4
En la época en que Lavrans Bjoergulfssoen vivía en Skog, había hecho don a la iglesia de Gerdarud de un depósito para misas en memoria de sus padres. El aniversario de Bjoergulf Ketilsoen era el trece de agosto y Lavrans había convenido con su hermano que aquel año fuera a buscar a Cristina para que pudiera asistir a la misa.
Esta vivía con la angustia de que cualquier obstáculo inesperado obligara a su tío a olvidar la promesa… le parecía que Aasmund le hacía poco caso. Pero la víspera de la misa, Aasmund Bjoergulfssoen fue al convento a buscar a su sobrina. Cristina recibió orden de llevarse ropas seglares, pero oscuras y sencillas. La gente había empezado a comentar que las hermanas de Nonneseter andaban demasiado fuera del convento, así que el obispo había ordenado que las jóvenes que no tuvieran que ser religiosas no debían vestir ninguna prenda que se pareciera al hábito de la orden cuando fueran a casa de sus familiares, de modo que el pueblo no las confundiera con religiosas aspirantes o que ya hubieran hecho los votos.
A Cristina se le ensanchó el alma cuando se vio galopando por la carretera al lado de su tío, y Aasmund se volvió más amable y dicharachero con ella al darse cuenta de que la joven sabía conversar. Pero Aasmund estaba abatido: decía que todo llevaba a pensar que en otoño se declararía la guerra y que el rey entraría en Suecia con su ejército para vengar el crimen que se había cometido con su cuñado y el marido de su sobrina. Cristina había oído hablar del asesinato de los duques suecos y pensaba que había sido una de las peores infamias; pero todos los asuntos del reino le parecían cosas remotas. En su valle, nadie hablaba de política; recordaba que su padre había ido a la guerra contra el duque Erik en Ragnhildarholm y Konungshelle. Aasmund le explicó entonces la evolución de la lucha entre el rey y los duques. Cristina no entendía gran cosa pero escuchaba atentamente todo lo que su tío contaba de los compromisos concertados y rotos con las hijas del rey. Una cosa la consolaba: saber que en todas partes no era como en las aldeas de su tierra, donde una fiesta de esponsales hecha pública es considerada un lazo casi tan indisoluble como el matrimonio. Hizo acopio de valor, contó su aventura de San Halvard y preguntó a su tío si conocía a Erlend de Husaby. Aasmund habló bien de Erlend, dijo que había llevado las cosas mal pero que toda la culpa era, en especial, de su padre y del rey; estos se habían portado como si el muchacho hubiera sido un auténtico cuerno del diablo, sólo por haber tenido una desgracia. El rey era demasiado piadoso y Micer Nikulaus estaba furioso de que Erlend hubiera malgastado tantos bienes. Habían gritado y proclamado el adulterio, clamando al fuego del infierno, «y claro, era natural que despertara el orgullo en un muchacho honrado», explicó Aasmund. Además, la mujer era muy hermosa. «Pero tú nada tienes que ver con todo lo relacionado con Erlend; así que no te preocupes por sus cosas».
Erlend no fue a la misa como había prometido a Cristina, y pensó más en su ausencia que en las palabras divinas. No se arrepintió de ello: no tenía más que la extraña impresión de ser indiferente a todo lo que antes había significado algo para ella.
Trató de consolarse. Erlend pensaba sin duda que era más razonable que nadie que tuviera autoridad sobre ella estuviera al corriente de su amistad. Esto incluso ella lo comprendía. Pero había suspirado tanto por verle que lloró cuando fue a acostarse aquella noche en el granero, que tenía que compartir con las hijas de Aasmund.
Al día siguiente subió al bosque con la más joven de las hijas de su tío, una niña de seis años. Cuando llegaron a un lugar bastante alejado, en el campo, Erlend llegó corriendo tras ellas. Cristina sabía que era él porque le había visto.
—He estado aquí, en lo alto, vigilando el patio durante todo el día —explicó—. Ya me figuraba que tendrías ocasión de salir.
—¿Crees acaso que he salido para encontrarte? —preguntó Cristina riendo—. ¿Y no tienes miedo de ir con tus perros y tu arco por el bosque de mi tío?
—Tu tío me ha permitido cazar aquí, para distraerme —contestó Erlend—. Y los perros son de Aasmund; me han encontrado esta mañana —acarició los perros y levantó a la chiquitina—: Tú me conoces, ¿verdad, Ragnfrid? Pero no dirás a nadie que habéis hablado conmigo y mira lo que te voy a dar en premio.
Y entregó un racimo de pasas a la pequeña.
—Eran para ti —dijo a Cristina—. ¿Crees que la niña sabrá callarse?
Continuaron hablando y sonriendo. Erlend vestía un capote corto y estrecho de color pardo y llevaba un capillejo de seda roja ladeado sobre su cabello negro. Parecía muy joven; reía y jugaba con la niña, pero de vez en cuando cogía la mano de Cristina y se la apretaba hasta hacerle daño.
Habló alegremente de los rumores de guerra.
—En ese caso me será más fácil recobrar la amistad del rey. Todo será más fácil —añadió vivamente.
Por fin se sentaron en un prado en lo alto del bosque. Erlend tenía a la niña en los brazos; Cristina estaba sentada a su lado. Entre la hierba jugaba con sus dedos. Deslizó en la mano de Cristina tres anillos de oro atados con una cinta.
—Más adelante —murmuró— te daré tantos como puedan llevar tus manos.
»Todos los días, te esperaré aquí, en este campo, mientras vivas en Skog —dijo cuando se separaron—. Si puedes, ven.
Al día siguiente, Aasmund Bjoergulfssoen se marchó con su mujer y sus hijos a la granja familiar de Gyrid, en Hadeland. Iban asustados por los rumores de guerra. Desde la devastación que el duque Erik había provocado unos años antes, el terror persistía entre el pueblo de Oslo. La anciana madre de Aasmund estaba tan asustada que quería refugiarse en Nonneseter, pero era demasiado débil para ir con los demás. Cristina se quedaría junto a la anciana, a quien llamaba abuela, hasta que Aasmund regresara de Hadeland.
Hacia mediodía, mientras la gente de la granja descansaba, Cristina subió al granero donde dormía. Había traído algunas ropas en un saco de cuero y se cambió de traje tarareando.
Su padre le había regalado un vestido de gruesa tela de algodón oriental de color azul, estampada de grandes flores rojas; se lo puso. Cepilló y peinó sus cabellos y despejó su rostro sujetándolos con una cinta de seda roja; ciñó al talle un cinturón de seda roja y se puso los anillos de Erlend. Mientras se arreglaba se preguntaba si la encontraría hermosa. Los dos perros que habían estado en el bosque con Erlend habían dormido toda la noche con ella en el granero; se los llevó. Se deslizó fuera de las casas y subió por el mismo sendero que la víspera, campo a traviesa.
El prado del bosque estaba desierto y silencioso bajo el ardiente sol de mediodía; el cálido aroma de los abetos la envolvía. El sol quemaba y el cielo azul era sorprendentemente despejado y violento su color sobre las cimas de los árboles.
Cristina se sentó a la sombra en el lindero del bosque. No le molestaba que Erlend no hubiera llegado. Estaba segura de que iría y encontraba especialmente agradable estar allí sola y que hubiera llegado la primavera. Escuchó el débil zumbido de los insectos entre la hierba amarilla y quemada, arrancó unas flores secas y aromáticas que podía alcanzar sin mover más que la mano, las deshizo entre los dedos y aspiró; con los ojos abiertos se sumió en una especie de sopor.
Tampoco se movió cuando oyó un caballo en el bosque. Los perros gruñeron y se les erizaron los pelos del espinazo, luego corrieron hacia lo alto del prado ladrando y meneando la cola. Erlend saltó del caballo, lo dejó suelto después de darle una palmada en la grupa y bajó corriendo hacia Cristina, con los perros saltando a su alrededor. Los cogió por el hocico y se acercó a ella entre los dos animales, grises como alces y parecidos a lobos. Cristina sonrió y le tendió la mano sin moverse.
En un momento dado, mientras contemplaba la cabeza morena apoyada en su regazo, entre sus manos, un recuerdo se destacó con viveza. Resaltaba claro y lejano, como una casa en la vertiente de una montaña sale de la oscuridad de las nubes cuando le da de lleno un rayo de sol en un día tormentoso. Y fue como si su corazón se inundara de toda la ternura que Arne Gyrdsoen había implorado un día cuando ella no comprendía aún lo que decía. Con una vivacidad angustiada, atrajo a Erlend hacia sí y apoyó su rostro sobre su pecho, luego le besó como si temiera que se lo quitaran. Y cuando vio su cabeza entre sus brazos, le pareció que era como llevar un niño en su regazo; cubrió con la mano los ojos de Erlend y de besos la boca y las mejillas.
El sol había desaparecido del prado; el color sobre las cimas de los árboles se había espesado volviéndose un azul sombrío en toda la extensión del cielo, en las nubes se veían pequeños resplandores rojos como el cobre, parecidos a humaredas ardientes. Bayard bajó hacia ellos, relinchó con fuerza y se quedó inmóvil, con los ojos fijos. Casi al instante brilló el primer relámpago seguido de un trueno seco, no lejos de ellos.
Erlend se puso en pie y cogió el caballo. Al pie del prado había una pequeña granja; la alcanzaron y Erlend ató a Bayard a un madero, detrás de la puerta. Al fondo había heno. Erlend extendió su abrigo y se sentaron, con los perros a sus pies.
Poco después la lluvia formaba como un velo ante la puerta. El bosque gemía y la colina era azotada con fuerza. No tardaron en tener que retirarse más al fondo a causa de una gotera. A cada relámpago y trueno, Erlend preguntaba:
—¿Tienes miedo, Cristina?
—Un poco —murmuraba ella, acurrucándose y apretándose contra él.
No sabían el tiempo que llevaban allí dentro; la tormenta se había disipado muy de prisa, aún se oía tronar a lo lejos, pero el sol brillaba sobre la hierba húmeda, delante de la puerta y gotas irisadas caían, cada vez más espaciadas, del techo.
—Tengo que irme —dijo Cristina. Y Erlend contestó:
—Sí, creo que sí —y cogió uno de sus pies—: Estás mojada. Irás a caballo y yo a pie para salir del bosque.
Erlend la miraba de un modo extraño, desde lo más hondo de sus ojos, como si en aquel instante tuviera ante sí a otra Cristina distinta de la que hasta entonces había tratado, como si una nueva mujer hubiera aparecido inopinadamente ante él, una mujer sólo entrevista en sueños…
Luego, sin pronunciar una sola palabra, apartó la vista de ella y salió al exterior, para regresar al cabo de unos minutos.
Durante el breve tiempo que duró la ausencia de Erlend, Cristina se sintió presa de un singular desasosiego. Se puso a temblar, pero pensó que ello se debía a que su corazón latía con fuerza descompasada.
Tenía frío y, no obstante, le ardían las manos.
Cuando sus ojos se posaron nuevamente en Erlend, se adelantó hacia él con una tenue sonrisa en los labios.
Cristina tuvo la sensación de que acababa de salir de un sueño, un sueño que no sabía si había durado unos pocos minutos o largas horas. Su cerebro era una maraña de encontrados pensamientos que agitaban todo su ser. En un momento dado le pareció que nada de cuanto la rodeaba era real y, como de vértigo, sintió, o pareció sentirlo, que se le doblaban las piernas y que iba a caerse. Y sin darse cuenta se encontró entre los brazos de Erlend, que la sostenía fuertemente.
Sin embargo, ella le dirigió una mirada cargada de rencor.
—No me mires así, Cristina. ¿Acaso te imaginas que te he traído aquí al bosque…?
Un sollozo de Cristina le interrumpió.
—Cree que te guardaré fidelidad hasta la hora de mi muerte —concluyó Erlend—. Vámonos, salgamos de aquí —añadió.
Y así lo hicieron. Despacio, cansada y abatida, Cristina iba reflexionando: ignoraba lo que hubiera deseado que él hiciera: ¿qué la subiera al caballo y se la llevara evitándole así volver entre los demás hombres? Le pareció que todo su cuerpo estaba dolorido de sorpresa, que este era aquel mal de que hablan todas las canciones. Y porque Erlend se lo había hecho, le parecía que se había transformado en cosa suya al extremo de no poder comprender que, a partir de entonces, pudiera vivir fuera de sus manos. Ahora tenía que separarse de él, pero no acababa de comprender que fuera así.
Erlend bajó a través del bosque llevando el caballo. Tenía la mano de Cristina en la suya, pero ni uno ni otro encontraban palabras que decirse.
Cuando hubieron llegado bastante lejos y podían verse las casas de Skog, se despidió de ella…
—Cristina, no te preocupes tanto. Llegará el día, antes de lo que crees, en que serás mi esposa legítima.
Pero el corazón de Cristina se encogió. Preguntó asustada:
—¿De verdad es preciso que me dejes?
—Tan pronto te vayas de Skog —dijo y su voz tuvo una vibración de frescura—, si no estalla la guerra, hablaré con Munan: lleva mucho tiempo insistiendo para que me case; sin duda me acompañará para hablar a tu padre en favor mío.
Cristina inclinaba la cabeza; a cada palabra que le decía veía cómo el tiempo se alargaba ante sus ojos haciéndosele imposible de imaginar… El convento, Joerungaard. Tenía la impresión de flotar sobre una corriente que la llevaba lejos, muy lejos, de todo aquello.
—¿Duermes sola en el granero, ahora que tus parientes se han ido? —preguntó Erlend—. Entonces vendré a hablar contigo esta noche. ¿Me abrirás?
—Sí —contestó Cristina con ternura.
Y se separaron.
El resto del día lo pasó al lado de la abuela y después de la velada acompañó a la anciana a la cama. Luego subió al granero donde dormía. Había una pequeña ventana en el cuarto. Cristina se sentó sobre el arca que había debajo: no tenía ganas de acostarse.
Tuvo que esperar mucho rato. Era completamente de noche cuando oyó pasos ligeros en la galería. Erlend llamó a la puerta con el manto enrollado en el puño. Cristina se levantó, descorrió el cerrojo y le abrió.
Vio que estaba muy contento cuando ella le echó los brazos al cuello y se apretó a él.
—He tenido miedo de que te hubieras enfadado conmigo. No debes pensar en el pecado —dijo al momento—. El pecado no es grande. La ley de Dios no es como la de los hombres, en este caso, me explicó Gunnulf, mi hermano, una vez: si dos seres están de acuerdo para ligarse y permanecer ligados uno a otro para toda la vida y después de aquello viven juntos, están casados ante Dios y no pueden deshacer su unión sin cometer un gran pecado. Puedo decírtelo en latín, si me acuerdo… porque lo sabía.
Cristina se preguntó por qué habría dicho aquello el hermano de Erlend, pero alejó la aprensión desagradable de que se trataba de Erlend y otra mujer y se esforzó por encontrar consuelo en sus palabras.
Se sentaron juntos sobre el arca, le rodeó los hombros con su brazo. Cristina lo encontraba ahora bueno y tranquilizador. A su lado: ese era el único lugar donde a partir de entonces podía sentirse tranquila y segura.
De vez en cuando, Erlend se ponía a hablar mucho y con animación, luego volvía a quedarse silencioso, limitándose sólo a acariciarla. Sin darse cuenta, Cristina iba recogiendo hasta el detalle más insignificante entre todo lo que él le decía que sirviera para embellecerle y hacérselo querer más, y disminuir su culpa en todo lo que ella sabía de él y que no estaba bien.
El padre de Erlend, Micer Nikulaus, era tan viejo cuando tuvo hijos que no tuvo ni paciencia ni fuerzas para cuidarlos él mismo: sus hijos crecieron en la casa de Micer Baard Peterssoen de Hestnaes. Erlend no tenía hermana, sólo un hermano, Gunnulf, un año menor que él y sacerdote de la Iglesia de Cristo.
—Excepto tú —dijo Erlend, mirándola a los ojos—, no hay nadie a quien quiera tanto.
Cristina preguntó si Gunnulf se le parecía, pero Erlend dijo riendo que eran completamente distintos, lo mismo de carácter que físicamente. En aquel momento Gunnulf estaba estudiando en el extranjero: hacía tres años que se había ido, pero había escrito dos veces a su casa; la última el año pasado en el momento de dejar Santa Genoveva, en París; luego iba a ir a Roma.
—Cuando Gunnulf regrese y me encuentre casado, estará contento —dijo Erlend.
Hablaron luego de la gran herencia que había recibido de sus padres. Cristina comprendió que él apenas sabía la extensión de sus propiedades. Ella entendía mucho de cuestiones agrícolas por su padre. Erlend, en cambio, había llevado las suyas por mal camino; había vendido, malgastado, agotado, empeñado y empobrecido lo suyo en las peores condiciones en los últimos años cuando había querido romper con su amante y había creído que así, con el tiempo, aquella falta le sería perdonada y sus padres se harían cargo de él. Creyó también que acabaría por obtener un puesto en una zona del distrito de Orkdoela, como había hecho su padre.
—Pero ahora sí que no sé cómo terminará todo. Puede que al final me encuentre en una granja de la meseta como Joern Gunnarssoen y que deba llevar el estiércol en un saco al hombro como los esclavos de antes porque no me quedará ningún caballo.
—Que Dios te ayude —exclamó Cristina riendo—. Entonces haré bien en reunirme contigo porque creo que estoy más al corriente que tú de las cosas del campo.
—¡Pero no has llevado nunca una cesta de estiércol! —objetó en el mismo tono.
—No, pero he visto cómo las llevan y casi todos los años he sembrado el trigo. Mi padre tiene la costumbre de arar él mismo los campos más cercanos y antes me dejaba sembrar el primer campo para que les trajera suerte… —y como el recuerdo le resultaba doloroso, añadió vivamente—. Necesitas una mujer que te cueza el pan, te prepare la cerveza ligera, lave tu única camisa, ordeñe las vacas… Pedirás al campesino más rico entre tus vecinos que te preste una o dos…
—Gracias a Dios que te oigo reír de nuevo un poco —dijo Erlend y la levantó del suelo tan bien que la sostuvo en sus brazos como un niño.
Las seis noches que precedieron al regreso de Aasmund Bjoergulfssoen, Erlend fue cada día al granero de Cristina.
La última noche parecía tan desesperado como ella: repitió innumerables veces que no debían separarse uno del otro ni un día más de lo que fuera necesario. Por fin, añadió en voz baja, como en un susurro:
—Si las cosas fueran tan mal que no pudiera regresar a Oslo antes del invierno y tú necesitaras urgentemente una ayuda amiga, puedes, con toda confianza, dirigirte a Sira Jon, aquí en Gerdarud… somos amigos desde la infancia, también puedes fiarte un poco de Munan Baardsoen.
Cristina sólo pudo hacer un gesto de asentimiento. Comprendía que hablaba de lo mismo en que ella pensaba todos los días, pero Erlend no aludió más a ello. Entonces ella también se calló por no dejar que viera hasta qué extremo desfallecía su corazón.
Las otras veces la había dejado entrada la noche, pero esta última insistió para que le dejara acostarse con ella y dormir un rato. Esto dio miedo a Cristina, pero Erlend contestó con orgullo:
—Si me encuentran en tu cuarto, debes pensar que sabré hacer frente a la situación.
También ella estaba dispuesta a dejar que se quedara más a su lado y no se sentía con valor para negarle nada.
Pero tenía miedo de que se quedaran dormidos demasiado tiempo. Así que permaneció la mayor parte de la noche sentada y apoyada en la cabecera, dormitando de vez en cuando, sin llegar a dilucidar las veces que él la había acariciado o las que lo había soñado.
Apoyaba una de sus manos sobre el pecho de Erlend sintiendo cómo latía su corazón y miraba hacia la ventana para ver la luz que venía del exterior.
Al final tuvo que despertarlo. Se echó un abrigo encima y salió a la galería con Erlend. Este saltó la barandilla del lado que daba a otra casa. Luego se perdió a la vuelta de la esquina. Cristina volvió a entrar y se acostó en su cama; y entonces, abandonándose del todo, lloró por primera vez desde que era algo de Erlend.