6

En los días antes de su marcha a Hamar, Arne estaba en su casa, en Finsbrekken. Su madre y sus hermanas preparaban sus ropas.

La víspera de su marcha, a caballo, hacia el sur fue a Joerungaard a despedirse. Preguntó en voz baja a Cristina si querría encontrarse con él en el camino, al sur de Laugarbru, la noche siguiente.

—Quisiera que estuviéramos de acuerdo los dos, por ser la última vez que nos veremos —dijo—. Si crees que es pedirte mucho, piensa que nos hemos criado juntos, como hermanos —añadió al ver que Cristina dudaba un poco, antes de contestarle.

Entonces ella le prometió ir si se podía escapar de casa. A la mañana siguiente nevaba, pero durante el día llovió y pronto campos y caminos fueron barrizales grises. Jirones de niebla aparecieron flotando sobre el río cayendo a veces y retorciéndose en blancos torbellinos al pie de la montaña; pero el tiempo se ensombreció de nuevo.

Sira Erik vino para ayudar a Lavrans a redactar unas cartas. Bajaron a la habitación del hogar, porque con aquel tiempo resultaba más agradable estar allí que en la gran sala que la estufa llenaba de humo. La madre estaba en Laugarbru donde Ramborg convalecía de unas fiebres sufridas durante el año.

No fue difícil para Cristina abandonar la granja sin ser vista, pero no se atrevió a coger un caballo y se fue a pie. El camino era una pasta de nieve fundida y de hojas secas; el frío húmedo, la muerte y el olor a tierra le hacían un nudo en la garganta y de vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, azotando el rostro con su humedad. Bajó su capucha lo más que pudo sobre su cabeza y, sosteniendo el manto cruzado con las dos manos, emprendió una marcha rápida. Tenía un poco de miedo, oía rugir sordamente al río en la pesada atmósfera, y las nubes pasaban negras y desgarradas por encima de las crestas de las montañas. De vez en cuando se detenía, y escuchaba a ver si Arne se aproximaba.

Al poco rato, oyó un ruido de cascos sobre el camino mojado y se detuvo porque se hallaba en un lugar desierto que convendría, así le pareció, para despedirse sin ser molestados. Al instante, vio detrás de ella al jinete y Arne saltó del caballo, que llevó de la mano hasta reunirse con ella.

—Has sido buena viniendo con este mal tiempo… —dijo.

—Es mucho peor para ti, que tienes un camino tan largo que recorrer a caballo. ¿Y por qué te vas tan tarde, por la noche?

—Jon me ha permitido pasar la tarde en Loptsgaard —contestó Arne—. Me pareció que te sería más fácil venir a esta hora.

Permanecieron un instante en silencio. Cristina se daba cuenta de que, hasta entonces, no había visto lo guapo que era Arne. Llevaba un casco de acero bruñido y por encima una caperuza de lana que le enmarcaba el rostro y descansaba en los hombros; su cara delgada resaltaba así clara y hermosa. Su coraza de cuero estaba vieja, manchada de orín y arañada por la cota de malla que había sido llevaba por encima. Arne había heredado la coraza de su padre, pero modelaba su cuerpo esbelto, fuerte y ágil. Arne llevaba también una lanza en la mano y una espada al cinto. Las otras armas estaban en el arzón de la silla. Era un hombre hecho y derecho, aunque de aspecto muy joven.

Cristina apoyó la mano en el hombro de Arne y dijo:

—¿Te acuerdas, Arne, de que una vez me preguntaste si te encontraba tan buen mozo como Simón Andressoen? Ahora puedo decirte, antes de que nos separemos, que lo superas en belleza y modales aunque la gente que da importancia a la riqueza y al nacimiento pretendan que él está por encima de ti.

—¿Por qué me dices eso? —preguntó Arne conteniendo el aliento.

—Porque fray Edvin me hizo comprender que debemos dar gracias a Dios por los dones que de Él hemos recibido y no ser como la mujer que después de que san Olav multiplicase para ella la pobre comida, lloraba porque no tenía vasija donde ponerla. Así que no estés triste por no haber recibido riquezas además de dones corporales.

—¿Era eso, pues, lo que pensabas? —dijo Arne, y al verla callada murmuró—: Me preguntaba si pensabas que preferías estar casada conmigo que con el otro…

—¡Ojalá pudiera! A ti te conozco mejor…

Arne la cogió entre sus brazos y la levantó del suelo. La besó repetidas veces, pero volvió a dejarla nuevamente en el suelo.

—¡Que Dios nos ayude, Cristina, porque no eres más que una niña!

Ella inclinó la cabeza, pero mantuvo las manos sobre los hombros de Arne. Este le cogió las muñecas y se las oprimió.

—Veo lo bella que eres, amada mía, pero veo también que no comprendes cuánto sufre mi corazón al perderte. Cristina, hemos crecido juntos como dos manzanas de una misma rama. Me he enamorado de ti antes de comprender que un día vendría otro a arrancarte de mi lado. Tan cierto como Dios sufrió la muerte por nosotros, creo que para mí se terminó la felicidad en este mundo después de aquel día.

Cristina lloraba amargamente. Levantó su rostro para que pudiera besarla.

—No hables así, Arne mío —le suplicó acariciándole.

—Cristina —dijo Arne en voz baja y cogiéndola de nuevo en sus brazos—, ¿no podrías pensar en rogar a tu padre… Lavrans es un hombre tan bueno que no te obligará contra tu voluntad… suplicarle que espere unos años? Nadie sabe cómo puede sonreírme la fortuna…; somos tan jóvenes los dos…

—Tendré que hacer lo que quieran en casa —contestó llorando.

Las lágrimas, irreprimibles, asomaron también a los ojos de Arne.

—No sospechas, Cristina, lo mucho que te amo —escondió el rostro en el hombro de Cristina—. Si me quisieras lo bastante para ello, irías a suplicar a Lavrans con dulzura…

—Eso no puedo hacerlo —sollozó la joven—. No puedo amar lo bastante a un hombre como para enemistarme con mis padres por su causa —acarició el rostro de Arne protegido por la capucha y el casco de acero—. No llores así, Arne, mi querido amigo…

—Esto es para ti —le contestó él un momento después, y le entregó un broche de filigrana—. Piensa en mí alguna vez, porque no me olvidaré jamás ni de ti ni de mi dolor.

Era casi de noche cuando Cristina y Arne se dijeron adiós por última vez. Ella se quedó de pie, mirándolo, hasta que desapareció, a caballo. Una luz amarillenta se filtraba por los desgarrones de las nubes y se reflejaba en las huellas de sus pasos, por donde habían andado o se habían detenido sobre el lodo del camino. Todo le parecía tan frío y tan triste ahora… Sacó el pañuelo que llevaba en el pecho y enjugó su cara cubierta de lágrimas, y dando media vuelta regresó a su casa.

Estaba mojada; tenía frío y andaba de prisa. Al poco rato oyó a alguien andar por el camino, detrás de ella. Sintió miedo; era, sin embargo, posible que alguien circulara por el camino incluso en una noche como aquella. Ante ella se extendía un trecho desierto. Por un lado ascendía una pendiente negra y pedregosa, por el otro el terreno descendía verticalmente y había un bosque de pinos que llegaba al fondo del valle hasta un río color de plomo. Así que se sintió tranquila cuando el que la seguía la llamó por su nombre. Se detuvo y esperó.

El que se acercaba era un hombre alto y esbelto, vestido con una prenda oscura con mangas más claras. Cuando lo tuvo cerca, vio que llevaba hábito sacerdotal y un saco vacío a la espalda. Reconoció a Bentein Prestesoen, nieto de Sira Erik. También vio que venía completamente borracho.

—Ya ves, uno marcha y otro llega —dijo riendo después de que se saludaran—. Hace un momento me he encontrado con Arne de Brekken. Veo que vas caminando y llorando. Ya podrías sonreír un poco por mi regreso… porque, ¿verdad?, también nosotros hemos sido amigos desde la infancia, ¿no?

—Es un mal negocio si vienes a la aldea a reemplazarlo —dijo Cristina con sequedad porque nunca le había gustado Bentein—. Muchos serán de mi misma opinión, estoy segura. Tu abuelo estaba muy contento al saber que ibas por buen camino allá, en Oslo.

—Sí, sí —contestó Bentein, con una especie de gemido que era un relincho—. ¿Iba por buen camino, dices? Como un cerdo en un campo de trigo, Cristina, así estaba yo. Y terminó del mismo modo: me han echado con palabrotas y latigazos. Sí, sí. No son satisfacciones lo que su descendiente le procura al abuelo… ¿Tan pronto te vas?

—Tengo frío —dijo Cristina secamente.

—Lo mismo que yo —dijo el hombre—. No llevo más ropa que la que ves. Tuve que vender mi abrigo para comer y beber en Lillehammer. A ti debe de quedarte aún calor en el cuerpo, ya que acabas de decirle adiós a Arne… Quiero decir que podrías dejarme andar contigo, bajo tu abrigo de piel.

Y diciendo esto, tiró del abrigo de Cristina, lo echó sobre su espalda y pasó su brazo húmedo alrededor de la cintura de la muchacha.

Esta se sorprendió tanto de su atrevimiento que tardó un poco antes de darse verdadera cuenta. Luego quiso desprenderse, pero él la sujetaba por el abrigo y este estaba cerrado por un fuerte corchete de plata. Bentein volvió a rodearla con sus brazos, quiso besarla y acercó su barbilla a la boca de Cristina. Ella trató de golpearle, pero él le sujetaba los brazos.

—Has debido de perder la cabeza —chilló mientras se debatía— para que te atrevas a ponerme la mano encima como si fuera una…; mañana lo lamentarás de verdad, sinvergüenza…

—¡Oh, mañana no serás tan tonta! —contestó Bentein haciéndole una zancadilla que la tiró al barro del camino y tapándole la boca con la mano.

Tampoco esta vez se le ocurrió gritar. Ahora comprendía al fin lo que se proponía hacer con ella, pero una rabia tan salvaje y violenta se apoderó de ella que apenas sintió miedo. Gruñía como un animal acosado y luchaba contra el hombre que la mantenía en el suelo de tal modo que el agua de nieve, fría como el hielo, atravesó sus ropas y llegó a su piel ardiente.

—Mañana tendrás el buen sentido de callarte —dijo Bentein—, y si esto no puede quedar secreto tendrás que acusar a Arne; eso es lo que creerán…

Puso un dedo en la boca de Cristina. Entonces esta le mordió con toda su fuerza, tanta, que Bentein lanzó un grito y la soltó. Rápida como el rayo, Cristina libró una de sus manos y atacó el rostro del hombre, apretando con toda la fuerza que pudo, el pulgar en uno de los ojos de Bentein. Este rugió y se puso de rodillas. Como una gata huyó entonces, dando tal empujón al hombre, que se cayó de espaldas, y corrió camino adelante mientras el barro la salpicaba a cada salto.

Corría, corría sin mirar atrás. Oía que Bentein la seguía y daba tales saltos para evitar ser alcanzada, que sentía latir las venas de su cuello, mientras iba gimiendo y mirando ante sí preguntándose si podría llegar a Laugarbru. Por fin se encontró en el lugar en que el camino iba campo a traviesa; vio el grupo de casas al pie de la pendiente y comprendió al mismo tiempo que no se atrevería a presentarse corriendo ante su madre en el estado en que se encontraba, manchada de pies a cabeza por el barro y las hojas podridas y con las ropas hechas jirones.

Se dio cuenta de que Bentein la alcanzaba. Entonces se agachó y cogió dos pedruscos. Cuando lo tuvo cerca se los tiró. Uno de ellos le dio con tal fuerza que le derribó. Entonces continuó corriendo y no se detuvo hasta llegar al puente.

Se apoyó temblorosa en el parapeto. La vista se le nublaba y le pareció que iba a desmayarse, pero en seguida pensó en Bentein. Si llegaba y la encontraba…

Estremecida de vergüenza y furor siguió adelante, pero era tal su asco y temor que las piernas apenas la llevaban. Sintió que los arañazos del rostro le escocían y que estaba magullada en la espalda y el brazo. Empezó a llorar y las lágrimas la quemaban como fuego.

Deseaba que la piedra que tiró hubiera matado a Bentein. Lamentaba no haber vuelto sobre sus pasos para rematarlo. Buscó su cuchillo y se dio cuenta de que debía de haberlo perdido.

Pensó que no podía presentarse así en su casa. Tuvo la idea de ir a Romundgaard; se quejaría a Sira Erik.

Pero el sacerdote no había regresado aún de Joerungaard. En la panadería encontró a Gunhild, madre de Bentein; la mujer estaba sola y Cristina le contó cómo había sido atacada por su hijo. No obstante, no dijo que había salido para verse con Arne. Cuando comprendió que Gunhild creía que había ido a Laugarbru, no insistió.

Gunhild dijo poca cosa pero lloró mucho mientras limpiaba las ropas de Cristina y zurcía provisionalmente los peores desgarrones. Y la joven estaba tan turbada que no vio las miradas que Gunhild le echaba de soslayo.

Cuando Cristina salió, Gunhild tomó su abrigo, la siguió fuera pero se dirigió a la cuadra. Cristina le preguntó a dónde iba.

—Supongo que me está permitido ir a caballo en busca de mi hijo —contestó la mujer—. Y ver si lo has matado con tu piedra, o en qué estado se encuentra.

Cristina no supo qué contestar a esto, aunque dijo solamente a Gunhild que procurara que Bentein saliera cuanto antes de la aldea y no se presentara ante sus ojos.

—Si no, se lo contaré todo a Lavrans y puedes imaginar lo que va a ocurrir.

Bentein reemprendió el camino del sur una semana después. Llevaba cartas de Sira Erik para el obispo de Hamar al que rogaba que le encontrara un empleo o le ayudara.