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Los comerciantes extranjeros que negociaban en Oslo llegaban en primavera a la ciudad para la Invención de la Cruz, es decir, diez días antes de San Halvard. Por aquella fiesta llegaba gente de todas las aldeas situadas entre el lago Mjoes y el Landemerk, de modo que la ciudad era un hormiguero durante las primeras semanas de mayo. Era, pues, el mejor momento para hacer compras a los extranjeros, antes de que se les agotaran las mercancías.
Sor Potentia era la encargada de compras de Nonneseter y la víspera de San Halvard había prometido a Ingebjoerg y a Cristina que irían con ella a la ciudad. Pero, alrededor de mediodía, un pariente de sor Potentia fue a verla al convento; no podía, por tanto, salir aquel día. Ingebjoerg imploró y consiguió que se les permitiera ir solas… aun cuando era contrario al reglamento. Como escolta les dieron un viejo campesino, servidor del convento; se llamaba Haakon.
Hacía tres semanas que Cristina estaba en Nonneseter y en todo ese tiempo no había puesto el pie fuera de los patios y jardines del convento. Se sorprendió de lo adelantada que estaba la primavera, allá fuera. En las haciendas, los grupos de alisos eran de un verde tierno, e innumerables anémonas blancas formaban como una alfombra bajo los troncos de color claro. Nubes brillantes, indicadoras de buen tiempo, flotaban en el cielo, sobre las islas, y el agua era clara, azul y rizada por pequeñas ráfagas de brisa primaveral.
Ingebjoerg saltaba, cogía puñados de hojas de los árboles y las aspiraba; miraba a las personas con las que se encontraban, y Haakon la reñía… ¿Estaba bien que una joven bien nacida, vistiendo las ropas del convento, se comportara de ese modo? Las dos muchachas tuvieron que cogerse de la mano y caminar detrás de él, en silencio y con modestia, pero Ingebjoerg no dejó por ello de utilizar los ojos y la lengua, porque Haakon era un poco sordo. Cristina vestía como las monjas jóvenes, traje de estameña gris pálido sin ningún adorno, cinturón de lana, velo para el cabello y un manto azul oscuro, sencillo, por encima con la capucha levantada, para que el cabello trenzado quedara completamente cubierto. Haakon iba delante de ellas, llevando en la mano un gran bastón con un pomo de cobre. Iba vestido con una larga túnica negra, y sobre el pecho le colgaba un Agnusdéi de plomo; en el sombrero llevaba un san Cristóbal. Su barba y sus cabellos blancos estaban tan peinados que brillaban como plata a la luz del sol.
La parte alta de la ciudad, desde la colina de las monjas y bajando hasta el obispado, era un arrabal tranquilo; no había ni tiendas ni posadas; las granjas pertenecían en su mayoría a gente importante de las aldeas vecinas y las casas presentaban a la calle muros oscuros y sin ventanas. Pero aquel día la gente transitaba ya por la calle de arriba y las criadas se asomaban por encima de la cerca de la granja para hablar con los transeúntes.
Cuando llegaron al obispado había mucha gente en la plaza, ante la iglesia de San Halvard y el convento de San Olav. Sobre el césped habían montado puestos de venta y los saltimbanquis hacían saltar a perros amaestrados a través de cercos. Pero Haakon no quiso dejar que las dos jóvenes se detuvieran para mirar ni permitió a Cristina que entrara en la iglesia. Dijo que sería más divertido para ella visitar este santuario en el momento de la gran fiesta.
Más abajo, en la explanada de la iglesia de San Clemente, Haakon las cogió de la mano, porque allí era donde transitaba más gente procedente de los muelles o de las callejuelas en que se instalaban los comercios. Las muchachas debían ir a Miklegaard donde estaban los zapateros. Porque Ingebjoerg había encontrado muy bonitos todos los trajes que Cristina trajo de su casa, pero decía que los zapatos de su aldea no podían servir para ir bien vestida. Y como Cristina había visto los zapatos extranjeros, de los que Ingebjoerg tenía varios pares, pensó que le iba a ser difícil ahora quedar satisfecha si no se compraba unos parecidos.
Miklegaard era una de las mayores propiedades de Oslo. Se extendía junto a los muelles hasta la calle de los Zapateros, con más de cuarenta edificios, alrededor de dos grandes patios. Y en los patios habían levantado, además, unas tiendas cubiertas de estameña. Por encima de las tiendas se alzaba la estatua de san Crispín. Había mucho movimiento de gente ocupada, mujeres que transitaban entre las panaderías con marmitas y cubos, niños que se arrastraban por entre las piernas de los peatones, caballos que entraban y salían de las cuadras, mozos que llevaban bultos a los almacenes o que iban a recogerlos. Arriba, en las galerías de los graneros, donde se vendían las mercancías mejores y más finas, los zapateros interpelaban, asomados a la barandilla, a las jóvenes y les enseñaban zapatitos de colores bordados en oro.
Pero Ingebjoerg corrió hacia el granero donde estaba el zapatero Didrek. Era alemán, pero su mujer noruega, y era propietario de una de las casas de Miklegaard.
El viejo estaba negociando con un hombre que vestía ropas de viaje y llevaba una espada al cinto, pero Ingebjoerg se acercó decidida, se inclinó y dijo:
—Buen caballero, ¿no querríais permitirnos que habláramos en seguida con Didrek? Tenemos que estar de regreso a nuestro convento para las vísperas. Tal vez tengáis menos prisa que nosotras.
El hombre saludó y se hizo a un lado. Didrek dio un codazo en las costillas a Ingebjoerg y le preguntó riendo si bailaban tanto en su convento que ya había gastado todos los zapatos que había comprado el año anterior.
Ingebjoerg devolvió el codazo y aseguró que, gracias a Dios, no estaban aún gastados, pero que allí estaba aquella joven… y mandó acercarse a Cristina. Didrek y su empleado trajeron una caja de la galería y empezaron a sacar pares de zapatos, a cual más bonito. Cristina tuvo que sentarse sobre un arca y empezar a probarse. Había zapatos blancos, castaños, rojos, verdes, azules, zapatos con tacón de madera y zapatos planos, zapatos con broches o abrochados con cintas de seda y zapatos de piel de dos y tres colores. A Cristina le gustaban todos. Pero eran tan caros que se asustó; ninguno costaba menos que una vaca en su casa. Su padre, al irse, le había dado una bolsa con un marco de plata en moneda acuñada… Aquel tenía que ser el dinero de sus pequeños gastos, y a Cristina le había parecido una fortuna. Pero adivinaba que, en opinión de Ingebjoerg, poca cosa podía comprarse con aquello.
Ingebjoerg accedió a probarse algunos pares, sólo por gusto. «No cuesta nada», le había dicho riendo Didrek. Acabó comprando también unos zapatos color verde hoja con tacones rojos. Tuvo que llevárselos sin pagar, pero Didrek la conocía a ella y a su familia.
Sin embargo, Cristina comprendió que a Didrek no le hacía demasiada gracia y que le contrariaba que el hombre vestido de viaje hubiera salido del granero… Las pruebas habían durado demasiado. Eligió, al fin, un par de zapatos sin tacón, de fino cuero azul con reflejos púrpura, adornados de plata y de piedras de color rojo claro. Pero no le gustaban los cordones de seda verde. Didrek dijo que podían cambiarse y se las llevó a las dos a un cuarto, al fondo del granero. Había allí una caja llena de cintas de seda y pequeños broches de plata —cosas que los zapateros no tenían, en verdad, derecho a vender—. Pero las cintas eran demasiado anchas y los broches demasiado grandes para zapatos…
Tuvieron que comprar varias de estas bagatelas, y después de haber bebido con Didrek un poco de vino dulce, cuando les hubo envuelto las compras en un pedazo de tela, era bastante tarde… y la bolsa de Cristina se había aligerado lo suyo.
Al subir por la calle del Este, el sol era dorado y el movimiento en la ciudad había levantado una polvareda que llenaba la calle como una niebla seca. Era un día magnífico y caluroso y la gente llegaba a Eikaberg con grandes brazadas de hojas tiernas para adornar sus casas en las fiestas. A Ingebjoerg se le ocurrió que debían ir a Gjeitabru… En la época de las asambleas solía haber muchas distracciones en los prados del otro lado del río, saltimbanquis y músicos. Ingebjoerg había incluso oído decir que había llegado un barco lleno de animales exóticos que se podían ver en los barracones de la orilla del agua.
Haakon había bebido cerveza alemana, en Miklegaard, y estaba de buen humor y bonachón, así que cuando las dos muchachas le cogieron del brazo y le suplicaron cariñosamente, accedió y los tres emprendieron el camino de Eikaberg.
Al otro lado del río sólo había unas pocas granjas, esparcidas por las laderas verdes entre el río y la abrupta vertiente de la montaña. Pasaron ante el convento de Hermanos Menores y Cristina sintió cierta vergüenza al recordar que había tenido la intención de dar la mayor parte de su dinero para el eterno descanso del alma de Arne. Pero no había querido hablar de ello con el cura de Nonneseter; temía que le hiciera preguntas; había pensado que tal vez podría ir a visitar a los frailes descalzos, si fray Edvin estaba ahora en su convento. ¡Hablaría tan a gusto con él! Pero tampoco sabía qué tenía que hacer para iniciar una conversación con uno de los frailes y descubrirle su propósito. Ahora le quedaba poco dinero y no sabía siquiera si le alcanzaría para una misa… Tal vez tendría que conformarse con ofrecer un cirio.
De pronto oyeron un espantoso aullido que escapaba de innumerables gargantas y procedía del prado que bordeaba el río. El grito pasó como la tormenta por encima de la multitud apretujada allí y ahora toda aquella gente se les venía encima, corriendo sin dejar de gritar. Todos parecían presa de un miedo horrible y algunos gritaron al pasar, a Haakon y las dos jóvenes, que las panteras se habían escapado.
Retrocediendo precipitadamente hacia el puente, oyeron a la gente decir que se había desmoronado una barraca y que dos panteras habían huido. Algunos aseguraban que una serpiente también. Cuanto más se acercaban al puente peor era el embotellamiento. Delante de ellos, una mujer perdió al pequeño que llevaba en los brazos. Haakon se agachó sobre el pequeño para protegerle. Pocos minutos más tarde le vieron, fugazmente, con el niño en los brazos, lejos de ellas, y al final le perdieron de vista.
Cerca del estrecho puente la gente se amontonaba de tal forma que las dos muchachas se vieron arrastradas más allá, hacia unos prados. Vieron a la gente bajar corriendo la pendiente hasta el río; unos muchachos se echaron a nadar, pero otros saltaron a las barcas amarradas, que no tardaron en sobrecargarse.
Cristina intentó hacerse oír por Ingebjoerg: le gritó que tenían que subir al convento de los Hermanos Menores, de donde los hábitos grises venían a toda prisa para reunir en su convento a la gente asustada. Cristina no tenía tanto miedo como su compañera; no veía ningún animal salvaje, pero Ingebjoerg había perdido completamente la cabeza. Hubo un nuevo revuelo entre la gente, que se vio empujada fuera del puente; llegaba corriendo una tropa de hombres, unos a caballo, los otros corriendo a pie, todos ellos con armas que habían ido a buscar a las granjas cercanas; Ingebjoerg lanzó un grito y huyó desenfrenada hacia el bosque. Cristina no hubiera imaginado nunca que su amiga pudiera correr de aquel modo, parecía un cerdo perseguido. Corrió tras ella, porque de todos modos era preciso evitar separarse.
Estaban muy adentro del bosque cuando Cristina pudo al fin detener a Ingebjoerg: precisamente en un sendero que parecía bajar hacia el camino de Traelaborg. Allí descansaron un instante para recobrar el aliento. Ingebjoerg lloraba, se sorbía las lágrimas y decía que no se atrevería a regresar sola a través de la ciudad, y menos al convento.
Cristina compartía su opinión, dada la agitación que reinaba en las calles; pero creía que lo mejor sería encontrar una casa donde pudieran prestarles un mozo que las acompañara al convento. Ingebjoerg decía que un poco más allá tenía que haber, junto al agua, un sendero que conducía a Traelaborg, y un poco más lejos, estaba segura, encontrarían unas casas. Continuaron por aquel sendero.
Turbadas como estaban, les pareció que habían andado mucho cuando vieron por fin una granja enclavada entre campos. Encontraron en el patio a un grupo de hombres sentados a unas mesas bajo los fresnos, bebiendo; una mujer iba y venía entre ellos trayéndoles jarras. Entre sorprendida y disgustada, miró a las dos jovencitas con sus ropas conventuales, y cuando Cristina formuló su proposición ninguno de los hombres pareció dispuesto a acompañarlas. Al final dos muchachos se levantaron y dijeron que las acompañarían a Nonneseter si Cristina les pagaba un ochavo.
Por su modo de hablar comprendía que no eran noruegos, pero daban la sensación de buena gente. Sus pretensiones le parecieron vergonzosamente elevadas, pero Ingebjoerg estaba muerta de miedo y Cristina no creía que pudieran regresar solas tan tarde. No tuvo más remedio que aceptar.
Aún no habían llegado al sendero del bosque, cuando los muchachos se les acercaron y empezaron a charlar. A Cristina no le hacía ninguna gracia, pero no quería descubrir su miedo; les contestaba con calma, contó la historia de las panteras y preguntó a los jóvenes de dónde eran. Entre tanto miraba a su alrededor y fingía esperar ver llegar de un momento a otro los escuderos que las habían acompañado, porque hablaba como si se tratara de todo un grupo. Poco a poco los muchachos dejaron de hablar, y ella, en verdad, tampoco comprendía gran cosa de sus palabras.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que no seguían el camino por el que habían venido ella e Ingebjoerg. El sendero seguía otra dirección, más hacia el norte, y estaba convencida de que se habían alejado demasiado por aquel lado. En el fondo de su alma empezaba a sentir un temor que no se atrevía a dejar que la invadiera. Lo que más le preocupaba era que llevaba consigo a una tonta y que era responsable de las dos. Por debajo del abrigo buscó disimuladamente la cruz de reliquias que le había regalado su padre, la estrechó en la mano y se puso a rezar con todo su corazón por encontrar pronto a alguien y, además, hizo acopio de valor, sin llamar la atención.
Cuando el sendero salió a un camino vio que terminaba en un claro. La ciudad y la bahía estaban lejos, allá al fondo. Los jóvenes las habían llevado por otro camino, voluntariamente o por ignorancia del terreno. Se hallaban arriba, sobre el flanco de la montaña, y lejos, muy al norte de Gjeitabru, que veía perfectamente; el camino que habían emprendido parecía conducir allí.
Se detuvo, cogió la bolsa y empezó a contar diez «pendings» en la mano.
—Buena gente —dijo—, ya no hace falta que nos acompañen más. Desde aquí ya reconocemos nuestro camino. Muchas gracias por su molestia y he aquí el precio que convinimos. Que Dios os guarde.
Los dos jóvenes se miraron, como tontos, tanto que Cristina casi se sonrió. Pero uno dijo entonces con una mueca desagradable que el camino que iba al puente era muy desierto; era poco recomendable que se aventuraran solas por él.
—No hay gente ni tan mala ni tan tonta que entretenga a dos muchachas vestidas con el hábito del convento —objetó Cristina—. Ahora, preferimos irnos solas.
Y les alargó el dinero.
El hombre cogió a Cristina por la muñeca y acercó su rostro al suyo, rezongando algo como «kuss» y «beutel». Cristina comprendió que decía que las dejarían ir en paz si quería darles un beso y la bolsa.
Recordó el rostro de Bentein, igualmente pegado al suyo, y al momento sintió tal angustia que se sintió enferma, sofocada. Pero apretó los labios, invocó desde el fondo de su corazón a Dios y a la Virgen María, y al instante oyó ruido de cascos de caballos por el camino que venía del Norte.
Pegó entonces al hombre en plena cara con la bolsa, este se tambaleó y luego le dio un golpe en el pecho, con tanta fuerza, que se cayó fuera del camino, bastante lejos, por la pendiente hacia el bosque. El otro alemán la cogió por detrás, le arrancó la bolsa de la mano y la cadena del cuello, partiéndosela. Cristina casi cayó al suelo, pero se agarró al hombre y trató de arrancarle la cruz. Este luchó para soltarse, pues los dos bribones también habían oído que llegaba gente. Ingebjoerg gritaba con todas sus fuerzas y los jinetes que venían por el camino llegaron a todo galope. Salieron de entre los árboles: eran tres. Ingebjoerg corrió hacia ellos sin dejar de gritar y pusieron pie a tierra. Cristina reconoció al hombre del granero de Didrek. Sacó la espada, cogió al alemán que luchaba con ella por el cogote y le pegó con la espada plana. Sus compañeros corrieron hacia el otro, lo sujetaron y le dieron una paliza que les dejó satisfechos.
Cristina se apoyó en el talud. Sentía temblores en la espalda, pero por encima de todo estaba maravillada de que su oración le hubiera valido una ayuda tan rápida. Entonces se fijó en Ingebjoerg: esta había echado hacia atrás su capucha, apartado el abrigo y estaba ocupada en colocarse las grandes trenzas rubias sobre el pecho. Al ver esto, Cristina se echó a reír; incapaz de parar, tuvo que apoyarse en un árbol porque no podía sostenerse derecha; le parecía como si sus huesos tuvieran agua en lugar de tuétano, tal vez era su desfallecimiento; temblaba, reía y lloraba a la vez.
El caballero se acercó y apoyó, discretamente, una mano en su hombro.
—Teníais más miedo del que queríais aparentar —dijo bondadosamente y con voz agradable—. Pero ahora tenéis que calmaros. Os habéis portado muy valientemente cuando teníais el peligro delante.
Cristina sólo pudo hacerle una reverencia. Tenía hermosos ojos claros en un rostro estrecho y moreno, cabello negro como el hollín, cortado bastante corto en la frente y detrás de las orejas.
Ingebjoerg acabó de poner en orden sus trenzas; se acercó y dio las gracias al forastero con bonitas palabras. Este mantuvo su mano en el hombro de Cristina mientras le contestaba.
—En cuanto a esos pájaros —dijo a sus acompañantes que sujetaban a los dos alemanes, que por sus palabras parecían pertenecer a un barco de Rostock—, les llevaremos a la ciudad y les mandaremos poner a la sombra. Acompañaremos a estas dos jóvenes al convento. Seguramente no os será difícil encontrar unas correas para sujetarles.
—¿Os referíais a las jóvenes, Erlend? —preguntó uno de los compañeros.
Eran dos muchachos jóvenes, fuertes y bien vestidos, y después de la batalla estaban de buen humor.
El amo frunció el ceño y se dispuso a contestarles con aspereza. Pero Cristina apoyó la mano en su brazo:
—Dejadles, buen caballero —rogó estremeciéndose—. Ni mi hermana ni yo deseamos que se comente este incidente.
El desconocido la miró, se mordió el labio inferior e indicó que lo comprendía. Luego dio a cada uno de los prisioneros un golpe, con la hoja de la espada, en la nuca, que los hizo caer de bruces.
—Venga, largo —les dijo. Les propinó, además, un puntapié y echaron a correr. El caballero se volvió entonces a las jovencitas y les preguntó si querían montar a caballo.
Ingebjoerg se hizo poner en la silla de Erlend, pero resultó que no sabía sostenerse; al momento se deslizó al suelo. Entonces este miró a Cristina con expresión interrogativa y ella contestó que estaba acostumbrada a montar en silla de hombre.
La tomó por debajo de las rodillas y la levantó. Cristina encontró el gesto suave y bueno, porque la sostenía con mucha precaución y a cierta distancia, como si hubiera tenido miedo de acercarse demasiado… En su casa, los hombres no se habían preocupado nunca de saber si la apretaban demasiado cuando la ayudaban a montar a caballo. Se sintió objeto de un gran respeto.
El caballero, como le llamaba Ingebjoerg aunque sólo llevara espuelas de plata, dio su mano a la otra joven, y los escuderos saltaron sobre sus caballos. Ingebjoerg se empeñó en pasar al norte de la ciudad, por debajo de los montes Ryen y Martestokker, y no a través de las calles. Alegó primero que Erlend y sus compañeros iban armados de pies a cabeza. El caballero contestó seriamente que la prohibición de portar armas no era demasiado rigurosa para los que iban de viaje, y luego que toda la gente de la ciudad había salido hoy a cazar fieras. Ella dijo entonces que le daban miedo las panteras. Cristina comprendió que Ingebjoerg quería ir por el camino más largo y más solitario para tener más tiempo de hablar con Erlend.
—Es la segunda vez que os molestamos hoy —observó, y Erlend contestó gravemente:
—No importa. No me iré más lejos que Gerdarud, y habrá luz toda la noche.
Cristina disfrutaba viendo que no se burlaba, ni hacía bromas, sino que hablaba con ella como si fuera su igual o superior. Recordó a Simón; no había conocido a otros hombres de la clase cortesana. Pero este era mayor que Simón.
Bajaron al valle, por debajo del monte Ryen, y ascendieron por el curso del arroyo. El sendero y los matorrales de alisos agitaban hacia ella sus ramas húmedas y fuertemente perfumadas. En la hondonada había menos luz; el aire era fresco y las hojas estaban húmedas de rocío mientras seguían el arroyo.
Avanzaban lentamente y los cascos de los caballos resonaban en el sendero húmedo y cubierto de hierba. Cristina se sentía mecida en la silla; a su espalda oía la charla de Ingebjoerg y la voz grave y tranquila del desconocido. No decía gran cosa y contestaba como si estuviera distraído… Parecía como si tuviera el corazón turbado, lo mismo que ella. Una extraña somnolencia se apoderó de ella, pero experimentaba una paz confiada ahora que todos los acontecimientos del día quedaban lejos.
Creyó despertar cuando salieron del bosque y cruzaron los prados, debajo de los montes Martestokker. El sol se estaba poniendo y la ciudad y la bahía se extendían a sus pies bañadas de una luz clara y pálida. Sobre los montes Aker el cielo azul pálido terminaba en una franja amarillo claro. En la tranquilidad de la noche, los ruidos les llegaban de lejos como si escaparan de la frescura de las hondonadas. Las ruedas de un carro cantaban en un camino; los perros ladraban contestándose, en las granjas, en la ciudad. Pero en el bosque, detrás de los viajeros, los pájaros trinaban y cantaban con todas sus fuerzas. El sol se había puesto.
En el aire había humo de hogueras y en medio de un terreno brillaba la luz rojiza de un fuego. La gran flor de las llamas daba la impresión de que la claridad era, no obstante, una forma de tinieblas.
Cabalgaban ya dentro de los límites del convento cuando el forastero habló de nuevo a Cristina. Comprendía que lo que ella hubiera preferido era que la acompañara hasta la misma puerta y pidiera hablar con Dama Groa para poder darle un resumen de lo ocurrido. Pero Ingebjoerg quería deslizarse por la iglesia; tal vez así podrían llegar al interior del convento sin que nadie se diera cuenta de que habían estado tanto tiempo ausentes… A lo mejor sor Potentia, distraída con su visita, las había olvidado.
A Cristina no se le ocurrió sorprenderse de que todo estuviera tan tranquilo en la explanada delante de la iglesia. Por la noche acostumbraba haber mucho movimiento de gente, porque el vecindario iba a la iglesia de las monjas; alrededor había varias casas donde vivían los servidores laicos y la gente afecta al convento. Allí las jóvenes se despidieron de Erlend. Cristina acarició su caballo: era negro y tenía una cabeza hermosa, de ojos azules. Lo encontraba parecido a Morvin, que solía montar en su casa, cuando era niña.
—¿Cómo se llama vuestro caballo, señor? —preguntó al apartar de ella su cabeza oscura y apoyarla en el pecho de Erlend.
—Bayard —contestó, mirándola por encima de la cruz del caballo—. ¿Preguntáis el nombre del caballo y no el mío?
—Quisiera conocerlo también, señor —dijo inclinándose levemente.
—Me llamo Erlend Nikulaussoen.
—Aceptad, pues, mi agradecimiento, Erlend Nikulaussoen, por vuestra ayuda de esta noche —y le tendió la mano.
Bruscamente se sonrojó y retiró a medias la mano que le había tendido.
—¿Acaso Dama Aashild Gautesdatter, de Dovre, es pariente vuestra? —le preguntó.
Le sorprendió que él también se ruborizara. Soltó su mano y contestó:
—Es mi tía. Y yo soy Erlend Nikulaussoen de Husaby.
La miraba con una expresión tan rara que se turbó aún más, pero se sobrepuso y dijo:
—Debiera haberos dado las gracias con mejores palabras, Erlend Nikulaussoen, pero no sé qué debo deciros…
Se inclinó ante ella y esta comprendió que debía decirle adiós, aun cuando le hubiera gustado hablar más con él. Ante la puerta de la iglesia, se volvió a mirar, y al ver que Erlend estaba aún allí, junto a su caballo, le saludó con la mano.
En el convento reinaba gran terror y bastante desorden. Haakon había enviado un mensajero a caballo. Él mismo andaba por la ciudad en busca de las jóvenes y habían mandado hombres para ayudarle. Las monjas habían oído decir que las fieras habían matado y devorado a dos niños en la ciudad. No era cierto, y la pantera —porque sólo había una— había sido capturada por unos escuderos del castillo real.
Cristina permaneció con la cabeza inclinada, muda y silenciosa, mientras la abadesa y sor Potentia descargaban su enfado en las jóvenes. Se diría que estaba dormida interiormente. Ingebjoerg lloraba y protestaba: habían salido con el consentimiento de sor Potentia, decentemente acompañadas, y no eran, por tanto, responsables de lo que había ocurrido después.
Pero Dama Groa dijo que podían ir y quedarse en la iglesia hasta que tocara la campana de medianoche para tratar de dirigir sus pensamientos hacia cosas espirituales y dar gracias a Dios que les había salvado la vida y la felicidad.
—Dios os ha revelado claramente la realidad del mundo —les dijo—, los animales salvajes y los servidores del demonio amenazan a cada instante a sus criaturas y no hay otra salvación para vosotras que estrechar los lazos firmemente con Él rezándole y suplicándole.
Entregó a cada una un cirio encendido y las invitó a seguir a sor Cecilia Baardsdatter, que se quedaba muchas veces sola, rezando noches enteras, en la iglesia.
Cristina puso su cirio en el altar de san Lavrans y se arrodilló en un reclinatorio. Miraba fijamente la llama mientras recitaba en voz baja el Padre Nuestro y el Ave María. Poco a poco el resplandor de los cirios la envolvió, iluminándola interiormente, cerrando la puerta a todo lo que estaba fuera de ella. Sentía abrirse su corazón, rebosante de gratitud, de promesas y de amor a Dios y a su dulce Madre… que se le acercaban. Siempre había sabido que la veían, pero esta noche sentía que era así. Tuvo como una visión del mundo: una estancia sombría a la que llegaba un solo rayo de sol; puntitos luminosos bailaban en las tinieblas y sentía que al fin había penetrado en el haz radiante.
Deseaba quedarse allí, en la iglesia oscura y silenciosa debido a la noche, tanto tiempo como durara aquel éxtasis: las manchitas de luz como estrellas de oro en la noche, el olor dulzón del humo del incienso y el aroma cálido de la cera quemada. Ella se abandonaba también a su propia estrella…
Cuando sor Cecilia se acercó de puntillas a tocarla en el hombro, fue como el final de un hermoso sueño. Las tres mujeres se inclinaron ante el altar y volvieron al convento por la puertecilla del sur.
Ingebjoerg tenía tanto sueño que se acostó sin abrir la boca. A Cristina le encantó… Deseaba no ser molestada por nada, ahora que tenía pensamientos tan bonitos. Y estaba contenta de que la obligasen a conservar la camisa toda la noche. Ingebjoerg era muy gorda y sudaba muchísimo.
Cristina permaneció mucho tiempo desvelada, pero la corriente de profunda dulzura por la que se había sentido arrastrada cuando estuvo arrodillada en la iglesia no quiso repetirse. Sin embargo, le parecía experimentar aún su calor y daba gracias a Dios por ello desde el fondo de su corazón y estaba convencida de que encontraba fuerza cuando rezaba por sus padres, por sus hermanos y hermanas y por el alma de Arne Gyrdsoen.
—Padre —decía, y su pensamiento se fijaba en su padre y en todo lo que compartían antes de que Simón Darre entrara en su vida. Esta noche nacía en ella una nueva ternura hacia él; como un presagio de amor e inquietud maternal por su parte; sospechaba, oscuramente, que había infinidad de cosas que la vida no le había concedido. Se acordaba de la iglesia de madera, vieja y negra, de Gerdarud… En la Pascua pasada vio allí las tumbas de sus tres hermanitos y de su abuela, la propia madre de su padre, Cristina Sigurdsdatter, que murió al darle a luz.
¿Qué tendría que hacer Erlend Nikulaussoen en Gerdarud? No lo sabía.
No se había dado cuenta de que había seguido pensando en él durante la velada, pero todo ese tiempo, el recuerdo del rostro delgado y oscuro y de aquella voz tranquila había permanecido agazapado en un rincón, fuera del resplandor de las luces, sin dejar por ello de dominar su espíritu.
Cuando despertó a la mañana siguiente, el sol brillaba en el dormitorio e Ingebjoerg le contó que la propia Dama Groa había ordenado a las legas que no las despertaran para los cánticos de las ocho. Ahora tenían permiso para ir a las cocinas y comer algo. Cristina agradeció la bondad de la abadesa, la alegría por aquello la inundaba; era como si todo el mundo se mostrara bondadoso con ella.