Capítulo segundo

LA CORONA

1

La barca de Aasmund Bjoergulfssoen pasaba por delante del cabo de Huvedoe a primera hora de un domingo de finales de abril, para ir al oficio, mientras las campanas de la iglesia del convento iban tocando; del otro lado de la bahía les contestaban las campanas de la ciudad, con más o menos fuerza, según el viento.

El cielo era muy alto y de un azul pálido, con nubecillas blancas y estriadas, alargadas por el viento, y el sol brillaba inseguro sobre las aguas agitadas. Las orillas tenían un aspecto primaveral, las tierras estaban casi limpias de nieve y se veían sombras azules y manchas amarillentas en los matorrales. Pero la nieve relucía en los bosques de abetos, por encima de las lomas que rodeaban como un brocal la aldea de Aker, y sobre las lejanas montañas azules, al oeste, hacia el fiordo, había aún grandes rastros blancos.

Cristina iba en la popa de la barca con su padre y Gyrd, esposa de Aasmund. Miraba hacia la ciudad, con todas sus iglesias blancas y sus casas de piedra que se elevaban por encima de las manchas grises o leonadas de los jardines, y las copas de los árboles sin hojas. El viento jugaba con los faldones de su abrigo y despeinaba el cabello que escapaba de su caperuza.

La víspera, en Skog, habían soltado el ganado y Cristina había sentido no poder hacerlo en su casa de Joerungaard. Transcurriría mucho tiempo antes de poder dejar salir a los animales, allá arriba. Se compadecía y suspiraba con ternura por las vacas que el invierno hace adelgazar en sus establos oscuros; todavía tendrían que esperar, que tener paciencia. También suspiraba por su madre, por Ulvhild, que todas las noches, en estos últimos años, había dormido en sus brazos, por la pequeña Ramborg…; también pensaba en toda la gente de su casa, en los caballos y en los perros… Kortelin, que Ulvhild cuidaría en su ausencia… y los halcones de su padre, quietos en su percha, con el capuchón en la cabeza. Al lado estaban colgados los guantes de piel de potro que había que ponerse cuando se llevaba estos pájaros en la muñeca y los bastoncitos de marfil para pegarles.

Le parecía que todo el mal del invierno pasado estaba muy lejos, que había desaparecido, y recordaba la casa tal como había sido antes. También le habían dicho que nadie en la aldea había pensado mal de ella… Sira Erik se mostraba incrédulo, irritado y dolorido por lo que había hecho Bentein. Este había huido de Hamar; decían que escapó a Suecia. Además, entre ellos y los vecinos no ocurrió nada de lo que ella había temido.

Durante el viaje, fueron los invitados de Simón y allí en su casa conoció a su madre, hermanos y hermanas; el caballero André seguía aún en Suecia. No había estado a gusto allí y su mal humor hacia los habitantes de Dyfrin era tan fuerte que nada lo justificaba a sus ojos. A lo largo del camino, se había repetido que no tenían el menor motivo para sentirse orgullosos y considerarse mejores que su propia familia; nadie sabía nada de Reidar Darre, el escudero de «polainas de abedul», antes de que el rey Sverre le hubiera entregado en matrimonio a la viuda del señor de Dyfrin. Pero, en realidad, eran orgullosos y Simón contó una noche, respecto al padre de su raza:

—Estoy convencido ahora de que debió ser un hombre de armas tomar, así que imagina que es como si fueras a entrar en una familia real, Cristina.

—Ten cuidado con lo que dices, muchacho —reconvino la madre, pero se rieron todos.

Cristina sentía cierto malestar cuando pensaba en su padre; se reía mucho, tan pronto Simón le daba la menor oportunidad de hacerlo; sospechó también que su padre hubiera querido tener ocasión de reír más en su vida… Pero a Cristina le disgustaba que fuera Simón el que pusiera tan contento a su padre.

Habían pasado las fiestas de Pascua en Skog. Comprendió que su tío era un amo duro para los campesinos y personal de servicio; algunos habían preguntado por su madre y todos hablaban con afecto de Lavrans; vivían mejor cuando él estaba entre ellos. La madre de Aasmund, madrastra de Lavrans, vivía en la granja, en una casita independiente; no es que fuera muy vieja, pero sí enfermiza y decrépita. Lavrans hablaba raras veces de ella en su casa. Un día en que Cristina le preguntó si su madrastra había sido mala con él, le contestó:

—Nunca me hizo gran cosa, ni para bien ni para mal.

Cristina cogió la mano de su padre y este oprimió la de su hija:

—Ya verás cómo serás feliz, hija mía, con las monjas. Tendrás otras cosas en que pensar más que en nosotros y nuestro hogar.

Navegaban tan cerca de la ciudad que, desde los muelles, llegaba hasta ellos el olor a brea y pescado salado. Gyrd señalaba las iglesias, las granjas, y todo lo que destacaba por encima del agua. Desde la última vez que había estado allí Cristina no reconocía nada, excepto las pesadas torres de San Halvard. Siguieron adelante hasta el extremo oeste de la ciudad y atracaron en el embarcadero de las monjas.

Entre su padre y su tío, Cristina pasó por delante de las tiendas de pescadores y luego salieron a un camino que subía entre campos. Gyrd los seguía llevada de la mano por Simón. Los criados se quedaron atrás para ayudar a los hombres del convento a cargar el equipaje en un carruaje.

Nonneseter y todo Leiran estaban fuera de los límites de la ciudad y a lo largo del camino no había más que grupos aislados de casas. Las alondras lanzaban sus trinos por encima de sus cabezas, en el cielo azul pálido, y las colinas de arcilla, lívidas, hormigueaban de florecillas amarillas, pero a lo largo de los setos las raíces de las hierbas ya verdeaban.

Cuando hubieron traspasado el gran portal y penetrado en el claustro, vieron la procesión de las monjas que bajaba de la iglesia, frente a ellos; a su espalda quedaban los cánticos y la música que salían al exterior por la puerta abierta.

Con el corazón en un puño, Cristina miraba a todas esas mujeres vestidas de negro, con una banda de lino, blanca, sobre el rostro. Se inclinó profundamente y los hombres saludaron con el sombrero apretado sobre el pecho. Detrás de las monjas venía una fila de muchachas, algunas eran niñas todavía, con trajes de estameña lisa y cinturones trenzados en blanco y negro, rodeando el talle; llevaban el cabello peinado en trenzas tirantes sobre la nuca, sujetas con cintas blancas y negras, a juego. Cristina adoptó, involuntariamente, un porte orgulloso al mirar a las jóvenes, porque se sentía intimidada y temía parecer torpe y tonta.

El claustro era tan magnífico que sorprendió a Cristina. Todos los edificios con vista al patio interior eran de piedra gris; en el lado norte el muro de la iglesia se levantaba muy por encima de las demás casas; tenía un tejado de dos pisos y una torre al extremo de poniente. El patio estaba enlosado y rodeado por un claustro, cuyo techo estaba sostenido por preciosas columnas. En mitad del patio, una Mater misericordiae de piedra extendía su manto sobre algunas figuras humanas arrodilladas.

Una hermana lega fue a rogarles que la siguieran al locutorio de la abadesa. Madre Groa Guttormsdatter era una anciana alta e imponente, que habría sido hermosa si no hubiera tenido tanto bigote.

Su voz grave parecía la de un hombre. Pero su aspecto era simpático; indicó a Lavrans que había conocido a sus padres y se interesó por su esposa y sus otras hijas. Por fin, dijo a Cristina con afecto:

—He oído hablar bien de ti, y pareces inteligente y bien educada; con toda seguridad no nos causarás ningún disgusto. Estoy enterada de que estás prometida a este excelente y bien nacido muchacho que es Simón Andressoen, aquí presente. Nos parece una buena idea de tu padre y de tu prometido el que te permitan vivir aquí, en la casa de la Virgen María, para aprender a obedecer y servir antes de encontrarte en situación de gobernar y mandar. Hay una regla que puedo inculcarte desde ahora: hay que aprender a encontrar alegrías en la oración y servicios divinos y acostumbrarse a pensar, a lo largo de la vida, en el Creador, en la dulce Madre de Dios, en todos los santos que nos han dado el mejor ejemplo de fuerza, de lealtad, de constancia y de todas las virtudes de que tendrás el deber de hacer gala cuando hayas de dirigir cosas y personas y criar hijos. También tendrás que aprender en esta casa que hay que saber distribuir bien el tiempo, porque aquí cada hora tiene su empleo y ocupación. Muchas muchachas y mujeres gustan de levantarse tarde, quedarse hasta entrada la noche en la mesa y prolongar inútiles charlas. Pero no me parece que seas de esas. No obstante, puedes en este año aprender muchas cosas que serán útiles para tu salvación, lo mismo aquí que en la otra vida…

Cristina se inclinó y le besó la mano. Acto seguido madre Groa rogó a Cristina que fuera con una anciana religiosa, extremadamente corpulenta, a la que llamó sor Potentia, hasta el refectorio de las monjas. En cuanto a los hombres y a Dama Gyrd, les invitó a comer con ella en otra estancia.

El refectorio era una hermosa sala que tenía el suelo embaldosado de piedra y ventanas ojivales con vidrios. Una puerta daba a otra estancia, donde, según pudo ver Cristina, también debía de haber ventanas con cristales, porque el sol la llenaba de luz.

Las hermanas estaban solas y esperaban que las sirvieran; las más ancianas se sentaban en un banco de piedra con almohadones, debajo de las ventanas, a lo largo del muro; las más jóvenes y las muchachas, con la cabeza descubierta, en traje de estameña clara, se sentaban en un banco de madera, delante de la mesa. En la estancia contigua había otra mesa para los intendentes, personal importante y los legos del servicio; entre ellos había algunos ancianos. Esta gente no llevaba el uniforme del convento, sino un traje oscuro y decente.

Sor Potentia indicó un sitio a Cristina, al extremo del banco; ella se sentó a la cabecera de la mesa, junto al alto sitial de la abadesa, que aquel día estaba vacío.

Lo mismo en esta sala que en la otra todo el mundo se levantó mientras las hermanas recitaban el benedícite. Luego una monja muy joven y bonita se adelantó y se colocó de pie ante un atril situado en el vano de la puerta, entre las dos salas. Y, mientras dos legas aquí y dos de las religiosas más jóvenes en la otra sala servían viandas y bebidas, la monja leyó con voz alta y hermosa, sin detenerse ni balbucir una sola vez, la historia de santa Teodora y san Dídimo.

Al principio Cristina se esforzó, más que nada, en dar muestras de una buena conducta en la mesa, porque vio que todas las hermanas y las jóvenes se comportaban con la misma elegancia y comían con tanta gracia como si tomaran parte en un banquete de los más suntuosos. Había abundancia de las mejores comidas y bebidas, pero todas se servían con moderación y tomaban lo de las fuentes con la punta de los dedos; nadie derramaba sopa ni sobre el mantel ni sobre la ropa, y todas cortaban su carne en trozos tan pequeños que no se manchaban la boca, y masticaban con tal precaución que no se oía el menor ruido.

Cristina sudaba de angustia ante el temor de no saber comportarse con la misma corrección que las demás. También se sentía incómoda con su traje de color en medio de todas aquellas mujeres de blanco y negro; imaginaba que todas la observaban. En un momento dado, al querer comer un trozo de grasa de pecho de cordero, como sostenía el hueso entre dos dedos mientras cortaba la carne con la mano derecha esforzándose en servirse del cuchillo con ligereza y elegancia, hizo un falso movimiento; su rebanada de pan y la carne fueron proyectados sobre el mantel, y el cuchillo cayó sobre las losas del suelo.

En la sala silenciosa aquello hizo un ruido enorme. Cristina se ruborizó violentamente y quiso agacharse para recoger su cuchillo, pero una hermana lega calzando alpargatas se acercó sin ruido y lo recogió todo. Cristina no se atrevía a seguir comiendo. Notó también que se había cortado en un dedo, y como tenía miedo de manchar el mantel se quedó con la mano envuelta en los pliegues de su traje, diciéndose al mismo tiempo que con ello manchaba el bonito vestido azul claro que le habían regalado para el viaje a Oslo. Tampoco se atrevió a levantar los ojos.

No obstante, algo más tarde, empezó a escuchar y fijarse más en lo que leía la monja. Como el jefe no podía quebrantar la firmeza de la joven Teodora, que no quería ofrecer sacrificios a los ídolos ni permitir que la casaran, ordenó que se la internara en un lupanar. Durante el camino la exhortó, sin embargo, a recordar su calidad de ciudadana libre y a pensar en sus honorables padres, sobre los que pesaría ahora una vergüenza eterna, prometiéndole que viviría en paz y permanecería virgen si quería entrar al servicio de una diosa pagana que se llamaba Diana.

Teodora contestó sin miedo:

—La castidad es como una lámpara, pero el amor de Dios es la llama; si tuviera que servir al demonio femenino que llamáis Diana, mi castidad tendría el mismo valor que una lámpara oxidada, sin llama o sin aceite. Me dices que he nacido libre, pero hemos nacido todos esclavos desde que nuestros primeros padres se vendieron al diablo; Cristo me redimió y tengo el deber de servirle, y por tanto no puedo aliarme con sus enemigos. Él protegerá a su paloma, pero si desea, por el contrario, que destrocéis mi cuerpo, que es templo del Espíritu Santo, esto no me será imputado como vergüenza mientras yo no consienta en entregar mi bien a sus enemigos.

Cristina empezó a sentir que su corazón latía porque, en cierto modo, aquello le recordaba el encuentro con Bentein… y pensó que tal vez fuera suya toda la culpa, ya que ni un solo momento pensó en Dios o imploró su ayuda… Ahora, sor Cecilia continuaba con la historia de san Dídimo. Era este un caballero cristiano, pero hasta entonces había mantenido secreta para todo el mundo su fe, excepto para algunos amigos. Se dirigió a la casa donde estaba encerrada Teodora, entregó dinero a la que era propietaria y sólo entonces obtuvo permiso para entrar donde estaba ella. Esta se refugió en un rincón como una liebre acorralada, pero Dídimo la saludó como hermana y como prometida de su Señor, y le dijo que había ido a salvarla. Entonces habló con ella un momento, diciéndole: «¿No debe un hermano arriesgar su vida por el honor de su hermana?». Por fin ella accedió a hacer lo que él le pedía, cambió las ropas con él y se dejó ceñir la coraza de Dídimo; bajó el ala del sombrero sobre los ojos de Teodora, le subió la capa hasta la barbilla y le encargó que saliera disimulando el rostro, como un joven avergonzado de haber estado en semejante lugar.

Cristina pensaba en Arne y le costaba trabajo retener las lágrimas. Tenía los ojos abiertos y húmedos mientras la monja leía el final, o sea, cómo Dídimo fue llevado al suplicio y cómo Teodora vino desde la montaña y se echó a los pies del verdugo rogándole que la dejara morir en su puesto. Los dos santos personajes lucharon entonces por ver cuál ganaría antes la corona; fueron decapitados el mismo día. Era el 28 de abril del año 304 después del nacimiento de Cristo, en Antioquía, según nos cuenta san Ambrosio.

Cuando se levantaron de la mesa, sor Potentia se acercó a Cristina y le acarició la mejilla:

—Ya veo que echas en falta a tu madre.

Al oír esto las lágrimas de Cristina corrieron más abundantes aún. Pero la monja hizo como si no las viera y acompañó a Cristina a la hospedería donde tenía que vivir.

Era una de las casas de piedra del claustro, una bonita sala con ventanas acristaladas y una gran chimenea en la pared estrecha, del fondo. A lo largo de las grandes paredes, frente a frente, había seis camas y todas las arcas de las jóvenes.

Cristina hubiera preferido dormir con una de las pequeñas, pero sor Potentia llamó a una joven gorda y rubia:

—He aquí a Ingebjoerg Filippusdatter, que será tu compañera de cama. Ahora, procurad haceros amigas.

Y se fue.

Ingebjoerg cogió al momento a Cristina de la mano y empezó a charlar. No muy alta, era demasiado gorda, sobre todo la cara. Tenía los ojos chiquitines, o así lo parecía, por la gordura de sus mejillas. Pero su tez era clara, blanca y rosada, su cabello amarillo como el oro, y tan rizado, que sus gruesas trenzas se retorcían y serpenteaban como cuerdas y del velo que cubría su frente escapaban pequeños rizos.

Empezó a hacer preguntas a Cristina sin parar. Pero no esperaba sus respuestas. Por el contrario, hablaba de ella y le daba cuenta de su familia en sus diversas ramificaciones… Todos eran gentes importantes y muy ricos. También estaba prometida a un hombre rico y poderoso, Einar Einarssoen de Aganaes, pero muy viejo y viudo por dos veces; era este su mayor disgusto, aseguraba. Cristina no pudo confirmar que aquello le pesara mucho. Habló luego un poco de Simón Darre; era raro que le hubiera mirado tanto cuando pasaron junto a ellas en el claustro. Después quiso mirar en el arca de Cristina, pero empezó por abrir la suya y enseñar todas sus ropas. Mientras revolvían en las arcas entró sor Potentia. Las riñó diciendo que no era aquel un pasatiempo decente para un domingo. Cristina volvió a sentirse muy desgraciada; jamás había sido reñida por nadie más que por su madre y se le hacía cuesta arriba recibir una riña de una extraña.

Ingebjoerg no había perdido nada de su alegría. Cuando estuvieron en la cama, por la noche, continuó hablando a Cristina hasta que esta se quedó dormida. Dos viejas legas dormían en un extremo de la sala; debían cuidar de que las muchachas no se quitaran las camisas durante la noche, porque era contrario al reglamento, y de que se levantaran a las ocho para cantar en la iglesia. Pero no se preocupaban por la disciplina interior y simulaban no darse cuenta de nada si charlaban o comían golosinas que tenían escondidas en sus arcas.

Cuando Cristina despertó a la mañana siguiente, Ingebjoerg estaba ya lanzada en mitad de un largo monólogo, hasta el punto de que Cristina se preguntó si habría estado hablando toda la noche.