3

La fiesta aldeana de Aker estaba dedicada a santa Margarita; la reunión empezaba todos los años el veinte de julio, que es el día de santa Margarita. Entonces, hermanos y hermanas se reunían con sus hijos, invitados y servicio en la iglesia de Aker, y oían la misa en el altar de la santa. Luego iban a la sala de fiestas, que era la del hospital de Hofvin; en general, solían beber allí durante cinco días.

Pero, como lo mismo la iglesia de Aker que el hospital de Hofvin pertenecían a Nonneseter, y, por otra parte, muchos de los campesinos de Aker eran granjeros y dependientes del convento, se había establecido la costumbre de que la abadesa y algunas de las hermanas más viejas honraran la fiesta asistiendo al banquete del primer día. Y las jóvenes que se encontraban en el convento para su educación, pero no para hacerse monjas, estaban autorizadas para acompañarlas y bailar toda la noche. También, para aquella fiesta, debían vestir sus trajes y no los hábitos del convento.

Así, pues, la víspera de Santa Margarita reinaba gran animación en el dormitorio de las jóvenes. Las que tenían que ir a la fiesta buscaban en sus arcas y preparaban sus galas; las otras, pobrecillas, pasaban un poco tristes, y miraban. Algunas habían puesto cacitos ante la chimenea y hacían calentar agua que pondría su piel blanca y suave; otras preparaban un líquido que pasaban por sus cabellos; al separar estos en mechones y arrollarlos sobre correas obtenían unos rizos apretados y crespos.

Ingebjoerg sacó todas las ropas que tenía, pero no acababa de decidir lo que se pondría… Por supuesto, no su traje de magnífico terciopelo verde hoja, porque era demasiado caro y bueno para una reunión de campesinos. Una monjita flaca, que no debía participar de la fiesta —se llamaba Helga, y desde la infancia había sido destinada al convento por sus padres—, llevó a Cristina a un lado y le murmuró que Ingebjoerg luciría su traje verde y su camisa de seda rojo claro.

—Tú siempre has sido buena conmigo, Cristina —dijo Helga—. No está bien que me mezcle en ciertas cosas, pero quiero decirte algo. El caballero que os acompañó aquí una noche, esta primavera… He visto a Ingebjoerg hablar con él y verse desde entonces… Han hablado en la iglesia y la esperó allá arriba, en la gruta, cuando ella fue a ver a Ingunn a la sala de residentes. Pero es por ti por quien preguntaba y he oído decir que Ingebjoerg le prometía que te llevaría. Apuesto a que no sabías nada.

—La verdad es que Ingebjoerg no me ha dicho nada —contestó Cristina, y se mordió los labios para que la otra no se diera cuenta de la sonrisa que se le escapaba. Ingebjoerg era así…—. Probablemente sabe que no soy de las que corren a entrevistarse con desconocidos detrás de las casas y de las cercas —dijo con altivez.

—Habría podido evitar darte estas noticias, y en verdad hubiera sido más correcto no hablarte de ello —declaró Helga con firmeza, y se separaron.

Pero durante toda la velada Cristina se esforzó porque nadie la viera sonreírse.

A la mañana siguiente, Ingebjoerg remoloneó en camisa y Cristina comprendió que no quería vestirse antes de que ella estuviera lista.

Cristina no dijo nada, pero sonrió: fue a su arca y sacó su camisa de seda dorada. Jamás la había llevado puesta hasta entonces y cuando la sintió sobre su cuerpo le produjo una sensación de frescura y suavidad. El tejido estaba muy bien bordado con plata, seda azul y seda castaña alrededor del cuello, y sobre el pecho, en todo lo que el escote del traje dejaba al descubierto. Las mangas estaban bordadas a juego. Calzó medias de hilo y los zapatitos azules que Haakon había salvado afortunadamente el día del desastre. Al ver que Ingebjoerg la miraba, Cristina dijo sonriendo:

—Mi padre me ha enseñado que no debíamos mostrar desprecio por los inferiores, pero tú, sin duda, eres tan importante que no quieres arreglarte demasiado para aldeanos y granjeros…

Roja como una amapola, Ingebjoerg hizo resbalar su camisa de lana por encima de sus blancas caderas y se puso la de seda rosa. Cristina vistió su más bonito traje de terciopelo: era de un color azul casi violeta, muy abierto sobre el pecho, con mangas abiertas cuyos colgantes llegaban casi al suelo. Arrolló a su talle su cinturón dorado y echó sobre sus hombros su abrigo de marta gris. Luego extendió sobre la espalda y los hombros su larga cabellera dorada y ciñó su frente con una diadema de oro de rosas repujadas.

Vio que Helga las miraba. Sacó entonces de su arca un gran broche de plata. Era el que llevaba en el abrigo la noche que Bentein la encontró en el camino. Jamás hasta entonces había tenido deseo de utilizarlo de nuevo. Fue hacia Helga y le dijo con cariño:

—Sé que ayer quisiste demostrarme tu afecto. No creas que no lo comprendía… —y entregó el broche a Helga.

Ingebjoerg estaba también muy bonita cuando estuvo vestida con su traje verde y un abrigo de seda roja sobre los hombros y su preciosa cabellera rizada, suelta. «Concurso de trajes», se dijo Cristina, sonriendo.

La mañana era fría y el rocío reciente cuando la procesión salió de Nonneseter en dirección al oeste, hacia Frysja. La siega del heno tocaba a su fin en la aldea, pero a lo largo de las vallas crecían las campanillas azules y entre los montones de heno brotaban los corazoncillos de oro; los campos de cebada estaban repletos de espigas y ondeaban con reflejos plateados ligeramente teñidos de rosa. En muchos sitios, donde el camino era estrecho y pasaba entre los campos, las matas se cruzaban casi sobre las rodillas de los que pasaban.

Haakon iba en cabeza, con el estandarte del convento, que representaba a la Virgen María sobre fondo de seda azul. Detrás de él venían los criados y residentes, luego Dama Groa y cuatro monjas ancianas a caballo; detrás, y a pie, seguían las jóvenes, cuyos trajes de fiesta seglares, de vivos colores, brillaban al sol. Algunas de las residentas y dos o tres hombres armados cerraban el cortejo.

Cantaban al cruzar los campos luminosos; cuando encontraban gente en los caminos transversales, estos se apartaban y se inclinaban con respeto. Por todas partes llegaban, a pie o a caballo, pequeños grupos de gente, porque desde cada casa y desde cada granja todos se apresuraban hacia la iglesia. Poco después oyeron, detrás de ellos, un canto de voces profundas, de hombre, y vieron asomar el estandarte del convento de Hovedoe en lo alto de una loma… La seda roja brillaba al sol, ondeando y haciendo que la gente se inclinara al paso del portador.

La poderosa voz metálica de las campanas dominaba los relinchos de los caballos y los gritos, al trasponer la última colina antes de la iglesia. Cristina no había visto nunca tantos caballos a la vez, verdadero mar agitado y ondulante de grupas relucientes, que desbordaba del césped delante del pórtico de la iglesia. En el prado había gente en ropa de fiesta, de pie, sentados o echados, pero todos se levantaron y saludaron cuando el estandarte de María de Nonneseter pasó entre ellos, y asimismo todos se inclinaron profundamente ante Dama Groa.

Parecía que hubiera más gente de la que la iglesia podía contener, pero para los del convento se había reservado un espacio libre delante, junto al altar. Luego entraron los frailes del Císter de Hovedoe, que subieron al coro… Y al momento empezaron los cánticos en la iglesia, cánticos de voces de hombres y de niños.

En el transcurso de la misa, al levantarse todos, Cristina vio un momento a Erlend Nikulaussoen. Era alto; su cabeza sobrepasaba a los que le rodeaban. Veía su rostro de medio lado. Tenía la frente despejada, alta y estrecha, la nariz grande y recta sobresaliendo de su rostro como una proa, extremadamente delgada con aletas finas y vibrantes… hacía pensar a Cristina en un pura sangre inquieto y asustadizo. No era tan guapo como creía recordar; los músculos de sus facciones estaban tirantes, como tristes, alargados hasta la boca, bonita y sensible… Sí, a pesar de todo, era hermoso de verdad.

Volvió la cabeza y la descubrió. No habría sabido decir cuánto tiempo se miraron fijamente a los ojos. Luego sólo tuvo una idea constante: que terminara pronto la misa; esperaba con impaciencia lo que iba a ocurrir.

Cuando la gente salió de la iglesia abarrotada, hubo un poco de desorden. Ingebjoerg arrastró a Cristina detrás de la multitud; lograron separarse de las monjas que salían primero, y se quedaron entre los últimos que entregaron su ofrenda. Luego salieron.

Erlend estaba fuera, junto a la puerta, entre el sacerdote de Gerdarud y un hombre corpulento, rojizo, vestido con un magnífico traje de terciopelo azul. Erlend iba vestido de seda oscura, con dibujos en negro y pardo, una túnica amplia y un manto negro recamado de halcones de oro.

Se saludaron y cruzaron el prado para ir al lugar donde los caballos de los hombres esperaban. Mientras hablaban del buen tiempo, la magnífica misa y la multitud de gente reunida, el hombre gordo y rubicundo —llevaba espuelas de oro y se llamaba el caballero Munan Baardssoen— cogió a Ingebjoerg de la mano: parecía experimentar una gran atracción por la joven. Erlend y Cristina quedaron rezagados, andando sin decir nada.

Había gran movimiento en la explanada de la iglesia, porque la gente empezaba a irse, los caballos tropezaban para adelantarse, los hombres gritaban, unos enfadados, otros joviales. Muchos iban montados dos a dos en los caballos; algunos llevaban a su esposa a la grupa o a sus niños sentados delante; los chicos jóvenes subían a la grupa de amigos montados. Vieron los estandartes de la iglesia y a las monjas y frailes ya lejos, al pie de la colina.

El caballero Munan se fue a caballo; Ingebjoerg iba sentada delante, entre sus brazos. Los dos gritaban y gesticulaban. Entonces dijo Erlend:

—Mis dos escuderos están aquí. Podrían montar ambos en el mismo caballo y vos podríais montar a Haftor, si queréis…

Cristina contestó, ruborizándose:

—Ya nos hemos rezagado mucho y no se ve a vuestros escuderos.

Luego se echó a reír y Erlend sonrió.

Saltó al caballo y la ayudó a sentarse a la grupa. Cristina había ido muchas veces así con su padre desde que había crecido demasiado para ir sentada a horcajadas, delante. Pero sintió cierta angustia y falta de seguridad cuando apoyó uno de sus brazos en el hombro de Erlend; con la otra mano se apoyó en el lomo del caballo. Bajaron lentamente hacia el puente.

Al cabo de un momento, Cristina pensó que debía hablar puesto que él no lo hacía, y dijo:

—Ha sido inesperado veros aquí hoy, señor…

—¿Inesperado? —preguntó Erlend volviéndose hacia ella—. ¿Acaso Ingebjoerg Filippusdatter no os ha dado un recado de mi parte?

—No. No he oído hablar de ningún recado. No me ha hablado de vos desde el día en que vinisteis en nuestra ayuda, en mayo —dijo con astucia, disfrutando en hacer resaltar la falsedad de Ingebjoerg.

Erlend no se volvió, pero comprendió por su voz que sonreía, al volver a preguntarle:

—Vaya, y aquella monjita negra, no recuerdo su nombre; a esa le di una propina para que os diera noticias mías.

Cristina se ruborizó, pero no tuvo más remedio que reír.

—Sí, hay que hacer justicia a Helga: mereció la propina.

Erlend inclinó la cabeza y su cuello rozó la mano de Cristina. Esta retiró vivamente la mano y la apoyó un poco más lejos. Un poco inquieta, se decía que tal vez había sido demasiado atrevida, más de lo que convenía, asistiendo a una fiesta donde un hombre la había, en cierto modo, citado.

Pasado un instante, Erlend preguntó:

—¿Querréis bailar conmigo esta noche, Cristina?

—No lo sé, señor —contestó la joven.

—¿Pensáis tal vez que no está bien? —insistió, y al no recibir respuesta prosiguió—: Es posible que no lo esté. Pero he supuesto que no pensaríais hacer ningún mal dándome la mano esta noche. Por lo demás, hace ya ocho años que no he entrado en un baile.

—¿Por qué, señor? —preguntó Cristina—. ¿Tal vez estáis casado? —Pero al momento tuvo el convencimiento de que si hubiera estado casado, no habría sido correcto por su parte citarla. Quiso saberlo a ciencia cierta y dijo:

—¿Quizás habéis perdido vuestra prometida o vuestra esposa?

Erlend se volvió rápidamente y la miró de un modo raro, preguntándole con viveza:

—¿Es que Dama Aashild no ha…? ¿Por qué os ruborizasteis cuando os enterasteis de quién era, aquella noche?

Cristina volvió a ruborizarse, pero no contestó. Entonces insistió Erlend:

—Me gustaría saber lo que os dijo mi tía de mí.

—Sólo elogios —se apresuró a declarar Cristina—. Decía que erais tan hermoso y de tan buena familia que… Decía que ante personas como vos y vuestra familia, mi familia y yo contábamos muy poco.

—¿Todavía habla así, a despecho de las circunstancias? —murmuró Erlend sonriendo con amargura—. Sí, sí, tal vez eso la consuela… ¿No dijo nada más de mí?

—¿Qué podía haber dicho? —respondió Cristina. Ignoraba por qué sentía el corazón tan encogido, se sentía tan rara.

—¡Oh! Pudo haberos dicho —dijo Erlend en voz baja y mirando al suelo— que he sido un asesino, y que he tenido que pagar muy caro para obtener paz y concordia…

Cristina guardó silencio. Luego dijo con dulzura:

—Hay tantos hombres que no pueden disfrutar de su felicidad… he oído decir. Conozco poco las cosas de este mundo, pero de vos no creeré jamás, Erlend, que fuera por una razón vergonzosa.

—Dios te bendiga por estas palabras, Cristina —dijo Erlend. Inclinó la cabeza y le besó la muñeca con un movimiento tan brusco que el caballo caracoleó.

Cuando volvió a ponerse tranquilamente en marcha, Erlend dijo con insistencia:

—¿Iréis al baile conmigo esta noche, Cristina? Luego os contaré todas mis cosas, pero esta noche disfrutaremos juntos, ¿verdad?

Cristina contestó que sí y cabalgaron un rato en silencio.

Poco después Erlend empezó a preguntar sobre Dama Aashild y Cristina contó todo lo que sabía, y haciendo grandes elogios de ella.

—¿Entonces no todas las puertas están cerradas para Aashild y Bjoern?

Cristina contestó que les querían mucho y que su padre y muchas otras personas creían que gran parte de lo que se decía respecto a ellos era falso.

—¿Qué os ha parecido mi primo Munan Baardsoen? —preguntó Erlend sonriendo.

—No lo he mirado mucho y tampoco me ha parecido que valiera la pena mirarlo.

—¿No sabíais que es su hijo?

—¿El hijo de Dama Aashild? —exclamó Cristina sorprendida.

—Sí. Los hijos no pudieron robar la belleza de la madre; entonces se llevaron algo más —comentó Erlend.

—No he sabido hasta ahora el nombre de su primer marido —dijo Cristina.

—Fueron dos hermanos que se casaron con dos hermanas —explicó Erlend—. Baard y Nikulaus Munansoenner. Mi padre era el mayor; mi madre fue su segunda esposa, pero no había tenido hijos de su primer matrimonio. Baard, que se casó con Aashild, tampoco era joven y jamás vivieron, es cierto, en buena armonía… ¡Oh!, cuando esto ocurrió yo era niño y nos ocultaban todo lo que podían. Pero ella abandonó el país con Micer Bjoern y se casó con él sin pedir consejo a sus parientes… después de la muerte de Baard. La gente quería que se anulara el matrimonio… Lo querían porque Bjoern se había acostado con Aashild en vida de su primer marido y se decía que se habían puesto de acuerdo para deshacerse de mi tío. Fue imposible probarlo y tuvieron que dejarlos unidos por el matrimonio. Pero les hicieron entregar todos sus bienes como multa. Bjoern había matado a su sobrino… quiero decir al sobrino de mi madre y de Aashild.

Cristina sintió que le latía el corazón. En su casa, sus padres cuidaban celosamente de que los niños y los jóvenes no oyeran conversaciones impuras, pero había llegado hasta la aldea un rumor que Cristina había oído… sobre un hombre que había vivido en concubinato con una mujer casada. Era un adulterio, uno de los peores pecados; habían tramado la muerte del marido de la mujer dando así pie al destierro y a la acusación de asesinato. Lavrans había dicho que ninguna mujer está obligada a vivir en casa del marido si este ha tenido relación con la mujer legítima de otro; la situación del hijo adulterino no tiene solución ni puede arreglarse con multas, incluso si los padres habían quedado posteriormente libres para contraer matrimonio. Un hombre podía legar sus bienes y su nombre al hijo que había tenido de una pordiosera vagabunda o de una prostituta, pero no a su hijo adulterino, aunque la madre de este fuera esposa de un caballero. Cristina pensaba en la aversión que había sentido siempre por Micer Bjoern, con su cara ajada y su gran cuerpo fofo. No podía comprender cómo Dama Aashild se mostraba siempre tan amable y cariñosa hacia un hombre que la había arrastrado a semejante vergüenza; que una mujer graciosa hubiera podido dejarse seducir por él. No era, además, nada amable con Aashild, la dejaba ocuparse de todo el trabajo de la granja; Bjoern no hacía más que beber su cerveza. Sin embargo, Aashild era siempre dulce y tierna cuando hablaba de su marido. Cristina se preguntaba si su padre sabía todo aquello, puesto que había invitado a Bjoern a su casa. Pensándolo bien, le parecía extraño que Erlend contara semejantes cosas de sus parientes. Sin duda creía que estaba enterada.

—Podrían entrarme ganas —dijo al fin Erlend— de ir a visitar a mi tía Aashild cualquier día que vaya hacia el norte. ¿Es todavía hermoso mi pariente Bjoern?

—No —contestó Cristina—, parece un montón de heno que ha pasado el invierno en la colina.

—Sí, eso puede agotar a un hombre —murmuró Erlend con la misma sonrisa amarga—. Nunca vi un hombre tan hermoso… de esto hace veinte años, y yo no era más que un niño, pero nunca vi otro igual.

Poco después llegaban al hospicio. Era un gran edificio, de los mejores construidos, compuesto de numerosos pabellones de piedra y madera: casa para los enfermos, despacho para las limosnas, hospedería para los viajeros, capilla y presbiterio. En el patio había un ajetreo sorprendente porque se preparaba la comida de la fiesta en la panadería del hospicio y porque aquel día también los pobres y los enfermos iban a comer de lo mejor.

La sala de fiestas estaba al fondo de los jardines del hospicio y la gente iba hacia allí cruzando el huerto, que tenía justa fama. Dama Groa había importado plantas que nadie hasta entonces había visto en Noruega y, además, todas las que crecían en otros jardines se hacían más hermosas en el suyo, así como las verduras y las hierbas medicinales. Era una mujer muy sabia en todas estas cosas y había traducido al noruego libros de herboristas salernitanos. Dama Groa se mostraba especialmente amable con Cristina desde que había observado que la joven era entendida en el arte de las plantas y estaba deseosa de aprender más.

Cristina fue, pues, nombrando a Erlend todo lo que crecía en los cuadrados a ambos lados del sendero que seguían. Bajo el sol de mediodía se esparcía un perfume de aneto, apio, cebolla y rosa, de ámbar y de alhelí. Más allá del huerto sin sombra, quemado por el sol, las filas de árboles frutales parecían dar frescor; las cerezas rojas brillaban en medio de las copas oscuras del follaje y los manzanos inclinaban sus ramas cargadas de frutos verdes aún.

Alrededor del jardín había un seto de rosas silvestres. Todavía tenía flores… que no se diferenciaban de las otras rosas silvestres, pero cuyo follaje olía a vino y a manzanas al calor del sol. Al pasar, la gente cogía ramos y se los prendía. Cristina cortó unas rosas y las pasó por debajo de su diadema de oro, sobre las sienes. Guardó una en la mano; Erlend se la cogió después, pero sin decir nada. La sostuvo un instante y luego la pasó por un broche que llevaba sobre el pecho; parecía preocupado, no sabía qué hacer con ella y hacía unos gestos tan torpes que se arañó los dedos hasta hacerse sangre.

En la sala de fiestas habían puesto el cubierto en varias grandes mesas: una era para los hombres y otra para las mujeres, a lo largo de los muros.

En la mesa de las mujeres, Dama Groa estaba sentada en el extremo; las monjas y mujeres más notables, adosadas al muro; en el banco exterior, las solteras, y las jóvenes de Nonneseter al otro extremo. Cristina sabía que Erlend la estaba mirando, pero no se atrevía a volver la cabeza; no lo hizo ni una sola vez, ni cuando estaban de pie, ni estando sentados. Al final, cuando se levantaron para oír al sacerdote que leía los nombres de los hermanos y hermanas difuntos de la comunidad, echó una mirada furtiva hacia la mesa de los hombres y le vio de refilón, de pie contra el muro, detrás de los cirios que ardían encima de la mesa. La estaba mirando.

La comida duró mucho tiempo, con todas las libaciones en honor de Dios, la Virgen María y de santa Margarita, san Olav y san Halvard, y, entre una y otra, oraciones y cánticos.

Cristina veía a través de la puerta abierta que el sol había desaparecido; de la pradera llegaba el sonido de violines y de canciones y las jóvenes se levantaron de la mesa del festín cuando Dama Groa les dijo que ya podían bajar a distraerse un momento si el corazón se lo pedía.

Tres hogueras ardían en el prado; los bailarines, de negro, o multicolores formaban cadenas alrededor. Los músicos se habían sentado sobre cajones apilados y rascaban sus violines; tocaban y cantaban una melodía distinta en cada círculo: la concurrencia era demasiada para que hubiera sólo un baile. Había oscurecido mucho, y, hacia el norte, el borde de la cresta montañosa se recortaba negro como el carbón, bajo el cielo violáceo.

En la galería del primer piso la gente se había sentado a beber. Cuando las jóvenes de Nonneseter aparecieron en lo alto de la escalera y empezaron a bajar, algunos hombres se precipitaron hacia ellas. Munan Baardsoen corrió hacia Ingebjoerg y desapareció con ella. Cristina se sintió sujetada por la muñeca…

¡Erlend! Conocía su mano. Apretó tanto la de Cristina en la suya que los anillos se aplastaron uno contra otro y le hirieron la carne.

La llevó hacia la hoguera más apartada. En esta había muchos niños bailando; Cristina dio la mano a un chiquillo de doce años y Erlend tuvo al otro lado a una adolescente.

En aquel momento no había nadie que cantara en la ronda… hacían pasos cadenciosos al son del violín, balanceándose de atrás hacia delante. Luego alguien gritó diciendo que Sivord, el Danés, iba a cantarles una nueva danza, y un hombre alto y rubio, con unos puños enormes, se adelantó cerca de la cadena y entonó su cantar:

Hay un baile en Munkkolm

Sobre la blanca arena.

Allí baila Micer Ivar Jonsoen

Dando la mano a la reina.

¿Conocéis a Micer Ivar Jonsoen?

Los violines no conocían la melodía. Sus cuerdas desafinaron y Sivord, el Danés, cantó solo. Tenía una voz potente y hermosa.

¿Os acordáis, reina danesa,

De aquel verano

En que se os trajo de Suecia

A Dinamarca?

Os trajeron de Suecia

A Dinamarca

Con corona de oro rojo

Y lágrimas en las mejillas.

Con corona de oro en la frente

Y lágrimas en las mejillas,

¿Os acordáis, reina danesa

Que fuisteis mía?

Los violines entonces empezaron el acompañamiento, los bailarines tararearon la nueva melodía y se pusieron de acuerdo para alternar el canto.

Pues bien, si sois Micer Ivar Jonsoen,

Mi escudero particular,

Haré que mañana os ahorquen

En el patíbulo.

Pero sí, era Micer Ivar Jonsoen,

Y no sintió miedo.

Saltó a su navío de velas de oro.

Iba vestido de hierro.

«Recibid, reina danesa,

Tantas veces ‘Buenas Noches’

Como estrellas hay

En el cielo».

«Y vos, rey de los daneses,

Tantas veces mal año

Como hojas tiene el tilo

Y pelos tiene la gacela».

¿Conocéis a Micer Ivar Jonsoen?

Era muy entrada la noche y las hogueras no eran más que montones de brasas que se iban apagando poco a poco.

Cristina y Erlend se cogían de la mano, bajo los árboles, contra la cerca del jardín. Detrás de ellos había cesado el rumor de la fiesta; algunos muchachos aún saltaban tarareando alrededor de las brasas, pero los músicos se habían acostado ya y la mayor parte de la gente se había ido. Algunas mujeres iban en busca de sus maridos, a quienes la cerveza había hecho derrumbarse por algún lado.

—¿Dónde he podido dejar mi manto? —murmuró Cristina.

Erlend le rodeó el talle con el brazo y extendió su capa sobre los dos. Apretados uno contra otro, entraron en el huerto. Allí les acogió un débil recuerdo del cálido olor especiado del día, pero debilitado y como aguado por la frescura del rocío. La noche era muy oscura, el cielo estaba cubierto de nubes plomizas sobre las copas de los árboles, pero, así y todo, se dieron cuenta de que había otras personas en el huerto. Erlend estrechó a la joven contra sí y le preguntó en un susurro:

—¿No tienes miedo, Cristina?

En un vago destello, evocó el mundo fuera de aquella noche: ¿qué era? Un absurdo. Pero se sentía tan felizmente anonadada que, acercándose más al joven, murmuró palabras indistintas… ni ella sabía cuáles.

Llegaron al final del sendero; una cerca de piedra bordeaba el bosque. Erlend la ayudó a subir; cuando fue a saltar del otro lado, la recogió en sus brazos y la guardó un instante en ellos antes de dejarla en el suelo sobre la hierba. Ella recibió su beso con el rostro vuelto hacia él. Erlend puso sus manos en las sienes de Cristina y esta se estremeció al sentir cómo sus dedos se hundían en su cabellera; pensó que debía devolverle la caricia y entonces cogiéndole la cabeza trató de besarle como él la había besado.

Cuando Erlend la acarició y pasó las manos sobre su pecho, tuvo la impresión de que le abría el corazón y lo tomaba; él apartó ligeramente los pliegues de su camisa de seda y depositó un beso entre sus senos. Sintió una oleada de calor hasta las mismas raíces de su corazón.

—A ti no podría hacerte daño jamás —murmuró Erlend—. Jamás deberías derramar una sola lágrima por mi causa. Jamás pensé que una joven podía ser tan buena como eres tú, Cristina mía…

La atrajo bajo las matas, sobre la hierba; se sentaron apoyando la espalda en la cerca de piedra. Cristina no dijo nada, pero cuando terminó de acariciarla, levantó la mano y la pasó por la cara de Erlend.

Pasado un momento, este preguntó:

—¿No estás cansada, querida mía?

Y al notar que Cristina se inclinaba sobre su pecho, la tomó en sus brazos diciendo:

—Duerme, duerme, Cristina, aquí, sobre mi pecho…

Entonces se dejó resbalar más profundamente en la oscuridad, al calor y amparo del pecho de Erlend.

Cuando volvió en sí, estaba tendida en la hierba con la mejilla apoyada en la seda oscura del manto de Erlend. Este seguía sentado con la espalda apoyada en la cerca; su rostro parecía gris a la luz gris, pero sus ojos, completamente abiertos, eran maravillosamente claros y hermosos. Vio que la había envuelto en su capa. Tenía los pies deliciosamente calientes entre las pieles.

—Has dormido sobre mi pecho —dijo sonriendo levemente—. Que Dios te lo premie, Cristina. Has dormido tan confiada como un niño en los brazos de su madre.

—¿Y vos, no habéis dormido, Micer Erlend? —preguntó Cristina.

Sonrió, mirando a los ojos recién despiertos de Cristina.

—Puede que llegue la noche en que tú y yo podamos dormir juntos. No sé, si se te ha ocurrido esta idea, qué pensarás de ello. Esta noche he velado. Tantas cosas se interponen entre nosotros que el obstáculo sería menor si sólo nos separara una espada desnuda. Dime si tendré tu amor después de que haya pasado esta noche.

—Tendréis mi amor, Micer Erlend —contestó Cristina—. Tendréis mi amor para todo el tiempo que queráis… y nunca amaré a nadie más.

—Entonces —dijo Erlend despacio—, ¡que Dios me abandone si otra mujer u otra joven viene a mis brazos antes de que pueda hacerte mía por la ley y por el honor! Repítelo tú también —le suplicó.

Cristina dijo:

—¡Que Dios me abandone si tomo a otro hombre mientras viva!

—Vámonos ahora —aconsejó Erlend poco después—. Antes de que la gente despierte…

Siguieron, a través de las matas, el lado exterior de la cerca.

—¿Has pensado —preguntó Erlend— en lo que va a ocurrir ahora?

—Vos sois quien debéis cuidar de ello, Erlend —dijo Cristina.

—Tu padre —declaró Erlend pasado un instante—, según dicen en Gerdarud, es un hombre bueno y justo. ¿Crees que ofrecerá mucha resistencia a deshacer el acuerdo tomado con André Darre?

—Ha dicho muchas veces que nunca obligaría a sus hijas. Nuestras tierras y las de Darre se completan a la perfección. Aunque mi padre no querrá que por este solo motivo pierda toda la alegría del mundo.

En el fondo de su corazón sintió la vaga sospecha de que no iba a ser tan fácil, pero la desechó.

—Entonces, tal vez sea más sencillo de lo que he imaginado esta noche. Que Dios me ayude, Cristina, porque no creo poder soportar el perderte; si no pudieras ser mía, perdería para siempre la alegría.

Se separaron en medio de los árboles, y en el crepúsculo matutino Cristina encontró el camino de la sala hospitalaria donde la gente de Nonneseter debía estar acostada. Todas las camas estaban ocupadas, pero echó un abrigo sobre el suelo, encima de un poco de paja, y se acostó vestida.

Cuando despertó era ya muy tarde. Ingebjoerg Filippusdatter estaba sentada cerca de ella en el banco, y recosía una tira de piel de su abrigo que se había desgarrado. Como siempre, hablaba por los codos:

—¿Has pasado toda la noche en compañía de Erlend Nikulaussoen? Deberías desconfiar un poco de ese muchacho, Cristina; ¿crees que le gustaría a Simón Andressoen saber que has dejado de ser su amiga?

Cristina cogió una jofaina y empezó a lavarse.

—¿Y crees tú que a tu prometido le gustaría saber que has pasado la noche bailando con Munan Stumpe? Por lo demás, en una noche como esta se puede bailar con quien se quiera. Dama Groa nos lo ha permitido, ¿no es cierto?

Ingebjoerg se justificó:

—Einar Einarssoen y Micer Munan son amigos. Está casado y es viejo. Es feo, pero simpático y correcto; mira lo que me ha regalado en recuerdo de esta noche —dijo alargándole un broche de oro que Cristina había visto la víspera en el sombrero de Micer Munan—. Pero este Erlend es distinto, se le levantó la excomunión en Pascua del año pasado, ¿verdad? Se dice, sin embargo, que desde entonces Elina Ormsdatter vive en la casa de él en Husaby. Micer Munan asegura que él ha huido junto a Sira Jon, en Gerdarud, porque el único modo que tiene de consolarse, si la ve de nuevo, es recayendo en el pecado.

Cristina fue hacia Ingebjoerg. Estaba pálida.

—¿No sabías —prosiguió Ingebjoerg— que había robado una mujer a su marido allá en el norte, por la región de Haalogaland, y que la había tenido en su casa a despecho de la orden del rey y la amonestación del obispo? Tuvieron dos hijos, y fue preciso que huyera a Suecia. Ha tenido que pagar tales multas de sus bienes que, según Micer Munan, terminará arruinándose si no mejora pronto.

—Sí, lo sé —contestó Cristina, con las facciones contraídas—. Pero esa historia ya ha terminado.

—La verdad es que Micer Munan decía que habían terminado muchas veces hasta ahora —observó Ingebjoerg—. ¿Pero a ti qué más te da? Tú ya tienes a Simón Darre, ¿no? No obstante, es más hermoso Erlend Nikulaussoen…

El cortejo de Nonneseter tenía que emprender la vuelta por la tarde de aquel mismo día. Cristina había prometido a Erlend reunirse con él en la cerca de piedra junto a la cual habían pasado la noche, si encontraba un modo de escabullirse.

Estaba echado boca abajo en la hierba, con la cabeza entre las manos. Tan pronto la vio, se levantó y le alargó las manos al ver que se disponía a saltar. Cristina se las tomó y permanecieron así un buen rato.

Entonces Cristina le dijo:

—¿Por qué me contaste ayer todo aquello de Dama Aashild y Bjoern?

—Comprendo, al verte, que estás enterada —contestó Erlend soltándole bruscamente las manos—. ¿Qué piensas ahora de mí, Cristina? Entonces sólo tenía dieciocho años. Hace diez que el rey, mi pariente, me envió de viaje a Vardö y pasamos el invierno en Steigen. Ella estaba casada con el juez Sigurd Saksulvsoen; yo pensaba que era una pena para ella, porque era viejo y de una fealdad increíble. No sé aún cómo ocurrió: por supuesto la amaba. Ofrecí a Sigurd que me pidiera la compensación que quisiera. Estaba dispuesto a darle la razón, pero él es un hombre decidido en todas las cosas, quería que el asunto se fallara legalmente y lo llevó ante los tribunales. Yo tenía que ser marcado al fuego por adulterio con la mujer de la que había sido huésped, ¿comprendes…?

»El caso llegó hasta mi padre, luego ante el rey Haakon; este me echó de mi granja. Y si quieres saberlo todo, ya no hay nada entre Elina y yo, excepto los niños, de los que no se preocupa lo más mínimo. Están en Oesterdal, en una granja que tengo y que he regalado a Orm, el muchacho; pero ella no quiere vivir con ellos. Espera, sin duda, que Sigurd no viva eternamente… ignoro lo que se propone.

»Sigurd la había vuelto a aceptar, pero decía que en la granja la trataban mal, como un perro o una esclava, y entonces vino a encontrarse conmigo en Nidaros. No se quejaba menos que en Husaby, la casa de mi padre. Vendí todo lo que pude y me fui con ella a Halland, donde el conde Jacob se portó muy bien conmigo. ¿Podía evitar que se fuera llevándose a mi hijo? Yo me decía que había muchos hombres que habrían sabido desenvolverse, que habrían sabido deshacerse de la mujer de otro y de semejante vida… a condición de ser ricos, claro… Y el rey Haakon es así. Con los suyos es con los que se muestra más duro e inflexible. Vivimos separados durante un año, pero entonces murió mi padre y ella volvió a mi lado. Luego ocurrieron otras cosas. Mis campesinos se negaron a pagarme los diezmos señoriales o a hablar con mis representantes, alegando que yo estaba excomulgado; me mostré duro y me acusaron de robo, pero no tenía dinero ni para pagar a mis gentes. Comprenderás que era demasiado joven para obrar bien en medio de esas complicaciones y mis parientes no querían ayudarme… excepto Munan… él se atrevía a causa de su madre…

»Bien, ahora ya lo sabes todo, Cristina: sabes que he perdido bienes y honor. Indudablemente será más ventajoso para ti continuar con Simón Andressoen.

Cristina le rodeó el cuello con sus brazos:

—Mantendremos lo que nos hemos jurado esta noche, uno y otro, Erlend, si piensas lo mismo que yo.

Erlend se acercó a ella, la besó y dijo:

—Es preciso que sepas tener confianza y creas que probablemente cambiará mi situación. Ahora nadie más que tú, en el mundo, tiene poder sobre mí. ¡Pensé tantas cosas esta noche, Cristina, mientras dormías sobre mi pecho, preciosa mía! El demonio no prevalecerá sobre un hombre como yo hasta el extremo de hacerme ser causa de dolor o enfado para ti, lo que más amo en mi vida…