LAVRANS BJOERGULFSSOEN
1
Cristina llegó a su casa en lo mejor de la primavera. El río se abría camino a través de propiedades y tierras; entre grupos de alisos de tiernas hojas, el agua corriente brillaba, resplandecía blanca de reflejos plateados. Parecía como si los destellos de luz tuvieran de pronto voz y palabra en el concierto susurrante del río. Cuando cayó la noche, el agua parecía deslizarse con un ruido más sordo. De noche y de día, el rumor del río llenaba el aire alrededor de Joerungaard, hasta el extremo de que a Cristina le parecía que los muros de troncos de árboles vibraban como la caja sonora de un langleik[2].
Pequeños cursos de agua brillaban en lo alto, en los flancos de las montañas que todos los días se envolvían en bruma azul. El calor provocaba vapores y la bruma temblaba sobre las tierras; el trigo verdeaba y cubría casi completamente la superficie de los campos; la hierba de los prados era alta y relucía como seda cuando una ráfaga de aire pasaba por encima. Suaves aromas llegaban de los bosques y colinas, y tan pronto como el sol se había puesto, subía una bocanada fuerte, fresca, agria, que exhalaban los jugos y los frutos de la tierra y se extendía por todas partes. Parecía que la tierra suspiraba hondamente, satisfecha. Temblorosa, Cristina recordaba los momentos en que Erlend aflojaba su abrazo. Todas las noches se acostaba enferma de deseo y despertaba a la mañana siguiente sudando, agotada por sus sueños.
Le parecía inconcebible que en su casa pudieran abstenerse de hablar de la única cosa que tenía siempre presente. Pero las semanas se sucedían y seguían callando sobre el incumplimiento de su compromiso con Simón y no la preguntaban respecto a lo que tenía en la cabeza. El padre se quedaba mucho en el bosque ahora que eran posibles los trabajos de primavera; vigilaba a los obreros embreadores; llevaba consigo el halcón y los perros y tardaba varios días en volver. Cuando estaba en la casa hablaba con su hija con la misma voz amistosa con que acostumbraba hacerlo antes, pero parecía como si ahora tuviera pocas cosas que decirle y cuando se iba a caballo no le rogaba nunca que le acompañara.
Cristina había temblado ante la idea de tener que afrontar los reproches de su madre, pero Ragnfrid no dijo nada y aquello pareció mucho peor a Cristina.
Para su banquete de San Juan, Lavrans Bjoergulfssoen distribuía entre los pobres de la aldea todo lo que había ahorrado de carne y provisiones en la última semana de Cuaresma. Los que vivían más cerca de Joerungaard tenían por costumbre ir personalmente a recoger la limosna; les trataban bien. Lavrans, con sus invitados y todos los servidores, se entretenía con esos pobres porque algunos eran viejos que conocían infinidad de leyendas y canciones. Permanecían sentados en la sala y mataban el tiempo bebiendo cerveza y charlando con familiaridad; por la noche se bailaba en el patio.
Aquel año el día de San Juan fue frío y nublado, pero nadie lo lamentó porque los campesinos del valle empezaban a temer la sequía. No había llovido desde la víspera de San Halvard y había habido tan poca nieve en la montaña que la gente no podía recordar haber visto el Laag tan pequeño en los comienzos del verano.
Lavrans y sus invitados estaban contentos cuando bajaron a saludar a los mendigos en la sala del hogar. Los pobres estaban sentados a la mesa, comían gachas de leche y bebían buena cerveza. Cristina iba a lo largo de las mesas sirviendo a viejos y enfermos.
Lavrans saludó a sus comensales y les preguntó si estaban contentos con la comida. Después fue a dar la bienvenida a un pobre viejo que habían traído a Joerungaard aquel mismo día. Este hombre se llamaba Haakon; había sido soldado a las órdenes del viejo rey Haakon y tomado parte en la última expedición del rey a Escocia. Era muy pobre y casi ciego; alguien se había ofrecido a instalarlo en una cabaña, pero prefería recorrer las granjas porque en todas partes se le recibía como un huésped de honor, como a un hombre de rara experiencia y que había visto mucho mundo.
Lavrans apoyaba la mano en la espalda de su hermano, Aasmund Bjoergulfssoen, que había venido de visita a Joerungaard. También preguntó a Haakon y quiso saber si estaba contento con la comida.
—La cerveza es buena, Lavrans Bjoergulfssoen —contestó Haakon—; pero la que ha hecho nuestras gachas hoy es una bribona. Cocinera con mal de amores, gachas quemadas, dice el refrán, y estas gachas están quemadas.
—Estaría mal por mi parte daros gachas quemadas —dijo Lavrans—. Pero el viejo refrán no siempre tiene razón, porque es mi propia hija la que ha preparado las gachas.
Y riendo rogó a Cristina y Tordis que sirvieran pronto los platos de carne.
Cristina salió rápidamente y se dirigió al edificio de las cocinas. Le latía el corazón porque había visto una extraña expresión en el rostro de su tío cuando Haakon había hablado de cocinera y de gachas.
Entrada la noche vio a su padre y a su tío paseándose por el patio charlando. Aquello le provocó un desfallecimiento de miedo y no se quedó más tranquila cuando al día siguiente observó que su padre estaba triste y taciturno. Pero tampoco le dijo nada.
Ni siquiera habló cuando su tío se hubo ido. Sin embargo, Cristina se dio cuenta de que hablaba menos que de costumbre con Haakon y que, una vez transcurrido el tiempo que el viejo debía pasar con ellos, Lavrans, en lugar de invitarle a prolongar su estancia, le dejó marcharse a la granja vecina. Por lo demás no faltaban razones para que Lavrans estuviera triste y preocupado aquel verano, porque todo anunciaba un mal año para la aldea, los campesinos se reunían en asambleas para decidir cómo podían pasar el invierno que se avecinaba. Al término del verano se hizo patente para la mayoría que tendrían que sacrificar o llevar hacia el sur la mayor parte del ganado y comprar, en cambio, trigo para dar de comer a las gentes durante el invierno. El año precedente había sido malo para la cosecha de trigo, de modo que las provisiones eran menores que de costumbre.
Una mañana, a principios de otoño, Ragnfrid salió con sus tres hijas para examinar la tela que había puesto a blanquear. Cristina elogió el tejido de su madre. Esta acarició el cabello de Ramborg.
—Tendrás tela de esta para tu arca, pequeña.
—Madre —preguntó Ulvhild—, ¿es que no tendré un arca también cuando me vaya al convento?
—Sabes perfectamente que recibirás de nosotros lo mismo que tus hermanas. Pero tú no necesitas las mismas cosas. Además, sabes de sobra que estarás a nuestro lado mientras vivamos, si así lo deseas.
—Y cuando entres en el convento —dijo Cristina con voz insegura—, Ulvhild, es posible que yo esté ya en él desde años.
Levantó los ojos hacia su madre, pero Ragnfrid se callaba.
—Si hubiera servido para casarme —observó Ulvhild—, no me habría separado de Simón; era muy simpático y estaba muy triste cuando se despidió de nosotros.
—Sabes que tu padre ha dicho que no debía volverse a hablar de esto —reconvino Ragnfrid, pero Cristina contestó agresiva:
—Sí, ya sé que le dolía más separarse de vosotros que de mí.
—Hubiera sido una falta de dignidad y de orgullo demostrarte que tenía pena —atajó la madre, irritada—. Tú no te portaste bien con Simón Andressoen, hija mía. Sin embargo, nos rogó que no te dirigiéramos amenazas ni maldiciones…
—Pensaba sin duda que ya lo había hecho él, y con creces, para que nadie tuviera necesidad de volver a decirme lo miserable que soy. Pero jamás descubrí en Simón un esfuerzo por demostrarme su afecto antes de que otro hombre me fuera más querido que él.
—Id a casa, niñas —dijo la madre a las dos pequeñas. Se sentó sobre un tronco que estaba allí y atrajo a Cristina a su lado.
—Ya sabes que las leyes de las conveniencias y el honor han impuesto siempre que un hombre no demostrara demasiado amor a su prometida, no se quedara solo con ella, ni se mostrara demasiado impaciente…
—Me pregunto si los jóvenes que se aman no olvidan una u otra vez eso en lugar de tener siempre presente lo que los viejos consideran conveniencias.
—Cuida, pues, de no olvidarlo jamás —dijo la madre—. En verdad, comprendo lo que tu padre teme, es decir, que te hayas enamorado de un hombre al que no te entregará de buen grado.
—¿Qué ha dicho mi tío? —preguntó luego Cristina.
—Nada, sino que Erlend de Husaby tiene mejor linaje que reputación. Fue a hablar con Aasmund para que este hablara a Lavrans a su favor. Tu padre no se ha alegrado al saberlo.
Cristina, en cambio, resplandecía: Erlend había hablado con su tío. ¡Con lo que ella había sufrido porque no daba señales de vida! La madre prosiguió:
—La verdad es que Aasmund ha dicho que se rumoreaba en Oslo que este Erlend había rondado por las calles cercanas al convento y que tú habías salido a las cercas para hablar con él.
—¿Y bien?
—Aasmund nos aconseja aceptar la proposición, ¿comprendes? Pero Lavrans se puso furioso como nunca le había visto. Dijo que un pretendiente que siguiera ese camino para ver a su hija le encontraría con la espada desenvainada en la mano; que el modo de comportarnos con la gente de Dyfrin era incorrecto, y que si Erlend te había atraído para arrastrarte por los caminos, en la noche, y además durante tu estancia en el convento de las monjas, eso indicaba que lo mejor que podía ocurrirte era no volverle a ver.
Cristina crispaba sus manos sobre su pecho; en su rostro el color desaparecía y volvía. La madre rodeó el talle de su hija con un brazo, pero Cristina se soltó y gritó exasperada:
—Soltadme, madre. ¿Queréis acaso saber si tengo la cintura más gruesa?
Al instante se puso en pie tapándose la mejilla con la mano.
Turbada contempló a su madre, cuyo rostro echaba chispas. Nadie la había pegado desde niña.
—Siéntate —ordenó Ragnfrid—. Siéntate —repitió, y su hija, asombrada, obedeció al instante. La madre permaneció un momento silenciosa. Cuando habló le temblaba la voz:
—Ya me he dado cuenta, Cristina, de que jamás me has querido. Me dije que tal vez fuera debido a que creías que yo no te quería… como te quiere tu padre. He dejado pasar las cosas… Pensaba que cuando tú trajeras hijos al mundo lo comprenderías sin duda…
»Todavía mamabas y ya ocurría lo mismo. Cuando Lavrans se nos acercaba, tu boca dejaba mi pecho y te volvías hacia él sonriendo, hasta el punto de que la leche se escapaba de tu boca. Lavrans lo encontraba divertido y Dios sabe que yo no veía mal en ello; te dejaba seguir tus impulsos; permitía que tu padre jugara y riera contigo todas las veces que te veía. Pensaba incluso que era triste para ti, tan chiquitina, que yo no pudiera contener las lágrimas. Temía más tu pérdida de lo que sentía la alegría de tenerte. Pero Dios y la Virgen María saben que no te amaba menos de lo que te amaba Lavrans.
Las lágrimas resbalaban sobre las mejillas de Ragnfrid, pero su rostro estaba tranquilo, lo mismo que su voz.
—Sabe Dios que nunca he sentido rencor hacia él ni hacia ti por esta amistad que había entre vosotros. Pensaba que no había sabido proporcionarle demasiada felicidad en los años que habíamos vivido juntos. Y me sentía contenta de que te tuviera a ti. Pensaba también que si Ivar, mi padre, hubiera sido así conmigo…
»Hay muchas cosas, Cristina, que una madre debería enseñar a su hija para que supiera guardarse. Pensaba que no sería necesario contigo, que habías seguido a tu padre durante tantos años… Que sabrías lo que es justo y honrado. Lo que acabas de decirme… ¿crees que podía imaginar que dieses semejante disgusto a Lavrans?
»Lo único que quería decirte es que deseo que puedas tomar un marido digno de tu cariño. Pero tienes que conducirte razonablemente y no dejar a Lavrans con la impresión de que has elegido un miserable, un hombre que escarnece la paz y el honor de las mujeres. Porque no te dará a un hombre como ese aunque se tratara de evitar una vergüenza pública. Lavrans preferiría, en este caso, que el hierro fuera juez entre él y el que hubiera destrozado tu vida…
Al decir esto la madre se levantó y dejó a Cristina.