7

A la semana siguiente, Brynhild Fluga llegó para anunciar que el abrigo estaba listo. Cristina salió con ella y se encontró con Erlend en el cuarto del granero como la primera vez.

Cuando se separaron, le regaló un abrigo «para que tengas algo que enseñar en el convento», le dijo. Este abrigo era de terciopelo azul bordado en seda roja. Erlend le preguntó si se daba cuenta de que eran los colores del traje que llevaba el día del bosque. Cristina se sorprendió de la alegría que sintió al oírle hacer aquella observación… nada podría haberle proporcionado tanta felicidad como oírle hablar así.

Pero ya no iban a poder servirse de este medio de reunión y tampoco era fácil encontrar uno nuevo. Erlend asistía a la celebración de la noche en la iglesia del convento y después de esta, Cristina conseguía, a veces, encontrar un encargo que hacer en los edificios de los residentes; así podían llegar a decirse algunas palabras a escondidas junto a las cercas, en las tinieblas de las noches invernales.

Cristina inventó entonces otro sistema: consistía en pedir permiso a sor Potentia para ir a visitar a unas viejas paralíticas a las que el convento socorría y que vivían en una cabaña algo apartada. Detrás de la cabaña había un establo en el que estas mujeres tenían una vaca. Cristina se ofreció a ocuparse de este animal durante sus visitas; entonces hacía entrar a Erlend.

Con sorpresa observó que, a despecho de la alegría de Erlend por estar junto a ella, su espíritu conservaba cierto rencor indeterminado, producido, sin duda, porque ella había sabido encontrar aquel subterfugio.

—Haberme conocido no ha sido ninguna suerte para ti —le dijo una noche—. Has aprendido a hacer uso de disimulos y engaños.

—No está bien que tú me lo reproches —murmuró desolada.

—No es a ti a quien lo reprocho —se apresuró a asegurarle Erlend tímidamente.

—Yo no había pensado nunca en que se me haría tan fácil mentir. Pero veo que puede hacerse cuando es preciso.

—No siempre es fácil —volvió a decir Erlend, como antes—. ¿Recuerdas que este invierno no te era posible decir a tu prometido que ya no le querías?

Cristina no contestó a esto. Acarició lentamente el rostro de Erlend.

Nunca lo quería tanto como cuando Erlend, con estos comentarios, la sumía en la tristeza o el desconcierto. Era feliz pudiendo cargar sobre sí todas las culpas de cuanto en su amor iba contra el honor y la corrección. Si hubiera tenido el valor de hablar con Simón, como era su deber, habrían adelantado mucho en la solución de sus asuntos. Erlend había hecho cuanto había podido al hablar de su matrimonio a sus padres. Cuando los días se le hacían largos y pesados, Cristina se lo repetía diciéndose que Erlend intentó hacerlo todo lo mejor posible y pensaba con una sonrisa vaga y tierna en cuándo lo vería ante ella el día de su boda. Ella iría a caballo a la iglesia, vestida de terciopelo y seda; la llevarían luego al lecho nupcial con una alta corona de oro sobre su cabello suelto. «Tu cabello tan…, tan precioso», le decía él acariciándole las trenzas.

—Pero para ti ya no será como si no hubiera sido tuya jamás —dijo Cristina pensativa un día en que hablaban sobre sus bodas.

Entonces él la estrechó furiosamente.

—Di, ¿puedo recordar la primera vez que celebré Navidad o la primera vez que vi crecer la hierba en las colinas después del invierno? ¡Oh, recuerdo muy bien la primera vez que fuiste mía y todas y cada una de las veces siguientes! Pero poseerte de verdad es como celebrar Navidad y cazar pájaros en las colinas verdeantes sin cesar.

Feliz, se deslizó a su lado. No porque creyera que todo iría como Erlend daba por seguro. Cristina estaba convencida de que para ellos no tardaría en llegar el día de rendir cuentas. Era imposible que todo continuara tan bien. Pero no estaba demasiado asustada. Lo estaba más al pensar que Erlend se tenía que marchar hacia el norte antes de que sus problemas hallaran solución y que seguiría aún separada de él. Ahora se encontraba en el castillo de Akersnes; Munan Baardsoen estaba allí mientras el encargado de la hacienda del reino había ido a Tunsberg donde el rey estaba gravemente enfermo. Pero llegaría el día en que Erlend volvería a su casa y cuidaría de sus tierras y propiedades. No quería confesarse que temía que volviera a Husaby donde le esperaba su amante, ni que tenía menos miedo a que la sorprendieran en pecado con Erlend que en afrontar sola a Simón y a su padre para decirles lo que llevaba en su corazón.

Por esta razón casi deseaba que el castigo cayera sobre ella, y lo antes posible. Porque no tenía otro pensamiento que Erlend: suspiraba por él durante el día y soñaba con él por la noche; no sentía ningún arrepentimiento sino que se consolaba pensando que llegaría el día en que pagarían con creces toda la felicidad que se habían permitido gozar en secreto. Y durante los breves instantes que podía pasar, por la noche, en compañía de Erlend, allí, en el establo de las pobres mujeres, se echaba en sus brazos con la misma pasión con que lo hubiera hecho de haber vendido su alma para ser suya.

Pero pasaba el tiempo y parecía como si Erlend fuera a tener la suerte con que contaba. Cristina observaba que nadie en el convento parecía desconfiar de ella. Ingebjoerg había sido bien informada de sus encuentros con Erlend, pero Cristina sabía que no sospechaba que se tratara de una cosa más grave que un simple pasatiempo. Que una prometida de buena familia tuviera la audacia de hacer fracasar un asunto preparado por sus padres era algo que no cabía en la cabeza de Ingebjoerg. Cristina lo veía clarísimo. De nuevo, y por espacio de un instante, el miedo la sobrecogió… al parecer lo que había hecho era algo que no tenía igual. Por ello deseó nuevamente que todo quedara descubierto y así terminar de una vez.

Llegó Pascua. Cristina no se explicaba cómo había transcurrido aquel invierno. Todos los días en que no había visto a Erlend se le habían hecho largos como un mal año y los largos días malos se habían encadenado en semanas interminables, pero ahora era ya primavera y Pascua y le parecía que no había transcurrido una hora desde el banquete de Navidad. Rogó a Erlend que no viniera a visitarla durante las fiestas… y, en opinión de Cristina, él cedía siempre a todos sus ruegos. Tanta culpa tenía ella como él si juntos habían pecado contra el ayuno, pero quería que observaran la Pascua. Sin embargo, se le hacía doloroso saber que no le vería. Tal vez tendría que salir pronto de viaje… Él no le había contado nada pero Cristina sabía que el rey había muerto y se decía que tal vez esto trajera algún cambio en la situación de Erlend.

Así estaban las cosas cuando uno de los primeros días después de Pascua fue llamada al locutorio para ver a su prometido. Tan pronto se le acercó con la mano tendida comprendió que había ocurrido algo: su rostro no era como siempre, sus ojillos grises no estaban risueños; incluso cuando sonreían parecían estar en otra parte. Cristina no pudo dejar de observar que el estar menos risueño le favorecía. Iba muy bien vestido, llevaba una especie de traje de viaje, un grueso abrigo azul muy amplio que los hombres llamaban kothardi y un gran cuello castaño, cuya capucha llevaba echada hacia atrás; sus cabellos castaños claro se rizaban al aire fresco.

Se sentaron para hablar un momento. Simón había estado en Formo durante la Cuaresma y desde allí iba a Joerungaard casi todos los días. Todos estaban bien: Ulvhild se encontraba mucho mejor de lo que podía esperarse de ella. Ramborg vivía ahora en la casa, era bonita y llena de vida.

—En estos días termina el año que debías pasar en Nonneseter —dijo Simón—. En tu casa han empezado ya a preparar las fiestas de nuestros esponsales.

Cristina no decía nada; entonces Simón añadió:

—He dicho a Lavrans que iba a Oslo a caballo para poder hablarte de todo esto.

Cristina, con la vista baja, dijo con dulzura:

—Lo que ocurre, Simón, es que yo quisiera hablarte de ello en privado.

—Yo también creo que es mejor —contestó Simón Andressoen—. Quería precisamente decirte que rogaras a Dama Groa que nos dejara salir juntos al jardín.

Cristina se levantó rápidamente y salió sin ruido del locutorio. No tardó en regresar seguida de una de las monjas que traía una llave.

Una de las puertas del locutorio daba a un huerto que se encontraba detrás de los edificios conventuales situados más al oeste. La monja abrió y salieron a una niebla tan espesa que sólo podían ver lo que tenían ante ellos, a unos pasos, entre los árboles. Los troncos más cercanos eran negros como el carbón; la humedad perlaba todas las ramas y ramillas. Quedaba un poco de nieve que se iba fundiendo en la tierra húmeda, pero bajo las matas unos pequeños lirios blancos y amarillos habían florecido ya, y un olor fresco subía del césped cuajado de violetas.

Simón llevó a Cristina al banco más cercano. Se sentó echado hacia adelante con los codos apoyados en las rodillas. Luego levantó la vista hacia ella con una extraña sonrisa:

—Creo que sé lo que vas a decirme. ¿Hay otro hombre que te gusta más que yo?

—Es cierto.

—Creo también conocer su nombre —dijo Simón con voz más dura que hasta entonces—: Erlend Nikulaussoen, de Husaby, ¿no es cierto?

Al cabo de un rato, Cristina contestó en voz baja:

—¿Ha llegado, pues, a tus oídos?

Simón titubeó antes de decir:

—Ya puedes figurarte que no he sido tan tonto como para no comprender algo cuando nos vimos por Navidad. Entonces no pude decirte nada porque mi padre y mi madre estaban allí. Pero por esta razón he querido venir solo ahora. No sé si es prudente por mi parte hablar de este asunto, pero me ha parecido que era preciso hacerlo antes de casarnos. Lo que ocurre ahora es que al llegar ayer me encontré con mi primo Oeistein. Me habló de ti. Me dijo que una noche cruzaste el cementerio de San Clemente; ibas con una mujer llamada Brynhild Fluga. Juré por todos mis dioses que se equivocaba. Si tú me dices que no es verdad, creeré tu palabra.

—El sacerdote no se equivocaba —contestó Cristina con orgullo—. Cometiste perjurio, Simón.

Tardó un poco antes de preguntar:

—Cristina, ¿sabes quién es esta Brynhild Fluga?

Al verla sacudir la cabeza, dijo:

—Munan Baardsoen la estableció en una casa aquí, en la ciudad, cuando él se casó; tiene un negocio ilegal de vino y otras cosas parecidas…

—¿Acaso la conoces? —preguntó Cristina con ironía.

—Nunca he pretendido pasar por sacerdote ni fraile —contestó Simón enrojeciendo—. Pero tengo la conciencia tranquila de cualquier reproche que pudiera hacérseme respecto a muchachas solteras o mujeres casadas. ¿No comprendes que no es de hombre honrado dejarte ir así de noche y en semejante compañía?

—Erlend no me ha seducido —replicó Cristina furiosa y sonrojada— ni me ha prometido nada. Le entregué mi corazón sin que él hiciera nada para tentarme. Lo quiero más que a todos los hombres desde el primer momento en que le vi.

Simón jugueteó con un puñal que hacía saltar de una mano a otra.

—Son palabras inesperadas en boca de la propia prometida —dijo—. Esto nos afecta a los dos, Cristina.

Cristina respiró profundamente.

—Sería un mal regalo para ti recibirme ahora por esposa, Simón.

—Bien sabe Dios todopoderoso que así es —asintió Simón Andressoen.

—Me consuelo —dijo Cristina con dulzura pero asustada— pensando que me ayudarás para que Micer André y mi padre renuncien al proyecto que nos concierne.

—¿Es ese tu deseo? —preguntó Simón, luego prosiguió—: Sólo Dios sabe si te das cuenta de lo que estás diciendo.

—Sí. Sé que por la ley nadie puede obligar a una joven al matrimonio contra su voluntad; de lo contrario puede protestar ante los tribunales…

—Sí, creo que ante el obispo —interrumpió Simón vivamente, sonriendo—. Hasta ahora no he tenido necesidad de averiguar las disposiciones de la ley sobre este punto. Y tú tampoco crees que tengas que llegar a ese extremo. Sabes sobradamente que no exigiré que mantengas tu palabra si ha de ser demasiado duro para ti. ¿Pero no te das cuenta de que hace ya dos años que nuestra boda está decidida y que no has dicho ni una sola palabra en contra hasta ahora cuando todo está preparado para la fiesta de esponsales y la boda? ¿Has pensado lo que esto significa si estás decidida a romper nuestra unión, Cristina?

—¿No será que sigues aún queriéndome, verdad? —preguntó Cristina.

—Sí —contestó Simón—. Si no eres de mi opinión, es preciso que lo pienses mejor…

—Erlend Nikulaussoen y yo nos hemos prometido sobre nuestra fe cristiana —explicó estremecida— que, si no podíamos unirnos en matrimonio, ni uno ni otro tomaríamos marido o esposa.

Simón reflexionó largamente. Después dijo con tristeza:

—Entonces, Cristina, no comprendo lo que querías dar a entender al decir que no te había seducido ni engañado con promesas. Te sedujo al arrancarte de la autoridad de tus padres. ¿Has pensado en la clase de marido que tendrás si te casas con un hombre que tiene por amante la esposa de otro hombre y que quiere tomar por esposa la prometida de otro más?

Cristina contuvo las lágrimas y murmuró con voz ronca:

—Dices eso para hacerme daño.

—¿Crees acaso que quiero hacerte daño?

—Habría sido distinto si tú… —empezó Cristina balbuciendo—. Tampoco te pidieron tu parecer, Simón. En este asunto fueron tu padre y el mío los que se pusieron de acuerdo. Si tú mismo me hubieras elegido habría sido distinto.

Simón clavó su puñal en el banco, donde quedó sujeto. Poco después lo arrancó e intentó meterlo en su vaina, pero se había estropeado la punta y le fue imposible guardarlo. Entonces volvió a juguetear con él pasándolo de una mano a otra.

—Lo sabes de sobra —murmuró con voz temblorosa—; sabes que te engañas si prefieres pensar que yo no te quería. Sabes de lo que hubiera querido hablar cuando nos encontrábamos en condiciones en que hubiera sido preciso no ser un hombre para no hacerlo; y se hubieran hecho comentarios… no, ni con pinzas ardientes habrían podido arrancarme la confesión. Primero creí que se trataba de la muerte de aquel muchacho. Pensaba que no debía turbar tu paz. No me conocías, y molestarte tan pronto habría sido pecar contra ti. Ahora, veo que no has tardado mucho en olvidar… ahora… ahora…

—No. Lo comprendo, Simón, ya no puedo confiar en que sigas siendo mi amigo.

—Amigo —repitió Simón con una sonrisa breve y amarga—. ¿Necesitas tanto mi amistad?

Cristina se sonrojó.

—Tú eres un hombre —dijo en voz baja—. Y ahora tienes edad para decidir, por ti mismo, el matrimonio…

Simón la miraba fijamente. Luego volvió a sonreír:

—Ya comprendo. Quieres que diga que soy yo el que… Que cargue con la culpa de esta ruptura de compromiso… Pues bien, si las cosas se ponen de tal modo que te obstinas en tu resolución… Sí, si te atreves, si intentas llevar a cabo tu propósito, haré como tú quieres. Diré que rompo yo el compromiso a mis parientes y a todos los tuyos… excepto a uno. A tu padre debes decirle la verdad tal como es. Si quieres, le hablaré de tu parte y te facilitaré las cosas tanto como pueda… Pero Lavrans Bjoergulfssoen debe saber que jamás he querido ser perjuro a una palabra que le había dado.

Cristina se agarró al banco con las dos manos. Esto le resultaba más difícil de soportar que todo lo que Simón Darre le había dicho. Pálida y temerosa levantó hasta él una mirada furtiva.

Simón se levantó.

—Tenemos que entrar. Creo que estamos los dos helados y la monja espera con la llave. Te daré una semana para que lo medites. Tengo algo que hacer en la ciudad. Volveré al convento para hablarte antes de mi partida; con seguridad no tendrás ganas de verme durante estos días.