo he visto… y algún día podría demostrarnos que le importa más él que el honor… o la vida.

Lavrans se sobresaltó.

—Estás loca. ¿Cómo puedes pensar así de nuestra hija buena y hermosa? No puede haberle ocurrido nada malo allí donde estaba… en el convento. No es una chica de establo que se acuesta detrás de cualquier valla. Hasta creo que no ha podido ver a ese hombre muchas veces. Se le pasará. Sin duda no es más que un capricho de jovencita. Dios sabe lo duro que se me hace ver el disgusto que tiene pero sabes también que, inevitablemente, el tiempo lo borrará.

»Dices la vida y el honor. En casa, en nuestra granja, puedo vigilar a nuestra hija, ¿verdad? Y yo no creo que una hija de buena familia educada cristiana y honradamente renuncie fácilmente al honor y la vida. ¡Sí, el pueblo escribe canciones sobre historias como esta!, pero en mi opinión un hombre y una mujer escriben una canción distinta cuando se sienten tentados a obrar de este modo, encuentran una ayuda y renuncian a su acción. Tú misma —dijo deteniéndose ante su mujer— hubieras preferido a otro en el momento en que nos dieron el uno al otro. ¿Cuál hubiera sido tu situación si tu padre te hubiera dejado decidir en ese asunto…?

Fue Ragnfrid la que palideció ahora, con palidez mortal:

—¡Jesús, María!, ¿quién te ha dicho?

—Sigurd de Loptsgaard me dijo unas palabras… poco después de que viniéramos a instalarnos en este valle. Pero, contesta a lo que te pregunto: ¿Crees que habrías sido feliz si Ivar te hubiera dado a aquel hombre?

La mujer tenía la cabeza caída sobre el pecho.

—Aquel hombre —dijo con voz casi imperceptible— no me quería.

Todo su cuerpo se estremeció y batió el aire con la mano cerrada.

Entonces el marido apoyó las manos en los hombros de su mujer. Abatido y con una profunda y dolorosa sorpresa en la voz, preguntó:

—¿Era eso, pues…? ¿Era eso…? ¿Durante todos estos años has llevado el pesar por el desprecio de aquel hombre, Ragnfrid?

Ella temblaba, pero no abrió la boca.

—¿Ragnfrid? —preguntó en el mismo tono—. Y luego… cuando Bjoergulf murió… y después… cuando querías que fuera, para ti, como yo no podía ser… ¿pensabas aún en el otro, di? —terminó en un murmullo horrorizado, turbado y torturado.

—¿Cómo puedes tener semejantes ideas? —dijo ella llorando.

Lavrans apoyó su frente en la de su mujer, diciendo:

—No sé. Eres tan extraña… y todo lo que me has dicho esta noche… He tenido miedo, Ragnfrid. No hay duda de que no comprendo el alma de las mujeres.

Ragnfrid sonrió y echó los brazos al cuello de Lavrans.

—Dios es testigo, Lavrans. He venido a ti como un mendigo porque te amaba más de lo que conviene a un alma humana. Y odiaba al otro hasta el extremo de que así creía dar satisfacción al diablo.

—Yo te he amado con todo mi corazón, querida mía —dijo Lavrans besándola—. Eso sí lo sabes, ¿verdad? Siempre he creído que nos entendíamos bien, Ragnfrid.

—Has sido el mejor de los maridos —suspiró con un leve sollozo y escondiendo el rostro en su pecho.

Lavrans la besó apasionadamente.

—Quisiera dormir esta noche contigo, Ragnfrid. Y si quisieras ser conmigo como en otros tiempos, entonces yo estaría… como loco.

Ragnfrid se irguió en sus brazos y buscó una escapatoria.

—Es Cuaresma —dijo en voz baja, en tono sorprendentemente duro.

—Es cierto. Tú y yo, Ragnfrid, hemos observado todos los ayunos, e intentado vivir en todo según los mandamientos de Dios. Y ahora, casi me parece que habríamos sido más felices si de vez en cuando hubiéramos tenido de qué arrepentirnos…

—No hables así —rogó la mujer, desesperada, y apoyó sus manos delgadas en las sienes de Lavrans—. Sabes, no obstante, que no haré otra cosa que lo que tú mismo creas que está bien.

De nuevo la estrechó contra él… gimiendo:

—¡Que Dios la ayude! ¡Que Dios quiera venir en ayuda de todos nosotros, Ragnfrid!

»Estoy cansado —añadió soltándola—. Sin duda tú también irás a descansar, ¿verdad?

Se quedó de pie al lado de la puerta esperando a que ella hubiera apagado el fuego del hogar, soplando la pequeña lámpara de hierro del telar y cortando la mecha aún roja. Luego, juntos cruzaron el patio, bajo la lluvia, hasta la casa.

Lavrans había apoyado ya el pie en el primer peldaño de la escalera que conducía al granero, cuando dio la vuelta hacia su esposa que estaba aún en la puerta de la entrada. La atrajo hacia sí, apasionadamente, y volvió a besarla en la oscuridad. Luego hizo la señal de la cruz sobre el rostro de su esposa y subió.

Ragnfrid se desnudó nerviosamente y se metió en la cama. Por unos instantes escuchó los pasos de su marido sobre su cabeza, en el cuarto del granero de heno… luego oyó crujir la cama y reinó el silencio. Ragnfrid cruzó sus flacos brazos sobre su pecho marchito.

¡Sí!, necesitaba de Dios. Porque, ¿qué era ella como mujer? ¿Qué era como madre? Pronto sería vieja. Sin embargo, era la misma. Ya no mendigaba como cuando eran jóvenes, cuando había asediado e implorado a ese hombre que se recogía, asustado y tímido cuanto más apasionada se mostraba ella, que se volvía frío cuando ella quería darle más que su derecho conyugal. Así habían ocurrido las cosas; había sucedido lo mismo con sus hijos, una y otra vez, humillada, nerviosa de vergüenza por no poder conformarse con la tibia ternura de su marido. Mas cuando había llegado a aquel estado y estaba sedienta de bondad y ternura, él se había mostrado generoso. Las tiernas e incansables atenciones de Lavrans para con ella cuando la veía enferma y atormentada caían como rocío sobre su alma ardiente. Se hacía cargo de todo corazón de cada uno de sus pesares, pero había algo en él que no quería entregar. Había amado a sus hijos de tal manera que fue como si le arrancaran el corazón todas las veces que había perdido uno. Señor, Señor, ¿quién era ella para que, en medio de sus tormentos, tuviera la fuerza de saborear aquella gota de dulzura que era ver a Lavrans hacerse cargo de su dolor y añadirlo, en su corazón, a su propio dolor?

¡Cristina…, pero si por su hija se habría echado de buen grado al fuego! Esto no lo creían ni Lavrans ni su hija, pero así era. No obstante, sentía ahora por Cristina una cólera que se asemejaba al odio. Era por huir al dolor que le causaba la pena de su hija que Lavrans había deseado, aquella noche, acercarse a su mujer… Ragnfrid no se atrevía a levantarse, porque ignoraba si Cristina estaría despierta en la otra cama. Pero se levantó sin ruido sobre sus rodillas y con la frente apoyada en la madera de la cama trató de rezar. Por su hija, por su marido, por ella. Mientras el frío envaraba poco a poco su cuerpo, emprendió de nuevo una de sus evasiones nocturnas, que tanto conocía, e intentó abrirse un camino hacia un refugio de paz para su corazón.