8
Cristina se decía que al fin estaba hecho. Pero se sentía mortalmente cansada, destrozada y enferma de tanto desear los brazos de Erlend. Pasó en vela la mayor parte de la noche y decidió hacer lo que hasta entonces no se había atrevido a intentar: enviar un mensaje a Erlend. No era fácil encontrar a alguien que quisiera hacerse cargo de ello. Las legas no salían nunca solas y no conocía a nadie que pudiera suponer que estaba dispuesto a servirla; los hombres que se dedicaban al trabajo de la granja eran viejos y pocas veces se acercaban a los edificios de las monjas, excepto para hablar con la propia abadesa. Sólo quedaba Olaf. Este era un adolescente que trabajaba en los jardines. Era hijo adoptivo de Dama Groa desde que una mañana se le había encontrado, recién nacido, en el pórtico de la iglesia. La gente decía que su madre era una de las legas; tenía que haber hecho los votos para ser monja, pero después de haber estado seis meses encerrada… por una desobediencia grave, según se decía, tiempo durante el cual se encontró al niño, recibió los hábitos de lega y desde entonces trabajaba en el campo.
Durante los últimos meses, Cristina había pensado mucho en el destino de sor Ingrid, pero había tenido pocas ocasiones de hablar con ella. Era arriesgado fiarse de Olaf, no era sino un niño de Dama Groa y todas las monjas hablaban y jugaban con él cuando le encontraban. Sin embargo, Cristina se decía que ahora importaban poco los riesgos. Y dos o tres días más tarde, como Olaf tenía que ir a la ciudad, Cristina le mandó llevar un mensaje a Akersnes por el que pedía a Erlend que buscara los medios para verse a solas.
Aquel mismo día por la tarde Ulf, el escudero de Erlend, fue al locutorio. Dijo que era un criado de Aasmund Bjoergulfssoen y que su amo le había encargado que rogara a su sobrina que bajara a la ciudad porque Aasmund no tenía tiempo bastante para subir hasta Nonneseter. Cristina tenía la impresión de que la superchería iba a fracasar, pero cuando sor Potentia le preguntó si conocía al recadero, contestó que sí. Poco después y acompañada de Ulf se dirigió a casa de Brynhild Fluga.
Erlend la esperaba en el granero. Estaba angustiado, excitadísimo, y se dio cuenta enseguida de que temía de nuevo lo que, al parecer, le preocupaba más que cualquier otro peligro.
Cristina sufría el eterno tormento de ver que para él era una obsesión la idea de que fuera a ser madre aunque ya no podían prescindir uno de otro. Conmovida como estaba, aquella tarde le habló con cierta impaciencia. El rostro de Erlend se ensombreció y apoyando la cabeza en el hombro de Cristina dijo:
—Tienes razón. Intentaré dejarte, no comprometer de este modo tu felicidad. Si tú quieres…
Ella le abrazó sonriendo, pero él la cogió con fuerza por el talle y la hizo sentarse en el banco, haciéndolo él del otro lado de la mesa, frente a ella. Al alargarle Cristina la mano, besó apasionadamente la palma y murmuró:
—He pasado por más pruebas que tú. Deberías comprender lo importante que es para mí que podamos casarnos honrosamente.
—Entonces no hubieras debido hacerme tuya.
Erlend escondió la cara entre las manos.
—Quisiera no tener que reprocharme este daño que te he hecho.
—Ni tú ni yo lo lamentamos —dijo Cristina con sonrisa maliciosa—. Y con tal de que termine por reconciliarme y vivir en paz con mi familia y con Dios, no me importaría casarme con el cabello recogido. Con tal de poder estar junto a ti, empieza a tenerme sin cuidado la paz y…
—Traerás el honor a mi casa —dijo Erlend—; no seré yo quien te arrastraré a mi deshonor.
Cristina bajó la cabeza. Luego declaró:
—Te gustará saber que he hablado con Simón Andressoen y que está dispuesto a desligarme de los acuerdo que habíamos hecho antes de que te conociera.
Esto fue una gran alegría para Erlend, y Cristina no tuvo más remedio que contarlo todo. No obstante, se calló las palabras despectivas que Simón había pronunciado al hablar de Erlend y le explicó que este no quería cargar con toda la responsabilidad frente a Lavrans.
—Tiene razón —declaró Erlend—. Tu padre y él se gustan, ¿verdad? Sí, es probable que Lavrans me quiera menos que a él.
Cristina interpretó estas palabras como señal de que Erlend comprendía qué largo camino les quedaba aún por recorrer antes de llegar al fin y se lo agradeció. Pero no volvió a hablar de ello; estaba contento y dijo que había temido que no encontrara el suficiente valor para hablar con Simón.
—Por lo que veo, le quieres en cierto modo —dijo.
—Después de todo lo que ha ocurrido entre tú y yo, ¿te importa aún que me pueda parecer que Simón es recto y bueno?
—Si no me hubieras conocido —observó Erlend— habrías podido tener una vida feliz con él, Cristina. ¿Por qué te ríes?
—Porque recuerdo algo que me dijo un día Dama Aashild —contestó Cristina—. Entonces sólo era una niña, pero me dijo más o menos estas palabras: que los buenos días los disfrutan sólo las personas razonables, pero que los mejores días son la recompensa de aquel que ha tenido el valor de ser un loco.
—Dios bendiga a tía Aashild por haberte instruido así —suspiró Erlend cogiéndola por el talle—. Es sorprendente, Cristina: nunca te he visto tener miedo.
—¿Estás seguro? —preguntó mirándole fijamente.
La llevó hasta la cama y empezó a desatarle los zapatos, pero al momento volvió a llevarla a la mesa.
—No y no, Cristina. Ahora parece claro lo que va a ser de nosotros. Nunca me habría portado contigo como lo he hecho —repitió acariciando el cabello de Cristina—; no obstante, todas las veces que te veía encontraba absurdo que pudiera tener la suerte de que fuera mía una mujer tan fina y hermosa… Siéntate y bebe conmigo —rogó.
Poco después llamaron a la puerta. Los golpes parecían dados con el puño de una espada.
—Abrid, Erlend Nikulaussoen, si estáis aquí.
—Es Simón Darre —susurró Cristina.
—Abrid, ¡en nombre del diablo…!, si sois un hombre —gritó Simón golpeando nuevamente la puerta.
Erlend se acercó a la cama y cogió su espada. Parecía perplejo.
—No hay lugar donde esconderte… excepto en la cama…
—Si lo hiciera así las cosas no se arreglarían.
Cristina se había levantado y hablaba con calma, pero Erlend vio que temblaba.
—Tienes que abrirle —dijo como antes. Simón golpeó de nuevo.
Erlend fue a correr el cerrojo. Simón entró. Llevaba la espada desenvainada en la mano, pero la envainó al instante.
Permanecieron un momento los tres sin hablar. Cristina seguía temblando, pero en aquel momento experimentaba una dulce emoción. En el fondo de su alma se alzaba algo que desbordaba la lucha entre los dos hombres. Respiró profundamente: acabaron los días de interminables esperas silenciosas, de deseo, de angustia. Pálida y con los ojos brillantes miraba de uno a otro; luego su emoción se transformó en una desesperación que la heló de modo increíble. En los ojos de Simón Darre había más frío desprecio y cólera que celos, y comprendía que Erlend tras su fachada retadora estaba muerto de vergüenza. Vio cómo sería juzgado por otros por haberla atraído a semejante lugar y se dio cuenta de que para él era como si acabara de recibir un golpe en pleno rostro. Sabía también que ardía en deseos de desenvainar la espada y echarse sobre Simón.
—¿Por qué has venido aquí, Simón? —exclamó en voz alta, asustada.
Ambos hombres se volvieron hacia ella.
—Para acompañarte a casa —contestó Simón—. No puedes continuar aquí.
—No tienes que dar órdenes a Cristina Lavransdatter —objetó Erlend furioso—. Ahora es mía…
—Es muy cierto —dijo Simón brutalmente— y le has ofrecido una hermosa vivienda nupcial… —se detuvo para recobrar el aliento, contuvo su voz y prosiguió con calma—. Pero de hecho sigo siendo aún su prometido hasta que su padre pueda venir a buscarla. Y entre tanto confío en defender de hecho y de palabra todo lo que pueda salvarse de su honor… ante la opinión pública.
—No es cosa tuya; también puedo hacerlo yo… —nuevamente la sangre enrojeció el rostro de Erlend bajo la mirada de Simón—. ¿Crees que me dejaré amenazar por un chiquillo de tu talla? —gritó llevando la mano a la empuñadura de la espada.
Simón cruzó las manos a la espalda.
—Te aseguro que no tengo miedo por mí; temo sólo que tú lo creas así. Pero me batiré contigo, Erlend Nikulaussoen, ¡maldito seas!, si no has pedido a Cristina a su padre en un tiempo razonable…
—No lo haré porque tú me lo ordenes, Simón Andressoen —replicó Erlend y enrojeció otra vez.
—No, pero si lo haces para reparar lo que has destrozado en una mujer tan joven —contestó Simón imperturbable—, será mucho mejor para Cristina.
Cristina gemía; padecía por el sufrimiento de Erlend y golpeaba el suelo con el pie.
—Vete, Simón, vete —gritó—. ¿Por qué te metes en nuestras cosas?
—Es lo que he tratado de explicaros —dijo Simón—. Debéis tolerarme hasta que tu padre nos haya liberado del compromiso a ti y a mí.
Cristina estalló entonces:
—Vete, vete, yo saldré inmediatamente después… ¡Jesús! ¿Por qué me atormentas así, Simón? Sin duda piensas que no merezco que te ocupes de mí y de mis cosas…
—No lo hago solamente por ti. Erlend, ¿quieres decirle que debe venirse conmigo?
Erlend se estremeció. Apoyó las manos sobre los hombros de Cristina y suplicó:
—Hazlo así, Cristina. Simón Darre y yo hablaremos en otra ocasión.
Cristina se levantó dócilmente. Abrochó su abrigo. Recordaba que sus zapatos estaban junto a la cama, pero no se atrevió a calzárselos ante los ojos de Simón.
Fuera volvía a haber niebla. Cristina andaba con paso rápido, con la cabeza colgando hacia delante y las manos sujetando el abrigo. Tenía un nudo de sollozos en la garganta. Deseaba desesperadamente encontrar un lugar donde pudiera refugiarse y estar sola y sollozar, sollozar. Había esperado lo peor, sí, lo peor, pero esta noche había experimentado una sensación nueva y se crispaba de dolor…, de dolor por ver humillado al hombre al que se había entregado.
Simón andaba a su lado a lo largo de las calles, cruzando terraplenes y plazas públicas donde las casas habían desaparecido porque no se veía nada más que niebla. Al dar ella un traspiés en un momento determinado porque había tropezado en algo, Simón la cogió del brazo evitando así que se cayera…
—No corras así —le dijo—. La gente nos mira… Cómo tiemblas —añadió con más dulzura. Cristina calló y continuó andando.
Resbalaba sobre el barro de las calles y tenía los pies húmedos y fríos como el hielo. Las medias que llevaba eran de cuero, pero finas. Notaba que empezaban a romperse y el barro se filtraba hasta sus pies desnudos.
Llegaron al puente del convento sobre el arroyo y subieron despacio la cuesta del otro lado.
—Cristina —exclamó Simón de pronto—. Es preciso que tu padre no sepa esto en la vida.
—¿Cómo has descubierto que estaba allí?
—Vine a hablar contigo y me explicaron lo del escudero de tu tío. Yo sabía que Aasmund estaba en Hadeland. Tenéis poca inventiva. ¿Has oído lo que te he dicho?
—Sí. Yo mandé un mensaje a Erlend para que nos viéramos en casa de Fluga. Conocía a la mujer…
—¡Por Dios, Cristina…! Pero no podías saber quién es… y él… Oye, si las cosas están de tal modo que esto pueda callarse, entonces no digas a Lavrans lo que has perdido. Y si no puedes, intenta por lo menos evitarle la peor de las vergüenzas.
—Te preocupas mucho por mi padre —dijo Cristina, temblorosa. Intentó hablar con cierto orgullo, pero su voz se deshacía en lágrimas.
Simón anduvo un instante. Luego se detuvo; la muchacha veía vagamente su rostro en medio de la niebla que los aislaba, jamás le había visto aquella expresión.
—La primera vez que estuve en vuestra casa me di cuenta de algo —comentó Simón—. Vosotras, las mujeres de su familia, no habéis comprendido qué clase de hombre es Lavrans. «No os sabe mandar», dice Trond Gjesling… Y, no obstante, mejor sería que lo hiciera, él que estaba destinado a mandar hombres. Tenía carácter de jefe. Los hombres le habrían seguido… alegremente. Los tiempos ya no son para hombres de su talla. Mi padre lo conoció en Baagahus. Pero lo único que ocurrió fue que subió al valle como un aldeano, o casi. Se casó demasiado joven y tu madre, con el carácter que tiene, no ha hecho nada para que la vida le resultara más fácil. De modo que tiene muchos amigos; pero, según tú, ¿no puede haber uno solo que esté de su parte? No le ha quedado ningún hijo, y sois vosotras, sus hijas, a las que incumbe la obligación de perpetuar su raza después de él. ¿Llegará el día en que verá que una no tiene salud y la otra está privada de honor?
Cristina apretó las manos sobre su corazón. Le parecía que era preciso sujetarlo de aquel modo para endurecerse cuanto era necesario.
—¿Por qué me dices eso? —le preguntó después de un instante—. ¿Para qué, si tú ya no quieres ni poseerme ni guardarme?
—No, indudablemente no lo quiero… —dijo Simón, indeciso—. ¡Que Dios me ayude, Cristina! Me acuerdo de ti aquella noche en el granero de Finsbrekken. Pero que me lleve el diablo si vuelvo a creer en una joven por la fe de sus ojos.
»Prométeme que no verás a Erlend antes de que llegue tu padre —dijo cuando ya casi habían llegado a la puerta.
—No quiero prometerlo.
—Entonces me lo prometerá él.
—No le veré —dijo Cristina precipitadamente.
—El perrito que te había regalado —dijo Simón antes de dejarla— puedes dejárselo a tus hermanas… lo quieren tanto… y si verlo en casa no te contraría demasiado…
»Salgo a caballo hacia el norte, mañana a primera hora —y le estrechó la mano en señal de despedida ante la mirada de la hermana portera.
Simón Darre bajó a la ciudad. Andaba gesticulando, con los puños apretados, hablando a media voz y lanzando maldiciones en medio de la niebla. Se repetía que no era por ella por lo que se preocupaba. Cristina era como una joya que había creído de oro puro y que no era más que latón y estaño vista de cerca. Blanca como un copo de nieve, se había arrodillado y tendido la mano a la llama…; pero eso había sido el año anterior; este año bebía vino con un bribón excomulgado en el granero de Fluga…
¡Qué demonios, no! Se trataba de Lavrans Bjoergulfssoen, que se había quedado en Joerungaard, confiado… Nunca, en verdad, se le habría ocurrido a Lavrans que podían traicionarle de aquel modo. Él, Simón, se volvía cómplice y mensajero de la mentira de la otra… He aquí por qué su corazón se consumía de dolor y de cólera.
Cristina no había pensado mantener la promesa hecha a Simón Darre, pero lo único que hubo fue un intercambio de palabras con Erlend… una noche, allá arriba, en el camino.
Le dio la mano, humilde y sumisa, mientras él comentaba lo que había ocurrido en el granero de Brynhild. Hablaría otro día con Simón Darre.
—Si nos hubiéramos batido allá arriba, el rumor se habría extendido por toda la ciudad —declaró Erlend—. Y Simón lo sabía también.
Cristina comprendía el daño que este incidente había hecho a Erlend. También ella había pensado incesantemente en lo ocurrido. Era inútil darle vueltas: en aquella aventura, Erlend quedaba con el honor peor parado que el de ella. Ahora eran verdaderamente una sola carne. Respondería con él de todo lo que él hiciera, aunque no aprobara su actitud y sufriera personalmente cuando Erlend soportara cualquier arañazo.
Tres semanas más tarde, Lavrans Bjoergulfssoen vino a Oslo en busca de su hija.
Cristina estaba asustada y con el corazón acongojado cuando bajó al locutorio a ver a su padre. La primera impresión que tuvo al verle conversar con sor Potentia fue que no se parecía al que recordaba. Quizá no había cambiado desde que se habían separado, un año atrás, pero con el paso del tiempo se había acostumbrado a ver a un hombre joven, guapo y decidido que la enorgullecía de tener por padre cuando era niña. Cada invierno y cada verano transcurrido en su casa le habían dejado indudablemente una marca de envejecimiento, así como la habían transformado a ella en una joven, pero no se había dado cuenta. No había sabido ver que sus cabellos habían perdido el color en ciertas partes y se habían como oxidado en las sienes, como envejecen los cabellos rubios. Las mejillas estaban más flacas y más largas, tanto que los músculos de la cara se tensaban hacia la boca como cuerdas; su tez joven, blanca y rosada, se había tostado de un modo uniforme. No tenía la espalda encorvada, pero sus omoplatos sobresalían de un modo raro bajo el abrigo. Su paso era rápido y firme cuando se le acercó con la mano tendida, pero no eran los movimientos ágiles y vivos de antaño. Todo esto debía de haber sido así ya el año anterior, sólo que no se había sabido dar cuenta. Tal vez ahora se había añadido una pequeña arruga de dolor que hacía que todo lo demás resaltara con claridad. Se echó a llorar.
Lavrans pasó el brazo por los hombros de Cristina y apoyó la mejilla de esta en su mano.
—¡Vamos, vamos, cálmate, pequeña! —dijo con dulzura.
—¿Estáis enfadado conmigo, padre? —preguntó en voz baja.
—Debes comprender que lo esté —pero continuó acariciándole la mejilla—. Sin embargo, sabes de sobra que no debes tenerme miedo —añadió con tristeza—. No, ahora debes contenerte, Cristina. ¿No te da vergüenza comportarte así? —Y al ver que lloraba tanto que apenas podía sostenerse la llevó hasta un banco—. No hablaremos de estas cosas aquí, donde la gente entra y sale.
Se sentó a su lado y le tomó la mano:
—¿No me preguntas por tu madre… y tus hermanas?
—¿Qué dice madre de todo esto?
—¡Oh!, ya puedes hacerte una idea…; pero no es el momento de hablar —repitió—. Por lo demás está bien… —y empezó a contarle, con voz tranquila y firme las cosas de la casa, hasta que Cristina se hubo calmado un poco.
Pero su ansiedad iba en aumento porque su padre no decía nada de la ruptura del compromiso. Le entregó dinero para que repartiera entre los pobres del convento y regalos para las legas; él entregó dádivas para el convento y hermanas, y nadie en Nonneseter supo más sino que Cristina regresaba a su casa para la fiesta de esponsales y la boda. Comieron ambos por última vez en la mesa de Dama Groa, en la estancia de la abadesa, y esta habló de Cristina en los mejores términos.
Pero todo esto tuvo un fin. Cristina se despidió definitivamente de las monjas y amistades en la puerta del convento. Lavrans la condujo a su caballo y la ayudó a montar. ¡Qué delicia bajar a caballo con su padre y los escuderos de Joerungaard, por aquel camino que llevaba al puente que ella había cruzado al amparo de las sombras! Era maravilloso cabalgar alegre y libremente por las calles de Oslo. Pensaba en su magnífico cortejo nupcial, del que Erlend le había hablado tantas veces. Sintió congoja; se hubiera sentido más feliz si fuera Erlend el que cabalgara con ella. Durante mucho tiempo debería disimular, mantener el secreto. Pero entonces su mirada cayó en el rostro avejentado y triste de su padre y trató de pensar que Erlend tenía razón…
En la posada había otros viajeros. Por la noche cenaron todos en una pequeña sala con chimenea y dos camas; estas estaban reservadas para Cristina y su padre porque eran los huéspedes de categoría de la posada. Los otros, cuando se hizo tarde, se retiraron y dieron cordialmente las buenas noches, antes de ir a acostarse. Cristina estaba pensando en que fue ella la que se deslizó hasta el granero de Brynhild Fluga y se hizo acoger entre los brazos de Erlend. Estaba enferma de pena y temor de no volver a ser suya. No, aquí no se sentía en su casa.
El padre, sentado en un banco, la miraba.
—¿No iremos a Skog esta vez? —preguntó Cristina para romper el silencio.
—No. Ya estoy harto de todo lo que he tenido que oírle a tu tío porque no soy más duro contigo —declaró mirándola.
»Me habría gustado obligarte a mantener tu palabra —le dijo un poco más tarde— si Simón no hubiera dicho que no quería a una mujer en contra de su voluntad.
—Nunca di mi palabra a Simón —objetó Cristina—. Siempre, hasta ahora, habías dicho que jamás me obligarías a un matrimonio.
—No sería una obligación si te exigiera que observaras un compromiso que no ha dejado de ser notorio para todo el mundo. Durante dos inviernos se os ha llamado prometidos y tú no dijiste ni hiciste nada en contra hasta que se fijó la fecha de la boda. Si quieres ampararte en el hecho de que el año pasado se aplazó el proyecto y no diste tu respuesta positiva a Simón, bien; pero yo no llamo a esto un procedimiento honrado.
Cristina miraba el fuego.
—No sé qué es peor —prosiguió el padre— que se diga que tú has despedido a Simón o que has sido tú la rechazada. Micer André me ha mandado un mensaje… —Lavrans se sonrojó al decirlo—, en el que decía que estaba irritado con su hijo y me rogaba que reclamara lo que creyera justo como reparación. He tenido que decirle lo que era verdad (no sé si la otra solución habría sido preferible), que si se trataba de pagar éramos nosotros sobre todo los obligados a hacerlo. De los dos modos la vergüenza es para nosotros.
—No puedo comprender que sea tan gran vergüenza, puesto que Simón y yo estamos de acuerdo.
—¿De acuerdo? —repitió Lavrans—. No me disimuló que estaba triste, pero después de que hablasteis dijo que si te exigía que mantuvieras tu palabra, sólo podía provocar disgustos. Ahora es preciso que tú digas lo que te ha ocurrido.
—¿No os ha dicho nada Simón?
—Parecía habérsele metido en la cabeza que tú habías dado tu amor a otra persona. Es preciso, repito, que me digas lo que hay, Cristina.
Cristina reflexionó:
—Sabe Dios —dijo en voz baja— que Simón, me doy cuenta ahora, podría ser un verdadero y buen amigo para mí, y aún más. Pero es cierto que he conocido a otro hombre y he comprendido que no tendría un solo momento de alegría en mi vida si la pasaba con Simón…, incluso disponiendo de todo el oro que hay en Inglaterra. Preferiría tener al otro aunque sólo poseyera una vaca…
—¿No pensarás que voy a entregarte a un criado?
—No, es mi igual o aún más —contestó Cristina—. Decía solamente que tiene suficientes bienes y tierras, pero que preferiría dormir con él sobre la paja, que con otro hombre en un lecho de seda.
—Hay algo más, Cristina; no quiero obligarte a tomar un marido por el que sientes aversión…; sólo Dios y san Olav saben lo que puedes reprochar al hombre con el que te habías prometido. Pero hay otra cosa, y es saber si aquel por el que sientes inclinación es digno de que pueda casarte con él… Eres joven, tienes poca cabeza, y enamorarse de una joven que está prometida a otro no es un acto natural de un hombre leal…
—Nadie lo ha podido evitar.
—Claro, sin duda. Pero por lo menos comprenderás que no debo hacer la injuria a los de Dyfrin de prometerte con otro tan pronto has vuelto la espalda a Simón, y sobre todo con un hombre que pudiera parecer más importante o más rico. Debes decirme quién es ese hombre…
Cristina se retorció las manos y respiró profundamente. Luego, despacio, dijo:
—No puedo, padre. La verdad es que si no obtengo a ese hombre, puedes llevarme al convento y no volver a sacarme de él. No viviría mucho tiempo. Pero no estaría bien que mencionara su nombre antes de saber si siente tanta inclinación por mí como yo por él. Padre… no me obligues a decir quién es antes de que… antes de que sepa si va a pedirme por mediación de sus amigos.
Lavrans permaneció un buen rato silencioso. No podía evitar confesar que le gustaba que su hija se lo tomara así. Al fin dijo:
—Dejemos, pues, las cosas tal como están. Me parece razonable que prefieras callar su nombre, puesto que no sabes aún lo que piensa hacer… Ahora debes acostarte.
Se acercó a su hija y la besó.
—Has sido causa de disgustos y enfados con esta historia, hija mía, pero ya sabes que lo que deseo ante todo es tu felicidad; que Dios me asista, creo que habría sido así, hicieras lo que hicieras. Que Él y su dulce Madre quieran ayudarnos de modo que todo se arregle satisfactoriamente. Vete ahora, y trata de dormir.
Cuando Lavrans estuvo acostado le pareció oír un leve ruido de lágrimas procedente del rincón donde dormía su hija. No tenía valor para decirle que temía ver resucitar ahora los antiguos chismes sobre ella, Arne y Bentein, pero le preocupaba el no poder hacer gran cosa para evitar que a su espalda se manchara la buena reputación de su hija. Y lo peor era que pensaba que su ligereza era en gran parte la causante de todo.