6

En lo sucesivo, Cristina no recordó con claridad lo que fray Edvin le había dicho. Pero le dejó con el alma sorprendentemente apaciguada, clara y tranquila.

Hasta entonces había luchado contra un temor vago y secreto, y se había inclinado a pensar, simplemente como un reto, que no era tan grave su pecado. Ahora pensaba que Edvin le había demostrado neta y claramente que había pecado de verdad; su pecado era indudable, preciso, debía cargar con él y tratar de sobrellevarlo con paciencia y dignidad. Se esforzó por pensar en Erlend sin impaciencia…, incluso si no le daba noticias, por mucho que echara en falta sus caricias. Lo único que haría sería guardarle fidelidad, pensar en él con bondad. Pensó en sus padres y tomó la firme decisión de recompensarles con toda su ternura cuando hubieran terminado de sobreponerse a la pena que les causaría rompiendo con los de Dyfrin. Y lo que más ocupaba su pensamiento era la recomendación de no buscar un consuelo en las faltas de los demás; se sentía transformarse en una joven buena y humilde y no tardó en ver lo fácil que le resultaba ganarse la amistad de la gente. Encontró un alivio inmediato en la idea de que no era tan difícil para ella ni para Erlend entenderse con los demás.

Hasta el día en que entregó su cariño a Erlend, se había esforzado cuidadosamente por hacer lo que fuera justo y bueno… pero siempre lo había hecho siguiendo los consejos de los demás. Ahora sentía, espontáneamente, que se había transformado de jovencita en mujer. Esto tenía para ella un sentido más profundo que las caricias secretas y ardientes que había recibido y dado; era más importante que el haber pasado de la potestad y consejos del padre a caer bajo la voluntad de Erlend. Fray Edvin había cargado su espalda con el peso de tener que responder sola, a partir de entonces, de su vida y hasta de la vida de Erlend. Estaba decidida a llevarlo dignamente y bien. Por ello se unió a las monjas en la fiesta de Navidad y en medio de las bellas ceremonias de felicidad y de paz, aun sintiéndose indigna, se consoló pensando que no tardaría en llegar el momento en que podría rehabilitarse.

Pero al día siguiente del Año Nuevo, llegó al convento inesperadamente Micer André Darre con su mujer y sus cinco hijos. Querían celebrar la segunda parte de las Navidades en la ciudad, con amigos y parientes, y habían incluido en el programa llevarse a Cristina con ellos a la posada, durante unos días.

—Supongo, hija mía —dijo Dama Angerd—, que no tendrás inconveniente en ver caras nuevas.

La gente de Dyfrin vivía en una bonita casa perteneciente a una granja vecina del castillo del obispo y propiedad de un primo hermano de Micer André. Había una gran estancia donde dormía el servicio y en el primer piso una magnífica alcoba, con una estufa de obra y tres buenas camas; en una dormían Micer André y Dama Angerd con el hijo menor, Gudmund, aún muy pequeño; en la segunda, Cristina y las dos hijas Astrid y Sigrid; en la tercera Simón y su hermano mayor, Gyrd Andressoen.

Todos los hijos de André eran guapos. Simón menos que los demás, pero la gente lo encontraba agradable. Cristina se fijó, más aún que el año anterior en Dyfrin, en que los cuatro hermanos y hermanas escuchaban generalmente a Simón y hacían lo que él quería. Los chicos se querían cordialmente pero además estaban de acuerdo en dar a Simón el primer puesto.

Todos vivieron aquel período con plena felicidad y alegría. Durante el día frecuentaban las iglesias y llevaban a ellas sus ofrendas; por las noches se reunían para beber entre amigos y los jóvenes podían jugar y bailar. Todos demostraban a Cristina la máxima amistad y nadie parecía darse cuenta de su falta de alegría.

Por la noche cuando se apagaba la luz y todo el mundo se había ido a la cama, Simón había tomado por costumbre levantarse y acercarse a la cama de las jóvenes. Le gustaba sentarse un instante a los pies de la cama; sus palabras se dirigían sobre todo a sus hermanas pero al amparo de la sombra apoyaba su mano sobre el pecho de Cristina, lo que repugnaba a esta hasta el punto de marearla.

Cristina tenía ahora un mejor sentido de estas cosas. Comprendía que había pequeñas libertades que Simón era a la vez demasiado orgulloso y demasiado tímido para atreverse a hacer desde que se había dado cuenta de que ella no quería prestarse a ellas. Experimentaba una amarga cólera contra él porque parecía como si quisiera aparentar ser mejor marido que el que la había hecho suya… aunque Simón ignoraba la existencia del otro.

Pero una noche que habían ido a bailar a otra granja, Astrid y Sigrid fueron invitadas a pasar la noche en casa de sus compañeros de juego. Cuando en plena noche, la gente de Dyfrin fue a acostarse en su alcoba, Simón fue a la cama de Cristina, subió y se tendió sobre la piel.

Cristina se la alzó hasta la barbilla y apretó fuertemente los brazos sobre su pecho. Al cabo de un rato, Simón alargó la mano y quiso acariciarle el pecho. Sintió la costura de la seda sobre su muñeca y comprendió que no se había desnudado.

—Eres tan tímida en la oscuridad como a pleno día —murmuró Simón sonriendo—. Ya podrías dejarme coger una de tus manos —añadió, y Cristina le tendió la punta de los dedos.

—¿No te parece que podríamos tener algo que decirnos puesto que se ha presentado la ocasión? —dijo a Cristina y esta creyó que era el momento de hablar. Contestó, pues, que sí. Pero luego no se atrevió a decir una sola palabra.

—¿Me dejas que me acueste bajo la piel? —insistió Simón—. Hace frío ahora en la alcoba —y se metió entre la piel y el cubrecama de lana que la tapaba directamente. Pasó un brazo alrededor de la cabeza de Cristina, pero de modo que no la tocaba. Así permanecieron un instante.

—Eres difícil de cortejar —observó Simón algo después, con una risa resignada.

»Pues bien, te prometo no besarte si esto te contraría. Pero ¿no puedes hablar conmigo?

Cristina se humedeció los labios con la punta de la lengua, sin embargo guardó silencio.

—Tengo la impresión de que estás temblando —continuó Simón—. Realmente, ¿no tienes nada contra mí, Cristina?

—No —dijo Cristina, y no volvió a abrir la boca, no atreviéndose a mentirle más.

Simón esperó aún un momento. Intentó iniciar una conversación, pero al fin tuvo que sonreír y decir:

—Ya veo que opinas que tengo que conformarme, por esta noche, con saber que no tienes nada contra mí y darme por satisfecho. Es una pena también verte tan distante y orgullosa; en todo caso quiero que me des un beso; después me iré sin molestarte más.

Tomó el beso, se incorporó y puso los pies en el suelo. Cristina reflexionó que aquel era el momento de decir lo que tenía que ser dicho… pero ya se había ido a su cama y se estaba desnudando.

Al día siguiente, Dama Angerd no estuvo tan amable como acostumbraba con Cristina. La joven comprendió que debía haber oído algo y considerado que la prometida no había recibido o acogido a su hijo como debía.

En el transcurso de la tarde, Simón contó que había tenido la idea de conseguir, mediante un intercambio, un caballo perteneciente a uno de sus amigos. Preguntó a Cristina si quería ir con él a ver el animal. Esta aceptó y salieron juntos de la ciudad.

El tiempo era fresco y hermoso. Había nevado por la noche, pero ahora brillaba el sol y helaba lo bastante para que la nieve crujiera bajo los pies. Cristina encontraba delicioso andar así en medio del frío y cuando Simón fue a buscar el caballo de que habían hablado, charló con él con bastante animación. Entendía algo de caballos por haber estado mucho al lado de su padre. Por lo demás, se trataba de un animal precioso, un garañón pardo con una raya negra en medio del lomo y una crin tiesa, vivo y bien formado, pero pequeño y delgado.

—No aguantará mucho rato el peso de un hombre armado —opinó Cristina.

—Oh, no lo destino para eso —contestó Simón.

Llevó el caballo al cercado, detrás de la granja, lo hizo andar y correr, lo montó y deseó que Cristina también lo montara. Se quedaron un buen rato al aire libre sobre el terreno blanco.

Al final, mientras Cristina daba pan al caballo, Simón, que se apoyaba en su hombro, dijo bruscamente:

—Me parece, Cristina, que entre mi madre y tú hay algo que no va bien.

—Jamás he tenido la intención de mostrarme desagradable con tu madre —dijo Cristina—; jamás hubo nada con Dama Angerd.

—Tampoco creo que tengas nada contra mí. No me impondré a ti antes de que llegue el momento, Cristina… pero de todos modos esto no puede continuar así. Nunca tengo la oportunidad de hablar contigo.

—Nunca he sido buena conversadora —dijo Cristina—; lo sé y no creo que te parezca una gran pérdida para ti que nuestro acuerdo no se lleve a cabo.

—Ya sabes mi opinión respecto a eso —contestó Simón mirándola.

Cristina enrojeció. Comprendía que no podría desoír la súplica de Simón Darre. Después de un momento este dijo:

—Cristina, ¿es que no puedes acabar de olvidar a Arne Gyrdsoen? —y como Cristina le mirara fijamente, Simón continuó con voz dulce y bondadosa—: No te lo reprocharé; habíais sido educados como hermano y hermana… hace un año apenas que ha ocurrido. Pero puedes descansar, confiada, en una cosa: sólo quiero tu felicidad…

El rostro de Cristina había palidecido. Ninguno de los dos dijo nada mientras atravesaban la ciudad a la hora del crepúsculo. Al extremo de la calle, en el aire azul, brillaba la hoz de la luna con una estrella brillante en medio de su creciente.

Un año, se decía Cristina; le parecía no poder recordar cuándo su pensamiento se había posado en Arne por última vez. Tuvo miedo; tal vez era una mala mujer, ligera y cobarde. Un año desde que lo había visto en su ataúd, en el velatorio, cuando creyó que no volvería a ser feliz en la vida ni a sentir alegría. Se desesperaba en el silencio, asustada por la inconstancia de su propio corazón y por la inestabilidad de todas las cosas. Erlend, Erlend… ¿podía olvidarla? Mas le parecía aún peor que un día pudiera ella olvidarle.

Micer André fue con sus hijos al castillo real, al gran banquete de Navidad. Cristina vio todo el esplendor y magnificencia que allí reinaba; entraron también en el salón donde se sentaba el rey Haakon, así como Dama Isabel Bruce, viuda del rey Erik. Micer André se adelantó y saludó al rey mientras que sus hijos y Cristina esperaban un poco más atrás. La muchacha pensaba en todo lo que le había dicho Dama Aashild: recordaba que el rey era pariente próximo de Erlend porque sus abuelas paternas eran hermanas… y ella era la amante de Erlend, y no tenía el menor derecho a encontrarse allí entre aquella buena gente, la familia e hijos del caballero André.

De pronto descubrió a Erlend Nikulaussoen. Se había acercado a la reina Isabel y estaba con la cabeza inclinada y la mano en el pecho mientras ella le dirigía la palabra. Vestía las ropas de seda oscura que le había visto en la fiesta. Cristina iba detrás de las hijas de Micer André.

Cuando, un momento después, Dama Angerd condujo a sus tres hijas a la reina, Cristina no vio a Erlend por ninguna parte, aunque de todos modos no se atrevió a levantar la mirada del suelo. Se preguntó si estaría por algún rincón del salón; le parecía sentir su mirada fija en ella pero también le parecía que todos la miraban como si hubieran comprendido que su presencia allí era una impostura, con una diadema de oro sobre su cabellera suelta.

No estaba en la sala donde tuvo lugar la recepción de los jóvenes y donde bailaron cuando se hubieron retirado las mesas. Aquella noche Cristina tuvo que bailar de la mano de Simón.

Adosada a uno de los largos muros había una mesa clavada en el suelo y durante toda la noche los servidores del rey escanciaron cerveza, hidromiel y vino. Una vez que Simón la llevó junto a la mesa y bebía a su salud vio que Erlend estaba cerca de ella, detrás de Simón. La estaba mirando y la mano de Cristina tembló al coger el vaso de manos de Simón y llevárselo a la boca. Erlend cuchicheó con el hombre que le acompañaba, un hombre de edad, guapo, alto y corpulento que sacudía involuntariamente la cabeza y parecía irritado. Casi en seguida, Simón la llevó de nuevo al lugar donde se bailaba.

Ignoraba cuánto tiempo duraba ya aquel baile… El canto no terminaba nunca y su deseo e inquietud hacían cada minuto más largo y doloroso. Por fin terminó la danza y Simón se llevó de nuevo a Cristina a la mesa donde se bebía.

Un amigo se acercó a hablarle y lo condujo unos pasos más allá, hacia un grupo de jóvenes. Entonces Erlend se le acercó.

—Hay tantas cosas que hubiera debido decirte —murmuró—. No sé ni por dónde debo empezar. ¡Santo Dios, Cristina!, ¿qué te ocurre? —preguntó bruscamente porque el rostro de ella se puso blanco como la cal.

No podía verle con claridad, le parecía que entre ellos caía agua. Erlend tomó un vaso de la mesa, bebió y se lo tendió. A Cristina le dio la impresión de que era demasiado pesado o bien que su brazo se había partido por la articulación: no llegó a levantar el vaso hasta la boca.

—¿Quieres beber con tu prometido y no conmigo? —preguntó Erlend a media voz; pero Cristina soltó el vaso y cayó hacia adelante en los brazos de Erlend.

Cuando recobró el sentido, estaba echada en el banco con la cabeza apoyada en el regazo de una joven desconocida. Habían soltado su cinturón y el broche de su pecho. Alguien le golpeaba las palmas de las manos y tenía el rostro mojado.

Se incorporó, sentándose. En el círculo que la rodeaba vio el rostro de Erlend pálido y descompuesto. Ella misma tenía la impresión de que su cuerpo la abandonaba, que todos sus huesos se habían fundido, que su cabeza era enorme y vacía… pero que dentro, en alguna parte, brillaba un único pensamiento, claro y desesperado: era preciso que hablara con Erlend.

Dirigiéndose entonces a Simón Darre, que estaba también junto a ella, dijo:

—Sin duda hacía demasiado calor para mí… hay muchos candelabros aquí… y no estoy acostumbrada a beber tanto vino.

—¿Pero estás bien ya? —preguntó Simón—. Has asustado a la gente. ¿No quieres que te acompañe a casa, ahora?

—Es preferible esperar a que se marchen tus padres —dijo tranquilamente Cristina—. Pero siéntate aquí; no me atrevo a bailar de nuevo —indicó el almohadón que estaba a su lado, y luego tendió su otra mano a Erlend:

—Sentaos aquí, Erlend Nikulaussoen; no he podido saludaros. Ingebjoerg decía estos últimos tiempos que creía que la habíais olvidado.

Vio que a Erlend le costaba más trabajo sobreponerse que a ella y por tanto le costó un esfuerzo reprimir la sonrisa tierna y ligera que se dibujaba en sus labios.

—Agradezco a la joven que se acuerde de mí —contestó balbuciente—. Era yo el que temía que me hubiera olvidado.

Cristina dudó. No sabía qué decir exactamente que pudiera convenir a Ingebjoerg, la inconstante, y que Erlend supiera interpretar. Entonces la amargura embargó a Cristina después de la angustia de tantos meses y dijo:

—Querido Erlend, ¿creéis que nosotras las jóvenes olvidamos al hombre que tan bien supo defender nuestro honor contra la osadía de unos desvergonzados?

Vio que sus palabras habían sido como otros tantos golpes para él e inmediatamente se arrepintió. Entonces Simón preguntó de qué se trataba. Cristina le contó la aventura de ella e Ingebjoerg en el bosque de Eikaberg. Observó que aquello no parecía agradar a Simón. Entonces le rogó que fuera a preguntar a Dama Angerd si se marcharían pronto; estaba cansada. Cuando se hubo ido miró a Erlend.

—Es sorprendente —observó este— la presencia de espíritu que tienes. No lo habría creído de ti.

—He tenido que aprender a disimular, no lo dudes —contestó sombría.

Erlend respiró profundamente; aún estaba pálido.

—¿Es así? —murmuró—. Sin embargo, me habías prometido dirigirte a mis amigos en caso necesario. Dios sabe que he pensado en ti todos los días por si ocurría lo peor…

—Ya sé lo que entiendes por lo peor —dijo Cristina secamente—. Pero no debes temer. Lo peor me parece ser el que no hayas querido enviarme ni una palabra de recuerdo o saludo. ¿Es que no puedes comprender que vivo entre las monjas como un pájaro de paso? —tuvo que callarse porque sentía las lágrimas a punto de caer.

—¿Es por eso por lo que estás ahora con la gente de Dyfrin?

La muchacha sintió tal agobio por esta pregunta que no pudo contestar.

Vio que Dama Angerd y Simón se acercaban. La mano de Erlend colgaba junto a su rodilla, pero no podía cogerla.

—Tengo que hablarte —dijo este con viveza—. No hemos dicho ni una palabra de lo que debíamos…

—Ven a misa a la iglesia de Santa María, después de las fiestas de Navidad —murmuró Cristina rápidamente y se levantó para ir al encuentro de madre e hijo.

Dama Angerd se mostró muy afectuosa y llena de atenciones para con Cristina durante el regreso a casa y la ayudó a acostarse.

Con Simón no tuvo ocasión de hablar hasta el día siguiente. Entonces él le dijo:

—¿Cómo puede ser que te prestes a ser mensajera entre Erlend e Ingebjoerg Filippusdatter? No debes prestarte a ello si hay algo secreto entre los dos.

—No tiene la menor importancia. Ella es una cabeza de chorlito.

—Además, creo que hubieras debido mostrarte más prudente y no arriesgarte con ella por los caminos del bosque.

Pero Cristina le recordó vivamente que no era culpa suya si se había perdido y Simón se calló.

Al día siguiente, la gente de Dyfrin la acompañó al convento porque ellos regresaban a sus tierras.

Erlend fue todos los días a la celebración de la noche a la iglesia del convento durante una semana, sin que Cristina tuviera ocasión de cambiar una sola palabra con él. Tenía la impresión de ser como un halcón encadenado a su percha con el capuchón sobre los ojos. También era desgraciada a causa de las palabras que se habían cruzado en su último encuentro… no era así como hubiera debido ser. De nada servía decirse que todo había ocurrido tan bruscamente para ambos que apenas habían sabido lo que se decían.

Pero una tarde, al anochecer, llegó una mujer hermosa al convento, una mujer con el aspecto de ser la esposa de algún burgués de la ciudad. Preguntó por Cristina Lavransdatter y dijo que era la esposa de un comerciante de tejidos: su marido acababa de llegar de Dinamarca con unos abrigos muy bonitos; Aasmund Bjoergulfssoen quería regalar uno a su sobrina y la joven tenía que ir con ella para elegirlo.

Se autorizó a Cristina a que acompañara a la señora. Le pareció que nada era tan impropio de su tío como el deseo de hacerle un regalo costoso y que era raro que la mandara a buscar por una desconocida. Esta en un principio se mostró parca en palabras y no contestó a las preguntas de Cristina, pero cuando estuvieron en la parte baja de la ciudad, dijo de pronto:

—No quiero engañarte, hermosa niña. Te diré las cosas conforme son y tú obra como quieras. No es tu tío el que me ha enviado, pero sí un hombre…, tal vez puedas adivinar su nombre. Si no puedes, no debes venir conmigo. Yo no tengo marido y los míos y yo tenemos que vivir de dirigir una posada y vender cerveza; no tienes, pues, que temer ni al pecado ni a los guardias de la villa, pero yo no quiero prestar mi casa para que se te traicione al amparo de mi techo.

Cristina se detuvo con el rostro arrebolado. Sentía pena y vergüenza por Erlend.

La señora dijo:

—Volveré a acompañarte al convento, Cristina… pero espero de ti algo por la molestia. El caballero me ha prometido una buena recompensa, pero yo también he sido bonita y también se me traicionó. Quisiera además que te acordaras de mí esta noche en tus oraciones. Me llamo Brynhild Fluga.

Cristina se quitó uno de los anillos de oro y se lo dio.

—Has sido muy amable, Brynhild, pero si este hombre es mi pariente Erlend Nikulaussoen, nada tengo que temer; quiere que le reconcilie con mi tío. Puedes tranquilizarte, pero te agradezco que me advirtieras.

Brynhild Fluga volvió la cabeza para disimular una sonrisa. Condujo a Cristina por los callejones de la parte posterior de la iglesia de San Clemente y, en dirección norte, hacia el río. Había por allí pequeñas granjas aisladas en la parte baja de la cuesta que lleva al río. Anduvieron entre vallas y Erlend fue a su encuentro. Miró a su alrededor y luego despojándose de su capa envolvió en ella a Cristina y le cubrió el rostro con el capuchón.

—¿Qué te parece esta idea? —le preguntó rápidamente y en voz baja—. A lo mejor crees que obro de un modo alocado, pero tenía necesidad de hablar contigo.

—El preguntarnos lo que está bien o mal no va a servirnos de gran cosa —dijo Cristina.

—No hables así, te lo ruego. Tengo yo toda la culpa… Cristina, todos los días y todas las noches he suspirado por ti —murmuró.

Un estremecimiento la sacudió, fugaz, cuando sus ojos se encontraron. Al mirarla así se sentía culpable de cualquier otro pensamiento que no fuera su amor por él.

Brynhild Fluga se había adelantado. Al entrar en el patio, Erlend le preguntó:

—¿Vamos a la sala grande o prefieres que hablemos en el granero?

—Como tú quieras —contestóle Cristina.

—Arriba hace frío —dijo en voz baja Erlend—. Nos acostaremos —y Cristina movió la cabeza afirmativamente.

No bien hubo cerrado la puerta tras ellos, la tomó en sus brazos. La dobló como un mimbre, la cegó y la ahogó con sus besos, mientras impaciente le arrancaba los dos abrigos y los tiraba al suelo. Luego levantó a la muchacha, vestida con su claro hábito conventual, y la llevó a la cama. Asustada por la violencia de Erlend y por su propio deseo, Cristina le echó los brazos al cuello y escondió la cara en el hombro del joven.

En el granero hacía tanto frío que podían ver su propio aliento como un humo delante de la pequeña vela que ardía sobre la mesa. Pero en la cama había infinidad de mantas y pieles y encima de todas ellas una gran piel de oso que subieron hasta sus barbillas… Ignoraba cuánto tiempo llevaba entre los brazos de Erlend, cuando este le dijo:

—Ahora, mi querida Cristina, tenemos que hablar de lo que nos urge. No me atrevo a tenerte aquí mucho tiempo…

—Puedo quedarme toda la noche si lo deseas —murmuró Cristina.

Erlend apoyó su mejilla en la de Cristina.

—Entonces no sería tu amigo. Es estúpido que ocurra esto, pero no debes comprometerte más por mi causa.

Cristina no contestó pero estaba dolorosamente turbada, no comprendía que pudiera hablarle así siendo, como era, que había ido allí por él, a la propia casa de Brynhild Fluga. No sabía de dónde había sacado esa impresión, pero estaba segura de que aquel no era un lugar decente. Y él, seguramente, había previsto lo que iba a ocurrir porque había mandado dejar una jarra de hidromiel junto a la cortina de la cama.

—He pensado que si no hay otra solución te llevaré conmigo, por la fuerza, a Suecia; Dama Ingebjoerg me recibió con afecto en otoño y quiso recordar nuestro parentesco. Pero ahora expío mis pecados. Ya sabes que hace tiempo huí del país… y no quiero que tengas la reputación de que eres igual a la otra.

—Llévame a tu casa de Husaby —suplicó Cristina bajito—. No tengo valor para dejarte y volver a vivir en el convento con las demás muchachas. Tus padres, como los míos, serán sin duda lo bastante razonables para dejar que nos reunamos y nos reconciliemos con ellos.

Erlend la estrechó en sus brazos y gimió:

—No puedo llevarte a Husaby, Cristina…

—¿Por qué no puedes? —insistió con dulzura.

—Eline llegó allí en otoño —dijo por fin—. No conseguiré hacer que se marche de la granja si no me la llevo en un trineo y la dejo muy lejos. Y no he tenido fuerzas para hacerlo; trajo con ella a nuestros hijos…

Cristina tuvo la sensación de hundirse cada vez más. Con voz quebrada por el miedo dijo:

—Pero yo creía que estabas separado de ella…

—También lo creía yo. Pero en Oesterdal, donde se encontraba, me pidió que pensara en el matrimonio. Viste aquel hombre con quien estaba en el banquete de Navidad, era mi padre adoptivo: Baard Peterssoen de Hestnaes. A mi regreso de Suecia fui a verle; también fui a casa de mi pariente Henning Alvsoen, en Saltvik; les dije que quería casarme y les rogué que me ayudaran. Eline se enteró, por lo visto.

»Le pedí entonces que me dijera lo que deseaba para ella y los niños, pero se teme que Sigurd, su marido, no pase del invierno… y entonces nadie podría impedir que vivamos juntos.

»Yo dormía en la cuadra con Haftor y Ulf, y Eline en la sala grande, en mi cama. Me figuro que mis hombres se reirían de mí a espaldas mías.

Cristina se sentía incapaz de decir una sola palabra. Poco después Erlend continuó:

—Mira, el día en que se celebren nuestros esponsales, ella no tendrá más remedio que comprender que no son en provecho suyo, y que ya no tiene ningún poder sobre mí…

»Pero están los niños y esto les perjudica. Hacía un año que no los veía, son preciosos, y no puedo hacer gran cosa para asegurar su situación. Aunque a ellos de nada les serviría que me casara con su madre.

Las lágrimas iban deslizándose por las mejillas de Cristina. Entonces Erlend dijo:

—¿Has oído lo que decía, que he hablado con mis padres? La idea de que ahora quiera casarme les agradaba. Luego les he dicho que era contigo con quien deseaba hacerlo y no con otra…

—¿Es que no les gustó? —preguntó Cristina desolada.

—¿No comprendes que sólo podían darme una contestación? No pueden ni quieren acompañarme a entrevistarme con tu padre antes de que el compromiso con Simón Andressoen y tú quede disuelto. Y las cosas no han mejorado para nosotros, Cristina, con el hecho de que hayas pasado las Navidades con la gente de Dyfrin.

Cristina se echó a llorar con desconsuelo. Había comprendido que en su amor había algo que iba en contra del bien y del honor; y ahora veía que toda la culpa era suya.

Temblaba de frío cuando se levantó un poco más tarde y Erlend la cubrió con los dos abrigos. Era ya noche cerrada y Erlend la acompañó hasta el cementerio de San Clemente; Brynhild hizo con ella el resto del trayecto hasta Nonneseter.