5
En Nonneseter los días transcurrieron como antes. Cristina se movía entre la casa-dormitorio y la iglesia, la sala de tejer, la biblioteca y el refectorio. Las monjas y la gente del convento se dedicaban a la cosecha en el vergel y la huerta. En otoño vino la fiesta de la Exaltación de la Cruz con su procesión, y luego el ayuno de San Miguel. Con gran sorpresa de Cristina nadie observó en ella nada raro. Como siempre, había permanecido silenciosa entre los forasteros y por otra parte Ingebjoerg Filippusdatter, que era su compañera de día y de noche, hablaba sobradamente por las dos.
Así nadie observó que, hundida en sus pensamientos, estaba ajena a todo lo que la rodeaba. En su fuero interno se decía que ahora era la amante de Erlend. Le parecía que todo había sido un sueño… la noche de Santa Margarita, el episodio de la granja, las noches en el granero de Skog. O bien lo había soñado todo, o bien lo de ahora era un sueño. Pero un buen día despertaría, un día se encararía con el hecho. Ni un solo instante dudó de que ahora llevaba en ella al hijo de Erlend.
¿Pero qué sería de ella el día en que esto ocurriera? Era una idea que no veía con claridad. ¿La encerrarían en un calabozo o la devolverían a su casa? Lejos, muy lejos vislumbraba las pálidas imágenes de su padre y de su madre. Luego cerraba los ojos, presa de vértigos, mareada; se inclinaba bajo la tormenta que imaginaba y trataba de ser fuerte para soportar el mal cuyo fin sería, a su entender, el ser llevada para siempre en los brazos de Erlend… el único lugar en que le parecía estar en su propio hogar.
Así era cómo, en aquella tensión de ánimo, hallaba tanto miedo como esperanza, tanta dulzura como tormento. Era desgraciada, pero sentía que su amor por Erlend era como una planta que hubiera echado hondas raíces en ella y que, todos los días, a despecho de la desgracia, floreciera con flores siempre renovadas y más hermosas. La última noche que había dormido a su lado había experimentado una dulzura fina y ligera ante la idea de que en el seno de Erlend la esperaban una felicidad y alegría desconocidas hasta entonces: era como la sensación de un hálito tibio, aliento aromático de jardines quemados de sol. Bastardo, aquella palabra que Inga le había echado a la cara, la aceptaba ahora y la grababa en ella. Bastardo era el hijo procreado secretamente en el bosque y el prado. Notaba aún el resplandor del sol y el olor de los abetos sobre la extensión del bosque. Cada sacudida nueva y sorda, cada pulsación rápida de un cuerpo la atribuía al pequeño ser que le recordaba que ahora había entrado por una nueva senda; y aunque le iba a costar seguirla hasta el final, estaba segura de que la llevaría a Erlend.
Estaba sentada entre Ingebjoerg y la hermana Astrid y cosía en el gran tapiz decorado de caballeros y pájaros bajo follaje. No obstante, se veía, con la imaginación, huyendo cuando llegara el momento en que la cosa no pudiera disimularse. Iba por un camino, vestida como una mendiga: todo cuanto poseía en oro y plata lo llevaba en un paquete en la mano. Pagaría por tener un techo sobre su cabeza, en algún lugar, en alguna granja de una aldea remota; era una sirvienta, llevando sobre la nuca una barra con los cubos, limpiaba el establo, hacía el pan y la colada, pero la echaban al final porque no quería decir quién era el padre del niño. Y luego Erlend iba a buscarla.
A veces pensaba que llegaría demasiado tarde. Estaba acostada, blanca como la nieve, hermosa, en una mísera cama de campesino. Erlend pasaba el umbral. Llevaba el manto de seda negra que solía llevar cuando iba a verla, las noches de Skog. Una mujer le acompañaba donde estaba ella; se echaba al suelo y tomaba sus manos yertas. En sus ojos se leía un dolor mortal: «¡Yaciendo aquí, tú, mi única felicidad…!». Aplastado por el dolor, se iba con su hijito abrazado, envuelto en los pliegues de su manto… No, no creía que ocurriera así. No quería morir y Erlend no sufriría aquel disgusto. Pero estaba tan deprimida que aquel pensamiento la consolaba…
Súbitamente tuvo una visión fría, glacial, de la realidad: el niño. No era una imaginación, era lo inevitable. Un día tendría que responder de lo que había hecho, y le pareció que el miedo paralizaba su corazón.
Pero al correr del tiempo comprendió que, después de todo, no era tan seguro que fuera a tener un hijo. Ni siquiera se dio cuenta de que el descubrimiento no le producía ninguna satisfacción: era como si se hubiera quedado acostada, llorando, bajo una manta caliente y que ahora tuviera que levantarse en pleno frío. Pasó un mes y luego dos; ahora estaba completamente segura: había evitado aquella desgracia. Helada y vacía, se sintió aún más desgraciada; en su corazón nacía una amargura contra Erlend. Se acercaba el Adviento y no sabía nada de él. No sabía ni dónde se encontraba.
Le parecía imposible soportar aquella angustia, aquella incertidumbre; parecía como si entre ellos se hubiera roto un lazo, ahora empezaba a sentir miedo; podía ocurrir algo que les impidiera volverse a ver. Todo aquello que la había ligado a él hasta entonces estaba lejos, y el que los unía era un lazo muy frágil. No creía que quisiera traicionarla, ¡pero podían ocurrir tantas cosas! No podía imaginar cómo soportaría aquella incertidumbre y aquel tormento del período de espera, cada vez más largo.
También, a veces, pensaba en sus padres y en sus hermanas, les añoraba, pero como algo que hubiera perdido para siempre.
Y en la iglesia, y en otras partes igual, sentía un deseo violento de formar parte de aquella comunidad de los hombres con Dios. Esto había sido siempre parte de su vida: ahora se había quedado a la puerta con su pecado no confesado.
Se decía que esta separación de su casa, de su familia y de la cristiandad era indudablemente provisional. Pero que Erlend tenía la obligación de conducirla allí de la mano. Cuando su padre hubiera dado el consentimiento a sus amores con Erlend, volvería a él como antes; cuando ella y Erlend estuvieran casados, podrían confesarse y expiar su falta.
Empezaba a buscar testimonios que demostraran que tampoco otras personas estaban libres de pecado. Se fijó más en los chismorreos y prestó atención a todas las cosas que la rodeaban y que indicaban que ni las propias monjas del convento eran tan perfectamente santas y libres del mundo. Sólo se trataba de pequeñas cosas: bajo la dirección de Dama Groa, Nonneseter daba al mundo un ejemplo de lo que debía ser una comunidad de hermanas piadosas. Las monjas eran celosas en el servicio de Dios, activas, abnegadas, dedicadas a los pobres y a los enfermos. La regla no se observaba tan estrictamente que las hermanas no pudieran recibir visitas de sus amigos y parientes en el locutorio, y que no pudieran ir a visitarles a la ciudad cuando se presentaba una ocasión, pero ninguna monja había avergonzado a la casa con su conducta durante los años en que Dama Groa había estado a la cabeza.
Pero desde entonces Cristina tuvo el oído alerta a todas las pequeñas infracciones que ocurrían entre los muros del convento: pequeñas disputas, envidias o vanidades. Aparte de los cuidados a los enfermos ninguna de las monjas quería poner la mano en los trabajos más groseros de la casa… Todas querían ser mujeres instruidas y aptas para las cosas de arte. Rivalizaban en este punto, y las hermanas que no estaban dotadas para los ejercicios distinguidos, renunciaban a ellos y remoloneaban horas y horas como sonámbulas.
La propia Dama Groa era una mujer culta e inteligente. Vigilaba la vida y las actividades de sus hermanas espirituales pero cuidaba poco de la salud de sus almas. Siempre había estado amable y bondadosa con Cristina y parecía preferirla a las demás, pero era porque Cristina era bastante instruida en libros y labores manuales, aplicada y nada charlatana. Hablando con las hermanas, Dama Groa no esperaba nunca su contestación. Por el contrario, le gustaba hablar con los hombres. Pasaban muchos por su locutorio: aldeanos y funcionarios del convento, hermanos predicadores enviados por el obispo, consejeros de Hovedoe con los que estaba en litigio. Las grandes propiedades y bienes del convento bastaban para llenarle las horas, así como las cuentas; mandaba ornamentos litúrgicos, prestaba y recibía en préstamo libros para copiar. Nadie, por mal intencionado que fuera, podía encontrar nada reprochable en la conducta de Dama Groa. Pero sólo le gustaba hablar de cosas que rara vez son asunto de mujeres.
El prior, que vivía en una casa propia, al norte de la iglesia, parecía no tener más carácter que la pluma o la resma de papel de la abadesa. Sor Potentia dirigía toda la casa; y su gran ilusión era llevarlo todo como había visto hacer en el célebre convento alemán donde había transcurrido su noviciado. En el mundo se había llamado Sigrid Ragnvaldsdatter, pero había cambiado su nombre al vestir el hábito de la orden porque era frecuente en otros países; también era ella la que había propuesto que las alumnas que pasaran una temporada en Nonneseter vistieran el mismo hábito que las monjas jovencitas.
Sor Cecilia Baardsdatter no era como las otras monjas. Caminaba en silencio, con los ojos bajos, contestaba siempre con dulzura y humildad, hacía de sirvienta de todos y también, con preferencia, el trabajo más grosero, ayunaba más de lo prescrito —todo lo que Dama Groa quería permitirle—, y se pasaba horas y horas arrodillada en la iglesia después del canto nocturno, o iba antes del de las ocho de la mañana.
Pero una noche, de regreso del arroyo a donde había ido a lavar las ropas de dos hermanas legas, se echó a llorar durante la colación de la tarde. Se arrojó sobre las losas y se arrastró de rodillas entre las hermanas, golpeándose el pecho, y pidiéndoles perdón a todas con las mejillas ardientes y bajo un torrente de lágrimas. Era la peor pecadora de todas… todos los días había estado dura como la piedra por su orgullo, era el orgullo y no la humildad o el reconocimiento por la muerte de Nuestro Señor Jesucristo lo que la había impulsado cuando el mundo la tentaba; se había refugiado aquí no porque amara el alma de un hombre, sino porque amaba su propio orgullo. Era por orgullo por lo que había servido a las hermanas; era vanidad lo que había bebido en su vaso de agua y su amor propio lo que había extendido sobre su pan seco mientras las hermanas bebían cerveza y comían mantequilla sobre sus rebanadas de pan moreno.
De todo esto, Cristina sólo comprendió dos cosas: la propia sor Cecilia Baardsdatter no tenía verdadera santidad y pureza de corazón. Una vela de sebo que ha permanecido colgada del techo y se ha manchado de hollín y telas de araña era a lo que comparaba su dura castidad.
Dama Groa levantó a la joven sollozante. Declaró con severidad que por causar aquel desorden, Cecilia abandonaría, como castigo, el dormitorio de las hermanas y dormiría en la propia cama de la abadesa hasta que se le pasara aquella fiebre.
—Y luego, Cecilia, te sentarás durante ocho días en un sillón, vendremos a pedirte consejo sobre todas las cosas espirituales y te honraremos de tal modo por tu vida piadosa hasta que te hartes de los halagos de los pecadores. Así podrás juzgar si merecen tantos sacrificios y decidir luego si quieres vivir siguiendo las reglas como las demás, como nosotras, o practicar ejercicios que nadie te exige. Entonces tal vez quieras hacer por amor de Dios, porque Él te mire con indulgencia, todo lo que hasta ahora dices haber hecho para atraer nuestra atención.
Y así se hizo. Sor Cecilia durmió en el cuarto de la abadesa durante dos semanas: tuvo una fuerte fiebre y Dama Groa la cuidó personalmente. Cuando volvió a levantarse, tuvo que sentarse durante ocho días al lado de la abadesa en el alto sitial, tanto en la iglesia como en la casa y todas la sirvieron. Durante este tiempo lloró como si la azotaran. Después fue mucho más dulce y más feliz. Continuó viviendo poco más o menos como antes, pero se ruborizaba como una novia cuando alguien la miraba, lo mismo si barría el suelo que si iba sola a la iglesia.
Sin embargo, este incidente de la hermana Cecilia despertó en Cristina un fuerte deseo de paz y reconciliación con todo aquello de lo que se había sentido separada. Pensó en fray Edvin y un día, armándose de valor, pidió permiso a Dama Groa para ir al convento de los frailes descalzos para visitar a un amigo.
Notó que aquello no gustaba a Dama Groa…; había poca amistad entre los hermanos menores y los otros conventos del obispado. Y la abadesa no se tranquilizó al enterarse de quién era el amigo de Cristina. Dijo que este fray Edvin era un servidor poco seguro…; andaba siempre por los campos y a buen seguro terminaría en algún obispado extranjero. En muchos lugares el pueblo lo tenía por un santo, pero él no parecía comprender que el primer deber de los Franciscanos es obedecer a sus superiores. Había confesado a bandidos y cazadores furtivos y a excomulgados, bautizado a sus hijos y cantado responsos al enterrarlos, sin pedir permiso para ello. No obstante, había sin duda pecado tanto por inconsciencia como por orgullo y había soportado con paciencia los castigos que le habían sido infligidos por este motivo. Se le perdonaba también porque era hábil en su oficio; pero en el ejercicio de este había disputado con la gente; los maestros escultores del obispado de Bjoergvin no toleraban que fuera a trabajar en el obispado.
Cristina se atrevió a preguntar de dónde procedía aquel fraile de nombre tan poco noruego. Dama Groa estaba dispuesta a hablar: contó que había nacido en Oslo, pero que su padre era un inglés, Richard Platemester, que se casó con la hija de un campesino del cantón de Skogheim y se instaló en la ciudad…; dos hermanos de Edvin eran armeros reputados. Pero el primogénito de Platemester fue toda su vida un vagabundo. Desde la infancia había sentido gusto por la vida monástica y, tan pronto alcanzó la edad requerida, entró en la orden de los hermanos grises de Hovedoe. Le mandaron a educarse a un convento de Francia; estaba bien dotado; allí había obtenido pasar de la orden del Císter a la de los Menores. Y cuando los frailes, por propia iniciativa empezaron a edificar su iglesia al este de la ciudad y contra la orden del obispo, fray Edvin se había mostrado uno de los más decididos y combativos…; incluso había casi matado, a martillazos, a uno de los hombres que el obispo había enviado para que detuviera el trabajo.
Hacía mucho tiempo que nadie había hablado tanto rato a Cristina, así que cuando Dama Groa le dijo que podía retirarse, la joven se inclinó y besó la mano de la abadesa con respeto y ternura, llenándosele los ojos de lágrimas. Pero Dama Groa al ver que lloraba, creyó que era de pena; le dijo, pues, que, no obstante, podría salir un día para visitar a fray Edvin.
Unos días más tarde se le avisó de que ciertas personas del convento tenían algo que hacer en la propiedad real y que podían, por lo tanto, acompañarla a ella al convento de los frailes.
Fray Edvin estaba allí. Cristina no había imaginado que sentiría tanta alegría al ver a alguien que no fuera Erlend. El anciano le acariciaba la mano mientras hablaban. Le dio las gracias por haber ido a visitarle. No, no había vuelto al pueblo de Cristina desde la noche en que había dormido en Joerungaard, pero se había enterado de que iba a casarse y le deseaba mucha suerte. Entonces Cristina le preguntó si quería ir con ella hasta la iglesia.
Tuvieron que salir del convento y dar la vuelta hacia la entrada principal. Fray Edvin no se atrevía a hacerle atravesar el patio. Parecía asustado, como si temiera todo lo que podía disgustar a los demás. Había envejecido mucho, se dijo Cristina.
Cuando hubo depositado su óbolo en el altar para el fraile-sacerdote que cuidaba de la iglesia, y cuando preguntó a fray Edvin si quería confesarla, este se asustó del todo. No podía hacerlo; se le había prohibido severamente oír confesiones.
—Ya habrás oído hablar de ello —le dijo—. La verdad es que yo creía que no podía negar a estos desgraciados los dones que Dios me había concedido por nada. Por lo visto debía haberles aconsejado que fueran a buscar la paz junto a quienes correspondía por derecho, sí, sí… Y tú, Cristina, estás obligada a confesarte con el prior de vuestra comunidad.
—Hay una cosa que no puedo confesar al prior del convento —dijo Cristina.
—¿Crees que sería útil confesarme a mí lo que no puedes confesar a tu director? —preguntó el fraile con severidad.
—Si tú no puedes confesarme, puedes por lo menos dejarme hablar y darme consejo sobre el peso que llevo en la conciencia.
El fraile miró a su alrededor. La iglesia estaba precisamente vacía en aquel momento. Entonces se sentó sobre un arca colocada en un rincón.
—Recuerda que no puedo darte la absolución, pero que te aconsejaré y me callaré lo que me digas como si te hubieras confesado.
Cristina se quedó de pie ante él y dijo:
—La verdad es que no puedo ser la esposa de Simón Darre.
—Sobre esto sabes que no puedo darte otro consejo que el que te daría el prior. A las criaturas rebeldes, Dios no les concede la menor felicidad. Tu padre ha elegido lo que más te convenía, y tú lo sabes.
—Yo no sé cuál será tu consejo cuando me hayas escuchado hasta el final. Esta es la situación: Simón es demasiado bueno para cortar la rama deshojada de la que otro hombre ha cogido la flor.
Miró de frente al fraile. Pero cuando se cruzaron sus ojos y vio como el viejo rostro, seco y arrugado, se llenaba de dolor y espanto, fue como si algo se rompiera en su interior; saltaron sus lágrimas y quiso echarse de rodillas. Pero fray Edvin se lo impidió vivamente:
—No, no, siéntate aquí sobre el arca, a mi lado; no puedo confesarte… —se apartó un poco y le dejó sitio. Cristina continuaba llorando; el fraile le acarició la mano y prosiguió con dulzura—. ¿Recuerdas, Cristina, aquella mañana en que te vi por primera vez en la escalera de la iglesia de Hamar? Cuando estuve en el extranjero oí, un día, contar una leyenda sobre un fraile que no podía creer que Dios nos amara a todos nosotros, miserables pecadores. Bajó un ángel que le tocó los ojos y le hizo ver una piedra en el fondo del mar; y bajo esta piedra vivía un animal ciego, blanco y desnudo; y el fraile lo miró hasta que se encariñó con él porque era tan pequeño y desvalido. Cuando te vi tan pequeña y tan frágil en la gran casa de piedra, pensé que era justo que Dios amara a los seres como tú; eras hermosa y pura, y, no obstante, tenías necesidad de ayuda y de protección. Me pareció que la iglesia entera, y tú con ella, estaba en la mano de Dios…
Cristina dijo en voz baja:
—Nos ligamos, un hombre y yo, con una promesa de amor eterno… y he oído decir que este juramento nos santifica a los dos ante Dios, tanto como si nuestros padres nos hubieran entregado el uno al otro…
Pero el fraile observó con tristeza:
—Comprendo, Cristina, que alguien os habrá hablado del derecho canónico sin conocerlo a fondo. No puedes ligarte a ese hombre con un juramento sin pecar contra tus padres; Dios les había hecho tus dueños antes de que les conocieras. ¿Y no es una pena y una vergüenza también para los padres de él, si se enteran de que ha seducido a una joven hija de un hombre que durante toda su vida ha llevado su escudo con honor? Además, tú estabas prometida. Comprendo que no creas haber pecado tanto…, pero de todas formas no te atreves a confesarte al sacerdote de andar con el cabello suelto en medio de las jóvenes con las que no tienes ya nada en común… porque sin duda tus pensamientos vuelan hacia cosas distintas que los de ellas.
—Yo no sé lo que ellas piensan —dijo Cristina cansada—. Lo cierto es que todos mis pensamientos son para el hombre a quien amo. Y si no fuera por mi madre, cubriría gustosa mis cabellos desde hoy… sin preocuparme si me llamaban concubina, siempre y cuando me tuvieran por la de él.
—¿Sabes si ese hombre tiene la intención de comportarse contigo de modo que un día puedas honrosamente llamarte suya?
Entonces Cristina contó todo lo que había ocurrido entre ella y Erlend Nikulaussoen. Y mientras hablaba no parecía recordar que en ningún momento hubiera dudado del desenlace de todo ello.
—¿No comprendes, fray Edvin —comenzó—, que no éramos dueños de nosotros mismos? ¡Que Dios me ayude! Si lo encontrara cerca de aquí, al dejarte a ti, le seguiría si me lo pidiera. Puedes comprender que me he dado cuenta ahora de que otros también han pecado. El día en que salí de nuestra casa, no podía imaginar que hubiera cosas tan fuertes en el alma de los hombres que llegaran hasta hacerles olvidar el temor al pecado, pero ahora he visto demasiado: sé que si no hay remisión de los pecados que el deseo o la ira hacen cometer, el cielo estará vacío. También dicen de ti que un día, encolerizado, pegaste a alguien…
—Es verdad, que debo sólo a la misericordia divina el no ser llamado asesino. Hace muchos años de esto, entonces era joven y me parecía que no podría soportar la injusticia que el obispo quería hacernos a nosotros, pobres frailes. El rey Haakon, que era duque entonces, nos había regalado el terreno para nuestra casa, pero no éramos lo bastante ricos para dejar que otros trabajaran por nosotros en nuestra iglesia, sino que la construimos con algunos obreros que vinieron en nuestra ayuda, no por lo que podíamos pagarles, sino más bien por ser recompensados en el reino de los cielos. Tal vez era por orgullo, pobres frailes mendicantes, por lo que queríamos construir nuestra iglesia tan magnífica, pero estábamos contentos como niños en un prado y cantábamos himnos mientras tallábamos, poníamos ladrillos y nos esforzábamos. Dios bendiga al hermano Ranulv que era arquitecto; era también un hábil cantero; creo que este hombre había recibido de Dios una excepcional habilidad para todas las ciencias y todas las artes. Entonces esculpí imágenes en la piedra. Había ejecutado una que representaba a santa Clara llevada por los ángeles a la iglesia de San Francisco la noche de Navidad… Resultó muy hermosa y era la felicidad de todos nosotros, pero entonces los emisarios de la autoridad derribaron los muros y las piedras cayeron aplastando mis esculturas. Con mi martillo golpeé a un hombre; no era dueño de mí.
»Veo que sonríes, Cristina. Pero ¿no comprendes que está mal que prefieras oír hablar de la debilidad de los demás que de la bondad de hombres que podrían servirte de ejemplo?
»No es fácil darte un consejo —dijo al ver que ella iba a marcharse—, porque si hicieras lo que es justo, darías un disgusto a tus padres y serías una vergüenza para toda tu familia. Cuida de romper la palabra dada a Simón Andressoen y espera con paciencia la felicidad que quiera Dios enviarte, haz toda la penitencia de que seas capaz en tu corazón y no dejes que ese Erlend vuelva a arrastrarte al pecado, sino que suplícale con cariño que trate de hacer las paces con tus padres y con Dios.
»No puedo absolverte de tu pecado —terminó fray Edvin al separarse—, pero rezaré por ti con todas mis fuerzas.
Luego apoyó sus viejas manos en la cabeza de Cristina y como despedida rezó sobre ella una oración de paz y bendición.