7
Un buen día, poco después de Navidad, Simón Andressoen llegó a caballo a Joerungaard. Se excusó por llegar así, sin ser invitado, solo, sin sus padres, pero Micer André estaba en Suecia para el servicio del rey. Él se había quedado un tiempo en Dyfrin, pero en la casa no se encontraban más que sus hermanas menores y su madre, que estaba en cama, de modo que se le había hecho el tiempo largo y se le había ocurrido llegarse hasta allí.
Ragnfrid y Lavrans le dieron las gracias por haber hecho aquel largo viaje en lo más duro del invierno. Cuanto más veían a Simón más les gustaba. Estaba perfectamente al corriente de lo que había sido convenido entre André y Lavrans y se decidió que la fiesta de esponsales tendría lugar antes de la Cuaresma, si André podía estar de regreso; si no, se haría después de Pascua.
Cristina se mostraba silenciosa y tímida cuando estaba con su prometido; encontraba pocas cosas de que hablar con él. Una noche, cuando estaban los dos sentados bebiendo, Simón le rogó que saliera con él para tomar el fresco. Entonces, mientras estaban en la galería del último piso, la cogió por el talle y la besó. A partir de aquel día solía besarla frecuentemente cuando estaban solos. A Cristina no le gustaba demasiado, pero se mostraba pasiva, porque sabía que no había medio de evitar los esponsales. Pensaba en su matrimonio como algo que hay que soportar, pero que no deseaba espontáneamente. Aún le gustaba bastante Simón, sobre todo cuando hablaba con los demás, pero no cuando la tocaba o hablaba con ella.
Durante todo el año había sido muy desgraciada. A pesar de decirse a sí misma que Bentein no había logrado hacerle nada, se sentía, de todos modos, como mancillada.
Nada podía ser como había sido antes desde que un hombre se había atrevido a hostigarla con semejantes deseos. Se quedaba despierta por las noches y la vergüenza le quemaba; no podía evitar pensar en ello. Recordaba el cuerpo de Bentein sobre el suyo durante la lucha, su aliento caliente que apestaba a cerveza. No podía desechar la idea de lo que pudo haber ocurrido y se acordaba con un estremecimiento de toda su carne de su amenaza de acusar a Arne si no permanecía en secreto lo sucedido. Ante sus ojos desfilaban las imágenes de las consecuencias de que hubiese ocurrido semejante desgracia y la gente se hubiera enterado de su cita con Arne; se preguntaba si su padre y su madre habrían o no creído semejante cosa de Arne, y lo que pensaría el propio Arne. Lo veía como lo había visto la última noche y se sentía casi humillada ante él porque por poco le había arrastrado, con ella, al deshonor y al pesar. Luego empezaba a soñar y sus sueños eran pesadillas. Había oído frases como los placeres de la carne y la tentación de la carne, en la iglesia y en la Historia Sagrada, pero no tenían el menor significado. Ahora aquello era ya una realidad para ella: Sí, ella y los demás humanos tenían un cuerpo carnal, inclinado al pecado que oprime el alma y se incrusta en ella con lazos resistentes.
Luego pensaba que hubiera debido matar a Bentein o dejarlo ciego. Era el único alivio que encontraba en sus sueños de venganza contra el sombrío y malvado individuo que se interponía siempre, en pensamiento, en su camino. Pero la cólera no le resultaba siempre eficaz; pasaba las noches llorando al lado de Ulvhild por toda la violencia que habían querido hacerle. Bentein había logrado, por lo menos, destrozar la virginidad de su alma.
El primer día laborable después de Navidad, todas las mujeres de Joerungaard habían trabajado en la panadería. Ragnfrid y Cristina habían pasado allí casi todo el día. Entrada la noche, mientras algunas mujeres preparaban una hornada y otras se ocupaban de la cena, la chica del establo llegó corriendo y, retorciéndose las manos, gritaba:
—¡Jesús! ¡Jesús! ¿Habéis oído mayor desgracia? Traen a Arne Gyrdsoen muerto, sobre un trineo. Que Dios ayude a Gyrd y a Inga en su desgracia.
Entró también un hombre que vivía en una cabaña un poco más abajo, en el camino, y con él llegó Halvdan. Eran ellos los que habían encontrado el cortejo fúnebre.
Las mujeres les rodearon. En primera fila del círculo estaba Cristina, pálida y temblorosa. Halvdan, uno de los hombres de Lavrans y que había conocido a Arne desde que era chiquillo, lloraba desconsolado mientras lo contaba: Bentein, el nieto del sacerdote, le había matado. La noche de Año Nuevo, los escuderos del obispo se habían quedado bebiendo en la sala de guardia y entonces había llegado Bentein; estaba empleado como escribiente en casa de un sacerdote, en la prebenda del Santo Cuerpo. Primero los escuderos no querían recibirle, pero recordó a Arne que eran de la misma aldea. Arne entonces le hizo sentarse a su lado y bebieron.
Poco después empezó la discusión. Arne se había lanzado con tal violencia sobre Bentein que este cogió un cuchillo de la mesa y se lo hundió en el cuello y varias veces en el pecho. Arne había muerto casi en seguida.
El obispo se había mostrado muy afectado por esta desgracia. Él mismo se había ocupado de los cuidados que había que dar al cadáver y lo había hecho transportar por sus hombres hasta su lejano hogar. En cuanto a Bentein, lo había hecho encadenar y excomulgado; si no le habían ahorcado aún, no tardarían muchos días en hacerlo.
Halvdan tuvo que contar lo mismo varias veces porque nuevas personas iban entrando en la sala. Lavrans y Simón fueron también a la panadería al notar la agitación y tumulto del patio. Lavrans estaba muy conmovido; pidió que ensillaran su caballo porque quería ir inmediatamente a Brekken. Cuando se iba a marchar su mirada cayó sobre el rostro blanco de Cristina.
—¿Quizá querrías acompañarme? —preguntó.
Cristina dudó poco. Temblaba, pero hizo un movimiento afirmativo porque no tenía fuerzas ni para decir una sola palabra.
—¿No hará demasiado frío para ella? —se preguntaba Ragnfrid—. Mañana será el velatorio y, sin duda, iremos todos…
Lavrans miró a su mujer; también observó el rostro de Simón, luego cogió a Cristina por los hombros.
—Recuerda que es su hermana de leche. Tal vez tenga interés en ayudar a Inga a preparar el cadáver.
Y aunque el corazón de Cristina estaba oprimido de desesperación y ansiedad, sintió un inmenso agradecimiento hacia su padre por las palabras que acababa de pronunciar.
Ragnfrid quiso, si Cristina se iba, que comieran antes la sopa de la noche. También quería mandar unos regalos a Inga: una sábana de lino, nueva, y pan recién hecho; les encargó que anunciaran que ella iría después para ayudarles a preparar los funerales y el entierro.
Comieron poco, pero se habló mucho en la sala mientras la cena estaba en la mesa. Se contaban uno a otro las pruebas por las que habían pasado Gyrd e Inga. Inundaciones y corrimientos de tierras habían devastado su granja; la mayoría de sus hijos mayores habían muerto, de modo que los hermanos y hermanas de Arne eran aún muy pequeños. Hacía unos años que la suerte empezaba a sonreírles, desde que el obispo había colocado a Gyrd en Finsbrekken como su representante, y los hijos que conservaban eran hermosos y prometedores. Pero la madre amaba a Arne más que a los demás.
La gente compadecía también a Sira Erik. El sacerdote era respetado y amado y la aldea estaba orgullosa de él; era instruido y hábil y en todos los años que había estado encargado de la parroquia, no había faltado una fiesta, una misa o una celebración que tuviera el deber de presidir. En su juventud había sido hombre de guerra del conde Alv Tornberg, pero había tenido la desgracia de matar a un hombre de alto linaje y se vio obligado a refugiarse en casa del obispo de Oslo; este, dándose cuenta de sus disposiciones por la ciencia de los libros, lo había preparado para el sacerdocio. Y de no ser porque tenía aún muchos enemigos por culpa de aquel viejo crimen, Sira Erik no habría sido nunca enviado a una pequeña parroquia. Es cierto que era muy avaricioso, tanto para su propio bolsillo como para la iglesia, pero actualmente esta se encontraba bien provista de vasos, vestiduras y libros, y él podía tener consigo a sus hijos aunque estos le habían proporcionado quebraderos de cabeza y penas. En las aldeas la gente encontraba absurdo que los sacerdotes tuvieran que vivir como frailes, porque de todos modos habían de emplear mujeres para la granja y también para los quehaceres domésticos, dados los largos y agotadores viajes que se veían obligados a hacer por sus parroquias y esto en todas las épocas. La gente recordaba también que, no hacía mucho tiempo, en Noruega los sacerdotes se casaban. Así que nadie había echado en cara a Sira Erik el haber tenido de joven tres hijos con la mujer de confianza que se ocupaba de él. No obstante, aquella noche decían que parecía como si Dios quisiera castigar el concubinato de Erik, tanto era el daño que le habían hecho hijos y nietos. Y otros opinaban que estaba bien el que los sacerdotes no tuvieran ni mujer ni hijos, porque aquello podía provocar enemistades y choques entre el sacerdote y la gente de Finsbrekken, siendo así que antes eran los mejores amigos del mundo.
Simón Andressoen conocía la conducta de Bentein en Oslo y la comentaba. Bentein tenía el cargo de secretario del decano de Santa María y tenía que ser un chico listo. También había muchas mujeres que le amaban… ¡con aquellos ojos! Además hablaba con gracia. Algunas pensaban incluso que era guapo… sobre todo aquellas que se consideraban víctimas al casarse, y también las jovencitas a quienes les gustaba que los hombres se tomaran libertades con ellas. Simón sonreía… le comprendían, ¿verdad? Pues, sí, Bentein se guardaba mucho de ofender a este tipo de mujeres; con ellas se portaba muy bien; se hizo una reputación de vida pura. Pero dio la casualidad de que el rey Haakon era un señor piadoso y virtuoso y quería tener hombres disciplinados y de buenas costumbres… por lo menos los jóvenes; de los demás no podía dar cuenta. Entonces ocurrió que todas las locuras en que podían participar furtivamente los jóvenes escuderos, orgías, juegos de dados, cerveza y demás, eran siempre sabidas por el sacerdote de la guardia del rey y que los jóvenes disipados tuvieron que confesarlas, pagar multas, sufrir severas amonestaciones… incluso dos o tres de los muchachos más turbulentos fueron expulsados. Al final se descubrió que el «secretarius» que en secreto había entrado en todas las tabernas y las peores casas era aquel zorro de Bentein; oía las confesiones de las jovencitas y les daba la absolución.
Cristina estaba sentada al lado de su madre; se esforzaba por comer para que nadie se diera cuenta de lo que sentía; pero su mano temblaba de tal forma que derramaba la sopa a cada cucharada y sentía la lengua tan pesada y tan seca en su boca que no podía tragar ni un pedazo de pan. Pero cuando Simón empezó a hablar de Bentein, no pudo seguir simulando que comía; crispó las manos sobre el banco en que se sentaba y fue presa del pánico y el asco hasta el extremo de sentir vértigo y náuseas. Era él quien lo había querido… Bentein y Arne, Bentein y Arne… Enferma de impaciencia, esperaba que estuvieran dispuestos. Necesitaba ver a Arne, el rostro hermoso de Arne, y derrumbarse, dejarse llevar de su aflicción y olvidar a todos los demás.
Cuando su madre la ayudó a ponerse el abrigo, besó a su hija en la mejilla. Cristina estaba ahora tan poco acostumbrada a las muestras de ternura de su madre, que aquello le hizo un gran bien. Apoyó un momento la cabeza en el hombro de Ragnfrid, pero no pudo llorar.
Cuando salió al patio, vio que eran muchos los que querían ir con ellos: Halvdan, Jon de Laugarbru, Simón y su escudero. Le resultó extremadamente doloroso que los dos extraños fueran con ellos.
El frío era tan cortante aquella noche, que la nieve crujía bajo los pies; las estrellas brillaban, apretadas, como los cristales de escarcha, en el cielo raso. Habían recorrido un pequeño trecho de camino cuando oyeron gritos, alaridos y un galopar furioso al sur de los prados; un poco más arriba llegaba por el camino, en un loco galopar detrás de ellos, todo un pelotón. Pasaron al galope con ruido de metal, y los caballos, soltando humo y cubiertos de escarcha, hicieron volar salpicaduras, obligándoles a caminar en la nieve, fuera del sendero. Halvdan increpó a la horda salvaje. Eran los jóvenes de las granjas del Sur; hacían todavía las rondas de Navidad y habían salido para probar los caballos. Algunos, demasiado borrachos para mostrarse sensatos, continuaron su camino, protestando y renegando, sin dejar de golpear sus escudos. Pero dos o tres comprendieron la noticia que les gritó Halvdan; se apartaron del pelotón y se unieron a Lavrans hablando en voz baja con los hombres que cerraban la fila.
No tardaron en divisar Finsbrekken, sobre la vertiente del otro lado del río Sils. Brillaba una luz entre los edificios… En medio del patio la gente había clavado antorchas de resina en un montículo de nieve, y el resplandor de la llama se extendía sobre la blanca colina, pero las casas oscuras parecían untadas de sangre coagulada. Una hermanita de Arne estaba fuera y pataleaba para calentarse; tenía las manos cruzadas debajo del abrigo. Cristina besó a la niña helada y bañada en lágrimas. Su corazón le pesaba como una piedra y le pareció que tenía plomo en sus miembros cuando subió la escalera del primer piso donde habían dejado a Arne.
El rumor de cánticos y la luz de varias antorchas le asaltaron al llegar a la puerta. En mitad de la estancia estaba el ataúd en el que lo habían traído a su casa, envuelto en un paño; habían puesto unas tablas sobre caballetes y colocado el ataúd encima. A la cabecera había un joven sacerdote que cantaba, con un libro en la mano. Alrededor, la gente estaba arrodillada con los rostros escondidos en los gruesos abrigos.
Lavrans encendió su cirio en uno de los que ardían, lo colocó en el soporte y se arrodilló. Cristina quiso hacer lo mismo pero no consiguió que su cirio se aguantase; entonces Simón lo cogió y la ayudó. Mientras el sacerdote recitó las oraciones todo el mundo se quedó de rodillas murmurando las palabras que él iba diciendo y de todas las bocas escapaba como una humareda… En la estancia hacía un frío glacial.
Cuando el sacerdote hubo cerrado el libro y la gente se puso en pie, eran ya muchos los reunidos en la estancia fúnebre. Lavrans se dirigió a Inga. Esta miraba fijamente a Cristina y no pareció oír las palabras de Lavrans; tomó los regalos que este le entregaba, pero no parecía notar lo que tenía en las manos.
—¿Habéis venido Cristina y tú? —preguntó con una voz rara y contraída—. Puede que quieras ver a mi hijo, cómo me lo han traído.
Apartó unos cirios, cogió a Cristina del brazo con mano temblorosa y con la otra apartó el sudario del rostro del muerto.
Tenía un color amarillo gris terroso y los labios color de plomo se habían abierto un poco, de modo que los dientes, iguales, menudos y de un blanco marfil, parecían iniciar una sonrisa burlona. Bajo las largas pestañas, brillaban levemente los ojos apagados y en las mejillas había unas manchas de un azul negruzco, marcas de golpes o de descomposición.
—¿Quieres besarlo? —preguntó Inga como antes. Cristina se inclinó, dócil, y besó la mejilla del muerto. Estaba húmeda como de rocío y le pareció a Cristina que olía a cadáver. Sin duda empezaba a descomponerse debido a la acción de todos aquellos cirios.
Cristina continuó inclinada con las manos apoyadas en las tablas del ataúd, porque no tenía fuerzas para levantarse. Inga apartó un poco más las ropas del muerto y la gran puñalada sobre la clavícula quedó al descubierto. Entonces se volvió a los presentes y dijo con voz temblorosa:
—Ya veo que debe de ser mentira lo que dicen las gentes de que la herida de un muerto sangra cuando la toca el que ha destrozado su vida. Aquí tienes a mi pobre hijo, más frío y menos hermoso que la última vez que lo encontraste en el camino. Ahora no te gusta nada besarlo, ya me doy cuenta, pero he oído decir que entonces no despreciabas su boca.
—Inga —exclamó Lavrans, adelantándose—, ¿has perdido el juicio? ¿Cómo puedes hablar así…?
—¡Oh, sí, sois muy buenos los de Joerungaard! Tú, Lavrans Bjoergulfssoen, eras un hombre demasiado rico para que mi hijo se atreviera a pedir honorablemente la mano de tu hija… Y Cristina también se creía demasiado buena para él. Pero no lo bastante para no ir detrás de él de noche por esos caminos y jugar con él por los matorrales, la noche en que se marchó. Pregúntale y veremos si se atreve a negarlo. Arne está aquí, muerto, y ella es la responsable por su desvergüenza.
Lavrans no preguntó; se volvió a Gyrd:
—Eres tú quien debe callar a tu mujer… Ha perdido la cabeza.
Pero Cristina levantó su pálido rostro y lanzó a su alrededor una mirada desesperada:
—Fui a reunirme con Arne el último día porque él me lo había pedido. Pero nada ocurrió entre nosotros que no estuviera bien. —Y pareciendo esforzarse en comprender, exclamó en voz alta—: No sé qué quieres decir, Inga. Miente si quieres respecto a Arne aquí presente, pero jamás me sobornó o sedujo…
Inga rio en voz alta:
—¿Arne no? Pero Bentein, el aprendiz de cura… con él jugaste a otro juego. Pregunta a Gunhild, Lavrans; ella fue la que lavó la espalda manchada de tu hija, y pregunta a todos los que estaban en la sala de guardia del obispo la noche de primero de año, cuando Bentein ridiculizó a Arne porque la había dejado marchar como un tonto. En seguida arropó a Bentein con su abrigo, para regresar a casa, y quiso jugar con él…
Lavrans la cogió por el hombro y le puso la mano en la boca.
—Hazla salir, Gyrd. Es una vergüenza que hables así delante del cadáver de tu pobre hijo. Pero aunque todos tus hijos estuvieran muertos aquí, yo no me quedaría a escuchar mentiras sobre mi hija. Eres tú, Gyrd, quien responderá de todo lo que dice esta loca.
Gyrd puso la mano sobre su mujer e hizo ademán de llevársela, pero antes dijo a Lavrans:
—Lo cierto es que Bentein y Arne hablaban de Cristina cuando mi hijo perdió la vida. Es probable que tú no hayas sabido nada, pero se ha comentado mucho en la aldea, este otoño…
Simón golpeó con su espada la madera más cercana:
—No. Buenas gentes, tendréis que buscaros otro tema de conversación en este cuarto mortuorio; algo que no sea mi prometida. Capellán, ¿no sabéis imponeros a esta gente de modo que se respeten las conveniencias?
El sacerdote —Cristina vio que era el hijo menor de Ulvsvoldene, que había estado en su casa por Navidad— abrió su breviario y se colocó a la cabecera del ataúd. Pero Lavrans exclamó que todos aquellos que habían hablado de su hija, fueran quienes fueran, deberían retractarse de sus palabras.
—Toma, pues, mi vida, Lavrans —gritó Inga—, como ella ha tomado todo mi consuelo y mi alegría, y cásala con este hijo de caballero, pero todo el mundo sabe que se casó con Bentein en el camino… aquí.
Tiró la sábana que Lavrans le había regalado, por encima del ataúd, sobre Cristina.
—No necesito lino de Ragnfrid para enterrar a Arne. Hazte un pañuelo para la cabeza, y guárdalo para envolver a tu bastardo. Y baja a acompañar a Gunhild a llorar al ahorcado…
Lavrans, Gyrd y el sacerdote agarraron a Inga. Simón trató de levantar a Cristina, que estaba tendida sobre el ataúd. Pero esta, echando los brazos atrás, se puso de rodillas y gritó con fuerza:
—¡Señor y Salvador mío, ayúdame! ¡Todo es una mentira!
Y extendió la mano sobre el cirio más próximo. Pareció como si la llama se inclinara y se apartara. Cristina sentía los ojos de todos fijos en ella. Le pareció que aquello duraba mucho rato, pero de repente sintió un dolor terrible en la palma de la mano y lanzando un grito desgarrador cayó al suelo.
Se creía desmayada, pero notó cómo Simón y el sacerdote la levantaban. Inga gritaba aún; vio el rostro descompuesto de su padre y oyó al sacerdote advertir que no debía tener en cuenta esta prueba… ¡No se debe invocar así el juicio de Dios! Luego Simón la cogió y bajó con ella la escalera. El escudero de Simón corrió a la cuadra y al momento Cristina estuvo sentada, medio inconsciente, sobre la silla de Simón, envuelta en el abrigo de este, mientras bajaba a la aldea a toda velocidad en su caballo.
Estaban casi en Joerungaard cuando Lavrans les alcanzó. El resto de la comitiva venía tras ellos con retumbar de cascos, aún lejos.
—No le digas nada a tu madre —le aconsejó Simón, cuando la bajó a la puerta de la sala grande—. Hemos oído demasiadas tonterías esta noche y no sería extraño que al final perdieras el conocimiento.
Ragnfrid estaba despierta cuando entraron y preguntó cómo había ido en el velatorio. Simón tomó la palabra y contestó por todos. Sí, había mucha luz y mucha gente. Sí, también había un sacerdote… Tormod de Ulvsvoldene. En cuanto a Sira Erik, se había enterado de que marchó a caballo hacia Hamar y de que así, por su causa, tropezaban con dificultades para el entierro.
—Haremos decir una misa por Arne —dijo Ragnfrid—. ¡Que Dios le dé fuerzas a Inga! ¡Ha sido una prueba muy dura, pobre mujer!
Lavrans siguió en el tono que Simón había iniciado y Ragnfrid no tardó en decir que era hora de que todos se acostaran, «porque Cristina estaba cansada y apesadumbrada».
Al cabo de un rato, cuando Ragnfrid se hubo dormido, Lavrans se echó una prenda encima y fue a sentarse al borde de la cama de su hija. En la oscuridad buscó la mano de Cristina y le dijo con dulzura:
—¿Quieres contarme ahora, hija mía, lo que hay de verdad y lo que hay de mentira en las palabras de Inga?
Sollozando, Cristina contó lo que le había ocurrido la noche en que Arne había salido a caballo hacia Hamar. Lavrans no dijo gran cosa. Entonces Cristina se incorporó en la cama, echó los brazos al cuello de su padre y gimió:
—Soy yo la causa de la muerte de Arne… Lo que decía Inga era verdad.
—Arne te pidió él mismo que fueras a despedirle —observó Lavrans, y subió la colcha sobre los hombros desnudos de su hija—. Fue una imprudencia por mi parte dejar que os vierais tanto, pero creía que el muchacho era juicioso. No voy a censuraros… Comprendo que estas cosas te han de pesar. Nunca hasta hoy había pensado que una de mis hijas tuviera mala reputación en nuestra aldea y tu madre se llevará un disgusto cuando lo sepa. Pero que te confiaras a Gunhild y no a mí en esta situación es algo tan absurdo que no puedo comprender que hayas obrado de modo tan tonto.
—No tengo valor para quedarme más tiempo en la aldea —lloró Cristina—. Ya no me atrevo a mirar a nadie a los ojos, después de lo que he hecho a los de Romundgaard y de Finsbrekken.
—Gyrd y Sira Erik tendrán que arreglárselas para que todas esas mentiras sobre ti dejen de circular y queden enterradas con Arne. Por lo demás, el que te defenderá mejor será Simón Andressoen —añadió acariciándola en la oscuridad—. ¿No crees que se lo ha tomado noble y sensatamente…?
—Padre —dijo Cristina apretándose a él y suplicando con angustiosa ternura—, mándame al convento. Padre, óyeme. Hace tiempo que lo pienso. Puede que Ulvhild recobre la salud si yo voy en su lugar. ¿Te acuerdas de los zapatos que bordé para ella con perlas, este otoño? Tanta era mi cólera que me pinchaba los dedos y me cortaba con el hilo de oro. Pero los bordaba porque encontraba que estaba mal que amara tan poco a mi hermana que no fuera capaz de hacerme monja para ayudarla. Un día Arne me preguntó sobre esto. Si le hubiera dicho que sí no habría ocurrido nada…
Lavrans meneó la cabeza.
—Acuéstate ahora —le rogó—. Ni tú misma sabes lo que dices, pobre hija mía. Ahora debes intentar dormir…
Pero Cristina sufría con su mano quemada y la desesperación y la amargura respecto a su destino trastornaban su corazón. Las cosas no hubieran ido peor para ella de haber sido una gran pecadora; eso sería lo que todos creerían que era. No, no podía, no podía tener el valor de quedarse en la aldea. La embargaba terror sobre terror; ¡cuándo su madre se enterara…! Ahora había sangre entre ellos y el cura de la parroquia y enemistad con todos los que habían sido sus amigos y habían vivido junto a ella toda su vida. Pero su mayor angustia era el pensar en Simón, en cómo la había cogido y alejado, cuidando de ella, protegiéndola, disponiendo de ella como si ya fuera suya. Su padre y su madre se habían inclinado ante él como si ya le perteneciera más que a ellos.
Luego recordó el rostro de Arne en la iglesia, frío y terrible. Recordaba haber visto una tumba abierta que esperaba a un muerto la última vez que había estado en la iglesia. Los terrones arrancados con el pico estaban esparcidos por la nieve, duros y fríos y grises como el hierro. Allí era donde ella había arrastrado a Arne.
Súbitamente se acordó de una noche de verano, hacía muchos años. Había estado en la galería del granero de Finsbrekken, el mismo granero donde aquella noche se había desvanecido. Arne jugaba a la pelota con otros muchachos en el patio y se la tiraron una vez. Se la había escondido a la espalda y se negó a devolverla cuando Arne subió a recogerla. Entonces quiso quitársela a la fuerza. Se habían peleado en la galería, en el granero entre las cajas. Los sacos de piel estaban colgados llenos de ropas y les golpeaban la cabeza cuando al perseguirse tropezaban contra ellos. ¡Cuánto se había reído y habían rodado ellos y la pelota…!
Le pareció que, al fin, la realidad se imponía y que él había muerto, desaparecido; que ya no volvería a ver su rostro franco y hermoso, ni sentiría su mano tibia. Había sido tan niña y tan insensible a todo, que jamás había pensado lo que perderla representaría para él. Lloró desesperadamente y se dijo que había merecido su desgracia. Pero debía tener en cuenta todo lo que la esperaba aún y lloró más porque encontró aquel castigo demasiado duro.
Fue Simón quien contó a Ragnfrid lo ocurrido en el cuarto mortuorio de Brekken, la noche anterior. No dijo más que lo estrictamente necesario. Pero Cristina estaba tan trastornada por el disgusto y las noches en vela que sintió una fuerte irritación contra él; podía hablar de todo aquello como si no fuera tan terrible. También se sintió muy contrariada al ver que sus padres permitían a Simón que se condujera como si fuera el amo de la casa.
—Y tú no crees nada de eso, ¿verdad, Simón? —preguntó Ragnfrid con ansiedad.
—No —contestó Simón—. Y pienso que nadie lo ha creído de verdad. Todos les conocen a ustedes y a ella y a ese Bentein, pero ocurren pocas cosas en este rincón perdido, ¿no es cierto? Es, pues, natural que la gente hable. Vamos a demostrarles que la reputación de Cristina es un manjar demasiado delicado para estos patanes. Pero es una lástima que se dejara asustar por la brutalidad de Bentein hasta el extremo de no acudir directamente a ustedes o al propio Erik. Tengo la impresión de que este buen sacerdote habría declarado encantado que siempre había creído que era una broma sin consecuencias si tú, Lavrans, hubieras hablado con él.
Los padres decían que en aquello Simón estaba en lo cierto, pero Cristina gritaba y pataleaba:
—Me tiró al suelo, sí. Y no sé en realidad lo que me hizo. Estaba como loca y no me acuerdo de nada. Lo único que sé es que puede que sea como dijo Inga. Además, desde entonces, ni un solo día me he encontrado bien ni he sido feliz.
Ragnfrid se puso a protestar, retorciéndose las manos; Lavrans se levantó bruscamente. El rostro de Simón también cambió radicalmente; miró fijamente a Cristina y le tomó la barbilla; luego, sonriendo, le dijo:
—Dios te bendiga, Cristina. Si te hubiera hecho algo te acordarías. No es raro que estuviera turbada y se encontrara mal desde aquella noche maldita en que se le hizo pasar aquel susto… ella que hasta entonces sólo conocía la bondad y la amabilidad —dijo dirigiéndose a los demás—. Cualquiera que no sea una mala persona que prefiera creer en el mal en lugar de en el bien, puede darse cuenta de que es una doncella y no una mujer.
Cristina levantó la mirada hasta los ojos pequeños y vivos de su prometido. Alzó las manos a medias; hubiera querido pasárselas alrededor del cuello. Entonces continuó él:
—No vayas a creer, Cristina, que no lo olvidarás. No tengo la intención de que nos instalemos en seguida en Formo de modo que ya no salgas del valle. Nadie tiene el mismo color de cabellos, ni el mismo humor un día de sol que un día de lluvia, decía el viejo rey Sverre cuando alguien acusaba a sus «escuderos de polainas de corteza de abedul» porque el éxito les había vuelto orgullosos.
Lavrans y Ragnfrid sonreían… les divertía oír al muchacho expresándose y dándose aires de viejo obispo. Simón añadió:
—Sería de mal gusto que yo te diera una lección a ti, que vas a ser mi suegro, pero tal vez pueda permitirme decirte que nosotros, hermanos y hermanas, hemos sido criados con mayor severidad; no teníamos libertad para ir con el servicio como he visto que Cristina tiene por costumbre. Mi madre solía decir: «El que juega con los hijos de los pordioseros acabará por tener piojos en su cabeza». Y en esta ocasión ha pasado un poco de esto.
Lavrans y Ragnfrid no contestaron nada a eso. Pero Cristina dio la vuelta y se fue. El impulso que tuvo en un momento de echar los brazos al cuello de Simón Darre se le había pasado.
Alrededor de mediodía, Lavrans y Simón cogieron sus esquíes para ir a ver unas trampas que habían puesto en la colina. Fuera, el tiempo era ahora espléndido, brillaba el sol y el frío no era tan intenso. Los dos hombres pensaban que era magnífico poder escapar de todas las preocupaciones y lágrimas domésticas, y se fueron lejos, a lo más alto de la montaña pelada.
Se tendieron al sol bajo una escarpadura de la montaña, bebieron y comieron; luego Lavrans habló un poco de Arne…; había sentido gran afecto por el joven. Simón asintió, elogió al muerto y dijo que no le sorprendía que Cristina llorara a su hermano de leche. Entonces Lavrans observó que tal vez sería mejor no presionarla y que era preferible dejarla descansar un poco más antes de celebrar los esponsales. Había dicho, hacía poco, que le gustaría pasar una temporada en un convento.
Simón se tumbó en el suelo y silbó durante un rato.
—¿No te parece bien? —le preguntó Lavrans.
—Sí, mucho —contestó Simón vivamente—. Me parece la mejor idea, querido suegro. Envíala al convento de las Hermanas de Oslo, durante un año. Aprenderá cómo deben hablar unos de otros la gente de mundo. Conozco un poco algunas de las jóvenes que están allí —dijo riendo—. No se desmayarían, ni morirían de pena si dos locos se mataran por su causa. Y no es que me gustara tener por esposa a una muchacha de este tipo, pero creo que no le vendría mal a Cristina conocer a otras gentes.
Lavrans guardó el resto de las viandas en su saco y dijo, sin mirar al muchacho:
—Estás hechizado por los encantos de Cristina, me parece.
Simón sonrió y dijo, sin mirar a Lavrans:
—Puedo decirte que la comprendo… y que también te comprendo a ti.
Se levantó y recogió los esquíes; luego con cierto embarazo murmuró:
—No he encontrado a otra con quien prefiriera unirme en matrimonio…
Faltaba aún tiempo para la Pascua y los trineos todavía podían seguir el valle y atravesar el lago Mjoes, cuando Cristina emprendió, por segunda vez, su viaje hacia el sur. Simón fue a Joerungaard para acompañarla al convento. Salió, pues, en trineo con su padre y su prometido, bien envuelta en pieles. Detrás iban los escuderos y un trineo de carga para el arca de sus ropas y los regalos de víveres y pieles destinados a la abadesa y hermanas de Nonneseter.